Han
pasado cien mil años. Extraños sucesos han ocurrido sobre nuestra Tierra.
Profundas diferencias han marcado a sus pueblos, el salvajismo lo domina todo.
Raros seres han venido del exterior. Monstruos. Seres que no tienen ninguna
relación con el hombre, con nuestros lejanos descendientes. Y fue el
Pandemonium, seguido de la Era del Dolor y la de los Combates.
Al
final del tiempo, en el crepúsculo de la larga historia de las civilizaciones
humanas, la Pirámide se alza como el último baluarte de los últimos humanos. Y
ella es el faro y el bastión, el mausoleo y la ciudadela. Gigantesca, sumida en
las tinieblas del Reino de la Noche. En sus mil pisos, divididos en ciudades,
unos pocos millones de supervivientes esperan y acechan a las innombrables
entidades que se han apoderado del mundo para sembrar en él el horror y la
nada. Y aquellas entidades están allí, a su alrededor. En la Bruma Negra, en El
Lugar En Que Matan Los Seres Silenciosos, en el Valle de los Perros. ¿Quién puede
abandonar la Pirámide y franquear el Círculo Eléctrico que la protege para
aventurarse por el Reino de la Noche? ¿Quién sino un hombre loco de pasión?
Esta
es la crónica de las edades del terror y la anti-vida, la historia de una odisea
y de un desesperado amor.
William
Hope Hodgson, con su REINO DE LA NOCHE, nos da por completo la negra medida de
sus talentos como narrador visionario que ya nos valieron LA CASA AL BORDE DEL
MUNDO y que tanto impresionaron a Howard Phillips Lovecraft.
William Hope Hodgson
El Reino de la Noche
(Una historia de amor)
Título
original: The Night Land
William
Hope Hodgson, 1912
Traducción:
Francisco Cusó
Ilustraciones:
Virgil Finlay
Diseño
de cubierta: Virgil Finlay
Editor
digital: orhi
ePub
base r1.2
SOBRE
WILLIAM HOPE HODGSON
Escritor inglés (1875/1918) poco conocido
todavía, pero muy Importante. Su obra está siendo al fin publicada en francés.
Junto a los relatos fantásticos que publicó, escribió tres novelas de ciencia
ficción, GLEN CARRIG (1907), una de las primeras obras que trató el tema de los
Sargazos, lugar donde se estanca el misterio; THE HOUSE IN THE BORDERLAND
(1908), excelente relato de un hombre que asiste, desde una casa aislada en un
lugar perdido de Irlanda, asediado por monstruos humanoides salidos de la
Tierra, a la agonía de nuestro sistema solar, su espíritu vagabundeando por el
espacio como en la literatura espiritista o, como más tarde, el héroe de
Cabarel (DANS L’ETRANGE INCONNU), o el viajero de Olaf Stapledon en THE STAR
MAKER. El pasaje donde, al acelerar Tierra su movimiento de rotación, el cielo
se vuelve una cúpula gris, después cobriza, a medida que el sol envejece,
después el movimiento se invierte hasta la inmovilidad y la noche eterna se
instala en el mundo, es de una gran potencia evocadora. Igual que el episodio
donde, transformado en espíritu en el espacio, encuentra los globos de cristal
errantes en el vacío, portadores cada uno de ellos de seres de rostros
desesperados.
Pero la más importante novela de Hodgson es
este THE NIGHT LAND (1912), subtitulada A LOVE TALE, 583 páginas (nuestra
edición 400) de un increíble inglés arcaico que dará graves problemas al
traductor. Es la historia simple hasta el clasicismo de un joven de 17 años,
encerrado con los escasos hombres “cuerdos” de este mundo futuro inmovilizado
bajo la noche definitiva en una enorme pirámide metálica (1320 pisos o
ciudades, más de ocho millas de altura), asediada por los “mutantes” —sin que
nunca les nombre así—, cada cual más horrible y peligroso que los otros. Un
día, la Gran Palabra le llega telepáticamente desde otra pirámide olvidada,
lejana. Es una joven quien la ha lanzado y que pide ayuda. El relato cuenta el
viaje, a través de un país hostil, del joven hacia la segunda pirámide, a la
que llegará tras haber evitado la Casa del Silencio, los Hombres-Bestias
Grises, el Vigilante del Norte, el Lugar Donde Los Silenciosos Matan, el Sonido
de las Puertas de la Noche, la Llanura de Fuego Azul, los Perros de la Noche,
la Carretera por Donde Marchan los Silenciosos… No conocemos otra obra donde
los Fantasmas de la Noche Eterna sean, tan poderosamente palpables como en este
largo y difícil relato.
PIERRE VERSINS
1972
Traducido
de LA ENCICLOPEDIA DE LA UTOPÍA,
LOS
VIAJES EXTRAORDINARIOS Y LA
CIENCIA
FICCIÓN.
Laussana,
1972.
Los
Sueños que son sólo Sueños
Eso
es el Amor, que tu espíritu viva en santidad natural con el Amado, y vuestros
cuerpos sean un goce suave y natural que nunca perderá su misterio amoroso… Y
que no exista la vergüenza y que todas las cosas sean lozanas y limpias, por
efecto de una inmensa comprensión; y que el Hombre sea un Héroe y un Niño ante
la Mujer; y que la Mujer sea una Luz Santa del Espíritu y una Compañera
Completa, y al mismo tiempo alegre Posesión para el Hombre… Y esto es el Amor
Humano…
…
porque esa es la particular gloria del Amor, que es Suavidad y Grandeza con
todo, y es fuego que quema toda Pequeñez; de modo que en este mundo todo es
haber hallado a la persona Amada, y entonces muerta la Bajeza, la Alegría y la
Caridad danzan por siempre.
I
MIRDATH LA BELLA
“No puedo tocar su rostro,
ni puedo tocar su pelo,
postrado ante sombras vanas
trazas tenues de su gracia;
y su voz canta en el viento
y en los sollozos del alba
y entre las flores nocturnas
y riachuelos mañaneros
y en el mar al caer el sol,
mas en vacío cae mi grito.
……………………………”
Fue
la Alegría del Ocaso la que nos hizo hablar. Me había alejado mucho de casa,
caminando como solitario y parando con frecuencia. Vi entonces levantarse las
Almenas de la Tarde, y sentí la querida y extraña confluencia de la Obscuridad
de todo el mundo en torno de mí.
La
última vez que me detuve estaba completamente perdido en la alegría solemne de
la Gloria de la Noche que Viene; y tal vez una sonrisa asomó a mi garganta,
quedándose allí sola en mitad de la Obscuridad que cubría el mundo. ¡Oh!, mi
contento fue contestado desde los árboles que flanqueaban el camino a mi
derecha; como si alguien hubiese dicho “¡Y tú también!” en un gozoso
entendimiento que me hizo sonreír de nuevo para mí, levemente. Como si sólo a
medias creyese que algún autentico humano había respondido a mi risa; más bien
sería algún Engaño o Espíritu que se amoldaba a mi talante.
Pero
habló. Me llamó por mi nombre. Y cuando me acerqué a la vera del camino, para
verla de algún modo y averiguar si la conocía, descubrí efectivamente a aquella
mujer que por su belleza era conocida en todo el Condado de Kent como Lady
Mirdath la Bella; vecina cercana, ya que la hacienda de su Tutor lindaba con la
mía.
Y
sin embargo nunca la había encontrado antes; por mis frecuentes y largas
ausencias; y porque cuando estaba en casa me entregaba al Estudio y al
Ejercicio. No tenía de ella más conocimiento que el que me había dado
antiguamente el Rumor, y por lo demás estaba yo satisfecho, retenido entre los
libros y el Ejercicio. Yo seguía siendo un atleta, nunca hubo hombre tan ágil y
fuerte, salvo en algún cuento o en la boca de algún fanfarrón.
Me
detuve al instante con el sombrero en la mano; y respondí a su claro saludo tan
bien como supe, en tanto atento y admirado iba distinguiendo sus rasgos en la
penumbra; el Rumor no había llegado a igualar la belleza de aquella extraña
doncella; que ahora bromeaba con un aire tan delicado y me hacía caer en la
cuenta de que éramos primos.
Toda
su actitud era llana; me llamó simplemente por el mote, se rio y me dio permiso
para llamarla Mirdath, ni más ni menos por el momento. Me invitó a cruzar el
seto por una brecha disimulada que era un secreto suyo, pues según confesó la
utilizaba para salir con su doncella a alguna fiesta, vestidas ambas de
aldeanas; aunque me atreví a imaginar que no engañarían a muchos.
Pasé
por la brecha y estuve junto a ella. Me había parecido alta cuando la contemplé
desde el camino, y lo era, pero yo le pasaba toda la cabeza. Me invitó a pasear
con ella hasta su casa para saludar al Tutor y pedirle disculpas por haberles
olvidado durante tanto tiempo; ¿sabéis?, sus ojos brillaban con enfado y gozo
cuando me recriminaba tal falta.
Mas
de repente perdió la jovialidad, y me hizo seña con el dedo para que callase,
mientras escuchaba algo en el bosque, a nuestra derecha. Yo también oí ruido;
sin duda, crujía la hojarasca y pronto se distinguió netamente un ruido de
ramas muertas al romperse, interrumpiendo el silencio.
Inmediatamente
salieron corriendo del bosque hacia mí tres hombres; les apercibí secamente que
parasen o cobrarían; puse la chica a mi espalda con la mano izquierda mientras
así fuerte el bastón de caoba para poder usarlo en cualquier momento.
Los
tres individuos no respondieron, como no fuese corriendo más rápido hacia mí;
vi destellos de navajas; entonces me lancé con presteza al ataque; tras de mí
resonó agudo y suave un silbato de plata; la chica llamaba a sus perros, y tal
vez el aviso iba dirigido también a los criados de la casa.
Pero
de poco iba a servir una ayuda futura; había que hacer frente al peligro allí
mismo y en seguida; y en modo alguno me sabía mal hacer una demostración de
fuerza ante mi dulce prima. Como he dicho, salté hacia delante, y hundí el
extremo del bastón en el cuerpo del adversario de la izquierda antes de que él
o los demás pudiesen reaccionar; cayó cual hombre muerto. Golpeé muy aprisa la
cabeza del otro, y sin duda se la quebré; porque se desplomó; pero al tercero
le di con el puño y no necesitó un segundo golpe, fue a reunirse inmediatamente
con sus compañeros en el duro suelo. La pelea había terminado sin apenas
comenzar, y riendo un poco con justo orgullo observé con disimulo el asombro
que traslucía la postura y la mirada de mi dulce prima en la obscuridad del
tranquilo atardecer.
Pero
no tuvimos respiro, se abalanzaban saltando tres grandes mastines a los que
habían dado suelta cuando sonó el silbato; ella tuvo alguna dificultad para
mantener a los perros alejados de mí; y también me costó a mí ponerles a
vigilar a los tres hombres tumbados en el suelo para que no les dejaran
menearse. Y enseguida oímos gente que gritaba, vimos el resplandor de unas
linternas, llegaron los criados con porras; no sabían de entrada si emprenderla
conmigo o no, lo mismo que les había ocurrido a los perros; pero cuando vieron
a los que descansaban en el suelo, supieron mi nombre y me observaron, se
mantuvieron a distancia respetuosos; en realidad, quien más me respetaba era mi
querida prima, aunque ella no manifestaba intención de mantener ninguna
distancia; sino de sentir más fuertemente aún la sintonía que desde el
principio se había establecido entre nosotros.
Los
criados preguntaron qué debían hacer con los bandidos; se estaban recuperando.
Por mi parte, sin embargo, preferí dejar el asunto, lo mismo que algunas
monedas de plata, en manos de los criados. Aplicaron justicia muy cabal a los
sujetos, pues largo rato después de haberles dejado todavía oíamos sus gritos.
Al
llegar a lo alto, a la Sala, mi prima me presentó a su Tutor, Sir Alfred
Jarles, un anciano y venerable personaje al que conocía poco más que de vista
debido a la vecindad. Ella me alabó sobremanera, en mi presencia, pero con
exquisito tiento. El anciano Tutor me dio las gracias con distinguida cortesía,
de modo que en adelante fui un amigo de la casa.
Permanecí
allí toda la velada, cenando y saliendo luego por los alrededores de la casa
con Lady Mirdath, que me trataba más amigablemente que nunca antes otra mujer;
parecía que me hubiese conocido siempre. Y hay que decir que yo sentía lo mismo
por ella, porque en alguna manera era como si cada uno conociese la manera de
ser del otro, y disfrutábamos comprobando que teníamos tal o cual cosa en
común; pero no había sorpresa, salvo la de que una verdad tan agradable hubiese
sido descubierta en forma tan natural.
Había
una cosa que (yo me daba cuenta) tenía prendida a Lady Mirdath toda aquella
noche; y era lo fácil que me lo había hecho con los tres bandidos. Me preguntó
francamente si había algo de falso en mi famosa fuerza; y cuando me reí con
fresco y natural orgullo, me asió de improviso el brazo para comprobar por sí
misma hasta que punto era fuerte. Y por supuesto lo soltó con mayor rapidez aún
y con una pizca de asombro, al ver lo grande y recio que era. Luego paseó junto
a mí muy silenciosa, como pensativa; pero en ningún momento se alejaba.
Y
lo cierto es que si Lady Mirdath había hallado un extraño placer al descubrir
mi fuerza, yo era presa de una admiración y maravilla constantes al comprobar
su belleza, que resaltaba sobre todo durante la cena, a la luz de los
candelabros.
Pero
hubo otras delicias para mí en los días que siguieron; porque fui feliz al ver
como se complacía ella en el Misterio de la Tarde, y en el Encanto de la Noche,
y el Gozo del Alba, y así sucesivamente.
Y
una tarde que siempre recordaré, conforme paseábamos por el parque, empezó a
decir medio sin pensar, que realmente era la noche de los gnomos. Se refrenó
inmediatamente, pensando que yo no entendía aquello. Pero en realidad estaba
pisando el mismo terreno que a mí me producía enorme gozo interior, y le
repliqué con voz tranquila y normal que las Torres del Sueño se elevarían muy
alto aquella noche, y sentía en mis huesos que era una noche para descubrir la
Tumba del Gigante, o el Árbol con la Gran Cabeza Pintada, o… y el caso es que
me detuve de repente; porque ella me asió en aquel momento y su mano temblaba;
pero cuando le pregunté qué ocurría me apremió jadeante a que siguiera
hablando, que siguiera hablando. Y medio consciente le dije que estaba
refiriéndome al jardín de la Luna, que era una antigua y divertida fantasía
mía.
El
caso es que sólo decir yo esto, Lady Mirdath soltó una exclamación en voz baja,
con extraño tono, y me hizo detener para mirarme. Me interrogó apremiadamente,
y le respondí con la misma presteza; porque me encontraba presa de gran
excitación, y percibía que ella también lo sabía. Me dijo que tenía
conocimiento; pero había creído ser la única en el mundo que poseía tal
conocimiento de la extraña tierra de sus sueños; para encontrarse luego con que
yo también había viajado a aquellos territorios queridos y extraños. La verdad,
¡qué maravilla!, ¡pero qué maravilla!, como repetiría una y otra vez durante
largo rato. Y conforme andábamos me dijo de nuevo que no había que extrañarse
de que por la tarde se hubiese sentido impelida a llamarme, cuando me vio
parado en el camino; aunque en realidad ella había sabido mucho antes que
éramos primos, me había visto pasar a caballo con frecuencia y había indagado
sobre mí; y tal vez me recriminaba amargamente que no hiciese ningún caso de
Lady Mirdath la Bella. Lo cierto es que yo había estado ocupado en otros
asuntos aunque hubiese sido muy humano tratar de conocerla antes.
No
penséis que no estaba admirado yo de esa maravilla, que los dos tuviésemos un
conocimiento fantástico de las mismas materias, habiendo cada uno creído ser el
único poseedor del secreto. Sin embargo, cuando le hice nuevas preguntas,
resultó que muchas cosas de mis sueños eran ajenas para ella, y de modo
parecido mucho de lo para ella familiar no me evocaba a mí recuerdos
anteriores. Pero aunque esto era así, y nos apenó un tanto, ocurría que de
cuando en cuando uno de los dos contaba algo nuevo que el otro también sabía, y
terminaba de contarlo, y disfrutando ambos lo indecible.
Podéis
imaginarnos paseando y charlando sin parar, de modo que hora tras hora
arraigaba el cálido conocimiento y la suave amistad.
No
tengo idea del tiempo que pasó; pero de repente se oyó una algarabía, mezclándose
gritos con ladridos, y centelleando las linternas, dejándonos sin saber qué
pensar, hasta que de repente, con una risa suave y extraña Lady Mirdath cayó en
la cuenta de que habíamos perdido la cuenta del tiempo; y el Tutor, inquieto
después de la presencia de los bandidos, había dado orden de buscarnos. Todo
este tiempo habíamos estado errando juntos sumidos en el más feliz olvido de
todo.
Entonces
volvimos hacia la casa, dirigiéndonos hacia donde se veían las luces; pero los
perros nos descubrieron antes de llegar; ahora ya me conocían y se pusieron a
lamerme con cariño; en un minuto nos habían descubierto los hombres de la casa,
estábamos de vuelta para decirle a Sir Jarles que no había problema alguno.
Así
ocurrió nuestro encuentro y así trabamos conocimiento, así empezó mi gran amor
por Mirdath la Bella.
Desde
aquel día, cada tarde me iba paseando por el tranquilo y campestre camino que
conducía desde mi finca a la de Sir Jarles. Y siempre me metía por la brecha
del seto; frecuentemente encontraba a Lady Mirdath caminando por aquella parte
del bosque; pero siempre con sus enormes mastines a la vera; porque yo le había
pedido que lo hiciese por su preciosa seguridad; y ella parecía deseosa de
complacerme; aunque al mismo tiempo se mostraba en otras tantas ocasiones
maliciosa conmigo; se esforzaba por atormentarme, como si quisiese averiguar
hasta dónde aguantaba yo y hasta qué punto podía angustiarme.
Mira,
recuerdo que una noche al llegar al punto aquel del seto vi que dos aldeanas
salían por allí desde los bosques de Sir Jarles al camino; me saludaron y yo
habría seguido hacia arriba como siempre; sólo que cuando pasaron a mi lado
hicieron una reverencia tan graciosa que no era normal en unas rudas
cachupinas. De repente me invadió un pensamiento, y me volví a contemplarlas
más cabalmente; pensaba que la más alta era Lady Mirdath. Pero no llegaba a
estar seguro; cuando pregunté quién era se limitó a sonreír ladinamente y a
hacer una nueva reverencia; me tenía perplejo, como se puede suponer; pero mi admiración
era suficiente como para, conociendo a Lady Mirdath, seguir a las mujeruelas
como hice.
Ellas
apretaron el paso con talante serio, como quien temiese en mí un terrible
violador que vagaba solitario por las sombras; y así llegamos al pueblo, donde había
un enorme baile, gran luz de antorchas y un violinista; y cerveza en cantidad.
Las
dos se metieron a bailar y bailaron con brío; pero sin más pareja de una que la
otra, y evitando cuidadosamente los lugares mejor iluminados. En este momento
estaba o convencido de que se trataba de Lady Mirdath y su doncella; de modo
que aproveché que habían venido bailando algo más cerca para salirles al paso y
pedir galantemente un baile. Malo; la más alta respondió con malicia que estaba
prometida; e inmediatamente le dio la mano a un granjero grandote que se movía
con pesadez; parecía un payaso; y se fueron los dos dando vueltas por la
hierba; aunque tuvo su castigo, porque con dificultad conseguía escapar a los
pisotones del muy zafio; respiró cuando se acabó el baile.
Ahora
sabía seguro que era Mirdath la Bella, a pesar de su plan de disimulo, la
obscuridad, el vestido de zorra aldeana y el calzado que estropeaba su paso
ligero. Crucé hasta donde estaba y la llamé susurrando su nombre; le supliqué
que diese por terminada la travesura, que la acompañaría a casa. Pero me volvió
la espalda, dio un taconazo y se fue de nuevo con el mozo; cuando hubo sufrido
otro baile con él le propuso que la escoltase un trecho de camino; por
supuesto, él no tenía nada que objetar.
Y
otro muchacho amigo suyo fue también con ellas; al momento, tan pronto como
quedaron fuera de la luz de las antorchas, aquel par de boronos metieron mano a
los pechos de las dos aldeanas, sin atender siquiera a quién iba con quién. Y
Lady Mirdath ya no pudo aguantar más, el temor y el susto repentinos la
hicieron gritar, al tiempo que le arreaba al que la cogió tal golpe que la
soltó un momento jurando como un energúmeno. El tío se volvió volando sobre
ella, y la asió un momento para besarla; ella le rechazaba encarnizadamente,
golpeándole sin concierto el rostro con las manos, pero inútilmente, de no
estar yo al lado. En ese momento gritó mi nombre; y yo pillé al sujeto y le di
un golpe, pero sin hacerle demasiado daño, sólo lo suficiente para que se acordase
de mí mucho tiempo; luego le eché a la cuneta. El segundo elemento, una vez
hubo oído mi nombre se escabulló de las manos de la exhausta doncella para
poner en salvo su vida; la verdad es que mi fuerza era muy conocida en toda esa
parte.
Tomé
a Mirdath la Bella por los hombros, y la sacudí fuerte, angustiado. Luego,
mandé a la doncella que se adelantase, y ella lo hizo al no recibir orden
contraria de su señora; de ese modo llegamos hasta el seto, con Lady Mirdath
muy silenciosa; aunque andaba cerca de mí, como si encontrase no confesado el
placer de mi proximidad. La ayudé a pasar el seto, y luego a subir hacia la
casa; le di allí las buenas noches junto a la puerta lateral, de la que tenía
llave. Ella me dijo buenas noches con voz completamente calma; casi como quien
no tiene ninguna prisa en despedirse del otro esa noche.
Sin
embargo, cuando la fui a ver a la mañana, estuvo constantemente zahiriéndome;
hasta el punto de que estando a solas por la noche, le pregunté por qué no se
apeaba nunca de aquella actitud aviesa; porque yo sufría por conseguir que
tratase amigablemente; y ella no hacia sino maltratar este deseo mío de
amistad. Al oír esto de repente se puso como un brazo de mar; llena de dulzura
y profunda comprensión; sin duda se apercibía de que yo necesitaba que me
tranquilizase; porque sacó el arpa y se puso a tocarme viejas y queridas
melodías de los tiempos de nuestra niñez; toda la velada; y pudo mi amor estar
sosegado y atento a sus deseos. Me acompañó aquella noche hasta el seto, con
los tres mastines de compañía para volver a casa luego. Aunque en realidad yo
no me alejé sino que la seguí en silencio hasta verla sana y salva en la casa;
no quise dejar que fuese sola por la noche; ella no se dio cuenta; me suponía
volviendo ya por el camino. Mientras andaba ella con sus perros, alguno de
estos se rezagaba conmigo, frotando el hocico contra mi amistosamente; pero yo
me lo sacaba de encima silenciosamente; y ella no tenía ni sospecha de mi
presencia; porque estuvo todo el camino de vuelta cantando suavemente una
canción de amor. Aunque yo no sabía decir si me amaba; me tenía cariño, eso
seguro.
Ocurrió
que a la mañana siguiente yo fui algo más pronto de lo normal a la brecha del
seto, y ¡toma!, ¿quién podría estar allí hablando con Lady Mirdath? Pues había
un hombre muy bien trajeado, con pinta de magistrado; cuando me acerqué no hizo
ademán de apartarse para dejarme pasar; permaneció quieto y me dirigió una
mirada insolente; de modo que lo saqué yo mismo de en medio.
¡Qué
había hecho! Lady Mirdath me puso como chupa de dómine, dejándome dolorido y
pasmado; en aquel momento decidí que ella no sentía auténtico amor por mí, pues
de lo contrario nunca habría arremetido así, dejándome mal delante de un
forastero, llamándome maleducado y acusándome de abusar de mi estatura. Podéis
imaginar en qué estado se hallaba mi corazón en aquel momento.
Me
di cuenta de que había parte de razón en las palabras de Lady Mirdath; pero con
todo el hombrecillo podría haber mostrado mejor disposición; y además Mirdath
la Bella no tenía derecho a avergonzarme a mí, su auténtico amigo y primo,
delante de un forastero. Pero no me detuve a discutir; saludé con una leve
inclinación de cabeza a Lady Mirdath; luego saludé con la cabeza al hombre
pidiéndole perdón; porque lo cierto es que era pequeño y débil, y habría sido
mejor portarme cortés con él, por lo menos de entrada.
Así,
habiendo hecho justicia a mi propia honra, di media vuelta y me fui dejándoles
que siguiesen disfrutando.
Anduve
como cosa de treinta kilómetros antes de volverme a casa; porque no había
descanso para mí aquella noche en ninguna parte; o tal vez nunca, porque había
quedado perdidamente enamorado de Mirdath la Bella y todo mi espíritu, mi
corazón y mi cuerpo eran dolor por la pérdida terrible que de un tajo había
sobrevenido.
Durante
una larga semana orienté mis paseos en otra dirección; pero al cabo de esa
semana tuve que caminar el viejo camino con la esperanza de poder ver aunque
fuese de lejos a Mi Lady. Y pude ver lo que a cualquier hombre habría hundido
en la desesperación y los celos más arrebatados; al llegar a la brecha encontré
a Lady Mirdath paseando justo en la linde del bosque, y junto a ella caminaba
el personaje, el magistrado, y ella permitía que el brazo del hombre rodease su
talle, como para mostrarme que eran amantes; porque Lady Mirdath no tenía
hermanos ni parientes jóvenes.
Sin
embargo, cuando Mirdath me vio en el camino, se avergonzó un momento al verse
sorprendida; se quitó el brazo de encima, y me saludó con la cabeza, con el
color del rostro algo alterado; y yo respondí con otra leve inclinación de
cabeza, aun siendo un varón; y pasé de largo, con el corazón agonizante dentro
de mí. Cuando continuaba, observé que el brazo de él volvía a asirla; y es
posible que me mirasen alejarme tieso y desesperado; pero comprenderéis que yo
no volviese la mirada.
Dejé
pasar un mes interminable sin acercarme a aquella brecha; porque el amor era un
huracán dentro de mí, y estaba herido en lo más sensible de mi orgullo; hay que
decir que Lady Mirdath me había tratado sin sombra de justicia.
Pero
durante ese mes, el amor fue dentro de mí como un fermento, produjo lentamente
una dulzura y una ternura y una comprensión que no estaban en mí anteriormente;
sin duda el Amor y el Dolor moldean el carácter del Hombre.
Y
al fin de este tiempo, vi un sendero hacia la Vida, sentía un corazón nuevo, y
empecé a dirigir mis pasos hacia la brecha del seto; pero sucedía que Mirdath
la Bella nunca aparecía ante mi vista; aunque una tarde pensé que no podía
andar lejos, ya que uno de sus mastines salió el bosque y bajó hasta el camino
para restregar su hocico contra mí, con tanto cariño, como con frecuencia
suelen hacer los perros.
Sin
embargo, aunque esperé mucho tiempo después de haberse alejado el perro, no
conseguí divisar a Mirdath, y tuve que seguir mi camino con un gran peso en el
corazón; pero sin amargura, gracias a la comprensión que había empezado a
anidar en mi corazón.
Y
pasaron dos semanas de cansancio y soledad, en que fui enfermando de ansia de
saber de la bella chica. El hecho fue que al cabo de ese tiempo tomé una
decisión; iría a la brecha, y pasaría a los territorios de aquella finca hasta
llegar a la Sala, y tal vez así lograría verla.
Esta
decisión la tomé una noche. Y salí enseguida. Y fui a la brecha, y la crucé y
anduve hasta la casa. Al llegar vi una gran luz de linternas y antorchas, y
mucha gente bailando; todos vestidos le etiqueta; de modo que había una fiesta,
a saber por qué motivo. Un súbito terror me invadió al pensamiento de que
pudiera ser el baile nupcial de la boda de Lady Mirdath; pero no, qué locura,
de haber habido boda, lo habría sabido. Y entonces recordé que era el día en
que ella cumplía ventiún años y se emancipaba; este tenía que ser el motivo de
la fiesta.
Bonita
fiesta, lástima de mi pena; porque la concurrencia era alegre y afable, las
luminarias llenaban todo el espacio hasta el bosque. Una gran mesa desplegaba
comida, plata y cristal, con grandes lámparas de bronce y plata en un extremo y
el baile ininterrumpido en el otro.
Allí
estaba, Lady Mirdath dejaba el baile, primorosamente vestida, aunque, a mis
ojos, algo pálida a la luz de aquellas lámparas. Buscaba un asiento para
descansar; y el caso es que en un instante, una docena de jóvenes de las
mejores familias de la comarca estuvieron pendientes de ella charlando y
riendo, todos esperando su favor, y ella tan preciosa en mitad de todos, pero
según yo pensaba le faltaba algo, estaba un poco pálida, ya lo he dicho; su
mirada se dirigía a veces a lo lejos, más allá del grupo que la rodeaba; lo que
me dio a entender que su amante no estaba allí, y ella sentía un vacío en el
alma. Pero en modo alguno podía imaginar el motivo, a no ser que estuviese
ocupado por asuntos de los tribunales.
Imaginad
que cuando miraba el corro que rodeaba a Mirdath me abrasaban unos celos
rabiosos y miserables; a punto estaba de dirigirme a donde ellos, y arrebatarla
de su compañía, y caminar con ella por los bosques, como en los buenos tiempos,
cuando ella también parecía cercana a enamorarse de mí. Mas, ¿para qué? Si no
eran ellos los que tenían su corazón cautivo me daba cuenta, porque la miraba y
ella tenía el aire desprendido y solitario, y yo sabía que había un pequeño
magistrado que era su amante, ya lo he explicado.
Me
alejé una vez más, y no volví a aquellos parajes hasta tres meses más tarde,
porque el dolor de mi perdida era inaguantable; pero al cabo de ese tiempo, mí
mismo mal me acució a ir, era más doloroso aún no ir; de nuevo me planté en la
brecha del seto y miré con avidez y emoción el prado que hay antes del bosque;
aquello era Tierra Santa para mí; pues allí había conocido a Mirdath la Bella,
y aquella noche había perdido mi corazón.
Aguardaba
muy quedo y vigilaba; pero el corazón latía con fuerza; oí un maravilloso y
suave canto entre los árboles, un canto profundamente triste. ¡Ahí! Era Mirdath
que cantaba una canción de amor, entrecortada, paseando solitaria por el
bosque, sola con sus perros.
Escuché,
en vilo, con insólito dolor, que estuviese tan dolorida ella. Me atormentaba no
poder sosegarla; pero no me movía, permanecí quieto en la brecha; pero todo mi
ser estaba revuelto.
Estaba
escuchando y vi que una tenue figura blanca salía de los árboles; aquella
figura gritó algo, y se detuvo un momento según entreveía yo en la penumbra de
aquella hora. ¡Oh! Me vino de repente una irracional esperanza, y salí de la
brecha, y fui hacia Mirdath un instante, llamándola en voz baja,
apasionadamente, apremiando. “¡Mirdath, Mirdath, Mirdath!”.
Me
lancé así hacia ella; y el perrazo que estaba conmigo saltó junto a mí pensando
que sería algún juego. Cuando llegué donde ella, tendí mis brazos, sin saber
qué hacía; sólo mandaba mi corazón, que tanto la necesitaba, y que se rompía de
no poder aliviar la pena de ella. ¡Oooh! Ella tendió los brazos hacia mí y vino
a mis brazos corriendo. Pero se detuvo un momento sollozando extrañamente,
aunque con dominio de sí; como también se apoderó de mí una maravillosa
serenidad.
Y
de repente se echó en mis brazos y deslizó sus manos hasta mí, muy cariñosas, y
me ofreció sus labios como un dulce niño, para que la besara, pero en realidad
era también una auténtica mujer, y su amor por mí era sincero y hondo.
Así
nos prometimos; con esa sencillez, sin palabras; pero bastaba, de no ser porque
en el Amor nunca hay bastante.
Luego
se soltó de mis brazos, y anduvimos hacia la casa por el bosque, muy quedos,
enlazadas las manos, como niños. Al rato le pregunté por el magistrado; y se
rio muy dulcemente en el silencio de la espesura, pero no respondió más que
para decirme que aguardase a llegar a la Sala.
Y
cuando llegamos me introdujo en el gran recibidor, y me presentó a otra mujer,
que estaba allí sentada bordando, lo que hizo muy sobriamente y con un destello
de malicia en la mirada.
A
todo eso, Lady Mirdath no podía detener una inoportuna risa, que la hacía
jadear divinamente, la bamboleaba y hacía retemblar en su garganta sonidos
encantadores; a todo eso sacó dos pistolas de una panoplia para que la
bordadora y yo nos batiésemos a muerte; la bordadora, que no despegaba el rostro
del paño bordado y se estremecía con una risa tan insolente como incontenible.
Al
fin, la dama del bordado levantó la vista, y me miró de frente; entonces vi al
momento a qué venía la risa y la malicia; tenía la misma cara que el hombre
trajeado, el magistrado que había sido amante de Mirdath.
Lady
Mirdath procedió a explicarme que la tal Mistress Alison, que así se llamaba,
era una amiga íntima suya que se había disfrazado de magistrado por una apuesta
con cierto joven que la quería, y podía quererla. Y entonces pasé yo, y se
produjo el incidente tan rápido que en realidad nunca llegué a ver bien su
cara, porque yo estaba perdido de celos. Con lo que Lady Mirdath había tenido
más motivos de los que yo suponía para enfadarse, porque yo había puesto las
manos encima de su amiga, en la forma que conté antes.
Y
eso era todo; mejor dicho, hay que añadir, que entonces idearon un plan para
castigarme, y se juntaron cada tarde donde la brecha, para hacer de enamorados
por si yo pasaba, de modo que tuviese más motivos para estar celoso, y sin duda
se vengaron sobradamente, porque sufrí tantísimo tiempo por causa de esto.
Con
todo, recordaréis que cuando me llegué donde estaba Lady Mirdath tuvo un asomo
de arrepentimiento, cosa muy natural, porque ya entonces ella ya estaba tan
enamorada de mí como yo de ella; y por eso se apartó de la otra, como
recordaréis, porque de repente, lo confesó, se sintió hondamente turbada y me
deseó; pero luego se reafirmó en quererme castigar, al ver la sequedad con que
yo saludaba y me iba. Cosa cierta.
Y
ahora todo había terminado y yo me deshacía de gratitud, y tenía el corazón
lleno de gozo; o sea que así a Mirdath e iniciamos lentamente una danza por la
gran estancia, mientras Mistress Alison nos tarareaba una melodía con muy buen
hacer.
Tras
esta alegría Mirdath y yo, cada día y todo el día estábamos sin poder
separarnos; teníamos que asear siempre juntos acá y allá, saboreando la
interminable dicha de estar juntos.
Estábamos
gozosamente unidos en mil cosas, porque los dos teníamos esa naturaleza que ama
el azul de la eternidad que se concentra más allá de las alas del ocaso, y el
invisible sonido de la luz que las estrellas derraman sobre el mundo; y la
calma de las tardes grises cuando las Torres del Sueño se elevan en el misterio
de la Obscuridad, y el verde solemne de los pastos extraños a la luz de la
luna; y el hablar del sicomoro a la encina; y el andar lento del mar cuando es
conciencia; y el suave bullicio de las nubes nocturnas. Y de modo semejante
teníamos ojos para ver al Bailarín del Ocaso, que fulmina un trueno contra el
Rostro del Alba; y muchas más cosas que nosotros sabíamos y veíamos y
entendíamos juntos en una inmensa alegría compartida.
En
esta época nos ocurrió cierta aventura que por poco causa la muerte de Mirdath
la Bella. Fue un día, mientras paseábamos como dos niños, apaciblemente
radiantes, y le hice notar a Mirdath que sólo nos acompañaban dos de sus tres
mastines; me dijo que el tercero estaba en la caseta enfermo.
Mas
apenas me lo había dicho cuando gritó algo y señaló con la mano. ¡Ea! Estaba
allí el tercero, venía corriendo, aunque había algo extraño en su forma de
correr. De repente Mirdath gritó que estaba rabioso, era cierto, vi que babeaba
mientras corría.
En
un instante estuvo donde nosotros, sin decir nada; pero se abalanzó raudo
contra mí, todo ocurrió antes de que tuviese yo idea de lo que intentaba. Pero
hay que decir que Mi Bienamada mujer me quería terriblemente, porque se dirigió
al perro para salvarme a mí, mientras llamaba a los otros dos. La mala bestia
la golpeó al momento, en el momento en que ella lo apartaba de mí. Pero yo le
cogí al instante por el cuello y por el cuerpo, y lo quebré, murió
instantáneamente; lo dejé en tierra para socorrer a Mirdath, chupándole el
veneno de las heridas.
Lo
hice tan bien como supe, a pesar de que ella quería impedírmelo. Y luego la
cogí en brazos y corrí como un loco por todo el largo trecho que nos separaba
de la Sala, donde quemé las heridas con los hierros de la chimenea; de modo que
cuando llegó el doctor, dijo que la había salvado con mis cuidados. Pero en
realidad, era ella la que de todos modos me había salvado a mí, como podéis
ver; nunca podré rendirle homenaje suficiente por ello.
Estaba
muy pálida; pero se reía de mis temores, y decía que pronto estaría
completamente sana, y que las heridas cerrarían con rapidez; pero en la
práctica pasó mucho tiempo, y muy amargo, hasta que estuvieron bien cerradas y
hasta que ella se encontró perfectamente. Pero al cabo así fue; y me quitó un
gran peso de encima.
Y
cuando Mirdath estuvo completamente bien, fijamos fecha para la boda. Recuerdo
perfectamente cómo estaba allí aquel día, con su vestido de novia, tan esbelta
y amorosa como pudo estar el Amor en el Alba de la Vida; y la belleza de sus
ojos tenía tal dulzura, a pesar de la querida malicia de su naturaleza, y el
andar de sus piececillos, y la galanura del pelo; y la gracia de sus
movimientos, su boca seductora como si una niña y una mujer sonriesen a la vez
en una sola cara. Y eso no era más que un indicio de lo que merecía ser amada
Mi Bienamada mujer.
Y
nos casamos.
Mirdath,
Mi Bienamada, estaba muriéndose y yo no tenía poder para hacer retroceder a la
Muerte de aquel terrible intento. En otra habitación oía el lloriqueo del niño;
el llanto del niño hizo volver a mi mujer a esta vida, y sus manos se agitaban
blancas y desesperadas sobre el dobladillo de la sábana.
Yo
estaba arrodillado junto a Mi Bella, y alargué el brazo hasta tomar suavemente
sus manos con las mías; pero seguían retemblando tan ansiosas; y me miró, muda,
pero con ojos suplicantes.
Salí
entonces de la habitación y llamé en voz baja a la Nurse; y ella trajo al niño,
envuelto delicadamente en un largo vestido blanco. Vi que los ojos de Mi
Bienamada cobraban de repente un brillo extraño y cálido. Indiqué a la Nurse
que aproximase al niño.
Mi
mujer movía las manos sin fuerza por encima de las sábanas y yo sabía que
ansiaba poder tocar a la criatura; hice seña a la Nurse y cogí al niño en mis
brazos; la Nurse salió de la habitación, y nos quedamos los tres juntos.
Entonces
me senté con cuidado al borde de la cama; y sostuve a mi niño cerca de Mi
Bienamada, para que la pequeña mejilla del niño tocase la blanca mejilla de mi
agonizante esposa; pero evitando que el peso de la criatura cargase sobre ella.
Entonces
me di cuenta de que Mirdath, Mi Esposa, se esforzaba sin decir nada por llegar
a las manos del crío; incliné el niño más hacia ella, y deslicé las manos del
chiquillo en las débiles manos de Mi Bienamada. Y sostuve el niño sobre mi
esposa con cuidado extremo; para que los ojos de mi agonizante Bienamada
mirasen los ojos jóvenes del niño. Y luego, en pocos momentos, aunque en cierto
modo era una eternidad, Mi Bella cerró los ojos y descansó muy tranquila. Y le
entregué el niño a la Nurse que estaba al otro lado de la puerta. Cerré la
puerta y volví donde estaba la Mía, para pasar esos últimos instantes los dos
solos.
Y
entonces las manos de mi esposa quedaron muy calmas y blancas; pero luego
empezaron a moverse suavemente, débilmente, buscando algo; y le tendí mis
grandes manos y cogí las suyas con gran cuidado; y así pasó algo de tiempo.
Luego
se abrieron sus ojos, tranquilos y grises, con un destello significativo; dio
la vuelta a la cabeza sobre la almohada para verme; y el dolor de la ausencia
desapareció de sus ojos, y me miró con una mirada que fue ganando fuerza hasta
cobrar dulzura, ternura y plena comprensión.
Me
incliné levemente hacia ella; y sus ojos me dijeron que la tomase en mis brazos
para aquellos últimos minutos. Me eché suavemente en la cama y la cogí con el
mayor de los cuidados, hasta que ella de repente descansó por completo sobre mi
pecho; el Amor me dio habilidad para cogerla, y el Amor le dio a Mi Bienamada
una dulzura y facilidad sin cuento para el momento que nos quedaba.
Y
así estuvimos juntos la pareja; y el Amor parecía haber hecho una tregua en el
aire, con la Muerte, por nosotros, para que nada nos estorbase; porque penetró
una bocanada de calma incluso para mi tenso corazón, que no había sentido nada
más que dolor insoportable durante aquellas horas grávidas.
Susurré
a su oído que la amaba, y sus ojos respondieron, y aquellos momentos
extrañamente bellos y terribles pasaron hasta el silencio de la eternidad.
De
repente, Mirdath, Mi Bienamada, habló… susurrando algo. Y me detuve atento a
escuchar; y Mi Bienamada habló de nuevo, ¡oh! Para llamarme por el viejo nombre
del Amor, que había sido el mío durante todos aquellos meses divinos que
estuvimos juntos.
Empecé
a decirle de nuevo cómo la quería, que mi amor iba más allá de la muerte; y,
¡oh! en aquel momento, en un instante, la luz se fue de sus ojos; y Mi
Bienamada yacía muerta en mis brazos… Mi Bienamada…
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