domingo, 14 de enero de 2024

William Hope Hodgson Los náufragos de las tinieblas FRAGMENTO

 

 


H. P. Lovecraft tuvo muchos discípulos. Pero un solo maestro: William Hope Hodgson. En Los náufragos de las tinieblas, el lector descubrirá las claves de esa preferencia. Porque los monstruos viscosos que reptan por las islas que imaginó Hodgson, y las moles erizadas de repulsivos tentáculos que surgen de los abismos míticos del océano, prefiguran las criaturas aberrantes de Lovecraft y sus imitadores. Una novela clásica del género de terror que moviliza nuestras pesadillas atávicas.


 

William Hope Hodgson

 Los náufragos de las tinieblas

Los botes del Glen Carrig


Título original: The Boats of the "Glen Carrig"

William Hope Hodgson, 1907

Traducción: Mariano Casas

Editor digital: GONZALEZ

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Relato de sus aventuras en los lugares extraños de la Tierra después del hundimiento del buen barco Glen Carrig al chocar contra una roca oculta en los desconocidos mares del Sur. Tal como fue referido por John Winterstraw a su hijo James Winterstraw en el año 1757 y por éste trasladado de manera correcta y legible al manuscrito.


 1

El país de la soledad

Hacía cinco días que estábamos en los botes, y en todo ese tiempo no habíamos descubierto tierra. Pero en la mañana del sexto día, el contramaestre, que capitaneaba la lancha salvavidas, lanzó un grito: lejos, por babor, hacia proa, había algo; pero apenas asomaba en el horizonte, y nadie pudo asegurar si era tierra o simplemente una nube matinal. Sin embargo, como la esperanza empezaba a nacer en nuestros pechos, avanzamos fatigosamente hacia aquel sitio, y alrededor de una hora después descubrimos que sí era la costa de algún país llano.

Luego, poco después del mediodía, estábamos ya tan cerca que podíamos distinguir con facilidad qué clase de tierra había más allá de la costa, y descubrimos así que era de una abominable chatura, más desolada de lo que yo hubiese imaginado jamás. Aquí y allá parecía cubierta por retazos de una extraña vegetación, aunque yo no podría decir si aquellos eran árboles o arbustos grandes; pero si de algo estoy seguro es de que no se parecían a nada que yo hubiese visto jamás.

Deduje todo eso mientras nos movíamos con lentitud siguiendo la costa, buscando una abertura por donde desembarcar; sin embargo, tardamos mucho en encontrar lo que buscábamos. Pero al fin apareció: una ensenada de orillas legamosas que resultó ser el estuario de un gran río, aunque nosotros lo llamábamos siempre riachuelo. Entramos por él y avanzamos despacio remontando la sinuosa corriente, observando las orillas chatas a ambos lados, buscando algún sitio donde desembarcar; pero no encontramos ninguno: las orillas estaban formadas por un detestable barro que no nos alentaba a aventurarnos en él imprudentemente.

Luego de recorrer poco más de una milla río arriba llegamos junto a las primeras plantas que yo había visto desde el mar, y ahora, separados de ellas por una distancia de pocos metros, podíamos estudiarlas mejor. Así descubrí que se trataba principalmente de una clase de árbol muy bajo y achaparrado, de un aspecto que se podría describir como malsano. Noté que eran las ramas lo que me había hecho confundir a esos árboles con un matorral, hasta que estuve cerca, porque eran unas ramas delgadas y lisas que pendían sobre la tierra, bajo el peso de un enorme fruto semejante a un repollo que parecía brotar de cada punta.

Poco después, al dejar atrás los primeros grupos de árboles, y ver que las orillas del río continuaban siendo muy chatas, me subí a un banco y así pude examinar con atención la tierra que nos rodeaba. Descubrí que, hasta donde llegaba mi vista, la atravesaban innumerables riachuelos y charcos, algunos de gran tamaño; y, como ya que antes, la tierra era chata en todas direcciones, como una enorme planicie de barro; sentí tristeza al mirarla. Quizás ese silencio extremo aterrorizaba inconscientemente mi espíritu, porque yo no veía allí ningún ser vivo, ni pájaro ni vegetal, excepto los árboles achaparrados que se agrupaban acá y allá, sobre la tierra, hasta donde me alcanzaba la vista.

El silencio, cuando tuve plena conciencia de él, fue tanto más pavoroso, porque la memoria me decía que yo no había estado nunca en un país de tanta quietud. Nada se movía en mi campo visual: ni siquiera un pájaro solitario que volase en el cielo opaco; y a mis oídos no llegaba siquiera el grito de un ave marina, ¡no!, ni el croar de una rana, ni el chapoteo de un pez. Era como si hubiésemos llegado al País del Silencio, que algunos han llamado la Tierra de la Soledad.

Había pasado tres horas y seguíamos trabajando con los remos, y ya no veíamos el mar; sin embargo, no aparecía ningún sitio apto para desembarcar, por todas partes nos rodeaba el barro gris y negro, un verdadero desierto viscoso. Por lo tanto nos resignamos a seguir adelante, con la esperanza de poder llegar al fin a tierra firme.

Un poco antes de la puesta del sol dejamos de remar y preparamos una comida frugal con parte de las provisiones que nos quedaban; y mientras comíamos vi cómo el sol se ponía sobre aquel desierto, y me divertí un poco observando las sombras grotescas que arrojaban los árboles en el agua por el lado de babor, pues nos habíamos detenido junto a uno de los matorrales. Recuerdo que en ese momento volví a tomar conciencia del silencio que reinaba en aquel lugar; y que no era un producto de mi imaginación lo confirmaba la evidente intranquilidad tanto de los hombres de nuestro bote como la de los del bote del contramaestre: todo el mundo hablaba en voz baja, como con miedo de quebrar el silencio.

Y en ese instante, mientras yo estaba aterrado por tanta soledad, llegó la primera señal de vida en todo aquel desierto. Lo oí primero en la lejanía, hacia tierra firme… un curioso y apagado sollozo que subía y bajaba como el suspiro de un viento solitario sobre un enorme bosque. Pero no hacía viento. Un momento después dejó de oírse y, por contraste, el silencio de la región fue más impresionante. Miré a mi alrededor a los hombres que iban a mi propio bote y los del bote que capitaneaba el contramaestre; todos estaban concentrados, escuchando atentamente. Pasó así un minuto, sin que nadie se moviera, y entonces uno de los hombres lanzó una carcajada, producto del nerviosismo.

El contramaestre le ordenó con un susurro que callase, y en ese mismo instante llegó otra vez el lamento de aquel salvaje sollozo. De pronto el lamento sonó a nuestra derecha, e inmediatamente fue recogido e imitado en algún sitio distante, río arriba. En ese momento me subí a un banco con la intención de echar otra ojeada a la región, pero las orillas del riachuelo eran ahora más altas; además, la vegetación actuaba como pantalla, y me impedía ver más allá de las orillas a pesar de mi estatura y la altura que me daba el banco.

Pues bien, un poco más tarde el llanto se apagó, y hubo otro silencio. Entonces, mientras escuchábamos, esperando alguna cosa nueva, George, el grumete más joven, que estaba sentado a mi lado, me tiró de la manga, y me preguntó con voz preocupada si yo sabía qué podía presagiar ese llanto; pero yo meneé la cabeza, y le dije que no sabía más que él, aunque agregué, para tranquilizarlo, que quizás era el viento. Pero el muchacho negó con la cabeza: evidentemente esa explicación no era válida, pues reinaba una calma total.

Apenas había terminado de decir esas palabras cuando volvimos a oír el triste llanto. Aparentemente venía de lejos río arriba y de lejos río abajo, y de tierra adentro y de la tierra que nos separaba del mar. Colmaba el aire del atardecer con su lúgubre lamento, y noté que había en él un curioso sollozo, casi humano. Era algo tan pavoroso que ninguno de nosotros habló, pues nos parecía estar escuchando el llanto de almas perdidas. Y mientras esperábamos temerosos, el sol se hundió tras el borde del mundo, y nos cubrió el crepúsculo.

Entonces sucedió algo todavía más extraordinario, pues al caer la noche con un rápido oscurecimiento, los extraños lamentos y sollozos enmudecieron, y otro sonido se propagó por la región: un lúgubre gruñido. Al principio venía de muy lejos, tierra adentro, como el llanto; pero en seguida fue imitado a nuestro alrededor, y pronto colmó la oscuridad. Aumentó de volumen, atravesado por extraños trompetazos. Luego, aunque despacio, fue bajando hasta un rezongo continuo, donde se advertía lo que solo puedo describir como un insistente y voraz gruñido. ¡Sí!, ninguna otra palabra de las que conozco lo describe tan bien: una nota de hambre, algo pavoroso. Y eso, más que todo el resto de aquellas increíbles voces, consiguió llevar el terror a mi corazón.

Mientras yo escuchaba, George me apretó el brazo, anunciando con un estridente susurro que algo había aparecido entre el grupo de árboles de la orilla, a nuestra izquierda. De eso tuve pronto una prueba, porque en el sitio que él me indicaba distinguí un murmullo continuo, y luego un gruñido más cercano, como si una bestia salvaje estuviera ronroneando junto a mi codo. Inmediatamente oí que el contramaestre llamaba en voz baja a Josh, el aprendiz mayor que capitaneaba nuestro bote, y le pedía que se acercase para juntar los botes. Entonces sacamos los remos y empujamos los botes hasta unirlos en medio del riachuelo; y montamos guardia toda la noche, aterrorizados, sin levantar la voz, solo lo necesario para transmitir nuestros pensamientos entre los gruñidos.

Así pasaron las horas, y nada más sucedió que no haya contado ya, salvo que una vez, poco después de la medianoche, pareció que sacudían de nuevo los árboles de enfrente, como si alguna criatura, o criaturas, acechara entre ellos; y poco después se oyó un sonido, como si algo estuviese agitando el agua contra la orilla; pero en un instante volvió a reinar el silencio.

Al cabo de fatigosas horas, el cielo del este comenzó a anunciar la llegada del día, y a medida que la luz crecía y se fortalecía, aquellos insaciables gruñidos se fueron acallando y desapareciendo junto con la oscuridad y las sombras. Así llegó por fin el día, y otra vez tuvimos que sufrir el triste lamento que había precedido a la noche. Ese lamento duró un rato, subiendo y bajando desconsoladamente sobre la inmensidad del desierto que nos rodeaba, hasta que el sol estuvo a unos pocos grados por encima del horizonte; entonces empezó a menguar, desapareciendo despacio en ecos prolongados, solemnes. Al fin calló por completo, y volvió el silencio que nos había acompañado todas las horas de luz natural.

Como era ya pleno día, el contramaestre nos ordenó que preparásemos un frugal desayuno, acorde con nuestras provisiones, luego del cual, habiendo primero examinado las orillas para discernir si había a la vista alguna cosa horrible, volvimos a tomar los remos y continuamos viaje río arriba, pues teníamos esperanzas de llegar pronto a un sitio donde la vida no se hubiese extinguido, y donde pudiéramos desembarcar a tierra firme. Sin embargo, como he dicho ya, la vegetación, donde existía, era extremadamente frondosa, así que no es muy exacto decir, como lo hice, que la vida se había extinguido en esa región. Pues, en verdad, ahora que lo pienso, recuerdo que el mismísimo barro de donde brotaba parecía colmado de una vida perezosa, robusta, tan espeso y viscoso era.

Pronto llegó el mediodía. Había pocos cambios en la naturaleza del desierto que nos rodeaba, aunque la vegetación era quizás un poco más tupida y más continua a lo largo de las orillas. Pero las orillas no habían cambiado: formadas por el mismo barro espeso y pegajoso, nos impedían desembarcar; y aunque no existiese ese obstáculo, el resto de la región, más allá de las orillas, no parecía mejor.

Y todo el tiempo, mientras remábamos, mirábamos de una orilla a la otra; y los que no trabajaban con los remos apoyaban de buena gana una mano en la vaina del cuchillo; los acontecimientos de la noche anterior seguían vivos en nuestras mentes, y estábamos muy asustados; habríamos vuelto al mar si no nos hubieran quedado tan pocas provisiones.


 2

El barco en la ensenada

Más tarde, ya cerca del anochecer, llegamos a una ensenada que desembocaba en la más grande a través de la ribera que teníamos a la izquierda. La habríamos pasado de largo —tal como, por cierto, habíamos hecho con muchas durante el día— de no haber sido porque el contramaestre, cuyo bote iba delante, gritó que había una embarcación detenida un poco más allá del primer recodo. Y en efecto, así parecía, pues veíamos con claridad uno de sus mástiles, roto y muy astillado.

Enfermos ya de tanta soledad, y temerosos de la noche inminente, lanzamos algo así como unos vítores que, sin embargo, el contramaestre silenció, pues no sabíamos quiénes podrían ocupar la nave desconocida. Y entonces, en silencio, el contramaestre hizo virar su barca hacia la ensenada, y nosotros lo seguimos, cuidando de no hacer ruido y moviendo los remos con cautela. De ese modo no tardamos en llegar al saliente del recodo, y tuvimos a la vista al navío, un poco más atrás. Desde esa distancia no daba la impresión de estar habitado; por eso, después de una leve vacilación, nos acercamos a él, aunque todavía esforzándonos por guardar silencio.

La embarcación desconocida se apoyaba en la orilla de la ensenada que teníamos a la derecha, y por encima de ella se veía un denso grupo de esos árboles atrofiados. Por lo demás, parecía firmemente atascada en el espeso lodo e irradiaba un cierto aire de vejez que me transmitió la triste sugerencia de que a bordo de ella no encontraríamos nada apropiado para un estómago decente.

Habíamos llegado a una distancia de quizá diez brazas de su proa de estribor —pues yacía inclinada de cabeza hacia la boca de la pequeña ensenada— cuando el contramaestre ordenó a sus hombres que retrocedieran; así también lo hizo Josh con respecto a nuestro bote. Entonces, ya listos para escapar si nos veíamos en peligro, el contramaestre llamó a la nave desconocida, pero no obtuvo respuesta: solo algún eco del grito pareció volver a nosotros. Llamó otra vez, por si había alguien bajo cubierta que no hubiese oído el primer grito; pero, de nuevo, la única respuesta fue aquel débil eco, aunque los silenciosos árboles se estremecieron un poco, como si esa voz los hubiera sacudido.

Ante eso, ya confiados, nos acercamos, y en un minuto, usando los remos como puente y trepando por ellos llegamos a cubierta. Allí, salvo que el vidrio del tragaluz del camarote principal estaba roto, y una parte del armazón destrozado, el desorden no era extraordinario, por lo cual nos pareció que no hacía mucho que estaba abandonada.

En cuanto subió, el contramaestre se dirigió a proa, hacia la escotilla, seguido por todos nosotros. Encontramos la puerta de la escotilla casi cerrada, y descorrerla nos costó tanto que tuvimos prueba inmediata de que hacía mucho tiempo que nadie bajaba por allí.

Sin embargo, no tardamos gran cosa en llegar abajo, donde comprobamos que la cabina principal estaba vacía, a no ser por los muebles. Comunicaba con dos camarotes por delante, y con la cabina del capitán por detrás, y en los tres sitios encontramos ropas y artículos diversos que demostraban que la nave había sido abandonada con prisa manifiesta. Como prueba adicional de esto hallamos, en un cajón de la pieza del capitán, una considerable cantidad de monedas de oro, que no era de suponer que su dueño hubiese dejado allí por su libre voluntad.

De los camarotes, el de estribor mostraba indicios de haber sido ocupado por una mujer: una pasajera, sin duda. El otro, donde había dos literas, había sido compartido, por cuanto pudimos comprobar, por dos hombres jóvenes; esto lo dedujimos observando diversas prendas diseminadas al descuido en ese lugar.

Con todo, no hay que suponer que nos detuvimos mucho en las cabinas, pues necesitábamos alimentos, y siguiendo instrucciones del contramaestre nos apresuramos a ver si había vituallas que pudieran mantenernos con vida.

A tal fin abrimos la compuerta que conducía a la despensa, encendimos dos lámparas que traíamos en los botes y bajamos a explorar. Fue así que no tardamos en hallar dos toneles que el contramaestre abrió con un hacha. Esos toneles, sólidos y bien cerrados, contenían galleta marina, muy sabrosa y apta para el consumo. Al ver esto, como es de imaginar, nos tranquilizamos, sabiendo que no había temor inmediato de morir de hambre. Luego descubrimos un barril de melaza, un tonel de ron, algunos cajones de fruta seca —que estaba enmohecida y era apenas comestible—, un tonel de carne vacuna salada, otro de cerdo, un pequeño barril de vinagre, una caja de coñac, dos barriles de harina, uno de los cuales resultó estar humedecido, y un manojo de velas de sebo.

Poco tardamos en llevar todo eso a la cabina grande, a fin de tenerlo a mano para separar lo que era apropiado para nuestros estómagos de lo que no lo era. Entre tanto, mientras el contramaestre supervisaba estas cuestiones, Josh llamó a dos marineros y subió a cubierta para traer los pertrechos de los botes, pues se había decidido que pasáramos la noche a bordo de aquella nave.

Una vez hecho esto, Josh fue a inspeccionar el castillo de proa, pero no encontró nada más que dos cofres, una bolsa marinera y algunos utensilios sueltos. Por cierto que no había, en total, más de diez literas para dormir, ya que era solo un bergantín pequeño, que no requería una tripulación numerosa. Sin embargo, Josh quedó bastante perplejo pensando qué habría pasado con los cofres que faltaban, pues era inconcebible que no hubiera habido más que dos —y una bolsa marinera— para diez hombres. Pero en ese momento no tenía la respuesta, de modo que, ansioso por comer, volvió a cubierta y de allí a la cabina principal.

Mientras tanto, el contramaestre había puesto a sus hombres a despejar la cabina principal, y luego había servido a cada uno dos galletas y un trago de ron. Cuando apareció Josh, le dio lo mismo, y poco después convocamos a una especie de consejo, ya lo bastante reconfortados por la comida como para conversar.

Antes de hablar, sin embargo, nos dimos tiempo para encender nuestras pipas, pues el contramaestre había descubierto una caja de tabaco en la cabina del capitán, y después de esto pasamos a considerar nuestra situación.

Según calculaba el contramaestre, teníamos alimento para casi dos meses, y esto sin restringirlo mucho; pero todavía nos faltaba comprobar si el bergantín guardaba agua en sus toneles, porque la de la ensenada era salobre, aun a tanta distancia del mar. El contramaestre encargó de esto a Josh con dos hombres. Ordenó a otro ocuparse del fogón mientras estuviéramos en esa nave. Pero dijo que por esa noche no necesitábamos hacer nada, ya que en los barriles de los botes teníamos agua suficiente hasta el otro día. Y así el crepúsculo empezó a llenar la cabina, pero nosotros seguimos conversando, muy satisfechos con la tranquilidad de que gozábamos en ese momento, y con el buen tabaco que disfrutábamos.

Poco después uno de los marineros nos gritó de pronto que calláramos, y en ese instante todos lo oyeron: un gemido lejano y prolongado el mismo que llegara hasta nosotros al anochecer del primer día. Al oír eso nos miramos entre el humo y la creciente oscuridad, y mientras nos mirábamos el gemido fue cada vez más claro, hasta que nos rodeó por todos lados; ¡sí!, parecía bajar flotando a través de la rota armazón del tragaluz, como si un algo tenebroso e invisible llorara en la cubierta sobre nuestras cabezas.

Durante ese llanto nadie se movió; es decir, nadie salvo Josh y el contramaestre, que subieron a la escotilla a ver si se divisaba algo; pero nada encontraron, de modo que volvieron a nuestro lado, pues no era sensato exponernos, desarmados como estábamos, salvo por los cuchillos que llevábamos en las vainas.

Poco más tarde, la noche descendió sobre el mundo, y nosotros seguíamos sentados en la oscura cabina, sin hablar y percibiendo la presencia de los demás únicamente por el resplandor de las pipas.

De pronto llegó desde tierra un débil gruñido, un murmullo que de inmediato ahogó el hosco tronar del llanto. Cuando se extinguió, hubo un minuto entero de silencio; después apareció de nuevo, más cercano y más claro. Yo me quité la pipa de la boca, pues volvía a sentir ese gran temor e inquietud que habían suscitado en mí los acontecimientos de la primera noche, y el sabor del tabaco ya no me producía placer. El gruñido pasó sobre nuestras cabezas y se apagó en la distancia, y reinó un brusco silencio.

Entonces, en esa quietud, se oyó la voz del contramaestre pidiéndonos que fuéramos todos en seguida a la cabina del capitán. Mientras nos movíamos, obedeciéndole, el contramaestre corrió a poner la tapa de la escotilla, y Josh fue con él, y juntos la colocaron, aunque con dificultad. Ya en la cabina del capitán, cerramos y aseguramos la puerta, apilando contra ella dos grandes baúles de marinero, con lo cual nos sentimos casi a salvo, sabiendo que allí nadie, hombre o animal, podía alcanzarnos. No obstante, como es de suponer, no nos sentíamos del todo seguros, ya que en el gruñido que ahora llenaba la oscuridad había algo de demoniaco, e ignorábamos qué poderes horrendos andaban fuera del barco.

El gruñido continuó durante toda la noche, aparentemente muy cerca de nosotros, ¡sí!, casi sobre nuestras cabezas, y mucho más fuerte que la noche anterior; de modo que agradecí al Todopoderoso porque habíamos encontrado refugio entre tanto miedo.


 3

La cosa que buscaba

Me quedé dormido de a ratos, como la mayoría; pasé casi todo el tiempo acostado, medio dormido y medio despierto, sin poder conciliar el verdadero sueño debido al incesante gruñido que continuaba en la noche sobre nosotros, y el temor que en mí eso provocaba. Poco después de medianoche percibí un ruido en la cabina principal, al otro lado de la puerta, y de inmediato me desperté del todo. Me senté, escuché, y así advertí que algo andaba a tientas por el piso de la cabina principal. Al oír eso me incorporé y fui a donde estaba acostado el contramaestre, pensando despertarlo si dormía, pero cuando me agaché para sacudirlo él me tomó por el tobillo y me susurró que guardara silencio, pues también él había percibido ese ruido extraño de algo que se movía vacilante en la cabina grande, a pocos pasos.

En seguida llegamos, arrastrándonos, tan cerca de la puerta como lo permitían los cofres, y allí nos agazapamos, escuchando, pero sin poder determinar qué era lo que producía un ruido tan extraño. Porque no era un arrastrar de pies, ni pisadas de ninguna clase, ni tampoco el zumbido de las alas de un murciélago, que fue lo primero que se me ocurrió, sabiendo que los vampiros, según se dice, habitan de noche en sitios tenebrosos. Tampoco era el reptar de una serpiente; nos parecía, en cambio, como si estuvieran frotando con un gran trapo mojado cada parte del piso y del mamparo. Pudimos cerciorarnos mejor de esta similitud cuando, de pronto, la cosa pasó al otro lado de la puerta tras la cual escuchábamos. En ese momento, pueden estar seguros, los dos nos apartamos atemorizados, pese a que la puerta y los cofres se interponían entre nosotros y lo que se frotaba contra ella.

Luego cesó el ruido, y a pesar de que escuchamos no pudimos distinguirlo más. Pero ya no dormimos más hasta la mañana, pensando, inquietos, qué era aquello que había estado recorriendo la cabina grande.

A su tiempo llegó el día, y el gruñido cesó. Por un lúgubre momento el triste llanto llenó nuestros oídos, y después, al fin, el silencio eterno que colma las horas diurnas de aquella espantosa tierra cayó sobre nosotros.

Entonces, al reinar la quietud, dormimos, pues estábamos sumamente cansados. A eso de las siete de la mañana el contramaestre me despertó, y comprobé que habían abierto la puerta que comunicaba con la cabina grande pero, aunque él y yo hicimos una minuciosa inspección, nada encontramos que nos diera algún indicio sobre aquello que tanto nos había asustado. Con todo, no sé si acierto al decir que no encontramos nada, pues en varios sitios los mamparos parecían desgastados, pero no podíamos determinar si ya habían sido así antes de esa noche.

El contramaestre me ordenó que no mencionara lo que habíamos oído, ya que no quería atemorizar a sus hombres más de lo necesario. Consideré que esto era sensato, y guardé silencio. Sin embargo, me inquietaba mucho pensando qué sería aquello que debíamos temer, y además ansiaba saber si eso dejaría de amenazarnos en las horas diurnas, pues me perseguía la idea de que ESO (así lo llamaba mentalmente) pudiera caer sobre nosotros y destruirnos.

Más tarde, después del desayuno, para el cual recibimos cada uno una porción de cerdo salado, además de ron y galletas (habíamos encendido el fuego en la cocina), emprendimos diversas tareas, bajo la dirección del contramaestre. Josh y dos marineros examinaron los toneles de agua, mientras los demás levantábamos las tapas de la escotilla principal para inspeccionar el cargamento, pero nada encontramos, salvo unos noventa centímetros de agua en la bodega.

Para ese entonces Josh había sacado un poco de agua de los toneles, pero era un agua que no servía para beber: tenía un olor y un sabor repugnantes. Sin embargo, el contramaestre le ordenó que llenara unos baldes con ella, para ver si el aire la purificaba; aunque así lo hizo, y el agua fue dejada toda la mañana, no mejoró mucho.

Ante esto, como pueden ustedes imaginar, nos exprimimos el cerebro buscando una manera de producir agua potable, porque ya empezábamos a necesitarla. Aunque uno dijo una cosa y otro otra, nadie tuvo el ingenio suficiente para idear algún método que permitiera satisfacer nuestra necesidad. Entonces, una vez concluido nuestro almuerzo, el contramaestre envió a Josh aguas arriba con cuatro marineros, para ver si un kilómetro o dos más adelante el agua tenía pureza suficiente para nuestros fines. Pero poco antes del crepúsculo regresaron sin agua, pues en todas partes esta era salada.

Mientras tanto, el contramaestre, previendo que tal vez fuera imposible encontrar agua, había puesto al hombre a quien había designado cocinero a hervir el agua de la ensenada en tres grandes calderos. Se lo había ordenado poco después de la partida del bote, y el cocinero había colgado sobre el pico de la caldera una gran olla de hierro llena de agua fría sacada de la bodega —que estaba más fresca que la de la ensenada— de modo que el vapor de cada caldero chocaba con la fría superficie de las ollas de hierro y, al condensarse, era recogida en tres baldes colocados debajo de aquellas en el piso de la cocina. De este modo fue reunida agua suficiente para esa noche y la mañana siguiente; pero era un método lento, y necesitábamos con urgencia otro más rápido para poder abandonar el barco tan pronto como yo, por lo menos, lo deseaba.

Cenamos antes de la puesta del sol, para quedar libres del llanto que, suponíamos, iba a llegar. Luego el contramaestre cerró la escotilla y, una vez que entramos todos en la cabina del capitán, pusimos la tranca a la puerta, como la noche anterior, y menos mal que obramos con tanta prudencia.

Cuando nos instalamos en la cabina del capitán, y cerramos la puerta, se estaba poniendo el sol, y con el crepúsculo llegó desde la tierra el melancólico lamento. Sin embargo, ya un tanto habituados a cosa tan extraña, encendimos las pipas y fumamos, aunque observé que nadie hablaba, pues era imposible olvidar el llanto de afuera.

Como he dicho, guardamos silencio, pero solo por un rato, y el motivo de que lo rompiéramos fue un descubrimiento hecho por George, el aprendiz más joven. Este muchacho no era fumador, y quiso hacer algo para pasar el rato; con ese propósito había vaciado una cajita, cuyo contenido desparramó sobre cubierta, al costado del mamparo delantero.

La caja resultó estar repleta de diversos objetos pequeños, parte de los cuales era una docena de envolturas de papel gris, como las que usan, según tengo entendido, para llevar muestras de maíz, aunque las he visto destinadas a otros fines, como en este caso. Al principio George las hizo a un lado, pero al oscurecer el contramaestre encendió una de las velas que habíamos hallado en la despensa. Fue así que George, al disponerse a recoger los objetos dispersos, descubrió algo que le arrancó una exclamación de asombro.

Al oír el grito de George, el contramaestre le ordenó que callase, creyendo que era una simple manifestación de intranquilidad juvenil, pero George acercó la vela y nos pidió que escucháramos, porque las envolturas estaban cubiertas de una escritura fina, como la de una mujer.

Mientras George nos relataba su hallazgo, advertimos que había llegado la noche, pues de pronto cesó el llanto, y en su lugar surgió desde la lejanía el apagado tronar del gruñido nocturno que nos había atormentado las dos últimas noches. Durante un momento dejamos de fumar, y nos quedamos escuchando, porque era un ruido muy atemorizador. En poco tiempo pareció rodear la nave, como en las noches anteriores, pero al fin nos acostumbramos a él, y volvimos a fumar, y le pedimos a George que nos leyera lo escrito en las envolturas.

Entonces George, aunque con voz un tanto temblorosa, se puso a descifrar lo que decían las envolturas, que era un relato extraño y misterioso, muy relacionado con nuestras propias preocupaciones:

Cuando descubrieron el manantial entre los árboles que coronan la ribera, hubo mucho regocijo, pues habíamos llegado a tener mucha necesidad de agua. Y algunos, que temían al barco (declarando, a causa de todas nuestras desventuras y las extrañas desapariciones de sus compañeros y del hermano de mi amado, que lo hechizaba un demonio), anunciaron su intención de llevar sus pertrechos al manantial y acampar allí. Concibieron y pusieron en práctica esta idea en el transcurso de una tarde, pese a que nuestro capitán, un hombre bueno y leal, les rogó que, si apreciaban su vida, permanecieran en el refugio donde vivían. Pero, como ya señalé, ninguno de ellos escuchó esos consejos, y el capitán, faltando el piloto y el contramaestre, no tenía recursos para imponerles sensatez…

En ese momento George dejó de leer, y se puso a revolver los papeles como si buscara la continuación del relato.

En seguida exclamó que no la encontraba, y su rostro expresó consternación.

Pero el contramaestre le dijo que siguiera leyendo de las hojas que quedaran, pues, como hizo notar, no sabíamos si existían más, y deseábamos averiguar algo más sobre ese manantial que, según el relato, parecía hallarse sobre la ribera, cerca del barco.

Siguiendo esta indicación, George tomó la hoja de arriba; oí que le explicaba al contramaestre que estaban todas salteadas y tenían poca relación una con otra. Con todo, estábamos muy ansiosos por enterarnos de lo que pudieran decirnos esos fragmentos. Entonces, George leyó la envoltura siguiente, que decía:

De pronto oí la voz del capitán exclamando que había algo en la cabina principal, e inmediatamente sentí un grito de mi amado pidiéndome que cerrara la puerta y no la abriera de ningún modo. En ese momento la puerta de la cabina del capitán se cerró con violencia, y hubo un silencio, que fue roto por un ruido. Era la primera vez que oía a la Cosa recorrer la cabina grande, y más tarde mi amado me dijo que ya había ocurrido antes, pero no me habían contado nada para no asustarme innecesariamente; ahora comprendía, empero, por qué me había indicado que nunca dejara mi camarote sin trancar de noche. Recuerdo también haberme preguntado si el ruido de vidrios rotos que me había arrancado un poco de mis sueños una noche o dos antes había sido obra de aquella Cosa indescriptible, ya que en la mañana siguiente a esa noche vi que el vidrio del tragaluz estaba destrozado. Así mis pensamientos se detenían en insignificancias, mientras mi alma parecía a punto de salirseme del pecho a causa del miedo.

Por acostumbramiento, conseguí dormir pese al aterrador gruñido, pues había llegado a la conclusión de que lo producían espíritus nocturnos, y no dejé que pensamientos lúgubres me asustasen innecesariamente, porque mi amado me había asegurado que estábamos a salvo y que aún llegaríamos a casa. Y ahora, al otro lado de la puerta, oía ese ruido espantoso de la Cosa que buscaba…

George hizo una súbita pausa, porque el contramaestre se había levantado y le había puesto una mano sobre el hombro. El joven intentó hablar, pero el contramaestre le hizo señas de que no lo hiciera, y entonces nosotros, nerviosos por los sucesos relatados, escuchamos con atención. Oímos así un sonido que no habíamos percibido a causa del gruñido fuera del barco y del interés en la lectura.

Estuvimos muy callados un momento, sin hacer otra cosa que respirar, y así cada uno de nosotros supo que algo se movía afuera, en la cabina grande. En seguida algo tocó la puerta, y hubo un sonido —ya lo mencioné antes— como si un gran estropajo frotara y fregara el maderamen. Al oír eso, los hombres que estaban más cerca de la puerta se echaron todos atrás al mismo tiempo, presa de súbito temor por la proximidad de la Cosa; pero el contramaestre levantó una mano, ordenándoles en voz baja que no hicieran ruido innecesario. Sin embargo, como si el ruido que causaron al moverse hubiera sido oído, la puerta fue sacudida con tal violencia que todos esperamos verla arrancada de los goznes; pero resistió, y nos apresuramos a reforzarla con las tablas de las literas, que colocamos entre ella y dos grandes cofres, y sobre estos pusimos un tercer cofre, de modo que la puerta quedó totalmente tapada.

No recuerdo ahora si anoté que, cuando llegamos al barco, encontramos rota la ventana de popa del lado de babor, pero lo estaba, y el contramaestre la cerró usando una tapa de madera de teca destinada a cubrirla en tiempo tormentoso, y reforzándola con gruesos listones ajustados con cuñas. Lo hizo la primera noche, temiendo que algo malo nos alcanzara por la abertura, y esta acción suya fue muy prudente, como se verá.

George exclamó que algo andaba sobre la tapa de la ventana de babor, y retrocedimos, cada vez más asustados, porque aquel ser perverso trataba de alcanzarnos. Pero el contramaestre, que era un hombre muy valeroso, y sereno además, se acercó a la ventana para comprobar si los listones estaban firmes, pues sabía con certeza que, si lo estaban, ningún ser con menos fuerza que una ballena podría derribarla, y en tal caso su cuerpo sería tan grande que estaríamos a salvo de cualquier ataque.

De pronto, mientras revisaba las cerraduras, algunos marineros lanzaron un grito de terror, porque en el vidrio sano había aparecido una masa rojiza que se aplastaba contra él, chupándolo, se diría. Entonces George tomó la vela y la levantó hacia la Cosa; así pude ver que tenía muchas lengüetas, que parecía moldeada a partir de un trozo inerte de carne… pero que estaba viva.

La miramos fijamente, demasiado pasmados de terror para tratar de protegernos, aun cuando hubiéramos tenido armas. Y mientras permanecíamos así un instante, como tontas ovejas esperando al matarife, oí que el armazón rechinaba y crujía, y en todo el vidrio aparecieron grietas. Un momento más y todo habría sido arrancado, quedando la cabina sin defensas, de no haber intervenido el contramaestre, que nos lanzó una sonora maldición por inútiles, echó mano a la otra tapa y la sostuvo contra la ventana. En esto consiguió más ayuda de la necesaria, y en un abrir y cerrar de ojos quedaron puestos los listones y las cuñas. Tuvimos prueba inmediata de que habíamos actuado apenas a tiempo, porque nos llegó el ruido de madera hendida y vidrio destrozado, y después un extraño aullido en la oscuridad exterior, un aullido que se elevó sobre el continuo gruñido que colmaba la noche, apagándolo. Pronto cesó ese aullido, y en el breve silencio que pareció seguir oímos un húmedo tanteo contra la tapa de teca, pero esta se hallaba bien ajustada y no tuvimos motivo inmediato de temor.

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