H. P. Lovecraft tuvo muchos
discípulos. Pero un solo maestro: William
Hope Hodgson. En Los náufragos de las
tinieblas, el lector descubrirá las claves de esa preferencia. Porque los
monstruos viscosos que reptan por las islas que imaginó Hodgson, y las moles
erizadas de repulsivos tentáculos que surgen de los abismos míticos del océano,
prefiguran las criaturas aberrantes de Lovecraft y sus imitadores. Una novela
clásica del género de terror que moviliza nuestras pesadillas atávicas.
William Hope Hodgson
Los náufragos de las tinieblas
Los botes del Glen Carrig
Título
original: The Boats of the "Glen
Carrig"
William Hope Hodgson, 1907
Traducción: Mariano Casas
Editor digital: GONZALEZ
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Relato de sus aventuras en los
lugares extraños de la Tierra después del hundimiento del buen barco Glen Carrig al chocar contra una roca
oculta en los desconocidos mares del Sur. Tal como fue referido por John
Winterstraw a su hijo James Winterstraw en el año 1757 y por éste trasladado de
manera correcta y legible al manuscrito.
1
El país de la soledad
Hacía cinco días que estábamos en
los botes, y en todo ese tiempo no habíamos descubierto tierra. Pero en la
mañana del sexto día, el contramaestre, que capitaneaba la lancha salvavidas,
lanzó un grito: lejos, por babor, hacia proa, había algo; pero apenas asomaba
en el horizonte, y nadie pudo asegurar si era tierra o simplemente una nube
matinal. Sin embargo, como la esperanza empezaba a nacer en nuestros pechos,
avanzamos fatigosamente hacia aquel sitio, y alrededor de una hora después
descubrimos que sí era la costa de algún país llano.
Luego, poco después del mediodía,
estábamos ya tan cerca que podíamos distinguir con facilidad qué clase de
tierra había más allá de la costa, y descubrimos así que era de una abominable
chatura, más desolada de lo que yo hubiese imaginado jamás. Aquí y allá parecía
cubierta por retazos de una extraña vegetación, aunque yo no podría decir si
aquellos eran árboles o arbustos grandes; pero si de algo estoy seguro es de que
no se parecían a nada que yo hubiese visto jamás.
Deduje todo eso mientras nos
movíamos con lentitud siguiendo la costa, buscando una abertura por donde
desembarcar; sin embargo, tardamos mucho en encontrar lo que buscábamos. Pero
al fin apareció: una ensenada de orillas legamosas que resultó ser el estuario
de un gran río, aunque nosotros lo llamábamos siempre riachuelo. Entramos por
él y avanzamos despacio remontando la sinuosa corriente, observando las orillas
chatas a ambos lados, buscando algún sitio donde desembarcar; pero no
encontramos ninguno: las orillas estaban formadas por un detestable barro que
no nos alentaba a aventurarnos en él imprudentemente.
Luego de recorrer poco más de una
milla río arriba llegamos junto a las primeras plantas que yo había visto desde
el mar, y ahora, separados de ellas por una distancia de pocos metros, podíamos
estudiarlas mejor. Así descubrí que se trataba principalmente de una clase de
árbol muy bajo y achaparrado, de un aspecto que se podría describir como
malsano. Noté que eran las ramas lo que me había hecho confundir a esos árboles
con un matorral, hasta que estuve cerca, porque eran unas ramas delgadas y
lisas que pendían sobre la tierra, bajo el peso de un enorme fruto semejante a
un repollo que parecía brotar de cada punta.
Poco después, al dejar atrás los
primeros grupos de árboles, y ver que las orillas del río continuaban siendo
muy chatas, me subí a un banco y así pude examinar con atención la tierra que
nos rodeaba. Descubrí que, hasta donde llegaba mi vista, la atravesaban
innumerables riachuelos y charcos, algunos de gran tamaño; y, como ya que
antes, la tierra era chata en todas direcciones, como una enorme planicie de
barro; sentí tristeza al mirarla. Quizás ese silencio extremo aterrorizaba
inconscientemente mi espíritu, porque yo no veía allí ningún ser vivo, ni
pájaro ni vegetal, excepto los árboles achaparrados que se agrupaban acá y
allá, sobre la tierra, hasta donde me alcanzaba la vista.
El silencio, cuando tuve plena
conciencia de él, fue tanto más pavoroso, porque la memoria me decía que yo no
había estado nunca en un país de tanta quietud. Nada se movía en mi campo
visual: ni siquiera un pájaro solitario que volase en el cielo opaco; y a mis
oídos no llegaba siquiera el grito de un ave marina, ¡no!, ni el croar de una
rana, ni el chapoteo de un pez. Era como si hubiésemos llegado al País del
Silencio, que algunos han llamado la Tierra de la Soledad.
Había pasado tres horas y
seguíamos trabajando con los remos, y ya no veíamos el mar; sin embargo, no
aparecía ningún sitio apto para desembarcar, por todas partes nos rodeaba el
barro gris y negro, un verdadero desierto viscoso. Por lo tanto nos resignamos
a seguir adelante, con la esperanza de poder llegar al fin a tierra firme.
Un poco antes de la puesta del
sol dejamos de remar y preparamos una comida frugal con parte de las
provisiones que nos quedaban; y mientras comíamos vi cómo el sol se ponía sobre
aquel desierto, y me divertí un poco observando las sombras grotescas que
arrojaban los árboles en el agua por el lado de babor, pues nos habíamos
detenido junto a uno de los matorrales. Recuerdo que en ese momento volví a
tomar conciencia del silencio que reinaba en aquel lugar; y que no era un
producto de mi imaginación lo confirmaba la evidente intranquilidad tanto de
los hombres de nuestro bote como la de los del bote del contramaestre: todo el
mundo hablaba en voz baja, como con miedo de quebrar el silencio.
Y en ese instante, mientras yo
estaba aterrado por tanta soledad, llegó la primera señal de vida en todo aquel
desierto. Lo oí primero en la lejanía, hacia tierra firme… un curioso y apagado
sollozo que subía y bajaba como el suspiro de un viento solitario sobre un
enorme bosque. Pero no hacía viento. Un momento después dejó de oírse y, por contraste,
el silencio de la región fue más impresionante. Miré a mi alrededor a los
hombres que iban a mi propio bote y los del bote que capitaneaba el
contramaestre; todos estaban concentrados, escuchando atentamente. Pasó así un
minuto, sin que nadie se moviera, y entonces uno de los hombres lanzó una
carcajada, producto del nerviosismo.
El contramaestre le ordenó con un
susurro que callase, y en ese mismo instante llegó otra vez el lamento de aquel
salvaje sollozo. De pronto el lamento sonó a nuestra derecha, e inmediatamente
fue recogido e imitado en algún sitio distante, río arriba. En ese momento me
subí a un banco con la intención de echar otra ojeada a la región, pero las
orillas del riachuelo eran ahora más altas; además, la vegetación actuaba como
pantalla, y me impedía ver más allá de las orillas a pesar de mi estatura y la
altura que me daba el banco.
Pues bien, un poco más tarde el
llanto se apagó, y hubo otro silencio. Entonces, mientras escuchábamos,
esperando alguna cosa nueva, George, el grumete más joven, que estaba sentado a
mi lado, me tiró de la manga, y me preguntó con voz preocupada si yo sabía qué
podía presagiar ese llanto; pero yo meneé la cabeza, y le dije que no sabía más
que él, aunque agregué, para tranquilizarlo, que quizás era el viento. Pero el
muchacho negó con la cabeza: evidentemente esa explicación no era válida, pues
reinaba una calma total.
Apenas había terminado de decir
esas palabras cuando volvimos a oír el triste llanto. Aparentemente venía de
lejos río arriba y de lejos río abajo, y de tierra adentro y de la tierra que
nos separaba del mar. Colmaba el aire del atardecer con su lúgubre lamento, y
noté que había en él un curioso sollozo, casi humano. Era algo tan pavoroso que
ninguno de nosotros habló, pues nos parecía estar escuchando el llanto de almas
perdidas. Y mientras esperábamos temerosos, el sol se hundió tras el borde del
mundo, y nos cubrió el crepúsculo.
Entonces sucedió algo todavía más
extraordinario, pues al caer la noche con un rápido oscurecimiento, los extraños
lamentos y sollozos enmudecieron, y otro sonido se propagó por la región: un
lúgubre gruñido. Al principio venía de muy lejos, tierra adentro, como el
llanto; pero en seguida fue imitado a nuestro alrededor, y pronto colmó la
oscuridad. Aumentó de volumen, atravesado por extraños trompetazos. Luego,
aunque despacio, fue bajando hasta un rezongo continuo, donde se advertía lo
que solo puedo describir como un insistente y voraz gruñido. ¡Sí!, ninguna otra
palabra de las que conozco lo describe tan bien: una nota de hambre, algo pavoroso. Y eso, más que
todo el resto de aquellas increíbles voces, consiguió llevar el terror a mi
corazón.
Mientras yo escuchaba, George me
apretó el brazo, anunciando con un estridente susurro que algo había aparecido
entre el grupo de árboles de la orilla, a nuestra izquierda. De eso tuve pronto
una prueba, porque en el sitio que él me indicaba distinguí un murmullo
continuo, y luego un gruñido más cercano, como si una bestia salvaje estuviera
ronroneando junto a mi codo. Inmediatamente oí que el contramaestre llamaba en
voz baja a Josh, el aprendiz mayor que capitaneaba nuestro bote, y le pedía que
se acercase para juntar los botes. Entonces sacamos los remos y empujamos los
botes hasta unirlos en medio del riachuelo; y montamos guardia toda la noche,
aterrorizados, sin levantar la voz, solo lo necesario para transmitir nuestros
pensamientos entre los gruñidos.
Así pasaron las horas, y nada más
sucedió que no haya contado ya, salvo que una vez, poco después de la
medianoche, pareció que sacudían de nuevo los árboles de enfrente, como si
alguna criatura, o criaturas, acechara entre ellos; y poco después se oyó un
sonido, como si algo estuviese agitando el agua contra la orilla; pero en un
instante volvió a reinar el silencio.
Al cabo de fatigosas horas, el
cielo del este comenzó a anunciar la llegada del día, y a medida que la luz
crecía y se fortalecía, aquellos insaciables gruñidos se fueron acallando y
desapareciendo junto con la oscuridad y las sombras. Así llegó por fin el día,
y otra vez tuvimos que sufrir el triste lamento que había precedido a la noche.
Ese lamento duró un rato, subiendo y bajando desconsoladamente sobre la
inmensidad del desierto que nos rodeaba, hasta que el sol estuvo a unos pocos
grados por encima del horizonte; entonces empezó a menguar, desapareciendo
despacio en ecos prolongados, solemnes. Al fin calló por completo, y volvió el
silencio que nos había acompañado todas las horas de luz natural.
Como era ya pleno día, el
contramaestre nos ordenó que preparásemos un frugal desayuno, acorde con
nuestras provisiones, luego del cual, habiendo primero examinado las orillas
para discernir si había a la vista alguna cosa horrible, volvimos a tomar los
remos y continuamos viaje río arriba, pues teníamos esperanzas de llegar pronto
a un sitio donde la vida no se hubiese extinguido, y donde pudiéramos
desembarcar a tierra firme. Sin embargo, como he dicho ya, la vegetación, donde
existía, era extremadamente frondosa, así que no es muy exacto decir, como lo
hice, que la vida se había extinguido en esa región. Pues, en verdad, ahora que
lo pienso, recuerdo que el mismísimo barro de donde brotaba parecía colmado de
una vida perezosa, robusta, tan espeso y viscoso era.
Pronto llegó el mediodía. Había
pocos cambios en la naturaleza del desierto que nos rodeaba, aunque la
vegetación era quizás un poco más tupida y más continua a lo largo de las
orillas. Pero las orillas no habían cambiado: formadas por el mismo barro
espeso y pegajoso, nos impedían desembarcar; y aunque no existiese ese
obstáculo, el resto de la región, más allá de las orillas, no parecía mejor.
Y todo el tiempo, mientras
remábamos, mirábamos de una orilla a la otra; y los que no trabajaban con los
remos apoyaban de buena gana una mano en la vaina del cuchillo; los
acontecimientos de la noche anterior seguían vivos en nuestras mentes, y
estábamos muy asustados; habríamos vuelto al mar si no nos hubieran quedado tan
pocas provisiones.
2
El barco en la ensenada
Más tarde, ya cerca del
anochecer, llegamos a una ensenada que desembocaba en la más grande a través de
la ribera que teníamos a la izquierda. La habríamos pasado de largo —tal como,
por cierto, habíamos hecho con muchas durante el día— de no haber sido porque
el contramaestre, cuyo bote iba delante, gritó que había una embarcación
detenida un poco más allá del primer recodo. Y en efecto, así parecía, pues
veíamos con claridad uno de sus mástiles, roto y muy astillado.
Enfermos ya de tanta soledad, y
temerosos de la noche inminente, lanzamos algo así como unos vítores que, sin
embargo, el contramaestre silenció, pues no sabíamos quiénes podrían ocupar la
nave desconocida. Y entonces, en silencio, el contramaestre hizo virar su barca
hacia la ensenada, y nosotros lo seguimos, cuidando de no hacer ruido y moviendo
los remos con cautela. De ese modo no tardamos en llegar al saliente del
recodo, y tuvimos a la vista al navío, un poco más atrás. Desde esa distancia
no daba la impresión de estar habitado; por eso, después de una leve
vacilación, nos acercamos a él, aunque todavía esforzándonos por guardar
silencio.
La embarcación desconocida se
apoyaba en la orilla de la ensenada que teníamos a la derecha, y por encima de
ella se veía un denso grupo de esos árboles atrofiados. Por lo demás, parecía
firmemente atascada en el espeso lodo e irradiaba un cierto aire de vejez que
me transmitió la triste sugerencia de que a bordo de ella no encontraríamos
nada apropiado para un estómago decente.
Habíamos llegado a una distancia
de quizá diez brazas de su proa de estribor —pues yacía inclinada de cabeza
hacia la boca de la pequeña ensenada— cuando el contramaestre ordenó a sus
hombres que retrocedieran; así también lo hizo Josh con respecto a nuestro
bote. Entonces, ya listos para escapar si nos veíamos en peligro, el contramaestre
llamó a la nave desconocida, pero no obtuvo respuesta: solo algún eco del grito
pareció volver a nosotros. Llamó otra vez, por si había alguien bajo cubierta
que no hubiese oído el primer grito; pero, de nuevo, la única respuesta fue
aquel débil eco, aunque los silenciosos árboles se estremecieron un poco, como
si esa voz los hubiera sacudido.
Ante eso, ya confiados, nos
acercamos, y en un minuto, usando los remos como puente y trepando por ellos
llegamos a cubierta. Allí, salvo que el vidrio del tragaluz del camarote
principal estaba roto, y una parte del armazón destrozado, el desorden no era
extraordinario, por lo cual nos pareció que no hacía mucho que estaba
abandonada.
En cuanto subió, el contramaestre
se dirigió a proa, hacia la escotilla, seguido por todos nosotros. Encontramos
la puerta de la escotilla casi cerrada, y descorrerla nos costó tanto que
tuvimos prueba inmediata de que hacía mucho tiempo que nadie bajaba por allí.
Sin embargo, no tardamos gran
cosa en llegar abajo, donde comprobamos que la cabina principal estaba vacía, a
no ser por los muebles. Comunicaba con dos camarotes por delante, y con la
cabina del capitán por detrás, y en los tres sitios encontramos ropas y
artículos diversos que demostraban que la nave había sido abandonada con prisa
manifiesta. Como prueba adicional de esto hallamos, en un cajón de la pieza del
capitán, una considerable cantidad de monedas de oro, que no era de suponer que
su dueño hubiese dejado allí por su libre voluntad.
De los camarotes, el de estribor
mostraba indicios de haber sido ocupado por una mujer: una pasajera, sin duda.
El otro, donde había dos literas, había sido compartido, por cuanto pudimos
comprobar, por dos hombres jóvenes; esto lo dedujimos observando diversas
prendas diseminadas al descuido en ese lugar.
Con todo, no hay que suponer que
nos detuvimos mucho en las cabinas, pues necesitábamos alimentos, y siguiendo
instrucciones del contramaestre nos apresuramos a ver si había vituallas que
pudieran mantenernos con vida.
A tal fin abrimos la compuerta
que conducía a la despensa, encendimos dos lámparas que traíamos en los botes y
bajamos a explorar. Fue así que no tardamos en hallar dos toneles que el
contramaestre abrió con un hacha. Esos toneles, sólidos y bien cerrados,
contenían galleta marina, muy sabrosa y apta para el consumo. Al ver esto, como
es de imaginar, nos tranquilizamos, sabiendo que no había temor inmediato de
morir de hambre. Luego descubrimos un barril de melaza, un tonel de ron,
algunos cajones de fruta seca —que estaba enmohecida y era apenas comestible—,
un tonel de carne vacuna salada, otro de cerdo, un pequeño barril de vinagre,
una caja de coñac, dos barriles de harina, uno de los cuales resultó estar
humedecido, y un manojo de velas de sebo.
Poco tardamos en llevar todo eso
a la cabina grande, a fin de tenerlo a mano para separar lo que era apropiado
para nuestros estómagos de lo que no lo era. Entre tanto, mientras el
contramaestre supervisaba estas cuestiones, Josh llamó a dos marineros y subió
a cubierta para traer los pertrechos de los botes, pues se había decidido que
pasáramos la noche a bordo de aquella nave.
Una vez hecho esto, Josh fue a
inspeccionar el castillo de proa, pero no encontró nada más que dos cofres, una
bolsa marinera y algunos utensilios sueltos. Por cierto que no había, en total,
más de diez literas para dormir, ya que era solo un bergantín pequeño, que no
requería una tripulación numerosa. Sin embargo, Josh quedó bastante perplejo
pensando qué habría pasado con los cofres que faltaban, pues era inconcebible
que no hubiera habido más que dos —y una bolsa marinera— para diez hombres.
Pero en ese momento no tenía la respuesta, de modo que, ansioso por comer,
volvió a cubierta y de allí a la cabina principal.
Mientras tanto, el contramaestre
había puesto a sus hombres a despejar la cabina principal, y luego había
servido a cada uno dos galletas y un trago de ron. Cuando apareció Josh, le dio
lo mismo, y poco después convocamos a una especie de consejo, ya lo bastante
reconfortados por la comida como para conversar.
Antes de hablar, sin embargo, nos
dimos tiempo para encender nuestras pipas, pues el contramaestre había
descubierto una caja de tabaco en la cabina del capitán, y después de esto
pasamos a considerar nuestra situación.
Según calculaba el contramaestre,
teníamos alimento para casi dos meses, y esto sin restringirlo mucho; pero
todavía nos faltaba comprobar si el bergantín guardaba agua en sus toneles,
porque la de la ensenada era salobre, aun a tanta distancia del mar. El
contramaestre encargó de esto a Josh con dos hombres. Ordenó a otro ocuparse
del fogón mientras estuviéramos en esa nave. Pero dijo que por esa noche no
necesitábamos hacer nada, ya que en los barriles de los botes teníamos agua
suficiente hasta el otro día. Y así el crepúsculo empezó a llenar la cabina,
pero nosotros seguimos conversando, muy satisfechos con la tranquilidad de que
gozábamos en ese momento, y con el buen tabaco que disfrutábamos.
Poco después uno de los marineros
nos gritó de pronto que calláramos, y en ese instante todos lo oyeron: un
gemido lejano y prolongado el mismo que llegara hasta nosotros al anochecer del
primer día. Al oír eso nos miramos entre el humo y la creciente oscuridad, y
mientras nos mirábamos el gemido fue cada vez más claro, hasta que nos rodeó
por todos lados; ¡sí!, parecía bajar flotando a través de la rota armazón del
tragaluz, como si un algo tenebroso e invisible llorara en la cubierta sobre
nuestras cabezas.
Durante ese llanto nadie se
movió; es decir, nadie salvo Josh y el contramaestre, que subieron a la
escotilla a ver si se divisaba algo; pero nada encontraron, de modo que
volvieron a nuestro lado, pues no era sensato exponernos, desarmados como
estábamos, salvo por los cuchillos que llevábamos en las vainas.
Poco más tarde, la noche
descendió sobre el mundo, y nosotros seguíamos sentados en la oscura cabina,
sin hablar y percibiendo la presencia de los demás únicamente por el resplandor
de las pipas.
De pronto llegó desde tierra un
débil gruñido, un murmullo que de inmediato ahogó el hosco tronar del llanto.
Cuando se extinguió, hubo un minuto entero de silencio; después apareció de
nuevo, más cercano y más claro. Yo me quité la pipa de la boca, pues volvía a
sentir ese gran temor e inquietud que habían suscitado en mí los acontecimientos
de la primera noche, y el sabor del tabaco ya no me producía placer. El gruñido
pasó sobre nuestras cabezas y se apagó en la distancia, y reinó un brusco
silencio.
Entonces, en esa quietud, se oyó
la voz del contramaestre pidiéndonos que fuéramos todos en seguida a la cabina
del capitán. Mientras nos movíamos, obedeciéndole, el contramaestre corrió a
poner la tapa de la escotilla, y Josh fue con él, y juntos la colocaron, aunque
con dificultad. Ya en la cabina del capitán, cerramos y aseguramos la puerta,
apilando contra ella dos grandes baúles de marinero, con lo cual nos sentimos
casi a salvo, sabiendo que allí nadie, hombre o animal, podía alcanzarnos. No
obstante, como es de suponer, no nos sentíamos del todo seguros, ya que en el
gruñido que ahora llenaba la oscuridad había algo de demoniaco, e ignorábamos
qué poderes horrendos andaban fuera del barco.
El gruñido continuó durante toda
la noche, aparentemente muy cerca de nosotros, ¡sí!, casi sobre nuestras
cabezas, y mucho más fuerte que la noche anterior; de modo que agradecí al
Todopoderoso porque habíamos encontrado refugio entre tanto miedo.
3
La cosa que buscaba
Me quedé dormido de a ratos, como
la mayoría; pasé casi todo el tiempo acostado, medio dormido y medio despierto,
sin poder conciliar el verdadero sueño debido al incesante gruñido que
continuaba en la noche sobre nosotros, y el temor que en mí eso provocaba. Poco
después de medianoche percibí un ruido en la cabina principal, al otro lado de
la puerta, y de inmediato me desperté del todo. Me senté, escuché, y así
advertí que algo andaba a tientas por el piso de la cabina principal. Al oír
eso me incorporé y fui a donde estaba acostado el contramaestre, pensando
despertarlo si dormía, pero cuando me agaché para sacudirlo él me tomó por el
tobillo y me susurró que guardara silencio, pues también él había percibido ese
ruido extraño de algo que se movía vacilante en la cabina grande, a pocos
pasos.
En seguida llegamos,
arrastrándonos, tan cerca de la puerta como lo permitían los cofres, y allí nos
agazapamos, escuchando, pero sin poder determinar qué era lo que producía un
ruido tan extraño. Porque no era un arrastrar de pies, ni pisadas de ninguna
clase, ni tampoco el zumbido de las alas de un murciélago, que fue lo primero
que se me ocurrió, sabiendo que los vampiros, según se dice, habitan de noche
en sitios tenebrosos. Tampoco era el reptar de una serpiente; nos parecía, en
cambio, como si estuvieran frotando con un gran trapo mojado cada parte del
piso y del mamparo. Pudimos cerciorarnos mejor de esta similitud cuando, de
pronto, la cosa pasó al otro lado de la puerta tras la cual escuchábamos. En
ese momento, pueden estar seguros, los dos nos apartamos atemorizados, pese a
que la puerta y los cofres se interponían entre nosotros y lo que se frotaba
contra ella.
Luego cesó el ruido, y a pesar de
que escuchamos no pudimos distinguirlo más. Pero ya no dormimos más hasta la
mañana, pensando, inquietos, qué era aquello que había estado recorriendo la
cabina grande.
A su tiempo llegó el día, y el
gruñido cesó. Por un lúgubre momento el triste llanto llenó nuestros oídos, y
después, al fin, el silencio eterno que colma las horas diurnas de aquella
espantosa tierra cayó sobre nosotros.
Entonces, al reinar la quietud,
dormimos, pues estábamos sumamente cansados. A eso de las siete de la mañana el
contramaestre me despertó, y comprobé que habían abierto la puerta que
comunicaba con la cabina grande pero, aunque él y yo hicimos una minuciosa
inspección, nada encontramos que nos diera algún indicio sobre aquello que
tanto nos había asustado. Con todo, no sé si acierto al decir que no
encontramos nada, pues en varios sitios los mamparos parecían desgastados, pero no podíamos determinar
si ya habían sido así antes de esa noche.
El contramaestre me ordenó que no
mencionara lo que habíamos oído, ya que no quería atemorizar a sus hombres más
de lo necesario. Consideré que esto era sensato, y guardé silencio. Sin
embargo, me inquietaba mucho pensando qué sería aquello que debíamos temer, y
además ansiaba saber si eso dejaría de amenazarnos en las horas diurnas, pues
me perseguía la idea de que ESO (así lo llamaba mentalmente) pudiera caer sobre
nosotros y destruirnos.
Más tarde, después del desayuno,
para el cual recibimos cada uno una porción de cerdo salado, además de ron y
galletas (habíamos encendido el fuego en la cocina), emprendimos diversas
tareas, bajo la dirección del contramaestre. Josh y dos marineros examinaron
los toneles de agua, mientras los demás levantábamos las tapas de la escotilla
principal para inspeccionar el cargamento, pero nada encontramos, salvo unos
noventa centímetros de agua en la bodega.
Para ese entonces Josh había
sacado un poco de agua de los toneles, pero era un agua que no servía para
beber: tenía un olor y un sabor repugnantes. Sin embargo, el contramaestre le
ordenó que llenara unos baldes con ella, para ver si el aire la purificaba;
aunque así lo hizo, y el agua fue dejada toda la mañana, no mejoró mucho.
Ante esto, como pueden ustedes
imaginar, nos exprimimos el cerebro buscando una manera de producir agua
potable, porque ya empezábamos a necesitarla. Aunque uno dijo una cosa y otro
otra, nadie tuvo el ingenio suficiente para idear algún método que permitiera
satisfacer nuestra necesidad. Entonces, una vez concluido nuestro almuerzo, el
contramaestre envió a Josh aguas arriba con cuatro marineros, para ver si un
kilómetro o dos más adelante el agua tenía pureza suficiente para nuestros
fines. Pero poco antes del crepúsculo regresaron sin agua, pues en todas partes
esta era salada.
Mientras tanto, el contramaestre,
previendo que tal vez fuera imposible encontrar agua, había puesto al hombre a
quien había designado cocinero a hervir el agua de la ensenada en tres grandes
calderos. Se lo había ordenado poco después de la partida del bote, y el
cocinero había colgado sobre el pico de la caldera una gran olla de hierro
llena de agua fría sacada de la bodega —que estaba más fresca que la de la
ensenada— de modo que el vapor de cada caldero chocaba con la fría superficie
de las ollas de hierro y, al condensarse, era recogida en tres baldes colocados
debajo de aquellas en el piso de la cocina. De este modo fue reunida agua
suficiente para esa noche y la mañana siguiente; pero era un método lento, y
necesitábamos con urgencia otro más rápido para poder abandonar el barco tan
pronto como yo, por lo menos, lo deseaba.
Cenamos antes de la puesta del
sol, para quedar libres del llanto que, suponíamos, iba a llegar. Luego el
contramaestre cerró la escotilla y, una vez que entramos todos en la cabina del
capitán, pusimos la tranca a la puerta, como la noche anterior, y menos mal que
obramos con tanta prudencia.
Cuando nos instalamos en la
cabina del capitán, y cerramos la puerta, se estaba poniendo el sol, y con el
crepúsculo llegó desde la tierra el melancólico lamento. Sin embargo, ya un
tanto habituados a cosa tan extraña, encendimos las pipas y fumamos, aunque
observé que nadie hablaba, pues era imposible olvidar el llanto de afuera.
Como he dicho, guardamos
silencio, pero solo por un rato, y el motivo de que lo rompiéramos fue un
descubrimiento hecho por George, el aprendiz más joven. Este muchacho no era
fumador, y quiso hacer algo para pasar el rato; con ese propósito había vaciado
una cajita, cuyo contenido desparramó sobre cubierta, al costado del mamparo
delantero.
La caja resultó estar repleta de
diversos objetos pequeños, parte de los cuales era una docena de envolturas de
papel gris, como las que usan, según tengo entendido, para llevar muestras de
maíz, aunque las he visto destinadas a otros fines, como en este caso. Al
principio George las hizo a un lado, pero al oscurecer el contramaestre
encendió una de las velas que habíamos hallado en la despensa. Fue así que
George, al disponerse a recoger los objetos dispersos, descubrió algo que le
arrancó una exclamación de asombro.
Al oír el grito de George, el
contramaestre le ordenó que callase, creyendo que era una simple manifestación
de intranquilidad juvenil, pero George acercó la vela y nos pidió que
escucháramos, porque las envolturas estaban cubiertas de una escritura fina,
como la de una mujer.
Mientras George nos relataba su
hallazgo, advertimos que había llegado la noche, pues de pronto cesó el llanto,
y en su lugar surgió desde la lejanía el apagado tronar del gruñido nocturno que
nos había atormentado las dos últimas noches. Durante un momento dejamos de
fumar, y nos quedamos escuchando, porque era un ruido muy atemorizador. En poco
tiempo pareció rodear la nave, como en las noches anteriores, pero al fin nos
acostumbramos a él, y volvimos a fumar, y le pedimos a George que nos leyera lo
escrito en las envolturas.
Entonces George, aunque con voz
un tanto temblorosa, se puso a descifrar lo que decían las envolturas, que era
un relato extraño y misterioso, muy relacionado con nuestras propias
preocupaciones:
Cuando descubrieron el manantial
entre los árboles que coronan la ribera, hubo mucho regocijo, pues habíamos
llegado a tener mucha necesidad de agua. Y algunos, que temían al barco
(declarando, a causa de todas nuestras desventuras y las extrañas
desapariciones de sus compañeros y del hermano de mi amado, que lo hechizaba un
demonio), anunciaron su intención de llevar sus pertrechos al manantial y
acampar allí. Concibieron y pusieron en práctica esta idea en el transcurso de
una tarde, pese a que nuestro capitán, un hombre bueno y leal, les rogó que, si
apreciaban su vida, permanecieran en el refugio donde vivían. Pero, como ya
señalé, ninguno de ellos escuchó esos consejos, y el capitán, faltando el
piloto y el contramaestre, no tenía recursos para imponerles sensatez…
En ese momento George dejó de
leer, y se puso a revolver los papeles como si buscara la continuación del
relato.
En seguida exclamó que no la
encontraba, y su rostro expresó consternación.
Pero el contramaestre le dijo que
siguiera leyendo de las hojas que quedaran, pues, como hizo notar, no sabíamos
si existían más, y deseábamos averiguar algo más sobre ese manantial que, según
el relato, parecía hallarse sobre la ribera, cerca del barco.
Siguiendo esta indicación, George
tomó la hoja de arriba; oí que le explicaba al contramaestre que estaban todas
salteadas y tenían poca relación una con otra. Con todo, estábamos muy ansiosos
por enterarnos de lo que pudieran decirnos esos fragmentos. Entonces, George
leyó la envoltura siguiente, que decía:
De pronto oí la voz del capitán
exclamando que había algo en la cabina principal, e inmediatamente sentí un
grito de mi amado pidiéndome que cerrara la puerta y no la abriera de ningún
modo. En ese momento la puerta de la cabina del capitán se cerró con violencia,
y hubo un silencio, que fue roto por un ruido.
Era la primera vez que oía a la Cosa recorrer la cabina grande, y más tarde mi
amado me dijo que ya había ocurrido antes, pero no me habían contado nada para
no asustarme innecesariamente; ahora comprendía, empero, por qué me había
indicado que nunca dejara mi camarote sin trancar de noche. Recuerdo también
haberme preguntado si el ruido de vidrios rotos que me había arrancado un poco
de mis sueños una noche o dos antes había sido obra de aquella Cosa
indescriptible, ya que en la mañana siguiente a esa noche vi que el vidrio del
tragaluz estaba destrozado. Así mis pensamientos se detenían en
insignificancias, mientras mi alma parecía a punto de salirseme del pecho a
causa del miedo.
Por acostumbramiento, conseguí
dormir pese al aterrador gruñido, pues había llegado a la conclusión de que lo
producían espíritus nocturnos, y no dejé que pensamientos lúgubres me asustasen
innecesariamente, porque mi amado me había asegurado que estábamos a salvo y
que aún llegaríamos a casa. Y ahora, al otro lado de la puerta, oía ese ruido
espantoso de la Cosa que buscaba…
George hizo una súbita pausa,
porque el contramaestre se había levantado y le había puesto una mano sobre el
hombro. El joven intentó hablar, pero el contramaestre le hizo señas de que no
lo hiciera, y entonces nosotros, nerviosos por los sucesos relatados,
escuchamos con atención. Oímos así un sonido que no habíamos percibido a causa
del gruñido fuera del barco y del interés en la lectura.
Estuvimos muy callados un
momento, sin hacer otra cosa que respirar, y así cada uno de nosotros supo que
algo se movía afuera, en la cabina grande. En seguida algo tocó la puerta, y
hubo un sonido —ya lo mencioné antes— como si un gran estropajo frotara y
fregara el maderamen. Al oír eso, los hombres que estaban más cerca de la
puerta se echaron todos atrás al mismo tiempo, presa de súbito temor por la
proximidad de la Cosa; pero el contramaestre levantó una mano, ordenándoles en
voz baja que no hicieran ruido innecesario. Sin embargo, como si el ruido que
causaron al moverse hubiera sido oído, la puerta fue sacudida con tal violencia
que todos esperamos verla arrancada de los goznes; pero resistió, y nos
apresuramos a reforzarla con las tablas de las literas, que colocamos entre
ella y dos grandes cofres, y sobre estos pusimos un tercer cofre, de modo que
la puerta quedó totalmente tapada.
No recuerdo ahora si anoté que,
cuando llegamos al barco, encontramos rota la ventana de popa del lado de babor,
pero lo estaba, y el contramaestre la cerró usando una tapa de madera de teca
destinada a cubrirla en tiempo tormentoso, y reforzándola con gruesos listones
ajustados con cuñas. Lo hizo la primera noche, temiendo que algo malo nos
alcanzara por la abertura, y esta acción suya fue muy prudente, como se verá.
George exclamó que algo andaba
sobre la tapa de la ventana de babor, y retrocedimos, cada vez más asustados,
porque aquel ser perverso trataba de alcanzarnos. Pero el contramaestre, que
era un hombre muy valeroso, y sereno además, se acercó a la ventana para
comprobar si los listones estaban firmes, pues sabía con certeza que, si lo
estaban, ningún ser con menos fuerza que una ballena podría derribarla, y en
tal caso su cuerpo sería tan grande que estaríamos a salvo de cualquier ataque.
De pronto, mientras revisaba las
cerraduras, algunos marineros lanzaron un grito de terror, porque en el vidrio
sano había aparecido una masa rojiza que se aplastaba contra él, chupándolo, se
diría. Entonces George tomó la vela y la levantó hacia la Cosa; así pude ver
que tenía muchas lengüetas, que parecía moldeada a partir de un trozo inerte de
carne… pero que estaba viva.
La miramos fijamente, demasiado
pasmados de terror para tratar de protegernos, aun cuando hubiéramos tenido
armas. Y mientras permanecíamos así un instante, como tontas ovejas esperando
al matarife, oí que el armazón rechinaba y crujía, y en todo el vidrio
aparecieron grietas. Un momento más y todo habría sido arrancado, quedando la
cabina sin defensas, de no haber intervenido el contramaestre, que nos lanzó
una sonora maldición por inútiles, echó mano a la otra tapa y la sostuvo contra
la ventana. En esto consiguió más ayuda de la necesaria, y en un abrir y cerrar
de ojos quedaron puestos los listones y las cuñas. Tuvimos prueba inmediata de
que habíamos actuado apenas a tiempo, porque nos llegó el ruido de madera
hendida y vidrio destrozado, y después un extraño aullido en la oscuridad
exterior, un aullido que se elevó sobre el continuo gruñido que colmaba la
noche, apagándolo. Pronto cesó ese aullido, y en el breve silencio que pareció
seguir oímos un húmedo tanteo contra la tapa de teca, pero esta se hallaba bien
ajustada y no tuvimos motivo inmediato de temor.
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