miércoles, 18 de octubre de 2023

Ernst Jünger Heliópolis FRAGMENTO NOVELA

  




  Ernst Jünger          

  Heliópolis    


 Heliópolis es la primera gran novela del Jünger del período de posguerra. Tras la parábola anti-hitleriana de Sobre los acantilados de mármol, y antes de la escéptica recapitulación global que desplegaría en Eumeswil, Jünger, en Heliópolis, construye el modelo de una sociedad en crisis, desgarrada entre la legitimidad conservadora y la legalidad del poder popular. Utopía negativa, centrada en el fracaso del personaje principal, cuya creciente conciencia de la imposibilidad moral de adherirse a cualquier alternativa concreta le impulsa a buscar en lo intemporal una armonía superior, a la vez poema y apólogo, Heliópolis es una de las cimas del arte de Jünger.



ERNST JÜNGER nació en Heildelberg el 29 de marzo de 1895 y falleció en febrero de 1998. A los dieciséis años huyó de casa de sus padres y se alistó en la legión extranjera francesa. De regreso en Alemania, participó en la primera guerra mundial como oficial de un grupo de voluntarios y fue herido siete veces. En el período de entreguerras, adquirió fama de escritor con Tormentas de acero (1920), Fuego y sangre (1925), El corazón aventurero (1929), El trabajador (1932), Hojas y piedras (1934) y Juegos africanos (1936). En la novela alegórica Sobre los acantilados de mármol (1939) expresó su actitud crítica ante el nazismo. En su obra de posguerra -de la que destacan los diversos volúmenes del Diario, las novelas Heliópolis, Eumeswil y Un encuentro peligroso (los tres

en Seix Barral)- Jünger ha mostró su posición lúcidamente desencantada ante la fanatización y la crueldad de la era contemporánea.


 PRIMERA PARTE          


 

 

  REGRESO DESDE LAS HESPÉRIDES         

 

 

  LA HABITACIÓN, mecida por un suave balanceo, sacudida por un sutil temblor, se hallaba sumida en la oscuridad. En el techo giraba en remolinos un juego de líneas luminosas. Plateadas chispas se desparramaban, temblorosas y deslumbrantes, para reencontrarse a tientas y volver a fundirse en las ondas. Emitían óvalos y círculos de luz que palidecían en los bordes hasta que retornaban a su origen, ganaban luminosidad y acababan siempre por desaparecer como verdes relámpagos, tragados por la oscuridad. Las ondas tornaban una y otra vez, se alineaban en suaves secuencias. Se entrecruzaban para formar dibujos que ora se acentuaban ora se difuminaban, cuando crestas y senos se fundían. Pero el movimiento creaba sin cesar nuevas imágenes.   
Las figuras se sucedían como en un tapiz que se desenrolla en tirones incesantes y luego vuelve a quedar oculto. Siempre cambiantes, nunca repetidas, se parecían sin embargo entre sí como llaves de cámaras secretas o como el motivo de una obertura que se va entretejiendo en la acción. Mecían los sentidos. Un suave rumor marcaba su ritmo y traía el recuerdo del choque de lejanos rompientes y el ritmo de remolinos junto a los acantilados. Resplandecían las escamas de los peces, un ala de gaviota cruzaba el aire salado, las medusas extendían y replegaban sus umbelas, se balanceaba al viento un cocotero. Se abrían a la luz las madreperlas. En los jardines marinos flotaban algas pardas y verdes, los purpúreos penachos de las anémonas. La fina arena cristalina de las dunas formaba pequeños torbellinos.

Luego surgió una imagen definida: un navío se deslizaba lentamente sobre el cielo raso. Era un clipper de verdes velas, mientras las olas se deslizaban como nubes a lo largo de la quilla. Lucius siguió con la mirada su ondulante curso. Le gustaba este cuarto de hora de artificial oscuridad en la que la noche se prolongaba. Ya de niño solía permanecer así, acostado en un pequeño dormitorio, con la ventana cerrada por la espesa cortina. Sus padres y maestros no veían con agrado esta costumbre; deseaban educarle en el activo espíritu del castillo, donde la gente se levanta a toque de trompeta. Pero pudieron comprobar que aquella inclinación hacia mundos cerrados y soñados no dañaba su espíritu. Se contaba en el número de los que se levantan tarde pero están a punto a la hora establecida. El trabajo fluía en sus manos con alguna mayor ligereza y facilidad, cerca del centro, donde las órbitas son menores. La inclinación a la soledad, a la quieta contemplación y meditación en los profundos bosques, en la orilla del mar, en las cumbres o bajo los cielos del Sur, era un don que más bien le daba fortaleza y una tenue aura de melancolía. Así fue él hasta la segunda mitad de su vida, ya en sus cuarenta años de edad.

El verde velero desapareció de la vista; en su lugar apareció, también invertido, un rojo petrolero, viejo modelo del mundo de las Islas. En la proximidad del puerto aumentaba el número de barcos. Una estrecha rendija del ojo de buey hacía incidir las imágenes y las invertía como en un gabinete donde se representa el curso del mundo como en un modelo y se le acepta como simple espectáculo.

El energeion había calentado ya el agua del baño. Todavía seguía vivo su plancton, cuyo fulgor aumentaba la temperatura. Al chocar con los azulejos, brillaban minúsculas olas; también su propio cuerpo parecía cubierto de suave luz, de pátina fosforescente. La flexión de las articulaciones, los pliegues y contornos parecían siluetados con mina de plata. El vello, bajo las axilas, brillaba con un verde musgoso. De vez en cuando, Lucius movía piernas y brazos, que despedían entonces un nuevo fulgor. Contemplaba las uñas de los dedos de manos y pies como si se estuvieran formando en el seno materno, la red de las venas y arterias, las armas en el anillo de la mano izquierda.

Un toque de trompeta anunció finalmente los preparativos del desayuno. Lucius se levantó; un suave brillo salpicó las paredes. Apareció a la vista un reducido cuarto de baño, con una bañera incrustada y un lavabo de porcelana. La piel había enrojecido vivamente al contacto de la sal marina; eliminó las marcas bajo la ducha de agua dulce. Luego se envolvió en el albornoz y se dirigió al lavabo.

El fonóforo se hallaba entre los objetos sacados del neceser. Lucius lo tomó y giró con el pulgar el pequeño disco de las conexiones fijas. Inmediatamente, en la oquedad en concha del pequeño aparato, se dejó oír una voz:

“Aquí Costar. A sus órdenes.”

Siguió el informe, tal como lo prescriben las ordenanzas de las travesías marinas: longitud y latitud, velocidad del barco, condiciones químicas, temperatura del aire y el agua.

“Está bien, Costar. ¿Ha preparado el uniforme?”

“Sí, mi comandante. Le espero al lado.”

Lucius marcó una segunda cifra y sonó otra voz, más clara:

“Aquí Mario. A la orden.”

Buon giorno, Mario. ¿Está el coche preparado?”

“El coche está listo y bien revisado.”

“Espéreme a las once y media en el muelle del Estado; el barco atracará puntualmente.”

“A la orden, mi comandante. Se dice que hay desórdenes en la ciudad. Las tropas de vigilancia han sido puestas en estado de alerta.”

“¿Cuándo no hay desórdenes en la ciudad? No se salga del Corso y solicite un hombre de escolta.”

Lucius cubrió su rostro con blanca espuma y giró la lámpara para recibir más luz. Luego deslizó sobre mentón y mejillas la fina rejilla de curvadas hojas. Como siempre que se afeitaba, surgieron agradables recuerdos. Veía las blancas amonitas en la rojiza roca y sentía la vieja seguridad del castillo de Jaspe. Pensaba también en los paseos con su maestro Nigromontano, por la orilla del río, y en las flores, que cambiaban con las estaciones. En cada recodo, el rojo castillo brillaba a nueva distancia. Debería haberse quedado allí para siempre. ¿Qué es lo que nos impulsa a abandonar estos lugares?

Resonó un segundo toque de trompeta; los pasajeros se dirigían al comedor. Lucius se estaba retrasando. Abrió la puerta de la cabina; Costar había extendido la ropa sobre la cama y le ayudó a vestirse. Le entregó primero la ropa interior, tejida de seda verde claro. El uniforme era algo más oscuro, de un verde mate, adornado en los bordes por un estrecho cordoncillo de oro. Era el uniforme de los cazadores montados, que Lucius volvía a vestir desde hacía poco, tras haber pasado largos años dedicado a los estudios y los viajes. En esta tropa venían sirviendo desde los viejos tiempos los hijos del país de los Castillos. Se la consideraba como de absoluta fidelidad y proporcionaba los correos encargados de transmitir noticias y cartas secretas. Sus oficiales figuraban en el séquito de los mariscales y los procónsules; en todo Estado Mayor, había siempre dos o tres cazadores verdes cerca de la púrpura. Eran confidentes de importantes secretos y, con frecuencia, portadores de mensajes decisivos. En estos tiempos del interregno, su cuerpo, aunque escaso en número, actuaba como elemento de cohesión que mantenía unidos los puestos de mando.

Costar procedía de una de las familias que se habían establecido desde los primeros tiempos a la sombra del castillo. Los segundones de estas familias se hacían marinos o soldados, a no ser que buscaran fortuna en las ciudades o se ganaran el pan en los conventos, como hermanos legos. Sólo muy tarde, o nunca, regresaban a las musgosas cabañas, donde siempre había un lugar esperándolos. Dondequiera se asentaran como hermanos auxiliares, eran siempre hombres dignos de confianza. También hoy Lucius se sentía conmovido viendo cómo Costar le miraba con ánimo tenso, cómo se esforzaba por darle cada prenda en el momento exacto en que la necesitaba. Tras haber colocado el micrófono en el bolsillo del pecho de Lucius y haberle frotado con un paño la última mota imaginaria de botones y espuelas, retrocedió un paso y pasó atenta revista a su obra.

A Lucius le agradaba este celo por las cosas pequeñas; lo consideraba como una de las señales inconscientes en las que el orden se afirma como un instinto superior. También sentía el amor que había en estos gestos. Su mirada se posó con benevolencia en Costar, quien, con una muda inclinación, dio a entender que su aspecto era impecable.

En el comedor del Aviso Azul reinaba la viva excitación que caracteriza el último día de un crucero por mar. Con suave zumbido, los ventiladores distribuían aire frío y aromatizado; de los reguladores de ambiente se desprendían crepitantes chispas. Al murmullo de las voces de la estancia, animada por el sol matutino y el reflejo de las olas, se añadían el tintineo de la vajilla y los pedidos que los camareros cantaban melódicamente, por los montaplatos, a la cocina.

Tras los saludos, Lucius se dirigió a su puesto, junto a la ventana. El color de las olas era todavía el de alta mar, de un opaco azul cobalto. De vez en cuando, empujados por la quilla de la nave, ascendían cristalinos remolinos. En su vibración, que trazaba dibujos de mármoles y flores, cobraba vida la tonalidad del mar. Las blancas burbujas resplandecían como racimos de perlas en oscuras monturas.

“Aquí puede comprenderse a Homero cuando habla del vinoso mar. Hasta las más osadas imágenes parecen justificadas -¿no es verdad, comandante?”

Así preguntaba un hombrecillo de aspecto de gnomo que, encaramado en su silla, frente a Lucius, había seguido su mirada. Tenía una figura contrahecha y envejecido y amargado rostro, a pesar de su expresión de infantil asombro. Vestía con negligencia un traje gris en cuyas solapas se veían dos martillos cruzados tallados en lapislázuli. Sostenía en la mano derecha un lápiz con cuya punta había ido siguiendo las líneas de un cuaderno de apuntes. Ante su plato aparecía el fonóforo de los universitarios.

Comme d’habitude, pidió Lucius al camarero que se había acercado a su silla por detrás.

Comme d’habitude’, repitió éste, y se oyó cantar por el montaplatos.

Le déjeuner pour le commandant de Geer.

Entonces se dirigió al hombrecillo de aspecto de gnomo y respondió a su pregunta con otra:

“¿A qué se debe, señor consejero de minas, que el mar sólo despliegue sus más bellos colores en presencia de un cuerpo extraño, quiero decir, cerca de las costas, en las grutas o en la estela de los navíos y los animales marinos?”

“Como discípulo predilecto de mi venerado maestro Nigromontano, usted debería saberlo mejor que yo. En su teoría sobre los colores debe encontrarse con toda seguridad algún pasaje dedicado a la influencia de las blancas islas sobre los polícromos contornos.”

Lucius podía, desde luego, añadir detalles al tema: se despertaron en él los recuerdos de viejas conversaciones.

“Si la memoria no me engaña, relacionaba este influjo con una de sus ideas predilectas, la realeza del color blanco. En su proximidad aumenta la significación de la paleta, del mismo modo que el rey confiere rango y sentido a la nobleza. El blanco da fondo a todos los juegos de colores, también en la pintura. La perla es tan preciosa porque en ella se hace palpable y visible esta verdad. El maestro tocó una vez este tema cuando estábamos contemplando una pareja de pinzones rojos en un bosque nevado.”

FUENTE:
 Visión retrospectiva de una ciudad

Traducción del alemán por MARCIANO VILLANUEVA

Seix Barral Biblioteca Breve

Cubierta: Miguel Parreño y Pedro Romero

Título original: Heliopolis

Primera edición en Biblioteca Formentor: enero 1981 Segunda edición en Biblioteca Breve: marzo 1998

© 1965, Ernst Klett Verlag, Stuttgart

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