Las figuras se sucedían como en un tapiz que se desenrolla en tirones
incesantes y luego vuelve a quedar oculto. Siempre cambiantes, nunca repetidas,
se parecían sin embargo entre sí como llaves de cámaras secretas o como el
motivo de una obertura que se va entretejiendo en la acción. Mecían los
sentidos. Un suave rumor marcaba su ritmo y traía el recuerdo del choque de
lejanos rompientes y el ritmo de remolinos junto a los acantilados.
Resplandecían las escamas de los peces, un ala de gaviota cruzaba el aire
salado, las medusas extendían y replegaban sus umbelas, se balanceaba al viento
un cocotero. Se abrían a la luz las madreperlas. En los jardines marinos
flotaban algas pardas y verdes, los purpúreos penachos de las anémonas. La fina
arena cristalina de las dunas formaba pequeños torbellinos.
Luego surgió una imagen definida: un navío se deslizaba lentamente sobre el
cielo raso. Era un clipper de verdes
velas, mientras las olas se deslizaban como nubes a lo largo de la quilla.
Lucius siguió con la mirada su ondulante curso. Le gustaba este cuarto de hora
de artificial oscuridad en la que la noche se prolongaba. Ya de niño solía
permanecer así, acostado en un pequeño dormitorio, con la ventana cerrada por
la espesa cortina. Sus padres y maestros no veían con agrado esta costumbre;
deseaban educarle en el activo espíritu del castillo, donde la gente se levanta
a toque de trompeta. Pero pudieron comprobar que aquella inclinación hacia
mundos cerrados y soñados no dañaba su espíritu. Se contaba en el número de los
que se levantan tarde pero están a punto a la hora establecida. El trabajo
fluía en sus manos con alguna mayor ligereza y facilidad, cerca del centro,
donde las órbitas son menores. La inclinación a la soledad, a la quieta
contemplación y meditación en los profundos bosques, en la orilla del mar, en
las cumbres o bajo los cielos del Sur, era un don que más bien le daba
fortaleza y una tenue aura de melancolía. Así fue él hasta la segunda mitad de
su vida, ya en sus cuarenta años de edad.
El verde velero desapareció de la vista; en su lugar apareció, también
invertido, un rojo petrolero, viejo modelo del mundo de las Islas. En la
proximidad del puerto aumentaba el número de barcos. Una estrecha rendija del
ojo de buey hacía incidir las imágenes y las invertía como en un gabinete donde
se representa el curso del mundo como en un modelo y se le acepta como simple
espectáculo.
El energeion había calentado ya el
agua del baño. Todavía seguía vivo su plancton, cuyo fulgor aumentaba la
temperatura. Al chocar con los azulejos, brillaban minúsculas olas; también su
propio cuerpo parecía cubierto de suave luz, de pátina fosforescente. La
flexión de las articulaciones, los pliegues y contornos parecían siluetados con
mina de plata. El vello, bajo las axilas, brillaba con un verde musgoso. De vez
en cuando, Lucius movía piernas y brazos, que despedían entonces un nuevo
fulgor. Contemplaba las uñas de los dedos de manos y pies como si se estuvieran
formando en el seno materno, la red de las venas y arterias, las armas en el
anillo de la mano izquierda.
Un toque de trompeta anunció finalmente los preparativos del desayuno. Lucius
se levantó; un suave brillo salpicó las paredes. Apareció a la vista un
reducido cuarto de baño, con una bañera incrustada y un lavabo de porcelana. La
piel había enrojecido vivamente al contacto de la sal marina; eliminó las
marcas bajo la ducha de agua dulce. Luego se envolvió en el albornoz y se
dirigió al lavabo.
El fonóforo se hallaba entre los objetos sacados del neceser. Lucius lo tomó y
giró con el pulgar el pequeño disco de las conexiones fijas. Inmediatamente, en
la oquedad en concha del pequeño aparato, se dejó oír una voz:
“Aquí Costar. A sus órdenes.”
Siguió el informe, tal como lo prescriben las ordenanzas de las travesías
marinas: longitud y latitud, velocidad del barco, condiciones químicas,
temperatura del aire y el agua.
“Está bien, Costar. ¿Ha preparado el uniforme?”
“Sí, mi comandante. Le espero al lado.”
Lucius marcó una segunda cifra y sonó otra voz, más clara:
“Aquí Mario. A la orden.”
“Buon giorno, Mario. ¿Está el coche
preparado?”
“El coche está listo y bien revisado.”
“Espéreme a las once y media en el muelle del Estado; el barco atracará
puntualmente.”
“A la orden, mi comandante. Se dice que hay desórdenes en la ciudad. Las tropas
de vigilancia han sido puestas en estado de alerta.”
“¿Cuándo no hay desórdenes en la ciudad? No se salga del Corso y solicite un
hombre de escolta.”
Lucius cubrió su rostro con blanca espuma y giró la lámpara para recibir más
luz. Luego deslizó sobre mentón y mejillas la fina rejilla de curvadas hojas.
Como siempre que se afeitaba, surgieron agradables recuerdos. Veía las blancas
amonitas en la rojiza roca y sentía la vieja seguridad del castillo de Jaspe.
Pensaba también en los paseos con su maestro Nigromontano, por la orilla del
río, y en las flores, que cambiaban con las estaciones. En cada recodo, el rojo
castillo brillaba a nueva distancia. Debería haberse quedado allí para siempre.
¿Qué es lo que nos impulsa a abandonar estos lugares?
Resonó un segundo toque de trompeta; los pasajeros se dirigían al comedor.
Lucius se estaba retrasando. Abrió la puerta de la cabina; Costar había
extendido la ropa sobre la cama y le ayudó a vestirse. Le entregó primero la
ropa interior, tejida de seda verde claro. El uniforme era algo más oscuro, de
un verde mate, adornado en los bordes por un estrecho cordoncillo de oro. Era
el uniforme de los cazadores montados, que Lucius volvía a vestir desde hacía
poco, tras haber pasado largos años dedicado a los estudios y los viajes. En esta
tropa venían sirviendo desde los viejos tiempos los hijos del país de los
Castillos. Se la consideraba como de absoluta fidelidad y proporcionaba los
correos encargados de transmitir noticias y cartas secretas. Sus oficiales
figuraban en el séquito de los mariscales y los procónsules; en todo Estado
Mayor, había siempre dos o tres cazadores verdes cerca de la púrpura. Eran
confidentes de importantes secretos y, con frecuencia, portadores de mensajes
decisivos. En estos tiempos del interregno, su cuerpo, aunque escaso en número,
actuaba como elemento de cohesión que mantenía unidos los puestos de mando.
Costar procedía de una de las familias que se habían establecido desde los
primeros tiempos a la sombra del castillo. Los segundones de estas familias se
hacían marinos o soldados, a no ser que buscaran fortuna en las ciudades o se
ganaran el pan en los conventos, como hermanos legos. Sólo muy tarde, o nunca,
regresaban a las musgosas cabañas, donde siempre había un lugar esperándolos.
Dondequiera se asentaran como hermanos auxiliares, eran siempre hombres dignos
de confianza. También hoy Lucius se sentía conmovido viendo cómo Costar le
miraba con ánimo tenso, cómo se esforzaba por darle cada prenda en el momento
exacto en que la necesitaba. Tras haber colocado el micrófono en el bolsillo
del pecho de Lucius y haberle frotado con un paño la última mota imaginaria de
botones y espuelas, retrocedió un paso y pasó atenta revista a su obra.
A Lucius le agradaba este celo por las cosas pequeñas; lo consideraba como una
de las señales inconscientes en las que el orden se afirma como un instinto
superior. También sentía el amor que había en estos gestos. Su mirada se posó
con benevolencia en Costar, quien, con una muda inclinación, dio a entender que
su aspecto era impecable.
En el comedor del Aviso Azul reinaba
la viva excitación que caracteriza el último día de un crucero por mar. Con
suave zumbido, los ventiladores distribuían aire frío y aromatizado; de los
reguladores de ambiente se desprendían crepitantes chispas. Al murmullo de las
voces de la estancia, animada por el sol matutino y el reflejo de las olas, se
añadían el tintineo de la vajilla y los pedidos que los camareros cantaban
melódicamente, por los montaplatos, a la cocina.
Tras los saludos, Lucius se dirigió a su puesto, junto a la ventana. El color
de las olas era todavía el de alta mar, de un opaco azul cobalto. De vez en
cuando, empujados por la quilla de la nave, ascendían cristalinos remolinos. En
su vibración, que trazaba dibujos de mármoles y flores, cobraba vida la
tonalidad del mar. Las blancas burbujas resplandecían como racimos de perlas en
oscuras monturas.
“Aquí puede comprenderse a Homero cuando habla del vinoso mar. Hasta las más
osadas imágenes parecen justificadas -¿no es verdad, comandante?”
Así preguntaba un hombrecillo de aspecto de gnomo que, encaramado en su silla,
frente a Lucius, había seguido su mirada. Tenía una figura contrahecha y
envejecido y amargado rostro, a pesar de su expresión de infantil asombro.
Vestía con negligencia un traje gris en cuyas solapas se veían dos martillos
cruzados tallados en lapislázuli. Sostenía en la mano derecha un lápiz con cuya
punta había ido siguiendo las líneas de un cuaderno de apuntes. Ante su plato
aparecía el fonóforo de los universitarios.
“Comme d’habitude”, pidió Lucius al camarero que se había
acercado a su silla por detrás.
“Comme d’habitude’”, repitió éste, y se oyó cantar por el
montaplatos.
“Le déjeuner pour le commandant de Geer.”
Entonces se dirigió al hombrecillo de aspecto de gnomo y respondió a su
pregunta con otra:
“¿A qué se debe, señor consejero de minas, que el mar sólo despliegue sus más
bellos colores en presencia de un cuerpo extraño, quiero decir, cerca de las
costas, en las grutas o en la estela de los navíos y los animales marinos?”
“Como discípulo predilecto de mi venerado maestro Nigromontano, usted debería
saberlo mejor que yo. En su teoría sobre los colores debe encontrarse con toda
seguridad algún pasaje dedicado a la influencia de las blancas islas sobre los
polícromos contornos.”
Lucius podía, desde luego, añadir detalles al tema: se despertaron en él los
recuerdos de viejas conversaciones.
“Si la memoria no me engaña, relacionaba este influjo con una de sus ideas
predilectas, la realeza del color blanco. En su proximidad aumenta la
significación de la paleta, del mismo modo que el rey confiere rango y sentido
a la nobleza. El blanco da fondo a todos los juegos de colores, también en la
pintura. La perla es tan preciosa porque en ella se hace palpable y visible
esta verdad. El maestro tocó una vez este tema cuando estábamos contemplando
una pareja de pinzones rojos en un bosque nevado.”
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