Nacido en Heidelberg en 1895 y destacado participante en
la vida intelectual alemana del período de entreguerras, ERNST JÜNGER es uno de
los creadores más brillantes del siglo XX. Su compleja y polémica obra,
injustamente postergada tras la II Guerra Mundial por razones
político-ideológicas, ha vuelto recientemente a merecer el interés de crítica y
lectores; la indiscutible calidad literaria de Jünger fue reconocida en 1981
por la concesión del Premio Goethe. Sus ensayos, diarios de guerra y novelas
revelan una penetrante capacidad de análisis y una singular minuciosidad
narrativa, tal vez deudoras de su pasión por la investigación científica y los
estudios entomológicos. La parábola simbólica, la reflexión atenta, el toque de
ensoñación surrealista y la observación detallada de la realidad se conjugan en
ABEJAS DE CRISTAL (1957), fascinante narración sobre la que se proyecta la
sombra de las obsesiones del autor, emparentados con las ideas de Heidegger
sobre la técnica, las instituciones sociales contemporáneas y el destino del
hombre moderno frente a una realidad que no controla. La añoranza de un pasado
heroico regido por valores que han perdido su vigencia, el recelo ante un
futuro dominado por un automatismo ubicuo capaz de invadir todos los aspectos
de la existencia humana (desde la guerra hasta el ocio) y el sacrificio del
individualismo en aras del culto a una tecnología de dudosa utilidad final para
la humanidad son algunos de los temas suscitados por el encuentro entre Zapparoni,
el fabricante de robots que mira hacia un futuro dominado por la técnica, y un
antiguo oficial de caballería, que camina en la zaga de los tiempos mirando
nostálgicamente al pasado.
Ernst Jünger
Abejas
de cristal
Título
original: Gläserne Bienen - Ernst Jünger
Sämtliche Werke Band 15
Ernst
Jünger, 1957
Traducción:
L. M.
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
1
Cuando
nos iba mal, tenía que intervenir Twinnings. Me hallaba en su casa, sentado a
la mesa. Esta vez había esperado demasiado; debía haberme decidido a ir a verle
hacía mucho tiempo, pero la miseria nos despoja de la fuerza de voluntad. Va
uno rodando por los cafés mientras le queda algún dinerillo y luego anda por
ahí, mirando a las musarañas. La mala racha no acababa de pasar. Me quedaba aún
un traje con el que dejarme ver, pero no podía cruzar las piernas cuando iba a
hacer alguna visita porque las suelas de mis zapatos dejaban entrever ya las
plantillas. En esos casos se prefiere la soledad.
Twinnings,
con quien había servido en la Caballería Ligera, era el intermediario nato, un
hombre servicial. Me había echado una mano en varias ocasiones, lo mismo que a
otros compañeros. Estaba bien relacionado. Después de escucharme me aclaró que
ya sólo podía aspirar a empleos que correspondiesen a mi situación; es decir,
aquellos que tuviesen gato encerrado. Tenía toda la razón; no estaba en
condiciones de elegir.
Éramos
amigos, lo cual no quería decir gran cosa ya que Twinnings era amigo de casi
todos aquellos a quienes conocía y con quienes no estuviese enemistado. Vivía
de eso. No me molestó que me hablase sin rodeos; tuve más bien la sensación de
hallarme en la consulta de un médico que auscultara minuciosamente sin
pronunciar discursos. Me asió la solapa de la chaqueta palpando la tela.
Advertí las manchas que había sobre ella como si mi vista se hubiera agudizado.
Luego
pasó a considerar los pormenores de mi situación. Yo estaba bastante quemado y,
aunque había visto mucho, había hecho poco a lo cual pudiera remitirme. Tuve que
admitirlo. Los mejores puestos eran aquellos que proporcionaban grandes
ingresos sin tener que trabajar y que suscitaban la envidia de todos. Pero
¿tenía yo parientes que pudieran otorgar prebendas y empleos, como era el caso,
por ejemplo, de Paulchen Domann, cuyo suegro fabricaba locomotoras, y que
ganaba, sólo durante el desayuno, más que otros que se matan a trabajar las
veinticuatro horas del día, incluidos los domingos? Cuanto mayores son los
objetos con los que se negocia, menos trabajo dan; es más fácil vender una
locomotora que una aspiradora.
Un
tío mío había sido senador. Pero había muerto hacía mucho tiempo y nadie le
conocía ya. Mi padre había llevado una tranquila vida de funcionario; la
pequeña herencia que me dejó se había consumido hacía mucho y yo me había
casado con una mujer pobre. Un senador muerto y una esposa que abre la puerta
personalmente cuando suena el timbre no dan pie para muchas pretensiones.
Luego
estaban los empleos que dan mucho trabajo y no rinden nada. Se trataba de ofrecer
neveras o lavadoras de casa en casa hasta cogerles fobia a los llamadores de
las puertas. Había que importunar a antiguos compañeros, visitándoles y
atacándoles arteramente con vinos de Mosela o algún seguro de vida. Twinnings
pasó de largo sobre eso con una sonrisa y se lo agradecí. Habría podido
preguntarme si había aprendido a hacer algo mejor. Sabía, desde luego, que yo
había trabajado en el servicio de recepción e inspección de tanques, pero
también que allí había figurado en la lista negra. Luego volveré sobre este
punto.
Quedaban,
por fin, los empleos que entrañaban riesgo. La vida era cómoda, se ganaba
dinero, pero se dormía mal. Twinnings pasó revista a varios: eran empleos de
tipo policial. ¿Quién no tenía hoy día su propia policía? Los tiempos eran
inseguros. Había que proteger vida y propiedad, vigilar edificios y
transportes, defenderse contra extorsiones y atentados. La desvergüenza crecía
en proporción directa a la filantropía. A partir de cierto nivel de importancia
uno ya no podía confiar en el brazo público, sino que debía tener un garrote en
su propia casa.
Pero
también en este terreno había mucha menos oferta que demanda. Los buenos
puestos ya estaban ocupados. Twinnings tenía muchos amigos y corrían malos
tiempos para los militares retirados. Ahí estaba Lady Bosten, una viuda
inmensamente rica y todavía joven que temblaba de miedo por sus hijos, sobre
todo desde que el secuestro de niños había dejado de castigarse con la pena de
muerte. Pero Twinnings le había proporcionado ya a una persona.
Luego
estaba Preston, el magnate del petróleo, a quien le había dado por los
caballos. Estaba tan chiflado por su cuadra como un antiguo bizantino; un
hipómano que no reparaba en gastos con tal de satisfacer su pasión. Trataba a
los caballos como a semidioses. A todos nos gusta darnos importancia y Preston
consideraba que, para ello, los caballos resultaban más apropiados que las
flotas de buques-cisterna o las selvas de torres de perforación. Los caballos
atraían a príncipes a su casa. Pero daban muchas preocupaciones. Había que
vigilarlos atentamente en la cuadra, durante los transportes y en el hipódromo.
Los chanchullos de los jockeys, las envidias de otros maniáticos de los
caballos, las pasiones que acompañan a las apuestas elevadas representaban una
amenaza. No hay diva que requiera tanta vigilancia como un caballo de carreras
destinado a ganar el Gran Premio. Era un trabajo apropiado para un antiguo
oficial de Caballería, para un hombre con los ojos bien abiertos y un gran amor
por los caballos. Pero allí estaba ya Tommy Gilbert, quien había colocado a la
mitad de su escuadrón. Y Preston le mimaba como a la niña de sus ojos.
Una
rica sueca de Rond Point buscaba un guardaespaldas. Ya había tenido varios,
pues temblaba permanentemente por su virtud. Pero cuanto más en serio se tomaba
uno ese puesto, con tanta mayor facilidad se producía un horrible escándalo.
Además, ese no era trabajo para un hombre casado.
Twinnings
enumeró ése y otros ejemplos como un jefe de cocina enumera los exquisitos
manjares suprimidos del menú. Todos los intermediarios tienen esa peculiaridad.
Quería abrirme el apetito. Finalmente, hizo ofertas tangibles: seguro que en
ellas había más de un gato encerrado.
Ahí
estaba, por ejemplo, Giacomo Zapparoni, podrido de dinero, aunque su padre
había atravesado los Andes sin más que un bastón en la mano. Era imposible
abrir un periódico o una revista, o sentarse ante una pantalla, sin toparse con
su nombre. Sus fábricas se hallaban cerca de allí. Mediante la explotación de
inventos ajenos —y también propios— había logrado un monopolio.
Los
periodistas contaban cosas fabulosas acerca de lo que se fabricaba en ellas. Al
que tiene mucho, todavía se le atribuye más; es probable que dejasen volar la
fantasía. Las fábricas Zapparoni producían robots para todos los fines
imaginables. Los hacían por encargo o en modelos en serie que se veían en todos
los hogares. No se trataba de los grandes autómatas en que se piensa
inmediatamente al oír la palabra. La especialidad de Zapparoni era los robots liliputienses.
Salvo algunas excepciones, los que llegaban al límite superior alcanzaban el
tamaño de una sandía, mientras que en el inferior llegaban a lo minúsculo y
recordaban las curiosidades chinas. Estos últimos actuaban como hormigas
inteligentes, pero siempre en unidades autónomas que funcionaban como
mecanismos, es decir, nunca de forma molecular. Ésta era una de las máximas
comerciales de Zapparoni, o, si se quiere, una de sus reglas del juego. Al
parecer, entre dos soluciones, solía dar preferencia a la más refinada, costara
lo que costase. Era el signo de los tiempos y no le iba mal con ello.
Zapparoni
había comenzado con minúsculas tortugas, a las que denominaba selectores y que
producían un gran rendimiento en procesos muy minuciosos de selección.
Contaban, pesaban y clasificaban piedras preciosas o billetes de banco,
separando las falsificaciones. El método se había extendido pronto al trabajo
en ambientes peligrosos, al tratamiento de explosivos y de sustancias
contaminantes o radiactivas. Había enjambres de selectores que no sólo
detectaban pequeños focos de incendios, sino que también los extinguían en su
propio nacimiento; otros que reparaban puntos defectuosos de conducciones, y
otros aún que se alimentaban de suciedad y que se hicieron imprescindibles en
todos aquellos procesos que exigían una limpieza perfecta. Mi tío el senador,
que durante toda su vida padeció de fiebre del heno, pudo ahorrarse los viajes
a la alta montaña a partir del momento en que Zapparoni lanzó al mercado un
selector entrenado para eliminar el polen.
Sus
aparatos no tardaron en hacerse imprescindibles, no sólo para la industria y la
ciencia, sino también en el hogar. Economizaban mano de obra y crearon, en el
ámbito de la técnica, un clima desconocido hasta el momento. Un cerebro
ingenioso había detectado una laguna en la que nadie se había fijado hasta
entonces y la había llenado. Así es como se hacen los grandes negocios; los
mejores.
Twinnings
insinuó cuál era el punto débil de Zapparoni. No lo sabía con exactitud, pero
se podía imaginar aproximadamente. Consistía en los conflictos con sus
empleados. Cuando se tiene la ambición de hacer pensar a la materia, no puede
uno prescindir de cerebros originales. Sobre todo, tratándose de proporciones
minúsculas. Probablemente, al principio fue más difícil crear un colibrí que
una ballena.
Zapparoni
disponía de una plantilla de excelentes especialistas. Prefería que los
inventores que le traían modelos entrasen a trabajar para él de forma fija.
Reproducía sus inventos o los transformaba, lo cual se hacía especialmente
necesario en aquellos departamentos sujetos a la moda, como el de juguetes. En
ese terreno, jamás se habían visto cosas tan increíbles como desde que comenzó
la era Zapparoni; había creado un reino liliputiense, un mundo vivo de gnomos
que hacía olvidar el tiempo y fascinaba no sólo a los niños, sino también a los
adultos. Superaba a la fantasía. Pero todos los años, por Navidad, había que
adornar ese teatro de gnomos con nuevos decorados y dotarlo de nuevas figuras.
Zapparoni
daba trabajo a empleados a los que pagaba sueldos de profesor e incluso de
ministro. Ellos se lo devolvían con creces. La dimisión de uno de ellos le
habría significado una pérdida insustituible, o, peor aún, una catástrofe si el
empleado se proponía proseguir su tarea en otra empresa del país o, lo que era
más grave, en el extranjero. La riqueza de Zapparoni, su poder monopolista, se
fundaba no sólo en el secreto industrial, sino también en una técnica de
trabajo que únicamente se podía adquirir a lo largo de decenios y que no era
accesible a cualquiera. Y esa técnica era inherente al trabajador, a sus manos,
a su cabeza.
De
cualquier modo, pocos se sentían inclinados a abandonar un trabajo en que se
era objeto de un trato y una paga principescos. Pero había excepciones. Es una
antigua verdad la de que jamás se puede contentar al ser humano. Por otra
parte, Zapparoni tenía un personal decididamente difícil. Lo cual estaba
relacionado con la índole del trabajo; manejar objetos minúsculos y a menudo
complicados engendraba, con el tiempo, un talante estrafalario y caprichoso;
creaba caracteres que hacían montañas de un grano de arena y que ponían pegas a
todo. Artistas que hacían herraduras a las pulgas y, además, se las
atornillaban. Su trabajo rayaba en la pura fantasía. El mundo de autómatas de
Zapparoni, bastante curioso ya de por sí, estaba poblado de espíritus que se
entregaban a las manías más singulares. Se decía que en su oficina se
desarrollaban escenas dignas del despacho del director de un manicomio. Y todo
porque aún no existían robots que fabricasen robots. Eso habría sido la piedra
filosofal. La cuadratura del círculo.
Zapparoni
no tenía más remedio que resignarse a los hechos. Formaban parte de la esencia
de la empresa. Y lo hacía bastante bien. Se había reservado la relación con el
personal de la sección de prototipos, donde desplegaba todo el encanto y la
soltura de un empresario meridional. En ese terreno llegaba a los límites de lo
posible. Ser explotado como explotaba Zapparoni era el sueño de todos los
jóvenes aficionados a la técnica. El dominio de sí mismo y la afabilidad le
abandonaban muy raramente. Aunque entonces se producían escenas terribles.
Naturalmente,
trataba de que en los contratos quedaran atados todos los cabos, aunque lo
hacía del modo más agradable. Tales contratos eran vitalicios, preveían subidas
de sueldo, primas, seguros, y, en caso de ruptura, determinadas sanciones. El
que había firmado un contrato con Zapparoni y alcanzaba en sus fábricas la
calificación de maestro o autor podía darse con un canto en los dientes. Tenía
su casa, su coche, y sus vacaciones pagadas en Tenerife o Noruega.
Claro
que había limitaciones. Pero apenas eran perceptibles y, si hemos de llamar a
las cosas por su nombre, se reducían a la inserción en un complicado sistema de
control. A tal fin servían distintas secciones que funcionaban bajo esos
nombres inofensivos con los que se disfrazan actualmente los servicios de
seguridad; una de ellas se denominaba, según creo, Departamento de Liquidaciones.
Los expedientes que allí se guardaban sobre cada uno de los empleados de las
Fábricas Zapparoni se asemejaban a las fichas de la policía, sólo que eran
mucho más detallados. Hoy en día es necesario calar muy hondo en un hombre para
saber qué cabe esperar de él, porque las tentaciones son grandes.
En
esto no había nada de improcedente. Prever abusos de confianza se cuenta entre
los deberes de quien dirige una gran empresa. El que ayudaba a Zapparoni a
guardar sus secretos industriales se hallaba del lado de la ley.
Pero
¿qué pasaba si alguno de esos especialistas se despedía legalmente? ¿O si
sencillamente dejaba el trabajo abonando la sanción correspondiente? Éste era
uno de los puntos flacos del sistema de Zapparoni. A fin de cuentas no podía retenerlos
a viva fuerza, lo cual suponía un gran peligro para él. Le interesaba, pues,
demostrar que ese modo de despedirse tampoco le convenía al empleado en
cuestión. Existen muchos medios para amargar la vida a una persona, sobre todo
cuando el dinero no cuenta.
En
primer lugar, podía empapelarle. Por ese procedimiento habían metido a más de
uno en vereda. Pero había lagunas en la ley, la cual, desde hacía mucho, iba a
la zaga de la evolución técnica. ¿Qué significa, por ejemplo, la autoría? Más
que un mérito personal, era la chispa que salía de la punta de un colectivo.
Era imposible separarla del conjunto y apropiársela. Y algo similar ocurría con
la experiencia adquirida a lo largo de treinta o cuarenta años con ayuda, y a
expensas, de la empresa. No era exclusivamente propiedad individual. Pero el
individuo es indivisible… ¿o no lo es? Se trataba de problemas para los cuales
no bastaba la burda mentalidad policiaca. Existen puestos de confianza que
exigen autonomía. Lo específico del cargo se adivina; no se menciona por
escrito ni de forma oral. Hay que captarlo intuitivamente.
Esto
fue lo que deduje, aproximadamente, de las insinuaciones de Twinnings. Eran
elucubraciones, hipótesis. Quizá él supiese más, o quizá menos. En tales casos
se suele hablar más bien de menos que de más. Yo había comprendido ya lo
suficiente: buscaban a un hombre que se encargase de la ropa sucia.
Aquel
trabajo no era para mí. No voy a hablar de moral; sería ridículo. Estuve en
Asturias durante la guerra civil y en esa clase de conflictos nadie deja de
mancharse las manos, esté arriba o abajo, a derecha o a izquierda. Se ensucia
hasta el que trata de permanecer en el centro; éste precisamente más que
ninguno. Había allí tipos con un historial que habría espantado al confesor más
encallecido. Naturalmente, ni en sueños pensaban en confesarse, sino que por el
contrario, cuando se hallaban reunidos, daban muestras del mejor de los humores
y hasta se jactaban de sus malas acciones, como se dice en la Biblia. No
gozaban de estima los de nervios delicados. Pero existía un código de conducta.
Un trabajo como el que me proponía Twinnings no lo habría aceptado ninguno de
ellos, por muy negras que vieran las cosas, si quería seguir unido a los otros.
Le habrían excluido de la camaradería, de la mesa del café, del campamento. Le
habrían retirado su confianza; se habrían mordido la lengua en su presencia, no
habrían contado con él en un apuro. Hasta en las cárceles, hasta en las
galeras, existe esa sensibilidad.
Por
consiguiente, si Theresa no hubiera estado esperándome en casa, me habría
puesto en pie inmediatamente, nada más oír lo referente a Zapparoni y a sus
litigantes. Pero era mi última oportunidad y Theresa había puesto grandes
esperanzas en esa visita.
Tengo
escasas aptitudes para todo lo relacionado con el dinero y el modo de ganarlo.
Debo de tener un Mercurio mal aspectado, como se ha ido poniendo más y más de
manifiesto con los años. Al principio habíamos vivido de la paga del ejército y
luego de la venta de objetos, pero también eso se nos había acabado. En todos
los hogares hay un rincón en el que antes se hallaban los lares y penates y en
el que hoy se conserva lo inajenable. En nuestro caso, eran trofeos ganados en
carreras de caballos y otros objetos grabados, parte de los cuales habían
pertenecido a mi padre. Los había llevado al platero hacía poco tiempo. Theresa
creía que me había dolido la pérdida. No fue así; me alegró deshacerme de esas
cosas. Por fortuna no tenía hijos y era mejor acabar de una vez por todas.
Theresa
se creía una carga para mí; ésa era su idea fija. Realmente yo hubiera debido
actuar hacía mucho tiempo; toda nuestra miseria actual se debía a mi comodidad,
al hecho de que me repugnaban los negocios.
Si
hay algo que no aguanto es el papel de mártir. El que alguien me considere un
buen hombre es cosa que puede ponerme frenético y Theresa había adquirido
precisamente esa costumbre. Andaba a mi alrededor como si fuera un santo. Me
veía bajo una luz falsa. Habría debido insultar, enfurecerse, romper jarrones,
pero, por desgracia, no era ese su modo de proceder.
Ni
de niño, cuando iba al colegio, me gustaba trabajar. Cuando estaba con el agua
al cuello, escurría el bulto con un acceso de fiebre. Tenía un medio para
lograrlo. Cuando estaba en cama, venía mi madre con jarabes y cataplasmas.
Engañar no me importaba; hasta me divertía. Pero lo terrible era que me mimasen
por ello, que me consideraran un pobre enfermo. Trataba entonces de ponerme
insoportable, pero cuanto más lo lograba, mayor era la preocupación que suscitaba.
Algo
similar me ocurría con Theresa; me resultaba intolerable pensar en la cara que
pondría si regresaba a casa sin ninguna esperanza. Me lo notaría
inmediatamente, en cuanto me abriese la puerta.
Tal
vez yo estuviera viendo las cosas desde un ángulo demasiado desfavorable. Aún
estaba lleno de prejuicios anticuados que en nada me beneficiaban. Se iban
cubriendo de polvo dentro de mí, como esos trofeos de plata que tenía en casa
iluminando la desolación que los rodeaba.
Desde
el momento en que todo debía basarse en un contrato, que no se fundase en la
confianza y el honor, ya no existían ni la fidelidad ni la fe. La disciplina
había desaparecido del mundo. La catástrofe la había sustituido. Se vivía en
una intranquilidad permanente donde nadie podía confiar en los demás: ¿era
culpa mía? Yo no pretendía ser peor, pero tampoco mejor.
Twinnings,
que me veía indeciso y parecía conocer mi punto flaco, me dijo:
«Theresa
se alegrará si llegas con algo seguro».
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