jueves, 2 de febrero de 2023

Pierre Drieu La Rochelle El Fuego Fatuo: Adios A Gonzague.




 El fuego fatuo es una de las novelas más impresionantes que dio la Francia de los años treinta. Una tragedia en tiempos modernos en la que se reflejan los clásicos griegos y Racine. Todo transcurre en un plazo breve de cuarenta y ocho horas en el que Alain, tras sumergirnos en su vertiginoso mundo de las drogas, se enfrentará con su destino. Esta edición va acompañada de Adiós a Gonzague. Drieu la Rochelle se inspiró en la vida atormentada y suicidio de su amigo y poeta dadaísta Jacques Rigaut para escribir tanto El fuego fatuo como Adiós a Gonzague y su novela La valise. El fuego fatuo fue llevada al cine por Louis Malle.

Fuente: Dr. Enrico Pugliatti.

Pierre Drieu La Rochelle

El Fuego Fatuo: Adios A Gonzague


En aquel instante, Alain miraba a Lydia con vehemencia. Pero así la estaba escrutando desde que ella llegó a París, tres días antes. ¿Qué esperaba? Una súbita revelación sobre ella o sobre sí mismo.

También Lydia lo miraba, con ojos dilatados pero desprovistos de intensidad. Y al poco volvió la cabeza y, bajando los párpados, se quedó absorta. ¿En qué? ¿En sí misma? ¿Era ella esa ira rugiente y satisfecha que le hinchaba el cuello y el vientre? No era más que el humor de un instante. Ya se había acabado.

Aquello hizo que también él dejara de mirarla. La sensación se le había escurrido —una vez más imposible de apresar— como una culebra entre dos piedras. Se quedó un momento inmóvil, echado encima de ella, pero sin abandonarse, crispado, apoyado sobre los codos. Luego, como si su carne se ausentara, se sintió inútil y se echó a su lado. Estaba tendida casi al borde de la cama y él apenas tuvo sitio para mantenerse de costado, pegado a ella, más alto que ella.

Lydia volvió a abrir los ojos. No vio más que un torso velludo; no la cabeza. Le dio igual. Tampoco ella había sentido nada violento, y sin embargo el mecanismo había funcionado y aquello era lo único que conocía: esa sensación sin destellos pero nítida.

La escasa luz que tiritaba en la bombilla del techo revelaba apenas, a través de la bufanda con que Alain la había envuelto, paredes o muebles desconocidos.

—Pobre Alain, qué mal está —dijo al cabo de un momento y, sin apresurarse, le dejó sitio—. Un cigarrillo —le pidió.

—Hacía mucho tiempo... —murmuró él con voz inexpresiva.

Tomó la cajetilla que había dejado en la mesilla de noche cuando se acostaron unos minutos antes. Un paquete intacto, aunque era el tercero del día. Lo desgarró con la una y disfrutaron —como sí les hubiese faltado durante mucho tiempo— sacando del apretado manojo dos pitillos blancos, bien rellenos de tabaco aromático.

Sin tomarse la molestia de volver la cabeza, echándose de espaldas y torciendo su hermoso hombro, buscó ella a tientas en la otra mesilla el bolso, del que sacó un mechero. Ardieron los dos cigarrillos. La ceremonia se había terminado; había que hablar.

Por lo demás, aquello no los ponía violentos como antes; al no tener ya miedo de mostrarse como eran, cada uno no hacía más que buscar la realidad del otro; realidad exigua ya, pero aún deleitable; se habían acostado juntos acaso doce veces.

—Alain, estoy contenta de haberle vuelto a ver, un momento, solo.

—Su estancia habrá resultado un poco movida.

No trataba de excusarse por lo ocurrido. Y ella no se lo reprochaba; puesto que había ido hacia él, se arriesgaba a semejantes incidentes. Sin embargo, ¿no hacía un ligero y secreto esfuerzo para convencerse de que, de los tres días pasados en París con Alain, había tenido que pasar uno en la comisaría, después de que la cogieran con él en un cubil de intoxicados?

—Es verdad, se marcha esta mañana —añadió él con una voz ligeramente velada de despecho.

Se marchaba en el Leviathan, en el que había llegado. Mas, para ello, había tenido que telefonear durante toda la tarde anterior, ya que no había reservado desde Nueva York su pasaje de vuelta, aunque había declarado entonces que no haría más que una breve escala en París. ¿Había sido por negligencia o por la secreta idea de quedarse? En este caso, lo que la decidió a marcharse fue sin duda el incidente con la policía, aquella noche pasada en una silla en medio de agentes que olían mal y que fumaban echándole el humo en las narices, mientras" Alain adoptaba una actitud abatida que le sorprendió. A pesar de su condición de americana y de rápidas influencias, la humillación había durado varias horas.

Sin embargo, era obstinada.

—Alain, tenemos que casarnos.

Le decía esto porque había tomado el Leviathan precisamente para decírselo.

Seis meses antes, recién divorciada, se había comprometido con Alain, una noche, en un cuarto de baño de Nueva York. Pero tres días después se había casado con otro, un desconocido del que, por lo demás, se separó poco más tarde.

—Pronto conseguiré el divorcio.

—No diré yo lo mismo del mío —respondió Alain con una indolencia un tanto afectada.

—Ya sé que todavía quiere a Dorothy.

Era verdad, pero eso no impedía que deseara casarse con Lydia.

—Sin embargo, Dorothy no es la mujer que necesita; no tiene bastante dinero y lo deja suelto. Lo que necesita es una mujer que esté siempre pegada a usted; si no, se pone demasiado triste y es capaz de cualquier tontería.

—Me conoce bien —ironizó Alain; su mirada había brillado un instante.

, Aún sentía asombro de que una mujer quisiera casarse con él. Durante muchos años, su sueño había sido conseguir a una mujer: era el dinero, el amparo, el final de todas las dificultades que le hacían temblar. Consiguió a Dorothy, pero ni tenía bastante dinero ni había sabido conservarla. ¿Sabría conservar a ésta? ¿La poseía siquiera?

—Nunca he dejado de querer casarme con usted —continuó Lydia con un tono en el que no había excusa ni ironía—, pero tuve aquella complicación que me ha retrasado.

Desde hacía años, Lydia vivía en un mundo en el que, por norma, no había que explicar ni justificar nada, en el que todo se hacía en nombre del capricho.

Siguiendo la misma regla, Aíain no podía sonreír.

—Tiene que volver a Nueva York para acabar cor Dorothy, aun a riesgo de volverse a quedar con ella. Allí nos casaremos. ¿Cuándo podrá ir? ¿Cuándo estará desintoxicado?

Seguía hablando con el mismo tono uniforme, sin expresar ningún ardor. Y no se preocupaba en absoluto por leer en el rostro de Alain; fumaba, tendida boca arriba, mientras Alain, apoyado en un codo, miraba por encima de ella.

—Pero^si ya lo estoy.

—Sin,embargo, si la policía no hubiera llegado a aquella casa, habría fumado.

—No. Quizás hubiera fumado usted; yo la habría mirado.

—¿Crees? En todo caso, fue a tomar heroína en el lavabo del restaurante.

—No; es que tengo la vieja costumbre de ir al lavabo.

Era verdad que Alain no había vuelto a tomar drogas, pero ir a los lavabos había sido siempre para él una coartada para justificar su perpetua ausencia.

—Y además, Alain, dicen que es imposible desintoxicarse.

—Sabe muy bien que no tengo ganas de reventar drogado.

La respuesta era tremendamente vaga, pero Lydia nunca hacía preguntas y nunca esperaba respuestas. Se contentó con sugerir:

—Cuando estemos casados haremos un viaje por Asia.

La agitación le parecía la manera de arreglarlo todo.

—Eso es: por Asia o por la China.

Sonrió ella, se incorporó y se sentó.

—Pero Alain, querido, si ya es completamente de día: tengo que volver a mí hotel.

Algo sin nombre pasaba por entre los visillos.

—Su tren no sale hasta las diez.

—¡Ah, sí! Pero tengo un montón de cosas que hacer. Y además, he de ver a una amiga.

—¿Dónde?

—En el hotel.

—Estará durmiendo.

—La despertaré.

—La insultará.

—Da igual.

—Vamos.

Pero al ir a levantarse, Alaín sintió un escrúpulo o un temor:

—Déjeme que la abrace otra vez.

—No, querido; ha sido estupendo, estoy contenta. Déme un beso.

La besó con la suficiente gravedad como para que deseara quedarse en París.

—Lo quiero de una manera muy especial —dijo ella lentamente, mirando por fin el hermoso rostro demacrado de Alain.

—Le agradezco que haya venido.

Dijo esto con esa emoción discreta que a veces dejaba traslucir y cuya inesperada aparición le atraía de pronto a las personas.

Pero, como era costumbre en él, se dejó llevar por un absurdo impulso de pudor o de elegancia y saltó de la cama. Entonces hizo ella lo mismo y desapareció en el cuarto de baño.

Mientras sacaba de lo íntimo de su vientre el sello de su esterilidad y procedía a unas breves abluciones, el espejo reflejó —sin que ella le concediera interés— unas hermosas piernas, unos hermosos hombros, un rostro exquisito pero que parecía anónimo de tan pálido, y estúpido a causa de una afectada frialdad. Su piel era el cuero de una maleta de lujo que había viajado mucho, fuerte y sucio. Eran sus senos emblemas olvidados. Se secó abriendo las piernas cuyos músculos se ablandaban ya un poco. Luego volvió a la habitación para coger el bolso.

Alain se paseaba de arriba abajo, fumando otro cigarrillo. También Lydia volvió a coger uno. Alain la miró sin apenas verla: siguiendo su vieja costumbre, registraba con la vista aquella habitación del hotel para descubrir un detalle grotesco, seguramente lamentable. Pero aquella habitación para citas, por la que desfilaba un incesante ganado, era más común que un urinario: ni siquiera se veían inscripciones. No había más que manchas, en las paredes, en la alfombra, en los muebles. Se adivinaban en las sábanas otras manchas, disimuladas por la química del lavado.

—¿No encuentras nada?

—No.

Aquel cuerpo de Alain, con un cigarrillo, era un fantasma, aun más vacío que el de Lydia. No tenía barriga y sin embargo la grasa enfermiza de su rostro le daba un aspecto hinchado. Tenía músculos, pero hubiera parecido increíble que levantara un peso. Una máscara hermosa, pero una máscara de cera. Los abundantes cabellos parecían postizos.

Lydia había vuelto al cuarto de baño para pintar, por encima de su cara de muerta, una extraña caricatura de la vida. Blanco sobre blanco, rojo, negro.

Le temblaba la mano. Miraba, sin espanto ni piedad, aquel sutil desgaste que le ponía sus telas de araña en las comisuras de los labios y en los pliegues de los ojos.

—Me gustan estos hoteles sucios —le gritó a Alain—: son los únicos sitios del mundo que encuentro íntimos porque sólo he estado en ellos con usted.

—Sí —suspiró Alain.

Le gustaba Lydia porque sólo decía lo necesario. Por lo demás, presumía que lo necesario era poca cosa.

Lydia había vuelto a la habitación. Tenía el bolso en la mano y lo revolvió hasta sacar un talonario de cheques, luego una pluma, sin dejar de mirar a Alain. Su mirada expresaba una gran condescendencia, pero sin esperanza. Puso un pie en la cama y escribió apoyándose en la rodilla, dejando ver una desnudez tan desprovista de coquetería que no podía incitar.

Le tendió un cheque. Alain lo cogió y lo miró. —Gracias.

Esperaba aquel dinero con confianza; y se había gastado aquella noche todo cuanto le quedaba de los dos mil francos que ella le había dado al llegar a París. Ahora Lydia había escrito: 10.000. Pero Alain debía 5.000 en la clínica y 2.000 a un amigo que le había proporcionado droga. Tiempo atrás, le habría parecido milagroso que alguien le diera diez mil francos de una vez; ahora era una lanzada en el mar. Lydia era más rica que Dorothy; pero no lo bastante rica. La desesperada pobreza de Alain era un vacío cada vez más enorme y que sólo podría colmar una inmensa fortuna, de esas que no se encuentran todos los días. Sonrió amablemente a Lydia.

—Alain, voy a vestirme, cariño.

Recogió él su ropa esparcida y se metió a su vez en el cuarto de baño.

Bajaron poco más tarde. Los pasillos estaban vacíos; sintieron tras las puertas el pesado sueño universal. Una criada desgreñada y lívida se despegó de un sillón donde roncaba hecha un ovillo y les abrió la puerta. Como Alaín le había dado todo el dinero que le quedaba al taxista que los llevó allí, se quitó deprisa el reloj de pulsera y se lo dio. La mujer salió de su letargo; no obstante, le lanzó una mirada llena de decepción porque no tenía un amante a quien poder regalárselo.

Estaban en noviembre pero no hacía mucho frío. El día resbalaba sobre la noche como un trapo mojado sobre un cristal sucio. Bajaron por la rué Blanche, entre los cubos de basura llenos de ofrendas. Lydia iba delante, alta y erguida sobre tobillos de arcilla. En el amanecer gris, su maquillaje ponía acá y allá una mancha febril.

Llegaron a la Place de la "Triníté. Estaba abierto el bar de la esquina de la Rué St. Lazare. Entraron. La gente humilde que iba allí a entonarse se fijó un momento, con experta compasión, en aquella hermosa pareja a la deriva. Se tomaron dos o tres cafés y se marcharon.

—Alain, sigamos andando.

Dijo que sí con la cabeza. Pero la Chausséed'Antin le pareció desalentadora y llamó de pronto a un taxi que rodaba solitario como una bola en un billar fantasmal. Lydia frunció el entrecejo, pero lo vio tan triste que reprimió su protesta.

—No podré acompañarla al tren —declaró Alain con voz un poco ronca cerrando la portezuela de golpe—. Si no estoy a las ocho en la clínica, el médico me echará a la calle.

Lo lamentaba sinceramente. Ella no lo dudó, porque no había hombre tan atento como él a todas las pequeñas ceremonias sentimentales.

—Entonces, Alain, venga a Nueva York en cuanto pueda. Le enviaré dinero: siento no tener hoy más. Estoy segura de que lo que le he dado no le bastará, Y nos casaremos. Déme un beso.

Lydia le ofreció su boca, una línea pura pero que olía a noche amarga. La besó con coraje. ¡Qué rostro tan hermoso a pesar del maquillaje, del cansancio, de cierta convención de orgullo! Ella hubiera podido quererle, pero sin duda le daba miedo, definitivamente.

De pronto pensó que iba a encontrarse otra vez solo y, recostándose en el asiento del taxi, dejó escapar un gemido violento.

—¿Qué pasa, Alain?

Lydia le cogió la mano, como si cobrara esperanza. Se resquebrajaba la resignada frialdad de los dos, aquella afectación tranquila.

—Venga a Nueva York. Yo tengo que marcharme.

Alain no quiso gritar: «¿Por qué se marcha?» Y, sin embargo, sabía que ella no tenía ningún motivo de peso para hacerlo. Lydia, por su parte, se sentía demasiado débil como para vencer aquello que era —así se lo habían dicho siempre— la fatalidad de Alain.

Llegaron al hotel. El saltó a la acera, llamó a la puerta y le besó la mano. Ella le miró una vez más con sus inmensos ojos desvaídos, que le llenaban la cara. Dejar a aquel pobre muchacho, tan encantador, era entregarlo a su más terrible enemigo, a sí mismo, era dejarlo a la merced de aquel día gris de la Rué Cambon —al fondo, los árboles tristes de las Tullerías—. Pero Lydia se refugió en la decisión que había tomado por precaución: no quedarse más de tres días en París. Alain abrió los labios, se puso rígido y deseó en fin que siguiera encerrada en su estricto tipo de mujer bonita que ignoraba precisamente aquello que amaba. Así, aquella madrugada seguiría siendo gris; jamás saldría el sol.

—A SaintGermain —murmuró con una voz acabada al taxista, mientras la pesada puerta del hotel se cerraba tras un tobillo tan delgado, envuelto en seda tan fina...

El taxi le condujo, soñoliento y aterido, hacia la clínica del doctor De la Barbinaís.

Alain no bajó de su cuarto hasta la hora de comer.

El comedor, el salón, los pasillos, las escaleras estaban tapizados de literatura. El doctor De la Barbinais no había temido exponer, ante los ojos de los neurasténicos que cuidaba, los retratos de todos los escritores que desde hacía dos siglos se habían hecho famosos por sus pesares. Con la inocente perversidad del coleccionista, les hacía pasar poco a poco de los sólidos rostros de los soñadores del siglo pasado a los desgastados de algunos contemporáneos. Pero tanto para él como para sus huéspedes, sólo era cuestión de fama. Para Alain, hubiera podido ser otra cosa; pero se encontraba allí como en uno de aquellos museos en los que nunca ponía los píes, así que pasaba muy deprisa.

Todos estaban ya en la mesa alrededor del doctor y de su señora. Estas comidas en común le resultaban a Alain el momento más increíble de su estancia en un lugar que reunía los rasgos igualmente horribles de la clínica y de la casa de huéspedes.

Se veía obligado a mirar las caras que rodeaban la mesa. No eran locos, sino débiles tan sólo: el doctor se buscaba una clientela fácil.

La señorita Farnoux sonreía a Alain con un tenue deseo. Farnoux, las Fundiciones Farnoux, cañones y obuses. Era una niña entre los cuarenta y los sesenta, ¿alva y con una peluca negra en su cráneo exangüe. Hija de viejos y nacida tan enclenque, tan escasa de sustancia, vivía en medio de sus millones con una indigencia incurable. De vez en cuando venía a descansar, en la clínica del doctor De la Barbinais, del cansancio cada vez más exquisito que le procuraba el esfuerzo, no de vivir, sino de mirar vivir a los demás. Criada entre algodones, aprendió muy pronto a moderar su respiración; sin embargo, tenía que pararse extenuada cada tres meses y meterse provisionalmente en la tumba. Es verdad que, en los momentos en que aparentaba vivir, resultaba de una agitación febril. Escoltada por un enorme chófer, que la llevaba de salón en salón, y por una secretaria vieja y humillada que le administraba los clisteres y franqueaba su correspondencia, recorría toda Europa para roer y devorar a todas las celebridades. Estaba hambrienta de vitalidad; la poca que tenía se concentraba en un único esfuerzo: el de descubrir más vitalidad en los demás. Aunque su temperamento se inclinaba hacia lo enclenque, despreciaba a aquellos que se le parecían y se inclinaba hacia las naturalezas más brillantes. Ante un escritor ruso, con puños de mozo de cuerda, ahogaba un gritito, herida en las entrañas, pero se agarraba a aquella masa de carne empapada de sangre.

fuente:

  • Colección

    Alianza Literaria (AL)

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