«La vida no es más que una larga
serie de pesares y un corto sueño de ilusiones y esperanzas», escribió Esteban
Echeverría en alguna hoja de sus apuntes y diarios. Y es ése es el ritmo y el
sazón de su vida, entregada a una empresa efervescente, la de escribir y conocer.
Arrojado al destierro («la emigración es la muerte», dice en otro lado),
Echeverría terminará sus días en medio de afanes y desesperanzas. No obstante,
la fortaleza de su espíritu le permitirá ejercer una escritura que contribuirá
a forjar toda una época en un país hasta entonces casi inhóspito. Para él es
factible pensar y creer sinceramente: «La poesía es lo más sublime que hay en
la esfera de la inteligencia humana» y, al mismo tiempo, luchar por ello a fin
de entregar algo de poesía a los lectores de su país como un sencillo presente.
A tal sentimiento responde «La cautiva», un largo «poema de la tierra», donde
el autor rememora la lucha feraz de una comunidad por establecerse en un
territorio intrincado y difícil. Así también, «El matadero», considerado por
algunos como el primer cuento de la literatura argentina, y por último, los
textos que completan este volumen: «Fondo y forma en las obras de imaginación»,
«Sobre el arte de la poesía», «Apología del matambre» y unos «Pensamientos»,
los cuales permiten comprender más cabalmente la obra y la vida de uno de los
fundadores de la literatura argentina.
Esteban Echeverría
El matadero y otros escritos
Título original: El
matadero y otros escritos
Esteban Echeverría, 2014
Editor digital: Titivillus
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La
cautiva
ADVERTENCIA[1]
El principal designio del autor de «La cautiva» ha sido
pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto, y para no reducir
su obra a una mera descripción ha colocado, en las vastas soledades de la
pampa, dos seres ideales o dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el
infortunio. El suceso que poetiza, si no cierto, al menos entra en lo posible;
y como no es del poeta contar menuda y circunstanciadamente a guisa de cronista
o novelador, ha escogido sólo, para formar su cuadro, aquellos lances que
pudieran suministrar más colores al pincel de la poesía; o más bien, ha
esparcido en torno de las dos figuras que lo componen, algunos de los más
peculiares ornatos de la naturaleza que las rodea. El desierto es nuestro, es
nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no
sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía
para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional.
Nada le compete anticipar sobre el fondo de su obra,
pero hará notar que por una parte predomina en «La cautiva» la energía de la
pasión manifestándose por actos, y por otra el interno afán de su propia
actividad, que poco a poco consume y al cabo aniquila de un golpe, como un
rayo, su débil existencia.
La marcha y término de todas las pasiones intensas, se
realicen o no, es idéntica. Si satisfechas, la eficacia de la fruición las
gasta, como el rozo los muelles de una máquina: si burladas se evaporan en
votos impotentes o matan, porque el estado verdaderamente apasionado es estado
febril y anormal, en el cual no puede nuestra frágil naturaleza permanecer
mucho tiempo y que debe necesariamente hacer crisis.
De intento usa a menudo de locuciones vulgares y nombra
las cosas por su nombre, porque piensa que la poesía consiste principalmente en
las ideas, y porque no siempre, como aquéllas, no logran los circunloquios
poner de bulto el objeto ante los ojos; si esto choca a algunos acostumbrados a
la altisonancia de voces y al pomposo follaje de la poesía para sólo los
sentidos, suya será la culpa, puesto que buscan, no lo que cabe en las miras
del autor, sino lo que más con su gusto se aviene. Por desgracia esa poesía
facticia, hecha toda de hojarasca brillante, que se fatiga por huir el cuerpo
al sentido recto, y anda siempre como a caza de rodeos y voces campanudas para
decir nimiedades, tiene muchos partidarios; y ella sin duda ha dado margen a
que vulgarmente se crea que la poesía exagera y miente; la poesía ni miente ni
exagera. Sólo los oradores gerundios y los poetas sin alma toman el oropel y el
rimbombo de las palabras por elocuencia y poesía. El poeta, es cierto, no copia
sino a veces la realidad tal cual aparece comúnmente en nuestra vista, porque
ella se muestra llena de imperfecciones y máculas, y aquesto sería obrar contra
el principio fundamental del arte que es representar lo bello: empero él toma
lo natural, lo real, como el alfarero la arcilla, como el escultor el mármol,
como el pintor los colores; y con los instrumentos de su arte lo embellece y
artiza conforme a la traza de su ingenio, a imagen y semejanza de las
arquetípicas concepciones de su inteligencia. La naturaleza y el hombre le ofrecen
colores primitivos que él mezcla y combina en su paleta; figuras bosquejadas,
que él coloca en relieve, retoca y caracteriza; arranques instintivos, altas y
generosas ideas, que él convierte en simulacros excelsos de inteligencia y
libertad, estampando en ellos la más brillante y elevada forma que pueda
concebir el humano pensamiento. Ella es como la materia que transforman sus
manos y anima su inspiración; el verdadero poeta idealiza. Idealizar es
sustituir a la tosca e imperfecta realidad de la naturaleza el vivo trasunto de
la acabada y sublime realidad que nuestro espíritu alcanza.
La belleza física y moral, así concebida, tanto en las
ideas y afectos del hombre como en sus actos, tanto en Dios como en sus
magníficas obras: he aquí la inagotable fuente de la poesía, el principio y
meta del arte y la alta esfera en que se mueven sus maravillosas creaciones.
Hay otra poesía que no se encumbra tanto como la que
primero mencionamos; que más humilde y pedestre viste sencillez prosaica, copia
lo vulgar porque no ve lo poético, y cifra todo su gusto en llevar por únicas
galas el verso y la rima. Una y otra separan y embelesan en la contemplación de
la corteza; no buscan el fondo de la poesía porque lo desconocen y jamás, por
lo mismo, ni sugieren una idea ni mueven ni arrebatan. Ambas, careciendo de
meollo o sustancia, son insípidas como fruto sin sazón. El público dirá si
estas Rimas tienen parentesco inmediato con alguna de
ellas.
La forma, es decir, la elección del metro, la
exposición y estructura de «La cautiva», son exclusivamente del autor, quien no
reconociendo forma alguna normal en cuyo molde deban necesariamente vaciarse
las concepciones artísticas, ha debido escoger la que mejor cuadrase a la
realización de su pensamiento.
Si el que imita a otro no es poeta, menos será el que,
antes de darlo a luz, mutila su concepto para poderlo embutir en un patrón
dado, pues esta operación mecánica prueba carencia de facultad generatriz. La
forma artística está como asida al pensamiento, nace con él, lo encarna y le da
propia y característica expresión. Por no haber alcanzado este principio los
preceptistas han clasificado la poesía, es decir, lo más íntimo que produce la
inteligencia, como el mineralogista los cristales, por su figura y apariencia
externa, y han inventado porción de nombre que nada significan, como letrillas,
églogas, idilios, etcétera, y aplicándolo a cada uno de los géneros especiales
en que la subdividieron. Para ellos y su secta la poesía se reduce a
imitaciones y modelos y toda la labor del poeta debe ceñirse a componer algo
que, amoldándose a algún ejemplar conocido, sea digno de entrar en sus
arbitrarias clasificaciones, so pena de cercarle, si contraviene, todas las
puertas y resquicios de su Parnaso. Así fue como, preocupados con su doctrina,
la mayor parte de los poetas españoles se empeñaron únicamente en llenar tomas
de idilios, églogas, sonetos, canciones y anacreónticas, y malgastaron su
ingenio en lindas trivialidades que empalagan y no dejan rastro alguno en el
corazón o el entendimiento.
En cuanto al metro octosílabo en que va escrito este
tomo, sólo dirá: que un día se apasionó de él, a pesar del descrédito a que lo
habían reducido los copleros, por parecerle uno de los más hermosos y flexibles
de nuestro idioma; y quiso hacerle recobrar el lustre de que gozaban en los más
floridos tiempos de la poesía castellana, aplicándolo a la expresión de ideas
elevadas y de profundos afectos. Habrá conseguido su objeto si el lector al
recorrer sus Rimas no echa de ver que está leyendo
octosílabos.
El metro, o mejor, el ritmo, es la música por medio de
la cual la poesía cautiva los sentimientos y obra con más eficacia en el alma.
Ora vago y pausado, remeda el reposo o las cavilaciones de la melancolía; ya
sonoro y veloz, la tormenta de los afectos: con una disonancia hiere, con una
armonía hechiza, y hace, como dice F. Schlegel, fluctuar el ánimo entre el
recuerdo y la esperanza, pareando o alternando sus rimas. El diestro tañedor
modula con él en todos los tonos del sentimiento, y se eleva al sublime
concierto del entusiasmo y de la pasión.
No hay, pues, sin ritmo poesía completa. Instrumento
del arte, debe en manos del poeta armonizar con la inspiración y ajustar sus
compases al vario movimiento de los afectos. De aquí nace la necesidad de cambiar
a veces de metro, para retener o acelerar la voz, y dar, por decirlo así, al
canto las entonaciones conforme al efecto que se intenta producir.
El «Himno al dolor» y los «Versos al corazón» son de la
época de Los consuelos, o melodías de la misma lira. Aun
cuando parezcan desahogos del sentir individual, las ideas que contienen
pertenecen a la humanidad, puesto que el corazón del hombre fue formado de la
misma sustancia y por el mismo soplo.
—Female
hearts are such a genial soil
For kinder feelings, whatsoe’er their nation,
They naturally pour the «wine and oil»,
Samaritans
in every situation;
[En
todo clima el corazón de la mujer es tierra
fértil
en afectos generosos —ellas en cualquier
circunstancia
de la vida saben, como la Samaritana,
prodigar
el «óleo y el vino».]
Byron
LA
CAUTIVA[1]
PRIMERA PARTE
EL
DESIERTO
Ils vonl. L’espace est grand
Hugo
Era la tarde, y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. —El desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende —triste el
semblante,
solitario y taciturno
como el mar, cuando un
instante
al crepúsculo nocturno
pone rienda a su altivez.
Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no
encuentra
la vista, en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar.
Doquier campos y heredades
del ave y bruto guaridas,
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que Él sólo puede sondar.
A veces la tribu errante
sobre el potro rozagante,
cuyas crines altaneras
flotan al viento ligeras,
lo cruza cual torbellino,
y pasa; o su toldería[2]
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el día
duerme, tranquila reposa,
sigue veloz su camino.
¡Cuántas, cuántas maravillas,
sublimes y a par sencillas,
sembró la fecunda mano
de Dios allí! —¡Cuánto
arcano
que no es dado al mundo ver!
La humilde yerba, el
insecto,
la aura aromática y pura;
el silencio, el triste
aspecto
de la grandiosa llanura,
el pálido anochecer.
Las armonías del viento
dicen más al pensamiento,
que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
¡Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza!
¡Qué lengua humana
alabarlas!
Sólo el genio su grandeza
puede sentir y admirar.
Ya el sol su nítida frente
reclinaba en occidente,
derramando por la esfera
de su rubia cabellera
el desmayado fulgor.
Sereno y diáfano el cielo,
sobre la gala verdosa
de la llanura, azul velo
esparcía, misteriosa
sombra dando a su color.
El aura moviendo apenas
sus alas de aroma llenas,
entre la yerba bullía
del campo que parecía
como un piélago ondear.
Y la tierra contemplando
del astro rey la partida
callaba, manifestando,
como en una despedida,
en su semblante pesar.
Sólo a ratos, altanero,
relinchaba un bruto fiero
aquí o allá, en la campaña;
bramaba un toro de saña;
rugía un tigre feroz,
o las nubes contemplando,
como extático y gozoso,
el yajá,[3] de cuando en
cuando,
turbaba el mudo reposo
con su fatídica voz.
Se puso el sol; parecía
que el vasto horizonte
ardía:
la silenciosa llanura
fue quedando más oscura,
más pardo el cielo, y en él,
con luz trémula brillaba
una que otra estrella, y
luego
a los ojos se ocultaba,
como vacilante fuego
en soberbio chapitel.
El crepúsculo entretanto,
con su claroscuro manto,
veló la tierra; una faja
negra como una mortaja
el occidente cubrió:
mientras la noche bajando
lenta venía; la calma
que contempla suspirando
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó.
Entonces, como el rüido
que suele hacer el tronido
cuando retumba lejano,
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor;
se perdió… y luego violento,
como baladro espantoso
de turba inmensa, en el
viento
se dilató sonoroso,
dando a los brutos pavor.
Bajo la planta sonante
del ágil potro arrogante
el duro suelo temblaba,
y envuelto en polvo cruzaba
como animado tropel,
velozmente cabalgando;
víanse lanzas agudas,
cabezas, crines ondeando,
y como formas desnudas
de aspecto extraño y cruel.
¿Quién es? ¿Qué insensata turba
con su alarido perturba
las calladas soledades
de Dios, do las tempestades
sólo se oyen resonar?
¿Qué humana planta orgullosa
se atreve a hollar el
desierto
cuando todo en él reposa?
¿Quién viene seguro puerto
en sus yermos a buscar?
¡Oíd! —Ya se acerca el bando
de salvajes, atronando
todo el campo convecino;
¡mirad! —Como torbellino
hiende el espacio veloz.
El fiero ímpetu no enfrena
del bruto que arroja espuma;
vaga al viento su melena,
y con ligereza suma
pasa en ademán atroz.
¿Dónde va? ¿De dónde viene?
¿De qué su gozo proviene?
¿Por qué grita, corre,
vuela,
clavando al bruto la
espuela,
sin mirar alrededor?
¡Ved!, que las puntas ufanas
de sus lanzas, por despojos,
llevan cabezas humanas,
cuyos inflamados ojos
respiran aún furor.
Así el bárbaro hace ultraje
al indomable coraje
que abatió su alevosía;
y su rencor todavía
mira, con torpe placer,
las cabezas que cortaron
sus inhumanos cuchillos,
exclamando: «Ya pagaron
del cristiano los caudillos
el feudo a nuestro poder.
»Ya los ranchos[4] do vivieron
presa de las llamas fueron,
y muerde el polvo abatida
su pujanza tan erguida.
¿Dónde sus bravos están?
Vengan hoy del vituperio,
sus mujeres, sus infantes,
que gimen en cautiverio,
a libertar, y como antes,
nuestras lanzas probarán».
Tal decía, y bajo el callo
del indómito caballo,
crujiendo el suelo temblaba;
hueco y sordo retumbaba
su grito en la soledad.
Mientras la noche, cubierto
el rostro en manto nubloso,
echó en el vasto desierto
su silencio pavoroso,
su sombría majestad.
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