viernes, 3 de febrero de 2023

Esteban Echeverría El matadero y otros escritos FRAGMENTO.

 

         



«La vida no es más que una larga serie de pesares y un corto sueño de ilusiones y esperanzas», escribió Esteban Echeverría en alguna hoja de sus apuntes y diarios. Y es ése es el ritmo y el sazón de su vida, entregada a una empresa efervescente, la de escribir y conocer. Arrojado al destierro («la emigración es la muerte», dice en otro lado), Echeverría terminará sus días en medio de afanes y desesperanzas. No obstante, la fortaleza de su espíritu le permitirá ejercer una escritura que contribuirá a forjar toda una época en un país hasta entonces casi inhóspito. Para él es factible pensar y creer sinceramente: «La poesía es lo más sublime que hay en la esfera de la inteligencia humana» y, al mismo tiempo, luchar por ello a fin de entregar algo de poesía a los lectores de su país como un sencillo presente. A tal sentimiento responde «La cautiva», un largo «poema de la tierra», donde el autor rememora la lucha feraz de una comunidad por establecerse en un territorio intrincado y difícil. Así también, «El matadero», considerado por algunos como el primer cuento de la literatura argentina, y por último, los textos que completan este volumen: «Fondo y forma en las obras de imaginación», «Sobre el arte de la poesía», «Apología del matambre» y unos «Pensamientos», los cuales permiten comprender más cabalmente la obra y la vida de uno de los fundadores de la literatura argentina.

 

Esteban Echeverría

El matadero y otros escritos

Título original: El matadero y otros escritos

Esteban Echeverría, 2014

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


La cautiva

ADVERTENCIA[1]

El principal designio del autor de «La cautiva» ha sido pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto, y para no reducir su obra a una mera descripción ha colocado, en las vastas soledades de la pampa, dos seres ideales o dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el infortunio. El suceso que poetiza, si no cierto, al menos entra en lo posible; y como no es del poeta contar menuda y circunstanciadamente a guisa de cronista o novelador, ha escogido sólo, para formar su cuadro, aquellos lances que pudieran suministrar más colores al pincel de la poesía; o más bien, ha esparcido en torno de las dos figuras que lo componen, algunos de los más peculiares ornatos de la naturaleza que las rodea. El desierto es nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional.

Nada le compete anticipar sobre el fondo de su obra, pero hará notar que por una parte predomina en «La cautiva» la energía de la pasión manifestándose por actos, y por otra el interno afán de su propia actividad, que poco a poco consume y al cabo aniquila de un golpe, como un rayo, su débil existencia.

La marcha y término de todas las pasiones intensas, se realicen o no, es idéntica. Si satisfechas, la eficacia de la fruición las gasta, como el rozo los muelles de una máquina: si burladas se evaporan en votos impotentes o matan, porque el estado verdaderamente apasionado es estado febril y anormal, en el cual no puede nuestra frágil naturaleza permanecer mucho tiempo y que debe necesariamente hacer crisis.

De intento usa a menudo de locuciones vulgares y nombra las cosas por su nombre, porque piensa que la poesía consiste principalmente en las ideas, y porque no siempre, como aquéllas, no logran los circunloquios poner de bulto el objeto ante los ojos; si esto choca a algunos acostumbrados a la altisonancia de voces y al pomposo follaje de la poesía para sólo los sentidos, suya será la culpa, puesto que buscan, no lo que cabe en las miras del autor, sino lo que más con su gusto se aviene. Por desgracia esa poesía facticia, hecha toda de hojarasca brillante, que se fatiga por huir el cuerpo al sentido recto, y anda siempre como a caza de rodeos y voces campanudas para decir nimiedades, tiene muchos partidarios; y ella sin duda ha dado margen a que vulgarmente se crea que la poesía exagera y miente; la poesía ni miente ni exagera. Sólo los oradores gerundios y los poetas sin alma toman el oropel y el rimbombo de las palabras por elocuencia y poesía. El poeta, es cierto, no copia sino a veces la realidad tal cual aparece comúnmente en nuestra vista, porque ella se muestra llena de imperfecciones y máculas, y aquesto sería obrar contra el principio fundamental del arte que es representar lo bello: empero él toma lo natural, lo real, como el alfarero la arcilla, como el escultor el mármol, como el pintor los colores; y con los instrumentos de su arte lo embellece y artiza conforme a la traza de su ingenio, a imagen y semejanza de las arquetípicas concepciones de su inteligencia. La naturaleza y el hombre le ofrecen colores primitivos que él mezcla y combina en su paleta; figuras bosquejadas, que él coloca en relieve, retoca y caracteriza; arranques instintivos, altas y generosas ideas, que él convierte en simulacros excelsos de inteligencia y libertad, estampando en ellos la más brillante y elevada forma que pueda concebir el humano pensamiento. Ella es como la materia que transforman sus manos y anima su inspiración; el verdadero poeta idealiza. Idealizar es sustituir a la tosca e imperfecta realidad de la naturaleza el vivo trasunto de la acabada y sublime realidad que nuestro espíritu alcanza.

La belleza física y moral, así concebida, tanto en las ideas y afectos del hombre como en sus actos, tanto en Dios como en sus magníficas obras: he aquí la inagotable fuente de la poesía, el principio y meta del arte y la alta esfera en que se mueven sus maravillosas creaciones.

Hay otra poesía que no se encumbra tanto como la que primero mencionamos; que más humilde y pedestre viste sencillez prosaica, copia lo vulgar porque no ve lo poético, y cifra todo su gusto en llevar por únicas galas el verso y la rima. Una y otra separan y embelesan en la contemplación de la corteza; no buscan el fondo de la poesía porque lo desconocen y jamás, por lo mismo, ni sugieren una idea ni mueven ni arrebatan. Ambas, careciendo de meollo o sustancia, son insípidas como fruto sin sazón. El público dirá si estas Rimas tienen parentesco inmediato con alguna de ellas.

La forma, es decir, la elección del metro, la exposición y estructura de «La cautiva», son exclusivamente del autor, quien no reconociendo forma alguna normal en cuyo molde deban necesariamente vaciarse las concepciones artísticas, ha debido escoger la que mejor cuadrase a la realización de su pensamiento.

Si el que imita a otro no es poeta, menos será el que, antes de darlo a luz, mutila su concepto para poderlo embutir en un patrón dado, pues esta operación mecánica prueba carencia de facultad generatriz. La forma artística está como asida al pensamiento, nace con él, lo encarna y le da propia y característica expresión. Por no haber alcanzado este principio los preceptistas han clasificado la poesía, es decir, lo más íntimo que produce la inteligencia, como el mineralogista los cristales, por su figura y apariencia externa, y han inventado porción de nombre que nada significan, como letrillas, églogas, idilios, etcétera, y aplicándolo a cada uno de los géneros especiales en que la subdividieron. Para ellos y su secta la poesía se reduce a imitaciones y modelos y toda la labor del poeta debe ceñirse a componer algo que, amoldándose a algún ejemplar conocido, sea digno de entrar en sus arbitrarias clasificaciones, so pena de cercarle, si contraviene, todas las puertas y resquicios de su Parnaso. Así fue como, preocupados con su doctrina, la mayor parte de los poetas españoles se empeñaron únicamente en llenar tomas de idilios, églogas, sonetos, canciones y anacreónticas, y malgastaron su ingenio en lindas trivialidades que empalagan y no dejan rastro alguno en el corazón o el entendimiento.

En cuanto al metro octosílabo en que va escrito este tomo, sólo dirá: que un día se apasionó de él, a pesar del descrédito a que lo habían reducido los copleros, por parecerle uno de los más hermosos y flexibles de nuestro idioma; y quiso hacerle recobrar el lustre de que gozaban en los más floridos tiempos de la poesía castellana, aplicándolo a la expresión de ideas elevadas y de profundos afectos. Habrá conseguido su objeto si el lector al recorrer sus Rimas no echa de ver que está leyendo octosílabos.

El metro, o mejor, el ritmo, es la música por medio de la cual la poesía cautiva los sentimientos y obra con más eficacia en el alma. Ora vago y pausado, remeda el reposo o las cavilaciones de la melancolía; ya sonoro y veloz, la tormenta de los afectos: con una disonancia hiere, con una armonía hechiza, y hace, como dice F. Schlegel, fluctuar el ánimo entre el recuerdo y la esperanza, pareando o alternando sus rimas. El diestro tañedor modula con él en todos los tonos del sentimiento, y se eleva al sublime concierto del entusiasmo y de la pasión.

No hay, pues, sin ritmo poesía completa. Instrumento del arte, debe en manos del poeta armonizar con la inspiración y ajustar sus compases al vario movimiento de los afectos. De aquí nace la necesidad de cambiar a veces de metro, para retener o acelerar la voz, y dar, por decirlo así, al canto las entonaciones conforme al efecto que se intenta producir.

El «Himno al dolor» y los «Versos al corazón» son de la época de Los consuelos, o melodías de la misma lira. Aun cuando parezcan desahogos del sentir individual, las ideas que contienen pertenecen a la humanidad, puesto que el corazón del hombre fue formado de la misma sustancia y por el mismo soplo.

—Female hearts are such a genial soil

For kinder feelings, whatsoe’er their nation,

They naturally pour the «wine and oil»,

Samaritans in every situation;

[En todo clima el corazón de la mujer es tierra

fértil en afectos generosos —ellas en cualquier

circunstancia de la vida saben, como la Samaritana,

prodigar el «óleo y el vino».]

Byron

LA CAUTIVA[1]

PRIMERA PARTE

EL DESIERTO

Ils vonl. L’espace est grand

Hugo

Era la tarde, y la hora

en que el sol la cresta dora

de los Andes. —El desierto

inconmensurable, abierto,

y misterioso a sus pies

se extiende —triste el semblante,

solitario y taciturno

como el mar, cuando un instante

al crepúsculo nocturno

pone rienda a su altivez.

Gira en vano, reconcentra

su inmensidad, y no encuentra

la vista, en su vivo anhelo,

do fijar su fugaz vuelo,

como el pájaro en el mar.

Doquier campos y heredades

del ave y bruto guaridas,

doquier cielo y soledades

de Dios sólo conocidas,

que Él sólo puede sondar.

A veces la tribu errante

sobre el potro rozagante,

cuyas crines altaneras

flotan al viento ligeras,

lo cruza cual torbellino,

y pasa; o su toldería[2]

sobre la grama frondosa

asienta, esperando el día

duerme, tranquila reposa,

sigue veloz su camino.

¡Cuántas, cuántas maravillas,

sublimes y a par sencillas,

sembró la fecunda mano

de Dios allí! —¡Cuánto arcano

que no es dado al mundo ver!

La humilde yerba, el insecto,

la aura aromática y pura;

el silencio, el triste aspecto

de la grandiosa llanura,

el pálido anochecer.

Las armonías del viento

dicen más al pensamiento,

que todo cuanto a porfía

la vana filosofía

pretende altiva enseñar.

¡Qué pincel podrá pintarlas

sin deslucir su belleza!

¡Qué lengua humana alabarlas!

Sólo el genio su grandeza

puede sentir y admirar.

Ya el sol su nítida frente

reclinaba en occidente,

derramando por la esfera

de su rubia cabellera

el desmayado fulgor.

Sereno y diáfano el cielo,

sobre la gala verdosa

de la llanura, azul velo

esparcía, misteriosa

sombra dando a su color.

El aura moviendo apenas

sus alas de aroma llenas,

entre la yerba bullía

del campo que parecía

como un piélago ondear.

Y la tierra contemplando

del astro rey la partida

callaba, manifestando,

como en una despedida,

en su semblante pesar.

Sólo a ratos, altanero,

relinchaba un bruto fiero

aquí o allá, en la campaña;

bramaba un toro de saña;

rugía un tigre feroz,

o las nubes contemplando,

como extático y gozoso,

el yajá,[3] de cuando en cuando,

turbaba el mudo reposo

con su fatídica voz.

Se puso el sol; parecía

que el vasto horizonte ardía:

la silenciosa llanura

fue quedando más oscura,

más pardo el cielo, y en él,

con luz trémula brillaba

una que otra estrella, y luego

a los ojos se ocultaba,

como vacilante fuego

en soberbio chapitel.

El crepúsculo entretanto,

con su claroscuro manto,

veló la tierra; una faja

negra como una mortaja

el occidente cubrió:

mientras la noche bajando

lenta venía; la calma

que contempla suspirando

inquieta a veces el alma,

con el silencio reinó.

Entonces, como el rüido

que suele hacer el tronido

cuando retumba lejano,

se oyó en el tranquilo llano

sordo y confuso clamor;

se perdió… y luego violento,

como baladro espantoso

de turba inmensa, en el viento

se dilató sonoroso,

dando a los brutos pavor.

Bajo la planta sonante

del ágil potro arrogante

el duro suelo temblaba,

y envuelto en polvo cruzaba

como animado tropel,

velozmente cabalgando;

víanse lanzas agudas,

cabezas, crines ondeando,

y como formas desnudas

de aspecto extraño y cruel.

¿Quién es? ¿Qué insensata turba

con su alarido perturba

las calladas soledades

de Dios, do las tempestades

sólo se oyen resonar?

¿Qué humana planta orgullosa

se atreve a hollar el desierto

cuando todo en él reposa?

¿Quién viene seguro puerto

en sus yermos a buscar?

¡Oíd! —Ya se acerca el bando

de salvajes, atronando

todo el campo convecino;

¡mirad! —Como torbellino

hiende el espacio veloz.

El fiero ímpetu no enfrena

del bruto que arroja espuma;

vaga al viento su melena,

y con ligereza suma

pasa en ademán atroz.

¿Dónde va? ¿De dónde viene?

¿De qué su gozo proviene?

¿Por qué grita, corre, vuela,

clavando al bruto la espuela,

sin mirar alrededor?

¡Ved!, que las puntas ufanas

de sus lanzas, por despojos,

llevan cabezas humanas,

cuyos inflamados ojos

respiran aún furor.

Así el bárbaro hace ultraje

al indomable coraje

que abatió su alevosía;

y su rencor todavía

mira, con torpe placer,

las cabezas que cortaron

sus inhumanos cuchillos,

exclamando: «Ya pagaron

del cristiano los caudillos

el feudo a nuestro poder.

»Ya los ranchos[4] do vivieron

presa de las llamas fueron,

y muerde el polvo abatida

su pujanza tan erguida.

¿Dónde sus bravos están?

Vengan hoy del vituperio,

sus mujeres, sus infantes,

que gimen en cautiverio,

a libertar, y como antes,

nuestras lanzas probarán».

Tal decía, y bajo el callo

del indómito caballo,

crujiendo el suelo temblaba;

hueco y sordo retumbaba

su grito en la soledad.

Mientras la noche, cubierto

el rostro en manto nubloso,

echó en el vasto desierto

su silencio pavoroso,

su sombría majestad.

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