Entre sí y no
Si es cierto que los únicos
paraísos son los que hemos perdido, sé qué nombre darle a este
algo tierno e inhumano que llevo hoy dentro. Un emigrante regresa a
su patria. Y yo recuerdo. Ironía, rigidez, todo calla. Y heme aquí
repatriado. No quiero andar rumiando la felicidad. Es mucho más
sencillo y es mucho más fácil. Pues, de esas horas que saco fuera
desde lo hondo del olvido, lo que más se ha conservado es el
recuerdo intacto de una emoción en estado puro, de un instante
suspendido en la eternidad. Sólo eso es verdadero en mí, y siempre
me doy cuenta demasiado tarde. Nos inspira amor la caída de un
ademán, la oportunidad de un árbol en el paisaje. Y para reproducir
todo ese amor, no contamos sino con un detalle, pero que es
suficiente: un olor a cuarto cerrado durante demasiado tiempo, el
sonido singular de un paso en la carretera. Tal es mi caso. Y, si en
ese momento me entregaba al amor, por fin era realmente yo, pues sólo
el amor nos devuelve a nuestro ser.
Despaciosas, apacibles y
serias, vuelven esas horas, igual de fuertes, igual de emocionantes,
porque atardece y la hora es triste y hay un a modo de deseo
inconcreto en el cielo sin luz. Todos y cada uno de los gestos
recobrados me revelan ante mí mismo. Alguien me dijo un día: «Es
tan difícil vivir». Y me acuerdo de con qué entonación. Otra vez,
alguien susurró: «Y la peor equivocación, desde luego, es hacer
sufrir». Cuando todo ha terminado, la sed de vivir se apaga. ¿Es
eso acaso lo que llaman felicidad? Al ir orillando esos recuerdos, le
ponemos a todo el mismo atuendo discreto y vemos la muerte igual que
un telón de fondo de colores desteñidos. Nos volvemos hacia nuestra
persona. Sentimos nuestra aflicción y por eso amamos mejor. Sí,
quizá la felicidad sea eso, el apiadado sentimiento de nuestra
desdicha.
Así sucede en este atardecer.
En este café moro, en la punta de la ciudad árabe, recuerdo no una
felicidad pasada, sino un raro sentimiento. Ya es de noche. Hay en
las paredes leones amarillo canario que persiguen a jeques vestidos
de verde entre palmeras de cinco ramas. En un rincón del café, una
lámpara de acetileno da una luz inconstante. La iluminación viene
en realidad del fuego que arde en lo hondo de un horno pequeño
decorado con esmaltes verdes y amarillos. Las llamas iluminan el
centro de la habitación y me noto el reflejo en el rostro. Estoy de
cara a la puerta y a la bahía. Sentado a lo moro en un rincón, el
dueño del café parece estar mirando mi vaso ya vacío, con una hoja
de menta en el fondo. Nadie en el local; los ruidos de la ciudad en
un nivel inferior; más allá, las luces de la bahía. Oigo al árabe
respirar ruidosamente y le brillan los ojos en la penumbra. ¿Es el
ruido del mar lo que se oye a lo lejos? El mundo me envía su suspiro
con un ritmo largo y me trae la indiferencia y la tranquilidad de lo
que no muere. Intensos reflejos rojos hacen que ondulen en las
paredes los leones. El aire refresca. Una sirena en el mar. Empiezan
a girar los faros; una luz verde, una roja, una blanca. Y sigue ese
hondo suspiro del mundo. Algo así como un canto secreto nace de esa
indiferencia. Y heme aquí repatriado. Me acuerdo de un niño que
vivió en un barrio pobre. ¡Aquel barrio, aquella casa! Sólo tenía
un piso, y no había luz en las escaleras. Incluso ahora,
transcurridos ya tantos años, podría el niño regresar a esa casa
en plena noche. Sabe que subiría por las escaleras a toda velocidad
sin tropezar ni una vez. Tiene impregnado de esa casa incluso el
cuerpo. Y conserva en las piernas la medida exacta de la altura de
los peldaños. Y en la mano el horror instintivo, nunca superado, de
la barandilla de la escalera. Y era por las cucarachas.
En los
atardeceres de verano, los obreros se
asoman al balcón.
En su casa sólo había una ventanita muy pequeña. Así que bajaban
sillas delante de la casa y saboreaban la caída de la tarde. Había
la calle y la heladería de al lado, los cafés de enfrente, y los
ruidos de niños corriendo de puerta en puerta. Pero, sobre todo,
entre los altos ficus, estaba el cielo. Hay una soledad en la
pobreza, pero una soledad que le devuelve su precio a cada cosa. Con
cierto nivel de riqueza, el propio cielo y la noche cuajada de
estrellas parecen bienes naturales. Pero en la parte de abajo de la
escala, el cielo recupera pleno sentido: una gracia inestimable.
¡Noches de verano, misterios en los que crepitaban estrellas! Detrás
del niño había un pasillo apestoso; y se hundía un poco en su
sillita desfondada. Pero, alzando la vista, bebía directamente de la
noche pura. A veces pasaba un tranvía, ancho y veloz. Y un borracho
canturreaba en la esquina de una calle sin conseguir turbar el
silencio.
También la madre del niño se
quedaba callada. Había veces en que le hacían una pregunta: «¿En
qué piensas?». «En nada», contestaba. Qué cierto es. Todo está
ahí, así que nada. Su vida, sus intereses, sus hijos se limitan a
estar ahí con una presencia demasiado natural para notarla. Padecía
una dolencia y le costaba pensar. Tenía una madre dura y dominante
que lo sacrificaba todo a un amor propio de animal susceptible y
había dominado durante mucho tiempo la mente débil de la hija, a
quien emancipó el matrimonio. Pero regresó dócilmente tras la
muerte del marido. Murió éste en el campo del honor, como suele
decirse. En lugar preferente pueden verse, en un marco dorado, la
cruz de guerra y la medalla militar. El hospital le mandó además a
la viuda un trocito de metralla hallado entre la carne. La viuda lo
conserva. Hace mucho que se le pasó la pena. Ha olvidado a su
marido, pero habla aún del padre de sus hijos. Para criarlos,
trabaja y le da el dinero a su madre. Ésta educa a los niños a
latigazos. Cuando les pega demasiado fuerte, su hija le dice: «No
les des en la cabeza». Porque son sus hijos y los quiere. Los quiere
con un amor constante que nunca les dio a conocer. A veces, como en
esas noches que el niño recordaba, tras regresar de un trabajo
agotador (es asistenta), se encuentra con la casa vacía. La vieja ha
ido a unos recados y los niños todavía están en el colegio.
Entonces se apelmaza en una silla y, con la mirada perdida, se sume
en la persecución extraviada de una ranura de la tarima. A su
alrededor se adensa la oscuridad en la que ese mutismo es de un
desconsuelo irremediable. Si el niño vuelve en ese momento,
vislumbra la flaca silueta de hombros huesudos y se queda parado:
tiene miedo. Empieza a darse cuenta de muchas cosas. Apenas si se ha
percatado de la propia existencia. Pero le cuesta llorar ante ese
silencio animal. Su madre le da lástima. ¿Será eso quererla? Nunca
le hizo una caricia; no sabría. Se queda entonces mirándola durante
largos minutos. Sintiéndose extranjero. Toma conciencia de su pena.
Ella no lo oye, porque es sorda. Dentro de un rato volverá la vieja,
renacerá la vida; la luz redonda de la lámpara de petróleo, el
hule, los gritos, las palabras groseras. Pero ahora este silencio
marca un alto, un instante desmesurado. Como el niño lo nota
oscuramente, cree que, en ese impulso que se adueña de él, siente
amor por su madre. Y es menester que así sea porque, en última
instancia, es su madre.
Ella no piensa en nada. Fuera,
la luz, los ruidos; aquí, el silencio en la oscuridad. El niño
crecerá, aprenderá. Lo crían y le pedirán agradecimiento, como si
le evitasen el dolor. Esos silencios serán constantes en su madre.
Él crecerá en dolor. Ser un hombre, eso es lo que cuenta. La abuela
se morirá, luego la madre, y él.
La madre se sobresalta. Se ha
asustado. Vaya bobada quedarse mirándola así. Más vale que vaya a
hacer los deberes. El niño hace los deberes. Está hoy en un café
sórdido. Ahora es un hombre. ¿No es eso lo que cuenta? Habrá que
creer que no, ya que hacer los deberes y aceptar que hay que llegar a
hombre sólo conduce a hacerse viejo.
El árabe
del rincón sigue sentado a lo moro y se coge los pies con las manos.
De las terrazas sube un aroma a café tostado junto con animadas
charlas de voces jóvenes. Un remolcador vuelve a soltar su nota
grave y tierna. El mundo concluye aquí como cada día y de todas sus
desmedidas tribulaciones nada queda ya sino esta promesa de paz. ¡La
indiferencia de esa madre rara!
Sólo esa inmensa soledad del mundo me da su medida. Una noche,
llamaron a su hijo —ya adulto— para que fuera a ver a la madre.
Le había dado, por un susto, una grave conmoción cerebral. Solía
asomarse al balcón al final del día. Cogía una silla, y apoyaba
los labios en el hierro frío y salado del balcón. Y, en esa
postura, miraba pasar a la gente. A su espalda, la oscuridad se iba
aglomerando despacio. Enfrente, los comercios se encendían de golpe.
Los transeúntes y las luces eran una crecida de la calle. La madre
se ensimismaba en una contemplación sin propósito. La noche a la
que nos referimos, un hombre apareció tras ella, la arrastró, la
maltrató y salió huyendo al oír ruido. Ella no vio nada y se
desmayó. Cuando llegó su hijo, estaba acostada. Decidió él, por
consejo del médico, pasar la noche con ella. Se tendió en la cama,
a su lado, sin taparse. Era verano. El miedo del reciente drama aún
andaba rondando por el cuarto recalentado. Había rumor de pasos y
chirridos de puertas. En el aire agobiante flotaba el olor al vinagre
con el que habían refrescado a la enferma. Ésta rebullía, se
quejaba, a veces se sobresaltaba de repente. Sacaba entonces al hijo
de breves amodorramientos de los que salía empapado de sudor,
alarmado ya, y en los que volvía a caer pesadamente tras una ojeada
al reloj en el que danzaba, repetida por tres veces, la llama de la
lamparilla. Hasta más adelante no notó lo solos que habían estado
aquella noche. Solos contra todos. Los «demás» dormían a esa hora
en que ambos olían a fiebre. En aquella casa vieja, todo parecía
hueco en esos momentos. Los tranvías de la medianoche drenaban, al
alejarse, toda la esperanza que pueda venirnos de los hombres, todas
las certidumbres que nos aporta el ruido de las ciudades. La casa
retumbaba un rato cuando pasaban, y todo se extinguía gradualmente.
Sólo quedaba ya un ancho jardín de silencio en el que a ratos
crecían los quejidos atemorizados de la enferma. El hijo nunca se
había sentido tan fuera de su ámbito. El mundo se había licuado y,
con él, la ilusión de que la vida vuelve a empezar a diario. Ya no
existía nada, ni estudios, ni ambiciones, ni preferencias en el
restaurante o colores favoritos. Sólo la enfermedad y la muerte en
las que se sentía sumido… Y, no obstante, a esa misma hora en que
el mundo se venía abajo, él estaba vivo. E incluso acabó por
dormirse. Aunque no sin llevarse consigo la imagen desesperante y
tierna de una soledad compartida entre dos. Más adelante, mucho más
adelante, se acordó de aquel olor a sudor y vinagre mezclados, de
aquel momento en que notó los vínculos que lo unían a su madre.
Como si ella fuera la inmensa lástima de su corazón que se
ensanchaba a su alrededor, que se tornaba corporal e interpretaba con
esmero y sin temor a la impostura el papel de una anciana pobre de
enternecedor destino.
Ahora el
fuego se cubre de ceniza en el hogar. Y prosigue el mismo suspiro de
la tierra. Suenan las notas desgranadas de una darbuka.
Una voz risueña de mujer va pegada a ellas. Avanzan unas luces por
la bahía; las barcas de pesca sin duda, que regresan a la dársena.
El triángulo de cielo que veo desde el lugar en que estoy ha perdido
las nubes diurnas. Abarrotado de estrellas, se estremece bajo un
hálito puro y las alas amortiguadas de la noche laten despacio a mi
alrededor. ¿Hasta dónde llegará esta noche en la que ya no me
pertenezco? Hay una virtud peligrosa en la palabra sencillez. Y esta
noche entiendo que haya quien quiera morir porque, ante determinada
transparencia de la vida, nada tiene ya importancia. Un hombre sufre
y padece desdichas tras desdichas. Las soporta, se hace a su destino.
Se gana la estima de los demás. Y, luego, una noche, nada: se
encuentra con un amigo al que quiso mucho. Y éste le habla
distraídamente. Al volver a su casa, el hombre se mata. Se habla
luego de penas íntimas y de un drama oculto. No. Y si a la fuerza
tiene que haber un motivo, se mató porque un amigo le habló
distraídamente. Así es como, cada vez que me ha parecido que
experimentaba el sentido del mundo en profundidad, fue siempre su
sencillez la que me trastornó. Mi madre, aquella noche, y su extraña
indiferencia. En otra ocasión, vivía yo en una casa de campo en el
extrarradio, solo con un perro, una pareja de gatos y sus crías,
todas de color negro. La gata no podía alimentarlas. Uno a uno, se
iban muriendo todos los gatitos. Ensuciaban el cuarto en que vivían.
Y cada noche, cuando volvía a casa, me encontraba a uno todo tieso y
con el hocico encogido. Una noche me encontré al último, al que la
madre se había comido a medias. Ya hedía. El olor de la muerte se
mezclaba con el olor de la orina. Me senté entonces entre toda
aquella miseria y, con las manos en la suciedad, respirando aquel
olor a podrido, me quedé mucho rato mirando la llama demente que
relucía en los ojos verdes de la gata inmóvil en un rincón. Sí.
Esta noche es igual. Al llegar a cierto grado de privación, ya nada
conduce a nada, no parecen tener base ni la esperanza ni la
desesperanza, y la vida entera se resume en una imagen. Pero ¿por
qué quedarse en eso? Sencillo, todo es sencillo; en las luces de los
faros, una verde, una roja, una blanca; en el frescor de la noche y
en los olores de ciudad y de sórdida pobreza que me llegan. Si esta
noche lo que regresa hacia mí es la imagen de cierta infancia, ¿cómo
no dar acogida a la lección de amor y pobreza que puedo sacar de
ella? Ya que esta hora es como un intervalo entre sí y no, dejo para
otras horas la esperanza o el asco de vivir. Sí, recoger sólo la
transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una
imagen. Y fue así como, no hace mucho, en una casa de un barrio
viejo, un hijo fue a ver a su madre. Están sentados, frente por
frente, en silencio. Pero se encuentran sus miradas.
—¿Qué
hay, mamá?
—Pues ya
ves.
—¿Te
aburres? ¡No es que hable mucho!
—Pero si
tú nunca has hablado mucho.
Y una hermosa sonrisa sin
labios se le disuelve en la cara. Es verdad, el hijo nunca le habló.
¿Pero, en realidad, qué necesidad hay de hablar? Al callarse, la
situación está más clara. Es su hijo; y es su madre. Y ella puede
decirle: «Sabes».
Está sentada al pie del sofá,
con los pies juntos y las manos juntas en las rodillas. Él, en su
silla, casi no la mira y fuma sin parar. Una pausa.
—No
deberías fumar tanto.
—Es
verdad.
Todo el olor del barrio vuelve
a subir por la ventana. El acordeón del café de al lado, la
circulación más rápida al caer la tarde, el olor de los pinchos de
carne asada que se comen metidos en panecillos esponjosos, un niño
que llora en la calle. La madre se levanta y coge una labor de punto.
Tiene los dedos entumecidos y se los ha deformado la artritis. No
teje deprisa, coge tres veces el mismo punto o deshace toda una
hilera con sordo chisporroteo.
—Me estoy
haciendo un jerseicito. Me lo pondré con un cuello blanco. Con esto
y con el abrigo negro estoy vestida para toda la temporada.
Se levanta para encender la
luz.
—Ya
anochece temprano.
Era cierto. Ya no era verano y
aún no era otoño. En el cielo suave, aún chillaban los vencejos.
—¿Volverás
pronto?
—Pero si
todavía no me he ido. ¿Por qué dices eso?
—No, si
era por decir algo.
Pasa un tranvía. Un coche.
—¿Es
verdad que me parezco a mi padre?
—Eres
igualito. Es verdad, no lo llegaste a conocer. Tenías seis meses
cuando se murió. ¡Pero si llevases un bigotito!
Él había mencionado a su
padre sin convicción alguna. Ningún recuerdo, ninguna emoción. Un
hombre como tantos otros, lo más seguro. Por lo demás, se fue al
frente muy entusiasmado. En el Marne le abrieron la cabeza. Estuvo
una semana ciego y agonizando; figura su nombre en el monumento a los
muertos de su municipio.
—En el
fondo —dice la madre—, más vale así. Habría vuelto o ciego o
loco. Así que el pobre…
—Es
verdad.
¿Y qué es
lo que lo hace quedarse en esta habitación, a no ser la certidumbre
de que siempre vale más así, la sensación de que toda la absurda
sencillez del mundo ha buscado refugio en esta habitación?
—Volverás
—dice la madre—. Ya sé que tienes mucho que hacer… Pero, de
vez en cuando…
Y ahora, ¿en dónde estoy? Y
cómo separar este café vacío de aquella habitación del pasado. Ya
no sé si vivo o si me acuerdo. Ahí están las luces de los faros. Y
el árabe que tengo delante y me dice que va a cerrar. Tengo que
irme. No quiero volver a bajar esa cuesta tan peligrosa. Cierto es
que le echo una última mirada a la bahía y sus luces, que lo que
sube entonces a mi encuentro no es la esperanza de días mejores,
sino una indiferencia primitiva por todo y por mí mismo. Pero hay
que quebrar esa curva demasiado laxa y demasiado fácil. Y preciso de
mi lucidez. Sí, todo es sencillo. Son los hombres los que complican
las cosas. Que no nos vengan con historias. Que no nos digan del
condenado a muerte: «Va a pagar la deuda que tiene con la sociedad»,
sino: «Le van a cortar el pescuezo». Parece una tontería. Pero hay
una leve diferencia. Y, además, hay personas que prefieren mirar a
su destino a los ojos.
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