La ironía
Hace dos años conocí a una
anciana. Padecía una dolencia que al principio creyó que iba a
matarla. Se quedó completamente paralítica del lado derecho. Sólo
le restaba en este mundo una mitad de su persona, mientras que la
otra le era ya ajena. Una viejecita bullidora y charlatana, que quedó
reducida al silencio y la inmovilidad. Al estar sola durante largas
horas, al ser analfabeta y de no mucha sensibilidad, toda su vida se
reducía a Dios. Creía en él. Y la prueba es que tenía un rosario,
un cristo de plomo y, de escayola, un san José con el Niño en
brazos. Le cabían sus dudas de que aquella enfermedad fuera
incurable, pero lo afirmaba para que le hicieran caso y, en lo demás,
se remitía a ese Dios al que tan mal quería.
Aquel día alguien le estaba
haciendo caso. Un joven. (Creía que existía una verdad y sabía,
por lo demás, que aquella mujer iba a morir, y no se preocupaba por
resolver esa contradicción). Le había despertado un interés
auténtico el aburrimiento de la anciana. Y ella lo había notado a
la perfección. Y aquel interés era una bicoca para la enferma. Le
contaba sus desdichas muy animada: había llegado al final del camino
y no hay más remedio que cederles el sitio a los jóvenes. ¿Que si
se aburría? Claro que sí. Nadie le hablaba. Estaba metida en un
rincón como un perro. Más valía acabar de una vez. Porque prefería
morirse a tener que depender de alguien.
Se le puso la voz beligerante.
Era una voz de mercado, de regateo. Y, no obstante, el joven la
entendía. Aunque opinaba que valía más depender de los demás que
morirse. Pero eso sólo venía a demostrar una cosa: que seguramente
nunca había tenido que depender de nadie. Y, precisamente, le estaba
diciendo a la anciana —porque había visto el rosario—: «Le
queda a usted Dios». Era cierto. Pero incluso en eso no la dejaban
en paz. Si, por ventura, se quedaba un buen rato rezando, si se le
perdía la mirada por algún dibujo del tapizado, su hija decía:
—¡Ya está otra vez rezando!
—¿Y a ti qué más te da?
—le preguntaba la enferma.
—Me da lo mismo. Pero acaba
por crisparme.
Y la anciana se callaba,
clavando en su hija una mirada prolongada y cargada de reproches.
El joven lo oía todo con una
pena tremenda y desconocida, que le molestaba en el pecho. Y la
anciana añadía:
—Ya verá cuando sea vieja.
¡Ella también lo necesitará!
Se notaba a la anciana
emancipada de todo menos de Dios, entregada por entero a ese mal
postrero, virtuosa por necesidad, persuadida con excesiva facilidad
de que lo que le quedaba era el único bien digno de amor, inmersa al
fin y sin retorno en la miseria del hombre inmerso en Dios. Pero si
renace la esperanza de vida, Dios no tiene fuerza bastante frente a
los intereses del hombre.
Se sentaron todos a la mesa. El
joven estaba invitado a cenar. La anciana no comía porque tomar algo
por la noche le cae pesado al estómago. Se quedó en el rincón, a
la espalda del que la había estado oyendo. Y él no comía a gusto
porque notaba que lo estaban observando. Pero la cena avanzaba. Para
que durase más la velada, decidieron ir al cine. Precisamente
echaban una película divertida. El joven había aceptado
irreflexivamente, sin acordarse de aquel ser que seguía existiendo a
su espalda.
Los comensales se levantaron
para ir a lavarse las manos antes de salir. Ni se planteaba, por
supuesto, que la anciana fuera también al cine. Aunque no hubiera
estado impedida, su ignorancia no le habría permitido enterarse de
la película. Decía que no le gustaba el cine. La verdad era que no
se enteraba. Y, por lo demás, estaba en su rincón y consagraba un
intenso y vacuo interés a las cuentas del rosario. Tenía puesta en
él toda su confianza. Aquellos tres objetos que tenía consigo le
indicaban el punto material en que empezaba lo divino. Desde el
rosario, el cristo o el san José y por detrás de ellos se abría un
dilatada y honda oscuridad en donde tenía albergada toda su
esperanza.
Ya estaban listos. Se acercaban
a la anciana para darle un beso y las buenas noches. Ella ya se había
dado cuenta de qué pasaba y apretaba con fuerza el rosario. Pero
quedaba claro que el ademán podía obedecer lo mismo a la
desesperación que al fervor. Ya le habían dado todos un beso. Sólo
quedaba el joven. Le estrechó la mano a la anciana afectuosamente y
ya le estaba volviendo la espalda. Pero la anciana veía que se le
marchaba ese que le había hecho caso. No quería quedarse sola.
Sentía ya el espanto de su soledad, el prolongado insomnio, el
decepcionante encuentro a solas con Dios. Tenía miedo, no contaba ya
sino con el hombre y, aferrándose al único ser que la había
atendido, no le soltaba la mano, se la apretaba, dándole torpemente
las gracias para justificar aquella insistencia. El joven se sentía
violento. Ya miraban hacia atrás los otros para meterle prisa. La
película empezaba a las nueve y era mejor llegar un poco antes para
no tener que hacer cola.
Él se sentía encarado con la
más espantosa desdicha que hubiera conocido jamás: la de una
anciana impedida a la que abandonaban para ir al cine. Quería irse,
escurrir el bulto, no quería saberlo, intentaba liberar la mano.
Durante un segundo, le entró un odio feroz por aquella anciana y
pensó en abofetearla violentamente.
Pudo al fin soltarse e irse
mientras la enferma, medio incorporada en el sillón, veía con
espanto cómo se desvanecía la única certidumbre a la que podía
aferrarse. Ahora ya nada la amparaba. Y, entregada por completo al
pensamiento de su muerte, no sabía exactamente qué la atemorizaba,
pero notaba que no quería estar sola. Dios sólo le valía para
arrebatarla de entre los hombres y conseguir que se quedara sola. No
quería separarse de los hombres. Y por eso empezó a llorar.
Los demás ya estaban en la
calle. Un remordimiento terco atenazaba al joven. Alzó la vista
hacia la ventana iluminada, un ojo grande y muerto en la casa
silenciosa. El ojo se cerró. La hija de la anciana le dijo al joven:
—Siempre apaga la luz cuando
está sola. Le gusta quedarse a oscuras.
El anciano parecía estar de
enhorabuena, fruncía las cejas, movía un índice sentencioso.
Decía:
—A mí mi padre me daba cinco
francos de mi jornal de la semana para mis gastos hasta el sábado
siguiente. Bueno, pues me las apañaba para ahorrar unas perras. De
entrada, para ir a ver a la novia me hacía a campo traviesa cuatro
kilómetros a la ida y otros cuatro a la vuelta. Venga, venga, se lo
digo yo, la juventud de ahora ya no sabe pasárselo bien.
Estaban sentados en torno a una
mesa redonda; tres jóvenes y él, el viejo. Refería sus humildes
aventuras: bobadas valoradas a lo grande, cansancios que elogiaba
como victorias. No introducía pausas en el relato y, con prisa por
contarles todo antes de que se fueran, seleccionaba en su pasado lo
que le parecía adecuado para interesar a los oyentes. Conseguir que
lo escucharan era su único vicio: se negaba a ver la ironía de las
miradas y la burlona brusquedad con que lo agobiaban. Lo miraban como
a ese anciano en cuya época sabido es que todo iba bien, siendo así
que creía ser el respetado antecesor cuya experiencia tiene un peso.
Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que
perderlo todo para saber un poco. El anciano había sufrido, pero no
lo contaba. Queda mejor lo de parecer feliz. Y, además, aunque en
esto se equivocara, mayor error habría sido pretender, por el
contrario, conmover con sus desdichas. ¿Qué les importan los
sufrimientos de un viejo a quienes están tan repletos de vida?
Hablaba y hablaba, se extraviaba con deleite por la grisura de su voz
amortiguada. Pero aquello no podía prolongarse. Su agrado exigía un
final y la atención de los oyentes iba a menos. Ni siquiera era ya
gracioso; era viejo. Y a los jóvenes les gustan el billar y las
cartas, que no tienen nada que ver con el estúpido trabajo
cotidiano.
No tardó en quedarse solo,
pese a sus esfuerzos y mentiras para que el relato resultase más
atractivo. Los jóvenes se fueron, sin miramientos. Otra vez solo.
Nadie lo escucha; eso es lo terrible cuando se es viejo. Lo
condenaban al silencio y a la soledad. Le dejaban claro que pronto se
moriría. Y un anciano que va a morirse es inútil, e incluso resulta
molesto e insidioso. Que se vaya. O, por lo menos, que se calle: es
lo menos que se le puede pedir. Y él sufre porque no puede callar
sin acordarse de que es viejo. Se puso en pie no obstante y se fue,
sonriendo a cuantos estaban en torno. Pero no encontró sino rostros
indiferentes o entregados a un regocijo en el que no estaba
autorizado a participar. Un hombre se reía: «Ésa será vieja, no
digo que no, pero a veces las mejores sopas se hacen en los pucheros
más viejos». Otro, más serio: «Nosotros no tenemos dinero, pero
comemos bien. Ya ves, mi nieto come más que su padre. ¡A su padre
hay que darle una libra de pan, pero él necesita un kilo! Y venga de
salchichón, y venga de camembert. Cuando parece que ya ha acabado,
dice: “¡Hum! ¡Hum!”, y sigue comiendo». El viejo se alejó. Y
con su paso lento, un paso corto de asno en plena tarea, fue por las
largas aceras cargadas de hombres. Se encontraba mal y no quería
volverse a casa. Solía agradarle volver a la mesa y a la lámpara de
petróleo y a los platos en donde, automáticamente, hallaban su
lugar los dedos. Aún le agradaban la cena silenciosa, la vieja
sentada enfrente de él, los bocados masticados mucho rato, la mente
vacía, la mirada fija y muerta. Aquella noche, volvería más tarde.
La cena servida y fría, la vieja en la cama ya, sin preocupación
pues estaba hecha a sus retrasos imprevistos. Decía: «Le ha entrado
la luna», y ya estaba todo dicho.
Seguía andando con el manso
empecinamiento de su paso. Estaba solo y era viejo. Al final de la
vida, la vejez nos vuelve convertida en náuseas. Todo va a
desembocar en que no nos escuchan. Camina, da la vuelta a una
esquina, tropieza y está a punto de caerse. Vi cómo sucedía. Es
ridículo, pero qué se le va a hacer. Pese a todo, prefiere la
calle; la calle, antes que esas horas, en su casa, cuando la fiebre
le tapa a la vieja y lo aísla en su cuarto. Entonces, a veces, la
puerta se abre despacio y se queda entornada por un instante. Entra
un hombre. Va vestido de claro. Se sienta frente al anciano y se
queda callado durante muchos minutos. No se mueve, igual que no se
movía, hace un momento, la puerta entornada. De vez en cuando, se
pasa una mano por el pelo y suspira bajito. Cuando ha estado ya mucho
rato mirando al anciano con esa mirada preñada de tristeza, se va en
silencio. Deja en pos el ruido seco que se desprende del picaporte. Y
ahí se queda el viejo, espantado, con su miedo ácido y doloroso en
el vientre. Mientras que en la calle no está solo, por muy pocas
personas con las que se cruce. Canta la fiebre. Se le acelera el paso
corto: mañana todo va a cambiar, mañana. De pronto cae en la cuenta
de que mañana será igual, y pasado mañana, y todos los demás
días. Y ese irremediable descubrimiento lo anonada. Son los
pensamientos así los que matan. Se mata uno porque no los puede
soportar: o, cuando somos jóvenes, los convertimos en frases.
Viejo, loco, borracho, a saber.
Su final será un final digno, sollozante, admirable. Morirá
espléndidamente; quiero decir: sufriendo. Le servirá de consuelo.
Y, además, ¿adónde va a ir? Es viejo para siempre. Los hombres
construyen su vejez por venir. A esa vejez, a la que asedian tantas
cosas irremediables, quieren darle una ociosidad que los deja
inermes. Quieren llegar a capataces para retirarse a una casita con
jardín. Pero, ya entrados en edad, saben perfectamente que es
mentira. Necesitan a los demás hombres para protegerse. Y éste
precisaba que lo escucharan para creer en su propia vida. Ahora las
calles estaban más oscuras y con menos transeúntes. Todavía
pasaban voces. En el extraño apaciguamiento de la llegada de la
noche se tornaban más solemnes. Aún quedaban fulgores diurnos tras
las colinas que rodeaban la ciudad. Una imponente humareda, llegada a
saber de dónde, apareció tras las cimas boscosas. Lentamente se
elevó y se desplegó, escalonada como un pino. El viejo cerró los
ojos. Ante la vida que se llevaba el retumbar de la ciudad y la
sandia sonrisa indiferente del cielo, está solo, sin recursos,
desnudo, muerto ya.
¿Es menester describir la otra
cara de esta moneda? No cabe duda de que en una habitación sucia y
sombría, la vieja sirvió la mesa; que la cena estaba lista; se
sentó, miró la hora, esperó un poco más y empezó a comer con
apetito. Pensaba: «Le ha entrado la luna». Todo estaba dicho.
Eran cinco en casa: la abuela,
el hijo segundo, la hija mayor y los dos hijos de ésta. El hijo era
casi mudo; la hija padecía una dolencia y le costaba pensar; y, de
sus dos hijos, uno trabajaba ya en una compañía de seguros, y el
menor estudiaba todavía. A los setenta años, la abuela seguía
mandando en todos. Colgado encima de su cama, podía verse un retrato
suyo, con cinco años menos, muy tiesa, luciendo un vestido negro
cuyo cuello cerraba un medallón, sin una arruga, con enormes ojos
claros y fríos, en el que tenía ese porte de reina del que no
abdicó sino con la edad y que, a veces, hacía por recobrar en la
calle.
A esos ojos claros le debía el
nieto un recuerdo que aún lo hacía ruborizarse. La anciana esperaba
a que hubiera visitas para preguntarle, clavando en él una mirada
severa: «¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?». El
juego tomaba más relevancia cuando estaba presente la hija. Pues, en
todas las ocasiones, el niño contestaba: «A la abuela», guardando
en el corazón un supremo arrebato amoroso por esa madre que siempre
se quedaba callada. O también, cuando las visitas se asombraban de
aquella preferencia, la madre decía: «Es que lo ha criado ella».
Lo que sucedía, además, es
que la anciana pensaba que el amor es algo que se exige. Sacaba, de
aquella conciencia suya de buena madre de familia, algo así como una
rigidez y una intolerancia. Nunca engañó a su marido y le dio nueve
hijos. Cuando murió, crió ella a los niños enérgicamente. Dejaron
la casa de labor de los suburbios y fueron a dar a un barrio viejo y
pobre, en el que vivían hacía mucho.
Y, desde luego, era una mujer
que no carecía de virtudes. Pero, para sus nietos, que estaban en la
edad de las opiniones tajantes, no era sino una comediante. Y sabían,
por uno de sus tíos, una anécdota significativa. Iba éste un día
a ver a su suegra y la divisó, ociosa, en la ventana. Pero lo
recibió con un trapo en la mano y se disculpó por no hacer un alto
en la tarea, pues las labores del hogar le dejaban muy poco tiempo
libre. Y no queda más remedio que admitir que en todo era así.
Tenía gran facilidad para desmayarse tras una discusión familiar.
También padecía de penosos vómitos debidos a una enfermedad de
hígado. Pero no ponía discreción alguna en el ejercicio de aquel
padecimiento. En vez de intentar aislarse, vomitaba estruendosamente
en el cubo de la basura de la cocina. Y, cuando regresaba entre los
suyos, blanca y con los ojos cuajados de lágrimas debido al
esfuerzo, si le rogaban que se fuera a acostar, sacaba a colación la
comida que tenía por hacer y el papel que desempeñaba en el
gobierno del hogar: «Aquí lo tengo que hacer yo todo». Y también:
«¿Qué iba a ser de vosotros si yo faltase?».
Los nietos se acostumbraron a
no tomar en cuenta aquellos vómitos, aquellos «ataques» como decía
ella, ni las quejas de la abuela. Un día se metió en la cama y
pidió que llamasen al médico. Lo hicieron para darle gusto. El
primer día, el médico sólo habló de un simple malestar; el
segundo, de un cáncer de hígado; y el tercero, de una grave
ictericia. Pero el menor de los nietos se empecinó en no ver en todo
aquello sino otra comedia más, un fingimiento más elaborado. No se
preocupó. Aquella mujer lo había oprimido demasiado para que sus
perspectivas iniciales pudieran ser pesimistas. Y hay, además, algo
así como un coraje desesperado en la lucidez y la repulsa a sentir
cariño. Pero es cierto que, a fuerza de hacerse el enfermo, puede
uno enfermar: la abuela llevó el fingimiento hasta la muerte. El
último día, cuando la estaban atendiendo los suyos, mientras echaba
fuera las fermentaciones intestinales le dijo, con sencillez, al
nieto: «Ya ves, me tiro pedos como un cochinito». Murió una hora
después.
El nieto se daba cuenta ahora
de que no había entendido nada. No podía quitarse de la cabeza la
idea de que, en su presencia, la anciana había interpretado su
postrera y más monstruosa simulación. Y se preguntaba qué pena
sentía, y no notaba ninguna. Hasta el día del entierro no lloró,
movido por el generalizado estallido de lágrimas, pero lo hizo con
el temor de no estar siendo sincero y de mentir ante la muerte. Era
un día de invierno hermoso, traspasado de rayos de luz. En el azul
del cielo se intuía el frío cuajado de lentejuelas amarillas. Desde
el cementerio se dominaba la ciudad entera y podía verse caer el
sol, espléndido y transparente, sobre la bahía estremecida de luz
que parecía un labio húmedo.
¿Que todo esto no encaja?
¡Bonita verdad! Una mujer a la que abandonan para ir al cine, un
anciano a quien nadie escucha ya, una muerte que no redime nada y,
luego, del otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué más da, si lo
damos todo por bueno? Se trata de tres destinos semejantes y, empero,
diferentes. La muerte para todos, pero a cada cual su propia muerte.
A fin de cuentas, pese a todo, el sol nos calienta los huesos.
Fuente:
Título
original: L’envers
et l’endroit & Discours de Suède
Albert Camus, 1958
Traducción: María Teresa
Gallego Urrutia & Miguel Salabert
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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