ALBERT CAMUS (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l’absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.
Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el 7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939
Discurso
de Suecia
Al señor
Louis Germain
Discurso del 10 de diciembre de 1957[1]
Al recibir la distinción con
que su libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud era tanto más
profunda cuanto yo consideraba hasta qué punto esta recompensa
excedía mis méritos personales. Todo hombre, y con más razón,
todo artista desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero al
conocer su decisión no pude dejar de comparar su repercusión con lo
que soy en realidad. ¿Cómo no iba a enterarse con una especie de
pánico de un fallo que lo llevaba de golpe, solo y reducido a sí
mismo en medio de una luz intensa, un hombre aún joven que sólo
cuenta con sus dudas y una obra todavía en formación y habituado a
vivir en la soledad del trabajo o el retiro de la amistad?
Yo sentí en mi fuero interno
desasosiego y turbación. A fin de recobrar la paz, tuve que hacer un
gran esfuerzo para poder sentirme a la altura de un destino demasiado
generoso. Y puesto que no podía igualarme a él apoyándome
únicamente en mis méritos, no encontré otra ayuda mejor que la que
me ha sostenido siempre, a lo largo de toda mi vida, aun en las
circunstancias más adversas: la idea que tengo de mi arte y del
papel del escritor. Permítanme, pues, que, desde el agradecimiento y
la amistad, les hable, tan sencillamente como pueda, de esta idea.
Personalmente, no puedo vivir
sin mi arte. Pero nunca lo he situado por encima de todo. Al
contrario, si lo necesito es porque no se separa de nadie y porque me
permite vivir, tal como soy, en el plano de todos. El arte no es a
mis ojos un placer solitario. Es un medio para conmover al mayor
número posible de personas, al ofrecerles una imagen privilegiada de
los sufrimientos y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no
aislarse y lo somete a la verdad más humilde y más universal. Y
quien a menudo ha escogido su destino de artista por sentirse
diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su
diferencia, sino reconociendo su semejanza con todos. El artista se
forma en esta perpetua ida y vuelta de sí a los demás, a medio
camino entre la belleza, de la que no puede prescindir, y la
comunidad, de la que no puede extirparse. Por esto es por lo que los
verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en
vez de a juzgar. Y si tienen que tomar partido en este mundo, no
puede ser otro que el de una sociedad en la que, según la gran frase
de Nietzsche, no reine ya el juez, sino el creador, sea trabajador o
intelectual.
A la vez, el papel del escritor
no está exento de difíciles deberes. Por definición, no puede
ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al
servicio de los que la sufren. De no hacerlo así, se quedará solo y
privado de su arte. Ni todos los ejércitos de la tiranía con sus
millones de hombres le salvarán de la soledad, aun cuando consienta
—menos aún en este caso— en alinearse con ellos. En cambio, el
silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones
en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor del
exilio, al menos cada vez que logre, en medio de los privilegios de
la libertad, no olvidar ese silencio y hacerlo resonar con los medios
del arte.
Ninguno de nosotros es lo
suficientemente grande para semejante vocación. Pero, en todas las
circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre,
aherrojado por la tiranía o libre de expresarse por un tiempo, el
escritor puede reencontrar el sentimiento de una comunidad viva que
lo justificará a condición de que acepte, en la medida de sus
medios, las dos responsabilidades que constituyen la grandeza de su
oficio: el servicio de la verdad y el de la libertad. Puesto que su
vocación es reunir al mayor número posible de personas, ésta no
puede acomodarse a la mentira y a la esclavitud que, allí donde
reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean
nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio
arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la
negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la
opresión.
Durante más de veinte años de
una historia demencial, perdido sin auxilio, como todos los hombres
de mi edad, en las convulsiones de la época, me he sentido sostenido
por el oscuro sentimiento de que escribir era hoy un honor, porque
este acto obligaba, y obligaba no sólo a escribir. Me obligaba
particularmente a soportar con todos los que vivían la misma
historia, tal como yo era y según mis fuerzas, la desdicha y la
esperanza que compartíamos. Esos hombres, nacidos al comienzo de la
Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años cuando se
instauraban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos
revolucionarios, que se confrontaron luego, para completar su
educación, con la guerra de España, con la Segunda Guerra Mundial,
con el universo concentracionario, con la Europa de la tortura y de
las prisiones, deben hoy educar a sus hijos y realizar sus obras en
un mundo amenazado por la destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede
pedirles que sean optimistas. Y opino incluso que debemos comprender,
sin cesar de luchar contra ellos, el error de los que, en una espiral
de desesperación, han reivindicado el derecho al deshonor y se han
precipitado a los nihilismos de la época. Pero ahí está el hecho
de que la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, hayamos
rechazado esos nihilismos y nos hayamos dedicado a la búsqueda de
una legitimidad. Hemos tenido que forjarnos un arte de vivir en
tiempo de catástrofes para nacer por segunda vez y luchar luego, a
rostro descubierto, contra el instinto de muerte que actúa en
nuestra historia.
Cada generación, sin duda, se
cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no
lo rehará. Pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir
que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la
que se mezclan las revoluciones caídas, las técnicas que han caído
en la locura, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la
que mediocres poderes pueden hoy destruirlo todo pero no saben
convencer, en la que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse la
sirvienta del odio y de la opresión, esta generación ha debido
restaurar, en sí misma y en torno a sí misma a partir de sus
negaciones, un poco de lo que da la dignidad de vivir y de morir.
Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros
grandes inquisidores pueden establecer para siempre los reinos de la
muerte, esta generación sabe que, en una especie de loca carrera
contra el reloj, debería restaurar entre las naciones una paz que no
sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la
cultura, y rehacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es
seguro que pueda llegar a cumplir esta tarea inmensa, pero sí es
seguro que a lo largo de todo el mundo hace ya su doble apuesta por
la verdad y por la libertad, y que, si llega el caso, sabrá morir
por ella sin odio. Es esta generación la que merece ser saludada y
estimulada en todas partes, y sobre todo allí donde se sacrifica.
Seguro de que estaréis en profundo acuerdo conmigo, es en esta
generación, en todo caso, en la que quiero hacer recaer el honor que
ustedes me han concedido.
Lo dicho hasta aquí supone, a
la vez que resaltar la nobleza del oficio de escribir, poner al
escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que
comparte con sus compañeros de lucha: vulnerable pero obstinado,
injusto y apasionado por la justicia, construyendo su obra a la vista
de todos, sin vergüenza ni orgullo, siempre en tensión entre el
dolor y la belleza, y destinado, en fin, a extraer de su doble ser
las creaciones que obstinadamente trata de edificar en el movimiento
destructor de la historia. Dicho esto, ¿quién podría esperar de él
soluciones redondas y hermosas moralejas? La verdad es misteriosa,
huidiza, y siempre está por conquistar. La libertad es peligrosa,
tan apasionante como difícil de vivir. Nosotros debemos marchar
hacia esos dos objetivos, penosa pero resueltamente, sabedores de
antemano de los desfallecimientos en que caeremos durante tan largo
camino. ¿Qué escritor osaría entonces, con buena conciencia,
erigirse en predicador de la virtud? En cuanto a mí respecta, tengo
que decir una vez más que no soy nada de todo eso. Nunca he podido
renunciar a la luz, a la dicha de existir, a la vida libre en la que
he crecido. Pero, aunque esta nostalgia explique muchos de mis
errores y de mis culpas, debo decir que me ha ayudado a comprender
mejor mi oficio y que me ayuda todavía a mantenerme ciegamente junto
a todos esos hombres silenciosos que sólo pueden soportar en el
mundo la vida que se les depara gracias al recuerdo o al retorno de
breves y libres momentos de felicidad.
Reconducido así a lo que yo
soy realmente, a mis límites, a mis deudas, así como a mi fe
difícil, me siento más libre para reconocer la amplitud y la
generosidad de la distinción que acaban de concederme, más libre
también para decirles que yo querría recibirla como un homenaje
rendido a todos los que, compartiendo el mismo combate, no han
recibido ningún privilegio, sino, por el contrario, han sufrido
desgracias y persecuciones.
Sólo me queda ya darles las
gracias de corazón y hacerles públicamente, en testimonio personal
de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que cada artista
verdadero se hace a sí mismo, cada día, en el silencio.
***
ALBERT CAMUS
(Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista,
ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores
más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un
estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie
de l’absurde,
la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de
las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.
Camus nació
en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el
7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus
estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis.
Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras
para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y
viajó mucho por Europa. En 1939
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