DOS
FILMS
El
agente secreto y Los muchachos de antes no usaban gomina.
Dos
films he visto en dos consecutivas noches. El primero —en ambas
acepciones de la palabra— "está inspirado en la novela de
Joseph Conrad, El Agente Secreto". El mismo director lo asegura;
debo confesar que sin él, yo hubiera dado con la filiación que
señala, pero no con el respiratorio y divino verbo inspirar.
Destreza fotográfica, torpeza cinematográfica: tales son los
juicios tranquilos que me "inspira" el último film de
Alfred Hitchcock. En cuanto a Joseph Conrad... Es indudable que,
descontadas varias deformaciones, la fábula del film Sabotaje (1936)
coincide con los hechos del relato The Secret Agent (1907); es
también indudable que los hechos referidos por Conrad tienen un
valor psicológico, sólo tienen un valor psicológico. Conrad
propone a nuestra comprensión el destino y carácter de Mr. Verloc,
hombre haragán, obeso y sentimental, que llega al "crimen"
por obra de la confusión y del temor; Hitchcock prefiere traducirlo
en un inescrutable satanás eslavo-germánico. Un pasaje del Secret
Agent, casi profético, invalida y refuta esa traducción: "Había
en Mr. Verloc ese aire peculiar de los hombres que viven de los
vicios, de las locuras o de los temores más bajos de la humanidad;
ese aire de nihilismo moral que es propio de los dueños de garitos y
de prostíbulos; de los detectives particulares y de los miembros de
la policía secreta; de los traficantes de alcohol y (lo sospecho) de
quienes venden cinturones eléctricos o inventan específicos. Pero
de los últimos no hablo, porque no he rebajado mi investigación a
tales abismos. Es muy posible que su cara sea perfectamente
diabólica. No me sorprendería. Lo que quiero decir es que Mr.
Verloc nada tenía de diabólico". Hitchcock ha preferido
desdeñar ese aviso. No deploro su curiosa infidelidad: deploro la
tarea subalterna en que se ha empeñado. Conrad nos da la comprensión
perfecta de un hombre que causa la muerte de un niño; Hitchcock
dedica su arte (y los ojos oblicuos y dolientes de Sylvia Sidney) a
que nos enternezca esa muerte. El empeño del uno fue intelectual; el
del otro es apenas sentimental. Ello no es todo: el film —oh
complementario, insípido horror— añade un episodio amoroso cuyos
protagonistas, no menos continentes que enamorados, son la
martirizada Mrs. Verloc y un gallardo y pulcro detective, disfrazado
de verdulero.
El
otro film informativamente se llama: Los muchachos de antes no usaban
gomina. (Hay nombres informativos que son hermosos: El General murió
al amanecer). Este —Los muchachos de antes, etcétera— es
indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale
decir, uno de los peores del mundo. El diálogo es del todo
increíble. Los personajes —doctores, patoteros y compadrones de
1906— hablan y viven en función de su diferencia con el año 1937.
No existen fuera del color local y del color temporal. Hay una pelea
a trompadas y otra a cuchillo. Los actores no saben canchar ni
boxear, lo cual desluce un poco esos espectáculos.
El
tema —el "nihilismo moral" o reblandecimiento progresivo
de Buenos Aires— es, por cierto, atrayente. El director del film lo
malogra. El héroe, que debería ser emblemático de la antigua
virtud —y de la antigua incredulidad— es un porteño ya
italianado, harto sensible a los bochornosos estímulos del
patriotismo apócrifo y del tango sentimental.
Sur,
Buenos Aires, Año VII, N° 31, abril de 1937.
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