domingo, 11 de junio de 2017

Carlos Fuentes. INQUIETA COMPAÑÍA. Cuentos.


EL AMANTE DEL TEATRO

A Harold Pinter y Antonia Frazer

La Ventana

1

Ocupo un pequeño apartamento en una callecita a la vuelta de Wardour Street. Wardour es el centro de negocios y de edición de cine y televi-sión en Londres y mi trabajo consiste en seguir las indicaciones de un director para asegurar una sola cosa: la fluidez narra-tiva y la perfección técnica de la película.
Película. La palabra misma indica la fragilidad de esos trocitos de "piel", ayer de nitrato de plata, hoy de acetato de celulosa que me paso el día digi-talizando para lograr continuidad; eliminando, para evitar confusio-nes, fealdad o, lo peor, inexperien-cia en los autores del film. La palabra inglesa qui-zás es mejor por ser más técnica o abstracta que la española. Film indica membrana, frágil piel, bru-ma, velo, opacidad. Lo he buscado en el dicciona-rio a fin de evitar fantasías verbales y ceñirme a lo que film es en mi trabajo: un rollo flexible de celu-losa y emulsión. Ya no: ahora se llama Beta Digi-tal.
Sin embargo, si digo "película" en español no me alejo de la definición académica ("cinta de celu-loide preparada para ser impresionada cine-matográ-ficamente") pero tampoco puedo (o quiero) separarme de una visión de la piel humana frágil, superficial, el delgado ropaje de la apa-riencia. La piel con la que nos presentamos ante la mirada de otros, ya que sin esa capa que nos cubre de pies a cabeza seríamos solamente una desparramada carnicería de vísceras pere-cederas, sin más arma-dura final que el esqueleto -la calavera. Lo que la muerte nos permite mostrarle a la eternidad. Alas, poor Yorick!
Mi trabajo ocupa la mayor parte de mi día. Ten-go pocos amigos, por no decir, francamente, ningu-no. Los británicos no son particularmente abiertos al extranjero. Y quizás -voy averiguando- no hay nación que dedique tantos y tan mayores sobrenom-bres despectivos al foreigner: dago, yid, frog, jerry, spik, hun, polack, russky...
Yo me defiendo con mi apellido irlandés -O'Shea- hasta que me obligan a explicar que hay mucho nombre gaélico en Hispanoamérica. Estamos llenos de O'Higgins, O'Farrils, O'Reillys y Fogartys. Cierto, pude engañar a los isleños británicos hacién-dome pasar por isleño vecino -irlandés-. No. Ser mexicano renegado es repugnante. Quiero ser acep-tado como soy y por lo que soy. Lorenzo O'Shea, convertido por razones de facili-dad laboral y familia-ridad oficinesca en Larry O'Shea, mexicano descen-diente de anglo-irlandeses emigrados a América desde el siglo XIX. Vine a los veinticuatro años a estudiar técnicas del cine en la Gran Bretaña con una beca y me fui quedando aquí, por costumbre, por inercia si ustedes prefieren, acaso debido a la ilusión de que en Inglaterra llegaría a ser alguien en el mundo del cine.
No medí el desafío. No me di cuenta hasta muy tarde, al cumplir los treinta y tres que hoy tengo, de la competencia implacable que reina en el mundo del cine y la televisión. Mi carácter huraño, mi ori-gen extran-jero, acaso una abulia desagradable de ad-mitir, me encadenaron a una mesa de edición y a una vida solitaria porque, por partes idénticas, no quería ser parte del party, vida de pubs y deportes y fascina-ción por los royals y sus ires y venires... Quería reser-varme la libre soledad de la mirada tras nueve horas pegado a la AVID.
Por la misma razón evito ir al cine. Eso sería lo que aquí llaman "la va-cación del conductor de auto-bús" -busman's holiday-, o sea repetir en el ocio lo mismo que se hace en el trabajo.
De allí también -estoy poniendo todas mis car-tas sobre la mesa, curioso lector, no quiero sorpren-der a nadie más de lo que me he engañado y sorprendido a mí mismo- mi preferencia por el tea-tro. No hay otra ciudad del mundo que ofrezca la cantidad y calidad del teatro londinense. Voy a un espectáculo por lo menos dos veces a la semana. Prác-ticamente gasto mi sueldo, la parte que emplearía en cines, viajes, restoranes, en comprar entradas de tea-tro. Me he vuelto insaciable. La escena me propor-ciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que exigen mis ojos). Estoy allí pero me separa de la esce-na la ilusión mis-ma. Soy la "cuarta pared" del escena-rio. La actuación es en vivo. Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la imagen filmada, intangi-ble, siempre la misma, editada, cortada, recortada e incluso eliminada, pero siempre la misma. En cam-bio, no hay dos representaciones tea-trales idénticas. A veces repito cuatro veces una representación sólo para anotar las diferencias, grandes o pequeñas, de la actuación. Aún no encuentro un actor que no varíe día con día la interpretación. La afi-na. La perfeccio-na. La transforma. La disminuye porque ya se abu-rrió. Quizás esté pensando en otra cosa. Pongo atención a los actores que miran a otro actor, pero también a los que no hacen debido contacto vi-sual con sus compañeros de escena. Me imagino las vidas personales que los actores deben dejar atrás, abando-nadas, en el camerino, o la indeseada invasión de la privacidad en el escenario. ¿Quién dijo que la única obligación de un actor antes de entrar en escena es haber orinado y asegurarse de que tiene cerrada la bragueta?
El canon shakespeariano, Ibsen, Strindberg, Chejov, O'Neill y Miller, Pinter y Stoppard. Ellos son mi vida personal, la más intensa, fuera del tedio ofi-cinesco. Ellos me elevan, nutren, emocionan. Ellos me hacen creer que no vivo en balde. Regreso del tea-tro a mi pequeño aparta-mento -salón, recámara, baño, cocina- con la sensación de haber vivido intensamente a través de Electra o Coriolano, de Willy Loman o la se-ñorita Julia, sin necesidad de otra com-pañía. Esto me da fuerzas para levantarme al día si-guiente y marchar a la oficina. Estoy a un paso de Wardour Street. Pero también soy vecino de la gran avenida de los teatros, Shaftesbury Avenue. Es un terri-torio perfecto para un paseante solitario como yo. Una nación pequeña, bien circunscrita, a la mano. No nece-sito, para vivir, tomar jamás un transporte público.
Vivo tranquilo. Miro por la ventana de mi flat y sólo veo la ven-tana del apartamento de enfrente. Las calles entre avenida y avenida en Soho son muy estrechas y a veces se podría tocar con la mano la del vecino en el edificio frentero. Por eso hay tantas cortinas, persia-nas y hasta batientes antiguos a lo largo de la calle. Podríamos observarnos deteni-damente los unos a los otros. La reserva inglesa lo impide. Yo mismo nunca he tenido esa tentación. No me interesaría ver a un matrimonio disputar, a unos niños jugar o hacer tareas, a un anciano agonizar... No miro. No soy mirado.
Mi vida privada refrenda y regula mi vida "pú-blica", si así se la puede llamar. Quiero decir: vivo en mi casa como vivo en la calle. No miro ha-cia fuera. Sé que nadie me mira a mí. Aprecio esta especie de ceguera que entraña, qué se yo, privacidad o falta de interés o desatención o, incluso, respeto...


2

Todo cambió cuando ella apareció. Mi mirada acci-dental absorbió pri-mero, sin prestarle demasiada aten-ción, la luz encendida en el aparta-mento frente al mío. Luego me fijé en que las cortinas estaban abiertas. Finalmente, observé el paso distraído de la persona que ocupaba el flat de enfrente. Me dije, distraído yo también:
-Es una mujer.
Olvidé la novedad. Ese apartamento llevaba años deshabitado. Yo cum-plía mis horarios de trabajo.
Luego iba al teatro. Y sólo al regresar, hacia las once de la noche, a mi casa, notaba el brillo nocturno de la ventana vecina. Como "vecina" era la mujer que se movía dentro de las habitaciones opuestas a las mías, apareciendo y desapareciendo de acuerdo con sus hábitos personales.
Empezó a interesarme. La miraba siempre de le-jos, moviéndose, arre-glando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opues-ta. Todo esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la ofici-na.
De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente estaban ce-rradas, pero de noche, al regre-sar, siempre las encontraba abiertas.
Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.
Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza. Hasta don-de podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien des-pués de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de maña-na? Cuando yo partía a las 8:30, aún estaban cerra-das. La curiosidad me ganó. Un jueves cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.
Su sombra cruzó varias veces detrás de las delga-das cortinas. Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.
Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente verla de cerca.
Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar sus brazos fir-mes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pero los ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blon-da. No tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos, prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante, ma-terna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.

El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más de vein-ticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su cuerpo.
Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me despren-dería de mi puesto en la ven-tana. Habría interrupciones. Accidentes, quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesi-dad nacida instantáneamente como compañe-ra de la fortuna de haberla descubierto.
¿Cuál sería su horario?
Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ven-tana todo el tiempo, día y noche. Al principio, inten-té disciplinarme a mi trabajo, resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego sacrifi-qué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al aparta-mento apenas pasadas las siete. A  esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se mo-vía, hacendosa, por el flat. Pero a las doce apagaba las luces y cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las on-ce de la mañana para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.

Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digita-les a las nueve y excu-sarme a las once. Ustedes adivi-nan lo que pasó. Entonces pedí licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cam-bio de un certifi-cado médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habi-tual, que me hi-ciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:
-Por amor.
-¿Amor?
-Tengo que conquistar a una muchacha.
Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo. Opo-nerle obs-táculos al amor es un delito superior a extender un falso certi-ficado de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que perfec-ciona la envidia, es complici-dad nutrida por el sentimiento de que, sien-do cultu-ralmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.

Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi venta-na, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comer-ciales. Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me detuve a tiempo, con el dedo índi-ce tieso, en el aire. Un instinto incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a decir?, quiero convertirla a una reli-gión, traigo un inexistente pa-quete, soy un mensajero -o la verdad in-sostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la probable respuesta.
-Perdone. No sé quién es usted.
O: -Deje de importunarme.
O acaso: -Algún día, quizás. Ahora estoy ocu-pada.
No fue ninguno de estos motivos lo que me ale-jó de su puerta. Fue una marea interna que inundó mi corazón. Sólo quería verla desde la ventana. Me había enamorado de la muchacha de la ventana. No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto por un estre-cho callejón de Soho, aunque cercana a mí gracias al misterio de mi propia mirada, fija en ella.
Y la mirada de ella, siempre apartada de la mía, ocupada con su queha-cer doméstico durante ciertas horas del día y de la noche, invisible des-de la medianoche hasta el mediodía... Era mía gracias a mis ojos, nada más.

Esta era la situación. Dejé de ir al trabajo. Dejé de ir al teatro. Pasé la jornada entera frente a mi ventana abierta -era el mes de agosto, sofo-cante-, esperando la aparición de la muchacha en su pro-pio marco. Au-sente a veces, alejada otras, sólo de vez en cuando se acercaba a mi mirada. Nunca, du-rante estos largos y lánguidos días de verano, me di-rigió la vista. Miraba hacia el cielo invisible. Mi-raba a la calle demasiado visible. Pero no me mira-ba a mí.
Empecé a temer que lo hiciera. Me deleitaba de tal modo verla sin que ella se fijara en mí. La razón es obvia. Si ella no me miraba, yo podía observarla con insistencia. Con impunidad. ¿Qué no vi en mi mara-villada criatura? Su larga cabellera rubia, mecida en realidad por el ventilador que ronroneaba a sus espal-das aunque, a mis ojos, mecida por el flujo de un maravilloso e invisible río que le bañaba el pelo en ondas refulgentes. Y sus ojos, por oscuros, eran más líquidos que el verde del mar o el azul del cielo. Me imaginaba una noche en la que el mar y el cielo se fundían sexualmente en los ojos de esa "hermosa nin-fa", como empecé a llamarla. Que me diera trato de ajeno, de invisible, sólo aumentaba, en el gozo de verla sin obstáculos, mi placer y mi de-seo, aunque éste con-sistiese más en verla que en poseerla. En adivi-narla más que en saberla...
¿No era su lejanía -natural, indiferente a mi persona o inconsciente de ella- el trato perfecto que por ahora deseaba?
¿Iba a enriquecerme más cualquier acuerdo coti-diano con ella que esta idealización a la que la sometí durante el mes de ausencia con goce de sueldo que le sonsaqué a la compañía?
¿Viviría yo mejor de mis deseos que de su reali-zación?
¿Era mi mal -la lejanía- el bien mayor del amor, del arrebato, de la pa-sión erótica que esta mu-jer sin nombre hizo nacer en mi pecho?
Mi ninfa.
¿Podían su piel, su tacto, sus inciertos besos, sa-tisfacerme más que la distancia que me permitía mi-rarla -poseerla- por completo?
¿Por completo? No, ya indiqué que por más que se asomara a la venta-na, el marco la cortaba debajo de los senos. Lo demás, del pecho para abajo, era el misterio de mi amor.
Mi amor.
Me atreví a llamarla así no porque ignorase su nombre, sino porque ella no era, ni sería nunca, otra cosa: Mi amor. Dos palabras dichas y senti-das, cuando son verdaderas, siempre por primera vez, jamás precedi-das de una sensación, no sólo ante-rior, sino más poderosa y cierta, que ellas mismas. Mi amor.

Imaginen un ánfora vacía, una vida joven como la mía, sin proximidad afectiva, sin relación sexual femenina o masculina, pero también sin sustitutos fáciles -pornografía, onanismo- que me rebajasen ante mí mismo. Educado por los jesuitas, nunca me dejé engañar por sus prédi-cas de castidad, sabiendo que ellos mismos no las practicaban. El rigor de la abstinencia me lo impuse por voluntad propia y para someter a prueba mi voluntad. Alguna vez sucumbí a la tentación del prostíbulo. ¿Por qué no me metí de cura sólo para dar el ejemplo? El hecho es que en Londres encontré la necesaria sublimación de mis instintos animales.

El teatro. El teatro era mi catarsis no sólo emo-cional sino sexual. Toda mi energía erótica, mi libido entera, la dejaba en la butaca del teatro. Mi fuerza viril se me desparramaba. Mediante la emoción escé-nica as-cendía de mi sexo a mi plexo y de allí a mi corazón batiente sólo para instalarse como una reina en mi cabeza. Mi cabeza ya no de espectador sino de actor a la orilla del escenario, viviendo la emoción del teatro como un participante indispensable. La audien-cia. Yo era el público de la obra. Sin mi presencia, la obra tendría lugar ante un teatro vacío.
Ven ustedes cómo pude trasladar esta emoción teatral a la pura visión de mi amor, la chica de la ven-tana, y convencerme de que bastaba esta liga visual para satisfacerme plenamente. La florecilla, en una escena de película que edité hace tiempo, le pide a un hombre que está a punto de cortarla que no lo haga. Que no la condene a perecer a cam-bio de uno o dos días de placer. Yo tampoco quería que mi amor se marchitara si lo arrancaba de la tierra de mis ojos.
Esta era, ven ustedes, la intención verdadera, pura en extremo, de mi obsesiva relación con la muchacha de la ventana. Y sin embargo, tenía que luchar contra la perversa noción de mi persona que me pedía ha-blarle, establecer contacto, escucharla...
Una sola vez supe que ella estaba a punto de des-viar esa su mirada au-sente para fijarla en mí. Sentí terror. Con un movimiento brusco me aparté de la ventana y me cubrí, cobardemente, con la cortina. Allí, como una araña invisible, quise ver con lucidez las dimensiones de mi estrategia. Como una cucaracha me hundí en la oscuridad anónima del cortinaje, más temeroso de lo que deseaba que de lo que temía. Miedo al miedo.

Acaso mi terror no era vano. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, vi a mi amada con la cabeza coronada de flores. Caminaba acercándose y aleján-dose de la ventana. Cuando más cerca estuvo, vi cla-ramente que cerraba los ojos y movía los labios, como si rezara...


3

Los días pasaban y nada agotaba el manantial de mi deseo. La mujer, para ser mía (de mi deseo), me era vedada. Las luces de mi habitación se prendían y se apagaban. Se me ocurrió que así como yo la miro cuando enciende la luz o corre las cortinas o la ilu-mina el sol, ¿me mi-raría ella a mí sólo cuando sepa que yo no la estoy observando? Nunca me mira cuando podría verme. ¿Me verá cuando yo no lo sepa?
Ya anticipan ustedes la decisión que entonces tomé. Yo no dormiría nunca en espera de que ella me dirigiese la mirada. Al principio, aco-modé mis hora-rios de sueño a los suyos. De doce de la noche a once de la mañana, ella desaparecía detrás de las cortinas... Pero un día tuve una sospecha fatal. ¿Y si ella aprove-chaba los horarios del sueño para dirigirme la mirada y sólo encontraba unos batientes cerrados? Podía, aca-so, ser tan pudorosa que sólo buscase mi mirada cuando sabía que yo no se la podía devolver.
Nada confirmaba esta sospecha. Por eso se con-virtió en acertijo y me condenó a una vigilia perpe-tua. Quiero decir: me instalé en el centro del marco de mi ventana día y noche, dispuesto a no perder el mo-mento en que mi ninfa sucumbiese a la atracción de mi mirada y me ofrendase la suya.

Debo añadir que a estas alturas una especie de razón de la sinrazón había penetrado mi cerebro. Era esta. Ella me obedecía. Era yo quien anticipaba los movimientos de ella. Yo, sólo yo, le impedía dirigirme la mirada. Yo era el autor de mi propia tortura. Yo, sólo yo, podía orde-narle:
-Mírame.
Me pregunto: ¿es la necesidad tan loable como la paciencia o la bon-dad?
Mi médico español me había dado dosis suficien-tes de diazepam para apacentar mi insomnio. Me juz-gaba un hombre, a pesar de todo, razo-nable. La soledad no espanta a los hispanos. La cultivamos, la nombra-mos, la ponemos a la cabeza -es el título- de nues-tros libros. Ningún latino se ha muerto de soledad. Eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de des-terrar la soledad con el sueño y suplir la compa-ñía con la imaginación. De tal suerte que me bastaba abando-nar los barbitúricos para instalarme en una vigilia salvadora que no perdiese un instante de lo que aconteciera en la obsesiva ventana de mi amada. Y si la vigilia me traicionaba, el doctor me daría anfetaminas.
Claro que no pude mantener este programa de vigilia perpetua. Cabe-ceando a veces, profundamen-te dormido otras, despertado con el so-bresalto de un íncubo, azotándome mentalmente por la indiscipli-na de caer dormido, temblando de miedo porque ella pudo aparecer y verme durmiendo, aplazando la visi-ta al doctor (¿quién no lo hace?) me com-pensaba de estos terrores la convicción de que, viviendo un si-lencio tan sólido, hasta la mirada haría ruido. Si ella me mirase, me despertaría con sus ojos sonoros como una campana. Esto me consolaba. Quizá nuestro destino sería sólo este. Vernos de lejos.

Se cumplían ya veinticinco días de la vida con mi amor de la ventana. Mi ninfa.
Una noche, con mis luces apagadas para que ella no se sintiera obser-vada -aunque supiese que esto no era cierto, ya que lo desmentían las horas de sol-, la muchacha se acercó a la ventana. La miré como siem-pre. Pero esta vez, por vez primera, ella no sólo movió los labios. Los unió primero. Enseguida los movió en silencio y lanzó un mugido.
Un mugido animal, de vaca, pero también elemental como el poderoso rumor del viento y terrible como el grito iracundo de una amante des-pechada.
Mugió.
Mugió y me miró por primera vez.
Creí que me iba a convertir en piedra.
Pero ella no era la Medusa.
Su mirada, acompañada de ese mugido feroz y plañidero a un tiempo, era de abandono, era de soco-rro, era de locura.
La voz me atravesó con tal fuerza que me obligó a cerrar los ojos.
Cuando los abrí, la ventana de enfrente estaba cerrada. Las cortinas unidas. Y el apartamento, desde ese momento, vacío.
Ella se fue.


El escenario

4

Regresé a mi rutina. La salud mental me ordenaba que pusiese detrás de mí la enfermiza obsesión que me mantuvo casi un mes pegado a la ventana. El ejerci-cio de la vigilia, debo admitirlo, aguza las facultades. Regresé al trabajo con un renovado sentido del deber. Esto fue notado y aprobado (a regañadientes) por mis superiores. Como tenían el pre-juicio de que todos los mexicanos somos holgazanes y que sólo aspira-mos a dormir largas siestas a la sombra del sombrero, mi dili-gencia les llamaba la atención, aunque la reserva inglesa les impidiese alabarla. A lo sumo, un Right on, old chap.
No esperaba diplomas en la oficina. Mi deleite era nuevamente ver tea-tro y ahora, a medida que se disipaba mi obsesión amorosa, regresó con ímpetu acrecentado mi deseo de sentarme en una platea y elevar-me a ese cielo del verbo y de la imaginación que es la obra teatral. Co-mo siempre, ese verano del año 03, había de dónde escoger. Ibsen y Strindberg estaban de moda. Ian MacKellan bailaba en el Lyric una Danza de la muerte en la que el genio de Strind-berg arranca con la dis-puta agria de un matrimonio intolerable y termina, contra toda expec-tativa, en la reconciliación con la esposa -Frances de la Tour-, revelan-do que el rostro de esa pareja agria ha sido el amor y su máscara, el odio. Me encaramé a las gradas del Donmar para admirar a Michael Sheen resuci-tando el Calígula de Camus como si lo cegara la mis-ma luz que lo revela, la luz del poder.
-Regresaré -dice el monstruoso César cuando acaba de morir-. Estoy vivo.

Siempre regresan, porque son uno solo. La tira-nía es una hidra. Corta una de sus cabezas y renacen cien, dijo Corneille en Cinna.
Como contraste, fui ese verano al apartado Al-meida a ver a Natasha Ri-chardson en La dama del mar de Ibsen, el doble papel de una mujer que vive la vida cotidiana en tierra y otra vida, la de excepción, en el mar. Sólo encuentra la paz en el silencio, protegida por el cuerpo de su esposo... Y al céntrico Wyndhams a ver el Cosí é se vi pare de Pirande-llo. Un brillante ejercicio de Joan Plowright sobre la locura como pre-tensión personal. Pero acaso nada me reservó más gusto que aplaudir a Ralph Fiennes en otra resurrec-ción tan temida como la del emperador Calígula, el Brand fundamentalista, intransigente, el pastor pro-testante que todo lo condena porque nada puede sa-tisfacer la exigencia absoluta de Dios. El genio de Ibsen, su profunda intuición política, aparece dra-máticamente cuando el antagonista de Brand se le enfrenta con una intolerancia superior a la de Brand. Ver esta obra en los trágicos días de la invasión y ocu-pación de Iraq por el fundamentalismo norteamerica-no me convenció de que el siglo XXI será peor que el XX, sus crímenes mayores, e impunes los criminales, porque ahora el agresor no tiene, por primera vez desde la Roma de Calígula, contrincante a la vista. Calí-gula pasó como una sombra por el escenario de Brand.
Bueno, esto -el verano teatral del año 2003 en Londres- me compensa-ba, digo, de todo lo demás. Los desastres de la guerra. La rutina del trabajo. Y la desaparición de la mujer de la ventana. Noten bien: ya no era "la muchacha", "la chica", ya no era "mi amor". Era, como en un reparto teatral de vanguar-dia, "la mujer". Yo sabía, parafraseando a Cortázar, que nunca más encontraría a La Ninfa...

Brand se representaba en mi teatro favorito, el Royal Haymarket a dos cuadras de Picadilly. Si asociamos el teatro británico a una riquísima tradición ininterrumpida, ¿hay espacio que la confirme con más bella vi-sibilidad que éste? Data de 1720 y lo constru-yó un carpintero, lo remo-deló el famoso John Nash en 1821 y por sus tablas han pasado Ellen Terry y Marie Tempest, Ralph Richardson y Alec Guinness. Colecciono datos curiosos, dada mi insaciable vora-cidad teatral. Aquí se inauguró la costumbre de la matiné, se inauguró también la luz eléctrica teatral y se abolió -con escándalo- el foso orquestal.

Si distraigo al lector con estos detalles es sólo para dar prueba de mi pasión por la escena.
Sí, soy el amante del teatro.
A la salida de la representación de Ibsen vi el anuncio.
Próximamente se presentaría en el Haymarket un Hamlet protagonizado por Peter Massey. Di un salto de alegría. Massey era, junto con Fiennes, Mark Rylance y Michael Sheen, la promesa, más joven aún que éstos, de la escena inglesa. Tarde o temprano de-bía abordar el papel más prestigioso del teatro mun-dial, la prueba que en su momento, para ce-ñir sus lauros, debieron pasar Barrymore, Gielgud, Olivier, Burton, O'Toole... ¿Cuándo se estrenaría la obra? pregunté en taquilla.
-Están ensayando.
-¿Cuándo?
-Octubre.
-¿Tanto?
-El director es muy exigente. Ensaya la obra por lo menos con tres me-ses de anticipación.
-¿Puedo comprar ya un boleto para el estreno?
-Primero ven la obra los patrocinadores, luego los críticos.
-Ya lo sé. Y yo, ¿cuándo?
-La tercera semana de octubre.
-¿Quién trabaja, además de Massey?
El taquillero sonrió.
-Señor. Cuando Massey es la estrella, sobra y basta. No se dan a cono-cer los nombres de los demás actores.
-Y ellos, ¿soportan tanta vanidad?
El agrio señor de la taquilla se encogió de hom-bros.

Perdí la paz tan anhelada. Una explicable impa-ciencia atribuló mis días. La expectativa me devora-ba. ¡Massey en Hamlet. Era un sueño. Jamás había conseguido boletos para aplaudir a este muy joven actor. Su ca-rrera, fulgurante, se había iniciado hace apenas un año, con una reposi-ción de Fantasmas de Ibsen donde Massey hacía el papel del condenado joven Oswald en una adaptación moderna que susti-tuía la mortífera sí-filis del siglo XIX por el no menos terrible sida del XX. Unánimemente, el público y la crítica se volcaron en elogios a la inteligencia y sensi-bilidad de Peter Massey para cambiar los calendarios del joven Oswald ahondando, en vez de disiparlo, el drama de la madre culpable y del hijo moribundo.

Llegué temprano al Royal Haymarket la noche de octubre indicada en mi boleto. Quería integrarme, si fuese posible en soledad, al teatro opulento, con sus tres niveles de butacas y sus cuatro balcones dando la cara al soberbio marco dorado de la escena, la cortina azul rey y el escudo triunfal a la cabeza del cuadro escénico, Dieu et mon droit, el león y el uni-cornio. Los espacios de mármol a ambos lados del marco de oro le daban aún más solidez a la escena, invisible en ese momento, destilando su misterio para acostumbrarnos al silencio expectante que acompa-ña el lento ascenso del telón sobre las almenas de El-sinore y la noche del fantasma del padre de Hamlet.
Shakespeare, sabiamente, excluye al protagonis-ta de esta escena ini-cial. Hamlet no está presente en las almenas. Lo precede el fantasma y ese fantasma es su padre. Hamlet sólo aparece en la segunda escena, la corte de Claudio el rey usurpador y la madre del príncipe, Gertrudis. Se trata aquí de darle permiso a Laertes de regresar a Francia. Hamlet queda solo y recita el primer gran monólogo,

Ay, que esta mancillada carne se disuelva
y se derrita hasta ser rocío...

que en realidad es una diatriba antifemenina -Fragilidad, tu nombre es mujer- y antimaternal.
Acusa a la suya de gozar en sábanas de incesto y sólo entonces, bien establecidas las razones de Hamlet contra el rey usurpador y la madre infiel, entran los amigos a contarle que el fantasma del padre recorre las murallas del castillo. Sale Hamlet con violencia a esperar, paciente-mente, el arribo de la noche.
Ahora entran al escenario vacío Laertes y su her-mana Ofelia.
Me clavé en el asiento como un ajusticiado a la silla eléctrica. Hundí mi espalda al respaldo. Estiré involuntariamente las piernas hasta pegar contra el respaldo de la butaca que me precedía. Una mirada de enojo se volvió a mirarme. Yo ya no estaba allí. Quiero decir, estaba como está un árbol plantado en la tierra o los torreones del castillo a las rocas de la costa. Lo que el público debió agradecerme es que no gritara en voz alta. La muchacha, la mujer de la ventana, mi amor perdido, había entrado al escenario, acompañando a Laertes.

Era ella, no podía ser sino ella. La distancia entre mi butaca y el tablado era mayor, es cierto, que el corto espacio entre mi ventana y la suya, pero mis sentidos enteros, después de veinticinco días de vigi-lia supre-ma, no podían equivocarse.
Mi amada era Ofelia.
Sólo la distinguían las cejas, antes depiladas, ahora pintadas. Supe por qué. Su máscara requería antes un rostro similar a una tela vacía. Yo conocí la tela. Aho-ra miraba la máscara.
No escuché las primeras palabras de la joven ac-triz, las sabía de me-moria, me las dirigía a mí, claro que sí, lo supe sin oírla, pues mis oídos estaban tapo-neados por la emoción.

OFELIA: ¿Lo dudas?

¿A quién le hablaba? ¿A Laertes? ¿A mí? ¿Al her-mano? ¿Al amante?
El lector comprenderá que la emoción me avasa-lló a tal grado que hube de levantarme y pedir excu-sas -mal recibidas- para salir, atropelladamente, de la fila asignada, correr por el pasillo sin atreverme a mirar hacia atrás, ganar la calle, apoyarme contra una de las columnas del pórtico de entrada, contarlas idiotamente -eran seis- y encaminar mis pasos inciertos hacia mi propia casa...
Allí, recostado, sosegado, con las manos unidas en la nuca, me dije con toda sencillez que mi excita-ción -¿mi arrobo?- era natural. ¿No había sido intensa mi relación con la muchacha vecina? ¿No era, precisa-mente, el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a tem-peraturas de pecado? Sabiduría eclesiástica, esta que pon-tificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apa-cigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio... Sus razones tendrían.
Ningún razonamiento, empero, lograba apaci-guar el acelerado latir de mi pecho o abatir mi deci-sión:
-Iré de nuevo al teatro, con serenidad, mañana mismo.

No. La obra era un éxito y tendría que esperarme diez días -hasta fina-les de octubre- para verla. Mi decisión fue temeraria. Compré boletos para cin-co noches seguidas en la primera semana de noviem-bre.


5

Me salto los acontecimientos de las cuatro semanas que siguieron. Los omito porque no tienen el menor interés. Son la crónica de una rutina prevista (sí, soy lector de García Márquez). La rutina -casa, trabajo, comidas, sueño, aseo, miradas furtivas a la venta-na vecina- no da cuenta de la turbulencia de mi ánimo.
Intentaba poner en orden mis pensamientos. Claro, Ofelia -ahora podía llamarla así- estaba encerrada ensayando su papel. Concentrada, no te-nía tiempo ni ganas de distraerse. Si su propia venta-na era un muro, ¿cómo no iba a serlo la mía? Yo había sido ya, sin sospecharlo, su cuarta pared. Y su primer espectador.
Como en el teatro, nos había separado la necesa-ria ilusión. Un intér-prete (a menos que sea un cómi-co morcillero) no debe admitir que un público heterogéneo lo está mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas.
Caí en la cuenta. Yo había sido el público invi-sible de Ofelia mientras ella ensayaba su papel en Hamlet. Ella sabía que yo la miraba, pero no podía admitirlo sin arruinar su propia distancia de actriz, destruyendo la ilusión escénica. Fui su perfecto co-nejillo de Indias. ¡De Indias! Mis me-xicanísimos com-plejos de inferioridad salieron a borbotones, acompa-ñados de una decisión. Regresaría al teatro en las fechas previstas. Ve-ría con atención y respeto la actuación de Ofelia. Y sólo entonces, ha-biendo pagado este óbolo, decidiría qué hacer. Purgarme de ella, asi-milarla como lo que era, actriz profesional. O ir, esta vez, a tocar a su camerino, presentándome:
-Soy su vecino. ¿Se acuerda?
Lo peor que podía sucederme es que me diera con la puerta en las nari-ces. Eso mismo me curaría de mis amatorias ilusiones.

Así, regresé al Royal Haymarket el 4 de noviem-bre. Tenía lugar en la onceava fila. Lejos del escena-rio. Se levantó el telón azul. Sucedió lo que ya sabía. Apareció Ofelia, vestida toda ella de gasas blancas, calza-da con sandalias doradas, peinada con el pelo rubio suelto pero trenza-do, alternando, en un simbó-lico detalle de dirección, a la Ofelia inocen-te, fiel y sensata del principio, con la Ofelia loca del final.
Yo había leído con avidez las crónicas del estre-no. En todas encontré elogios desmedidos a la actua-ción estelar de Peter Massey, pero ningu-na mención de los demás actores.
Había llamado a uno de los diarios para pregun-tar, en la sección de es-pectáculos, la razón de este si-lencio. Mi pregunta fue recibida, una vez con una risa sarcástica, las otras dos con silencios taimados.
Sólo en la BBC un periodista boliviano de la rama en español me dijo:
-Parece que hay un acuerdo no dicho entre los empresarios y los cro-nistas.
-¿Un acuerdo tácito? -me permití enriquecer el vocabulario del Alto Perú con cierta soberbia mexi-cana, lo admito.
-¿De qué se trata?
-De la soberbia de Massey.
-No entiendo.
-¿No conoces la vanidad, manito? -se vengó de mí el boliviano-. Massey sólo actúa si la prensa se com-promete a no mencionar a nadie del re-parto más que a él.
-¡Qué arrogancia!
-Sí, es una diva...
Lo dijo con un toquecillo de envidia, como si le reprochase a Chile no darle a Bolivia acceso al mar...
Por eso, en el programa del teatro, no había más crédito de interpreta-ción que
PETER MASSEY
es
HAMLET

Digo que sufrí con atención anhelante mi segunda visita al teatro y el paso de las dos primeras escenas -la aparición del fantasma, la corte de Elsinore y el monólogo de Hamlet- en espera del diálogo entre Laertes y su hermana Ofelia, así como la primera lí-nea de ésta:

OFELIA: ¿Lo dudas?

Pero de la boca de la actriz no salió palabra. Sólo movió, en silencio, los labios. Laertes, como si la hu-biese escuchado, continuó analizando la frivolidad sen-timental de Hamlet y precaviendo a Ofelia. Hamlet es dul-ce pero pasajero, es el perfume de un minuto... Seguramente, Peter Massey se regocijaba con estas palabras. Al demonio.
Ofelia debe decir entonces: -¿Nada más que eso?
La actriz -mi ninfa, mi Ofelia- movió los la-bios sin emitir sonido. Laertes se lanzó a un extenso soliloquio y yo, por segunda vez, huí del teatro atro-pelladamente, preguntándome ¿por qué nadie ha es-crito que en esta versión Ofelia es muda? ¿Lo es la actriz? ¿O se trata de un capricho omnipotente, van-guardista o acaso perverso, del actor y director Mas-sey? Seguramente el público comentaría el hecho insólito: la heroína de la tragedia no decía nada, sólo movía los labios.

De nuevo en la calle, me apoyé contra la colum-na y revisé el programa.

PETER MASSEY
es
HAMLET

y más abajo:

DIRIGIDA POR PETER MASSEY

y aún más abajo:
Se ruega al público no comentar las revoluciona-rias innovaciones de esta mise-en-scéne. Quienes lo hagan, serán juzgados traidores a las tradicio-nes del teatro británico.
¡Traidor! Y sin embargo, dada la pasión por el teatro en la Gran Breta-ña, yo no dudaba de que, au-nada a la pasión por las novelas de detec-tives, una buena porción del público -y la prensa, encantada con el misterio que vendía periódicos- jugaría el juego de este caprichoso, va-nidoso y cruel director-actor, Peter Massey.
Aunque, pensé, otra parte no lo haría. En más de un pub, en más de una cena en The Boltons, se comentaría la audacia de Massey: silenciar a Ofelia.
Nadie en mi oficina había visto la obra. El boli-viano ya me había con-testado una vez con impacien-cia. No lo volvería a importunar. Debía gozar el hecho de vivir en una isla con infinitas salidas al mar. ¡Titi-caca!, lo maldije y me arrepentí. Bolivia me pone ner-vioso, claustrofóbico, pero de eso Bolivia no tiene la culpa... El nerviosismo me ganaba. Debía llegar sereno a mi tercera asistencia al Hamlet del Royal Hay-market.
Hamlet habla con el fantasma de su padre. No habla con Ofelia. Ofelia escucha consejos de su pa-dre, Polonio. Pero ella sólo mueve los labios.
Me di cuenta. Ofelia no sólo habla poco en la obra. Es un personaje pa-sivo. Recibe lecciones de su padre y de su hermano y en vez de relatar la visita que Hamlet, a medio vestir, le hace en su clóset, ella actúa la escena. Hamlet medio desnudo -Massey se delei-ta exhibiendo su es-belta y juvenil figura- acaricia el rostro de mi amada, suspira y la suelta como una pren-da indeseable. Donde puede, Massey sustituye el monó-logo por la acción.

El odio y la envidia me desbordaron.
Ofelia no volvería a decir nada hasta el tercer acto, apenas una frase.

OFELIA: Ojalá.

Y ahora, ni esa frase le era permitida por el tirano que, segundos más tarde se luciría como un pavo-rreal, entonando el "Ser o no ser". Al tér-mino del monólogo, entra "la dulce Ofelia", se atreve a llamarla "ninfa", hasta eso me arrebata este divo vanidoso y prepotente, la llama "la ninfa" a cuyas oraciones en-comienda Hamlet la memoria de sus peca-dos -pero este Hamlet le habla a mi Ofelia como si el verdadero fan-tasma de la obra fuese ella, da por sentadas sus preguntas y respues-tas, sólo él se deja escuchar, ella mueve los labios en silencio, exacta-mente como lo hacía frente a mi ventana y él perora sin cesar, enci-mando sus palabras al silencio de mi Ofelia, hasta que entra la tropa de comediantes, es "capturada la conciencia del rey" Claudio, Hamlet visita y violenta a su madre y, de paso, atraviesa con una espada a Po-lonio el padre de Ofelia. Hamlet obedece las suge-rencias de Rosencrantz y Guildenstern, parte a Francia y cae el telón sobre la primera parte.
Durante el intermedio pedí una copa de cham-paña en el bar y traté de escuchar los comentarios del relajado público. Hablaban de todo, menos de la obra. Hastiado, angustiado, abandoné otra vez el teatro, dis-puesto a regresar la siguiente noche, pero sólo a partir del intermedio, acosado por preguntas sin respuesta. El silencio de Ofelia ¿era sólo un capricho del director? ¿Massey da por descontado que todos co-nocen el parlamento de Ofelia? ¡Y ella, en verdad, dice tan poco en la obra! Sonreí a pesar mío. ¡Traten de callar a Lady Macbeth! ¿Sería sorda mi Ofelia? ¿Escuchaba a los demás actores? ¿O sólo les leía los labios? ¿Cómo no aproveché para hablarle de venta-na a ventana como mimo, sin decir palabra? Y si me hubiese contestado, ¿qué me habría dicho?
Me di cuenta de que Ofelia no usaba en escena el lenguaje de señas de los mudos porque no se diri-gía a los mudos, sino al público en general. Pues aho-ra venía la gran escena de Ofelia, su locura por haber perdido al padre y acaso por saber que Hamlet lo mató. Ahora la Ofelia loca de-bería cantar y recitar enigmas:

-¿Cómo distinguir el verdadero amor?
-Dicen que la lechuza era hija del panadero.
-Sabemos quiénes somos pero no quiénes podemos ser.
-Mañana es día de San Valentín.

Para terminar, conmovedoramente, pidiendo a todos que pasen buenas noches.

No, no pronunció palabra, pero yo no tuve más remedio que reconocer el genio de Peter Massey. El silencio era, desde siempre, la locura de Ofelia. Sus actos debían revelar sus palabras, pues éstas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensa-miento no necesita de-cirse para entenderse.
Empecé a escuchar músicas, campanas dentro de mi cabeza, seguro de que lo mismo le pasaba a Ofelia.
¡Ofelia era el fantasma de Hamlet! ¡Su doble femenino!
Me incorporé bruscamente y grité:
-¡Ofelia! ¡Canta!
Las voces del público me acallaron con irrita-ción violenta. Un shhhhh! veloz y cortante como una navaja -el puñal desnudo de Hamlet, sí- me acalló.

Abrumado, abochornado, atarantado, abando-né el teatro. Sólo me que-daba una función. La de mañana.
Ahora, en la prepresentación del quinto día, ocupaba butaca de primera fila. Concentré mi aten-ción, mi mirada, mi repetición en silencio de las palabras robadas a Ofelia hasta llegar a la escena de la locura.
Entonces ocurrió el milagro.
Cantando en silencio.
Este momento nunca regresará.
Se fue, se fue. ¡Dios tenga piedad de mi alma!
Ofelia me miró, directamente a los ojos. Yo esta-ba, digo, en primera fi-la. Quizás, todas las noches, Ofelia decía adiós de esta manera, selec-cionando a un espectador para imprimir sobre una sola persona del pú-blico todo el horror de su locura.
Esta noche yo fui ese espectador privilegiado. Pero enseguida me di cuenta de que la mirada de Ofelia no estaba prevista en la dirección es-cénica. Ofelia me sostuvo la mirada que yo le correspondí. En ella iba el mensaje de toda mi pasión por ella, toda la melan-colía de nunca haber-nos amado físicamente.
El público se dio cuenta. Hubo un movimiento nervioso en la sala. Mur-mullos desconcertados. Cayó el misericordioso telón del intermedio. Regresé a casa. No quería saber que Ofelia moriría en el siguiente acto. No lo quería saber porque imaginé, enloqueci-do, que Peter Massey era capaz de matarla en verdad esta noche porque la actriz quebró el pacto escénico y se dirigió a un espectador.
A mí. Sólo a mí.

6

Esa noche soñé que violaba a una mujer que no po-día gritar. Y si no podía gritar, ¿por qué no matarla en vez de poseerla?
Mi verdadero terror era saber que las representa-ciones terminarían y Ofelia desaparecería para siem-pre de mi vida. El tiránico Massey limita-ba el número de representaciones -nunca más de dos meses- a fin de mantener al rojo vivo el interés de la obra. No toleraba, prejuzgué, una lenta extinción del fuego teatral. Era, perversamente, un entusiasta -es de-cir, un hombre poseído por los Dioses... Cada pro-fesión tiene los su-yos, pero los manes del teatro son los más exigentes porque son los más generosos. Lo dan todo o no dan nada. En el teatro no hay térmi-nos medios.

Yo tenía que ver la obra por última vez. No ha-bía boletos. ¿Podía al menos sentarme en el teatro vacío antes de la representación? Era un estudiante latinoamericano (huerfanito tercermundista, pues...). Lo que me interesaba era explorar el teatro como es-pacio, precisamente, va-cío, sin público ni representa-ción. Adivinar sus vibraciones solitarias. Como dicen que los rieles de ferrocarril se encogen y recogen físi-camente para recibir el impacto de un tren.
Mi anti-guo profesor de Cambridge, Stephen Boldy, llamó al teatro para acreditar mi bona fides y yo mismo me comporté, durante los tres días que quedaban, sentándome muy quietecito con un cuaderno de notas y el texto Penguin de Hamlet.
En verdad, esperaba sin esperanza -I hoped against hope- que algún ensayo imprevisto, un afi-namiento de última hora, trajese al escenario vacío al director, a los actores.
A Ofelia.
No fue así y la última representación se iniciaba. Hice lo que se acos-tumbra. Adquirí boleto para ver la obra de pie y desde el tercer piso. Desde allí, noté los asientos vacíos durante el primer acto. Jamás se pre-sentaban al segundo. Por fortuna, había un lugar vacío en la primera fila. Lo ocupé. Se levantó el telón.

No lo sabía. Pero lo sospeché. En vez de referir la muerte de Ofelia a su hermano Laertes por voz del rey Claudio, Peter Massey, a medida que los actores hablaban, abrió un espacio en la fosa de orquesta. Era un río dentro del teatro y el cadáver de Ofelia pasó flotando, acompañada por las flores de la muer-te; margaritas y ortigas, aciano y dedos-de-muerto, púrpuras largas; las amplias faldas flotando; Ofelia semejante a una sirena que se hunde bajo el peso del légamo...
En ese instante quise saltar de mi butaca al esce-nario para salvar a mi amada, rescatar a Ofelia de su muerte por agua, abrazarla, besarla, devolverle su aliento fugitivo con el mío desesperado, empaparme con ella, darme cuenta de que era cierto, Ofelia esta-ba muerta, ahogada. Había muerto esa noche de la representación final.
Juro que no era mi intención. Sólo que Ofelia, flotando en el agua agi-tada de stage down cantando "viejas canciones" (como le informase la Reina a Laertes) pero ahora sin voz, alargó la mano fuera de la fluyente piscina teatral y me arrojó una flor de aciano que se arrancó del pelo y que fue a dar a mi mano, pues era tal mi concentración en lo que ocu-rría que no podía faltar al deber de recibir la ofrenda de mi Ninfa antes de verla irse, flotando en el llanto del arroyo, con su ropa de sirena, ha-cia su tumba de agua y lodo...
Yo sólo prestaba atención a la flor que sostenía entre mis dedos. Al le-vantar la vista al escenario, me encontré con la mirada arrogante, de-testable, de este joven Júpiter de la escena, Peter Massey, su insolente belleza rubia, su figura de adolescente maldito, su estrecha cintura y piernas fuertes y camisa abierta, mirándome con furia, pretendiendo enseguida que lo ocurrido era parte de su puesta en escena originalí-sima, pero revelando en su mirada de diabólico tirano que esto no es-taba previsto, que Ofelia era su ninfa, no la mía, y que la entrega de la flor no formaba parte de un proyecto escénico de verdadera posesión del alma de Ofelia.
-Si Dios ha muerto -me decía en silencio la mirada asesina de Massey-, sólo quedan en su lugar el Demonio y el Ángel. Yo soy ambos. ¿Quién eres tú?

Concluyó la obra. Tronaron los aplausos. Sólo Peter Massey salió a reci-birlos. Los demás actores, como si no existieran. Lo que existía era la incon-mensurable vanidad de este hombre, este cuasi-ado-lescente cruel y prepotente, enamorado de sí y dueño de los demás sólo para engrandecer su propio poder. No había amor en su mirada. Había el odio del tirano hacia el rebelde anónimo e imprevisto. Insospe-chado.

Salí del teatro con mi flor en la mano, dándole la espalda a Peter Mas-sey, su vanagloria, sus revolucio-nes teatrales.
Quise imaginarlo viejo, solitario, ma-niático. Olvidado.  No pude. Massey era demasiado joven, bello, poderoso. ¿Qué sería de Ofelia después de esta representación final en el Royal Haymarket? Mañana -no, esta misma noche- la escenografía sería desmontada, los ropajes colgados en la guardarropía para otra, improbable ocasión. La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí misma.
Sentí la tentación de abrirme paso a los cameri-nos. Me detuve a tiem-po. Me arredró la idea de que Ofelia hubiese realmente muerto. Sacrifi-cada al rea-lismo revolucionario de Peter Massey. ¿Se atrevería él mis-mo, un día, a morir arañado por la daga envene-nada del feroz sargen-to, La Muerte? Entretanto, ¿ma-taría a sus anónimas heroínas, escondi-das durante meses enteros de ensayos solitarios?
Recordé a mi Ninfa paseándose por su apartamento, memorizando un papel sin palabras, ajena a la idea de que la representación teatral y el destino personal fuesen idénticos.

No quise averiguar. Quizás debería esperar a que Peter Massey, el jo-ven y perverso director que dirigía mi propia vida, repusiera algún día el Hamlet con una Ofelia que podía ser la mía u otra nueva. ¿Tendría yo el valor, en la siguiente ocasión, de acercarme al came-rino de la actriz y verla, por así decirlo, en persona? ¿Me expondría a encontrar, al abrirse la puerta, con una mujer desconocida? La muchacha de la ventana tenía las cejas depiladas. La del escenario, cejas grue-sas. ¿Me equivocaba identificándolas? ¿Aceptaría, más bien, que mi Ninfa permaneciese para siempre, a fin de ser realmente mía, en el misterio, parte de la hues-te invisible de todas las actrices que durante cuatro siglos han interpretado el papel de Ofelia?

7

No den ustedes crédito a la noticia aparecida hoy en los diarios. No es cierto que cuando Ofelia pasó flo-tando entre ortigas y acianos un es-pectador desqui-ciado saltó de su butaca de primera fila al escenario para rescatar a la actriz intérprete de Ofelia de la muerte por agua, be-sándola, devolviéndole el alien-to, empapado con ella, hasta darse cuenta de que Ofelia está ya realmente muerta, que él no había logrado devolverle a la heroína de Hamlet el aliento fugitivo con el suyo deses-perado.
Que Ofelia realmente había muerto la noche de la representación final.
Tampoco es verídico que ese ser desquiciado que gritaba palabras en un idioma inventado (era el castellano) sacase a Ofelia del agua en me-dio de la conmoción del auditorio y la parálisis incrédula de los actores -Claudio y Laertes-. Como tam-poco es cierto que mientras ese loco car-gaba a Ofe-lia ahogada, de entre bambalinas surgió Hamlet, el Príncipe de Dinamarca, el símbolo oscuro de La Duda, despojado esta vez de to-da incertidumbre, blandiendo el puñal desnudo del monólogo, levan-tando el brazo, hundiéndoselo al trastornado ex-tranjero -pues no era británico, obviamente- en la espalda.
Ofelia y el extraño cayeron juntos sobre el tablado.
Se dice que la obra continuó como si nada. El público estaba tan acos-tumbrado a la originalidad de Peter Massey. Un espectador que en rea-lidad era un actor no mencionado en el reparto -todos sabían que Mas-sey sólo se daba crédito a sí mismo- salió a rescatar el cadáver de Ofe-lia, recibiendo -del actor imprevisto, el intruso?- el puñal en la espalda.


La flor

8

El lector sabrá, si algún día lee estos papeles que he venido garaba-teando desde la noche que regresé del Royal Haymarket a mi flat a la vuelta de Wardour Street, que subí lentamente las escaleras, entré al apar-tamento pero no encendí las luces.
Tampoco miré fuera de mi ventana a la estancia de enfrente. Para mí, está cerrada, a oscuras, deshabi-tada. Para siempre.
Tomé un pequeño florero de los de Talavera que me envió de regalo de cumpleaños mi mamá desde México.
Con ternura, introduje en él el tallo largo de la flor de aciano, prueba única de la existencia de Ofelia. Me senté a contemplarla.
No quería que pasara un minuto sin que la flor me acompañara, de aquí al terrible momento de su propia muerte. Pues la flor de Ofelia prolon-gaba la vida de Ofelia.
La miré, fresca, azul, bella, esa noche y la siguiente. Llevo meses mi-rándola. La flor no se marchita.

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