viernes, 9 de junio de 2017

Richard Jenkyns Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.


3.AUGE DE LA TRAGEDIA Y LA HISTORIA

Damos por sentado que la obra dramática ha existido en la mayoría de sociedades en casi todos los tiempos, por lo tanto resulta sorprendente que el mejor teatro griego estuviese tan limitado en cuanto a lugar y período. No obstante, parece que siempre ha habido acuerdo en que sin duda alguna la mejor tragedia surgió de Atenas y en el marco de un período de menos de un siglo. También hay acuerdo en que Esquilo, Sófocles y Eurípides superaron a todos los demás dramaturgos: ya en Las ranas de Aristófanes (405 a. C.), donde el dios Dionisio desciende al inframundo en busca de un poeta muerto para traerlo de vuelta a la vida, y quizá mucho antes, se admitía que estos eran los tres grandes. Esquilo (c. 525-c. 455) pertenecía a la generación que derrotó a los invasores persas y combatió en la batalla de Maratón en 490. Sófocles (c. 495-406) y Eurípides (480-c. 406) fueron ambos contemporáneos.
Los orígenes del teatro griego son oscuros, pero parece ser que surgió de la representación coral. Tenemos solamente la letra de la lírica coral, pero la palabra griega jorós («coro») hace referencia a la danza, y la experiencia original era una combinación de movimiento, palabras y música. Los griegos posteriores creían que la obra dramática había nacido con un único actor en diálogo con el coro: se decía que Esquilo había introducido al segundo actor y que Sófocles había sido el primero en utilizar un tercero. Presumiblemente, nunca hubo más de tres actores (además del coro y su dirigente), que se repartían los papeles, aunque una de las obras de Esquilo necesita cuatro (quizá fuera un caso especial).
Estos dramas eran una mezcla de diálogo hablado (normalmente en metro yámbico) y lírica cantada. En general, sólo el dirigente del coro se une a los fragmentos hablados, representando al coro como un todo. El coro canta una escena lírica (llamada «estásimo») a intervalos durante la obra, pero también hay líricas más irregulares a las que se pueden unir los personajes que hablan. Las suplicantes de Esquilo, aun siendo una de sus últimas obras, es probable que reproduzca la forma más antigua de tragedia. La lírica constituye más de la mitad de dicha pieza (hecho único entre las obras conservadas), y el coro, que representa a las hijas de Dánao, es de hecho el protagonista principal, siendo el tema de la obra su búsqueda de santuario. Durante gran parte de la tragedia interactúan con un personaje cada vez, bien su padre bien el rey de Argos.
En Atenas las obras de teatro se representaban en las fiestas. En la más importante de todas, las Grandes Dionisias, las representaciones se extendían a lo largo de cinco días. Los dos últimos estaban dedicados a la comedia; en la primera parte de las fiestas se seleccionaban tres dramaturgos, y cada uno creaba cuatro obras, que después dirigían ellos mismos: tres tragedias y una pieza de «sátiros» más corta. A Esquilo en particular le gustaba enlazar los temas de sus tragedias formando una trilogía, pero esta no era una práctica habitual. La cuarta obra de cada grupo incluía sátiros, figuras mitológicas lujuriosas, mitad hombre, mitad macho cabrío, y era más corta y de carácter ligero. Los dramaturgos eran evaluados y se les otorgaban primer, segundo y tercer premio. No sabemos quienes dictaminaban, pero es posible que se tuviera en cuenta la actuación, la música y la danza, por consiguiente, la información de que un determinado conjunto de piezas ganase o no el primer premio no nos dice mucho. Estas obras eran compactas: y eso es parte de su fuerza. Incluso la más larga de todas tiene menos de dos mil versos, y el conjunto de la trilogía de la Orestíada de Esquilo es más breve que Hamlet.
Los autores de tragedias eran prolíficos: se dice que Esquilo escribió entre setenta y noventa obras, Sófocles más de ciento veinte y Eurípides noventa. Se han conservado siete piezas tradicionalmente atribuidas a Esquilo, siete de Sófocles y diecinueve adjudicadas a Eurípides. Por lo tanto, tenemos sólo una pequeña parte de lo que escribieron y, al parecer, nada del primer período de su carrera como dramaturgos. Todas las obras conservadas de los dos primeros y diez de Eurípides provienen de selecciones de sus obras realizadas muchos siglos después, en la era bizantina, pero las otras nueve de Eurípides proceden de un volumen de una colección perdida de todas sus obras y, por consiguiente, constituyen un muestreo al azar de la totalidad.
Es lógico considerar la tragedia griega como un género formal, gobernado por una serie de convenciones, algo así como el teatro tradicional japonés, pero para su primer público era una forma casi nueva que se desarrollaba con rapidez. Puede que sus prácticas se fijasen convirtiéndose en convenciones en el siglo IV, pero en aquella época el gran período creativo de la tragedia ya había terminado. Parte de lo que nos parecen mecanismos formales eran técnicas utilizadas por los dramaturgos, no porque la tradición lo exigiera, sino para alcanzar determinados efectos. Un ejemplo de ello es la «esticomitia», cuando dos personajes hablan alternándose rápidamente y recitando un verso cada vez. En el momento álgido, era una forma vívida de dramatizar un argumento compacto, o una pugna de voluntades. Otro ejemplo es el tema conocido a través de la expresión latina deus ex machina, «dios desde la máquina». Era uno de los recursos favoritos de Eurípides, y posiblemente invención suya; en cualquier caso, fue una novedad que se originó en algún momento del siglo V, no una convención establecida desde hacía tiempo. Al parecer, el «mecanismo» o la «máquina» era una especie de grúa que sostenía una plataforma que oscilaba ante la vista del público. Normalmente un dios o una diosa aparece sobre la máquina hacia el final de la obra para resolver la acción y despachar a los personajes hacia la perdición o la felicidad. Quizá Eurípides lo utilizara demasiado a menudo, pero veremos qué otros significados extrajo de ello y lo poderoso que podía ser en el momento culminante.
Cuando Aristóteles escribió la primera teoría de la literatura, en su Poética, hizo de la naturaleza de la tragedia el centro de su investigación. Esta obra ha influido tanto en la comprensión de la tragedia que merece ser tomada en consideración antes de volcarnos en las obras de teatro propiamente dichas. Tratando de explicar por qué la representación del sufrimiento puede producir placer, Aristóteles argumentaba [ 80] que la tragedia muestra que el desastre no golpea al hombre completamente bueno (cosa que resultaría repulsiva) ni al malo (cosa que sería satisfactoria) sino, en la mayoría de los casos, al hombre bueno que cae por algún error. Igual que el término español «error», la palabra de Aristóteles, hamartia, puede también significar «transgresión» o simplemente «equivocación». Parece obvio que se refería a equivocación, puesto que pone como ejemplo a Edipo, que mató a su padre y se casó con su madre porque no sabía lo que estaba haciendo. Si lo hubiera sabido, no lo habría hecho. Mucho después, se extrajo de Aristóteles una teoría diferente, según la cual la trágica caída del héroe tiene una causa moral. O bien tiene algún defecto de carácter (por ejemplo, celos, orgullo o indecisión) o bien comete una determinada equivocación moral. Esta interpretación se ha aplicado de forma eficaz a Shakespeare, y es posible que funcione también en algunas tragedias griegas, pero en otros casos vemos que tratar de encajar por la fuerza estas obras en un molde casi aristotélico las distorsiona.
Los persas de Esquilo (472) es la primera obra de teatro europea que tenemos. Es, al mismo tiempo, su única obra conservada que no forma parte de una trilogía relacionada y la única tragedia griega existente de un tema más histórico que mítico. Todos los personajes son persas, y el tema es la noticia de su derrota a manos de los griegos y el regreso del derrotado rey Jerjes. En cierto modo se trata de una obra patriótica, en la que un mensajero relata de forma bastante gráfica la victoria griega en la batalla de Salamina, pero la tragedia son los persas y la compasión que muestra apunta a la historia de Heródoto (como veremos más adelante en este capítulo). Los siete contra Tebas (467) es la última pieza de una trilogía. Está impregnada de una imagen magistral, la de un barco en el mar. La asediada ciudad de Tebas es el barco y Eteocles, su rey, es el timonel, tratando de controlar y calmar a las mujeres asustadas que forman el coro: la imagen y la acción transmiten un poderoso sentido de pavor y opresión. En una serie de discursos un mensajero describe cómo uno tras otro seis caudillos enemigos avanzan contra Tebas. El séptimo es el propio hermano de Eteocles, Polinices: ¿luchará contra él? Llegados a este punto el equilibrio emocional del poder da un giro: Eteocles sufre un arrebato de locura y ahora las mujeres son la fuerza apaciguadora que trata de disuadirlo de un acto tan espantoso. No lo consiguen, y en el combate los hermanos se matan el uno al otro. La obra está construida con una rotunda y gran simplicidad.
En este aspecto la Orestíada (458) es sorprendentemente diferente. Es la única trilogía que se ha conservado entera. En la primera pieza, Agamenón, el rey cuyo nombre sirve de título, regresa a casa tras su victoria en Troya, y allí su esposa Clitemnestra lo asesina a él y a su prisionera troyana Casandra. En Las coéforas su hijo Orestes regresa en secreto del exilio, se reúne con su hermana Electra, y mata a Clitemnestra y a su amante Egisto. En Las benévolas (Euménides), Orestes es perseguido por las Furias, espíritus vengativos a menudo llamados por el nombre alentador que da título a la obra, incitados por el fantasma de su madre. Empieza en Delfos, donde Orestes busca purificación en el templo de Apolo; la escena se traslada a Atenas, donde es juzgado ante un tribunal en el que las Furias lo acusan y Apolo lo defiende. Al producirse un empate en el jurado, la diosa Atenea emite su voto decisorio a su favor. Las Furias amenazan con vengarse de la ciudad, pero Atenea las convence para que se transformen en diosas de la fertilidad y bendigan la tierra ateniense.
Clitemnestra es, con diferencia, la que más papel tiene en la primera obra, y Agamenón aparece con vida sólo en una escena. No obstante, las primeras escenas se llenan con el presagio de su llegada, su asesinato (fuera de escena, oído pero no visto) es el clímax de la acción, y en las escenas posteriores su cadáver yace a plena vista. En su inmensa canción de entrada, el coro, los ancianos de la ciudad, hace referencia a acontecimientos acaecidos diez años atrás. Los vientos contrarios, enviados por la diosa Artemisa, impiden que los barcos zarpen hacia Troya; el ejército está hambriento y desalentado, y la diosa sólo puede ser apaciguada si Agamenón sacrifica a su propia hija Ifigenia. En otras versiones del mito, Agamenón había ofendido personalmente a Artemisa. No obstante, aquí su ira se debe presumiblemente a la guerra de Troya misma, una expedición justa sancionada por Zeus. Se nos niega el consuelo de explicarnos el dilema del rey diciendo que de alguna manera se lo ha buscado. En lugar de ello, la narración concentra toda su atención en la decisión final. El coro cita las palabras del rey: [ 81] se enfrenta al dilema directamente y sin autocompasión. Es difícil matar a un hijo propio, manchar las manos de un padre con la sangre derramada de su hija, su deleite. Pero ¿cómo puede abandonar la flota y traicionar su alianza? «¿Cuál de estas acciones está libre de males?». Al final se calza «el yugo de la ineluctable necesidad» y perpetra el acto que es, como dice el coro, impío, impuro y sacrílego. Pero podemos pensar que también es lo que una diosa desea.
Es revelador comparar este pasaje con el tratamiento de dos vírgenes expiatorias en Eurípides. [ 82] Polixena, en Hécuba (c. la década de 420), muere serenamente, procurando colocarse de manera que al caer no pueda verse su herida. La Ifigenia de Eurípides acepta la muerte por el bien de la causa, y no es Agamenón sino un sacerdote quien llevará a cabo la acción (que al final se evita milagrosamente). Por el contrario, Esquilo se enfrenta al absoluto horror: las plegarias y los lamentos de Ifigenia son inútiles, y en un lenguaje de espeluznante belleza [ 83] el coro describe cómo los ayudantes la colocan sobre el altar, amordazada para impedir que profiera palabras de mal augurio, hermosa como un cuadro, con su túnica azafrán esparcida por el suelo. No deberíamos dudar de lo que Agamenón tiene que soportar.
No comprenderemos este pasaje a menos que nos percatemos de que en la vida real, especialmente en tiempos de guerra, la gente se enfrenta a dilemas semejantes, aunque no exactamente en estos términos. ¿Traicionará el combatiente de la resistencia a sus camaradas o permitirá que su familia sea torturada? La decisión es insoportable, y sin embargo se tiene que tomar; y sea cual sea su elección, tendrá que cargar con el peso de la culpa. Es una elección moral y al mismo tiempo una elección sin respuesta determinada. Agamenón mata a la muchacha en un estado de frenesí, y esto es una aguda percepción psicológica, porque sin duda este es el único estado en el que una persona podría perpetrar un acto tan abominable. Esquilo es más profundo que sus críticos. Algunos han dicho que Agamenón está impulsado por la pura necesidad y que en realidad no hay ninguna decisión que tomar, pero el poeta muestra a Agamenón tomándola. Otros culpan a Agamenón por tomar una decisión equivocada, como si cualquiera pudiera degollar a su hijo excepto bajo presión extrema. En estos casos, parece impertinente, e incluso insensible, que un advenedizo le diga al agente que ha elegido bien o que ha elegido mal. Cuando consideramos semejante circunstancia, sin duda la respuesta moralmente madura es la compasión. Esquilo penetra aquí en el abismo de la experiencia humana. A veces ha sido censurado por tener una visión moral primitiva. Al contrario, este es uno de los actos más profundos de la literatura.
A mitad de la obra entra Agamenón acompañado de una figura silenciosa que resulta ser su cautiva, la princesa y profetisa troyana Casandra. ¿Cómo lo juzgaremos? El criterio varía considerablemente: según un erudito, es muy caballeroso, atento con Casandra, cortés con la reina; según otro, estamos ante un tirano corrupto, un bravucón, exhibiendo su concubina ante su esposa. Es evidente que ninguna de estas dos visiones puede ser correcta (y es posible que las dos estén equivocadas), pero quizá la clave esté en el hecho de que se hayan podido plantear opiniones tan divergentes. Se trata de una escena externa, no una escena en la que se nos permite acceder al pensamiento de los personajes: el rey y la reina son personas importantes en un escenario público, y nosotros los observamos desde fuera.
En la parte final de esta escena Esquilo crea un espectáculo soberbio: Clitemnestra ordena que se extiendan telas púrpuras [ 84] en el suelo e insta a Agamenón a que entre en el palacio caminando sobre ellas. Él rehúsa: pisar aquellos tapices valiosos y delicados equivale a destruirlos, sólo deberían extenderse semejantes telas en el camino de un dios. Un rey oriental como Príamo podría comportarse así, pero no él. Clitemnestra insiste, y ambos se enzarzan en una polémica en un breve y denso fragmento de esticomitia. El lenguaje es el de la batalla, victoria o derrota: «Le está bien al victorioso dejarse vencer», «¿Tanto estimas tú la victoria en esta disputa?». Él cede y camina sobre las telas después de sacarse las botas en un gesto de humildad. Sin duda está muy incómodo con este acto; entonces ¿por qué lo hace? No por arrogancia, pues suponer esto sería pura falta de atención. ¿Acaso por una combinación de fatiga, caballerosidad y falta de voluntad? En la vida no tenemos respuestas trilladas para estas preguntas, y en este aspecto la escena es como la vida. La obra nos invita a sopesar la cuestión sin resolverla. Una cosa es segura: el rey y la reina han librado una batalla mental y la victoria se ha decantado por ella.
Clitemnestra tiene un motivo lógico para este espectáculo: poner a los dioses en contra de su víctima (no lo consigue). Quizá sencillamente disfruta ejerciendo el poder de su personalidad. No obstante, la obra muestra poco interés en sus motivos y más bien contemplamos esta gran figura y nos maravillamos. (Podemos comparar las Clitemnestras de las obras de Electra de Sófocles y de Eurípides, que se explican y se defienden mientras que la reina de Esquilo no lo hace). Después de los asesinatos pronuncia un magnífico discurso de triunfo, [ 85] rico en imágenes, en el que de repente utiliza el presente y unas palabras de simplicidad shakespeariana: «Le hiero dos veces». A continuación, el lenguaje se enriquece todavía más a medida que se deleita con chorro de sangre que la salpica, añadiendo que no se alegra menos de lo que se alegran las cosechas con la lluvia concedida por el dios, con la maternidad germinal del grano. Con esplendorosa perversidad, la metáfora está engarzada dentro de la metáfora, la sangre mortal de Agamenón se equipara a la lluvia portadora de vida, ella misma se compara con la mazorca, cuando esta rompe la vaina en el parto. Son palabras malvadas, pero hay algo de maravilloso en ellas. Antes, cuando el rey consintió en pisar la tela púrpura, ella proclamó: «Existe el mar —¿quién lo agotará?— que cría un chorro siempre renovado de abundante púrpura, valiosa cual plata…». [ 86] Hay aquí una codicia por el tamaño y abundancia del mundo que cautiva; en cierto modo, hay que amar a esta mujer.
Cuando Agamenón entra en la casa, esperamos que su muerte llegue enseguida, pero Esquilo nos depara una sorpresa. Casandra, que parecía uno de esos personajes silenciosos habituales en la tragedia griega, empieza a articular, al principio sonidos sin sintaxis, casi sin sentido: «¡Ay, ay! ¡Dioses! ¡Horror! ¡Apolo, Apolo!». [ 87] Es el inicio de un extenso psicodrama, un diálogo entre Casandra y el coro que avanza de la canción al diálogo, y de fragmentos rotos a una totalidad final. Es un drama interior, en contraste con la escena compartida por el rey y la reina, a los que vimos desde fuera. En un profético frenesí ve la matanza que se avecina, pero nos lleva también al pasado, a un pasado mucho más lejano que el que hemos visitado antes: al padre de Agamenón, Atreo, que mató a los hijos de su hermano Tiestes y que le engañó haciendo que se los comiera en un banquete caníbal. La casa rezuma a sangre derramada, dice, y hay un hedor como el que sale de un sepulcro. Desconcertado y literal, el dirigente del coro supone que ha olido sacrificios de animales y perfumes festivos. Al principio indefensa, alcanza después una especie de desafío y vaticina al vengador que hará pagar su muerte y la de Agamenón. Pero sus últimas palabras [ 88] no son, como ella misma dice, «un lamento por mi vida», sino que ahora tiene una visión más amplia: «¡Ay, la fortuna humana! Si es dichosa, una sombra semeja, y si es infausta, húmeda esponja todo el cuadro borra».
Toda prosperidad es inestable —la idea de que una sombra puede derribarla es una imagen soberbia—, pero están aquellos que sólo encuentran la desgracia y el olvido. Sin embargo, en sus últimas palabras extiende su inmensa compasión a los otros: «Y es esto, más que aquello lo que me llena de piedad». No hay mejor ejemplo de cómo el contexto puede transformar la poesía. Fuera de lugar, no podría haber verso más insulso: aparte de «piedad» las demás palabras son llanas y sosas. En su lugar, son una maravilla. Casandra empezó la escena inarticulada, totalmente recluida en sí misma. Transita por la belleza del horror lírico hasta llegar a tonos de diálogo más serenos, y ahora, por fin, como Aquiles al final de la Ilíada, ha ensanchado su visión para abarcar a toda la humanidad: en mitad de su sufrimiento tiene la grandeza moral de comprender que hay otros cuyas vidas son peores que la suya. Al final de su largo viaje emocional se ha vaciado de todo excepto de las palabras más llanas. Y ahora, lúcida y sin paliativos, entra en la casa y se encamina hacia su muerte.
Agamenón es una obra tan poderosa que uno se pregunta cómo pudo el autor continuarla, pero Esquilo tiene la respuesta. Podríamos comparar dos sinfonías en las que la grandeza de los dos primeros movimientos pareciera no admitir una continuación adecuada, sin embargo el scherzo y la apoteosis final pueden ser totalmente satisfactorios, cada uno a su manera. Mientras Agamenón era noble y pública, Las coéforas es doméstica. Orestes y Electra son muy jóvenes: son «las crías del águila», [ 89] Agamenón, y buscan apoyo en el coro, que son las mujeres esclavas del hogar. En la primera parte de la obra hay una larga invocación al rey muerto (el título proviene de la libación que lleva el coro para derramarla por su espíritu), pero los acontecimientos se suceden tan rápidamente en las partes que le siguen que esta obra resulta, en términos de acción, la más vibrante de las tragedias griegas. Una sirvienta entra y sale. Egisto tiene una escena completa para él solo, pero de menos de veinte versos. Otra escena, emotiva y ligeramente cómica, presenta la única aparición de Cilicia, la vieja nodriza de Orestes, que siente genuino dolor ante la falsa noticia de su muerte mientras que su madre sólo finge. Este es el primer gag de una tipología que se convertirá en algo familiar: el criado cómico. Es fácil que el tratamiento de esta figura sea sentimental o condescendiente, pero no aquí. La propia Clitemnestra parece ahora un personaje más corriente, pero no ha perdido sus recursos: cuando se da cuenta de que después de todo Orestes está vivo y presente, en primer lugar pide un hacha [ 90] y, cuando esto falla, recurre a las palabras. La esticomitia en la que lucha por convencer a su hijo de que no la mate está brillantemente elaborada. Se trata de una obra vívida y sutil, pero también profunda, por el modo en que continúa y desarrolla la imaginería en Agamenón.
Al final, tras matar a su madre y a su amante, Orestes todavía necesita acudir a Delfos para la purificación ritual, pero la acción parece casi completa. Si Las benévolas hubiera perecido, nunca habríamos adivinado su contenido. A pesar de que el juicio de Orestes en Atenas ocupa la parte central, los personajes que dominan son divinos: Apolo, que le defiende; Atenea, que preside el juicio; y las Furias, que forman el coro. Al comienzo de la obra oímos a las diosas primigenias: la Tierra, que es madre de la Justicia, que es madre de Febe (a su vez la madre de Apolo). Las Furias, por su parte, son hijas de la Noche. Todos estos poderes ctónicos femeninos son más antiguos que los propios olímpicos. A pesar de esta inmensidad de visión temporal, esta obra es también la única local, pues contiene alusiones inequívocas a los asuntos corrientes de Atenas. Esto no tiene paralelo en ninguna otra tragedia.
Además, la Atenas de esta obra es casi democrática. No tiene rey —también en esto es única— y Atenea ocupa su lugar. A medida que avanza la pieza, la frontera entre el teatro y la vida real de los espectadores empieza a desdibujarse. Orestes es juzgado ante el tribunal del Areópago, muy cerca de donde está sentado el público en el Teatro de Dionisio, este día de primavera de 458. Cuando Atenea apela al «pueblo del Ática» [ 91] para que juzgue el caso, parece dirigirse a nosotros al mismo tiempo que al jurado que está en el escenario. Ella misma parece mitad diosa, mitad encarnación de la ciudad. Cuando las Furias consienten en renunciar a su ira contra Atenas, descienden para convertirse en diosas de la fertilidad, enriqueciendo el suelo del Ática que estamos pisando. En los momentos finales, cuando los asistentes las acompañan en una procesión iluminada por antorchas, la celebración dentro de la historia y la celebración de las Grandes Dionisias fuera de la obra parecen fundirse en una sola.
¿Qué haremos con esta extraordinaria idea? Aquí nos resulta útil la distinción que hacen los antropólogos entre naturaleza y cultura. La obra ofrece destellos de una dislocación cósmica, de un conflicto entre los dioses olímpicos y las fuerzas antiguas y oscuras. Las Furias son en parte diosas de la cultura, comprometidas en castigar el asesinato, despertadas del sueño subterráneo e incitadas a la acción por el espectro de Clitemnestra, [ 92] cuya potencia es tal que reaparece (otra sorpresa teatral) también en la tercera tragedia, incluso después de muerta. Sin embargo, persuadidas por Atenea, estas Furias se convertirán también en deidades de la naturaleza, afianzando el estado y fertilizando la tierra. El drama avanza hacia una radiante revelación de unidad en la que la naturaleza y la cultura se funden, la diosa olímpica y los poderes primigenios de la tierra se reconcilian, y el pasado y el presente se unen. Lo pueblerino y local es parte del universo, vivimos en la localidad y en la totalidad, y también las efímeras controversias que agitan la política de Atenas en este momento encuentran su lugar en el seno de la gran visión cósmica.
El poder dramático de la Orestíada es inseparable de la abrumadora audacia, fuerza y belleza del lenguaje que la envuelve. El estilo de Esquilo generalmente es rico, pero va desde la sencillez hasta la extrema originalidad; en los fragmentos más complejos, que son muchos, es quizá el más denso y más osado de toda la literatura. Su imaginería es también única en la manera en que las metáforas que recorren la obra se interrelacionan, uniéndose en nuevas combinaciones y creando nuevas percepciones. La palabra griega que designa «casa» puede significar bien un edificio bien una familia, y esta duplicidad se explota constantemente. «Dentro» es una palabra clave: el interior de la casa es el lugar de la mujer, pero es también donde se perpetran las matanzas y el derramamiento de sangre. Hay imágenes de restricción: redes, grilletes y ropas envueltas. Hay imágenes de criaturas vulnerables: Orestes es una liebre encogida, [ 93] Casandra cual un ruiseñor; [ 94] los hijos de Agamenón, como ya vimos, son crías de águila. Hay canciones, hermosas y a la vez siniestras: la canción de Casandra, el pájaro, y la complaciente canción de las Furias que su profético frenesí conduce hasta su oído interno. La riqueza es peligrosa: Agamenón pisotea la riqueza de su casa, tanto en sentido literal como simbólicamente, cuando camina sobre púrpura. Clitemnestra lo envuelve en un manto [ 95] para asesinarlo; se vanagloria de haber arrojado sobre él una red inextricable, «cual la trampa para peces, la pérfida riqueza de un ropaje». Por consiguiente, es su riqueza, casi literalmente, lo que lo mata. El suelo está tan presente como la casa. La libación se vierte en el suelo para Agamenón muerto. La tierra está tan saturada de sangre que ya no puede tragar más. La sangre permanece dentro de la casa, purulenta y fétida. Clitemnestra es equiparada a las serpientes y otros monstruos, que también se pudren en la casa, y ante el temor del vengativo Orestes sueña que amamanta a una serpiente [ 96] en el pecho. Pero un breve comentario de la Orestíada, tanto de su lenguaje como de su acción, no hace más que arañar la superficie. Ninguna otra obra literaria está más espléndidamente dotada, y como el mar púrpura es inagotable.

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