martes, 13 de junio de 2017

Carlos Fuentes. Cuento. INQUIETA COMPAÑÍA.


LA GATA DE MI MADRE

A Tomás Eloy Martínez, exorcista

1

Me llamo Leticia Lizardi y detesto el gato de mi ma-dre. Insisto en decirle "el gato" a sabiendas de que era una gata, una felina no, aunque genéricamente sí, un felino. Lo indudable es que esta gata, cariñosamente bautizada "Estrellita" por mi madre, me saca-ba de quicio.
Estrellita -está bien, la dispenso del entrecomi-llado- era gata de angora. Blanca, felpuda, con una cabecita redonda y un cuerpo corto. Corto el rabo, cortas las patas, un auténtico monstruito, un verda-dero leopardo miniaturizado, como si hubiese bajado de las nieves más lejanas para instalarse, indeseado e indeseable, en el hogar de doña Emérita Lizardi y su hija Leticia, en el lejano barrio de Tepeyac en la Ciudad de México, cercano a la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Esta fue la razón por la que mi madre nunca se mudó de su vieja y destartalada casa, fácilmente descrita.
Gran puerta cochera anterior al automóvil. En-trada a enorme patio para caballos y carruajes del si-glo XIX, establos y graneros, cocinas y lavanderías, en la planta baja. Escaleras metálicas a la segunda planta. Comedor, baños y recámaras sobre el patio. Sala de estar adyacente -la única con vista a la calle y un balcón saboreado por mi madre para ver el paso de un pueblo al que, sin embargo, despreciaba profun-damente-. Vista, sobre todo, al Cerro del Tepeyac y a la Basílica de Guadalupe. Escalera de caracol a la azotea con sus tinacos de agua, sus cilindros de gas y la habitación de las sirvientas, en México llamadas "criadas" y como si esto no fuera insulto suficiente, cuando no nos oyen, las llamamos "gatas".
-Me gusta sentirme cerca de la Virgencita -decía, muy devota, con el rosario entre las manos, mi madre, una de esas mujeres que parecen haber nacido viejas. No le quedaba un solo rastro de juven-tud y como era sumamente blanca, las arrugas se le acentuaban más que a la gente morena que, según ella, eran así porque "tenían piel de tambor", comen-tario que la santa señora acompañaba de un tambori-leo de los dedos sobre el objeto más cercano: mesa, plato, espejo de mano, arcaica rodilla o, sobre todo, la masa pilosa y blanca de Estrellita, eternamente sen-tada sobre el regazo de mi madre, objeto de caricias que atenuaban la feroz inquina de su ama.
Porque doña Emérita Labraz de Lizardi no esta-ba contenta en el mundo o con el mundo. Yo nunca pude averiguar la razón de este permanente estado de bilis derramada. Antes, buscaba con afán algún retra-to de su juventud, el retrato de su día de bodas, su primera comunión, algo, lo que fuese. Concluí, resignada, que acaso mi madre no había tenido ni in-fancia, ni boda, ni juventud. O que había desterrado toda efigie que le recordase los años perdidos y ello, yo no lo negaba, servía para asentarla en su edad ac-tual, sin pasado evocable. Doña Emérita era figura presente, sólo presente, incomparable, arraigada a este lugar y a esta hora con el gato (la gata) en el regazo y la mirada oculta día y noche por gafas negras.
Sospeché la razón de esta manía. Osé, una ma-ñana, la muy aventada de mí, entrar a la recámara de mamá, portando el desayuno habitualmente llevado por la sirvienta -la "gata"-, aquejada ese día de "su luna", como decía la campirana bonne iz tout faire, como le decía, a su vez, con aire de superioridad into-lerable, mi madre a la criada.
-Quiere decir gata en francés -le solté, con una mueca amarga, a la sirvienta, Guadalupe de nom-bre Lupe, Lupita, cuyo rostro de manzana se ilumi-nó por el solo hecho de que le pusieran nombre gabacho.
Doña Emérita mi madre llamaba a la Lupita bon-ne tout faire sólo para halagarse a sí misma de que sabía media docena de expresiones en francés, mismas con las que salpicaba su conversación, sobre todo cuando recibía a su abogado el licenciado José Ro-mualdo Pérez.

Éste era un sesentón alto, flaco, tieso y más ciego que un murciélago, que se presentaba a la casa del Tepeyac acompañado siempre de un contador y de una secretaria. Mi mamá lo miraba sin moverse de su balcón. Hacía girar su reposet para darles la cara, pero la mano sólo se la daba al reseco aunque distinguido y cegatón licenciado, sin admitir siempre que, en rea-lidad, allí estaba el secretario, un hombrecito prieto, chaparro y dado a usar camisas moradas con corbatas hawaianas, o a la secretaria, que lucía una escandalo-sa minifalda a efecto de demostrar la opulencia de sus muslos y contrastar así con la fealdad de su cara de manazo, chata, plana como la de la china más cochina -silbaba venenosamente mi mamá- y co-ronada (la secretaria) por ese peinadito universal de taquimecas, enfermeras y encargadas de taqui-lla de cine: pelo laqueado hacia atrás con una corti-nilla de flecos tiesos y desangelados sobre la frente.
Las visitas del cegatón licenciado y sus dos laza-rillos me ponían los nervios de punta. El ruco libidi-noso hablaba de números con mi madre, pero su mano se iba como imantada a mi nalgatorio, obli-gándome a ponerme de pie detrás de un sillón para ocultar lo que las abuelitas púdicas llamaban "con las que me siento". Entonces el licenciado buscaba con la mirada ultramiope mis tetas ansiosas por huir de allí cuanto antes. Sólo que mi madre me lo había pro-hibido.
-Leti, te ordeno que estés presente cuando nos visita el licenciado Pérez.
-Mamá, es un viejo verde. ¿No ves cómo me trata?
-Vete acostumbrando -decía enigmáticamen-te, sin explicación, la vieja.
La vieja. Eternamente sentada en el reposet vien-do detrás de sus espejuelos negros el paso de la vida, animada y numerosa, rumbo a la Basílica de la Vir-gen de Guadalupe. Acariciando eternamente a la gata Estrellita y agraviando también a "la gata" Lupita.
-¿Quién te puso nombre de virgencita, indi-ta patarrajada? -le espetaba doña Emérita a la sir-vienta.
Ésta soportaba la lluvia de insultos de su patrona de manera casi atávica, como si no esperase otro tra-to, ni de ella ni de nadie. Como si recibir insultos fuese parte de un patrimonio ancestral.
-Mira, huilita de pueblo -le decía mi madre a la sirvienta izando al desventurado animal como una peluda pelota de fútbol y enfrentando el culo sonro-sado de Estrellita a los ojos de Guadalupe-. Mira, putita, mira. Mi gatita es virgen, no ha perdido la pureza, nunca ha parido en su vida... Tú, en cambio, ¿cuántos mocosos prietos no habrás dejado regados en cuanta casa has trabajado?
-Lo que mande la patrona -murmuraba Lu-pita con la cabeza baja.
-Menos mal que en esta casa no hay hombres, rancherita de porquería, aquí no hay quien te pre-ñe...
-Como guste la señora -decía Lupita sin de-jar de confundirse visiblemente al escuchar esa pala-bra desconocida, "preñe".
-Cuidado -se volteaba a decirme mamá-, cuidado Leti, con llamarla "Lupe", "Lupita" y menos "Guadalupe".
-¿Entonces, mamá?
-Mírala. La Chapetes. Mírale nomás esos ca-chetes colorados como una manzana. "La Chapetes" y sanseacabó. Faltaba más.
Entonces, sin quererlo, doña Emérita le daba a Estrellita el sopapo que le reservaba a Lupita o sea "La Chapetes" y el animal maullaba y miraba a la señora con una feroz muestra de sus dientecillos carnívoros antes de saltar del regazo al piso y caer, como suelen caer los gatos, perfectamente compues-ta, tan equilibrada como Nadia Comaneci en las Olimpiadas.

Estrellita la gata no me quería. Me lo decía todo el tiempo su actitud. Yo le devolvía el cariño. Me repugnaba. Su cuerpo corto y felpudo, su rabo corto, sus piernas cortas, su pelo blanco como si fuese vieja canosa, deseablemente decadente (¿qué edad tendría?). Me molestaban sobre todo sus terribles ojos, tan grandes en comparación con el cuerpo, tan apartados y de distintos colores. Un ojo azul, otro amarillo. No nos dábamos ni los buenos días.
En cambio, por la otra "gata", Lupita La Chapetes, sentía la compasión que compensara el mal trato de mi madre. Sólo que la sirvienta era indiferente por igual al buen o al mal trato. Tenía que llamarle "La Chapetes" enfrente de mi madre. A solas le decía Gua-dalupe, Lupe, Lupita. Como digo, ella no mostraba otra reacción que su archisabido estoicismo indígena. El cual podía ser cierto o sólo un invento nuestro.
Así pues, digo nuestro y me sitúo en el alto pe-destal de la criolliza naca. No podemos evitarlo. So-mos superiores. ¿Por qué? Antes, a los blancos nos llamaban "gente de razón", como si los indios fueran de a tiro todos tarados. Ahora, como somos demó-cratas e igualitarios, los llamamos "nuestros herma-nos indígenas". Seguimos despreciándolos. Los ídolos a los museos. Los tamemes a cargarnos bultos.
Yo quería tratar bien a la Lupita. Quería quererla. Pero no quería admirarla. Una tarde en que iba a salir al café, fui a su recámara en la azotea para avisarle que mi mamá se quedaba sola. Ahí la vi desnuda. Más bien, no la vi. Había deshecho sus trenzas y el pelo le colgaba hasta debajo del nalgatorio. ¡Dios mío!, qué cabellera no sólo larga sino lustrosa, arraigada, invencible, negra y nutrida de chile, maíz y fríjol. Toda la pinche cornucopia mexicana lucía en esa cascada de pelo admirable.
-Lupe -le dije.
Se volteó a mirarme con el cepillo en alto, levan-tándole aún más un busto que nunca había conoci-do, ni requerido, sostén. Soy púdica virgencita mexicana clasemediera con lenguaje de cine nacional en blanco y negro, de manera que no miré más abajo.
-Lupe, voy a salir un rato. Atiende a mi mamá.
La Lupe me contestó con un movimiento de ca-beza y una mirada altiva que nunca le había visto antes.
Es que yo había entrado a su zona sagrada, el espacio privado, el cuartito de criados donde ella -lo supe al verla allí encuerada, peinándose- se mostraba bajo otra luz. Desde entonces supe que ha-bía dos Lupitas, pero eso me lo guardé para mí. Na-die más lo entendería.
Lo cierto es que me sorprendió. Hasta me agra-dó. Vivir con alguien como mi madre es el mejor aliciente para la rebeldía.

Otra cualquiera menos bruta que yo ya se habría ido de la casa dejando a la miserable vieja sola con sus dos gatas: Estrellita y La Chapetes. No sé, me falta-ban ovarios, seguro. Mis razones tenía. O sea, lo que no tenía eran medios visibles de sostenimiento, como dicen en las películas gringas cuando entamban a un vago. Ni siquiera poseía los medios invisibles de La Chapetes. Yo no necesitaba sostenes. Mis chichis eran demasiado escuálidas, abominaba de los brasieres rellenos y prefería conformarme con parecer modelito de los sesentas -la Twiggy del Tepeyac, vamos- con mi busto de adolescente perpetua. Dicen que a algu-nos hombres les gusta. A saber.
Además, mis sentimientos filiales eran ciertos, aunque nadie lo crea. Quería a mi madre a pesar de su mal carácter, que yo me empeñaba en llamar "fuerte personalidad" porque ya sabía que a mí me faltaba. No digo que yo fuese mosca muerta ni que estuviera pintada en la pared. Yo era una mujer tranquila, nada más. Era una hija cariñosa. Mientras mi madre vivie-se, yo seguiría a su lado, cuidándola.
Y por último, cuando doña Emérita se fuera a empujar margaritas, yo la heredaría. Como no tenía más patrimonio que el suyo, no podía darme el lujo de la rebeldía. No podía ser limosnera con garrote.
Algo cambió en mi espíritu -y en mi cholla también- esa tarde que me largué a tomarme un float de cocacola con helado de limón en el San-borns más cercano a la casa. Ya se sabe que esa ca-dena de tienda-restorán tiene más sucursales que moscas un basurero o mentiras un político, con la ventaja de que no siendo "lugar de moda" ni de elegancia cual ninguna, una se puede sentar allí solita y su alma a tomar un café sin sentirse leprosa u oligofrénica.
O sea que siendo México el país de la chorcha, es decir de gente que no puede pasársela sola y nece-sita una pandilla de cuates el día entero con la aludi-da mala costumbre de caerle de sorpresa a cualquier hora a un amigo en su casa sin aviso previo, yo agra-dezco la soledad que me regala mi aislada vida en el Tepeyac o sea la Villa de Guadalupe con mi mamá y sus dos gatas, la Estrellita y la Lupe.

Cuando yo hacía vida social, llegué a ver a un anfitrión negarnos la salida a la cinco de la mañana, tragarse la llave de su casa (envuelta en miga de bolillo, por cierto, ¿cómo la habrá digerido y evacuado?) y compensarlo todo con un sabroso pozole de camarón a las seis. Así se perdona la mala costumbre de no dejarte salir de una fiesta...
Pero eso era, ya les cuento, cuando yo salía a pachanguear. Ahora ya no. He cumplido treinta y cinco años. De manera que ¿cuáles fiestas? Una parranda me mandaría al camposanto. Y es que a mí me invitaban las hijas de las amigas de mi mamá. Las amigas ya se murieron toditas. Las hijas ya se casaron y no me volvieron a buscar. Nadie me lo dice por educación: me consideran vieja quedada.
Por eso, esa tarde, me fui solita al Sanborns después de un agrio encuentro con mi mamá. -Leticia, quiero que le prestes atención al licenciado Pérez.
-Se la presto mamá, cómo que no. Aquí estoy  siempre que nos visita, como me lo has pedido... Parada como indio de cigarrería...
-No sé de dónde sacas esas expresiones.
-Es que leo a Elenita Poniatowska y la Familia Burrón.
-No seas de a tiro... Quiero decir atención de a deveras...
-O sea, ¿que lo vea románticamente?
-Pues sí, pues sí -dijo sin dejar de acariciar a la peluda bestia.
-Pues no, pues no -le repliqué-. Está muy viejo, es muy aburrido, está más ciego que un murciélago y tiene halitosis.
-Halitosis y mucha lana -me miró sin mirarme, detrás de sus espejuelos negros, doña Eméri-ta-. Hazme el favor de casarte con él.
-¿Qué qué? -casi grité-. Antes la muerte.
-No, m'hijita. Antes mi muerte.
-¿Qué quiere usted decir, mamá?
-Que antes de rendir el alma, quiero verte ca-sada.
-¿Para qué, si vivimos tan cómodas?
-Para que te hagas vieja con la decencia acos-tumbrada. Nomás.
Me mordí la lengua. Miren que hablar de matri-monio y decencia, la vieja solitaria y renegada y sin hombre. Me atreví, con un poquito de vergüenza, a contestarle.
-No hace falta, mamacita, Con la herencia me basta.
Como nunca, sentí no verle los ojos. Pero su mueca bastaba.
-No tendrás herencia si no te casas con el li-cenciado Pérez. He dicho.
Me entraron ganas de ahorcarla allí mismo y de paso darle matarili a la gata de angora. Mejor me fui a tomar un float a Sanborns para calmarme las neu-ronas.
Y en eso estaba, sorbiendo los popotes y papando moscas, cuando lo vi.
Lo vi a él.
Lo vi de perfil. De galanazo, palabra. Lo vi avan-zar entre las mesas. Sin saco, camisa blanca, corbata de moño. Chin... me dije, es mesero. Mas no. Se sentó dándome siempre el perfil y ordenó algo.
Me quedé mirándolo, embelesada. Amor a pri-mera vista. Hombre moreno, pelo lacio, melena lar-ga muy cuidada y perfil de ensueño. Digamos, versión totonaca de Benjamin Bratt. Rogué con toda el alma.
-Virgencita Santa, que me mire por favor -sin-tiéndome, pues, la Julia Roberts del Tepeyac.
El milagro se hizo. Como suele suceder, cuando se mira con mucha intensidad a una persona, ésta acaba por sentirse vista y voltea buscando el ojo ajeno.
Así pasó. "Benjamin" abandonó el perfil perfec-to y movió la cabeza. Me miró. Me sonrió. Yo me puse colorada. Ni siquiera le devolví los ojales de los nervios que me entraron. Me concentré en el popote y en sorber la bebida.
Cuando acabé de sorber, el muchacho ya se ha-bía marchado.

Me volví obsesiva. ¿Quién no conoce esa espe-ranza de volver a encontrar a un ser deseado, acci-dentalmente visto una vez? Regresé, contra toda probabilidad, tarde tras tarde al Sanborns del Tepeyac. Debía respetar el horario del encuentro inicial. Sólo que ¿cuál encuentro? Un cruce veloz de miradas, nada más... Y ahí nos vidrios. Menos importante que un choque de autos en el Periférico. Nada.
Y sin embargo, yo no lograba expulsar de mi recuerdo al hermoso joven de mi recuerdo, de mis amaneceres inquietos y solitarios, de mis sueños en los que el chico de Sanborns fornicaba arduamente con la criada Guadalupe a la que vi encuerada una tarde...
Otra tarde no salí porque escuché los gritos de mi madre y acudí al salón donde ella pasaba las ho-ras. Apretaba a la gata Estrellita contra el pecho e in-sultaba a la "gata" Lupita.
-¿En qué piensas, Salomé de huarache? -le gritaba-. ¿Para qué estás aquí, para cuidar la casa o para bailar el jarabe tapatío? Otro descuido de estos y te corto el sueldo a la mitad.
Nótese que no le decía: -Te voy a correr. Porque mi madre necesitaba a la criada y la cria-da lo sabía.
Pero, ¿por qué estaba así de alborotada mi mamá? Al verme entrar me lo dijo.
-Mira Leticia, esta gatuperia tarada ha dejado pasar un ratón por mis narices...
Miré con escepticismo las fosas nasales de mi progenitora y los pelos blancos que se asomaban allí, inquiriendo.
-¿Un ratón, mami?
-Niégalo, esclava del metate -insistió mi ma-dre ante la sirvienta.
-No es culpa de La Chapetes -dije con mala leche-. ¿Para qué tiene usted a la gata, madre? Creo que los gatos saben cazar ratones.
-¿Qué qué? -gritó doña Emérita-. ¿Manchar con sangre de rata la trompita de mi micifuz adorada?
Me encogí de hombros.
-Quiero que me traigas bien muerta, agarrada de la cola, a esa bestia inmunda, tan inmunda como tú -le dijo mi madre a Guadalupe-. ¡Gata, tráeme la rata!
-Lo que mande la patrona.

La existencia del ratón me llenó de una extraña euforia. Era como si hubiese descubierto un digno contrincante para la gata de mi madre. Como Tom y Jerry, pues. Crucé miradas con la Lupe. Sus ojos eran como de piedra. Digo, más emoción tiene un semá-foro en rush-hour. En cambio, yo abrigué un secreto deseo. Tan ferviente como el de encontrarme de nue-vo al guapísimo muchacho del café. Un galán y un ratón. Qué ridículo. El hecho es que me consideré afortunada -la Reina de la Primavera- de tener dos obsesiones donde antes sólo existía en mi vida una pasividad limitada a esperar la muerte de mi madre.
Dios Nuestro señor me oyó, como sin duda di-cen que escucha a los desamparados. No sé si yo era de su número, pero así me sentía, de a tiro rascuache, ánima en pena, "vieja quedada", solitaria solterona condenada a vestir santos... Pues he aquí que una noche, de tanto desearlo, se me hizo. Escuché el ru-mor muy leve, luego el chillido como de cerradura oxidada. Me incorporé en la cama, miré al piso y allí, anidado en una de mis babuchas, estaba el ratoncito.
Me observaba con ojos brillantes. Más lumino-sos que la noche. Se levantaba sobre las patas traseras y juntaba, como en oración, las de adelante. Éstas eran cortas, las de atrás, más largas. Los bigotes, tie-sos. La sonrisa, espontánea. Mi ratoncito me enseñó los fuertes incisivos albeantes. Pero lo más notable eran los ojillos vivaces, nerviosos, atentos.
La presen-cia del ratón no era, no podía ser gratuita, de a oquis. Quería decirme algo. Quería introducirme a un mis-terio. Quería guiarme a un mundo secreto, subterrá-neo, aquí mismo, en mi casa -o sea, la casa de mi madre.
Allí se me iluminó el cocoliso. El ratón se había hecho presente para acompañarme en contra de mi madre y su gata Estrellita. Cada cual -madre e hija- iban a tener su pet, su compañía doméstica, su mascota. Sólo que Estrellita la gata de mi madre podía exhibirse con toda su prepotente vanidad, acurrucada en el regazo emérito, en tanto que mi minúsculo roedor era anónimo y, además, sería secreto. No iba a reposar en mi regazo. Ni siquiera podía mostrarlo, pasearlo, vamos: tutearlo. Sería mi misterio nocturno. Mi compañero ¿O compañera? Como si adivinase mis pensamientos, el ratón se acostó patas arriba y me mostró un diminuto pene, una mínima salchi-chita escondida entre sus patas traseras pero revelada  por su torso pelón, color de rosa. ¿Qué me estaba diciendo?
Creo que supe leer su mirada.
-Yo veo sin ser visto, Leticia. Yo estoy en todas partes pero nadie me ve. Observo.
Se escurrió velozmente.
De allí en adelante procuré atraerlo cada noche depositando al pie de mi cama trocitos de queso man-chego. Decidí llamarlo "Dormouse" -lirón- como homenaje a mi lectura infantil de Alicia. Al principio comió con gusto los pedazos de manchego. Al poco tiempo los rechazó con displicencia. Quería algo más. Sus largos incisivos crecían desmesuradamente. Tenía que darle algo más que queso a mi Dormouse. Algo duro.
-Tú que vienes del campo -me atreví a pre-guntarle a la Lupita-, ¿qué le gusta a los ratones además del queso?
Ella estaba en la cocina, preparando la comida. Cortaba en pedazos un pollo. Limpió rápidamente de carne una de las patas y me ofreció el hueso. Entendí.
El Lirón me agradeció el banquete esa noche. De ahora en adelante sólo los huesos satisfarían la voracidad de sus incisivos. Esto ya lo sabía: un roedor tiene que roer o se muere. Si abandona su vocación, los dientes le perforan el cráneo y le ahogan el gazna-te porque el incisivo de un ratón crece hacia arriba y hacia abajo.
La alimentación estaba resuelta, pues. No así el hambre sexual. ¿Qué iba yo a hacer? No me veía a mí misma en safari doméstico buscándole hembra a mi Dormouse. No iba a rebajarme pidiéndole a la criada que le encontrase novia a mi roedor.
Cavilaba mi pequeño dilema sobre un float en Sanborns cuando mi sueño se volvió realidad. Reapareció el chamaco de mis ilusiones. Como la vez anterior, no volteó a mirarme aunque yo lo devoraba con los ojos. Muy llamativamente, en cambio, subía y bajaba una jaula cubierta por un paño grueso, como suele suceder en las prisiones de pájaros. La subía a la mesa y la bajaba a la silla. Y así varias veces.
Luego pagó, se levantó y se fue. Pero abandonó la jaula.
Yo me dije: -Córrele, zonza, esta es tu chance.
Sólo que tuve el talento de tomar la jaula y no correr detrás del muchacho gritándole como babosa, "Joven, se le olvidó una cosa..." Mejor levanté la co-bertura para mirar al pajarillo. Detrás de las rejillas no se asomaba un canario, sino una ratoncita blanca.

No lo dudé. Lo confirmé al regresar a casa. Era hembra. ¡Qué sorpresota para el Lirón!
Esa misma noche, con la ratoncita en la jaula, esperé la llegada puntual de mi amigo. Se hizo pre-sente, alerta como siempre. Esa tarde pasó algo que yo le agradecí. Estaba tomando el café con mi madre y su inseparable angora. De repente, algo me distra-jo. Mi madre hablaba de dinero, soledades, de la lejana muerte de mi padre, de su odio hacia todo, empe-zando por mi padre (no daba razones), la política, las criadas, los indios, la gente que se salía de su lugar, los nacos que se vestían mal, las taquimecas que se teñían de güero, el cuico mordelón de la esquina, el afrochofer que pasaba a mil por hora rompiendo la tranquilidad de la calle, etcétera. Su lista de odios era interminable.
Me distrajo la presencia de mi ratón. Me di cuen-ta de que lo miraba todo sin ser visto por nadie. Esta-ba allí como si escudriñara la casa, la gente, las costumbres. Ese solo hecho lo convertía en mi com-pañía secreta, mi confidente, ya no sólo nocturno, sino diario. Él y yo contra doña Emérita y su gata maldita.

La presencia vivaz de Lirón contrastaba con la modorra insultante de Estrellita. Me di cuenta de que los gatos no piensan en nada. Tienen el cerebro vacío. No es que sean misteriosos, como cree la gente. Es que están aislados por su propia estupidez.
Esa noche libré a la ratoncita blanca que aban-donó mi galán incógnito para entregársela a mi Dor-mouse. Se miraron con sorpresa y se fugaron juntos. Era mi victoria. Pequeña, parcial, pero victoria al fin. Estrellita moriría virgen.
Dejé de sonreír.
Igual que yo.

-A ver, Cleopatra de los nopales -le espetó mi mamá a la criada la siguiente tarde-. Prepara un té y unas galletas para el licenciado Pérez. Viene a las cin-co de la tarde. Es un hombre chic. Tiene costumbres inglesas. ¿Sabes qué es eso?
-Lo que diga su merced.
-Chic, chic quiere decir refinado, elegante, bri-tánico. Todo lo que tú no eres, gatuperia.
-Lo que mande la patrona.
La Lupe se fue a preparar las cosas y mi madre me pidió que la ayudara a llegar al "inodoro" como púdicamente llamaba al gabinete de los hedores. Se desplazaba con dificultad de manera que la llevé hasta el baño, abrazada a la gata, y la esperé un momen-to. Sentí asco cuando adiviné que mi madre y su gata orinaban al mismo tiempo. Era inconfundible. Dos chorritos distintos.
Salió encorvada, abrazada a la gata. Regresamos al salón a esperar la visita del cegatón halitoso licen-ciado Pérez. Ya para qué le pedía a mi madre que me excusara. Mi rostro sin sangre revelaba mi fatal desti-no. O me casaba con el licenciado o no heredaba ni la bacinica de mi mamá.
Cuál no sería, pues, mi sorpresa cuando entró al salón el licenciado José Romualdo Pérez, seguido como siempre por la secretaria de flecos laqueados pero ya no por el diminuto contador de caray camisa carmesíes.
Santo Niño de las Desamparadas. Detrás del licenciado y de la secretaria entró, con elegante por-tafolios en la mano, mi ilusorio galán del café, mi Rodolfo Valentino de Sanborns, alto, hermoso, su pelo negro largo y reluciente, su piel morena como azúcar sin refinar, su mirada límpida pero seducto-ra...
Por poco me desmayo. El changazo ya lo había dado desde antes.
-Doña Emérita, le presento a mi nuevo CPT, don Florencio Corona.
Cima del éxtasis. Al darme la mano, Florencio Corona se inclinó y me guiñó un ojo. El licenciado Pérez, ciego como la pared, de nada se enteró.

2

Más que en mi casa he sido educada en Sanborns. Como voy sola al café, puedo ponerme orejas de Dumbo y oír lo que dice la gente a mi alrededor. Por eso (más Poniatowska y la Familia Burrón) he logrado tener mi vocabulario al día. Lo he escuchado todo. De chicho a chido pasando por suave. De joto a ma-rica a gay. De arriba y adelante la solución somos to-dos a un changarro para cada mexicano y mexicana. De abur a nos vidrios a bye-bye. De novia a vieja a maridita. Maridita.
Estaba, pues, preparada para adoptar cualquier jerga o slang de los pasados veinticinco años con toda naturalidad. Vana ilusión. Mi galán el joven abogado Florencio Corona hablaba un correctísimo español, sin mexicanismo cual ninguno. Más castiza era la cria-da Guadalupe con sus "mesmos" y "mercedes" porque así aprendieron los indios a hablar "la Castilla" en tiempos del veleidoso Cortés y su barragana la Malinche.
Florencio Corona, señoras y señores, era lo que en inglés se llama un dreamboat. Guapo, alto, ya lo dije, con trajes perfectos y la audacia de usar corbatas de moño que nadie luce fuera de los EUA salvo nues-tro difunto presunto Adolfo Ruiz Cortines. Será que los gringos temen mancharse las corbatas largas con salsa ketchup. O prevén que en la cárcel la gente se  ahorca con corbatas pero no con moños. Y no hay, ustedes saben, un solo gringo que no haría cualquier cosa, estafar, matar, asaltar un banco, violar a una niña, con tal de no ir a la cárcel.
Bueno, el hecho es que mi galán y yo nos dimos cita todas las tardes en el Sanborns de la Villa de Guadalupe, descubriendo quiénes éramos, contándo-nos nuestras vidas, hablando de todo menos de lo que nos unió por primera vez durante la visita del licenciado Pérez: la herencia de mi madre.

Florencio Corona venía de Monterrey y había estudiado leyes y contaduría en el Tecnológico de la llamada "Sultana del Norte" aunque todos conoce-mos los chistes y lugares comunes sobre los habitantes de la capital norte del país, que si son más tacaños que un escocés en ayunas, incapaces como Scrooge de extender la mano y duros del codo -codomonta-nos- e incapaces de darle agua ni al gallo de la Pa-sión. Bueno, pues mi Florencio era todo lo contrario a esa bola de clisés pendejos. Generoso, disparador, cariñoso, sencillo, tierno, parecía conocerme desde siempre, dándome trato de "señorita" hasta que le dije "Leticia, please" y "Dime Lety" y él se rió:
-No me vayas a llamar Flo.
Es decir, al rato ya guaseábamos juntos y para acabar pronto, azotamos. Nos enamoramos.
Abrevio porque no sé cómo contar la manera como se enamoran las personas. Yo le llevaba siete años (bueno, diez) pero hacíamos bonita pareja. Él alto y gallardo, musculoso y atlético, yo delgadita, fina y pequeña, a medio camino -me dije con pena- entre el ratón y la rata. Sacudí la cabeza. El inesperado romance con Florencio me había obligado a descuidar al Dormouse y su pareja. De hecho, descuidaba a mi madre y a la suya, la siniestra gata Estrellita. O sea, Florencio me tenía obsesionada y aún no pasábamos de manita sudorosa de torta com-puesta en la mesa del Sanborns.
Sin embargo, él mismo me había regalado a la Minnie Mouse, de manera que el asunto no le era ajeno y un día me atreví a abordarlo.
-Gracias por la ratoncita, Florencio. Creo que el Lirón está tan contento que me dio calabazas.
-Búscalos esta noche -me dijo enigmáticamente mi novio.
Lo hice. Era lo más sencillo. ¿Dónde iban a es-tar, sino debajo de mi cama? Y con quién iban a estar Dormouse y Minnie, sino con su camada de cuatro ratoncitos, engendrados en un abrir y cerrar de ojos. Lisos, lampiños, llegados al mundo sin abri-go alguno. Me llenaron de ternura. Dormouse y Minnie Mouse me miraron con gratitud, como di-ciendo,
-Gracias por darnos abrigo.
-Gracias por no exterminarnos.
-Los ratones gestan en veinte días -me dijo Florencio.
-¿Y cuánto logran vivir?
-Ni un año.
Sofoqué un gritito de melancolía. Florencio me acarició la mano.
-Casi siempre es porque son perseguidos. Por las lechuzas, por las aves de rapiña.
Me lo dijo con sus cálidos y brillantes ojos: -Cuídalos. Son pareja, igual que tú y yo. Me atreví.
-Florencio, mi mamá quiere casarme con tu boss, el viejo Pérez.
-No te preocupes, Leti.
-Claro que me preocupo. Si no me caso, me corta. Me deja sin un mísero quinto.
Florencio sonrió y pidió una cocacola con helado de limón.

Sí, esa noche, once de diciembre, festejé a la pareja de ratoncitos y a su carnada, les traje pedacitos de queso gruyere esta vez, para variar, platitos con agua y hasta fui a la cocina a buscar huesos de pollo.
-¡Lupe! -llamé a la sirvienta-. ¡Guadalupe!
No estaba y eso que era la hora de la cena.
Subí al cuarto de servicio. No sólo no estaba. Se había llevado sus cosas. Los santos, las veladoras, los pin-ups de Brad Pitt y el luchador Blue Demon. Los ganchos de la ropa, solitarios.
Alarmada, bajé a la recámara de mi madre. En-treabrí la puerta. Ella dormía con las gafas negras puestas a manera de antifaz de avión contra la luz. Estrellita sintió mi presencia y ronroneó amenazante. Recordé que los gatos ven de noche y me retiré con cautela.

A la mañana siguiente, doce de diciembre, mi madre hizo sonar con insistencia el timbre y acudí a su llamado. Bruta de mí: la Lupita no había acudido porque se había largado, ahora sí, como pícara ratera y fámula desagradecida, sin decir adiós. Aunque, pensé, tanto la humilló mi madre que esto tenía que pasar.
Subí con la charola. Mi madre estaba incorporada en el lecho, con los anteojos puestos y Estrellita sobre el regazo. Las dos me miraron con igual sospe-cha y desdén.
-¿Qué se hizo la gata? -dijo bruscamente mi madre.
-La tienes en tu regazo. ¿No ves?
-No te burles de una respetable anciana.
-Salió -mentí como para amortiguar el golpe: tendríamos que buscar nueva sirvienta. No quise imaginar la fulminante mirada de mi madre detrás de los anteojos de sol.
-¿Salió? -exclamó con dientes apretados: de ella nunca se diría "con la boca abierta"-. ¿Se cree que es domingo?
-Sí -me atreví al fin-, creo que se ha mar-chado for good, para siempre, mamá.
-¡Como tu padre! -silbó entre dientes-. ¡Como tu padre!
¿Cómo iba a preguntarle cuándo, cómo, por qué, si esas eran cosas que no se tocaban, temas envenenados? Para mí misma, me dije, mejor para mí misma. Tuve la visión de la vida con Florencio y ya nada del pasado me pareció importante.
-No te preocupes, madre. Yo te atenderé mien-tras encontramos sirvienta nueva.
Esto pareció calmarla.
-Siéntate a ver el paso de la procesión -dijo ufana con la miserable Estrellita remedando su com-placencia.
-¿Cuál procesión? -pregunté, de verdad con la cabeza en otro lado, o sea, con Florencio.
-Hereje -me maldijo con desdén-. Hoy es 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, Santa Patrona de México. ¿Qué te enseñaron en la escuela de monjas? ¿A poco pagué tus colegiaturas de balde?
Repetí, nomás para darle gusto. -Un 12 de di-ciembre, la Virgen de Guadalupe se le apareció al indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac.
-Sí -mi madre apretó los dientes-. La Vir-gen se apareció. Pero Juan Diego no era indito, eso es pura demagogia. Está comprobado que era criollo, como tú y yo...
-La leyenda dice... -me atreví.
-¿Cuál leyenda? ¡Descreída! El Santo Padre en Roma lo canonizó. A los indios no los hace santos ni Dios Todopoderoso. Todos los santos son güeritos. Ya lo dijo el Santo Padre...
Interrumpí su veracruzano dicharacho. -Dios Todopoderoso, cuyo vicario en la tierra es el Papa -para no seguir la inútil disputa, aunque a mi ma-dre nada la acallaba.
-Y lo dijo a voz en cuello: ¡sólo Veracruz es be-llo! Para que veas cómo conoce el Santo Padre la geo-grafía mexicana...
Respiró satisfecha y volvió a la carga. -¿Y qué más?
-La Virgen le dio a Juan Diego el criollito rosas en diciembre y se estampó en su tilma.
-¿Su qué?
-Su capa española, madre. Se estampó ella mis-ma y esa es la imagen milagrosa que veneramos todos los mexicanos.
-Menos los indios, los comunistas y los ateos.
-Así es, madre. Pero ponga atención. Ahí viene la procesión. Mire usted. Traen en andas a la Virgen. Fíjese en aquel penitente coronado de espinas. En cambio, la Virgen viene rodeada de flores en un altar dorado.
Avanzó el penitente, tambaleándose un poquito pero bien sostenido por los demás costaleros que por-taban la imagen sagrada.
Avanzó la representación viva de la Virgen de Guadalupe.
Mi madre pegó un grito.
La mujer que representaba a la Virgen era nues-tra sirvienta Lupita, nuestra criada, La Chapetes, nues-tra gata, ahora cubierta por un manto azul de estrellas, su larga túnica color de rosa, su pedestal los cuernos del toro, su marco las flores y su refulgencia la luz neón.
Pasó bajo el balcón de mi madre, en postura pia-dosa. Levantó la mirada. Más bien dicho: traspasó a mamá con la mirada. La Virgen -nuestra Lupita- se llevó la mano a la nariz y con los dedos medio e índice le pintó un violín a mi madre.
No contenta con este insulto, la doble Guadalu-pe -virgen y sirvienta- le sacó la lengua a mi ma-dre y hasta le lanzó una sonora trompetilla.
Doña Emérita pegó un grito desgarrador y cayó de bruces junto al balcón. La toqué. Estaba muerta. Sus anteojos rotos yacían al lado de la cabecita blan-ca. Tenía los ojos abiertos. Uno era azul. El otro, amarillo.
Agarré de la cola a la gata Estrellita y la arrojé a la calle chillando. Fue a dar entre la masa de los fieles -miles y miles- que seguían el paso de la Virgen. Los maullidos de la bestia pronto se perdieron entre los rezos de la multitud.
Mater dolorosa-Ora pro nobis.
Mater admirabilis-Ora pro nobis.

3

Florencio Corona se ocupó con diligencia de todo lo concerniente a la muerte de mi madre. Nos dis-pensamos de la velación. Ella ya no tenía amistades. Yo tampoco. Una esquela en la prensa era inútil. Le dije a Florencio que no quería misa.
Mamá fue trasladada al Panteón Español y de allí a la cripta familiar. Los cipreses crujían de sole-dad. Los candados, de hollín acumulado.
Mi pendiente no era mi madre. Era el testamen-to y su fatal voluntad:
-O te casas con el licenciado José Romualdo Pérez o no te toca ni un miserable peso.
¿Por qué dudé? Hasta eso había arreglado Flo-rencio.
-Don José Romualdo, además de estar casi cie-go, se ha vuelto algo distraído. Eliminé esa condi-ción del testamento. Falsifiqué las firmas necesarias, Leti.
Lo miré con gratitud... y con asombro. -¿Y el licenciado?
-Suspiró de alivio. Tu madre le impuso esa obli-gación contra su voluntad y él aceptó para hacerse de la fortuna que en realidad es tuya.
-¿Se conformó? ¿Cómo?
-Vas a tener que darle su partecita.
-Con gusto, con tal de no volver a olerlo. Ahora está libre. Va a casarse con la secretaria.
-¿Semejante gata? -dije espontáneamente.
-Esa mera. La piernuda de pelo laqueado. Se  adoran.
Hizo una pausa "preñada", como dicen los que saben inglés. A pregnant pause, ah qué caray. -Se adoran. Como tú y yo, Leti.

Nos casamos a las dos semanas del deceso. La fortuna de mi mamá era decente, nomás. La casa del Tepeyac. Unas cuantas joyas. Una billetiza de un cuar-to de millón de dólares en caja bancaria y cien mil pesos en cuenta corriente.
Qué nos importaba. Florencio se mudó a la casa del Tepeyac. Allí pasamos la luna de miel.
-La fortuna nos ha sonreído, Leticia -me dijo una mañana durante sus largos aseos, más largos que los de una mujer, adoraba depilarse, hasta el pecho y las axilas, perfumarse, peinarse, primitivamente, con gomina.
-No abusemos -decía-. No había tanto di-nero como pensamos. Vamos a querernos aquí. Cero luna de miel.
Y así fue. Todas las delicias del amor me fueron entregadas por Florencio, multiplicadas porque me llegaban cuando yo ya había perdido toda esperan-za. Las saboreaba más porque ya no era una niña, sino una mujer de treinta y cinco años consciente de que recibía los dones del cielo con razonable madurez.
Una felicidad consciente. Esa era mi condición como señora Leticia Lizardi de Corona. Mi galán era perfecto, sexy, dúctil, perfumado, tierno, suave, aten-to. Tiempo le sobraba. El licenciado Pérez se había retirado a vivir con su secre, dejándole la clientela a Florencio. No había prisas. Eso me contaba él.
-Vamos a disfrutar la vida juntos, Leti. Ya reto-maré el trabajo dentro de un mes.
-¿Y el servicio? -pregunté con naturalidad. El me imantó con su sonrisa de Benjamin Bratt que ya dije.
-¿Qué te parece si hacemos de esta casa nuestra casa, Leticia? Quiero decir, sólo nuestra, sin ningún intruso. Tú y yo solos. Tú y yo aquí...
Pensé alarmada en los quehaceres domésticos. Florencio me tranquilizó.
-Mereces trato de reina. No te apures.
Y es cierto. Florencio se convirtió en el servidor ideal. Sacudía el polvo, fregaba los pisos, lavaba la ropa, hacía las camas, cocinaba rico... Esto era un sueño. Una isla desierta en medio de una ciudad de veinte millones de gentes.
-Veinte millones de hijos de la chingada -dijo un día, sorprendiéndome porque nunca le había es-cuchado palabrotas.
No le hice caso. -Y tú y yo, mi amor... Tú y yo, mi amor... Tú y yo a salvo.
Un mes, digo. Un mes de perfecta felicidad. El abandono. La confianza. La perplejidad. Nunca ha-bía estado con un hombre desvestido, ni los había visto sin ropa más que en una que otra película. Flo-rencio se mostraba ante mí totalmente desnudo. Mi perplejidad venía de que se bañase tantas veces al día y se preocupase por tener un cuerpo tan liso como si fuese de mármol. Me desfasó una noche encontrarlo en el baño cuidadosamente rasurándose el vello del pubis. ¿Debía yo imitarlo? Mi instinto dijo que no, ni madres...
Más me preocupaba el olvido que la perplejidad de tantas cosas nuevas al lado de Florencio. El olvido. Mis ratoncitos y sus camadas me habían abandonado, como si adivinasen mi felicidad sin carencia algu-na. La gata Estrellita había desaparecido bajo los pies de las devotas multitudes guadalupanas. La otra gata, la criada Lupita, quizás había ascendido al cielo vesti-da de Virgen María, for all I cared.
Florencio y yo, Leticia y él. Nada más.

Hasta la noche en que me despertaron los chilli-dos insoportables. ¿De dónde venían? Florencio dor-mía. Abrí la puerta de la recámara sobre el patio y lo vi invadido de ratas y ratones. Todo ese espacio, de la puerta a las caballerizas, era un hervidero, una caco-fonía de roedores emitiendo chirridos de insatisfac-ción. Un mar de pelambres grises e incisivos blancos y culitos sonrosados y ojos ávidos, todos mirándome a mí.
Me desmayé. Florencio me recogió en la maña-na y me cargó al lecho. Le conté lo que vi. Él meneó la cabeza.
-Hay una sola cosa que espanta a los ratones.
-¿Qué cosa, Florencio?
-Los gatos.
Su respuesta me dejó sin aliento.
-Necesitamos un gato.
-¡Nunca! -grité, recordando a Estrellita, a mi madre, a la tiranía insípida de ambas y me salieron palabras dignas de doña Emérita: -Recuerda que esta es mi casa.
Florencio sonrió, me besó, me dijo: -Enton-ces, lechuzas. Les encanta exterminar ratones.
-¿Y mis ratones amigos? -dije, sentimentalmente.
-Leticia, mi amor. Esta manada de ratas des-ciende de tus queridos pets. Tienes que escoger.
Me acarició la cabeza.
-Mejor duerme, mi amor. Estás muy alterada.
Traté. Quizás lo logré por algunas horas. Me agi-taba inquieta. Adolorida porque veía en sueños a mi adorable pareja de ratones convertida en verdadera manada de ratas.
Avergonzada porque desperté con las piernas abiertas, muy separadas, con mi sexo expuesto al aire y la sensación de que un enorme sexo de hombre me penetraba.
Me incorporé, decidida a ayudar a mi hacendo-so marido en sus tareas domésticas. ¿Por qué me mi-maba tanto? ¿Por qué me pedía: Quédate en cama. Descansa. Yo lo hago todo?
Y me guiñaba un ojo, con su encanto de movie star: -Todo.
¡Solterona agradecida!
Me aventuré por los espacios, tan familiares, de la casa. Evoqué, en contra de mi felicidad actual, los años de mi desgracia bajo la tiranía de mi madre y encontré a Florencio en la sala en cuatro patas, levan-tando con una pica las baldosas. Afiebrado, intenso.
-¡Florencio! ¿Qué haces?
No pudo evitar un sobresalto.
-Caray, no me asustes -sonrió enseguida-. Mira, estos ladrillos están muy viejos y quebradizos. Vamos a reponerlos.
-Está bien -le dije sin demasiada convic-ción-. Déjame ayudarte.
Una irritación inesperada brotó en la voz y en la mirada de mi esposo.
-No me haces falta -dijo con una grosería que me arrancó lágrimas y me devolvió, chillando, a la recámara nupcial.
Chillando. Por primera vez desde que nos casa-mos, Florencio no regresó a la cama. ¿Qué pasaba? No quería averiguarlo. Era mi culpa. Lo había irritado con mi tono posesivo, como si ahora la casa no nos perteneciera a los dos... Yo era una imprudente. No sabía tratar a un hombre. No tenía experiencia. Desde el primer día se lo dije.
-Florencio, estoy en tus manos. Enséñame a vivir.
Ya sé que esto sonaba a tango de doña Libertad Lamarque, "Ayúdame a vivir". Me arrullé, en efecto, ronroneando melodías de la Dama del Tango hasta quedarme dormida.
Me despertó, de nuevo, el chirrido múltiple del patio. Salí en camisón al corredor y vi no sólo a la masa gris de roedores agitándose en el patio, sino a la vanguardia de la ratiza subiendo, amena-zante, por los primeros peldaños de la escalinata de fierro.
Grité horrorizada. Corrí descalza en busca de Florencio. Lo encontré hincado en la sala. O lo que quedaba de la sala. Todo el piso había sido levantado. El salón de mi madre parecía una de esas calles de la ciudad en estado de perpetua reparación.
-Florencio -murmuré.
Él dio un salto y tapó con ambas manos un hoyo de la sala.
Su rostro culpable era desmentido por la voz ronca. -¿Qué quieres? ¿No te he ordenado que te quedes en tu cama?
-Florencio, quiero saber qué pasa.
Admito que esta vez me miró con ternura. -Le-ticia, una casa tan vieja como esta esconde muchos secretos, cuenta muchas vidas. Las casas tienen histo-rias. A veces, no son historias amables...
-¿Vas a contarme qué es mi propia casa? Mi casa, Florencio, no la tuya... -respondí con arro-gancia involuntaria.
-Desgraciada -me miró ferozmente, hincado. -¿Desgraciada? -repetí, incrédula.
-Sí -dijo mi marido asentado sobre el piso en ruinas-. Sin gracia. Insípida. Ignorante. Escuálida. Flaca. Chaparra. Nalgas aguadas. Celulitis. Chichis de limosnera. ¿Qué más quieres saber, pendeja?
Lanzó una ofensiva carcajada. -Cabeza de chor-lito. Sexo de chisguete.
Corrí confusa, amedrentada, humillada, de re-greso a mi cuarto. Cerré con llave la puerta. Me arro-jé llorando a la cama. Por segunda noche consecutiva me sentí poseída por un intruso invisible y el llanto fue mi canción de cuna.
Creó que soñé mi vida, tratando de urdir una trama inteligible, la muerte de mi madre, mi matri-monio con Florencio, la trampa del testamento, Flo-rencio ocultando algo hallado bajo el piso de ladrillo de la sala, indiferente a su ridícula postura, tirado de espaldas, extendiendo las manos y los pies para ocul-tar algo, algo, algo escondido bajo las baldosas, ridí-culo y desafiante, cómico e insultante, ¿me merecía yo esto, qué había hecho mal? Como siempre, me culpé a mí misma, dejando que desfilaran por mis sueños todos los incidentes de mi vida, todos los enigmas jamás resueltos, sabiendo allí mismo que nunca sabría la verdad sobre la ausencia de mi pa-dre, los anteojos oscuros de mi madre, sus ojos idén-ticos a los de la gata Estrellita, uno azul y otro amarillo, los meados compartidos de mi madre doña Emérita y de la gata doña Estrellita, la doble condición de la gata Guadalupe, criada y virgencita, el doble carácter de Florencio, tan cariñoso ayer, tan cruel hoy, poseyéndome carnal pero también espiritualmente, porque era él el invisible fantasma que me visitaba, ahora, en mi soledad de piernas abiertas... eso lo sabía... Vaya, que hasta llegué a soñar con el licenciado José Romualdo Pérez disfrutando en Cancún su luna de miel con la secretaria de los flecos tiesos y los muslos gordos... Quizás era el único feliz. Pérez. Licenciado. Engañado por Florencio. Testamento. Falso. Fal-sos los testigos, la taquimeca y el reaparecido zotaco de la cara y camisa moradas. Falso. Todo era falso...

Esa noche no me despertaron las ratas en el pa-tio. Las ratas no habían logrado ascender a las habita-ciones. Di gracias. Amaneció. Tenía hambre. ¿Dónde dormía Florencio? ¿Acaso soñé todos los horrores de anoche? Quería convencerme de esto. El silencio ambiente me reconfortaba. Me sentí a gusto. Nice. Entré a la cocina y pegué un grito.
Un esqueleto vestido de negro -saco, pantalón, corbata, cuello talar- estaba sentado a la cabecera de la mesa. A su lado, Florencio bebía una humeante taza de té.
-Te presento a tu padre, Leticia.
El grito se me atragantó.
-Cuando te digo que una casa antigua guarda muchísimos secretos...
Me miró con su nueva insolencia.
-¿Quieres saber la historia? Era un cura renegado, obligado a casarse para no ser fusilado durante la persecución de Calles. Escogió a tu madre por católica... y por rica. Doña Emérita no sabía quién era su marido. Cuando se enteró de que estaba casada con un sacerdote, lo envenenó y lo enterró bajo el piso de la sala.
Sorbió el café. -Tú acababas de nacer y el cura se atrevió a decir la verdad. Los huesos no huelen. Tus ratones me guiaron hasta el lugar. Ellos sí tienen el instinto de hallar huesos viejos... Huesos, pero no dinero...
Soltó una carcajada mirando mi cara de idiota. -Cuando te cuento que una casa vieja está lle-na de viejas historias...
Salí corriendo de regreso a mi refugio, a mi recá-mara.
Oí la voz burlona de mi marido desde el come-dor:
-Hay más sorpresas, Leti. Prepara tu ánimo. Esta es sólo la primera...

Un gruñido feroz me recibió en el corredor.
Por el patio se paseaba con pisadas silenciosas, pero con amenaza en cada movimiento, un leopardo blanco, blanco como la detestada Estrellita, un leopardo infame, con un ojo azul y otro amarillo, diri-giéndome miradas brutas, temibles pero idiotas, cerradas a todo acercamiento doméstico, inmune a toda caricia, un leopardo de fuerza sinuosa, muscula-tura invencible, nariz corta y concentrada para olerlo todo, desgajado de sus hábitos nocturnos para sorprenderme de mañana, dueño de una garganta profunda que le permite rugir, rugir como lo hace ahora, encaminándose a la escalera del patio, subiendo len-tamente, sin dejar de rugir, a mi acecho, a sabiendas de que no tengo dónde esconderme, de que tumbará cualquier puerta con su bruto poder, de que acaso vamos a morir juntos porque el centro del patio esta-lla en llamas -es mi único consuelo, que la maldita casa se incendie.
Miró hacia la puerta cochera de la casa como si, naturalmente, buscase la salida.
Allí están los dos, Florencio mi marido y Guada-lupe La Chapetes. Me miran. Se abrazan. Se besan sólo para humillarme. No. Me equivoco. Avanzan tomados de las manos al centro del patio donde las llamas arden.
No me hablan a mí mientras se acercan al fue-go. Él todo verde, cubierto de ramas y hojas que salen de sus orejas pero no logran esconder el bos-que de vello animal renacido en todo su cuerpo tan esmeradamente rasurado. Ella con su hábito de vir-gen, el mismo con que la vimos pasar bajo el balcón de mi madre el 12 de diciembre, pero ahora con un rótulo penitenciario colgándole entre los pechos con la leyenda

SOY LA MUJER ANÓMALA

Los dos se acercan a las llamas hablando con vo-ces muy serenas que llegan claramente a mi persona inmovilizada en el pasillo por la cercanía del leopar-do guardián.

Florencio: -Viene el solsticio de invierno. El sol se pone temprano.
La Lupe: -¿Dónde estás, Florencio Corona?
Florencio: -A Florencio Corona lo quemaron  vivo en el gran Auto de Fe              de la Ciudad de México.
La Lupe: -El 11 de abril de 1649.
Florencio: -Lo llevaron amordazado a la ho-guera para no escuchar sus blasfemias.
La Lupe: -Lo llevaron en una canasta para que sus pies impuros no tocaran la tierra de la Ciudad de México.
Florencio: -Vinieron carruajes. Llegaron gentes de mil kilómetros a la redonda. Hubo trompetas y tambores.
La Lupe: -A ver la muerte en la hoguera de Florencio Corona, víctima de la Santa Inquisición.
Florencio: -¿Éramos herejes? ¿Éramos culpa-bles?
La Lupe: -No. Éramos judíos. Nos acusaron y nos condenaron para expropiarnos nuestros bienes. Fuimos víctimas de la codicia eclesiástica.
Florencio: -Esta casa. Esta vieja casa.
La Lupe: -Nuestra casa del Tepeyac, vecina al altar de la Virgen
Florencio: -La mujer anómala. Tú. Quemada hace tres siglos.
La Lupe: -Judíos conversos. Nos acusaron para confiscarnos.
Florencio: -Bastaba acusar para no regresar a la casa.
La Lupe: -Ahora sí. Hemos regresado. El fue-go nos purificará una vez más.
Y los dos entraron, tomados de las manos, a las llamas.

4

Ellos han tomado la casa. Aparecen y desaparecen. Comentan cosas que no entiendo. Dicen que el Dia-blo es el polvo de la ciudad. Dicen que las armas del Diablo son la esperanza y el miedo. Dicen que primero estaba prohibido creer en las brujas y los endemoniados. Recuerdan que fue la Iglesia la que obligó a creer en ellos y castigarlos. Dicen que destruimos las viñas y matamos a los fetos en los vientres de sus madres.
Sólo de vez en cuando Florencio se acerca a mí, recobrada su pelambre, con aliento sulfuroso, para decirme:
-Las fuerzas del infierno son impotentes. Ne-cesitamos la agencia humana.
Y otras veces: -Es cierto que te engañamos. Ahora deja que te protejamos, Leticia.
Ella, La Lupe, es más cruel: -Te vamos a hacer lo que nos hicieron a nosotros.
Aparecen. Desaparecen. Se ven en la oscuridad. La luz del día los vuelve invisibles. Pero yo sé que siempre están allí.

Me obligan a hacer la limpieza. Me dan de co-mer carnes crudas de animales desconocidos. Bailan desnudos en el patio bajo las granizadas. A veces él se afeita completamente pero al poco tiempo vuelve a tener vello de animal en todas partes. Ella nunca se quita el manto virginal ni el sambenito
SOY LA MUJER ANÓMALA

Él a veces se acerca a mí, sobre todo cuando es-toy humillada fregando el piso, y me explica a medias algunas cosas. Él y ella andan rondando esta casa desde el Auto de Fe de 1649. Entran y salen. No depen-de de ellos. A veces hay fuerzas que no los dejan entrar. Otras veces, hay debilidades fácilmente vencibles. Mi madre parecía una vieja tiránica, grosera, frágil. No. Esto me lo dice él. Era muy fuerte. Su fe era auténti-ca. Era capaz de matar por su fe. Una cosa era la apa-riencia de su vida cristiana superficial y hasta grotes-ca, y otra la realidad profunda de su relación con Dios.
-Eras su hija. ¿Nunca te diste cuenta de algo tan claro?
Negué con la cabeza perpetuamente baja.
-Tu madre se disfrazaba detrás de su beatería y su intolerancia. Pero nosotros -Guadalupe y yo- no podíamos vencerla. Bajo la superficie tenía la vo-luntad de la fe. Era invencible por eso. Era sagaz. Se hacía acompañar de una bestia asociada al Demonio. Su gata Estrellita era un súcubo infernal que la prote-gía de nosotros.
-¿Mamá los conocía a ustedes?
-No. Nos sospechaba. Se pertrechaba con nues-tras propias armas. Nos obligaba a escondernos, a espiarla, a fingir. La farsa de la Guadalupe la venció. Entendió que nosotros entendíamos y sólo esperába-mos. Su fe era sobrenatural, mágica. Se defendía con las armas del Diablo.
-¿Y ustedes, tú y la gata...?
Me puso el pie sobre la mano. Aguanté el dolor. -La Lupe. ¿Son judíos, por eso los quemaron? -No. Nos quemaron para quitarnos nuestras
riquezas.
-Por judíos. Por codicia. Sin razón.
-No. Tenían razón. Perseguidos, sólo teníamos un aliado. El Demonio.

A veces, cuando lo siento de buenas, le pregun-to, ¿qué necesidad tenía de desenterrar el cadáver de mi padre, vestirlo y sentarlo a la cabecera de la mesa?
No se enoja, porque mi pregunta le da la opor-tunidad de actuar. Arquea la ceja. Sonríe como villano de cine elegante. George Sanders.
-Ya te lo dije. Una casa tan vieja como ésta guar-da muchos misterios. Lo de tu padre fue, ¿cómo te diré?, un antipasto, un hors d'oeuvre...
Sonrisa cínica, seductora, adorable.
-Para irte acostumbrando al misterio, querida.
Me atreví: -¿Para qué me quieren?
Él frunció el ceño pero no contestó.
-Si los dos, tú y la Lupe, se bastan...
Me atreví: -Déjenme irme. Prometo guardar silencio.
Entonces me dio una bofetada feroz y salió de la recámara.

Esperó a que me despertara el rumor de los rato-nes en el patio. Me arrebató la cobija y me puso de pie a la fuerza, arrastrándome a lo alto de la escalera. Miré el correteo feroz de los roedores. Los fue seña-lando con un dedo índice verdoso, de larga uña ne-gra.
-Relapso de memoria y fama condenadas... Muerto en la hoguera... Impenitente, diminuto, fic-to y simulado aconfidente... Juana de Aguirre, mu-jer casada, que dijo que no era pecado tener acceso carnal con una comadre del Diablo... Manuel Mo-rales, gran judío dogmatista, relajado en estatua por el Santo Oficio... Luis de Carvajal, condenado a ser quemado vivo, convertido para evitar el rigor de la sentencia...
Grité de horror y me sentí yo misma embrujada por la crueldad. Florencio me miró con sorna.
-Hubo caridad también, Leticia. A los recon-ciliados los llevaron a cárcel perpetua, casa capacísi-ma, donde cumpliesen sus penitencias a vista de los inquisidores. Viven reclusos en esta casa, no derra-mados por la ciudad. Viven en esta cárcel separados los unos de los otros...
Indicó con el dedo a las ratas corretonas.
-Míralas, Leticia. Allí va María Ruiz, morisca de las Alpujarras, por haber guardado en México la secta de Mahoma... Allí va José Lumbroso, incauto descubierto por no comer tocino, manteca y cosas de puerco, hasta confesar que era burla decir que el Mesías era Jesucristo, a quien llamaba Juan Garrido, y a la Virgen María, Juana Hernández, blasfemos ambos, que no tenían a Jesucristo por Mesías, sino que lo esperaban... Y yo, Florencio Corona, llamado iluso del Demonio que me traía engañado porque yo sabía cosas que sólo el Demonio pudo haberme ense-ñado...
-¿Y ella? -pregunté angustiada.
-La sorprendieron -gimió Florencio, mirando al cielo-. Yo se lo pedí. Ella me amaba. Anima enim qui incircucissa fuerit, delebitur de libro viven-tum, la descubrieron circuncidándome para salvarme y nos quemaron a los dos...
-¿Y yo?-tuve que imitar su gemido.
Soltó la carcajada.
-A veces -dijo- se nos acaban las fuerzas. Entonces tú debes renovarnos. Cuando te lo ordene, tú debes atarnos a la estaca en el patio, juntar la leña a nuestros pies y prendernos fuego...
-¿Y si no quiero? -exclamé rebelde, estúpida, vencida de antemano.
-Hay ratas. Hay un leopardo. No tienes salida. Sentí que se esfumaba ante mi mirada.
-Míralos -dijo la voz que se alejaba-. Tie-nen nombre. Fueron hombres y mujeres. Nos sacrificamos por ellos. Dependen de tu caridad... Siguen vivos porque nosotros morimos de tarde en tarde... Sé buena, Leticia, caritativa, misericordiosa, como fuiste educada, mi amor...

Busco salidas. Es inútil. Las puertas están atran-cadas. Las ventanas, tapiadas. El leopardo me vigila, me sigue por doquier con un ojo amarillo y otro azul.
Logro escribir estas hojas a escondidas.
Las tiro a la calle por una rendija del balcón. Ojalá que alguien las lea.
Ojalá que alguien me salve.
La pareja de ratoncitos ha regresado a acompa-ñarme.

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