lunes, 25 de marzo de 2013

MANUEL MUJICA LAINEZ CECIL



MANUEL MUJICA LAINEZ


CECIL


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 La obra narrativa de Manuel Mujica Laínez  se ha destacado mundialmente por entremezclar en sus relatos personajes y acontecimientos históricos con elementos míticos y fantásticos.

Mujica Laínez nació el 11 de septiembre de 1910 en el seno de una familia aristocrática (en su árbol genealógico los nombres llegan hasta el de Juan de Garay y se prolongan en el siglo anterior con Florencio Varela y Miguel Cané). 
Vivió su adolescencia en Europa (recibió gran parte de su educación en Francia y el Reino Unido) y estudió dos años en la Facultad de Derecho antes de dedicarse por completo al periodismo. En 1932 ingresó al diario La Nación, donde desarrolló una extensa trayectoria como reportero, cronista y crítico de arte. 

Obras Destacadas

Glosas castellanas (1936).
Don Galaz de Buenos Aires (1938).
Miguel Cané (padre) (1942).
Vida de Aniceto el Gallo (1943).
Canto a Buenos Aires (1943).
Estampas de Buenos Aires (1946).
Vida de Anastasio el Pollo (1948).
Historia de una quinta de San Isidro (1583-1924)
Aquí vivieron (1949).
Misteriosa Buenos Aires (1950).
Los ídolos (1952).
La casa (1954).
Los viajeros (1955).
Héctor Basaldúa (1956).
Invitados en el paraíso (1957).
Bomarzo (1962).
Cincuenta sonetos de Shakespeare (traducción y notas) (1963).
El unicornio (1965).
Crónicas reales (1967).
De milagros y melancolías (1968).
Cecil (1972).
El viaje de los siete demonios (1974).
El laberinto (1974).
Sergio (1976).
Los cisnes (1977).
El brazalete y otros cuentos (1978).
Los porteños (1979).
El gran teatro (1979).
El escarabajo (1982).
Placeres y fatigas de los viajes (1984).
Un novelista en el Museo del Prado (1984).
Cuentos inéditos (1993).
Angeles de Manucho (1994).





"Tu te piáis a plonger au sein de ton image..."
L'homme et la mer. BAUDELAIRE



'... desde que tuve fuerza para roer un hueso tuve
deseo de hablar, para decir cosas que
depositaba en la memoria..."
Novela y coloquio que pasó entre
Cipión y Berganza, perros del
Hospital de la Resurrección...
CERVANTES

(Fragmento).

I
DEL AMOR


Creo que lo he fascinado, y sé que él me ha fasci-nado también. Presumo que nos perteneceremos el uno al otro hasta que la muerte ocurra. ¿Cuál vendrá primero, desnuda, fría y alta, a visitarnos? ¿La suya, la mía? La mía, probablemente, pese a que él está lejos ya de ser un niño, porque mi vida, por inexorable ca-pricho biológico, cuenta con un plazo mucho más corto que el acordado en general por el Destino a los de su privilegiada especie.
Hace un año que es mi dueño y vivo en su casa, y me asombra todavía, dado mi carácter, que me haya conquistado en tan poco tiempo. Al principio quise resistirle. No había amado aún —soy muy joven, pero de edades prefiero no hablar... por él, por el que amo—, y antes de encontrarlo les temía, quizás ins-tintivamente, a los riesgos del amor. Ahora me he en-tregado, con la intensidad de una pasión primera que sospecho será también la última. Es hermoso amar. Hermoso y terrible. No conozco gozo y tortura equiparables. No pienso que existan. Basta que me desli-ce una mano por el cuerpo, en caricia larga, para que vibre y me estremezca, como si me encendieran una pequeña fogata en el corazón. Pero, asimismo, si mi compañera se arrima y lo besa, sufro como si a mi pobre corazón lo rozase una mano de hielo. Enton-ces, sin poder impedirlo, cedo ante el atroz reclamo celoso, me adelanto, me impongo, no importándome las presencias extrañas y, haciendo de lado el orgullo, exijo lo que me corresponde. Él me mira, entre bon-dadoso y burlón, adivinando mi martirio, y sus hábi-les dedos logran apaciguarme. Siento, en esos instan-tes en que el dolor y la alegría se suceden, rápidos, crueles y dulces, hasta dónde dependo de su volun-tad. Pero, con simultánea lucidez, intuyo, misteriosa-mente, secretamente, hasta dónde es mío, hasta dón-de su fugaz traición no reviste más trascendencia que la de un frívolo juego.
Sí, al principio quise resistirle. Recuerdo el terror y el rencor que me sofocaban, cuando me trajo a la quinta en automóvil, desde la estancia en que nací. Yo no había andado en automóvil nunca. Mis días trans-currieron, hasta aquel que cambió mi suerte, en la pe-rrera y en el parque, uno de doce, entre mis herma-nos y primos, tan similares todos que ni siquiera el hombre encargado de nuestro cuidado y alimentación conseguía distinguirnos cabalmente. Allá, las mañanas y las tardes se confundían dentro de una carrera loca. Corríamos sin cesar, ágiles y finos, sobre el césped, sorteando los árboles, en los alrededores de la casa, en el prado vecino y su ondulación. Si alguna vez me-recí que se me cotejase con un lebrel de tapiz
Como han hecho luego en oportunidades sin número— fue entonces. Las ramas, las hojas, me prestaban su fondo trémulo. Y yo iba, con mis hermanos, con mis primos, bebiendo el aire, ebrio de libertad. Acaso, vagamente, algo que corría conmigo, en la penumbra de mi san-gre alerta, me insinuaba, ya en aquel período inicial, que debía aprovecharlo, porque la libertad es incom-patible con el amor, y el amor me acechaba, oculto. Y yo, delgado lebrel de Inglaterra, devoraba los vientos, las orejas echadas hacia atrás, la punta de la lengua asomada entre los dientes, como luciérnagas brillantes los ojos.
Pero el amor me rondaba. No me quejo, ¡ay! no me quejo. Por nada cambiaría mi situación actual, su inquietud y su delicia profundas. Aquello era un Lim-bo de tapicería. Y sin embargo, de repente, la nostal-gia de la libre inocencia me clava su colmillo. En esas ocasiones, la imagen veloz de mi familia cruza mi mente con brincos cadenciosos. No, no, no regresaría yo al estado de gracia. Soy feliz. Y sin embargo...
Me cuesta comprender que me regalaran así, de buenas a primeras, sin mayor trámite. Tal vez mi anti-guo dueño y mi antigua dueña comprendieron que el Escritor me necesitaba. De ser esto exacto, procedie-ron de modo muy sutil. Yo no lo entendí hasta más adelante. A ellos los quería sin amarlos. Otros de mi raza, anteriores a mí, habían ganado sus corazones; otros, a quienes se permitía entrar en la gran casa ri-ca, mientras que yo quedaba con el resto afuera. Y lo singular es que yo no fui elegido por el Escritor; no le dijeron que escogiese, antes de partir, a uno de los lebreles. Mi dueña me señaló, en la jauría, pero yo barrunto que junto a ella estaba, en ese segundo cru-cial, el Destino, y que fue él quien condujo su mano. Lo cierto es que ni me percaté de lo que acontecía y de su gravedad. Me pareció insólito, eso sí, que me sujetaran una correa al cuello y me condujeran al ves-tíbulo de piedra del caserón. ¡Cómo temblaba! ¡Cómo entrecerraba los ojos asustados! ¡Con qué desespera-ción oía, más allá de los fuertes muros, los ladridos de los once lebreles cuya exhalación atravesaba el parque crepuscular!
Me acurruqué debajo de un banco y hundí el hoci-co en las patas. Desde ese refugio lo entreví, sin ima-ginar el vínculo que nos enlazaría. El seductor preten-dió ensayar su caricia primera y yo retrocedí y me apelotoné, cuanto permitió la traílla tirante. Luego me metió en el automóvil.
El viaje de la estancia a la quinta es largo y, según he oído comentar, notable por la belleza de sus pano-ramas. El Escritor dice que le recuerda a Escocia, pe-ro a él cualquier paisaje, cualquier sitio le recuerda otro, pues ha ambulado mucho, y si su memoria no le brinda de inmediato la perseguida imagen, me pa-rece que la substituye con una aproximada, para no quedarse sin su comparación. Le encanta comparar. Escocia o no, la verdad es que yo no vi nada, durante el recorrido. Echado, ovillado bajo los pies de mi nuevo señor, cuyo contacto evitaba en lo posible, re-duciéndome a mi expresión mínima, no vi ni las ro-cas que simulan ruinas de castillos ni los valles leja-nos que la niebla esfuma. El terror y el rencor me ahogaban. Odiaba entonces y temía al que amo hoy. Me negaba a cederle. Durante dos semanas me negué, no obstante su paciencia. Ahora soy suyo. Me ha ganado. Y eso que no es un hombre de perros. Los ha tenido, por supuesto (¡y gatos, Dios mío!), y hasta está retratado en su biblioteca, por un pintor famoso, con una perrita que murió y hacia la cual no logro eliminar mis celos de ultratumba. Pero me he hecho una composición de lugar y, como quien toma un calmante, me repito que la incluyó en el óleo por ra-zones estéticas, decorativas, superficiales, mientras que lo que por mí experimenta es la punzante mara-villa de un auténtico sentimiento hondo. Supongo que los enamorados proceden así, para serenarse, que conjuran el fantasma de los pretéritos amores con el argumento discutible de que, hasta que el su-yo apareció, los demás no alcanzaron más valor que el de meros ensayos.

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