domingo, 24 de marzo de 2013

André Maurois


André Maurois es el seudónimo de Émile Herzog, novelista y ensayista francés nacido el 26 de julio de 1885 en Elbeuf (Normandía) y muerto en París el 9 de octubre de 1967. Descendiente de una rica familia dedicada la la industria textil, Maurois realizó estudios secundarios en Rouen (Liceo Corneille) y superiores en Caen. Tuvo como profesor al filosofo Alain que le animó a tomar el camino de la escritura. Ante la perspectiva de tomar la dirección del negocio familiar, optó por la literatura. Durante la primera Gran Guerra, sirvió como interprete del Estado Mayor británico, lo que le familiarizó con el cáracter y la cultura anglosajona. En la II Guerra Mundial luchó por la Francia libre y se refugió en Estados Unidos al negar su obediencia al gobierno pro-nazi de Vichy. En 1938 ingreso en la Academia francesa. Falleció el 9 de octubre de 1967.

No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer, sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier. 
El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera, sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos. 

Fragmento.
Annotation


  No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer; sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier.
  El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera; sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos.
  ANDRÉ MAUROIS 




  La Máquina De Leer Los Pensamientos



Traducción de Rosa S. de Naveira



Plaza & Janés Editores, S.A.

  Sinopsis 



No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer; sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier.El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera; sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos.

Título Original: Machine a lire les pensees Traductor: Naveira, Rosa S. de
  Autor: André Maurois
  ©1985, Plaza & Janés Editores, S.A.
  Colección: El Ave Fénix, 64
  ISBN: 9788401421648
  Generado con: QualityEbook v0.60
  LA MÁQUINA DE LEER LOS PENSAMIENTOS 


  ANDRÉ MAUROIS



Título original: La machine a lire les pensees Versión castellana: Rosa Naveira CAPÍTULO I - INVITACIÓN AL VIAJE 



  AUNQUE sea catedrático de literatura francesa y que mi tesis sobre los orígenes de Balzac haya sido bien acogida, no sólo por mis colegas, sino incluso por los críticos más frívolos, no he escrito nunca hasta ahora ningún trabajo de imaginación. Confieso que en mi juventud, cuando me sentía, como la mayoría de los adolescentes, inquieto y romántico, me atrajeron diversos temas de novela. De haber sucumbido a esta tentación, mi carrera universitaria hubiérase encontrado peligrosamente comprometida. Pero supe resistir, y me ha salido bien. El relato que empiezo hoy es, pues, mi primera tentativa en este nuevo género.
  Sin embargo, no puede decirse en verdad que sea un trabajo imaginativo, puesto que es auténtico hasta el más mínimo detalle. Lo escribo por obligación de historiador más que, siguiendo un impulso de artista. Habiéndome encontrado mezclado, a pesar mío, al descubrimiento de esta máquina de leer pensamientos tan célebre durante algunos años bajó el nombre de psicógrafo, he pensado que sería interesante hacer constar mis recuerdos del episodio. La intimidad de ciertos detalles me impide publicar este relato mientras Susana y yo vivamos, pero autorizo a mis hijos o a nuestros amigos para que le busquen un editor tan pronto nosotros habremos desaparecido.
  El principio de esta aventura está en Caen y (quisiera antes que nada explicarles por qué, lo mismo mi mujer que yo, estábamos encantados de haber obtenido aquel destino. La familia de Susana era de Ruán; su padre, M. Cauvin-Léqueux, magistrado de esta villa, había permanecido en ella aun después de jubilado, porque en Ruán vivían sus numerosos amigos y dos de sus hijas se habían casado allí; una, Marie-Claude, con un industrial del país: Maxime Heurteloup; la otra, Henriette, con un abogado sin clientes: Jérôme Lemonnier. Diré en seguida, puesto que he nombrado a las hermanas de mi mujer, que Susana adoraba a Marie-Claude, personilla mediocre, y, por el contrario se llevaba mal con Henriette, en la que yo admiraba el ingenio y la belleza. En cuanto a los maridos, me fastidiaban los dos; Maxime, un hombre honrado y bien considerado en Ruán entre los «algodoneros» sus colegas, me parecía duro y orgulloso; Jérôme, seductor, holgazán y poco escrupuloso, no pensaba más que en explotar la familia de Su mujer y en hacer desgraciada a Henriette.
  En la calle donde se encuentra, el Gobierno Civil, y que tiene por nombre «Rue de Fontenelle», mi suegro había comprado una casa de cuatro pisos ocupando él el segundo, cediendo el tercero al matrimonio Lemonnier y alquilando los dos restantes. Me creo obligado a dar esos detalles porque la «Rue de Fontenelle», dentro de su clan, ocupaba en la vida de mi esposa Un lugar inmenso y funesto. Susana vigilaba celosamente esta propiedad que algún día: llegaría a ser suya y trataba de obtener de su padre que se la legara completa. En cuanto a las opiniones, prejuicios y repugnancias, la «Rue de Fontenelle» tenía a sus ojos muchísima más importancia que las ideas y los sentimientos de los mayores genios de nuestro tiempo.
  Entre yo y la «Rue de Fontenelle» existían tres motivos de discordia. Uno, era la educación de nuestros hijos, chiquitines, a quienes según mi suegra yo agotaba en lugar de que «hicieran salud» (esté agotamiento consistía en exigir que aprendieran por lo menos, antes de entrar en el colegio, a leer y a escribir); otro, la clase de existencia que llevaba Susana, a la que yo «secuestraba», según decían, siendo como era «una mujer brillante y muy dotada» (Susana no se quejaba lo más mínimo tan pronto se alejaba de la «Rue de Fontenelle», de nuestra vida modesta y retirada, pero perfectamente feliz); el tercero, y sin duda el más grave, era una irremediable oposición entre las ideas políticas de mi suegro y las mías.
  Todos pertenecíamos, no obstante, a una misma clase social, la burguesía media, pero Francia, desde 1789, tiene sus güelfos y sus gibelinos. La familia de Susana había sido siembre conservadora y sucesivamente bonapartista, orleanista, republicanos adheridos y melinista; la mía había figurado siempre en la oposición en tiempo de la monarquía de julio, siendo republicana cuándo el Imperio, gambettisa y luego radical, e incluso socialista por parte de uno de mis tíos. La época de nuestra boda coincidió con aquella en que los franceses, durante algunos años, parecían haberse reconciliado a consecuencia de la guerra, de suerte que nuestro mutuo cariño no había encontrado ningún obstáculo ni tuvo que triunfar sobre los odios latentes. En aquella época, yo era militar y mi uniforme había parecido a M. Cauvin-Lequeux, que sin duda no había leído nada de Stendhal, ni de Paul-Lous Courier, símbolo y garantía de un alma sensata. Con la venida de la paz, los antiguos rencores y las desconfianzas ancestrales se habían reanimado y a partir de las elecciones de 1924 la «Rue de Fontenelle» en peso, excepto mi cuñada Henriette, me había excomulgado; por consiguiente, las cenas familiares me resultaban desagradables, ya que todas las semanas tenía que escoger entre guardar silencio o hablar con acritud y escuchar, al salir, los reproches de mi mujer por mi mutismo o por mi intolerancia.
  Comprenderán ahora perfectamente por qué, satisfechísimo al día siguiente de haber obtenido un puesto en el Instituto de Ruán, me apresuré a terminar el Doctorado y a pedir una cátedra, en la Facultad. Caen, donde había logrado que me destinaban, era para nosotros el lugar ideal. La ciudad es hermosa, tranquila y jansenista; la Universidad ilustre y antigua; el clima, sano, Pero por encima de todo, allí poseía, por completo a mi mujer y a mis hijos, mientras que Susana no se sentía demasiado alejada de Ruán todas las veces que deseaba empaparse de la atmósfera de la «Rue de Fontenelle», que era para ella cómo un balón de oxígeno. Es indispensable añadir que formábamos el matrimonio más unido y, ¿por qué no decirlo?, más tierno. Desde que dejaba que mi mujer fuera sola a casa de su padre, había desaparecido entre nosotros todo motivo, de conflicto. Nuestros dos hijos gozaban de buena salud, mis alumnos eran insoportables y mis colegas, simpáticos. En fin, en la medida que pueden serlo los seres humanos y a despecho de pequeñas tormentas, inevitables en toda vida conyugal, éramos felices.
  Fue un día del mes de abril de 1925 que, mientras preparaba una clase sobre Malherbe, entró mi esposa de pronto en mi cuarto de trabajo anunciándome que un viejo americano quería verme.
  —¿Un viejo Americano? ¿Cómo se llama?
  —Spencer... El presidente Spencer... Ahí está su tarjeta.
  Leí: «Dr. Theodore B. Spencer, presidente de la Universidad de Westmouth.»
  —No lo conozco —dije a Susana— pero Westmouth es una de las instituciones más serias de los Estados Unidos, y su Presidente un personaje importante... Lo recibiré en seguida.
  Susana hizo pasar un hombre de unos sesenta años, de rostro rasurado, ojos de mirar dulce protegidos por gafas con montura de concha y que a primera vista daba una agradable sensación de bondad. Hablando el francés con lentitud y casi devoción eclesiástica, me explicó que la Universidad que él presidía deseaba, a partir de entonces, buscar todos los años en Francia un profesor que comentaría ante los estudiantes uno de nuestros escritores.
  —Hemos recibido —me dijo— para esta cátedra una buena donación. El industrial más rico de la región es un emigrante alsaciano que desea fomentar por tocios los medios la enseñanza francesa en los Estados Unidos, El jefe de nuestro departamento de lenguas latinas, el profesor Macpherson, ha pensado que Balzac sería, como principio de este experimento, el autor que nuestros jóvenes estudiarían más a gusto y que sus trabajos y su tesis le hacían a usted el hombre indicado para comentarlo... Según nos han dicho, conoce usted algo de inglés y esto servirá para que su vida entre nosotros sea más agradable... Como tenía que visitar Francia, me han encargado que viniera a Caen a ofrecerle este nombramiento...
  —Pero me será difícil — empecé a decir.
  Levantó la mano para cortar mis protestas y prosiguió: —Permítame que le hable del otro lado sórdido de esta transacción... Sus honorarios serían tres mil dólares para un curso universitario, es decir, alrededor de cuatro meses... Su viaje, lo mismo que el de su esposa, corre a nuestro cargo porque tenemos un especial empeño en que madame Dumoulin le acompañe. La Universidad le alquilaría, por muy poco dinero, una casita amueblada... Daria dos clases públicas por semana y dirigiría además un Seminario para los mejores alumnos... He aquí, profesor Dumoulin, el mensaje que debía transmitirle... Mi misión ha terminado. Le aconsejo sincera y amigablemente que acepte... Sí; estoy seguro de que no se arrepentirá.
  Sorprendido, perplejo, contesté que conocía la reputación de Westmouth y el valor personal de Macpherson (que es, en efecto, el autor de un atlas lingüístico de la Auvernia Meridional), que les agradecía su elección, pero que por una parte no sabía si el Ministerio y la Facultad me autorizarían a que me hiciera reemplazar y por otra, ignoraba si mi mujer consentiría en alejarse por unos meses de sus hijos y de sus padres...
  —Lo sé —dijo sonriendo—, lo sé... Los matrimonios franceses gozan en discusiones interminables donde toda la familia, hasta los primos lejanos, pesan los méritos de un proyecto... Lo he observado frecuentemente... Quiero decir que lo mismo Mrs. Spencer que yo amamos a Francia y pasamos todas nuestras vacaciones en alguna de sus pequeñas ciudades de provincias..., en Caudebec, en Brantôme, en Vézelay... Sí... hemos recorrido su país... y tal vez lo conozcamos mejor que usted... Sí, sí. Si acepta venir a Westmouth, Mrs. Spencer se ocupará personalmente de madame Dumoulin. Comprendo que necesite unos días para reflexionar, pero como si no acepta; tendré que buscar alguien más, le ruego que me conteste rápidamente. En cuanto a la autorización de su Ministerio, sé que la obtendrá sin dificultad, porque antes de visitarle lo he consultado con el... ¿Cómo le llaman ustedes? ¿Director de la enseñanza superior? Sí... Y le parece bien...; Well, good bye, profesor Dumoulin.
  La velada siguiente a esta visita, la pasamos Susana y yo discutiendo la proposición del presidente Spencer. Dejar los niños era doloroso; llevarlos, difícil y ruidoso. Susana propuso dejarlos en la «Rue de Fontenelle» en casa de sus padres; pero yo encontraba en ello dos inconvenientes: mi madre, celosa de mis suegros, no dejaría de protestar, y mi suegra tendría una ocasión demasiado hermosa para aplicar sus ideas, a mi entender peligrosas, sobre la educación. Mi mujer parecía atraída por el sueldo ofrecido; le hice observar que nuestros gastos serían sin duda mayores en América y que por otra parte nos veríamos obligados a mantener nuestro piso de Caen para dejar allí guardados mis libros y mis ficheros. Por fin, el atractivo del viaje, el interés que para mí tenía el dar a conocer el verdadero Balzac a los estudiantes americanos, y, sobre todo, la personalidad de aquel presidente que nos había encantado a los dos por su aspecto serio y honrado consiguieron que aceptáramos. Escribí al doctor Spencer que llegaríamos a América a fines de septiembre, tal como él deseaba.
  Me felicité inmediatamente de haber tomado esta decisión rápida antes de que Susana hubiera visto a sus padres, porque la «Rue de Fontenelle» movilizó en seguida contra nuestro proyecto esta fuerza colectiva que, siempre poderosa, se hacía irresistible cuando sus habitantes discutían un asunto que ignoraban por completo. M. Cauvin-Lequeux que, estoy convencido, no había visto jamás un americano, odiaba con un vigor heroico los ciento treinta millones de seres humanos que pueblan los Estados Unidos. Me acusó de arrastrar a su hija a un país donde sería secuestrada por gángsters, corrompida por bootleggers y llevada, inocente, a la silla eléctrica, por una justicia de bárbaros. Esta imagen, tan romántica, asustó de tal modo a Susana que tal vez se hubiera batido en retirada si mi suegra, doblemente satisfecha de arrancar a los niños de mi siniestra influencia y del afecto rival de mi madre, no se hubiera puesto de mi parte. Cuando se deshacía el frente de la «Rue de Fontenelle», ésta pasaba a ser vulnerable, y, naturalmente, nos fuimos el día designado en el trasatlántico «France».

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