¨ Estamos ante un asesino desprovisto de todo sentimiento y emoción a la hora de la ejecución de las muertes. Creo que para él se está ante un juego. La caza es un juego. No mata por sexo, lujuria o cólera. Asesina y disfruta dejar o colocar los cuerpos como pinturas, esculturas... las maquilla... y las semi desviste a su antojo... es un tributo al cuerpo humano y al asesinato como una manifestación de obra de arte erótico. Si se observan todas las mujeres asesinadas en el siglo xx y xxi y las mujeres asesinadas en el siglo XXIV las similitudes son las mismas: la estética se antepone a cualquier razonamiento de un vulgar y sangriento asesinato. ¡Diferente es Jack the ripper! Ese monstruo que hizo temblar a Londres en la Época Victoriana. Jack es un artista porque nunca fue descubierto, quedó todo en el misterio, lo meramente estético no juega un papel importante, o quizá sí, si usamos el vocablo de “la estética del horror y lo macabro” como algo artístico. ¿No lo cree? Raffo hizo una pausa¨.
CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 24 de enero de 2025
jueves, 23 de enero de 2025
La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara FRAMENTO.
La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara
1 En mitad de una noche despejada de noviembre, un Volkswagen modelo 1951 empezó a ronronear en el garaje de una casa de la ciudad de Hanno, en la prefectura de Saitama. Mientras el motor se calentaba, los pasajeros, sentados ya en el interior del vehículo, dispusieron de unos minutos durante los cuales miraron inquietos a su alrededor. No hacía mucho que habían añadido a la vieja casa ese garaje levantado casi de cualquier manera, para guardar en su interior un coche de segunda mano. La puerta pintada de azul se abría como un paréntesis y rompía la continuidad de la valla medio podrida de bambú. Era la señal inequívoca de que la casa empezaba a afrontar una nueva etapa de cambios tras un largo periodo de quietud. Sin embargo, nadie habría podido explicar en detalle qué clase de cambios eran aquellos a los que se enfrentaba. Era de suponer que no guardaban relación alguna con el negocio de madera de la familia, el más próspero de la ciudad de Hanno, una herencia gracias a la cual disfrutaban de una considerable fortuna. Corría el rumor de que Akiko, la bella y silenciosa hija de la familia que apenas se relacionaba con nadie, salía de casa de vez en cuando cargada con un montón de paquetes y caminaba hasta la oficina de correos frente a la estación de tren, a pesar de que a solo dos o tres manzanas de su propio domicilio había otra más antigua en un edificio que aún conservaba las paredes de adobe. Entre todos aquellos paquetes había algunos dirigidos a residentes en el extranjero. El automóvil avanzó por las calles llanas y amplias de la ciudad a medianoche. Al volante iba Kazuo, el hermano mayor de Akiko, con ella a su lado. El asiento trasero lo ocupaba el matrimonio Ōsugi, sus padres. —Me alegro de haber salido tan temprano —dijo Jūichirō Ōsugi—. A veces el tiempo se desajusta y en previsión es mejor llegar lo antes posible. —Tienes razón —respondió Iyoko, su mujer—. Si nos retrasamos nuestros amigos no se lo tomarán bien, estoy segura. Los cuatro pares de ojos de la familia miraban fijamente a través del parabrisas tras el cual se desplegaban hileras de casas con las luces apagadas. Tenían todos los mismos ojos glaucos, una peculiaridad de su estirpe. En la calle no se veía un alma. El coche giró a la derecha nada más pasar la Cámara de Comercio. Enseguida lo hizo a la izquierda, tan pronto como tuvo delante la tenue luz de la comisaría de policía. No tardó en salir junto al nuevo centro cívico donde también estaba la estación de autobuses. El edificio pintado de un blanco inmaculado, de planta rectangular y diseño moderno parecía flotar a los pies del monte Rakan, justo a sus espaldas, que emergía en la oscuridad como una masa tenebrosa. El destino familiar era, precisamente, ese monte. Se proponían subir hasta la cima. El monte tenía una altura de 195 metros. En el periodo Kōji, entre 1555 y 1558, durante el reinado del emperador Go-Nara, el venerable monje Onoja, primer abad del templo Nōninji, fundó allí su centro de oración y le dio el nombre de Atago. Más tarde, en el quinto año de la 1 era Genroku , Keishōin, madre de Tsuneyoshi, quinto sogún de la dinastía Tokugawa, donó al templo dieciséis rakan o estatuas de santos budistas que fueron allí instaladas, momento a partir del cual el lugar comenzó a ser conocido por la gente como Rakan. Kazuo aparcó bajo los grandes ventanales del centro cívico. Desde el otro lado de los oscuros cristales, la luz de las farolas iluminaba tenuemente la altura casi absurda del techo interior del edificio, así como incontables sillas ordenadas en filas semicirculares enfrentadas a un escenario vacío como todo lo demás. El vacío reflejando vacío, un tenso equilibrio que resultaba inapreciable durante el día cuando estaba lleno de gente. Después de echar un vistazo a su alrededor, Kazuo abrió el maletero del coche. Sacó una mochila bien provista de comida y una manta para protegerse del frío y se lo colgó todo a la espalda. Los demás iniciaron el ascenso cargados de cámaras y prismáticos. Akiko saltó del asiento del copiloto con un gesto grácil. Para abrigarse había elegido un pantalón gris, un jersey grueso de esquiar y una bufanda larga enrollada al cuello. La etérea belleza de su rostro resplandecía aun en plena noche y el pañuelo con el que cubría su cabello enmarcaba sus rasgos delicados. El aire frío de la madrugada le insufló vitalidad y con su linterna plateada alumbró aquí y allá para comprobar su alcance, aunque en sus manos pareciera como si se tratara más bien de un arma mortífera. Jūichirō salió tras ella. Se puso una cazadora encima del jersey e Iyoko, vestida con quimono, se cubrió con un sobretodo de corte tradicional y con una bufanda. Tras graduarse en la Facultad de Letras, Jūichirō había ejercido como profesor durante un breve periodo, casi como si fuera un pasatiempo, si bien nunca llegó a inclinarse del todo por una profesión puramente intelectual. No obstante, su cara alargada, sus gafas, producían la impresión de inteligencia. Con su nariz prominente desprovista de carne olfateaba de inmediato el distintivo aroma de la soledad y la desolación de quienes lo rodeaban, el mismo olor con el que él había crecido. Comparadas con sus facciones, las de Iyoko, por el contrario, resultaban mucho más cálidas, corrientes, la misma expresión carente de toda perspicacia y con un marcado aire de credulidad que había heredado su hijo. La excursión dio comienzo por un acceso al monte fácilmente distinguible a pesar de la oscuridad y lo hicieron en completo silencio. Ascendieron poco a poco flanqueados por los cedros vagamente iluminados por la luz de las linternas que se enredaba entre sus pies. A partir de ese punto donde se encontraban ya no había más farolas. En la parte baja apenas soplaba el viento, si bien a medida que ascendían los árboles susurraban cada vez más alto. Entre los huecos que se abrían en medio de los árboles, allí donde el cielo nocturno quedaba al descubierto, se revelaba una profundidad como el abismo de un pozo y las estrellas brillaban cada vez con mayor intensidad. Kazuo, a la cabeza del grupo, alumbraba el sendero con la linterna y justo en el extremo donde alcanzaba la luz descubrió a un costado unas lápidas. Era un camino ancho con una suave pendiente. Dieron un amplio rodeo alrededor de las lápidas para salir enseguida a un espacio abierto en mitad del monte. Las luces iluminaron unos bancos vacíos a esas horas de la noche y restos de basura esparcidos por el suelo. No se oía ningún canto de pájaro. Después de dejar atrás el claro, el sendero volvía a estrecharse para hacerse más agreste y empinado. A pesar de los travesaños de madera colocados transversalmente en el suelo para facilitar la ascensión, las piedras y las raíces de los árboles brotaban por todas partes. La luz artificial, por su parte, tenía el efecto de exagerar las irregularidades del terreno, deformaba las rocas, proyectaba sus sombras sobre el camino. El viento arreciaba en las copas de los árboles, aumentaba su ulular. Nada de aquello, sin embargo, les distrajo de su noble objetivo y ninguna de las dos mujeres parecía asustada. De haber sido una noche de luna llena habrían disfrutado de mucha más claridad de la que había en ese momento aun sumergidos en mitad del bosque. La luna, de hecho, había hecho acto de presencia al ocaso, pero a medianoche se esfumó del f irmamento llevándose consigo el resplandor lechoso de su cuarto creciente. Así las cosas, el ascenso continuó entre ánimos mutuos, pero lo cierto era que, de haber sido de día, hasta un niño habría trepado por allí sin ninguna dificultad. Por fin salieron a una especie de pradera un tanto angosta en una de cuyas esquinas las linternas iluminaron cuatro o cinco escalones medio arruinados, los cuales daban la impresión de una cascada de piedra bajo la penumbra de los cedros. —¡Por fin llegamos! —exclamó Jūichirō entre jadeos—. El mirador está muy cerca. —Hemos tardado en subir veintisiete minutos desde el coche — constató Kazuo mientras se acercaba a la cara la esfera iluminada del reloj de pulsera. El mirador era apenas un desmonte en el terreno rocoso de unos trescientos metros cuadrados. Al norte, un monolito de piedra protegido a su espalda por el bosque conmemoraba una visita imperial al lugar. El claro se abría hacia el sur y aparte de unas cuantas ramas de pino retorcidas y algunos setos, nada obstruía la vista del horizonte. Un poco más abajo, hacia el este, se extendían las luces de la ciudad de Hanno y más allá, tras unas manchas de verdor oscuras, brillaban las luces rojas y amarillas de la base militar Johnson. —¿Qué hora es? —Faltan siete minutos para las cuatro. —Menos mal que hemos llegado antes. Quería estar aquí al menos con media hora de antelación respecto a la hora establecida. En cuanto se secó el sudor de sus cuerpos provocado por el esfuerzo de la ascensión, sintieron el verdadero frío de la montaña en un amanecer del mes de noviembre. Kazuo extendió la vieja manta en el suelo y su madre y su hermana se esforzaron también para acomodar un lugar donde sentarse sin dejar de luchar en ningún momento contra el viento del norte. Iyoko sirvió de un termo un té rojo bien caliente en vasos de plástico y seguidamente sacó unos sándwiches envueltos en papel. Disponían de tiempo suficiente para disfrutar de la visión de las estrellas bajo el cielo despejado. —No hay luna ni tampoco una sola nube —señaló Iyoko con la voz cargada de emoción. Era, de hecho, un cielo saturado de estrellas como no suele verse casi nunca en las ciudades. Los puntos luminosos parecían adheridos al firmamento como las manchas en la piel de un leopardo. La extraña transparencia de la atmósfera nocturna, la superposición de astros, su posición más próxima o alejada, creaba una insólita sensación de profundidad en el firmamento. Sin embargo, la acumulación de luz producía al cabo de cierto tiempo la sensación de una bruma, de una nebulosa como un esparavel que cayese sobre los ojos de quienes observaban. Demasiadas estrellas para poder contarlas, pensó Akiko. Por si fuera poco, ni siquiera el presagio del amanecer en ninguna parte. La Vía Láctea cruzaba el horizonte y el gran cuadrante formado por la constelación de Pegaso se veía a lo lejos a punto de desaparecer. El tintineo de las infinitas estrellas copaba el cielo con sus vibraciones a modo de cuerdas de un instrumento tocado al tiempo con delicadeza y exceso. —Es una lástima —dijo Jūichirō en un tono de voz firme y directo —. Vuestra madre y yo podemos encontrar nuestros planetas natales a simple vista. Un único vistazo a esos diminutos puntos de luz basta para traer de vuelta a la memoria recuerdos a punto de borrarse. Hace mucho tiempo, de eso sí me acuerdo bien, cuando todavía vivía en Marte, miraba a la Tierra como hago ahora desde aquí. —Marte no se ve en el mes de noviembre —replicó Kazuo en un tono seco—. Sale y se oculta casi al mismo tiempo que el Sol. El planeta de mamá, por el contrario, sí se ve en cuanto cae la noche. —Anoche ni siquiera tuve la oportunidad de levantar los ojos al cielo de lo ocupada que estaba —suspiró Iyoko—. No podéis imaginar la alegría que sería para mí si esta noche pudiéramos todos ver nuestros respectivos planetas natales. —El mío aparecerá dentro de poco —dijo Akiko dirigiendo una mirada cariñosa a su hermano mayor. —También el mío —dijo él—. Pobres terrícolas. Deberíamos compadecernos de ellos. —¡Ssssh! —chistó su madre con una sonrisa en los labios—. Recordad que tenéis prohibido usar esa palabra. Ahora da igual porque nadie nos escucha, pero si os acostumbráis a usarla se os escapará delante de la gente y no imagino qué clase de problemas podríamos llegar a tener. El viento del norte a sus espaldas murmuraba con la misma melodía de las olas del mar. Mecía las ramas de los cedros y de los pinos a intervalos y enseguida volvía a rugir como si se echase encima un alud de nieve. Tenían las manos ateridas de frío, pero para poder manejarse bien con las linternas ninguno llevaba guantes. Las hojas caídas en el suelo crujían sin cesar a sus espaldas y, de tanto en cuanto, se oía un sonido extraño. Aguzaron el oído y resultó ser la puerta metálica de una casa de té cercana desierta a esas horas. Las constelaciones se desplazaban en la bóveda celeste con un movimiento imperceptible al ojo humano. El cinturón de Orión colgaba del centro mismo del firmamento en dirección suroeste y la línea imaginaria que lo unía al punto de Rigel producía la ilusión de una vieja cometa. Atentos como estaban a cualquier variación de la luz, una mínima insignificancia tenía el efecto de aturdirles: una estrella fugaz, el centelleo de las luces de posición de un avión más allá de las montañas situadas al sur y que les había pasado inadvertido. Igualmente, los faros de los automóviles circulando por la carretera provincial en las afueras de Hanno donde apenas había alumbrado público… —Dijeron que aparecería en dirección sur entre las cuatro y media y las cinco de la madrugada. Jūichirō miraba tras sus gafas sin apartar los ojos de la dirección indicada. —Aún faltan diez minutos —continuó—. Me pregunto qué clase de indicaciones traerán nuestros hermanos y hermanas, qué clase de misterio es ese que tienen tanto empeño en transmitirnos. La Unión Soviética acaba de llevar a cabo un nuevo ensayo nuclear con una bomba de cincuenta megatones. Están a punto de cometer un crimen odioso que destruirá la armonía del universo. Si los Estados Unidos toman ese mismo camino… El fin de la existencia humana en este planeta ya se atisba en el horizonte y la misión de nuestra familia es, ni más ni menos, que tal cosa no llegue a producirse nunca. Qué incompetentes hemos sido hasta ahora, sin embargo. Qué despreocupado parece el mundo de su terrible destino. —No desesperes, padre —dijo Kazuo a modo de consuelo sin dejar de escrutar el cielo en todas direcciones—. Si tomamos la escala de tiempo del universo, todos nuestros sufrimientos se revelan insignificantes. Yo no creo que los terrícolas sean todos tan sumamente necios como parecen. En algún momento comprenderán sus errores y aceptarán nuestra filosofía de la paz eterna y de la infinita armonía. De todos modos, deberíamos escribir una carta a Jruschov lo antes posible. —Akiko ha estado trabajando en un borrador. Casi lo ha terminado, ¿verdad, Akiko? —preguntó Iyoko. —Sí —se limitó a contestar ella con un monosílabo y sin apartar los ojos del cielo estrellado. Dieron las cuatro y media. El silencio se instaló entre ellos mientras miraban hacia arriba con una mezcla de tensión y esperanza. La mañana del día anterior, Jūichirō había recibido aviso de que a esa hora de la madrugada aparecerían en el cielo unos platillos volantes. * Ocurrió durante el verano del año anterior, cuando cada uno de los miembros de la familia tomó conciencia por su cuenta de su origen extraterrestre, cada cual de un cuerpo celeste distinto. Fue una iluminación en oleadas sucesivas; primero Jūichirō, luego Akiko, que en un primer momento se había reído de su padre. Pronto dejó de hacerlo. La explicación más plausible era dar por hecho que el espíritu de seres de otros planetas se había apoderado de ellos paulatinamente hasta terminar por ocupar sus cuerpos y sus mentes. De manera simultánea, los recuerdos familiares, la memoria del pasado, del nacimiento de los hijos, todo se transformó en historias falsas, pero lo más terrible de todo, sin duda, fue que su memoria personal de otros mundos, es decir, sus auténticos recuerdos, se habían perdido irremisiblemente. Jūichirō no era un hombre de acción, pero sí un ser reflexivo y con un claro discernimiento sobre los asuntos del mundo. Para proteger a su familia, tal era su convencimiento, lo más importante era esconder a ojos de los demás su origen extraterrestre. Pero ¿cómo lograrlo? Tenía suficiente sentido común como para comprender que la honestidad y la pureza de los seres humanos solo podían ser protegidas del daño si se envolvían cuidadosamente en capas sucesivas. Era ese un modo de pensar que a su mujer le costó mucho entender, porque tenía un carácter imprudente por naturaleza, como también lo tenían sus hijos. Podían sentirse todo lo orgullosos que quisieran de su condición de extraterrestres, pero la más mínima muestra de arrogancia por su parte sería tanto como desnudarse ante los demás, revelar su verdadera identidad. Era vital para ellos disimular de todas las maneras posibles su superioridad. La gente, después de todo, siempre trataba de buscar un porqué cuando se enfrentaba a algo o a alguien extraordinario. Para el propio Jūichirō, esa superioridad que él mismo había percibido en las fibras de su cuerpo a sus cincuenta y dos años era algo sumamente inesperado. Después de todo había atravesado una juventud marcada por un evidente complejo de inferioridad. Su padre, un hombre práctico hasta el extremo, siempre le había despreciado y él había buscado el perdón y la salvación en las artes. En vida de su padre no faltó nunca cuando se trataba de ayudar en la empresa, a pesar de hacerlo sin el más mínimo entusiasmo, pero nada más fallecer él, una vez desvanecidas las obligaciones, se dedicó a vivir sin hacer absolutamente nada. Iba con su mujer a Tokio de vez en cuando para asistir a la representación de alguna obra de teatro, a alguna exposición y decidió matricular a sus hijos en escuelas de la capital. Con todo ello formó una familia de seres inteligentes, silenciosos y solitarios que residían en una ciudad de provincias a apenas una hora de tren del centro de Tokio. Entonces, un buen día empezó a experimentar esa sensación de superioridad sin hacer nada, sin mérito alguno por su parte. Fue la primera vez en sus cinco décadas de vida en la que se le reveló, al f in, su misión en el mundo. Le dio por pensar que todo lo ocurrido con anterioridad, todo ese transitar sin objetivo, sin propósito alguno, solo había sido un error, algo que se podría llamar inmadurez, cuyo único sentido había sido el preservarlo sin daño para que la verdad del universo lo encontrase, se sirviera de él a capricho. Tiempo atrás, en la etapa ociosa de su vida, había sido esa clase de persona que, por razones desconocidas, se pregunta sin parar el porqué de las cosas, la razón por la cual las ramas de un árbol, sin ir más lejos, son más delgadas que su tronco; por qué los de hoja caduca se integraban con tanta delicadeza en el lienzo del cielo. La silueta de los grandes olmos durante el invierno le sugería los afluentes de un río dibujados en un mapa y enseguida pensaba que en el cielo existía una fuente de árboles invisibles desde cuya línea del horizonte fluían en varias direcciones e incontables cursos que se juntaban al final en una única corriente que, de pronto, adoptaba la forma solida de un árbol. Quizás todas esas imaginaciones nacían del hecho de que los árboles le sugerían corrientes delicadas f luyendo hacia el cielo a través de sus formas cristalizadas, que elevaban sus ramas y erizaban su follaje hacia lo alto en un intento de reintegrarse al reino celestial. Pero las ensoñaciones no bastaban para probar su naturaleza de poeta. Sus ilusiones sobre el mundo siempre terminaban hechas trizas y nunca había podido confiar siquiera en la estructura o en la eficacia de los objetos individuales que poblaban el mundo. Dedicó mucho tiempo, por ejemplo, a reflexionar sobre la forma de las tijeras. Unas tijeras abiertas contaban con un punto de apoyo a partir del cual se abrían como un abanico para crear dos áreas enfrentadas. No dejaban de ser un objeto práctico que uno sostenía en la mano, pero bien podían dividir el mundo en dos mitades, formar dos espacios que incluyesen montañas, lagos, ciudades y océanos. Y, sin embargo, el ruido metálico que hacían al cerrarse bastaba para borrar toda esa ilusión y reducirla a un trozo de papel en blanco cortado por un curioso utensilio terminado en punta. Ese era el modo en el que el mundo se alargaba y se encogía para él, cómo cobraba vida de pronto para morir enseguida, cómo se transformaba sin cesar a su alrededor. Jūichirō sospechaba, por tanto, de la utilidad de los objetos cotidianos, de esos pequeños esfuerzos a los que lo obligaban. Los días lluviosos, el paraguas, sin ir más lejos, desplegaba una misteriosa forma negra por encima de su cabeza sujeta a un mango curvado cuya visión le desagradaba. Las varillas metálicas ejercían una tensión excesiva, casi despiadada, en la tela de seda negra sobre la cual caían gotas de agua que corrían sin descanso en todas direcciones. En una esquina de un callejón cercano a la casa familiar de los Ōsugi había un tonelero que fabricaba cubos de madera. Los días soleados, dos o tres artesanos extendían una arpillera sobre el suelo del callejón desierto y empezaban a repiquetear los clavos con sus martillos. Un día que pasaba por allí, Jūichirō vio uno de esos cubos como los que se solían usar en las casas a la hora del baño familiar y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Vio con toda claridad frente a sus ojos al padre de la familia, a la madre y a sus hijos, todos ellos con sus cuerpos desnudos, flácidos, el pelo empapado después de haberse echado el agua por encima con ese cubo, los restos de jabón en la cintura, en el rostro, el crudo reflejo de una vida pagada de sí misma. Cada vez que iba a Tokio con su mujer, las ventanas de los descomunales edificios alzándose al cielo en competencia unos con otros, sus interiores iluminados con luces fluorescentes, le daban pánico. La gente trabajaba detrás de cada una de esas ventanas, hablaba en voz alta ¡y todo ello sin un objetivo concreto! Jūichirō percibía la total incoherencia del mundo. Nada coincidía con nada. No era capaz de encontrar la conexión entre el volante de un coche y sus ruedas, ni con el cerebro y el estómago de la gente. Por si eso no fuera ya lo suficientemente terrible, su espíritu amable y delicado le impedía asistir al espectáculo de ese mundo inconexo con indiferencia. La guerra fría, la creciente inseguridad planetaria, el falso pacifismo, la población mundial despeñándose cuesta abajo y sin frenos en una carrera hacia la necedad a pesar de algún intervalo de respiro, la ilusión del progreso económico, el hedonismo disparatado, la afeminada vanidad de los líderes políticos mundiales… Todos esos asuntos le provocaban pinchazos en la punta de los dedos, como la estocada de las espinas de un puñado de rosas. El tiempo le ayudó a comprender que no eran sino presagios, pero para entonces ya se había acostumbrado a echarse todo el sufrimiento a la espalda, a asumir que si el mundo se encontraba en esa situación tan lamentable era, en última instancia, por culpa suya. Alguien debía sufrir por ello, pagar. Eso pensaba. Aunque fuera una única persona, alguien debía caminar descalzo sobre los cristales rotos de un mundo hecho trizas. Escuchaba las noticias: un niño atropellado por un coche tendido en mitad de la calzada con el cuerpo ensangrentado, un accidente ferroviario con más de diez pasajeros muertos, una inundación con cientos de casas anegadas…, todo tenía el efecto de encogerle cada día un poco más, de provocarle graves remordimientos de conciencia. Él habitaba en el mismo planeta que los demás, en ese mismo mundo que había perdido el sentido. ¿Cómo iba a negar su parte de responsabilidad en los crímenes o en los escándalos? El sufrimiento que tanto mal infringía a su cuerpo era, tal vez, lo único que iba a redimirle, a ayudarle a recuperar el sentido de totalidad. Tal vez con el humilde gesto de cortar por la mañana una flor de un seto de su jardín, alguien, en algún lugar del mundo, debido a alguna misteriosa conexión del destino con esa flor en particular, moriría aplastado por un camión de diez toneladas. De ser así, ¿cómo era posible que no le doliese el cuerpo? Si el sufrimiento de una persona a las puertas de la muerte no producía siquiera una mínima vibración en el resto de la humanidad, ¿cómo podía alguien encontrar sentido a eso? Enfrentado al hecho desnudo de que el sufrimiento físico no traspasa jamás la barrera de quien lo padece, Jūichirō se hundía en la más profunda de las desesperaciones. ¿Por qué hasta el miedo aterrador que le producía la bomba atómica quedaba reducido al fin a un sufrimiento íntimo? ¿Acaso solo era una experiencia física? Creía entender a la perfección la causa última que había llevado a la locura a la persona encargada de arrojar una de las bombas atómicas. Si se había vuelto loco era por el hecho de no sentir el dolor ajeno, por no sentirlo siquiera bajo la forma de un ligero picor. Pero Jūichirō comprendió poco a poco el alcance de sus limitaciones, de sus padecimientos personales y empezó a avergonzarse de su presunción. Fue entonces cuando cayó en sus manos por pura casualidad un libro publicado en Londres titulado La casa de los platillos volantes. Hasta entonces apenas había tenido interés por semejante asunto, pero al terminar de leer el libro, en especial la parte relacionada con el incidente Mantell, se convenció de la existencia de esos objetos. El incidente Mantell tuvo lugar el 7 de enero de 1948 en la base aérea norteamericana de Godman, en Fort Knox, en el estado de Kentucky, cuando el capitán Thomas F. Mantell perdió la vida en persecución de un objeto volador no identificado. Aproximadamente a las dos y media de la tarde de aquella jornada, un policía militar de la base tuvo conocimiento, gracias a un aviso de la policía federal, de la existencia de un objeto de dimensiones extraordinarias que volaba a una gran velocidad en dirección a la base. La policía había localizado el objeto sobre la ciudad de Madison, en Indiana, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Cientos de vecinos de la ciudad fueron testigos de la aparición del objeto. Nada más recibir la alerta, los oficiales de la base, poco antes de las tres de la tarde, salieron para escrutar el cielo nublado en los ocasionales claros que se abrían entre las nubes. De pronto, en dirección sur apareció ese objeto gigantesco que a primera vista parecía metálico. El sol lo iluminó unos instantes antes de desaparecer. Se dio la orden de despegue inmediato a tres cazas. Al mando del escuadrón iba el capitán Mantell. La persecución había comenzado. Todos los oficiales presentes en la torre de control habían visto el objeto y lo describieron como una especie de enorme disco con la parte superior en forma de cono invertido y con un punto rojo parpadeante en la parte superior. A las tres y ocho minutos, los escoltas de Mantell informaron por radio a la torre que habían localizado el objeto a poca distancia para perderlo enseguida tras las nubes. Cinco minutos después se escuchó la voz del propio Mantell a través de los altavoces: «Objeto en ascenso. Iguala su velocidad a la mía: 360 millas a la hora. Asciendo a siete mil metros. Si la interceptación resulta imposible abortaré la misión». Esa fue la última ocasión en la que se pudo escuchar la voz del capitán. Unos minutos más tarde, su caza, un F-51, se desintegró en el aire y los restos se dispersaron en un área de varios kilómetros a la redonda. El incidente fue confirmado por numerosos testigos que pudieron observarlo a simple vista. Igualmente se pudo documentar con abundante material como para poder descartar cualquier tipo de fabulación. La lectura del libro convenció a Jūichirō de que los ocupantes de aquel objeto volador solo podían ser seres de otro planeta. Se sumergió a partir de entonces en el estudio e investigación de todo lo relacionado con avistamientos de ovnis, un empeño que terminó por ocupar todo su tiempo. Su familia pronto compartió su pasión por la lectura de todos esos libros hasta el extremo de que el tema de conversación diario se redujo a uno solo: la vida extraterrestre y los platillos volantes. Fue después de aquello, el verano del año anterior en concreto, cuando le sucedió a Jūichirō. Dormía en el cuarto de tatami de la segunda planta de su casa cuando un sonido le despertó en mitad de la noche como si le llamara. Iyoko se dio cuenta de que su marido se había levantado, pero no era raro que se despertase para ir al baño y enseguida se volvió a quedar dormida. Jūichirō salió de la casa con el pijama puesto. La luna estaba casi llena y la calle bien iluminada. Más tarde recordaría su nítido perfil reflejado en el polvoriento parabrisas de un motocarro aparcado junto a un aserradero. Caminó un trecho hasta el paso a nivel del tren de la línea Seibu. Cruzó y se f ijó cómo, sobre la gravilla roja a ambos lados de las vías, resplandecían bajo la luz de la luna virutas de acero desprendidas de los raíles a causa del desgaste. No sabía dónde se dirigía. Se limitaba a seguir un camino sin desviarse un ápice, como si alguien tirase de él con un hilo. Más allá de las vías se extendía un amplio solar destinado a la construcción de una fábrica. Entre las hierbas altas del verano tan solo había un hule sucio para tapar algunos materiales y fuera de eso ninguna otra cosa que diera la impresión de que la obra había empezado. Entró allí a través de una abertura en la alambrada de espino y notó cómo se le mojaban los empeines por culpa del rocío, el ubicuo chirriar de los insectos. De pronto se hizo el silencio. Alzó la vista al cielo. Sobre los tejados de las casas de los alrededores flotaba un platillo volante con una ligera inclinación. Tenía forma ovalada, era de color verde pálido y permanecía totalmente inmóvil. Mientras lo contemplaba empezó a teñirse de color naranja por uno de los lados. El cambio de color debió producirse en apenas el intervalo de cuatro o cinco segundos. El platillo osciló con una inclinación cada vez mayor y se dio cuenta de que ahora era completamente naranja. Después, el objeto aceleró en línea recta a una velocidad vertiginosa en dirección sureste y con un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Lo que en un principio le había parecido de un tamaño similar al de la luna llena, se redujo en un abrir y cerrar de ojos al de un grano de arroz antes de desvanecerse del todo en la oscuridad. Jūichirō estaba tan nervioso que tuvo que sentarse sobre las hierbas crecidas de verano. Las lágrimas resbalaban sin fin por sus mejillas y pronto comprendió que la visión del platillo había despertado recuerdos en lo más profundo de su memoria. Durante los escasos segundos en que la nave estuvo a la vista saboreó la desbordante emoción provocada por una dicha suprema. Era la misma clase de felicidad que habría sentido, sin duda, si el fragmentado mundo que habitaba adquiriera de pronto un sentido de armonía y de unidad, lo cual le proporcionaba una sanación inmediata. En el intervalo de un suspiro sintió como si el pegamento del cielo uniera de nuevo todos los pedazos sueltos del mundo para devolverlo a su estado original, a su forma cristalizada en roca, a su paz original e inmaculada. Los corazones de la gente conectaban unos con otros, las disputas llegaban a su fin, todo recuperaba un aliento tranquilo después de dejar atrás la respiración agonizante de hacía un momento… Jūichirō jamás habría pensado que sus ojos tendrían la oportunidad de contemplar esa clase de mundo otra vez. Ciertamente, hacía ya mucho tiempo lo había entrevisto para perderlo enseguida, pero ¿cuándo fue aquello? Seguía sentado sobre la hierba con el pijama mojado por el rocío y se esforzaba por descender a las profundidades de su memoria. Recordó numerosas escenas de su niñez, banderas izadas en el mercado, soldados marchando, rinocerontes en el zoológico, su mano dentro de un bote de mermelada de fresa, rostros extraños que veía dibujarse en el techo de madera de su cuarto cuando superponía las líneas en la madera con las de su imaginación… Eran recuerdos apilados en estanterías a ambos lados del pasillo de su memoria, como si tan solo se tratara de viejos artículos dispuestos sin apenas espacio entre ellos. Era un pasillo que conducía al vacío, con las puertas cerradas a izquierda y derecha tras las cuales se extendía un cielo plagado de estrellas, un pasillo orientado en la misma dirección por donde había desaparecido el platillo volante. «Es ahí donde reside mi memoria», pensó Jūichirō. Lo que pasaba era que sus ojos habían estado cerrados hasta ese mismo instante a esa evidencia. Fue en ese preciso instante cuando se convenció: no era un terrícola. Un platillo volante le había traído desde Marte para dejarle allí con la misión de salvar el planeta. La felicidad que le produjo la contemplación del platillo volante fue una suerte de intercambio entre la persona que había sido él hasta entonces y ese otro ser que había venido en la nave. Tomar conciencia de ello le produjo una profunda somnolencia a la que apenas era capaz de resistirse. Se levantó como pudo y deshizo el camino sumido casi en la inconsciencia. Al día siguiente por la mañana se despertó en la misma cama donde se había acostado la noche anterior. Nadie en la casa se había percatado de su ausencia, ni siquiera Iyoko. Su corazón latió henchido de felicidad durante todo el día, lo cual no le impidió dudar si hablarle o no a su familia de la experiencia de la noche anterior. No fue hasta que esa misma alegría le provocó un nudo en la garganta cuando al fin se decidió a hacerlo. Los cuatro habitantes de la casa se habían sentado a la mesa para cenar. Akiko se rio a carcajadas. Esa misma noche, sin embargo, Kazuo tuvo una experiencia parecida y al día siguiente por la mañana Iyoko, la más madrugadora de todos, vio los destellos grises plateados de un platillo volante en un cielo que ya alboreaba. Akiko se carcajeó todavía más. Al día siguiente se bajó del tren en la estación de Hanno de regreso de la escuela. No quería volver directamente a esa casa absurda que era la suya, por lo que se detuvo en el santuario de Hachiman y subió los escalones de piedra que daban acceso al recinto. Aún había luz y el aire era fresco. Aprovecharía para preparar allí sus clases del día siguiente. No había nadie por los alrededores. La sombra de los cedros y el canto de las cigarras de la tarde aumentaban la sensación de frescor. Subió por la escalera del norte y cuando estaba a punto de pasar bajo el torii 2 , en el cielo que se extendía sobre el edificio justo enfrente de ella vio algo parecido a un punto parpadeante de color blanco. Debía sobrevolar el paso de montaña de la sierra de Koma y, en principio, lo tomó por una estrella que refulgía en el ocaso. Pero la estrella hizo un movimiento inesperado y en un segundo se situó justo encima de su cabeza. Estaba en el jardín desierto del santuario rodeado de cedros y lo que flotaba sobre su cabeza era un objeto redondo, brillante, plateado. Daba vueltas por el cuadrado de cielo que enmarcaban los árboles. Se estremeció. El objeto ejecutaba movimientos en espiral, estrechaba cada vez más su radio de desplazamiento. De la parte inferior brotaban destellos verdosos, como si se tratase de piedras preciosas. Akiko quería gritar. Toda la desconfianza, todo el desprecio que había mostrado hasta ese momento hacia los miembros de su familia parecieron volverse en su contra. Sin embargo, aquella cosa desapareció pronto de su vista… Akiko no volvió a reírse de esos asuntos. Se convenció de que su origen estaba en Venus, de que formaba parte de una peculiar familia de extraterrestres llegados de planetas distintos. Desde entonces y durante los seis meses siguientes, Jūichirō se esforzó cuanto pudo para proteger a su familia, para ocultarles a ojos de una sociedad de la que no formaban parte en realidad. Inculcó a sus hijos el valor y la necesidad de esforzarse en los estudios, no desatender ninguna de las actividades que les hacían parecer iguales a los demás. Puso un especial énfasis con Akiko para que aprendiera costura, cocina, para que no se apartase de las reglas establecidas por esa sociedad para las mujeres. Después de todo, él era perfectamente consciente de lo fácil que resultaba mancillar la pureza y la honestidad. Akiko, de hecho, fue quien de entre todos ellos hizo gala de unos cambios más evidentes. Desde que supo de su origen en Venus, su belleza deslumbró cada día más. Siempre había sido una chica agraciada, pero mientras no tuvo conciencia de su propio aspecto no se preocupó demasiado por ello. Por lo demás, en cuanto supo que Venus era la causa última de su gracia, a ello se le sumó elegancia y frialdad. Los vecinos rumoreaban: había encontrado un novio, decían; si bien ella, por su parte, empezaba a mostrar una actitud cada vez más indiferente y desdeñosa hacia los hombres. La familia ponía buena cara a los vecinos aun sin querer hacerlo, pero, distantes y solitarios como eran, había en sus gestos algo forzado que aumentaba la separación con los demás. El resultado fue un mayor distanciamiento. —Padre, ya no me enfado tanto como antes ni siquiera cuando me toca ir en el tren atestado de gente. Noto como si me observasen desde arriba, desde un lugar muy por encima de donde se encuentran todas esas personas. Pienso que solo mis ojos son transparentes, solo mis oídos capaces de escuchar la música del cielo. Todas esas existencias pegajosas no saben nada de nada aun cuando sus destinos están en mis manos. Cuando Kazuo se sinceró con él, Jūichirō percibió el peligro inminente. Si esa misma gente que despreciaba alcanzaba a leer sus pensamientos, jamás se lo perdonarían. Acabarían con él, de hecho. —Tienes que actuar como los demás —le aconsejó esforzándose por parecer comprensivo—. Como uno más, por mucho que eso te desagrade. Los seres superiores tienen el deber de actuar así. Es la única forma que tienes de protegerte. … Al cabo de seis meses llegó la primavera y fue entonces cuando Jūichirō cambió de opinión. Quería llevar a cabo su misión y hacerlo con éxito, y para lograrlo debían hacer un esfuerzo por encontrar almas gemelas en lugar de dedicar todos sus esfuerzos a ocultar su secreto. El mundo afrontaba un peligro inminente, solía decir, y aun así ahí estaba él, prisionero de ese sentimiento trasnochado del deber hacia la familia, con sus ideas sometidas por culpa de la timidez. Le dio vueltas y más vueltas al asunto hasta que se le ocurrió la idea de insertar un anuncio en la sección de «intereses comunes» de una revista: «Si está interesado en ʘ, nos gustaría mucho saber de usted. Unamos nuestras fuerzas en la Asociación para la Amistad Universal con el fin de lograr la paz en el mundo». ʘ era el símbolo que se le había ocurrido a Jūichirō para representar un platillo volante. Las respuestas no tardaron en llegar. El ochenta por ciento de las cartas remitidas desde todos los rincones del país demostraban haber entendido a la perfección a qué se refería el símbolo sin que él llegase a explicarse bien por qué. Jūichirō preparó un manifiesto y los demás se hicieron cargo de las copias. Fue así como dio comienzo un fluido intercambio entre los miembros de la recién creada asociación. A comienzos de ese mismo verano vendió todas las acciones que había heredado de su padre e ingresó todo el dinero en el banco con objeto de disponer de fondos suficientes para sus actividades futuras. Las acciones habían incrementado mucho su valor y el capital, en consecuencia, se había multiplicado por cinco. Mediado el verano estalló una crisis financiera y a ninguno de la familia le cupo la más mínima duda de que la bendición del cielo les amparaba. Hasta ese momento, los platillos volantes se habían limitado a escoger situaciones señaladas y solo se les aparecían de uno en uno en cada ocasión. Todos creían a los demás cuando se trataba de avistamientos, si bien nunca habían tenido la oportunidad de presenciar uno todos juntos. Como cabeza de familia, Jūichirō había aprendido a mejorar su comunicación con los extraterrestres y ansiaba que sus hijos y su mujer pudieran seguirle pronto. Fue el día anterior por la mañana cuando al fin recibió el aviso.
martes, 21 de enero de 2025
CUENTOS LA CONTINUACIÓN SIlVINA OCAMPO
La continuación
En los estantes del dormitorio encontrarás el libro de medicina, el pañuelo de seda y el
dinero que me prestaste. No hables de mí con mi madre. No hables de mí con Hernán, no
olvides que tiene doce años y que mi actitud lo ha impresionado mucho. Te regalo el
cortapapel que está sobre la mesa de luz, junto al cenicero; lo dejé envuelto en un papel de
diario. No te gustaba porque no te gustaban las cosas que no eran tuyas. Preferías tu
cortaplumas.
Me iré para siempre de este país. Mi conducta te habrá parecido extraña, aun absurda, y
tal vez seguirá pareciéndote absurda después de esta explicación. No importa, nada me
importa ahora. La fidelidad me ha dejado un hábito leve, cuyas últimas manifestaciones
aparecen, por lo menos, en el deseo que tengo de explicarte en estas páginas muchas
circunstancias difíciles de aclarar. Me siento como esos escolares holgazanes que no se
esmeran demasiado en escribir una composición sumamente abstrusa y cuyas faltas no
serán perdonadas. Nunca te interesaste mucho por mis tareas literarias como yo no me
interesé por tus tareas profesionales. Sabes muy bien lo que pienso de tus colegas, por
honestos y abnegados que sean. Me asqueaban sus reuniones, sus diálogos obscenos. Me
acusas de ser exigente. Admití que tuvieras cierta superioridad sobre ellos, por ejemplo, la
de ser más sensible; sin embargo, tú sabes que ésa no era ni siquiera la mínima virtud a la
cual aspiraba mi exigencia; que yo te considerara superior a esa gente tampoco debía
halagarte. Mi modo de pensar te distanciaba de mí, como tu distracción, en lo que atañe a la
literatura, me distanciaba de ti. Aun de flores, aun de música hablábamos con rencor.
¿Recuerdas las láminas del refectorio donde conocimos el nombre de las azaleas?
¿Recuerdas las Canciones Serias de Brahms?, ¿los Madrigales de Monteverdi? ¿Recuerdas
todo lo que nos indujo a la discordia? Todo, hasta esa frase afectada que me dijiste un día
en el Jardín Botánico: «No me gustan las flores. Ahora sé que nunca me gustaron». Las
cosas de la vida que más me interesaban eran los problemas que no llegaba a desentrañar y
que te parecían absurdos: cómo había que escribir, en qué estilo, qué temas había que
buscar. Nunca llegaba, desde luego, a un resultado satisfactorio; veía, en cambio, tu
satisfacción ante el deber cumplido, lo que te daba a veces cierta dignidad envidiable y
efímera. Soportabas privaciones, molestias, pero eras más feliz que yo. Por lo menos tu
alegría lo pregonaba cuando llegabas como un perro sediento a tomar agua. Yo vivía en la
duda, en la insatisfacción. Salía de mi trabajo para esconderme en las páginas de un libro.
Admiraba a los escritores más dispares, más antagónicos. Nada me parecía bastante
elaborado, bastante fluido, bastante mágico; nada bastante ingenioso, ni bastante
espontáneo; nada bastante riguroso, ni bastante libre.
Conté a unos amigos un argumento que se me había ocurrido y por el ademán que
hicieron supe que no les conmovía ni les interesaba. En cuanto empezaba a contarlo, el calor
o el frío no los dejaba respirar, algunos tenían que atender un llamado telefónico, otros
recordaban que habían perdido algo importante. Apenas me escuchaban, apenas fingían
escucharme. Peor que tu indiferencia me resultaba la indiferencia profesional de ellos. Con
ellos tampoco me entendía.
¿Cómo inventé ese argumento? ¿Por qué me cautivó tanto? No sabría decirlo. Varias
veces traté de empezar a escribir. Al principio me detenía la imposibilidad de encontrar los
nombres de los protagonistas. En el mes de enero, cuando Elena tuvo aquel desmayo y
volvimos de la isla en la lancha, que providencialmente nos llevó hasta el club, empecé los
primeros párrafos. Te someteré la lectura de algunos de ellos. Comencé a escribir con
entusiasmo, tanto entusiasmo que al final de la semana, cuando podíamos pasar los días
como nos placía al aire libre, en vez de nadar o de remar con ustedes, me escondía detrás de
las hojas, en el silencio en que me sumían los problemas literarios a los que estaba abocada
mi vida. Ustedes, tú y Elena, me miraban con reticencia, pensando que la locura no me
acechaba, sino que yo la acechaba para mortificar al prójimo. Entre las volutas de humo de
tus cigarrillos me mirabas con odio, mientras acariciabas a un perro porfiado que siempre te
esperaba, que esperaba ser tuyo porque no tenía amo. En lugar de mirarte o de mirar a
Elena yo prefería estudiar el paisaje. Varias veces me preguntaste si estaba dibujando, pues
el movimiento de mi cabeza cuando yo escribía parecía el de un dibujante. Otras personas
me lo habían dicho; me enfurecí porque me lo dijiste tú. Entre las volutas de humo de tus
cigarrillos me mirabas con desdén, pero con desdén forzado. No comprendo qué era lo que
nos unía. Nada, nada que no fuera desagradable. Mi trabajo no te inspiraba ningún respeto:
decías que había que trabajar por el bien de la humanidad y que todas mis obras eran
patrañas o modos abyectos de «ganar dinero». Me sorprendía el tono de tu voz, tus
vocablos ramplones. Usabas las palabras sin discernimiento y con mucha candidez. Yo te
perdonaba porque sabía que era una afectuosa manera de enfurecerme. A veces pensaba
que tenías razón. Muchas veces pienso que los demás tienen razón, aunque no la tengan.
Como recordarás, fue en el mes de enero cuando empecé a escribir mi relato. Una noche,
visualmente la más hermosa que existió para mí, esperamos tu cumpleaños hasta las cinco
de la mañana, tendidos en el pasto del recreo del Delta. Vimos amanecer. Cuando me
hablaste de tus problemas, yo apenas te escuchaba. Mentalmente componía mis frases y a
veces las esbozaba en la libreta que Elena me había regalado. Porque me las señalabas, no
miraba las estrellas que se hundían en el agua cuando pasaban los botes, ni la primera luz
del alba, ni las nubes que, según decías, dibujaban un murciélago gigantesco. Buscaba la
soledad. No admitía que dirigieras mi atención: quería descubrirlo todo por mi cuenta. Me
fascinaba el abstracto placer de construir personajes, situaciones, lugares en mi mente, de
acuerdo con los cánones efímeros que me había propuesto. Aquella escena, sin embargo,
me sirvió de punto de partida para mi historia. Siempre me costó inventar paisajes y por ese
motivo el que estaba viendo me sirvió de modelo. A esa misma hora, en un lugar parecido,
Leonardo Moran comienza a escribir su despedida y refiere cómo concibió el proyecto de
suicidarse. ¿Qué es lo que motiva su resolución? Nunca llegué a determinarlo, porque me
parecía superfluo, fastidioso de escribir. Su mayor desventura es su estado de ánimo.
Muchas cosas estorban a Moran, lo ligan a la vida. Para llegar a su fin tiene que lograr que
los acontecimientos se barajen de modo que nada lo detenga, ningún afecto, ningún interés
humano. Después de muchos papeles que se rompen, de objetos que se pierden, de afectos
que se desechan, la vida se aligera. Las baldosas rojas del patio humedecidas por la lluvia
ya no lo enternecen, y si lo enternecen será agradablemente. Los vidrios donde se refleja el
cielo otoñal y las estatuas rotas ya no tienen el poder de conmoverlo, y si lo conmueven será
para entretenerlo. Las personas son como cifras y se distinguen unas de otras
pintorescamente. Las fastidiosas predilecciones no existen ya en su corazón.
Yo vivía dentro de mi personaje como un niño dentro de su madre: me alimentaba de él.
Créeme, me importaba menos de mí que de él. Era más grave para mí lo que a él le sucedía
que lo que a ti y a mí nos sucedía. Cuando caminaba por las calles pensaba encontrarme en
cualquier esquina con Leonardo, no contigo. Su pelo, sus ojos, su modo de andar me
enamoraban. Al besarte imaginé sus labios y olvidé los tuyos. Si sus manos se parecían a las
tuyas era sólo por el tacto; la forma era más perfecta, el color distinto, el anillo que llevaba
era el que me hubiera gustado regalarte. Mis sueños, en vez de poblarse de imágenes, se
poblaban de frases, frases que olvidaba en la vigilia.
Leonardo Moran, después de perder su empleo, trata de destruir los últimos lazos
sentimentales y pregunta a un retrato de Úrsula: ¿No tendré suficiente valentía para complicar
nuestro destino, enmarañarlo de tal modo que mi actitud te obligue a despreciarme, a rechazarme, a
alejarte de mí? El retrato contesta, su boca articula palabras que no me parecieron ridículas.
El tono falsamente sublime de mis frases o la impresión de haber cometido un plagio, me
indujo a abandonar el relato. Tal vez la vida me requería con más insistencia.
Cuando quería escribir, algo se interponía para impedírmelo. Úrsula y Leonardo se
hundían en el olvido. La compra de un par de zapatos, el desorden de mis libros, mis
amigos más lejanos, las cosas más nimias, me perturbaban. La vida volvía a cautivar mi
atención con su trivialidad mágica, con sus postergaciones, con sus afectos. Como si saliera
de un sótano húmedo y oscuro volví al mundo. Yo quería explicarte que la luz me
sorprendía: tanto me había alejado de ella. Yo quería explicarte que el espectáculo azul de
un cielo con glicinas me dolía.
Tuve momentos de felicidad, de fidelidad; no sé si coincidieron con los tuyos. Pero la
felicidad se volvió venenosa. Con usura, contaba lo que me dabas y lo que yo te daba,
queriendo siempre ganar en el cambio. Mi amor adquirió los síntomas de una locura. ¿Me
afligí con razón porque realmente me engañaste? Esas cosas se saben cuando es demasiado
tarde, cuando uno deja de ser uno mismo. Te amaba como si me pertenecieras, sin recordar
que nadie pertenece a nadie, que poseer algo, cualquier cosa, es un vano padecimiento. Te
quería únicamente para mí, como Leonardo Moran quería a Úrsula. Aborrecí la sangre
celosa y exclusiva que corría por mis venas. Maldije la cara hermética de mi abuelo paterno,
en el daguerrotipo, porque me pareció culpable de todos mis pecados, de todos mis errores.
Te aborrecí porque me amabas normalmente, naturalmente, sin inquietudes, porque te
fijabas en otras personas. Te pedí una suma de dinero, que sabía que no podías conseguir,
para que algo prosaico rompiera el lirismo de nuestros diálogos; de igual modo te hubiera
clavado un puñal o te hubiera quemado los párpados con un hierro candente mientras
dormías, pues tu inocencia se asemejaba un poco al sueño y mi acto al crimen. Como si
alguien me hubiera hipnotizado, recuerdo que llegué a tu casa al final de una tarde de abril.
Crucé el patio. Pensé que ninguno de mis actos dependía de mi voluntad. Por una de las
puertas entreabiertas vi a tres hombres barbudos, frente a una mesa, escuchando la voz de
un escribano que leía el texto de una escritura. La voz aflautada resonaba en los corredores.
El escribano se parecía a Napoleón. Entré en tu cuarto. Acababas de vestirte. Te pedí el
dinero, con una violencia que te sorprendió. Protesté por tu indiferencia. Te dije que alguna
mezquindad quedaba en el fondo de tu alma falsamente generosa, si te ofendía tanto mi
reproche. Al mover una silla rompiste involuntariamente el respaldo y reproché la violencia
de tu actitud en el momento más difícil de mi vida. Conseguí que en mis ojos brillaran
lágrimas. Te dije que eran mis primeras lágrimas. Te hablé de mi juventud. Deploré que me
llevaras tantos años. Sonreíste levemente, con esa levedad que tanto me agradaba. Me vi en
tu espejo. Hacía frío, el frío me envejecía. Con el trozo de madera en la mano, te sentiste
culpable. Querías saber para qué quería el dinero. Apreté los labios para expresarte mi
aislamiento. Volví a mirarme en tu espejo, para asegurar mi presencia. Cuando salí de tu
cuarto las plantas húmedas del patio nos anunciaron que la persona que las había regado
seguramente nos había oído. Me reí de tus ojos circunspectos. Los vecinos, la opinión de tus
vecinos te preocupaba. Todo lo achacabas a los deberes de tu profesión. En el largo corredor
quisiste besarme y por primera vez rehuí tu abrazo.
Aquí citaré uno de los párrafos del relato que despertará tus recuerdos como una
fotografía malograda, de esas que se pierden o que se rompen o que se conservan si son de
una persona muerta. Junto al embarcadero, un sauce dejaba caer sus ramas sobre el agua en que
flotaban botellas, pescados, frutas podridas. Úrsula me miraba con un rencor atónito. A través del
humo de su cigarrillo sonreía con una ironía que yo, sin necesidad de mirarla, adivinaba, porque la
conocía demasiado. Las casas de la costa opuesta tenían las persianas cerradas. Úrsula me dijo que
mirara las estrellas que se hundían en el agua cuando cruzaba una lancha. Hacía frío. Los grillos
seguían con su canto el dibujo del agua. Qué fácil me parecía morir en ese instante; ser de mármol, de
piedra, como la que sentía bajo mis pies desnudos. Qué fácil, mientras olvidaba los lazos que me
unían a ciertas personas.
—Somos un compendio de contradicciones, de afectos, de amigos, de malentendidos —
me decía Elena. Sin duda, pensando en mí agregaba—: Somos monstruos. Cuando estoy
contigo soy distinta, muy distinta de cuando estoy con Amalia o con Diego. Somos también
lo que hacen de nosotros las personas. No queremos a las personas por lo que son, sino por
lo que nos obligan a ser.
Frecuentemente, con la esperanza de parecer más cruel, repetía las mismas frases con
variantes confusas. Yo empezaba a tener por ella el sentimiento más difícil de controlar: el
odio mezclado a una leve compasión. La compadecía porque te quería del mismo modo que
yo. Muy pronto me irritaron la indiferencia y la dulzura aparente con que respondía a tus
lamentos, a tus mentiras. Ella acumulaba rencores, rencores que la rodeaban como los gatos
horribles que adoraba. Era fácil llegar a ese estado, tolerando silenciosamente mi conducta.
Nadie destruyó con más firmeza un afecto. Nadie fue tan dócil como Elena a un
distanciamiento, ni siquiera tú. Creo que se vinculó realmente a ti cuando empezó a
odiarme; así lo sospecho ahora. Hasta ese momento todo había sido un juego. Yo facilitaba
los encuentros de ustedes. Los dejaba siempre solos, en el dramático final de nuestras
disputas. Tenía que despojarme de todo lo que enriquecía mi vida, para llegar
impunemente, naturalmente al suicidio. Quedaban siempre muchas cosas y siempre me
parecía muy valioso lo único, lo último que me quedaba. Algún cariño me ligaba a Elena: el
amor como el odio no es siempre perfecto. Con ella fui más implacable que contigo. En su
casa, en un diálogo furtivo, revelé a su familia sus más íntimos secretos. Me reí de sus
rubores, humillándola. Despojada de esos secretos apenas existía. Con frialdad escuché sus
insultos y no contesté a la carta que me envió pidiéndome explicaciones. Me cubrí de
vergüenza. Provoqué palabras vulgares en los labios de mi padre, palabras que no me
perdonó; de ellas deduje que prefería verme en la tumba, con un epitafio pérfido
deplorando mi prematura muerte. Había perdido mi empleo, malogrado mis estudios,
vendido algunos de sus mejores libros, por eso me maldijo. No te contaré las peripecias que
tuve con las cuestiones de mi empleo. Ya te llegarán los rumores. Mucha gente dejó de
saludarme. L. S. no quiso recibirme en su casa.
Durante tres días me encerré en mi cuarto. Nadie me vio, nadie intentó verme. Ya llegaba
el momento de mi liberación. Impunemente podía quitarme la vida. Cuando Hernán entró
en mi cuarto, por un instante pensé que todo el plan se derrumbaba. Dos veces,
tímidamente, llamó a mi puerta. Me traía un cartucho de bombones. Frente a mi mesa, me
perdí en la lectura casual de un libro y no levanté los ojos hasta que pronunció mi nombre,
extendiendo la mano con los dedos manchados de tinta. Mirando las manos donde se
concentraba siempre su vergüenza, le dije que no me molestara. Protestó y, al ver mi
impavidez, retrocedió unos pasos; él estaba a punto de llorar; reí, reí diabólicamente, con la
risa que a un niño puede parecerle diabólica. Me preguntó por qué me reía y le contesté que
me reía de él, de sus manos. Tiró el cartucho al suelo; sus ojos parecieron encenderse,
balbuceó una palabra que no entendí.
—¿Vas a llorar? —le pregunté—. Sería aún más gracioso.
Ya me odiaba para siempre. Con la cara muy pálida salió del cuarto. Cerró la puerta.
Salí de casa. El desprecio, no el odio, pesaba sobre mí, purificaba mi resolución. Cuando
llegué a la calle, una gran tranquilidad me invadió. Me senté en el banco de una plaza.
Saqué algunos papeles de mi bolsillo, los leí: Vi un mundo claro, nuevo, un mundo donde no
tenía que perder nada, salvo el deseo del suicidio que ya me había abandonado. No volverás a verme.
Encontrarás mi anillo en el fondo de este sobre y esa maldita medallita con un trébol que ya no tiene
ningún significado para mí. Eras todo, lo que más amé en el mundo, Úrsula, y no sé qué otras
personas, qué otras cosas podré amar ahora que el mundo ha llegado a ser para mí lo que nunca fue ni
pensé que sería: algo infinitamente precioso. No sé si la frase final de mi relato, que por un
capricho ya había escrito antes de terminar sus primeras páginas, corresponderá también a
la parte final de mi vida: A veces morir es simplemente irse de un lugar, abandonar a todas las
personas y las costumbres que uno quiere. Por ese motivo el exiliado que no desea morir sufre, pero el
exiliado que busca la muerte, encuentra lo que antes no había conocido: la ausencia del dolor en un
mundo ajeno.
Después de copiar algunos párrafos rompí las hojas. No sé si al romperlas, rompí un
maleficio. Que tú no te llames Úrsula, que yo no me llame Leonardo Moran, aún hoy me
parece increíble «porque el que ve ha de ser semejante a la cosa vista, antes de ponerse a
contemplarla». Al abandonar mi relato, hace algunos meses, no volví al mundo que había
dejado, sino a otro, que era la continuación de mi argumento (un argumento, lleno de
vacilaciones, que sigo corrigiendo dentro de mi vida). Si no he muerto, no me busques y si
muero tampoco: nunca me gustó que miraras mi cara mientras dormía.
lunes, 20 de enero de 2025
CRÍTICA LITERARIA LA NOVELA EXISTENCIAL ESPAÑOLA DE POSGUERRA FRAGMENTO
INTRODUCCIÓN
Entre 1946 y 1955 se escribe en España un conjunto de novelas
en las que el clima de angustia y pesimismo característico de la
posguerra mundial se refleja, con mayor o menor nitidez, en planteamientos difusamente existencialistas, proyectados temáticamente
en puntos como el individualismo radical, la introversión psicológica, la soledad, el fracaso o la preocupación por los problemas de
la trascendencia, la muerte, el dolor.
Si la directa influencia del existencialismo es claramente perceptible en Lázaro calla, la novela inicial de Gabriel Celaya, y, con
otro objeto, en Las últimas horas, de José Suárez Carreño, así como, tal vez, en las dos primeras publicadas en España por Alejandro Núñez Alonso, y si tal filosofía es expresamente mencionada
en las dos con las que José Luis Castillo-Puche da inicio a su carrera literaria, menos preciso habrá de ser su reflejo en algunas obras
de autores como Delibes, Pombo Angulo, Darío Fernández Flórez,
Fernández de la Reguera, García Luengo o Nácher, coincidentes
todos ellos en una cierta profundización metafísica, ajena por entonces a las preocupaciones de la narrativa española.
El entorno, poco o nada propicio (cuando no hostil) a la asimilación de las ideas existencialistas, siempre en franca desventaja frente
al neotomismo dominante en el panorama filosófico español dé la
época, no habría de favorecer, ciertamente, la penetración en nuestra novelística de finales de los años cuarenta y principios de los
10 La novela existencial española de posguerra
cincuenta de tales inquietudes. El surgimiento de una tendencia literaria autónoma, el tremendismo, tantas veces erróneamente identificado como variante española del existencialismo francés, sería la
violenta respuesta de aquella narrativa a la imposibilidad de crear
a partir de moldes forjados por la contemporaneidad más que por
la herencia de un pasado, por otra parte, de difícil recuperación.
Prácticamente silenciada entre los literariamente oscuros años
cuarenta y la pujante corriente social de los cincuenta, nuestra novela existencial (de representación numérica obviamente reducida)
integra, sin embargo, algunos de los títulos más sobresalientes de
aquel tiempo característico de una generación de escritores a veces
un tanto perdidos, como sus propios personajes, en el vacío del
recuerdo lejano o en el olvido absoluto. Su recuperación, a efectos
históricos, tal vez pueda contribuir a la organización del confuso
panorama de tendencias anteriores a la narrativa social de la década de los cincuenta. En la cadena que quizá algún día sea posible
establecer, dentro de nuestra reciente novelística, como eje de una
interiorización en la angustiosa realidad de la condición humana,
las obras aquí evocadas habrán de presentarse como un eslabón
l.;
insoslayable.
jueves, 16 de enero de 2025
COLAÏ HARTMANN ESTÉTICA Traducción al castellano de ELSA CECILIA FROST UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Fragmento
COLAÏ HARTMANN
ESTÉTICA
Traducción al castellano
de ELSA CECILIA FROST
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
MÉXICO 1977
Título original en alemán:
Asthetic
Editada por Walter de Gruyter
& Co., Berlín 1953
*
Primera edición en español: 1977
DR © 1977, Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad Universitaria, México 20, D. F.
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES
Impreso y hecho en México
INTRODUCCIÓN
1. Actitud estética y la estética como conocimiento
Al escribir una "Estética" no se la destina ni al creador ni al
contemplador de lo bello, sino sólo al pensador, para quien son
un enigma la obra y la actitud de ambos. El pensamiento sólo
puede molestar a quien se halla gozosamente ensimismado, al
artista sólo puede destemplarlo y disgustarlo; a lo menos cuando
el pensamiento trata de comprender lo que hacen y cuál es su
objeto. Arranca a ambos de su actitud extática, si bien los dos
están cercanos al sentimiento de lo enigmático, pues pertenece
a su actitud. Para ambos su actitud es lo enteramente natural;
saben que existe una necesidad interna y no se equivocan en ello.
Pero los dos la aceptan piadosamente, como un don del cielo, y
esta aceptación es esencial a su actitud.
El filósofo inicia su tarea donde ambos abandonan el asombro
de lo que experimentan a los poderes de la profundidad y del
inconsciente. El filósofo sigue el rastro de lo enigmático, analiza.
Pero en el análisis cancela la actitud de la entrega y del éxtasis.
La estética es exclusiva de quien tiene una actitud filosófica.
A la inversa, la actitud de la entrega y el éxtasis cancela la
filosófica o, cuando menos, la perjudica. La estética es un tipo
de conocimiento que lleva la legítima tendencia a convertirse en
ciencia, y el objeto de este conocimiento es esa actitud de entrega
y éxtasis. Desde luego, no sólo ésta, sino también aquello a lo
que se dirige, lo bello, pero fundamentalmente ella. De lo que
se desprende que la entrega estética es, por principio, diferente al
conocimiento filosófico que se dirige a ella como a su objeto.
Desde luego, la actitud estética no es la del estético. Aquélla es
—y seguirá siendo— la del contemplador artístico y creador, y
ésta la del filósofo.
Tanto la una como la otra no son algo natural de suyo. La
exclusión mutua, si fuera total, haría imposible la tarea reflexiva
6 INTRODUCCIÓN
del estético. Esto tendría que ser capaz de asumir la actitud artística,
pues sólo puede conocerla por propia realización; por lo
demás, se ha dado entre pensadores muy notables la convicción
opuesta. Fue Schelling quien quiso hacer de la intuición estética
el organon de la filosofía. El romanticismo alemán soñó con
una identidad entre la "filosofía y la poesía"; por ejemplo, Friedrich
Schlegel y Novalis. Este último imaginaba al filósofo como
un "mago" que podía poner en acción, a su arbitrio, al "órgano
universal" y encantar al mundo según sus deseos. Es indudable
que esta representación se ha tomado del quehacer del poeta y, por
otra parte, parecía que la mirada del artista podría escudriñar los
secretos de la naturaleza y de la vida espiritual. Lo parecía
porque se creía poder reconocer en todas las cosas y en todo el
universo, como trasfondo, una misma esencia y fundamental, que
se hacía consciente en el yo. La identidad de estas dos actitudes,
en sí del todo heterogéneas, se sostuvo y cayó con esta fórmula del
universo, antropomórfica en el fondo. Y con su cancelación
consciente, que se presenta ya en Hegel, reapareció toda la
magnitud de la oposición entre el acto artístico y el cognoscitivo,
entre la visión entregada a su objeto y el trabajo intelectual
analítico.
Tampoco es algo comprensible de suyo, visto desde otro ángulo,
la separación de los actos. Desde el principio de la estética
verdadera, en el siglo XVIII, se mantiene tenazmente el supuesto
tácito de que esta disciplina puede enseñar cosas esenciales al
contemplador de lo bello y aun al artista creador. Así debió parecerlo
mientras se consideró la visión estética como una especie
de conocimiento, si bien distinto del racional. Fue por esa misma
época cuando se creyó que la lógica debía enseñar a pensar al
pensador. Y sin embargo, la relación se ha hecho aquí mucho
más complicada. Cuando menos, la lógica puede señalar sus
errores al pensamiento equivocado y, con ello, contribuir en forma
indirecta y práctica a su coherencia. La estética considera algo
semejante sólo en forma muy secundaria y burda. Así como la
lógica establece a posteriori qué leyes ha de obedecer un pensamiento
coherente, así lo hace —y en mayor grado— la estética,
y sólo en la medida en que, en ella, puede hablarse de búsqueda
de las leyes de lo bello.
La estética presupone el objeto bello, lo mismo que el acto
de aprehensión, junto con el tipo peculiar de visión, la experiencia
de los valores y la entrega interior; es más, presupone
el acto —mucho más asombroso— de la producción artística, y
INTRODUCCIÓN 7
a ambos sin la pretensión de preparar sus leyes ni siquiera
en forma remotamente parecida a como la lógica prepara las
leyes del pensar coherente. Por ello mismo, no puede tener el
mismo rendimiento respecto a la visión estética que la
lógica respecto al pensamiento.
2. Leyes de lo bello y el saber de ellas
Hay que agregar otra diferencia. Las leyes de la lógica son generales,
varían sólo ligeramente de acuerdo con el campo de
objetos. Las de lo bello son altamente especializadas, en el
fondo, son distintas según cada objeto. Hay además leyes
generales, es decir, leyes que en parte afectan a todos los
objetos estéticos y, en parte, cuando menos a clases enteras
de ellos. Y dentro de ciertos límites, la estética puede intentar
apresar éstas. En qué medida lo logra es otra cuestión, y no
deberán alentarse demasiadas esperanzas en este sentido. Pero
estas leyes generales son sólo justo condiciones previas, quizá
categoriales o en cierta forma constitutivas. La esencia de lo
bello en su unicidad, como la del contenido de especial valor
estético, no se encuentra en ellas, sino en las leyes
especiales del objeto único.
Ahora bien, estas leyes especiales se sustraen
fundamentalmente a cualquier análisis filosófico. No pueden
aprehenderse por medio del conocimiento. Es propio de su
esencia el quedar ocultas y el ser experimentadas como algo
dado y obligatorio, pero no ser aprehendidas objetivamente.
Tampoco el artista creador las aprehende. Crea, desde
luego, según ellas, pero no las descubre ni las expresa. Es
incapaz de expresarlas, pues no tiene tampoco un saber
objetivo acerca de ellas. Mucho menos lo tiene el
contemplador intuitivo. Es aprehendido por ellas, pero como
por un enigma que no puede resolver; por su parte, no las
aprehende. Desde luego, en algunos casos puede descubrir
hasta qué grado dominan de hecho la obra, por ejemplo,
hasta qué grado hay en ella rasgos no artísticos, es decir, en
qué medida ha fallado. Pero lo estructural de la ley escapa
también a su saber.
No existe una verdadera conciencia de las leyes de lo
bello. Al parecer, es propio de su esencia el mantenerse
ocultas a la conciencia y formar tan sólo el secreto de un
trasfondo muy escondido.
Ésta es la razón por la cual la estética si bien puede
decir, en principio, qué es lo bello y señalar sus tipos y
grados junto con sus supuestos generales, no puede enseñar
prácticamente lo
8 INTRODUCCIÓN
bello o por qué es bella justo la forma especial de una imagen.
La reflexión estética es siempre, en cualquier circunstancia, una
reflexión ulterior. Puede surgir una vez realizados la visión estética
y el simple goce de entrega a lo bello, pero de ninguna manera
es necesario que los siga, y si los sigue a duras penas les
aporta algo como tales. Por ello, ofrece mucho menos que la
ciencia del arte que, cuando menos, puede señalar los aspectos
no percibidos de una obra de arte y hacerla accesible, de este
modo, a la conciencia que la recoge inadecuadamente. Y mucho
menos puede proporcionar lineamientos al artista productor. Dentro
de ciertos límites puede enseñar a reconocer la imposibilidad
artística como tal y proteger al arte de seguir un camino equivocado.
Pero ni con mucho entra en el campo de sus posibilidades
el señalar en forma positiva qué y cómo debe configurarse.
Hace ya tiempo que todas las teorías que siguieron esta dirección,
y todas las esperanzas no expresadas de este tipo —que con
tanta facilidad se ligan a los trabajos filosóficos de la estética—,
mostraron ser vanas. Si quiere seguirse con entera seriedad el
problema de lo bello en la vida y en las artes, hay que renunciar
desde el principio y de una vez por todas a cualquier
pretensión de este tipo.
Hay que decir algo más en relación con esto. Existe un prejuicio,
de tipo más radical, por lo que se refiere a la relación general
entre el arte y la filosofía. De acuerdo con él, la aprehensión
artística es sólo un grado previo de la sapiente y comprensiva.
La filosofía hegeliana con su gradación del "Espíritu absoluto"
dio voz a este parecer: la idea sólo alcanza su pleno "ser para
sí", es decir, el saber auténtico sobre sí misma, en el grado del
concepto. Si bien actualmente es difícil hallar un representante
de esta metafísica del espíritu, está muy difundida la idea de
que el arte es una forma de aprehensión en la que se conserva
la apariencia sensible como un momento de lo inadecuado.
No es necesario insistir aquí en que con ello se malinterpreta
del todo lo propiamente "estético", es decir, lo sensible percibido
en forma artística, cuando es precisamente la intuición sensible
la que proporciona a las artes su superioridad sobre el concepto.
Pero el error más grave es sostener que la aprehensión estética
(intuición) es un tipo del aprehender, que está en la misma línea
del aprehender cognoscitivo. Con ello se equivoca del todo su
esencia. La vieja estética ha arrastrado ya tiempo suficiente este
error. En Alexander Baumgarten se trata, ni más ni menos, que
de un tipo de la cognitio y ni siquiera Schopenhauer logra libeINTRODUCCIÓN
9
rarse del esquema del conocer en su platonizante estética de las
ideas, si bien rechaza conscientemente su racionalismo.
Ahora bien, hay desde luego ciertos momentos del conocer contenidos
en la visión estética. Ya la percepción sensible en que
se basa conlleva algunos, ya que la percepción es, en primer término,
una aprehensión de objetos. Pero estos momentos no son
lo esencial de la visión, sino algo subordinado a ella. Lo esencial
de la visión no se ha tocado siquiera con ella. Esto sólo podrá
sacarlo a luz un análisis más profundo. Pues aquí entran en juego
momentos del acto de muy distinta índole a los de los del aprehender,
momentos de la valoración (del llamado juicio del gusto),
del sentirse atraído y retenido, de la entrega, del goce y de la
liberación. Aun la intuición adquiere aquí un carácter muy diferente
al que tiene en el campo teórico. Justo ella está muy lejos
de ser un mero ver sensible. Y las etapas superiores de la visión
no son ya un mero apresar receptivo, sino que muestran un aspecto
de la aprehensión productora, que la relación cognoscitiva no
conoce ni puede conocer. El arte no es una prolongación del
conocimiento. Y tampoco lo es la visión del contemplador.
Por su parte, la estética tampoco es una prolongación del arte.
No es una etapa en cierto modo superior a la que debiera o pudiera
pasar el arte. Lo es en tan poca medida como la psicología
es la meta de la poesía, ni la anatomía la de la plástica. Su relación
es en cierto sentido la inversa. La estética trata de develar
el misterio que las artes procuran guardar por todos los medios
posibles. Intenta analizar el acto de visión gozosa que sólo puede
existir mientras el pensamiento no lo disuelve ni perturba. Convierte
en objeto lo que en este acto no lo es ni puede serlo. Por
ello, para la estética el objeto artístico es algo diferente, un objeto
de meditación e investigación, lo que no puede ser para la
visión estética. Ésta es la razón por la que la actitud del estético
no es una actitud estética, de tal modo que puede seguir a ésta
y subordinarse a ella, pero no interpolarse ni, mucho menos, precederla
ni dominarla.
3. Lo bello como objeto universal es la estética.
Debemos preguntar ahora: ¿es "lo bello" en verdad el amplio
objeto de la estética? O bien: ¿es la belleza el valor universal de
todos los objetos estéticos, a la manera, por ejemplo, en que el
bien es el valor universal de todo lo moralmente valioso? Ambas
cosas se dan tácitamente por supuestas, pero también se las ha
10 INTRODUCCIÓN
discutido. Por lo tanto, si se quiere sostenerlas, hay que
justificarlas.
¿En qué se basa la objeción contra la posición central de
lo bello? En una reflexión triple, pues en realidad se trata de
tres objeciones distintas. La primera afirma: el logro artístico
no es siempre lo bello, la segunda: hay muchos géneros de
valores estéticos que no son recogidos por lo bello; y la tercera,
la estética también trata de lo feo.
De estas tres objeciones, la tercera es la más fácil de
refutar. Es verdad, desde luego, que en la estética tratamos
también de lo feo. En cierto grado se da con todos los tipos de
lo bello. Pues por doquier hay fronteras de lo bello y aquí el
contraste es tan esencial como en otros terrenos de valores.
Además hay una escala descendente de lo bello, desde lo
perfectamente bello hasta lo notoriamente no bello. Pero esto
no es un problema de suyo, sino que está contenido en el de lo
bello. Pertenece a la esencia de todos los valores el tener una
contrapartida, el dis-valor correspondiente; y lo que en verdad
se discute no es nunca lo valioso solo, sino lo valioso y lo novalioso
correspondiente. La experiencia del análisis de valores
nos ha enseñado que con la determinación del valor se da
también la del dis-valor y viceversa. En ello se basaba ya el
método de Aristóteles que determina los géneros de la virtud
frente a los de la "maldad". Y lo que vale en el terreno ético se
ajusta aún más al estético. El fenómeno básico es aquí como
allí toda la escala, o sea, la dimensión de valores de la que son
polos el valor y el dis-valor.
Desde luego, continúa siendo un problema si en todas las dimensiones
especiales de lo bello se da también lo feo. Es un
punto que jamás se ha discutido respecto a las obras
humanas, pero sí respecto a las naturales. Pudiera ser que
todos los productos de la naturaleza tuvieran un aspecto
bello, aun cuando no nos sea tan fácil tener conciencia de él.
Es una posibilidad que hay que mantener abierta —en
contraposición a la antigua teoría que deja un amplio espacio
libre a las deformaciones naturales (por ejemplo, Herder en su
Caligone). Pero esto no alteraría mucho el problema de lo
feo. Sólo vendría a decir que las formaciones naturales nada
contienen de feo. Esto se debería a la peculiaridad de la
naturaleza, por ejemplo, a sus leyes o a su tipismo formal,
pero no a la esencia de lo bello.
La objeción citada en primer término es de muy distinta
índole: los logros artísticos no son siempre bellos. En el
retrato de un hombre decididamente feo distinguimos con
sencillez y natuINTRODUCCIÓN
11
ralidad entre las cualidades artísticas de la obra y el aspecto
de la persona representada, y lo hacemos, sobre todo, cuando la
representación es cruelmente realista. La misma distinción es
usual en la representación literaria de caracteres débiles o
repugnantes, o en el busto de un púgil de la Antigüedad, cuya
nariz ha sido fracturada por los golpes. En estos casos decimos:
el rendimiento artístico es grande, pero el objeto no es bello.
Para el conocedor de la estética esta distinción no presenta dificultad
alguna. Pero es posible preguntarse: ¿puede llamarse
bello al conjunto? Es evidente que la representación no
convierte en bello a su objeto, ni aun la verdaderamente genial
lo logra. Y sin embargo en la obra queda algo de bello. Está en
otro plano y no oculta la fealdad de lo representado. Depende de
la representación misma. Es lo bello verdaderamente artístico,
lo bello literario, lo bello pictórico.
Es evidente que aquí se han metido, uno tras otro, dos tipos
enteramente diferentes de lo bello y lo feo. Y se refieren a
dos tipos distintos de objetos. La representación pictórica o
literaria tiene de suyo un "objeto" que representa. Pero, para el
contemplador, la representación misma es, a su vez, objeto.
Esto no es válido en todas las artes; por ejemplo, la
ornamentación, la arquitectura y la música, pero sí es válido
respecto de la escultura, la pintura y la literatura. Aquí el objeto
es en primer término la obra del artista, la representación como
tal y otras cosas que van más allá de la plasmación; sólo en
segundo término aparece el objeto representado —desde luego
no en el sentido de un "después" temporal, pero sí en el de ser
algo mediato. Y designamos, con justicia, como bello el
logro de la obra y el fracaso, la trivialidad o lo increíble
(esto último con frecuencia, por ejemplo, en la literatura)
como feo. Pues de modo inequívoco el valor o dis-valor de la
realización artística se encuentra en esto y no en las cualidades
de lo representado.
Lo bello en uno y otro sentido varía dentro de límites muy
amplios, sin embargo, lo bello mal pintado parece en última
instancia feo y lo feo bien pintado resulta artísticamente bello.
Pero aun en lo bello bien pintado pueden distinguirse
claramente dos bellezas, en lo feo mal pintado dos fealdades.
Quien confunda una con otra —y no ya en la reflexión, sino en
la visión misma— tiene escaso sentido artístico. La
representación lograda nada tiene que ver con los bellos
colores; por el contrario, cuando se mezclan son más bien una
sustracción de la belleza que puede llegar hasta lo
artísticamente feo, hasta lo fallido, lo banal, lo cursi.
12 INTRODUCCIÓN
En este sentido es muy conveniente mantener lo "bello" como
valor fundamental estético universal y subsumir bajo ello todo
lo logrado y eficaz artísticamente. En qué consiste el estar logrado
es desde luego otro problema distinto; casi se traslada con el problema
fundamental de toda la estética: qué es en realidad la
belleza.
De las tres objeciones, ya sólo nos resta la segunda, que afirmaba:
lo bello no es más que uno de los géneros de lo valioso.
Junto a él está lo sublime, reconocido como tal por todos en
su singularidad. Y hay además otras cualidades valiosas, si bien su
autonomía no es indiscutible; lo gracioso, lo placentero, lo encantador,
lo cómico, lo trágico y muchas más. Si se penetra en los
dominios especiales del arte, se encuentra una riqueza mucho más
detallada de cualidades estéticas valiosas. Y es fácil encontrar el disvalor
que corresponde a cada una de ellas, aun cuando el idioma no
pueda siempre darle nombre.
Pero justo porque la lista es tan larga y porque cada una de ellas
podría pretender cierta consideración por parte de la estética, debe
haber una categoría general de valor que las abrace a todas,
dejando a la vez espacio libre a su diversidad. Desde luego, puede
discutirse que sea adecuado llamar belleza a esta categoría de valor.
Pues, en última instancia, "belleza" es una palabra del lenguaje
cotidiano y, como tal, es multívoca. Si hacemos a un lado
el uso idiomático no estético, quedan aún en pugna un significado
estrecho y otro más amplio. El primero está en oposición a
sublime, gracioso, cómico, etcétera; el segundo los comprende
a todos sin excepción, si bien sólo cuando las denominaciones
citadas se entienden en su sentido puramente estético, pues todas
parecen además una significación no estética. Sin embargo, podemos
dar tal condición por concedida, ya que es también supuesto
de la oposición a la belleza en sentido limitado.
Así vistas las cosas, toda la pugna de significados no pasa de ser
una pugna de palabras. A nadie puede impedirse que tome el
concepto de lo bello en sentido limitado y lo oponga a aquellos
conceptos más detallados, pero tampoco se puede impedir a nadie
que lo tome en sentido amplio como concepto superior de todos
los valores estéticos. Sólo es necesario mantener con firmeza el
significado aceptado y no mezclarlo, de nuevo, por descuido, con
el otro.
En las páginas siguientes se parte del significado amplio. Debe
mantenerse aun en aquellos casos en que los géneros especiales
irrumpen en el primer plano. Estos últimos aparecen, pues, como
INTRODUCCIÓN 13
especies de lo bello. En la práctica esto tiene la ventaja de elevar
a concepto fundamental el concepto estético más corriente y hace
superfino el procurarnos un concepto superior formado artificialmente.
4. Acto y objeto estéticos. Varios análisis
Existen varios caminos qué seguir. Pero no todos son transitables,
sobre todo en determinadas situaciones del problema. Todo
método se orienta según aquellos aspectos del fenómeno total
en cuestión que sean accesibles por el momento. En la estética
esto tiene una importancia especial, pues hasta ahora se le ofrecen
pocos análisis del fenómeno y todo el complejo de problemas,
en la medida de su dificultad, está poco estructurado aporéticamente.
Con ello no se menosprecian los logros de investigadores
notables. La situación muestra más bien hasta qué punto está la
estética todavía en sus principios y con qué pasos tan cautelosos
avanza. Así cuando menos se comporta la investigación estética
seria. Ya que desde luego no faltan proyectos y construcciones
arriesgados que sólo resultan instructivos por sus errores.
Dado que lo bello, por su esencia misma, está siempre relacionado
con un sujeto intuitivo, cuya actitud particular hacia el acto
presupone, hay, desde el principio, dos direcciones posibles que
seguir: puede hacerse del objeto estético la materia del análisis
o bien del acto cuyo objeto es. Ambas direcciones se subdividen
a su vez. Por lo que respecta al objeto, puede investigarse su estructura
y modo de ser o bien su carácter estético valioso y así
también el análisis del acto puede dirigirse al acto receptivo del
contemplador o bien al acto productor del creador. Hasta qué
punto pueden separarse unas de otras estas direcciones es otro
problema que, por el momento, podemos dejar de lado.
En una u otra forma nos encontramos con cuatro tipos de análisis,
de los cuales los tres primeros, cuando menos, son caminos
transitables, en tanto que el cuarto presenta obstáculos invencibles
desde su inicio mismo. Nada hay tan oscuro y misterioso
como el quehacer del artista creador. Aun las pocas declaraciones
del genio sobre su quehacer arrojan poca luz sobre la esencia del
asunto. Por lo común sólo atestiguan que no sabe más que los
demás acerca del milagro que se realiza en él y por él. Él acto
productor parece ser de tal índole que excluye el acto de conciencia
que lo acompaña. Por ello, sólo conocemos aspectos exteriores
y sólo podemos sacar conclusiones acerca de su esencia interna a
partir de sus logros.
14 INTRODUCCIÓN
Sin embargo, las conclusiones de este tipo son inseguras y desembocan
fácilmente en lo fantástico. Tienen el mismo amplio
margen que todas las conclusiones acerca de objetos metafísicos;
no se pueden controlar y resulta tan difícil apoyarlas como rebatirlas.
Hace tiempo, por la época del romanticismo, se emprendieron
avances de este tipo; los llevaron a cabo poetas y correspondían
al entusiasmo de la alegría creadora romántica, pero tomaban
como base una imagen del mundo de cuya comprobación no
puede hablarse. Todavía hoy descarrían a los crédulos, pero sólo
provocan escepticismo en el pensador maduro.
Si hacemos, críticamente, a un lado cualquier metafísica del
arte, nos quedan aún los otros tres caminos. De ellos, es el análisis
del valor el que se encuentra en la situación más difícil, pues los
valores estéticos, entendidos en forma concreta, están altamente
individualizados y toda división de ellos según géneros y especies
sólo toca los aspectos exteriores. La ciencia del arte y la literatura
ha logrado algo en esta dirección, ha realizado análisis de
estilo en los que se hacen visibles direcciones y gradaciones, se
toma conciencia de la correspondencia de lo similar y se apresan
oposiciones importantes. Pero visto con más detalle, tales determinaciones
sólo se refieren a lo estructural de las obras de arte
—también a lo bello extra estético—, y en forma mucho menor
a los verdaderos componentes de valor como tales.
Así como el idioma no tiene ya nombres para esto —aunque
sea sólo en forma muy superficial para determinados géneros—,
así el pensamiento carece ya de conceptos. Y cuando se crean
conceptos para ello y se les da nombres por libre elección, no
satisfacen del todo al sentimiento artístico. Aun los conceptos
corrientes —ya citados—, como lo sublime, lo cómico, lo trágico,
lo gracioso, etcétera, padecen de la misma falla: dicen mucho y
son imprescindibles en tanto que conceptos estructurales, pero
como conceptos valorativos callan lo auténtico. Esto se corresponde
con la situación en otros campos de valores, por ejemplo, en
el ético. También aquí el análisis sólo puede describir el contenido;
pero no puede captar el carácter valioso mismo, se limita
a apelar al sentimiento vivo del valor, a hacerlo comparecer como
testigo.
En el terreno de la estética hay que agregar el hecho de que
este llamamiento parte en gran medida de lo bello mismo —de
la obra creada por el artista o también del objeto natural—, pero
en forma muy débil del análisis estructural descriptivo. Sin embargo,
dentro de ciertos límites, hay que volver siempre de nuevo
INTRODUCCIÓN 15
a este camino, o cuando menos, debe mantenérselo abierto.
Pues es el único que lleva a la investigación especializada sobre
valores, aunque todo progreso en él sea siempre dependiente,
ligado estrechamente al análisis de objetos y de actos que,
por esencia, no le están emparentados.
Con ello se ha dicho ya que casi todo el peso de lo que la
estética es capaz de alcanzar cae en los dos caminos que
pueden seguirse: 1) el análisis de la estructura y modo de ser
del objeto estético y 2) el análisis del acto contemplativo,
intuitivo y gozoso.
A lo largo de casi todo el libro habremos de vérnoslas con
estos dos tipos de investigación, aun en aquellos casos en
que entran en juego los problemas de valor. Sería un error el
tratar de decidirnos por uno de ellos, pues se entrecruzan de
continuo en la aporética de lo bello. Ambos tienen lagunas
y se remiten uno a otro en todos los detalles. Esto puede
acarrear una especie de desequilibrio en el curso de la
investigación; que en el estado actual de ésta no es posible
cortar. Y representa el mal menor frente a la unilateralidad
mayor en la que se cae por necesidad si se hace una decisión
radical previa.
En cierto sentido la tarea principal recae sobre el análisis estructural
del objeto, ya que éste ha quedado, por el momento,
rezagado y no se ha mantenido al paso del análisis de los actos
emprendidos en ciertos terrenos parciales. A su vez, la
estética del siglo XIX hacía caer el peso sobre lo subjetivo; en
ella se desenvolvieron el idealismo neokantiano y el
psicologismo. Lo que acarreó consigo no sólo fallas y
unilateralidad, sino también ciertos progresos del análisis de
actos. Por lo tanto hay que trabajar para reponer lo que el
análisis de objetos ha perdido hasta ahora. Pero sería muy
desacertado cultivar únicamente este último. Sólo de la
cooperación de ambos es posible esperar la superación del
punto muerto al que nos ha llevado la unilateralidad del
pasado.
5. Separación y unión con la vida
El partir del objeto es, por lo demás, lo natural. Ya la
expresión "bellas artes", que usamos sin pensar, es conducente
a error. El arte no es bello de ninguna manera, sólo lo es
la obra de arte. De la misma manera tampoco se puede llamar
bella a la contemplación o al goce de los objetos bellos, ya se
trate de productos del arte o de formaciones naturales. En la
contemplación lo único bello es el objeto y lo es sin perjuicio
de la contribución que presta a ello la puesta de la conciencia
contemplativa.
16 INTRODUCCIÓN
Pero también visto desde el acto, resulta el objeto el punto
de partida natural. Justo quien contempla y goza se vuelve por
completo hacia el objeto en la visión, y puede entregarse a él
hasta el completo olvido de sí mismo. Esta situación del acto
es algo del todo distinto a la conducta cognoscitiva del estético,
si bien hay algo que comparte con ella, a saber, que se dirige
de la misma manera hacia el objeto. Desde luego, el análisis estético
no se queda en el objeto, sino que apresa además el acto.
Pero, por lo pronto, se encuentra dirigido hacia el objeto —por la
simple razón de que el acto del contemplar lo encuentra ya dirigido.
En este estar dirigido surge un problema que ha ocupado a la
estética desde sus principios. Lo conocemos bajo el nombre de
separación del objeto del contexto de otros objetos. En estrecha
conexión con esto hallamos el destacarse del acto contemplativo
del contexto de vida y actos de la persona. El hundimiento en el
objeto bello es, de inmediato, el olvido del yo y de todo aquello
que en la vida cotidiana le resulta presente, actual, importante
u opresivo.
El objeto aparece en nítido destacamiento del contexto vital
y el hombre que se entrega a su impresión experimenta en su
propia persona este apartarse —de lo cotidiano, de la preocupación,
de las trivialidades corrientes y las naderías. El mundo circundante
desaparece, y él junto con su objeto parece formar un
mundo propio alejado del otro. Es evidente que este fenómeno
es esencial para el auténtico goce artístico, y en algunas casos
fuerte, de tal modo que después se presenta un despertar francamente
doloroso del arrobamiento.
La suspensión estética es una forma del verdadero éxtasis. Sin
embargo, ha llevado a la opinión —quizá por ser experimentada
en forma más fuerte por las naturalezas sensibles— de que la esencia
y la tarea del arte es crear un reino de arrobamiento y de elevación
sobre la vida, un reino que tiene su sentido y fin puramente
en sí mismo y que excluye cualquier otro interés. Parece
entonces posible que la vida esté al servicio del arte, pero no
que éste sirva a la vida. Pues esto lo subordinaría a un fin extra
artístico.
A quienes vivimos en esta época nos es ajena esta agudización
del valor propio de la obra de arte y de la vida artística. Por ello
debemos hablar de ella aquí. En el movimiento de l'art pour l'art
desempeñó un gran papel. Y no sólo se la elevó en él a teoría,
INTRODUCCIÓN 17
sino que ganó una influencia considerable sobre el sentimiento
y la creación artísticos mismos.
El hombre de sano sentido común ve en forma clara e ineludible
que un arte que esté alejado de la vida y sus exigencias
pierde el terreno que pisa y queda sin asidero. Sin embargo, de
ningún modo resulta por ello evidente cómo ha de estar unido
a la vida y ha de cumplir con su tarea dentro de la situación espiritual
de su época, sin perder con ello la autarquía característicamente
estética. Esta aporía no puede ser solucionada ahora; habrá
que tratarla en otras circunstancias. Pues los puntos de que se
parte para llegar a su solución sólo se ofrecen en un estudio más
avanzado del análisis de objetos. Aquí sólo cabía señalarla. Ya
que no debe hablarse ni a favor de un esteticismo tal, ni menos
aún de un arte tendencioso barato.
Se trata más bien de reunir correctamente, es decir, en una
síntesis auténtica las exigencias de ambas partes. Se mostrará que
hay aquí un lazo más profundo; que sólo un arte surgido de una
vida movida culturalmente puede llevar a obras que se destaquen
intemporalmente; y, a la vez, que sólo una vida espiritual que
realiza tales obras es capaz de perfeccionarse en sus tendencias
actuales. Las creaciones espirituales sacan justo de una unión
plena con la vida su fuerza para elevarse hasta la rotundidad única
y la verdadera grandeza, y sólo frente a ella se ve claramente
su destacarse de manera insular; así como a la inversa sólo tales
obras pueden prestar a la vida del individuo y de la comunidad
una conciencia suficiente de su fuerza y profundidad, en otra
forma ocultas.
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...
