jueves, 23 de enero de 2025

La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara FRAMENTO.

  



La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara 

1 En mitad de una noche despejada de noviembre, un Volkswagen modelo 1951 empezó a ronronear en el garaje de una casa de la ciudad de Hanno, en la prefectura de Saitama. Mientras el motor se calentaba, los pasajeros, sentados ya en el interior del vehículo, dispusieron de unos minutos durante los cuales miraron inquietos a su alrededor. No hacía mucho que habían añadido a la vieja casa ese garaje levantado casi de cualquier manera, para guardar en su interior un coche de segunda mano. La puerta pintada de azul se abría como un paréntesis y rompía la continuidad de la valla medio podrida de bambú. Era la señal inequívoca de que la casa empezaba a afrontar una nueva etapa de cambios tras un largo periodo de quietud. Sin embargo, nadie habría podido explicar en detalle qué clase de cambios eran aquellos a los que se enfrentaba. Era de suponer que no guardaban relación alguna con el negocio de madera de la familia, el más próspero de la ciudad de Hanno, una herencia gracias a la cual disfrutaban de una considerable fortuna. Corría el rumor de que Akiko, la bella y silenciosa hija de la familia que apenas se relacionaba con nadie, salía de casa de vez en cuando cargada con un montón de paquetes y caminaba hasta la oficina de correos frente a la estación de tren, a pesar de que a solo dos o tres manzanas de su propio domicilio había otra más antigua en un edificio que aún conservaba las paredes de adobe. Entre todos aquellos paquetes había algunos dirigidos a residentes en el extranjero. El automóvil avanzó por las calles llanas y amplias de la ciudad a medianoche. Al volante iba Kazuo, el hermano mayor de Akiko, con ella a su lado. El asiento trasero lo ocupaba el matrimonio Ōsugi, sus padres. —Me alegro de haber salido tan temprano —dijo Jūichirō Ōsugi—. A veces el tiempo se desajusta y en previsión es mejor llegar lo antes posible. —Tienes razón —respondió Iyoko, su mujer—. Si nos retrasamos nuestros amigos no se lo tomarán bien, estoy segura. Los cuatro pares de ojos de la familia miraban fijamente a través del parabrisas tras el cual se desplegaban hileras de casas con las luces apagadas. Tenían todos los mismos ojos glaucos, una peculiaridad de su estirpe. En la calle no se veía un alma. El coche giró a la derecha nada más pasar la Cámara de Comercio. Enseguida lo hizo a la izquierda, tan pronto como tuvo delante la tenue luz de la comisaría de policía. No tardó en salir junto al nuevo centro cívico donde también estaba la estación de autobuses. El edificio pintado de un blanco inmaculado, de planta rectangular y diseño moderno parecía flotar a los pies del monte Rakan, justo a sus espaldas, que emergía en la oscuridad como una masa tenebrosa. El destino familiar era, precisamente, ese monte. Se proponían subir hasta la cima. El monte tenía una altura de 195 metros. En el periodo Kōji, entre 1555 y 1558, durante el reinado del emperador Go-Nara, el venerable monje Onoja, primer abad del templo Nōninji, fundó allí su centro de oración y le dio el nombre de Atago. Más tarde, en el quinto año de la 1 era Genroku , Keishōin, madre de Tsuneyoshi, quinto sogún de la dinastía Tokugawa, donó al templo dieciséis rakan o estatuas de santos budistas que fueron allí instaladas, momento a partir del cual el lugar comenzó a ser conocido por la gente como Rakan. Kazuo aparcó bajo los grandes ventanales del centro cívico. Desde el otro lado de los oscuros cristales, la luz de las farolas iluminaba tenuemente la altura casi absurda del techo interior del edificio, así como incontables sillas ordenadas en filas semicirculares enfrentadas a un escenario vacío como todo lo demás. El vacío reflejando vacío, un tenso equilibrio que resultaba inapreciable durante el día cuando estaba lleno de gente. Después de echar un vistazo a su alrededor, Kazuo abrió el maletero del coche. Sacó una mochila bien provista de comida y una manta para protegerse del frío y se lo colgó todo a la espalda. Los demás iniciaron el ascenso cargados de cámaras y prismáticos. Akiko saltó del asiento del copiloto con un gesto grácil. Para abrigarse había elegido un pantalón gris, un jersey grueso de esquiar y una bufanda larga enrollada al cuello. La etérea belleza de su rostro resplandecía aun en plena noche y el pañuelo con el que cubría su cabello enmarcaba sus rasgos delicados. El aire frío de la madrugada le insufló vitalidad y con su linterna plateada alumbró aquí y allá para comprobar su alcance, aunque en sus manos pareciera como si se tratara más bien de un arma mortífera. Jūichirō salió tras ella. Se puso una cazadora encima del jersey e Iyoko, vestida con quimono, se cubrió con un sobretodo de corte tradicional y con una bufanda. Tras graduarse en la Facultad de Letras, Jūichirō había ejercido como profesor durante un breve periodo, casi como si fuera un pasatiempo, si bien nunca llegó a inclinarse del todo por una profesión puramente intelectual. No obstante, su cara alargada, sus gafas, producían la impresión de inteligencia. Con su nariz prominente desprovista de carne olfateaba de inmediato el distintivo aroma de la soledad y la desolación de quienes lo rodeaban, el mismo olor con el que él había crecido. Comparadas con sus facciones, las de Iyoko, por el contrario, resultaban mucho más cálidas, corrientes, la misma expresión carente de toda perspicacia y con un marcado aire de credulidad que había heredado su hijo. La excursión dio comienzo por un acceso al monte fácilmente distinguible a pesar de la oscuridad y lo hicieron en completo silencio. Ascendieron poco a poco flanqueados por los cedros vagamente iluminados por la luz de las linternas que se enredaba entre sus pies. A partir de ese punto donde se encontraban ya no había más farolas. En la parte baja apenas soplaba el viento, si bien a medida que ascendían los árboles susurraban cada vez más alto. Entre los huecos que se abrían en medio de los árboles, allí donde el cielo nocturno quedaba al descubierto, se revelaba una profundidad como el abismo de un pozo y las estrellas brillaban cada vez con mayor intensidad. Kazuo, a la cabeza del grupo, alumbraba el sendero con la linterna y justo en el extremo donde alcanzaba la luz descubrió a un costado unas lápidas. Era un camino ancho con una suave pendiente. Dieron un amplio rodeo alrededor de las lápidas para salir enseguida a un espacio abierto en mitad del monte. Las luces iluminaron unos bancos vacíos a esas horas de la noche y restos de basura esparcidos por el suelo. No se oía ningún canto de pájaro. Después de dejar atrás el claro, el sendero volvía a estrecharse para hacerse más agreste y empinado. A pesar de los travesaños de madera colocados transversalmente en el suelo para facilitar la ascensión, las piedras y las raíces de los árboles brotaban por todas partes. La luz artificial, por su parte, tenía el efecto de exagerar las irregularidades del terreno, deformaba las rocas, proyectaba sus sombras sobre el camino. El viento arreciaba en las copas de los árboles, aumentaba su ulular. Nada de aquello, sin embargo, les distrajo de su noble objetivo y ninguna de las dos mujeres parecía asustada. De haber sido una noche de luna llena habrían disfrutado de mucha más claridad de la que había en ese momento aun sumergidos en mitad del bosque. La luna, de hecho, había hecho acto de presencia al ocaso, pero a medianoche se esfumó del f irmamento llevándose consigo el resplandor lechoso de su cuarto creciente. Así las cosas, el ascenso continuó entre ánimos mutuos, pero lo cierto era que, de haber sido de día, hasta un niño habría trepado por allí sin ninguna dificultad. Por fin salieron a una especie de pradera un tanto angosta en una de cuyas esquinas las linternas iluminaron cuatro o cinco escalones medio arruinados, los cuales daban la impresión de una cascada de piedra bajo la penumbra de los cedros. —¡Por fin llegamos! —exclamó Jūichirō entre jadeos—. El mirador está muy cerca. —Hemos tardado en subir veintisiete minutos desde el coche — constató Kazuo mientras se acercaba a la cara la esfera iluminada del reloj de pulsera. El mirador era apenas un desmonte en el terreno rocoso de unos trescientos metros cuadrados. Al norte, un monolito de piedra protegido a su espalda por el bosque conmemoraba una visita imperial al lugar. El claro se abría hacia el sur y aparte de unas cuantas ramas de pino retorcidas y algunos setos, nada obstruía la vista del horizonte. Un poco más abajo, hacia el este, se extendían las luces de la ciudad de Hanno y más allá, tras unas manchas de verdor oscuras, brillaban las luces rojas y amarillas de la base militar Johnson. —¿Qué hora es? —Faltan siete minutos para las cuatro. —Menos mal que hemos llegado antes. Quería estar aquí al menos con media hora de antelación respecto a la hora establecida. En cuanto se secó el sudor de sus cuerpos provocado por el esfuerzo de la ascensión, sintieron el verdadero frío de la montaña en un amanecer del mes de noviembre. Kazuo extendió la vieja manta en el suelo y su madre y su hermana se esforzaron también para acomodar un lugar donde sentarse sin dejar de luchar en ningún momento contra el viento del norte. Iyoko sirvió de un termo un té rojo bien caliente en vasos de plástico y seguidamente sacó unos sándwiches envueltos en papel. Disponían de tiempo suficiente para disfrutar de la visión de las estrellas bajo el cielo despejado. —No hay luna ni tampoco una sola nube —señaló Iyoko con la voz cargada de emoción. Era, de hecho, un cielo saturado de estrellas como no suele verse casi nunca en las ciudades. Los puntos luminosos parecían adheridos al firmamento como las manchas en la piel de un leopardo. La extraña transparencia de la atmósfera nocturna, la superposición de astros, su posición más próxima o alejada, creaba una insólita sensación de profundidad en el firmamento. Sin embargo, la acumulación de luz producía al cabo de cierto tiempo la sensación de una bruma, de una nebulosa como un esparavel que cayese sobre los ojos de quienes observaban. Demasiadas estrellas para poder contarlas, pensó Akiko. Por si fuera poco, ni siquiera el presagio del amanecer en ninguna parte. La Vía Láctea cruzaba el horizonte y el gran cuadrante formado por la constelación de Pegaso se veía a lo lejos a punto de desaparecer. El tintineo de las infinitas estrellas copaba el cielo con sus vibraciones a modo de cuerdas de un instrumento tocado al tiempo con delicadeza y exceso. —Es una lástima —dijo Jūichirō en un tono de voz firme y directo —. Vuestra madre y yo podemos encontrar nuestros planetas natales a simple vista. Un único vistazo a esos diminutos puntos de luz basta para traer de vuelta a la memoria recuerdos a punto de borrarse. Hace mucho tiempo, de eso sí me acuerdo bien, cuando todavía vivía en Marte, miraba a la Tierra como hago ahora desde aquí. —Marte no se ve en el mes de noviembre —replicó Kazuo en un tono seco—. Sale y se oculta casi al mismo tiempo que el Sol. El planeta de mamá, por el contrario, sí se ve en cuanto cae la noche. —Anoche ni siquiera tuve la oportunidad de levantar los ojos al cielo de lo ocupada que estaba —suspiró Iyoko—. No podéis imaginar la alegría que sería para mí si esta noche pudiéramos todos ver nuestros respectivos planetas natales. —El mío aparecerá dentro de poco —dijo Akiko dirigiendo una mirada cariñosa a su hermano mayor. —También el mío —dijo él—. Pobres terrícolas. Deberíamos compadecernos de ellos. —¡Ssssh! —chistó su madre con una sonrisa en los labios—. Recordad que tenéis prohibido usar esa palabra. Ahora da igual porque nadie nos escucha, pero si os acostumbráis a usarla se os escapará delante de la gente y no imagino qué clase de problemas podríamos llegar a tener. El viento del norte a sus espaldas murmuraba con la misma melodía de las olas del mar. Mecía las ramas de los cedros y de los pinos a intervalos y enseguida volvía a rugir como si se echase encima un alud de nieve. Tenían las manos ateridas de frío, pero para poder manejarse bien con las linternas ninguno llevaba guantes. Las hojas caídas en el suelo crujían sin cesar a sus espaldas y, de tanto en cuanto, se oía un sonido extraño. Aguzaron el oído y resultó ser la puerta metálica de una casa de té cercana desierta a esas horas. Las constelaciones se desplazaban en la bóveda celeste con un movimiento imperceptible al ojo humano. El cinturón de Orión colgaba del centro mismo del firmamento en dirección suroeste y la línea imaginaria que lo unía al punto de Rigel producía la ilusión de una vieja cometa. Atentos como estaban a cualquier variación de la luz, una mínima insignificancia tenía el efecto de aturdirles: una estrella fugaz, el centelleo de las luces de posición de un avión más allá de las montañas situadas al sur y que les había pasado inadvertido. Igualmente, los faros de los automóviles circulando por la carretera provincial en las afueras de Hanno donde apenas había alumbrado público… —Dijeron que aparecería en dirección sur entre las cuatro y media y las cinco de la madrugada. Jūichirō miraba tras sus gafas sin apartar los ojos de la dirección indicada. —Aún faltan diez minutos —continuó—. Me pregunto qué clase de indicaciones traerán nuestros hermanos y hermanas, qué clase de misterio es ese que tienen tanto empeño en transmitirnos. La Unión Soviética acaba de llevar a cabo un nuevo ensayo nuclear con una bomba de cincuenta megatones. Están a punto de cometer un crimen odioso que destruirá la armonía del universo. Si los Estados Unidos toman ese mismo camino… El fin de la existencia humana en este planeta ya se atisba en el horizonte y la misión de nuestra familia es, ni más ni menos, que tal cosa no llegue a producirse nunca. Qué incompetentes hemos sido hasta ahora, sin embargo. Qué despreocupado parece el mundo de su terrible destino. —No desesperes, padre —dijo Kazuo a modo de consuelo sin dejar de escrutar el cielo en todas direcciones—. Si tomamos la escala de tiempo del universo, todos nuestros sufrimientos se revelan insignificantes. Yo no creo que los terrícolas sean todos tan sumamente necios como parecen. En algún momento comprenderán sus errores y aceptarán nuestra filosofía de la paz eterna y de la infinita armonía. De todos modos, deberíamos escribir una carta a Jruschov lo antes posible. —Akiko ha estado trabajando en un borrador. Casi lo ha terminado, ¿verdad, Akiko? —preguntó Iyoko. —Sí —se limitó a contestar ella con un monosílabo y sin apartar los ojos del cielo estrellado. Dieron las cuatro y media. El silencio se instaló entre ellos mientras miraban hacia arriba con una mezcla de tensión y esperanza. La mañana del día anterior, Jūichirō había recibido aviso de que a esa hora de la madrugada aparecerían en el cielo unos platillos volantes. * Ocurrió durante el verano del año anterior, cuando cada uno de los miembros de la familia tomó conciencia por su cuenta de su origen extraterrestre, cada cual de un cuerpo celeste distinto. Fue una iluminación en oleadas sucesivas; primero Jūichirō, luego Akiko, que en un primer momento se había reído de su padre. Pronto dejó de hacerlo. La explicación más plausible era dar por hecho que el espíritu de seres de otros planetas se había apoderado de ellos paulatinamente hasta terminar por ocupar sus cuerpos y sus mentes. De manera simultánea, los recuerdos familiares, la memoria del pasado, del nacimiento de los hijos, todo se transformó en historias falsas, pero lo más terrible de todo, sin duda, fue que su memoria personal de otros mundos, es decir, sus auténticos recuerdos, se habían perdido irremisiblemente. Jūichirō no era un hombre de acción, pero sí un ser reflexivo y con un claro discernimiento sobre los asuntos del mundo. Para proteger a su familia, tal era su convencimiento, lo más importante era esconder a ojos de los demás su origen extraterrestre. Pero ¿cómo lograrlo? Tenía suficiente sentido común como para comprender que la honestidad y la pureza de los seres humanos solo podían ser protegidas del daño si se envolvían cuidadosamente en capas sucesivas. Era ese un modo de pensar que a su mujer le costó mucho entender, porque tenía un carácter imprudente por naturaleza, como también lo tenían sus hijos. Podían sentirse todo lo orgullosos que quisieran de su condición de extraterrestres, pero la más mínima muestra de arrogancia por su parte sería tanto como desnudarse ante los demás, revelar su verdadera identidad. Era vital para ellos disimular de todas las maneras posibles su superioridad. La gente, después de todo, siempre trataba de buscar un porqué cuando se enfrentaba a algo o a alguien extraordinario. Para el propio Jūichirō, esa superioridad que él mismo había percibido en las fibras de su cuerpo a sus cincuenta y dos años era algo sumamente inesperado. Después de todo había atravesado una juventud marcada por un evidente complejo de inferioridad. Su padre, un hombre práctico hasta el extremo, siempre le había despreciado y él había buscado el perdón y la salvación en las artes. En vida de su padre no faltó nunca cuando se trataba de ayudar en la empresa, a pesar de hacerlo sin el más mínimo entusiasmo, pero nada más fallecer él, una vez desvanecidas las obligaciones, se dedicó a vivir sin hacer absolutamente nada. Iba con su mujer a Tokio de vez en cuando para asistir a la representación de alguna obra de teatro, a alguna exposición y decidió matricular a sus hijos en escuelas de la capital. Con todo ello formó una familia de seres inteligentes, silenciosos y solitarios que residían en una ciudad de provincias a apenas una hora de tren del centro de Tokio. Entonces, un buen día empezó a experimentar esa sensación de superioridad sin hacer nada, sin mérito alguno por su parte. Fue la primera vez en sus cinco décadas de vida en la que se le reveló, al f in, su misión en el mundo. Le dio por pensar que todo lo ocurrido con anterioridad, todo ese transitar sin objetivo, sin propósito alguno, solo había sido un error, algo que se podría llamar inmadurez, cuyo único sentido había sido el preservarlo sin daño para que la verdad del universo lo encontrase, se sirviera de él a capricho. Tiempo atrás, en la etapa ociosa de su vida, había sido esa clase de persona que, por razones desconocidas, se pregunta sin parar el porqué de las cosas, la razón por la cual las ramas de un árbol, sin ir más lejos, son más delgadas que su tronco; por qué los de hoja caduca se integraban con tanta delicadeza en el lienzo del cielo. La silueta de los grandes olmos durante el invierno le sugería los afluentes de un río dibujados en un mapa y enseguida pensaba que en el cielo existía una fuente de árboles invisibles desde cuya línea del horizonte fluían en varias direcciones e incontables cursos que se juntaban al final en una única corriente que, de pronto, adoptaba la forma solida de un árbol. Quizás todas esas imaginaciones nacían del hecho de que los árboles le sugerían corrientes delicadas f luyendo hacia el cielo a través de sus formas cristalizadas, que elevaban sus ramas y erizaban su follaje hacia lo alto en un intento de reintegrarse al reino celestial. Pero las ensoñaciones no bastaban para probar su naturaleza de poeta. Sus ilusiones sobre el mundo siempre terminaban hechas trizas y nunca había podido confiar siquiera en la estructura o en la eficacia de los objetos individuales que poblaban el mundo. Dedicó mucho tiempo, por ejemplo, a reflexionar sobre la forma de las tijeras. Unas tijeras abiertas contaban con un punto de apoyo a partir del cual se abrían como un abanico para crear dos áreas enfrentadas. No dejaban de ser un objeto práctico que uno sostenía en la mano, pero bien podían dividir el mundo en dos mitades, formar dos espacios que incluyesen montañas, lagos, ciudades y océanos. Y, sin embargo, el ruido metálico que hacían al cerrarse bastaba para borrar toda esa ilusión y reducirla a un trozo de papel en blanco cortado por un curioso utensilio terminado en punta. Ese era el modo en el que el mundo se alargaba y se encogía para él, cómo cobraba vida de pronto para morir enseguida, cómo se transformaba sin cesar a su alrededor. Jūichirō sospechaba, por tanto, de la utilidad de los objetos cotidianos, de esos pequeños esfuerzos a los que lo obligaban. Los días lluviosos, el paraguas, sin ir más lejos, desplegaba una misteriosa forma negra por encima de su cabeza sujeta a un mango curvado cuya visión le desagradaba. Las varillas metálicas ejercían una tensión excesiva, casi despiadada, en la tela de seda negra sobre la cual caían gotas de agua que corrían sin descanso en todas direcciones. En una esquina de un callejón cercano a la casa familiar de los Ōsugi había un tonelero que fabricaba cubos de madera. Los días soleados, dos o tres artesanos extendían una arpillera sobre el suelo del callejón desierto y empezaban a repiquetear los clavos con sus martillos. Un día que pasaba por allí, Jūichirō vio uno de esos cubos como los que se solían usar en las casas a la hora del baño familiar y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Vio con toda claridad frente a sus ojos al padre de la familia, a la madre y a sus hijos, todos ellos con sus cuerpos desnudos, flácidos, el pelo empapado después de haberse echado el agua por encima con ese cubo, los restos de jabón en la cintura, en el rostro, el crudo reflejo de una vida pagada de sí misma. Cada vez que iba a Tokio con su mujer, las ventanas de los descomunales edificios alzándose al cielo en competencia unos con otros, sus interiores iluminados con luces fluorescentes, le daban pánico. La gente trabajaba detrás de cada una de esas ventanas, hablaba en voz alta ¡y todo ello sin un objetivo concreto! Jūichirō percibía la total incoherencia del mundo. Nada coincidía con nada. No era capaz de encontrar la conexión entre el volante de un coche y sus ruedas, ni con el cerebro y el estómago de la gente. Por si eso no fuera ya lo suficientemente terrible, su espíritu amable y delicado le impedía asistir al espectáculo de ese mundo inconexo con indiferencia. La guerra fría, la creciente inseguridad planetaria, el falso pacifismo, la población mundial despeñándose cuesta abajo y sin frenos en una carrera hacia la necedad a pesar de algún intervalo de respiro, la ilusión del progreso económico, el hedonismo disparatado, la afeminada vanidad de los líderes políticos mundiales… Todos esos asuntos le provocaban pinchazos en la punta de los dedos, como la estocada de las espinas de un puñado de rosas. El tiempo le ayudó a comprender que no eran sino presagios, pero para entonces ya se había acostumbrado a echarse todo el sufrimiento a la espalda, a asumir que si el mundo se encontraba en esa situación tan lamentable era, en última instancia, por culpa suya. Alguien debía sufrir por ello, pagar. Eso pensaba. Aunque fuera una única persona, alguien debía caminar descalzo sobre los cristales rotos de un mundo hecho trizas. Escuchaba las noticias: un niño atropellado por un coche tendido en mitad de la calzada con el cuerpo ensangrentado, un accidente ferroviario con más de diez pasajeros muertos, una inundación con cientos de casas anegadas…, todo tenía el efecto de encogerle cada día un poco más, de provocarle graves remordimientos de conciencia. Él habitaba en el mismo planeta que los demás, en ese mismo mundo que había perdido el sentido. ¿Cómo iba a negar su parte de responsabilidad en los crímenes o en los escándalos? El sufrimiento que tanto mal infringía a su cuerpo era, tal vez, lo único que iba a redimirle, a ayudarle a recuperar el sentido de totalidad. Tal vez con el humilde gesto de cortar por la mañana una flor de un seto de su jardín, alguien, en algún lugar del mundo, debido a alguna misteriosa conexión del destino con esa flor en particular, moriría aplastado por un camión de diez toneladas. De ser así, ¿cómo era posible que no le doliese el cuerpo? Si el sufrimiento de una persona a las puertas de la muerte no producía siquiera una mínima vibración en el resto de la humanidad, ¿cómo podía alguien encontrar sentido a eso? Enfrentado al hecho desnudo de que el sufrimiento físico no traspasa jamás la barrera de quien lo padece, Jūichirō se hundía en la más profunda de las desesperaciones. ¿Por qué hasta el miedo aterrador que le producía la bomba atómica quedaba reducido al fin a un sufrimiento íntimo? ¿Acaso solo era una experiencia física? Creía entender a la perfección la causa última que había llevado a la locura a la persona encargada de arrojar una de las bombas atómicas. Si se había vuelto loco era por el hecho de no sentir el dolor ajeno, por no sentirlo siquiera bajo la forma de un ligero picor. Pero Jūichirō comprendió poco a poco el alcance de sus limitaciones, de sus padecimientos personales y empezó a avergonzarse de su presunción. Fue entonces cuando cayó en sus manos por pura casualidad un libro publicado en Londres titulado La casa de los platillos volantes. Hasta entonces apenas había tenido interés por semejante asunto, pero al terminar de leer el libro, en especial la parte relacionada con el incidente Mantell, se convenció de la existencia de esos objetos. El incidente Mantell tuvo lugar el 7 de enero de 1948 en la base aérea norteamericana de Godman, en Fort Knox, en el estado de Kentucky, cuando el capitán Thomas F. Mantell perdió la vida en persecución de un objeto volador no identificado. Aproximadamente a las dos y media de la tarde de aquella jornada, un policía militar de la base tuvo conocimiento, gracias a un aviso de la policía federal, de la existencia de un objeto de dimensiones extraordinarias que volaba a una gran velocidad en dirección a la base. La policía había localizado el objeto sobre la ciudad de Madison, en Indiana, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Cientos de vecinos de la ciudad fueron testigos de la aparición del objeto. Nada más recibir la alerta, los oficiales de la base, poco antes de las tres de la tarde, salieron para escrutar el cielo nublado en los ocasionales claros que se abrían entre las nubes. De pronto, en dirección sur apareció ese objeto gigantesco que a primera vista parecía metálico. El sol lo iluminó unos instantes antes de desaparecer. Se dio la orden de despegue inmediato a tres cazas. Al mando del escuadrón iba el capitán Mantell. La persecución había comenzado. Todos los oficiales presentes en la torre de control habían visto el objeto y lo describieron como una especie de enorme disco con la parte superior en forma de cono invertido y con un punto rojo parpadeante en la parte superior. A las tres y ocho minutos, los escoltas de Mantell informaron por radio a la torre que habían localizado el objeto a poca distancia para perderlo enseguida tras las nubes. Cinco minutos después se escuchó la voz del propio Mantell a través de los altavoces: «Objeto en ascenso. Iguala su velocidad a la mía: 360 millas a la hora. Asciendo a siete mil metros. Si la interceptación resulta imposible abortaré la misión». Esa fue la última ocasión en la que se pudo escuchar la voz del capitán. Unos minutos más tarde, su caza, un F-51, se desintegró en el aire y los restos se dispersaron en un área de varios kilómetros a la redonda. El incidente fue confirmado por numerosos testigos que pudieron observarlo a simple vista. Igualmente se pudo documentar con abundante material como para poder descartar cualquier tipo de fabulación. La lectura del libro convenció a Jūichirō de que los ocupantes de aquel objeto volador solo podían ser seres de otro planeta. Se sumergió a partir de entonces en el estudio e investigación de todo lo relacionado con avistamientos de ovnis, un empeño que terminó por ocupar todo su tiempo. Su familia pronto compartió su pasión por la lectura de todos esos libros hasta el extremo de que el tema de conversación diario se redujo a uno solo: la vida extraterrestre y los platillos volantes. Fue después de aquello, el verano del año anterior en concreto, cuando le sucedió a Jūichirō. Dormía en el cuarto de tatami de la segunda planta de su casa cuando un sonido le despertó en mitad de la noche como si le llamara. Iyoko se dio cuenta de que su marido se había levantado, pero no era raro que se despertase para ir al baño y enseguida se volvió a quedar dormida. Jūichirō salió de la casa con el pijama puesto. La luna estaba casi llena y la calle bien iluminada. Más tarde recordaría su nítido perfil reflejado en el polvoriento parabrisas de un motocarro aparcado junto a un aserradero. Caminó un trecho hasta el paso a nivel del tren de la línea Seibu. Cruzó y se f ijó cómo, sobre la gravilla roja a ambos lados de las vías, resplandecían bajo la luz de la luna virutas de acero desprendidas de los raíles a causa del desgaste. No sabía dónde se dirigía. Se limitaba a seguir un camino sin desviarse un ápice, como si alguien tirase de él con un hilo. Más allá de las vías se extendía un amplio solar destinado a la construcción de una fábrica. Entre las hierbas altas del verano tan solo había un hule sucio para tapar algunos materiales y fuera de eso ninguna otra cosa que diera la impresión de que la obra había empezado. Entró allí a través de una abertura en la alambrada de espino y notó cómo se le mojaban los empeines por culpa del rocío, el ubicuo chirriar de los insectos. De pronto se hizo el silencio. Alzó la vista al cielo. Sobre los tejados de las casas de los alrededores flotaba un platillo volante con una ligera inclinación. Tenía forma ovalada, era de color verde pálido y permanecía totalmente inmóvil. Mientras lo contemplaba empezó a teñirse de color naranja por uno de los lados. El cambio de color debió producirse en apenas el intervalo de cuatro o cinco segundos. El platillo osciló con una inclinación cada vez mayor y se dio cuenta de que ahora era completamente naranja. Después, el objeto aceleró en línea recta a una velocidad vertiginosa en dirección sureste y con un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Lo que en un principio le había parecido de un tamaño similar al de la luna llena, se redujo en un abrir y cerrar de ojos al de un grano de arroz antes de desvanecerse del todo en la oscuridad. Jūichirō estaba tan nervioso que tuvo que sentarse sobre las hierbas crecidas de verano. Las lágrimas resbalaban sin fin por sus mejillas y pronto comprendió que la visión del platillo había despertado recuerdos en lo más profundo de su memoria. Durante los escasos segundos en que la nave estuvo a la vista saboreó la desbordante emoción provocada por una dicha suprema. Era la misma clase de felicidad que habría sentido, sin duda, si el fragmentado mundo que habitaba adquiriera de pronto un sentido de armonía y de unidad, lo cual le proporcionaba una sanación inmediata. En el intervalo de un suspiro sintió como si el pegamento del cielo uniera de nuevo todos los pedazos sueltos del mundo para devolverlo a su estado original, a su forma cristalizada en roca, a su paz original e inmaculada. Los corazones de la gente conectaban unos con otros, las disputas llegaban a su fin, todo recuperaba un aliento tranquilo después de dejar atrás la respiración agonizante de hacía un momento… Jūichirō jamás habría pensado que sus ojos tendrían la oportunidad de contemplar esa clase de mundo otra vez. Ciertamente, hacía ya mucho tiempo lo había entrevisto para perderlo enseguida, pero ¿cuándo fue aquello? Seguía sentado sobre la hierba con el pijama mojado por el rocío y se esforzaba por descender a las profundidades de su memoria. Recordó numerosas escenas de su niñez, banderas izadas en el mercado, soldados marchando, rinocerontes en el zoológico, su mano dentro de un bote de mermelada de fresa, rostros extraños que veía dibujarse en el techo de madera de su cuarto cuando superponía las líneas en la madera con las de su imaginación… Eran recuerdos apilados en estanterías a ambos lados del pasillo de su memoria, como si tan solo se tratara de viejos artículos dispuestos sin apenas espacio entre ellos. Era un pasillo que conducía al vacío, con las puertas cerradas a izquierda y derecha tras las cuales se extendía un cielo plagado de estrellas, un pasillo orientado en la misma dirección por donde había desaparecido el platillo volante. «Es ahí donde reside mi memoria», pensó Jūichirō. Lo que pasaba era que sus ojos habían estado cerrados hasta ese mismo instante a esa evidencia. Fue en ese preciso instante cuando se convenció: no era un terrícola. Un platillo volante le había traído desde Marte para dejarle allí con la misión de salvar el planeta. La felicidad que le produjo la contemplación del platillo volante fue una suerte de intercambio entre la persona que había sido él hasta entonces y ese otro ser que había venido en la nave. Tomar conciencia de ello le produjo una profunda somnolencia a la que apenas era capaz de resistirse. Se levantó como pudo y deshizo el camino sumido casi en la inconsciencia. Al día siguiente por la mañana se despertó en la misma cama donde se había acostado la noche anterior. Nadie en la casa se había percatado de su ausencia, ni siquiera Iyoko. Su corazón latió henchido de felicidad durante todo el día, lo cual no le impidió dudar si hablarle o no a su familia de la experiencia de la noche anterior. No fue hasta que esa misma alegría le provocó un nudo en la garganta cuando al fin se decidió a hacerlo. Los cuatro habitantes de la casa se habían sentado a la mesa para cenar. Akiko se rio a carcajadas. Esa misma noche, sin embargo, Kazuo tuvo una experiencia parecida y al día siguiente por la mañana Iyoko, la más madrugadora de todos, vio los destellos grises plateados de un platillo volante en un cielo que ya alboreaba. Akiko se carcajeó todavía más. Al día siguiente se bajó del tren en la estación de Hanno de regreso de la escuela. No quería volver directamente a esa casa absurda que era la suya, por lo que se detuvo en el santuario de Hachiman y subió los escalones de piedra que daban acceso al recinto. Aún había luz y el aire era fresco. Aprovecharía para preparar allí sus clases del día siguiente. No había nadie por los alrededores. La sombra de los cedros y el canto de las cigarras de la tarde aumentaban la sensación de frescor. Subió por la escalera del norte y cuando estaba a punto de pasar bajo el torii 2 , en el cielo que se extendía sobre el edificio justo enfrente de ella vio algo parecido a un punto parpadeante de color blanco. Debía sobrevolar el paso de montaña de la sierra de Koma y, en principio, lo tomó por una estrella que refulgía en el ocaso. Pero la estrella hizo un movimiento inesperado y en un segundo se situó justo encima de su cabeza. Estaba en el jardín desierto del santuario rodeado de cedros y lo que flotaba sobre su cabeza era un objeto redondo, brillante, plateado. Daba vueltas por el cuadrado de cielo que enmarcaban los árboles. Se estremeció. El objeto ejecutaba movimientos en espiral, estrechaba cada vez más su radio de desplazamiento. De la parte inferior brotaban destellos verdosos, como si se tratase de piedras preciosas. Akiko quería gritar. Toda la desconfianza, todo el desprecio que había mostrado hasta ese momento hacia los miembros de su familia parecieron volverse en su contra. Sin embargo, aquella cosa desapareció pronto de su vista… Akiko no volvió a reírse de esos asuntos. Se convenció de que su origen estaba en Venus, de que formaba parte de una peculiar familia de extraterrestres llegados de planetas distintos. Desde entonces y durante los seis meses siguientes, Jūichirō se esforzó cuanto pudo para proteger a su familia, para ocultarles a ojos de una sociedad de la que no formaban parte en realidad. Inculcó a sus hijos el valor y la necesidad de esforzarse en los estudios, no desatender ninguna de las actividades que les hacían parecer iguales a los demás. Puso un especial énfasis con Akiko para que aprendiera costura, cocina, para que no se apartase de las reglas establecidas por esa sociedad para las mujeres. Después de todo, él era perfectamente consciente de lo fácil que resultaba mancillar la pureza y la honestidad. Akiko, de hecho, fue quien de entre todos ellos hizo gala de unos cambios más evidentes. Desde que supo de su origen en Venus, su belleza deslumbró cada día más. Siempre había sido una chica agraciada, pero mientras no tuvo conciencia de su propio aspecto no se preocupó demasiado por ello. Por lo demás, en cuanto supo que Venus era la causa última de su gracia, a ello se le sumó elegancia y frialdad. Los vecinos rumoreaban: había encontrado un novio, decían; si bien ella, por su parte, empezaba a mostrar una actitud cada vez más indiferente y desdeñosa hacia los hombres. La familia ponía buena cara a los vecinos aun sin querer hacerlo, pero, distantes y solitarios como eran, había en sus gestos algo forzado que aumentaba la separación con los demás. El resultado fue un mayor distanciamiento. —Padre, ya no me enfado tanto como antes ni siquiera cuando me toca ir en el tren atestado de gente. Noto como si me observasen desde arriba, desde un lugar muy por encima de donde se encuentran todas esas personas. Pienso que solo mis ojos son transparentes, solo mis oídos capaces de escuchar la música del cielo. Todas esas existencias pegajosas no saben nada de nada aun cuando sus destinos están en mis manos. Cuando Kazuo se sinceró con él, Jūichirō percibió el peligro inminente. Si esa misma gente que despreciaba alcanzaba a leer sus pensamientos, jamás se lo perdonarían. Acabarían con él, de hecho. —Tienes que actuar como los demás —le aconsejó esforzándose por parecer comprensivo—. Como uno más, por mucho que eso te desagrade. Los seres superiores tienen el deber de actuar así. Es la única forma que tienes de protegerte. … Al cabo de seis meses llegó la primavera y fue entonces cuando Jūichirō cambió de opinión. Quería llevar a cabo su misión y hacerlo con éxito, y para lograrlo debían hacer un esfuerzo por encontrar almas gemelas en lugar de dedicar todos sus esfuerzos a ocultar su secreto. El mundo afrontaba un peligro inminente, solía decir, y aun así ahí estaba él, prisionero de ese sentimiento trasnochado del deber hacia la familia, con sus ideas sometidas por culpa de la timidez. Le dio vueltas y más vueltas al asunto hasta que se le ocurrió la idea de insertar un anuncio en la sección de «intereses comunes» de una revista: «Si está interesado en ʘ, nos gustaría mucho saber de usted. Unamos nuestras fuerzas en la Asociación para la Amistad Universal con el fin de lograr la paz en el mundo». ʘ era el símbolo que se le había ocurrido a Jūichirō para representar un platillo volante. Las respuestas no tardaron en llegar. El ochenta por ciento de las cartas remitidas desde todos los rincones del país demostraban haber entendido a la perfección a qué se refería el símbolo sin que él llegase a explicarse bien por qué. Jūichirō preparó un manifiesto y los demás se hicieron cargo de las copias. Fue así como dio comienzo un fluido intercambio entre los miembros de la recién creada asociación. A comienzos de ese mismo verano vendió todas las acciones que había heredado de su padre e ingresó todo el dinero en el banco con objeto de disponer de fondos suficientes para sus actividades futuras. Las acciones habían incrementado mucho su valor y el capital, en consecuencia, se había multiplicado por cinco. Mediado el verano estalló una crisis financiera y a ninguno de la familia le cupo la más mínima duda de que la bendición del cielo les amparaba. Hasta ese momento, los platillos volantes se habían limitado a escoger situaciones señaladas y solo se les aparecían de uno en uno en cada ocasión. Todos creían a los demás cuando se trataba de avistamientos, si bien nunca habían tenido la oportunidad de presenciar uno todos juntos. Como cabeza de familia, Jūichirō había aprendido a mejorar su comunicación con los extraterrestres y ansiaba que sus hijos y su mujer pudieran seguirle pronto. Fue el día anterior por la mañana cuando al fin recibió el aviso.

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