Francis Bacon
De la sabiduría egoísta
Francis Bacon,
2015
Traducción:
Luis Escolar Bareño
De la venganza
La venganza es una especie de justicia salvaje que
cuanto más crece en la naturaleza humana más debiera extirparla la ley; en
cuanto al primer daño, no hace sino ofender a la ley, pero la venganza de ese
daño coloca a la ley fuera de su función. En verdad que, al tomar venganza, un
hombre se iguala con su enemigo, pero si la sobrepasa, es superior; pues es
parte del príncipe perdonar; y estoy seguro que Salomón dice: Es glorioso para un hombre excusar una
ofensa. Lo pasado se ha ido y es irrevocable; y los hombres prudentes
tienen demasiado que hacer con las cosas presentes y venideras; por tanto no
harían más que burlarse de sí mismos ocupándose de asuntos pasados. No hay
hombre que cometa el mal a cuenta del mal mismo, sino para obtener provecho
propio, o placer, u honor o algo semejante; por tanto, ¿por qué me voy a
encolerizar con un hombre que se ama a sí más que a mí? Y si algún hombre
cometiera el mal meramente por maldad natural, no sería más que como el espino
o la zarza que pinchan y arañan porque no pueden hacer otra cosa. La clase de
venganza más tolerable es la debida a los males que no hay ley que los remedie;
pero entonces, dejar que un hombre se ocupe de la venganza es como si no
hubiera ley para castigar; además el enemigo de un hombre siempre se anticipa y
ya son dos por uno. Algunos, cuando toman venganza, están deseosos de que la
parte contraria sepa de quién procede. Ésta es la más generosa: pues el goce
parece estar no tanto en cometer el daño como en hacer que la parte contraria
se arrepienta; pero los cobardes bajos y taimados son como las flechas lanzadas
en la oscuridad. Cosme, duque de Florencia, lanzó una desesperanzadora frase
contra los amigos pérfidos y despreciables como si esos males fuesen
imperdonables: Leeréis que se nos manda
perdonar a nuestros enemigos; pero nunca leeréis que se nos mande perdonar a
nuestros amigos. Sin embargo, el espíritu de Job era aún más adecuado: También recibimos el bien de Dios ¿y el mal
no recibiremos?, y en la misma proporción respecto a los amigos. Esto es
cierto, que un hombre que proyecte vengarse, conserva abiertas sus propias
heridas porque si no se cerrarían y curarían. Las venganzas públicas son
afortunadas en su mayoría; como fue la muerte de César; la muerte de Pertinax;
la muerte de Enrique III de Francia; y muchas otras. Pero no sucede así con las
venganzas privadas; no, más bien las personas vengativas llevan la vida de las
brujas, quienes, como son malignas, terminan desgraciadamente.
De los padres y los hijos
Las alegrías de los padres son secretas y así lo
son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestarán las
otras. Los hijos endulzan los trabajos, pero hacen más amargos los infortunios;
acrecientan los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte. El
perpetuarse por la generación es también común a las bestias; pero la memoria,
el mérito y las obras nobles son propias de los humanos; y seguramente se
comprobará que las obras y creaciones más nobles proceden de hombres sin hijos
que han procurado expresar las imaginaciones de su mente en aquello en que su
cuerpo ha fallado; por eso el cuidado por la posteridad es mayor en aquellos
que no la tienen. Quienes son los primeros creadores de sus casas son más
indulgentes con sus hijos, teniéndolos como continuadores no sólo de su estirpe
sino de su obra; y así son a la vez sus hijos y su creación.
La diferencia en afecto de los padres hacia sus
diversos hijos es muchas veces desigual y algunas otras inmerecida,
especialmente en la madre; como dijo Salomón: El hijo sabio alegra al padre; y el hijo necio es tristeza de su madre.
Se podrá ver que donde hay una casa llena de niños, uno o dos de los mayores
son respetuosos y el más pequeño es travieso; pero a los medianos se les olvida
y, sin embargo, muchas veces, demuestran ser los mejores. La tacañería de los padres
con respecto a sus hijos es un error dañoso; les hace ruines, les obliga a
recurrir a arterías, que busquen malas compañías y que quieran más cuando ya
tienen mucho; y por tanto, es mejor método cuando los padres conservan la
autoridad sobre sus hijos, pero no la bolsa. Los hombres (tanto los padres como
los maestros y criados) tienen una forma tonta de crear y fomentar una
emulación entre los hermanos durante la niñez, que muchas veces se torna en
discordia cuando se hacen hombres y altera las familias. Los italianos hacen
pocos distingos entre los hijos, sobrinos y parientes cercanos; así forman un
conjunto, sin preocuparse de más, aunque no pertenezcan propiamente a la
familia; y, a decir verdad, en la naturaleza sucede de modo análogo; por eso vemos
que algunas veces un sobrino se parece más al tío o a un pariente que a sus
propios padres, como ocurre en la herencia de la sangre. Dejemos que los padres
elijan a tiempo la profesión y los medios que sus hijos han de seguir, porque
entonces serán más flexibles; y no les dejemos dedicarse demasiado a disponer
de sus hijos creyendo que aceptarán mejor lo que han pensado más. Cierto es que
si el afecto o inclinación de los hijos es extraordinario, entonces conviene no
interferirlo; pero, en general, el precepto resulta bueno. Optimum elige, suave et facile illud faciet consuetudo[1].
Los hermanos más jóvenes generalmente son afortunados, pero rara vez donde el
mayor es desheredado.
Del matrimonio y la soltería
El que tiene esposa e hijos ha dado rehenes a la
fortuna; pues son impedimentos para las grandes empresas, tanto virtuosas como
malignas. Cierto es que las mejores obras y los mayores méritos para el público
han procedido de los hombres solteros o sin hijos, los cuales, tanto en afecto
como en medios de acción se han casado con el público. Sin embargo, hay razones
poderosas para que quienes tienen hijos se hayan cuidado más del porvenir, al
cual saben que han de transmitir sus prendas más queridas. Algunos hay que
aunque hacen vida de soltería, sin embargo, sus pensamientos terminan en ellos
mismos y consideran el porvenir como una nimiedad; también hay otros que tienen
en cuenta la esposa y los hijos pero como facturas que pagar; aún más, hay
algunos hombres insensatos, ricos, codiciosos que tienen a orgullo no tener
hijos porque así les creerán más ricos; pues quizá han oído decir algo así: Ése es un hombre muy rico; y otro le
ataja, sí, pero tiene una gran carga de
hijos; como si eso fuese disminución de sus riquezas. Pero la causa más
corriente de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas
mentalidades placenteras y singulares que son tan sensibles a todas las
restricciones, que estarán muy próximas a creer que el cinturón y las ligas se
les convertirán en ataduras y grilletes. Los solteros son los mejores amigos,
los mejores amos, los mejores sirvientes; pero no siempre los mejores súbditos,
porque son propicios a escaparse y casi todos los fugitivos tienen ese estado.
La soltería es adecuada para los eclesiásticos porque la caridad difícilmente
regará el suelo cuando tiene que llenar primero un estanque. Es indiferente
para los jueces y magistrados, pues si son asequibles y corruptibles tendremos
más fácilmente un criado cinco veces peor que una esposa. En cuanto a los
soldados encuentro que los generales, por lo común, en sus arengas evocan en
sus hombres el recuerdo de la esposa y los hijos; y creo que el desprecio de
los turcos hacia el matrimonio hace que el soldado raso sea más ruin. En verdad
que la esposa y los hijos son una especie de disciplina de la humanidad; y los
solteros, aunque muchas veces sean más caritativos, ya que sus medios
económicos están menos exhaustos, sin embargo, son por otra parte, más crueles
y duros de corazón (buenos para ser inquisidores severos) porque su ternura no
se siente excitada con tanta frecuencia. Los caracteres serios, llevados por la
costumbre, y por lo tanto constantes, son por lo general amantes esposos, como
se dijo de Ulises: Vetulam suam praetulit
immortalitati[2]. Las mujeres castas con frecuencia son
orgullosas e indómitas, prevaliéndose del mérito de su castidad. Es uno de los
mejores lazos en la esposa, tanto el de la castidad como el de la obediencia,
si ella cree que su esposo es prudente, lo cual nunca hará si le juzga celoso.
Las esposas son amantes para los jóvenes, compañeras para los maduros y
enfermeras para los ancianos, así es que un hombre puede tener pretexto para
casarse cuando quiera; sin embargo, se reputó como a uno de los hombres más
sensatos al que contestó a la pregunta de cuándo debería casarse el hombre: Todavía no cuando es joven, en modo alguno
cuando es viejo. Se ve con frecuencia que los malos esposos tienen esposas
muy buenas; ya sea porque eso eleva el precio de la amabilidad del marido
cuando eso ocurre o que las esposas se enorgullecen de su paciencia; pero eso
nunca falla, si los malos esposos fuesen de su propia elección, en contra de la
opinión de sus amigos, porque entonces estarían bien seguras de hacer buena su
propia tontería.
De la envidia
No hay ningún sentimiento que se haya observado que
fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes
vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan
con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos
causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las
Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala
influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la
envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo.
Además, algunos han sido tan observadores que han notado que el momento en que
la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada
está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo
tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al
exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.
Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se
piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más
sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y
privada.
Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la
virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio
bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien
carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de
la fortuna del otro.
El hombre que es afanoso y curioso, por lo general,
es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino
a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por
tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de
otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues
la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en
casa: Non est curiosus quim idem sit
malevolus[3].
Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser
envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que
los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan
que ellos retroceden.
Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y
los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso,
hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se
produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus
carencias naturales parte integrante de su honra; en ese caso, debería decirse:
ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas
grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés
el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.
El mismo caso es el de los hombres que se levantan
después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo
que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.
Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte
de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden
desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan
sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que
envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo,
respecto al cual sentía afán de sobresalir.
Finalmente, los parientes y los compañeros de
oficio y aquéllos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a
sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte,
les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que
los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la
fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque
cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede
con muchos que son propicios a la envidia.
Respecto a los que están más o menos sujetos a la
envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en
grado avanzado, son menos envidiadas porque su fortuna parece debida a ellos; y
nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades.
Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo
mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son
envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas
sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan
mejor la envidia; mientras que, contrariamente, las personas de valía y mérito
son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque
su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién
venidos la empañan.
Las personas de sangre no le son menos envidiadas
en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna;
además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos
del sol, que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por
la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes
avanzan súbitamente y per saltum.
Los que juntan a sus honores grandes cuidados
laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres
consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de
ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que
cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se
quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[4]; no es que lo sientan así, sino sólo
para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que
pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más
la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada
extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus
empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos;
porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.
Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que
llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose
a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o
triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres
prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito,
impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es
muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia
ni vanagloria) provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y
artero; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y
parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que
le envidien.
Por último, para terminar esta parte, como hemos
dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no
tiene más curación que la que tiene la hechicería; y no es quitarse de encima
la carga (como se dice) y echarla sobre otro; por esa razón las personas
eminentes de mayor prudencia siempre colocan en primer término a alguien sobre
quien desvían la envidia que caería sobre ellas; algunas veces sobre ministros
o sirvientes, otras, sobre colegas y socios o algo semejante; y para esa
desviación nunca faltan algunas personas de naturaleza valiente y emprendedora
que, con tal de tener poderío y negocios, lo aceptarán a toda costa.
Pasemos ahora a hablar de la envidia pública: hay
algo de bueno en la envidia pública que, contrariamente, no hay en la privada;
porque la envidia pública es como un ostracismo que eclipsa a los hombres
cuando se engrandecen demasiado; y, por tanto, es también un freno para los
grandes que les mantiene dentro de los límites.
Esta envidia, llamada en latín invidia, circula en las lenguas modernas como el nombre del
descontento, del cual hablaremos al ocuparnos de la sedición. Es una enfermedad
en un Estado análoga a una infección; pues una infección se extiende sobre el
que está sano y lo infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un
Estado, difama incluso sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por
tanto, se gana poco mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que
temor a la envidia, lo cual daña mucho más, como sucede en las infecciones que,
si se las teme, es como llamarlas sobre uno.
Esta envidia pública parece recaer principalmente
sobre funcionarios importantes y ministros, más que sobre reyes y naciones.
Pero es una regla fija que si la envidia hacia los ministros es grande, la
causa que la produce en ellos es pequeña; o que si la envidia es general hacia
todos los ministros del Estado, entonces la envidia (aunque escondida) es
verdaderamente hacia el propio Estado. Y gran parte de la envidia pública o
descontento, y de la diferencia de ésta con la privada, es de lo que se trató
en primer lugar.
Añadiremos que, en general, tocante al sentimiento
de la envidia, de todos los sentimientos es el más inoportuno y constante; pues
otros sentimientos se dan en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agit[5],
pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la
envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan
constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por
esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y
sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera
sutilmente, en la sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el
trigo.