viernes, 23 de mayo de 2025

BULGAKOV MORFINA CUENTO

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BAUTISMO DE FUEGO

 

Mijaíl Bulgákov

 

 

 

 

 

 

Scan y Revisión: Spartakku

(http://biblioteca.d2g.com)

 

Rápidamente pasaron los días en el hospital de N. y yo comencé poco a poco a acostumbrarme a mi nueva vida.

En las aldeas continuaban agramando el lino, los caminos seguían estando intransitables y a la consulta no venían más de cinco personas cada día. Las noches las tenía completamente libres y las dedicaba a poner en orden la biblioteca, a leer los manuales de cirugía y a tomar té, larga y solitariamente, junto al samovar.

La lluvia caía durante días y noches enteras y las gotas golpeaban inexorablemente el techo; el agua caía con gran fuerza bajo la ventana y resbalaba por el canalón hacia un cubo. El patio estaba cubierto de fango, de niebla, de una negra penumbra en la cual, como manchas opacas y difusas, se iluminaban las ventanas de la casita del enfermero y la lámpara de petróleo del portón.

Una de aquellas noches estaba yo sentado en mi gabinete y estudiaba un atlas de anatomía topográfica. A mi alrededor había un completo silencio, interrumpido de vez en cuando por el roer de los ratones detrás del aparador del comedor.

Estuve leyendo hasta que mis párpados, ya pesados, comenzaron a cerrarse. Finalmente bostecé, dejé a un lado el atlas y decidí acostarme. Me estiré y, saboreando por anticipado un sueño pacífico, acompañado por el ruido y el golpeteo de la lluvia, me dirigí a mi dormitorio, me desvestí y me acosté.

No había tenido siquiera tiempo de rozar la almohada cuando, delante de mí, en la penumbra soñolienta, apareció el rostro de Ana Prójorova, de diecisiete años, de la aldea Tóropovo. A Ana Prójorova había que extraerle un diente. El enfermero Demián Lukich se deslizó suavemente con unas brillantes tenazas en las manos. Recordé cómo decía «aquesto» en lugar de «esto», llevado por el amor que profesaba al estilo elevado. Sonreí y me quedé dormido.

Sin embargo, no había pasado media hora cuando me desperté de repente, como si me hubieran dado un tirón; me senté y, examinando con temor la oscuridad, me puse a escuchar con atención.

Alguien golpeaba con fuerza e insistencia la puerta exterior y desde un primer momento presentí que aquellos golpes eran de mal agüero.

Llamaban a mi apartamento.

Los golpes cesaron, resonó el cerrojo; se oyó la voz de la cocinera y, en respuesta, una voz poco clara; luego alguien subió por la escalera, provocando chirridos, entró silenciosamente en el gabinete y llamó en mi dormitorio.

—¿Quién es?

—Soy yo —me respondió un respetuoso susurro—, yo, Axinia, la enfermera.

—¿De qué se trata?

—Ana Nikoláievna me envía a buscarle, pide que vaya enseguida al hospital.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, y sentí que el corazón me daba un vuelco.

—Han traído a una mujer de Dúltsevo. Tiene complicaciones con el parto.

«Ya está. Ya comenzamos —cruzó por mi cabeza, mientras trataba inútilmente de meter mis pies en las zapatillas—. ¡Ah, diablos! Las cerillas no encienden. Bien, tarde o temprano tenía que suceder. No podía pasarme toda la vida con las laringitis y los catarros estomacales.»

—Está bien. ¡Vete y dile que ahora mismo iré! —grité, y me levanté de la cama. Detrás de la puerta se oyeron los pasos de Axinia y de nuevo resonó el cerrojo. El sueño desapareció en un instante. Con dedos temblorosos encendí la lámpara apresuradamente y comencé a vestirme. Las once y media... ¿Qué complicaciones con el parto tendría aquella mujer? Hmm..., posición incorrecta..., pelvis estrecha... O quizá alguna cosa peor. Tal vez tendré que utilizar los fórceps. ¿No sería mejor enviarla directamente a la ciudad? ¡Impensable! «¡Qué doctor tan bueno!», dirían todos. Y además, no tengo derecho a hacerlo. No, tengo que hacerlo yo mismo. ¿Hacer qué? El diablo lo sabe. Será una tragedia si me confundo, una vergüenza ante las comadronas. Aunque primero es necesario ver de qué se trata; no vale la pena inquietarse antes de tiempo...

Me vestí, me puse el abrigo y, confiando mentalmente en que todo saldría bien, corrí bajo la lluvia hacia el hospital, pisando sobre tablones que al hundirse hacían saltar el agua del patio. En la semioscuridad se distinguía, junto a la entrada, una carreta; el caballo golpeaba con sus cascos las tablas podridas.

—¿Usted ha traído a la parturienta? —pregunté a la figura que se movía junto al caballo.

—Yo... sí, yo, padrecito —contestó lastimeramente una voz de mujer.

En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había agitación. En la recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el angosto corredor que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó rápidamente junto a mí, llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de pronto un débil gemido que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la sala de partos. La pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada por la lámpara del techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una mujer joven, cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba desfigurado por una mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían pegado a la frente. Ana Nikoláievna, con un termómetro en la mano, preparaba una solución en un recipiente, mientras la segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, sacaba sábanas limpias del armario. El enfermero, apoyado contra la pared, estaba en pose de Napoleón. Al verme, todos se animaron. La parturienta abrió los ojos, se estrujó las manos y de nuevo gimió lastimeramente.

—¿Qué ocurre? —pregunté, y yo mismo me asombré del tono de mi voz. Hasta tal punto era seguro y tranquilo.

—Posición transversal —contestó rápidamente Ana Nikoláievna, mientras continuaba echando agua en la solución.

—Bien —dije alargando las sílabas y frunciendo el entrecejo—; bien, veamos...

—¡El doctor tiene  que  lavarse  las manos!  ¡Axinia! —gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido una expresión seria y solemne.

Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de las manos enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana Nikoláievna, como por ejemplo cuándo habían traído a la parturienta y de dónde venía...

La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo, sentándome al borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el vientre hinchado. La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la sábana.

—Tranquila, tranquila..., aguanta —le dije, mientras apoyaba cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.

En realidad, después de que la experimentada Ana Nikoláievna me había sugerido de qué se trataba, este examen no era necesario. Por más que continuara examinándola, no sabría más que Ana Nikoláievna. Su diagnóstico era, por supuesto, correcto. Posición transversal. Era evidente. Bien, ¿y después?

Frunciendo el entrecejo, continué palpando el vientre por todos lados y de reojo observaba los rostros de las comadronas. Estaban concentradas y serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía. En efecto, mis movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi intranquilidad en lo más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna manera.

—Bien —dije tras un suspiro, y me levanté de la cama, ya que por fuera no se podía ver nada más—, hagamos la exploración interna.

La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana Nikoláievna.

—¡Axinia!

De nuevo corrió el agua.

«¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!», pensé tristemente mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese momento. Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la espesa espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las manos de Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de la maternidad. Lámparas eléctricas que ardían intensamente dentro de globos opacos, un brillante suelo de baldosas, el instrumental y los grifos que relucían por todas partes. El asistente, con una bata blanca como la nieve, manipulaba sobre la parturienta; a su alrededor estaban tres ayudantes, los médicos practicantes y una multitud de estudiantes. Todo estaba bien, era luminoso y sin peligro.

Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en mis manos a una mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla pues sólo he visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento estoy realizando una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí ni a la parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en su interior.

Pero había llegado el momento de decidirse a hacer algo.

—Posición transversal... como se trata de una posición transversal, entonces es necesario... es necesario hacer...

—Un viraje sobre la piernecita —no pudo contenerse y dijo, como para sí misma, Ana Nikoláievna.

Un médico viejo y experimentado la habría mirado con desaprobación por entrometerse y adelantarse con sus conclusiones... Yo, en cambio, no soy una persona que se ofenda con facilidad.

—Sí —confirmé significativamente—, un viraje sobre la piernecita.

Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las páginas de Doderlein. Viraje directo..., viraje combinado..., viraje indirecto...

Páginas, páginas... y en ellas dibujos. La pelvis, bebés torcidos, asfixiados, con enormes cabezas..., una manita que cuelga y en ella un lazo.

Hacía poco tiempo que había leído el libro. Y además, lo había subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra, imaginándome la correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me parecía que el texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.

Pero ahora, de entre todo lo leído, sólo surgía una frase:

«La posición transversal es una posición absolutamente desfavorable.»

Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto para la mujer que va a parir como para el médico que ha terminado la universidad sólo seis meses atrás.

—Está bien..., lo haremos —dije incorporándome.

El rostro de Ana Nikoláievna se animó.

—Demián Lukich —se dirigió al enfermero—, prepare el cloroformo.

¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento yo no estaba seguro de si la operación debía realizarse con anestesia o sin ella! Por supuesto que con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!

Pero de cualquier forma tenía que consultar el Doderlein...

Me lavé las manos y dije:

—Bien..., prepárenla para la anestesia, colóquenla en la mesa. Ahora vuelvo, voy a casa a buscar mis cigarrillos.

—Está bien, doctor, está bien, hay tiempo —contestó Ana Nikoláievna.

Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo sobre los hombros y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.

Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y, olvidando quitarme el gorro, me lancé hacia la estantería.

Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia. Comencé a pasar rápidamente las lustrosas páginas.

«...el viraje representa siempre una operación peligrosa para la madre...»

Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de la columna vertebral.

«...el peligro principal radica en la posibilidad de un desgarramiento espontáneo del útero...»

Es-pon-tá-ne-o.

«...si el partero al introducir la mano en el útero, como consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de las paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje...»

Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de determinar esas «dificultades» y de renunciar a «intentos posteriores», ¿qué haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?

Más adelante:

«...se prohibe terminantemente tratar de llegar hasta las piernas a lo largo de la espalda del feto...»

Lo tomaremos en cuenta.

«...sujetar la pierna que está arriba se considera un error, ya que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que puede originar un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más tristes consecuencias...»

«Tristes consecuencias.» Algo indefinidas, ¡pero qué palabras tan impresionantes! ¿Y si el marido de la mujer de Dúltsevo se queda viudo? Me sequé el sudor de la frente, reuní fuerzas y, saltándome aquellos terribles pasajes, traté de recordar sólo lo esencial: qué es lo que debía hacer y por dónde introducir la mano. Pero mientras recorría rápidamente los negros párrafos, una y otra vez me topaba con nuevas cosas terribles. Me saltaban a la vista:

«...debido al enorme peligro de desgarramiento... los virajes interno y combinado son de las operaciones obstétricas más peligrosas para la madre...»

Y como acorde final:

«...con cada hora de retraso, crece el peligro...»

¡Basta! La lectura trajo sus frutos: todo se confundió definitivamente en mi cabeza y en un instante me convencí de que no entendía nada, y sobre todo, de que no sabía qué tipo de viraje iba a realizar: ¡combinado, no combinado, directo, indirecto...!

Abandoné el Doderlein y me dejé caer en el sillón, forzándome a poner en orden mis fugitivos pensamientos... Luego miré el reloj. ¡Diablos! ¡Llevaba veinte minutos en casa! En el hospital me esperaban.

«...con cada hora de retraso...»

Las horas se componen de minutos y los minutos, en estos casos, vuelan a una velocidad increíble. Arrojé el Doderlein y corrí de regreso al hospital.

Todo estaba listo. El enfermero estaba de pie junto a la mesita y en ella preparaba la mascarilla y el frasco con cloroformo. La parturienta ya estaba acostada en la mesa de operaciones. Un gemido ininterrumpido se extendía por toda la clínica.

—Aguanta, aguanta —balbuceaba tiernamente Pelagueia Ivánovna, inclinándose hacia la mujer—, el doctor te ayudará ahora mismo.

—No tengo fuerzas..., no... ¡Ya no tengo fuerzas!... ¡No lo soportaré!

—No temas, no temas... —balbuceaba la comadrona—. ¡Lo soportarás! Ahora te daremos a oler algo... No sentirás nada.

El agua salía ruidosamente de los grifos; Ana Nikoláievna y yo comenzamos a limpiarnos y a lavarnos las manos y los brazos desnudos hasta el codo. Ana Nikoláievna, con un fondo de gemidos y lamentos, me contaba cómo mi antecesor —un experto cirujano— hacía los virajes. Yo la escuchaba ansiosamente, procurando no perderme una sola palabra. Y esos diez minutos me dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia cuando me preparaba para el examen estatal, en el que —justamente en obstetricia— había obtenido una nota «sobresaliente». Por palabras aisladas, frases inconclusas, insinuaciones hechas de paso, me enteré de lo más necesario, de aquello que no se encuentra nunca en ningún libro. Cuando comencé a secarme las manos —idealmente blancas y limpias— con gasa esterilizada, la decisión ya se había adueñado de mí y tenía en la cabeza un plan firme y determinado. En aquel momento ya no tenía para qué pensar si el viraje iba a ser combinado o no combinado.

Todos aquellos términos científicos ahora no venían al caso. Lo importante era una cosa: debía introducir una mano, con la otra ayudarme desde fuera para ejecutar el viraje y, confiando ya no en los libros sino en el sentido de la medida sin el cual el médico no sirve para nada, debía cuidadosa pero insistentemente hacer bajar una piernecita y, tirando de ella, extraer el bebé.

Debía estar tranquilo y ser cuidadoso pero al mismo tiempo ilimitadamente decidido y audaz.

—Comencemos —le ordené al enfermero, y empecé a untarme los dedos con yodo.

Pelagueia Ivánovna inmediatamente cruzó los brazos de la parturienta y el enfermero cubrió con la mascarilla el rostro extenuado. Del frasco amarillo oscuro comenzó a gotear el cloroformo. Un olor dulce y nauseabundo inundó la habitación. Los rostros del enfermero y de las comadronas se volvieron severos, como si estuvieran inspirados.

—¡Ah! ¡¡Ah!! —gritó de pronto la mujer. Durante unos segundos se agitó, intentando quitarse la máscara.

—¡Sujétenla!

Pelagueia Ivánovna la sujetó por los brazos, los dobló y los apretó contra el pecho. La mujer gritó unas cuantas veces más alejando el rostro de la máscara. Pero cada vez se movía menos..., cada vez menos... Luego balbuceó sordamente:

—¡Ah!... ¡Suéltame!... ¡Ah!

Balbuceaba cada vez más débilmente. La blanca habitación quedó en silencio. Las gotas transparentes seguían cayendo sobre la gasa blanca.

—Pelagueia Ivánovna, ¿el pulso?

—Es bueno.

Pelagueia Ivánovna levantó el brazo de la mujer y lo dejó caer; éste, inanimado como una rama, se precipitó sobre la sábana. El enfermero retiró la mascarilla y miró las pupilas.

—Duerme.

* * *

Un charco de sangre. Mis brazos están ensangrentados hasta el codo. En las sábanas hay manchas sanguinolentas. Coágulos rojos y bolas de gasa. Y Pelagueia Ivánovna sacude al recién nacido y le da golpecitos. Axinia hace ruido con los baldes al verter el agua en las palanganas. Sumergen al niño alternativamente en agua fría y caliente. El bebé calla y su cabeza parece sujeta por un hilo, cuelga sin vida y se balancea de un lado a otro. Pero de pronto: se escucha algo como un chirrido, o un gemido, y después se oye el primer grito, ronco y débil.

—Está vivo..., está vivo... —murmura Pelagueia Ivánovna, y coloca al bebé sobre una almohada.

Y la madre también está viva. Por suerte no ha ocurrido nada terrible. Yo mismo le tomo el pulso. Sí, es regular y claro; el enfermero sacude ligeramente a la mujer por el hombro y dice:

—Bueno, mujer, mujer, despierta.

Arrojan a un lado las sábanas ensangrentadas y apresuradamente cubren a la madre con una sábana limpia; el enfermero y Axinia se la llevan a la sala. El bebé, ya envuelto en sus pañales, se marcha sobre la almohada. Una pequeña carita marrón y arrugada mira desde el borde blanco sin dejar de emitir un agudo llanto.

El agua corre por los grifos de los lavabos. Ana Nikoláievna fuma ansiosamente un cigarrillo, arruga la cara a causa del humo y tose.

—Doctor, ha hecho usted muy bien el viraje, con mucha seguridad.

Me froto afanosamente las manos con un cepillo y la miro de reojo: ¿estará burlándose? Pero en su rostro hay una sincera expresión de orgullosa satisfacción. Mi corazón rebosa alegría. Miro el blanco y sangriento desorden que hay a mi alrededor, el agua roja de la palangana y me siento vencedor. Pero en algún recóndito lugar de mi ser se agita el gusano de la duda.

—Todavía debemos esperar a ver qué ocurre después —digo.

Ana Nikoláievna levanta asombrada la vista hacia mí.

—¿Qué puede ocurrir? Todo ha salido bien.

Murmuro cualquier cosa como respuesta. En realidad, lo que quisiera decir es lo siguiente: ¿estará todo intacto en el interior de la madre?, ¿no la habré lastimado durante la operación...? Esto atormenta confusamente mi corazón. ¡Pero mis conocimientos de obstetricia son tan poco claros, tan librescamente fragmentarios! ¿Un desgarramiento? ¿Cómo debe manifestarse? ¿Cuándo se presentarán los primeros síntomas, ahora o más tarde...? No, mejor no hablar sobre este tema.

—Cualquier cosa puede ocurrir —digo yo—, no está excluida la posibilidad de una infección. —Repito la primera frase que se me ocurre de algún manual.

—¡Ah, eso! —alarga tranquilamente las palabras Ana Nikoláievna—. Si Dios quiere nada ocurrirá. ¿Una infección? Todo está limpio y esterilizado.

* * *

Era más de la una cuando regresé a mi apartamento. Sobre el escritorio del gabinete, bajo la mancha de luz de la lámpara, yacía pacíficamente el Doderlein, abierto en la página «Peligros del viraje». Durante casi una hora, estuve bebiendo el té ya frío y hojeando el libro. Entonces ocurrió algo interesante: todos los pasajes que hasta ese momento me habían resultado oscuros se volvieron completamente claros, como si se hubieran llenado de luz, y allí, bajo la luz de la lámpara, por la noche, en aquel lugar apartado, comprendí lo que significa el verdadero conocimiento.

«Se puede adquirir una gran experiencia en la aldea —pensé mientras me quedaba dormido—, pero hay que leer, leer todo lo posible..., leer...»

1925

miércoles, 21 de mayo de 2025

Beatriz Bernal Rivera El arte: un paraje de decisión A propósito de Heidegger fragmento

 



Ensayo preliminar £1 arte en Martín Heidegger o una puesta en obra del paraje de decisión

 Las conocidas tesis de Heidegger sobre el arte en la época de la reproducción técnica y su despliegue no esencial en la época contemporánea han dejado correr ya mucha tinta en el papel; tanto de especialistas, teóricos del arte como —y por qué no decirlo— de heideggerianos de tomo y lomo. 

Pero más escasas resultan, en cambio, aquellas investigaciones que recogen de manera verdaderamente acuciosa el interés del mismo filósofo a lo largo de toda su trayectoria por el pensamiento del arte moderno y contemporáneo, que tematizan además ciertos énfasis dados en la propia bibliografía esotérica de aquellos escritos que no fueran publicados en vida por el filósofo suabo-alemán. Se entiende: las obras que constituyen el aspecto grueso de su pensamiento histórico del Ser. 

Es por esto que consideramos este nuevo aporte en la investigación del arte, en nuestra lengua, un trabajo de una enorme e indiscutible originalidad, y que presumo —por lo anterior dicho— en su hondura teórica, todavía algo inédito para nuestro medio filosófico hispanoparlante, ya que contiene, o mejor, analiza un proyecto reflexivo de gran envergadura al interior de la obra filosófica aún poco conocida, y solo recientemente, del pensador Martin Heidegger. La mayor parte de la obra considerada y analizada de este autor tiene que ver con el segundo momento de su actividad filosófica, esto es, con el período que se conoce como del “segundo” Heidegger (W. Richardson), i. e., luego del radical viraje que ha dado el mismo pensador en el decurso de la problemática metafísica inicial de su pensar, aquella que va desde la renovada cuestión por el ser del ente (Seinsfrage) hasta el concreto despliegue del Ser (Seyn) en tanto que él mismo. Y es a partir de este mismo indagar ontológico desde donde nos interpela el trabajo de la autora de este libro. 

Tal, el tema que nos atañe ahora y que tendrá como fuente principal de su análisis la interpretación particular de la obra de arte como puesta en obra de la verdad, tesis que fuera intentada por Heidegger a partir de los años treinta, contraria por lo tanto a la antigua y la moderna tradición estética anterior —y la cual, estableciendo “un camino o modo esencial” “relevante” de “poner en obra” la verdad del Ser—, constituirá en este tiempo el problema principal en la nueva orientación que va a tomar su obra y “meditación decisional e histórica” des de y hacia los entes, en un nuevo mundo posmetafísico. Un problema que se halla referido indudablemente al efectivo modo de darse del mismo Ser en la “obra de arte” y, en cierto respecto, más específico, a la “fundación” de una nueva existencia histórica del Dasein y su comunidad (Volk).

 Se trata de un nuevo inicio en la historia del acontecer del ser occidental. La interpretación de ese segundo momento onto- histórico decisivo en la historia metafísica de Occidente y del desarrollo de esta cuestión esencial ha de pasar, entonces, también por la debida comprensión del Ser, entendido en su sentido singular como transitivo en tanto que Ereignis. Lo que desde un estudio bien riguroso de la obra del pensador se vendría manifestando ya desde mediados de los años treinta hasta el final de su obra. De cualquier manera, esta vendría a ser la materia fundamental del análisis de la obra de la autora: el arte y su exégesis heideggeriana con respecto al despliegue esencial del Ser dentro de los modos fundacionales de “poner en obra” su verdad, dicho así ya grosso modo. Originalísima hipótesis de obra, por el gran trabajo intelectual invertido en ella, pues nos entrega, a su vez, una selección y una interpretación de obras plásticas modernas que se han elegido rigurosamente para acompañar al análisis hermenéutico de los textos; no obstante, igual de efectiva resulta la mirada que escruta aquí la actualidad que pudiera tener el análisis heideggeriano para una teoría contemporánea del arte en la aún difícil época de la técnica moderna.

 ¿Cómo podría uno pensar el arte actual, visto desde esta mirada “esencial” y poética de la obra (o de esta noción) aparentemente superada, o incluso tildada ya de conservadora o neorromántica? Lo que supone una confrontación no solo del arte actual, en general, sino también con su permanente disolución en las prácticas artísticas contemporáneas, acciones político-sociales de formatos más dispersos, relaciónales o culturales, quizás, que borran toda noción de permanencia o de estabilidad de la obra, que pudiera, por ejemplo, seguir considerando a la obra de arte en una todavía cierta autonomía, que garantice en la práctica actual aún esa antigua trascendencia de la obra de antaño. 

 En lo que sigue, tan solo intentaré destacar ciertos decursos de las tesis que aquí se presentan, que me parecen estar muy bien articuladas, así como logradas, y que discuten desde muy dentro de los textos la relevancia de esta exégesis del arte en Heidegger. La exposición temática que se hace en la interpretación del “origen de la obra de arte” va pasando así por una primera crítica del filósofo a la concepción metaflsico-estética tradicional del arte (capítulo 1), muy presente en sus artículos sobre el “origen de la obra de arte” (en todas sus versiones), pero igualmente des tacando otras obras como las lecciones de Nietzsche, de idéntica época, las cuales establecen y preparan el sitio o paraje ontológico que busca indagar y desarrollar esta interpretación para, a su vez, alcanzar la ansiada “superación y recuperación” de un saber específico (el producido por el arte) concebido desde la metafísica platónica hasta el presente con Hegel y Nietzsche, y proveniente también desde sus variantes históricas devenidas inapropiadas al final de la modernidad que ya habitamos.

Una modernidad que, en su teoría del arte, impone una estética que comprende al arte únicamente desde el sujeto; o ve en la “obra de arte” solo un objeto “capaz de suscitar sentimientos o sensaciones en un sujeto dispuesto hacia él”. Ha interpretado a esta como un objeto capaz de gestar un goce o placer estético a una subjetividad en su relación con lo bello de la naturaleza y del arte. Solo que este “estado sentimental” (Gefuhlzustand), la vivencia suscitada, ha olvidado totalmente el ser “obra” de aquel objeto, su origen inicial anclado en el Ser en tanto que alétheia, esto es, en tanto que verdad de su puro acontecer. Recordar esto es instaurar tal verdad en un mundo esencial que es puesto a decisión por el mismo arte, así como también por otras fuerzas que “saben” y “deciden” al comienzo de la historia de Occidente acerca de lo esencial y de su relación con los diversos ámbitos del ente en su totalidad. Tema que se desarrolla ya en la segunda parte del libro en cuestión (capítulo 2). Heidegger critica la metafísica de Occidente, el acontecer de su historia, el olvido que cubre este primer inicio; en su interpretación estética de la obra de arte, la ausencia de lo inicial y la necesaria reiteración de la búsqueda de un origen del arte, como nuevo inicio y modo de instaurar o refúndar el Ser en los entes fuera del ámbito de la vivencia. De allí la necesidad de un tránsito entre un primer inicio ya sido y acabado, y uno venidero dispuesto por pensadores_poetas y estadistas, que recuperen en su hacer la producción de ese otro inicio, la fundación de este nuevo origen decisional e histórico del Ser. Frente a la interpretación metafísica o estética de la obra de arte, esto supone reemplazar todo “estado sentimental” por una “me ditación” acerca del origen de la obra de arte, por una que “prepare”, así mismo, una decisión histórica transitoria. 

 La reflexión que se propone la autora es la indagación sobre el papel del arte y su preparación y actuación dentro del pensar onto-histórico (seinsgeschichtliches Denken) que el filósofo desarrolla en los años treinta, desde el esenciar del Ser (Wesen), al comienzo, con sus lecciones primeras acerca de los himnos “Germania” y el “Rin” en la poesía de la madurez de Hólderlin; reflexiones sobre el arte y la política, y luego definitivamente con la crítica hecha a la historia de la metafísica occidental desde Platón hasta Nietzsche y la propuesta de otra forma de pensar que no reflexione más representativa —estética— o históricamente, sino que instale o abra un paraje de tiempo y espacio diferente para la posible instauración del instante (kairós) de una nueva fundación del Ser en la existencia del Dasein al final de la época de la metafísica moderna. Tal sitial o paraje (Statte) del instante para ese otro inicio, para la nueva fundación del Ser, lo ha pensado Heidegger ya, en 1934-1935, de la mano de la poesía hímnica de Hólderlin. Y como primer apronte (Vorbereitung) al origen y meta del Ser, y como superación efectiva de la Historia de la Metafísica, nos propone primeramente acercarnos (oír) al poema del Rin. Pues el lugar desde donde habla esta poesía es el “Medio del Ser” (Mitte des Seyns), el mesotés aristotélico, que es defi nitivamente el paraje metafísico en donde ha de ser establecida también la acción del Estado, el señalar del poema y el “ponerse en obra” de la genuina “obra de arte”.

 Lugar para una fundación histórica, o despejamiento de otro inicio histórico del Ser del ente en su totalidad para la existencia auténtica del Dasein de una comunidad. En su poema, Hólderlin designa al poeta-creador como un semidiós que habita y nos señala el lugar, el “Medio del Ser”, desde donde han de enfrentarse hombres y dioses, y decidirse todas las relaciones “entre” ellos, en la apertura total del ente en el mundo. Ellos, los creadores, esto es: poetas, estadistas y pensadores, han de ser por propia naturaleza mediadores, es decir, los fundadores del Dasein histórico de un pueblo; que, a su vez, dice: los “verdaderos constructores de la historia”. “Los poderes de la poesía del pensar y de la creación de Estado [dirá Heidegger citando al poeta] actúan, sobre todo en épocas avanzadas de la historia, hacia delante y hacia atrás, y en ningún caso son calculables”. Y es a este actuar, aparentemente, a lo único que se le puede atribuir una grandeza. Pero aquel “Entre” dado por los himnos, por el supuesto espacio necesario de referencia de los dioses a los hombres y de lo inverso, en el “Medio del Ser”, aún no muestra el modo de su despliegue completamente, a saber, como ámbito de espacio tiempo, de Entre, en donde acaece-y-se-apropia el nuevo despliegue del Ser en tanto que Ereignis —como se muestra en los Beitrage—. 

Tal esenciación (Wesung), ese darse ser en el “Entre” abismal fundacional como aparece con Hólderlin en sus himnos, ha de ser aclarada aun más; esto es, para alcanzar la relación del esenciamiento del ser con el Dasein en cuanto que “Medio” o lugar donde “se da” tiempo-espacio para que se llegue a instaurar la decisión sobre la verdad del Ser. Por lo tanto, lo dispuesto en este tránsito reflexivo hacia los Beitrage pone de manifiesto, precisamente, una co-originariedad que aquí se propone entre la esencia de Ser y el Dasein en su darse mutuo como ámbito en donde ha de acaecer-apropiarse la toma de decisión de la verdad, así como de preparar la “entre-idad” efectiva del pensar en cuanto tal. 

El detalle que entrega aquí este estudio analítico de la obra heideggeriana es relevante, porque define los pasos decisivos en la propuesta del filósofo para la meditación sobre el origen en la obra de arte, sobre la fundación del ser del ente, en su segundo pensar. De allí que no se hable más de “potencias creadoras” (que fundan el Dasein histórico de un pueblo) —como subraya el texto de las lecciones sobre Hólderlin en WS. 1934/5—, sino de “modos o caminos” de “albergar la verdad del Ser en el ente”, i. e., donde junto al poetizar, el pensar y la acción política, la religión y el sacrificio, se sitúa también al arte como una destacada vía de abrigar / cobijar la verdad en el ente, a modo de fundar la historia venidera. Concordando, así, con las tesis que relacionan las conferencias sobre el arte con el ensamblaje hecho de la historia del Ser de los Beitrage (Rimpler), de manera que solo restase articular aquí el texto de la “Superación de la metafísica” que fuera luego insertado en el libro Vortrage und Aufiaize, de 1954. Y desde este hallar abrigo en el ente que es el arte, construyendo o configurando, es que puede pensarse, según la autora, la esencia del arte como un tránsito a otro inicio de la historia, como “paraje de decisión” que provoque una conversión del hombre que lo empuje a anticiparse en un nuevo proyecto, donde sea posible trazar un horizonte que pueda realizar una futura transformación histórica. 

 En síntesis, vemos, en el desarrollo de los temas desde la crítica a la estética tradi cional y su fundamento metaflsico, un despliegue coherente e, igualmente, muy sólido del uso argumental construido en la interpretación de la obra de arte como paraje de decisión sobre la verdad del Ser. Ya que emprende, sin ir más lejos, una comprensión muy precisa, así como discutible de la segunda obra principal de Heidegger (Póggeler), lo que implica una maciza labor exegética dentro de todo, si se piensa que el mandato heideggeriano para el futuro de la Gesamtausgabe consistirá en revisar desde esa última obra, que quedara inédita en vida, el resto de la obra y su planteamiento acerca del Ser (Von Herrmann). De allí que sea notable que, cada movimiento dado por los Bei trage, en su hermética clave musical, y a la caza de los momentos decisivos del esencial del Ser en su verdad, no sean sino reiterados aprontes de la presencia y ausencia deL destino del Ser, que el filósofo busca abiertamente expresar. 

Presencia dual que ha de estar siempre ocultándose en el ente, como estar sujeto a un Dasein que ha de guardar estricta cautela en su actuar y su decir para no recaer en la verdad ya sida del ser de la metafísica. Porque Ser no acaece en sí mismo, sino en esajusta relación con el ente, en su abrigo y, no obstante, no puede menos que estar en cierta consonancia con el tiempo-espacio abierto en / por el Dasein como lugar del despliegue de la verdad del Ser. La verdad que ha de ser albergada entitativamente, en este período de su obra, y ser concebida en el ente cada vez como cosa, utensilio y obra, desde las conferencias sobre el arte, en sus lecciones dadas sobre la cosa (1935) y su relación con la verdad del ser en tanto cuestiones fundamentales de la metafísica occidental. Todas aquellas también determinaciones óntico-ontológicas entre ente y Ser que el pensador alemán coloca, nuevamente, en diálogo con los Beitrage y su siguiente obra Besinnung, al final de los años treinta, que nos dejan ya abiertos los nuevos horizontes interpretativos para la verdad de la obra de arte y el acontecer del Ser. 

 Porque el hilo conductor aquí sigue siendo “arte como acontecer de la verdad del Ser”, separando esta interpretación estrictamente de toda otra que considere el arte mimesis, empresa cultural (liberalismo) o la pura actividad del espíritu (Hegel) en su concepción filosófica metafísica todavía. El ser en tanto Ereignis debe salir a la luz como puesta en obra de la “verdad del Ser” en la obra, en la apertura del ente, pero, igualmente, como han de indicar también los Beitrage, “en el despliegue de la mutua pertenencia entre hombre y Ser, en la transferencia y restitución del ente al Ser”, tal es su tema. Y en este venir a aparecer de la verdad del Ser se instala esta en medio del ente, en una apertura dada recién por el ser-puesto-en-obra de la obra de arte, espacio despejado-y-libre para permitir que se haga presente recién en ella, en su puesta en obra, el ser del ente. La relación de la obra de arte (del ente obra) y el concepto de la verdad del Ser, empero, es aquí lo decisivo, pero entendido este último en tanto despejamiento y ocultamiento del Ser (Lichtung). En adelante, lo que acometerá la autora será el dar un paso más en el acontecer de la verdad de la obra de arte, porque este inaugura una apertura (Offenheit), pero una que requiere instalar ! también la verdad del Ser en el ente. Se trata, por ello, de un abrirse esencial en el* medio del ente, que admite o no ese pro-ducir que trae a la luz, o deja que emeija algo en la presencia del ente. El traer que traiga expresamente delante de nosotros la apertura del ente, esto es, la verdad, lo hace en cuanto que obra, produciéndolo en la obra. Despejar la apertura (ser) del ente e instalar la verdad en el ente se da como una pertenencia mutua. Ambos movimientos no pueden ser concebidos el uno sin el otro —dirá la autora—: “la apertura necesita del instalarse de la verdad para configurarse como lo abierto, del mismo modo que solo es posible el instalarse de la verdad en el ente, en ese espacio despejante que otorga la apertura; la obra de arte ofrece una apertura, un espacio despejado en medio de la contienda originaria (Ur- Streit) de la verdad, esto es, la que se da entre el des-ocultamiento y el ocultamiento del Ser”. 

En todo esto, como dixit de la conferencia de arte, existe también una tendencia hacia la obra que le entrega a la verdad la posibilidad de ser ella misma en medio de los entes. Al parecer, existe una cierta proclividad de instalarse de la verdad del ser como obra de arte, y ello ahora por su modo destacado de alcanzar ese paraje de decisión que decide lo histórico o a-histórico de la verdad, permitiendo así fundar o no una nueva historia. El arte, luego, no puede ser entendido como estado senti mental sino como un acontecer y, en este acontecer, una disputa o litigio constante entre el despejarse y ocultarse del ser en el ente, o de la verdad como no verdad de abrigo del Ser en lo ente.

 Negatividad, sin embargo, que es siempre esencialmente constitutiva para la “esencia de la verdad” (no así de la entidad) y, por tanto, en ella se da la verdad del ser y no del ente, doblez dado en la verdad del Ser. La aclaración de la verdad y su carácter de no verdad atraviesa en este sentido los mismos textos analizados desde el “origen de la obra de arte” hasta los mismos Beitrage, dejando ver claramente la necesidad de analizar el ser de la obra, su verdad, desde la historia del ser o de la cuestión fundamental del Ser. Otro tema destacado, en este pensamiento onto-histórico, es naturalmente comprender el inicio como un abismo y la verdad de ese inicio en cuanto que extravío de la verdad en su despliegue esencial. Lo que vale, entonces, para el tema del abismo en el otro inicio y en su pertenencia al extravío esencial presente para la relación hombre-Ser desde su fundamento, i. e., un extravío que consiste en ese abrirse y ocultarse de la verdad del ser en una historia singular, única e inicial que se apropia y acontece desde él mismo en un encubrimiento del Ser que nos instala en el acontecer de la verdad como un rehusarse o desfigurarse suyo en el ente. La verdad, por lo tanto, entendida desde la obra misma en su darse y ocultarse de modo negativo y disimulado en el ente, y sustrayéndose a todo correlato o recta comprensión dada desde una subjetividad moderna. La lectura de la “obra de arte” en Heidegger es aquí la de una obra abierta al misterio del “ponerse-en-obra la verdad” en su relación con el Ser qua Ereignis, pues está directamente asociada al problema de la verdad en tanto que investigación del dejar-ser de la obra misma. Este último nos separa —dirá la autora— de todo un dominio moderno del yo-sujeto o de su cotidianidad inmediata, permitiéndonos el ingreso al misterio del arte. 

Y pensando el instalarse de la verdad en el ente y la aper tura que allí se da, es que puede pensarse entonces la esencia del arte como Ereignis, y leer el mundo abierto desde el “opus” primero del “Origen de la obra de arte” en el concierto dispuesto por los Beitrage que lo porta, articula y esclarece más tarde en toda su extensión. 

La discusión hecha aquí, con Protevi, Kern, Jáhnig, Biemel, y Grossmann resulta muy efectiva, así como intelectualmente muy enriquecedora. Dejo hasta aquí el análisis previo y preciso hecho sobre el tema del arte que expone la autora, para pasar a destacar un apartado más original que se desarrolla en lo que sigue. Me refiero al sugerente análisis de obras de arte de modernos como Klee, y finalmente Cézanne, a partir de la teoría de Heidegger; pero analizadas desde las “Notas sobre Paul Klee” heredadas de Heidegger, y editadas en los Heidegger-Studies por Günther Seubold (y en traducción de la autora, en compañía de la historia dora del arte Margitta Freund). Y aquí es bueno destacar el énfasis puesto por la autora en que Heidegger no avanza tan solo meras interpretaciones que podrían pensarse del arte clásico griego o de una literatura alemana decimonónica, sino que también se adentra, como lo explica en sus apuntes sobre Klee y las reflexiones de Cézanne y el arte oriental, en un nuevo espacio de decisión de la verdad del Ser, esto es, en la época de su total olvido y abandono. A saber, en el época de la total falta de cuestionamiento del ente en su totalidad, al final de la modernidad. Por lo mismo, esta revisión del arte moderno debe ser hecha, como se dice aquí, también a la luz de la filosofía tardía de Heidegger (Seubold), y después de mediados de los años cincuenta. Una filosofía que ya admite, en estas Notas, que: “La tarea del futuro ‘no es más’ la instauración del mundo y el traer aquí de la tierra como se ha tematizado en el ensayo de la obra de arte, sino el ‘conducir la relación desde la fuga del Ereignis’” (Heidegger-Studien). 

No se opone, por tanto, a su visión sobre el “origen de la obra de arte”, sino que recoge ahora la contienda o disputa entre tierra y mundo desde el sitio del despejamiento-ocultamiento abierto por la verdad del Ser, en los Beitrage, e interesado en la obra específica de dos autores moder nos, solo que analizados desde una perspectiva no metafísica, puramente visual o mimética, que pone a una imagen en el lugar de la obra, analizando su sentido o significado más allá de la cosa ahí presente o de su apariencia. Se trata, más bien, de estados que van más allá de lo simbólico, para acceder finalmente al mundo que acontece y se abre desde la obra, o hacer la crítica efectiva del arte anterior para preparar el acceso a un arte en otro inicio histórico. Una preparación y un tránsito que han de cumplir ahora las pinturas de Cézanne y Klee, en palabras del mismo filósofo. Pues la transformación que ha de sufrir el arte habría sido preparada por Cézanne e iniciada, en definitiva, por Klee; algo tal vendría a ser lo que constituye al “gran arte”, al que también pertenecerían ambos pintores (Pochon). El estado (Zustand) en que sus pinturas han de ser leídas, por lo tanto, no es aquel encuentro de un espectador ante su obra, sino el de una doble mirada a la obra partiendo tanto de ella como del espectador: “de la obra hacia el receptor y de este hacia la obra”. Mirada (Er-aügen) que permite apropiar en el acontecer de su mirar algo que corresponda o se pertenezca con el acontecer dado en los cuadros de Klee; y ello, al incluirnos en su espacio decisivo de mundo, de la “cuaternidad” (Geviert), lugar de configurabilidad o de encuentro entre mortales, divinos, cielo y tierra, en el acontecimiento-apropiador mismo. 

Queda claro que con estos dos nombres el arte es visto, pensado y realizado desde el acontecimiento-apropiador y ya no desde el ser del ente de la obra. El futuro del arte fluctuará entonces entre seguir concibiéndole desde su esencia metafísica, o que salte y se sitúe en un nuevo inicio de la historia del Ser entendido como el Ereignis. Por otro lado, en su tercera parte, la obra se adentra quizás en uno de los nudos teóricos más duros existentes en los Beitrage, que es el parágrafo 242 y que guarda estricta relación con el fundamento abismal del Ser, la verdad del Ser en cuanto que acontecimiento-apropiante, Ereignis. Fundamento que no es tal o no lo es en términos modernos de la metafísica del ser del ente, sino que surge desde el rehusamiento cavilante de su verdad, o acontecer. La discusión se lleva a cabo en sus detalles más precisos: en el espacio de tiempo o tiempo-espacio que ha de fundarse o debe ser dispuesto / abierto de antes, para la llegada de ese mundo, dispuesto por un abismo que solo así permite el despliegue esencial del Ser en tanto rehusarse que cavila en el fundamento-originario, que deja fuera al ser como fundamento (Ab-grund), en el mismo abismo. 

Se sustrae en él la esencia de la verdad para permitir su acontecer histórico y el retraerse mismo del Ereignis, para que brille la verdad del Ser en su aspecto ocultante-despejante de su esenciación onto-histórica. Esenciación o Wesung allí, que es despejamiento, o la Lichtung originaria requerida para una nuevaparousía del Ser. Funda su verdad en un acontecimiento-apropiador que desapropia a la vez, sustrayéndose de todo movimiento absoluto en actuar de su esencia. No lo pretende. Nada más alejado de este pensar que un nuevo principio, uno más para la Historia de la Metafísica. La discusión allí con Richard Polt, y la recepción anglosajona es radical, porque define una vez más la postura interpretativa de la autora, con Damir Barbarie también, en la posibilidad siempre de fundar ese nuevo inicio desde un espacio-temporal que ha de ser abierto primero en la fundación sin fundamento, en el mismo abismo que permita abrir y alcanzar ese tiempo-espacio para inaugu rar un paraje nuevo de decisión para el arte presente en la época tardo-moderna. La fundación del Ereignis no es, empero, una falta, una pérdida, algo negativo; sino asignación, donación de la esencia en la vacilación y oscilación de su sustraerse y retirarse. En ese doble signo del rehusarse y donarse de la verdad del Ser se obsequia y se retrae el Ser mismo. Con todo, queda claro, sin embargo, que Ereignis es el fun damento originario, sin el cual el abismo no puede ser pensado; él funda el ámbito de espacio tiempo, su unión y separación, siempre que se salte y arriesgue el primer inicio del pensar occidental. Se arriesga el ser del ente para ofrendar todo ente al Ser venidero.

 Ese abismo que acontece en el nuevo Ser es el que funda el ámbito de espacio Jtiempo que será el sitio o paraje de decisión de la verdad del Ser. El Ereignis está vinculado de lleno con la decisión del otro inicio de la historia. Ese ensamble de tiempo-espacio, en el Ereignis, es el viraje-pivote que lo articula todo, el temblor del ser, su clamor y pertenencia, el abandono y hacer señas, en general, la oscilación en los contrarios que admite el viraje de él cada vez. Es este mismo. Y en ellos siempre (es de relevar) se muestra una variante espacio-temporal que admite un componente de espacio y otro de tiempo, instante-paraje, arrobamiento-encanto, pero desde un espacio y tiempo diferentes, más oculto: “el espaciar de la vacilación y el temporalizar del rehusamiento” desde donde provienen todas las dualidades presentes en el abismo del Ereignis y que se han de retrotraer, en definitiva, al despejamiento y la ocultación original de la verdad conservados en cada escisión del Ser en su no-Ser. 

Solo en el ocultarse dado en la retención (Verhaltenheit) como temple fundamental del hombre accederíamos, entretanto, a esa abertura en la que se abre el misterio del abismo del Ser, del rehusamiento en la intimidad de su asignarse y obsequiarse de su esencia misma. Abismo que es igualmente hendidura, disociación del Ser, en la intimidad j de sí mismo y que aparece en la insistente oscilación del viraje del Ereignis. 

Digno de destacar aquí es la discusión de la autora con Coriando, así mismo con Polt, en rigurosa y fina lectura de los intérpretes (se incluye Rimpler) tanto como la realizada sobre aquellos nudos teóricos más duros de los Beitrage, como son, por cierto, las exposiciones sobre el despliegue del abismo en su vacilante rehusamiento o acerca del vacío tempo-espacial resultante; así mismo, de la manifestación de la penuria y su necesidad en la época del total abandono del Ser, de la señas (Wmke) como hue llas y resonancia del vacilante rehusamiento abismal en lo esencial del temple básico del Dasein. El tema principal es, más bien, la forma de entender este nuevo ámbito tempo-espacial para la decisión, un instante tempo-espacial que se abre en un afuera decisional del ser y que difiere bastante de la reflexión hecha por el primer Heidegger con el tiempo y espacio en Sein und Zeit. Tiempo, que no puede significar aquí ni la continuidad de los éxtasis de un yo entitativo, ni mucho menos el espacio visto desde una espacialidad objetivo-cósica, como se dejaría derivar de la metafísica de Platón hasta Nietzsche. Los Beitrage superan este impase desplegando la verdad del Ser ais Ereignis, como fundamento originario que en su salto al vacío del oscilante viraje fundaría el tiempo-espacio en donde acontece el paraje del instante. Es ese ensamble último, lo difícil de reunir es la fundación que produce el Ereignis que junta el tiempo- espacio de tal esenciar como paraje del instante para una decisión histórica del Ser. 

 La verdad se espacia en el paraje, se temporaliza en el instante fundándose Dasein y Ser en un tiempo histórico augural y único de decisión por el Ser en la dualidad íntima de su verdad y no-verdad en el abismo. Dualidad (Zwiefalt) que es una unidad ensamblada, pero que logra un temporalizar y espaciar diferenciados en el abismal rehusamiento del Ereignis, en un arrobar (Entrücken) que nos conduce “fuera de sí” en su movimiento en tanto que esencia del tiempo, y en un encantar (Berücken) que nos trae hacia sí, en un movimiento contrario en tanto que esencia del espacio. Tanto tiempo como espacio se muestran, de este modo, en esa dualidad del esenciar del fundamento como abismo, despliegue simple de la verdad del Ser.

 Muy sugestivas, como relevantes, resultan ser, por otra parte, las indicaciones dadas sobre Cézanne, las que tratan sobre unos espacios del arte heideggerianos poco analizados y bastante nuevos para cierta recepción; y, por lo mismo, ilustradores del tiempo espacial de ese sitio decisional y al cual podría estar indicando también su ocupación con la pintura tardía de un Cézanne, en la necesidad de cuidar el sitio de surgimiento de la verdad del Ser, en el abrigo / cobijamiento (Bergung) del “ser” de la obra de arte (en el ente) y lo abierto por ella. El acontecer de la pintura ha de ser pensado, en el decir mismo de Cézanne, en paralelo a lo pensado por el filósofo, es decir, “un pintar el espacio y el tiempo para que (ellos) pasen a ser las formas de la sensibilidad de los colores” (Joaquim Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo). De esa forma, la montaña de Sainte Victoire aparecerá en su colorido viva y nueva en todo el entorno que la rodea: el mundo de Aix en Provence, y su origen montañoso incierto que permite el emerger del rasgo abismal, del vacío, como ha quedado dicho más arriba. Lo que admite, de ese modo, un vínculo con el arte moderno más tardío al parecer, y que surge en Heidegger por la época de su ocupación con Rilke en 1946, y sin embargo es muy relevante para su filosofía del arte o, si se quiere, para la meditación moderna del arte plástico de la prime ra mitad del siglo xx, reconocido recién en años muy posteriores, al decir, como vemos en Fédier, Boehm, Young, Jamme, Coutagne, entre otros. La obra describe con precisión, y muy bien, esa “condición de acontecimiento súbito dispuesto a retraerse y a regresar cada vez”, en la pintura tardía de Cézanne, en el tardío y más originario afán con el arte plástico del pensador alemán. 

Notable parece ser, que la crítica y revisión al pensamiento que aquí se hace, recoge aquello respondiendo casi siempre a un método riguroso que permite intercalar, acto seguido, una propuesta de interpretación nueva sobre estos temas con una hipótesis penetrante y acorde a lo pensado. La exégesis de los textos revive así el pensamiento de estos textos, y poemas, a veces mudos, desde una visión estrictamente academicista. Es posible que esa relación de pertenencia existente entre pensar y poetizar, en Heidegger, sea una de las cosas más peligrosas de establecer cuando no se busca meramente igualarlos esencialmente en su pensar, en lugar de reflexionar esto “mismo” desde donde provienen el pensar y el configurar (Bilden), i. e., desde la simplicidad (Einfalt) de su “aparecer”. Para ello requerimos doblemente un demorarnos un poco más en el pensamiento y en el lenguaje original, de allí que las traducciones propuestas en este trabajo agregan, a su vez, un detalle no minúsculo y que no pasa inadvertido si se conocen ya las traducciones rápidas en el campo de la filosofía y de la poesía; y que no siempre ayudan a alcanzar ese espacio que buscan tanto pensador, poeta y pintor: “dejar ver”, “visibilizar” o “realizar”, si se quiere. Y ¿por qué —se pregunta la autora— se ha dado este cambio entre poetizar y configurar, en los poemas sobre Cézanne, en los años setenta? ¿No son poetizar y configurar, formas vecinas del pen sar? 

El problema inmediato, en este punto, recoge también y evoca la vieja querella entre antiguos y modernos, pero en la crisis del lema horaciano del utpictura poiesis; pues, según nos enseña el poeta latino: “La poesía es como la pintura: habrá una que te cautivará más si estás más próximo, y otra si estás más alejado. Esta ama la oscuridad, esta otra quiere ser vista a plena luz, ya que no teme la mirada severa del crítico (Horacio, Ars Poética). Importante es aquí permitir “ver” la presencia de las cosas, su realización, o bien, haciendo la defensa de las cosas ante el actual mundo técnico (Grossmann). Tanto poesía como pintura configuran lo mismo que el pen sar, permitiendo la visión de aquello que aparece sin querer imponer de antes un esquema, una forma, una mirada. Los cromatismos de Cézanne, su “pensar con los ojos”, provocan esto. Cuando se trata de gran arte, solemos instalarnos sobre algo nuevo, se nos configura algo nuevo. Se permite “ver” el acontecer de un tiempo- espacio originario, del paraje para una decisión nueva sobre la verdad del Ser en la historia de Occidente, pero únicamente si sucede que se “haga visible” esta para una comunidad y existencia humana en el aquí y el ahora. Esta cercanía (Nahe) de los creadores entre sí, no habla lenguajes iguales, efectivamente, pero refiere un saber que oye en su formato o lenguaje lo mismo, el saber del Ereignis, la simplicidad en la presencia de lo presente, o del aparecer del mismo acaecimiento-apropiador. Luego, en el capítulo 4, el texto analizará el vacío tempo-espacial como el paraje del instante de una decisionalidad histórica del Ser; la pregunta allí, por cierto, debe ser, tal como afirma nuestra autora, la cuestión por “la esencia de la decisión en tanto que escisión o separación, y en su despliegue interno en tanto negatividad”.

 Lo primero indica que la decisión provoca separar el primer inicio del espacio nuevo que ha de abrirse o venir; enfrenta la pregunta fundamental con la otra, conductora de toda la metafísica occidental, pero también separa un pensar en tránsito que inaugura el abismal espacio de tiempo de la verdad del Ereignis en el Dasein. En el mismo despliegue de la separación, escisión, se presenta la “negatividad” (cfr. Rosa les, Onetto) que desde 1929 domina la Kehre como espacio de la verdad del Ser, en este pensador; la verdad entendida aquí como escisión de Ser y no-Ser en un mismo espacio de relación y manifestación. Lo provocador de este “no” de la verdad o del Ser mismo tiene que ver con la presencia de un darse y retraerse efectivo del Ser, a la vez. Retraerse de la esencia que deja al pensar metafisico cedido a su negligencia e impotencia íntima primera: no puede pensar el Ser en su verdad. La fuerza de un no originario busca crear así una otredad, pero así mismo los espacios de decisión, anteriores a cualquier lógica afirmativa posterior. No puedo extenderme ahora más en el comentario puntual ante un trabajo tan delicado en los procesos, sus detalles, sino únicamente indicar estos pasos, sin dejar de reiterar nuestra aquiescencia sobre las temáticas y los análisis descritos desde la segunda obra clave del pensador en los años treinta y su continuidad temática posterior en los años cuarenta y cincuenta, incluso en la apuesta literaria-poética en los setenta. Celebrando que su discusión y exposición nos resulta siempre aclaradora y pertinente. La pregunta por el arte en cuanto decisión histórica en la época moderna se detiene allí en el libro Meditación (1938-1939), pues en él se destruye la presencia del arte en cuanto que “obra de arte” por la “maquinación” y la “vivencia” humana como resultado final de la metafísica de la modernidad tardía, mas proponiendo, a su vez, la idea de un arte venidero como un paraje de decisión. Cuando solo existen “instalaciones” insertas en el paisaje, espacios públicos, o bien espacios regulados por dispositivos planeadores y controladores, dirigidos por una organización incondicio nal, la pregunta que resta por hacer es si las producciones del arte, hoy, responden aún al ser obra de la obra de arte, o simplemente esto se acabó y no existen o pueden existir obras que abran nuevamente un mundo desde el arte. 

La autora cuestiona, efectivamente, si se puede pensar el arte moderno como una obra tal, es decir, a la manera del poner en obra de la verdad, otra vez, de preparar un ámbito de tiempo espacio de decisión por la verdad del Ser en el ser del Dasein, haciendo presente la fundación originaria como donación, fundamentación e inicio, a saber, recogiendo nuevamente la exposición dada en las conferencias del origen de la obra de arte a mediados de los años treinta (1935-1936). En el capítulo 5, ya, este riguroso estudio continúa ligando el espacio del arte con la decisión histórica sobre la verdad del Ser. Lo visto allí es la “Contienda de mundo y tierra en la obra de arte”, la “cuaternidad” como manifestación del ser del mundo en la brecha del ser dispuesta por la obra de arte como tal. Este carácter decisional del mundo no habría sido acentuado lo suficiente en su concepto; el mundo contendría ya lo decisional en el espacio diseñado que es puesto en obra por el texto El origen de la obra de arte (1935-1936). El carácter decisional presente en el rasgo de la obra que libra una disputa (mundo) con el otro rasgo llamado tierra, que es lo oscuro cerrado del retraerse mismo del Ser. Y de nuevo la obra apunta a una recepción de autores completísima y actual que analiza alcances y limitaciones en este espacio teórico que la autora desarrolla como una tesis definitiva en la concep ción del arte, en Heidegger (entre otros, son de mencionar: Grossmann, Gadamer, Harris, Protevi, Young, Pochon, Taminieux y O’Murchadha). 

Y la opinión fundada de la autora es que, efectivamente, los autores, en su mayoría, han dejado de lado ese litigio que decide el acontecer histórico del Ser presente entre mundo y tierra, esto es, entre la apertura abierta por el mundo y su retirarse de este en lo cerrado y oculto de la tierra, puesto que en su nombrar el mundo se asume siempre en las conferencias una referencia a la decisión histórica de un destino de un pueblo his tórico. Téngase presente, no olvidemos, la situación del libro de la Introducción a la metafísica, que intentó sacar de su argumentación la comprensión histórica esencial del pensador por entonces, en su edición de los años posteriores a los cincuenta, siendo que su discurso remonta a las lecciones dadas en el semestre del verano de 1935, que supone un texto de un Heidegger bastante comprometido aún política mente con la situación histórica de Alemania. El concepto de mundo es, como dice la autora acá, también, un concepto amplio “proyectado más allá de la obra, a las vicisitudes que le es dado afrontar al Dasein histórico”. Destacado en la investigación de este capítulo, por lo tanto, es la referencia heraclítea al pólemos que encierra esa contienda dada en la obra de arte, en el surgir político del mundo, y donde se erigen todas las oposiciones propias de la existencia humana y que estarían siendo puestas siempre a decisión en una contienda de mundo y tierra: a saber, victoria o derrota, señorío o esclavitud, bendición o maldición. En El origen de la obra de arte tal contienda aparece instalada en la obra; los Beitrage, por otro lado, piensa ese despliegue esencial que es el Ser en tanto Wesung, como contienda de la verdad del Ser en su despejante como ocultante esenciamiento en la historia; por lo tanto, desde su condición originaria, en un paralelo evidente por naturaleza. El intento de exé- gesis de un autor plástico como Anselm Kiefer, analizando su obra de 1974, Cielo y tierra, resulta muy sugerente como explicación de una obra de arte, empero, una obra muy contemporánea, i. e., del arte neoexpresionista o neovanguardista de la segunda mitad del siglo xx, que resulta ya algo extraña al discurso del arte propio de Heidegger. 

Y pienso, ahora, en otra discusión sobre la pintura —que suena a recurso histórico— pero que nos sitúa: cuando en la academia francesa se discutía el eje definitorio para la pintura entre color versus dibujo, una larga y vieja disputa que proviene incluso del renacimiento; y teniendo esto en cuenta, habría que indagar, o preguntar a la discusión heideggeriana respectiva, si acaso no se estaría reviviendo la antigua discusión que entrega al color y la insinuada prefiguración el origen de lo moderno en la pintura, y releva así su representación a una creación particular y definitiva desde lo cromático, desde el color como “la esencia de la pintura” —en el decir de nuestra autora—; o bien, si no lo relega exclusivamente a su materialidad, a veces, grotesca como sucede en Baselitz, Lüpertz, Immendorf, Penck, contendores coetáneos de Kiefer. Discusión que queda pendiente. De ello, sabemos, trata el relato de Honoré de Balzac, muy conocido: me refiero al clarividente texto, apreciado por Picasso: La obra maestra desconocida. Finalmente, en el capítulo 6, el esmerado estudio de Beatriz Bernal recorre “La plástica y el habitar la cuaternidad”: indaga por el nuevo concepto de “mundo” asociado a la plástica moderna que favoreció y consideró el filósofo a mediados del siglo recién pasado, con artistas que tuvo, además, oportunidad de conocer y con quienes dialogó acerca de sus obras en una experiencia directa, como por ejemplo Eduardo Chillida o Bemhard Heiliger. La nueva concepción del mundo como “cua ternidad” está leída aquí desde sus conferencias, La cosa (1949), Construir, habitar, pensar (1951) y Poéticamente habita el hombre... (1951), pero haciendo el arco desde su primera interpretación partiendo de la analítica al espacio dado de los Beitrage. Heidegger comprende luego el “mundo”, en los años cincuenta, como aquella re unión de cuatro regiones: cielo, tierra, divinos y mortales, en la simplicidad de la “cuaternidad”, y ello en la medida que el hombre “habite poéticamente” —al decir de Hólderlin—, esto es, cuando deja-ser a las cosas en su cercanía, sin imponerles su ser o pensar, sino habitando en la reunión de los cuatro desde donde surgen las relaciones, o sus religaciones con el ser de cada una de ellas, de las demás cosas que hacen un tal tejido: mundo. Cada cosa, construcción de lazos que el mundo reúne y se da en el Dasein que lo aprende, en el habitar humano que recoge el acontecer del mundo como “cuaternidad”. La tesis del capítulo consiste en ver cómo subsiste la noción del Ereignis en el reflejarse de la cuaternidad, en el juego apropiador- despejante que juega reflejándose apropiando y desapropiando cada cosa de su región, en la simplicidad de la unidad de la cuaterna; en el reflejo, por tanto, de las cuatro regiones del mundo entendidas como este Geviert. La lectura parte del texto: Construir, habitar, pensar para perseguir desde ahí ciertas pautas sobre el espacio en su relación con la cuaternidad, llegando luego a los escritos de los años sesenta: Observaciones relativas al arte, la plástica y el espacio (1962) y El arte y el espacio (1969). La hipótesis inicial que se analiza allí dice: “la obra plástica no ocupa un lugar en el espacio sino que ella misma es un lugar (Ort), que permite espaciar un paraje (Statte), el que a su vez otorga espacios (Raume), dentro de una frontera”. 

Donde se ve ya que no es el espacio absoluto “cartesiano” el que nos definirá los espacios, sino los lugares los que han de generar definitivamente los , espacios. Habitar en la cercanía de las cosas no supone, sin embargo, des-alejarlas, \ como lo hace desde hace mucho el mundo moderno; sino cuidarlas en su ser, habi- tar esa cercanía. En la medida que las cosas son cosas vemos su carácter cósico o ell ser que hace cosa a las cosas. Cuidar ese “hacer cosa” de la cosa permite habitar al hombre en la cercanía de mundo como cuaternidad. Nos acerca ello la lejanía de tierra y cielo, de divinos y mortales; recoge su permanencia y nos acerca a unos con otros. La conferencia de arquitectos, en Darmstadt, agrega que el habitar presupone un residir o morar en las cosas. Residiendo se habita en la cercanía de las cuatro J regiones del Geviert. La esencia de la cosa religa, por lo tanto, las regiones de mundo, no es más ese soporte de propiedades, como se la ha entendido de antaño. El hacer cosa reúne o coliga los cuatro ámbitos haciendo acaecer su cuaternidad en el Dasein. El coligar es acontecer que apropia los cuatro ámbitos en la residencia o estancia (Aufenthalt) del hombre en la cercanía de las cosas, al igual como ellas acogen esa residencia en la cuaternidad. 

Las cuatro regiones así se pertenecen y confían en esa cuaternidad. La autora nos presenta acá una muy sugerente interpretación de la “cuaternidad” desde la fuga-ensamble de los Beitrage que hace bastante sentido con el estilo del pensar y su cercanía e innovación histórica posterior de su lenguaje: le da una fuerza inusual, y analiza el espejeante acontecer de los cuatro como un acontecimiento que apropia y entrega-despeja el lugar respectivo de cada uno en sí mismo y con los otros. Mas sin poder desarrollar esto aún más, diré solamente que esta segunda y última parte es de mucho interés actual y precisaría un punteo más en detalle de aquellos presupuestos cronológicos en la obra del pensador; su relato es de mucho interés para su debate: la discusión de lo cósico, por ejemplo, puede aproximarnos incluso el tema del aura benjaminiano. La revisión de Mattei y de otros intérpretes, sugiere un confrontarse y discutir la continuidad de su pensar onto-histórico oculto de los años treinta con el pensamiento exotérico más poético del Heidegger posterior. Seguirá faltando, aún, una añorada edición crítica de toda esta obra. El análisis indagatorio del capítulo recurrirá, en su último tránsito —y nos parece buen cierre para la meditación hecha sobre el mundo visto desde el arte moderno—, a la gran obra de Eduardo Chillida, para corroborar esa idea de lugar: analizando dos obras posteriores a la muerte de Heidegger, que son El Peine del viento, ubicada en Donostia (1977) y Elogio del horizonte, en Gijón (1990). Ambas esculturas “corporizan”, según la autora, la verdad del Ser, donde tampoco el vacío quedará excluido de su interpretación en la creación de lugares, parajes o caminos; espacios creados para el habitar poético y humano en el mundo. Cumpliendo ambos, pensador y escultor, respectivamente, con las prerrogativas esenciales de una obra de arte, cuales fueron: su construcción y poesía. Breno Onetto Muñoz Universidad Austral de Chile. Valdivia, 2017

martes, 20 de mayo de 2025

EL CREPÚSCULO DE LOS FILÓSOFOS KANT, HEGEL, SCHOPENHAÜER, COMTE, SPENCER, NIETZSCH GIOVANNI PAPINI FRAGMENTO

 HACE FALTA LEER ESTE PRÓLOGO 

 He aquí un libro de mala fe, libro de pasión y de injusticia., libro desigual y parcial, sin escrúpulos, vio lento , contradictorio, insolente como todos los libros de los que aman y odian y no se avergüenzan'ni de sus amores ni de sus odios. Puedo permitirme este cinismo intelectual porque tengo para mí que este libro es lo que muchos otros, más sabios y más elegantes, no aciertan a ser: una obra de vida. 

No he querido escribir ni una historia de la filosofía moderna, ni una serie de ensayos sobre los filósofos modernos. Mi libro no se propone informar a los lectores acerca de lo que han pensado los filósofos sobre los cuales escribo, ni hacer comentarios doctos e interpretaciones rigurosas de sus filosofías. Este libro es un trozo, o mejor, un conjunto de trozos de una autobiografía intelectual. Producto de mi liberación de muchas cosas que me han hecho sufrir, es también, y más especialmente, una tentativa para librarme del influjo de la filosofía y de los filósofos. Se le debe ce liderar además como el testamento de una época de mi actividad dedicada a la polémica y al asalto. Se me antoja creer que tiene un valor personal 1 principalmente, porque hay en él confesiones indirectas, repulsiones y aversiones que se exteriorizan y es tallan a propósito de determinados hombres, tomados como símbolos de cosas y de ideas repulsivas y contrarias a mi temperamento. Tendrá un valor, pues, que dependerá del de mi labor futura. Si construyo algo que valga la pena de ser demolido, será un documento precioso de mi vida espiritual de estos últimos años; si, por el contrario, fracaso en mi intento, será un simple desahogo que puede interesar a cualquier compa- fiero de camino, al buscador de almas. En una palabra: creo que el valor de mi libro será justipreciado en lo futuro. 

 



Prescindiendo de este significado puramente individual —que me gusta afirmar, desde luego, con la más clara franqueza— este libro puede tener otro más general y, tal vez, más representativo de ciertas corrientes contemporáneas. Y como es fácil colegir, un proceso de la filosofía, un esfuerzo para demostrar la vanidad, la vacuidad, la inutilidad y la ridiculez de la filosofía. He querido hacer una liquidación general de este equívoco aborto del espíritu humano, de este monstruo de sexo dudoso que no quiere ser ni ciencia ni arte y es mezcolanza de ambas cosas, sin llegar a servir de instrumento de acción y de conquista. Toma do en este sentido, mi libro pudiera ser el programa de una generación de buena voluntad, el asesinato de un ser inútil para preparar nuevas formas de actividades mentales más dignas de los animales que se llaman pomposamente los reyes de la creación. Para escribir este proceso he tomado la parte más viva y reciente de la filosofía, la que persiste todavía en las escuelas y en las revistas y que data desde fines del siglo XVI a principios del siglo xx. 

Y en lugar de estudiar la filosofía tomada en abstracto, lie querido juzgarla, asaltarla, agredirla y ajusticiarla en la cabe za de sus mayores representantes del último siglo, tomados como hombres vivos, concretos y determinados. Los he cogido uno a uno por el pecho y los he estrellado do contra la pared con toda la furia de que soy capaz, sin miramientos y sin compasión.

 He tratado de mirar bien en los ojos de cada uno, de descubrir en ellos su alma oculta, y he puesto en tortura aquellas tres o cuatro ideas generales que cada uno de ellos ha inventado y legado a la posteridad, para tirarlas con asco como piltrafas inútiles. Ante alguno de ellos me he sentido como enemigo irreconciliable, como destructor necesario, y me ha parecido que, desembarazada la senda de sus enormes cadáveres y de sus frías sendas, se puede caminar más libremente. Así ha nacido un libro que es un estrago, una  mortandad, una hecatombe, un matadero público. Me siento henchido de unas ansias locas de matar, de reducir a la nada, de destrozar, de acogotar, de retorcer el hocico de los legítimos maridos de la historia sagrada, diligente y objetiva.

 Sé perfectamente, sin necesidad de que nadie me lo diga, que toda esta pasión perjudica a la solidez del libro. Sería necesario, sin duda alguna, una mayor preparación, una cautela más exquisita y una frialdad absoluta/ Pero habría perdido, a buen seguro, aquel olor de pólvora y de juventud, aquel brío desvergonzado y quijotesco que me agradó tanto, con gran daño para mis intereses. Así como ha nacido, durante tres afios de pereza cavilosa y meditabunda interrumpida únicamente por alguna tarde de trabajo, me parece no enteramente indigno de lo que quiero hacer y haré enseguida. Por ende, he decidido publicarle y me figuro que, a pesar de los silencios desdeñosos de los filósofos graves y de las sabiondas disciplinas de los estudiosos serios, habrá algún desconocido joven amigo que encuentre en estas páginas, hechas de prisa, alegrías y senderos.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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