BAUTISMO
DE FUEGO |
Mijaíl
Bulgákov Scan y Revisión: Spartakku (http://biblioteca.d2g.com) |
Rápidamente pasaron los días en el hospital de N. y
yo comencé poco a poco a acostumbrarme a mi nueva vida.
En las aldeas continuaban agramando el lino, los
caminos seguían estando intransitables y a la consulta no venían más de cinco
personas cada día. Las noches las tenía completamente libres y las dedicaba a
poner en orden la biblioteca, a leer los manuales de cirugía y a tomar té,
larga y solitariamente, junto al samovar.
La lluvia caía durante días y noches enteras y las
gotas golpeaban inexorablemente el techo; el agua caía con gran fuerza bajo la
ventana y resbalaba por el canalón hacia un cubo. El patio estaba cubierto de
fango, de niebla, de una negra penumbra en la cual, como manchas opacas y
difusas, se iluminaban las ventanas de la casita del enfermero y la lámpara de
petróleo del portón.
Una de aquellas noches estaba yo sentado en mi
gabinete y estudiaba un atlas de anatomía topográfica. A mi alrededor había un
completo silencio, interrumpido de vez en cuando por el roer de los ratones
detrás del aparador del comedor.
Estuve leyendo hasta que mis párpados, ya pesados,
comenzaron a cerrarse. Finalmente bostecé, dejé a un lado el atlas y decidí
acostarme. Me estiré y, saboreando por anticipado un sueño pacífico, acompañado
por el ruido y el golpeteo de la lluvia, me dirigí a mi dormitorio, me desvestí
y me acosté.
No había tenido siquiera tiempo de rozar la almohada
cuando, delante de mí, en la penumbra soñolienta, apareció el rostro de Ana
Prójorova, de diecisiete años, de
Sin embargo, no había pasado media hora cuando me
desperté de repente, como si me hubieran dado un tirón; me senté y, examinando
con temor la oscuridad, me puse a escuchar con atención.
Alguien golpeaba con fuerza e insistencia la puerta
exterior y desde un primer momento presentí que aquellos golpes eran de mal
agüero.
Llamaban a mi apartamento.
Los golpes cesaron, resonó el cerrojo; se oyó la voz
de la cocinera y, en respuesta, una voz poco clara; luego alguien subió por la
escalera, provocando chirridos, entró silenciosamente en el gabinete y llamó en
mi dormitorio.
—¿Quién es?
—Soy yo —me respondió un respetuoso susurro—, yo,
Axinia, la enfermera.
—¿De qué se trata?
—Ana Nikoláievna me envía a buscarle, pide que vaya
enseguida al hospital.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté, y sentí que el corazón
me daba un vuelco.
—Han traído a una mujer de Dúltsevo. Tiene
complicaciones con el parto.
«Ya está. Ya comenzamos —cruzó por mi cabeza,
mientras trataba inútilmente de meter mis pies en las zapatillas—. ¡Ah,
diablos! Las cerillas no encienden. Bien, tarde o temprano tenía que suceder.
No podía pasarme toda la vida con las laringitis y los catarros estomacales.»
—Está bien. ¡Vete y dile que ahora mismo iré!
—grité, y me levanté de
Me vestí, me puse el abrigo y, confiando mentalmente
en que todo saldría bien, corrí bajo la lluvia hacia el hospital, pisando sobre
tablones que al hundirse hacían saltar el agua del patio. En la semioscuridad
se distinguía, junto a la entrada, una carreta; el caballo golpeaba con sus
cascos las tablas podridas.
—¿Usted ha traído a la parturienta? —pregunté a la
figura que se movía junto al caballo.
—Yo... sí, yo, padrecito —contestó lastimeramente
una voz de mujer.
En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había
agitación. En la recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el
angosto corredor que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó
rápidamente junto a mí, llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de
pronto un débil gemido que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la
sala de partos. La pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada
por la lámpara del techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una
mujer joven, cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba
desfigurado por una mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían
pegado a
—¿Qué ocurre? —pregunté, y yo mismo me asombré del
tono de mi voz. Hasta tal punto era seguro y tranquilo.
—Posición transversal —contestó rápidamente Ana
Nikoláievna, mientras continuaba echando agua en la solución.
—Bien —dije alargando las sílabas y frunciendo el
entrecejo—; bien, veamos...
—¡El doctor tiene
que lavarse las manos!
¡Axinia! —gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido
una expresión seria y solemne.
Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de
las manos enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana
Nikoláievna, como por ejemplo cuándo habían traído a la parturienta y de dónde
venía...
La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo,
sentándome al borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el
vientre hinchado. La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la
sábana.
—Tranquila, tranquila..., aguanta —le dije, mientras
apoyaba cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.
En realidad, después de que
Frunciendo el entrecejo, continué palpando el
vientre por todos lados y de reojo observaba los rostros de las comadronas.
Estaban concentradas y serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía.
En efecto, mis movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi
intranquilidad en lo más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna
manera.
—Bien —dije tras un suspiro, y me levanté de la
cama, ya que por fuera no se podía ver nada más—, hagamos la exploración
interna.
La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana
Nikoláievna.
—¡Axinia!
De nuevo corrió el agua.
«¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!», pensé
tristemente mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese
momento. Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la
espesa espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las
manos de Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y
cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de
manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de
Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en
mis manos a una mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla
pues sólo he visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento
estoy realizando una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí
ni a la parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en
su interior.
Pero había llegado el momento de decidirse a hacer
algo.
—Posición transversal... como se trata de una
posición transversal, entonces es necesario... es necesario hacer...
—Un viraje sobre la piernecita —no pudo contenerse y
dijo, como para sí misma, Ana Nikoláievna.
Un médico viejo y experimentado la habría mirado con
desaprobación por entrometerse y adelantarse con sus conclusiones... Yo, en
cambio, no soy una persona que se ofenda con facilidad.
—Sí —confirmé significativamente—, un viraje sobre
la piernecita.
Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las
páginas de Doderlein. Viraje directo..., viraje combinado..., viraje
indirecto...
Páginas, páginas... y en ellas dibujos. La pelvis,
bebés torcidos, asfixiados, con enormes cabezas..., una manita que cuelga y en
ella un lazo.
Hacía poco tiempo que había leído el libro. Y
además, lo había subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra,
imaginándome la correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me
parecía que el texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.
Pero ahora, de entre todo lo leído, sólo surgía una
frase:
«La posición transversal es una posición
absolutamente desfavorable.»
Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto
para la mujer que va a parir como para el médico que ha terminado la
universidad sólo seis meses atrás.
—Está bien..., lo haremos —dije incorporándome.
El rostro de Ana Nikoláievna se animó.
—Demián Lukich —se dirigió al enfermero—, prepare el
cloroformo.
¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento
yo no estaba seguro de si la operación debía realizarse con anestesia o sin
ella! Por supuesto que con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!
Pero de cualquier forma tenía que consultar el
Doderlein...
Me lavé las manos y dije:
—Bien..., prepárenla para la anestesia, colóquenla
en
—Está bien, doctor, está bien, hay tiempo —contestó
Ana Nikoláievna.
Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo
sobre los hombros y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.
Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y,
olvidando quitarme el gorro, me lancé hacia la estantería.
Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia.
Comencé a pasar rápidamente las lustrosas páginas.
«...el viraje representa siempre una operación
peligrosa para la madre...»
Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de
la columna vertebral.
«...el peligro principal radica en la posibilidad de
un desgarramiento espontáneo del útero...»
Es-pon-tá-ne-o.
«...si el partero al introducir la mano en el útero,
como consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de
las paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe
renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje...»
Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de
determinar esas «dificultades» y de renunciar a «intentos posteriores», ¿qué
haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?
Más adelante:
«...se prohibe terminantemente tratar de llegar
hasta las piernas a lo largo de la espalda del feto...»
Lo tomaremos en cuenta.
«...sujetar la pierna que está arriba se considera
un error, ya que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que
puede originar un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más
tristes consecuencias...»
«Tristes consecuencias.» Algo indefinidas, ¡pero qué
palabras tan impresionantes! ¿Y si el marido de la mujer de Dúltsevo se queda
viudo? Me sequé el sudor de la frente, reuní fuerzas y, saltándome aquellos
terribles pasajes, traté de recordar sólo lo esencial: qué es lo que debía
hacer y por dónde introducir
«...debido al enorme peligro de desgarramiento...
los virajes interno y combinado son de las operaciones obstétricas más peligrosas
para la madre...»
Y como acorde final:
«...con cada hora de retraso, crece el peligro...»
¡Basta! La lectura trajo sus frutos: todo se
confundió definitivamente en mi cabeza y en un instante me convencí de que no
entendía nada, y sobre todo, de que no sabía qué tipo de viraje iba a realizar:
¡combinado, no combinado, directo, indirecto...!
Abandoné el Doderlein y me dejé caer en el sillón,
forzándome a poner en orden mis fugitivos pensamientos... Luego miré el reloj.
¡Diablos! ¡Llevaba veinte minutos en casa! En el hospital me esperaban.
«...con cada hora de retraso...»
Las horas se componen de minutos y los minutos, en
estos casos, vuelan a una velocidad increíble. Arrojé el Doderlein y corrí de
regreso al hospital.
Todo estaba listo. El enfermero estaba de pie junto
a la mesita y en ella preparaba la mascarilla y el frasco con cloroformo. La
parturienta ya estaba acostada en la mesa de operaciones. Un gemido
ininterrumpido se extendía por toda la clínica.
—Aguanta, aguanta —balbuceaba tiernamente Pelagueia
Ivánovna, inclinándose hacia la mujer—, el doctor te ayudará ahora mismo.
—No tengo fuerzas..., no... ¡Ya no tengo fuerzas!...
¡No lo soportaré!
—No temas, no temas... —balbuceaba la comadrona—.
¡Lo soportarás! Ahora te daremos a oler algo... No sentirás nada.
El agua salía ruidosamente de los grifos; Ana
Nikoláievna y yo comenzamos a limpiarnos y a lavarnos las manos y los brazos
desnudos hasta el codo. Ana Nikoláievna, con un fondo de gemidos y lamentos, me
contaba cómo mi antecesor —un experto cirujano— hacía los virajes. Yo la
escuchaba ansiosamente, procurando no perderme una sola palabra. Y esos diez
minutos me dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia cuando me
preparaba para el examen estatal, en el que —justamente en obstetricia— había
obtenido una nota «sobresaliente». Por palabras aisladas, frases inconclusas,
insinuaciones hechas de paso, me enteré de lo más necesario, de aquello que no
se encuentra nunca en ningún libro. Cuando comencé a secarme las manos —idealmente
blancas y limpias— con gasa esterilizada, la decisión ya se había adueñado de
mí y tenía en la cabeza un plan firme y determinado. En aquel momento ya no
tenía para qué pensar si el viraje iba a ser combinado o no combinado.
Todos aquellos términos científicos ahora no venían
al caso. Lo importante era una cosa: debía introducir una mano, con la otra
ayudarme desde fuera para ejecutar el viraje y, confiando ya no en los libros
sino en el sentido de la medida sin el cual el médico no sirve para nada, debía
cuidadosa pero insistentemente hacer bajar una piernecita y, tirando de ella,
extraer el bebé.
Debía estar tranquilo y ser cuidadoso pero al mismo
tiempo ilimitadamente decidido y audaz.
—Comencemos —le ordené al enfermero, y empecé a
untarme los dedos con yodo.
Pelagueia Ivánovna inmediatamente cruzó los brazos
de la parturienta y el enfermero cubrió con la mascarilla el rostro extenuado.
Del frasco amarillo oscuro comenzó a gotear el cloroformo. Un olor dulce y
nauseabundo inundó
—¡Ah! ¡¡Ah!! —gritó de pronto
—¡Sujétenla!
Pelagueia Ivánovna la sujetó por los brazos, los
dobló y los apretó contra el pecho. La mujer gritó unas cuantas veces más
alejando el rostro de
—¡Ah!... ¡Suéltame!... ¡Ah!
Balbuceaba cada vez más débilmente. La blanca habitación
quedó en silencio. Las gotas transparentes seguían cayendo sobre la gasa
blanca.
—Pelagueia Ivánovna, ¿el pulso?
—Es bueno.
Pelagueia Ivánovna levantó el brazo de la mujer y lo
dejó caer; éste, inanimado como una rama, se precipitó sobre
—Duerme.
* * *
Un charco de sangre. Mis brazos están ensangrentados
hasta el codo. En las sábanas hay manchas sanguinolentas. Coágulos rojos y
bolas de gasa. Y Pelagueia Ivánovna sacude al recién nacido y le da golpecitos.
Axinia hace ruido con los baldes al verter el agua en las palanganas. Sumergen
al niño alternativamente en agua fría y caliente. El bebé calla y su cabeza
parece sujeta por un hilo, cuelga sin vida y se balancea de un lado a otro. Pero
de pronto: se escucha algo como un chirrido, o un gemido, y después se oye el
primer grito, ronco y débil.
—Está vivo..., está vivo... —murmura Pelagueia
Ivánovna, y coloca al bebé sobre una almohada.
Y la madre también está viva. Por suerte no ha ocurrido
nada terrible. Yo mismo le tomo el pulso. Sí, es regular y claro; el enfermero
sacude ligeramente a la mujer por el hombro y dice:
—Bueno, mujer, mujer, despierta.
Arrojan a un lado las sábanas ensangrentadas y
apresuradamente cubren a la madre con una sábana limpia; el enfermero y Axinia
se la llevan a
El agua corre por los grifos de los lavabos. Ana
Nikoláievna fuma ansiosamente un cigarrillo, arruga la cara a causa del humo y
tose.
—Doctor, ha hecho usted muy bien el viraje, con
mucha seguridad.
Me froto afanosamente las manos con un cepillo y la
miro de reojo: ¿estará burlándose? Pero en su rostro hay una sincera expresión
de orgullosa satisfacción. Mi corazón rebosa alegría. Miro el blanco y
sangriento desorden que hay a mi alrededor, el agua roja de la palangana y me
siento vencedor. Pero en algún recóndito lugar de mi ser se agita el gusano de
la duda.
—Todavía debemos esperar a ver qué ocurre después —digo.
Ana Nikoláievna levanta asombrada la vista hacia mí.
—¿Qué puede ocurrir? Todo ha salido bien.
Murmuro cualquier cosa como respuesta. En realidad,
lo que quisiera decir es lo siguiente: ¿estará todo intacto en el interior de
la madre?, ¿no la habré lastimado durante la operación...? Esto atormenta
confusamente mi corazón. ¡Pero mis conocimientos de obstetricia son tan poco
claros, tan librescamente fragmentarios! ¿Un desgarramiento? ¿Cómo debe
manifestarse? ¿Cuándo se presentarán los primeros síntomas, ahora o más
tarde...? No, mejor no hablar sobre este tema.
—Cualquier cosa puede ocurrir —digo yo—, no está
excluida la posibilidad de una infección. —Repito la primera frase que se me
ocurre de algún manual.
—¡Ah, eso! —alarga tranquilamente las palabras Ana
Nikoláievna—. Si Dios quiere nada ocurrirá. ¿Una infección? Todo está limpio y
esterilizado.
* * *
Era más de la una cuando regresé a mi apartamento.
Sobre el escritorio del gabinete, bajo la mancha de luz de la lámpara, yacía
pacíficamente el Doderlein, abierto en la página «Peligros del viraje». Durante
casi una hora, estuve bebiendo el té ya frío y hojeando el libro. Entonces
ocurrió algo interesante: todos los pasajes que hasta ese momento me habían
resultado oscuros se volvieron completamente claros, como si se hubieran
llenado de luz, y allí, bajo la luz de la lámpara, por la noche, en aquel lugar
apartado, comprendí lo que significa el verdadero conocimiento.
«Se puede adquirir una gran experiencia en la aldea —pensé
mientras me quedaba dormido—, pero hay que leer, leer todo lo posible...,
leer...»
1925
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