sábado, 24 de mayo de 2025

Mijaíl Bulgákov Maleficios NOVELA CORTA.

 



Nota: la novela está transcrita de forma completa para los lectores del blog. jml.


Mijaíl Bulgákov

Maleficios

Título original: Дьяволиада (Dyavoliada)

Traducción Silvia Serra

© Valdemar (ENOKIA, S. L)

© CECISA, Madrid, 1992


Mijaíl Bulgákov. 3

1. El suceso del día veinte. 4

2. Productos manufacturados. 6

3. Aparece un calvo. 8

4. Apartado uno: Korotkov queda despedido. 11

5. Una persecución diabólica. 14

6. Primera noche. 18

7. El órgano y el gato. 19

8. Segunda noche. 25

9. Angustia maquinista. 26

10. El terrible Dyrkine. 30

11. Cine de acción y el abismo. 32

 


Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev e13 de mayo de 1891. Cursó estudios de medicina y ejerció esta profesión hasta el año 1919 en el que se vio obligado a abandonarla a causa de la guerra civil. Este fue el momento en el que comenzó su trayectoria literaria, publicando bajo diversos seudónimos reportajes y folletines en periódicos de Moscú. Su modo de escritura se define por su carácter satírico y los numerosos elementos fantásticos que emplea, tanto de anticipación científica como motivos surrealistas. Sus primeras obras dramáticas como Corazón de Perro (1925) o La Guardia Blanca (1925) tuvieron gran éxito de público, sin embargo fue calificado como contrarrevolucionario por las autoridades de la época, motivo por el que se prohibieron sus obras. Una vez paralizada su actividad literaria, en el año 1930 dirigió una carta al gobierno soviético pidiendo el exilio o si no se lo concedían, que le asignaran un empleo en algún teatro. De este modo se convirtió en director adjunto del Teatro del Arte de Moscú.

Cuando contrajo una grave enfermedad de riñón y sabiendo que le restaba poco tiempo de vida, se apresuró a escribir la novela que ha sido considerada como su obra maestra y que fue publicada en el año 1966, veintiséis años después de su muerte: El Maestro y Margarita. El relato que presentamos en esta ocasión fue uno de sus primeros escritos, Maleficios (1924), es una narración de fuerte carácter satírico impregnado de una gran fantasía, elementos empleados para exponer una visión crítica y algo surrealista del sistema burocrático imperante tras la revolución. El protagonista se ve obligado a vivir una serie de situaciones absurdas y delirantes a partir de un infortunado equívoco. Todas sus peripecias están narradas con el ritmo de los gags del cine mudo.


Relato en el que se narra cómo dos gemelos
llevaron a la perdición a un secretario.

En un tiempo en que todo el mundo saltaba de un empleo a otro, el camarada Korotkov se encontraba bastante seguro en su puesto del GLAVTSENTRBAZSPIMAT (Depósito Central y Principal de Materiales Fosfóricos), donde ocupaba el cargo de secretario titular.

Animado por su empleo en el SPIMAT, Korotkov, un rubio apacible y bondadoso, había desterrado por completo de su corazón esa idea tan extendida en este mundo cruel que se suele definir como reveses de la fortuna; por el contrario, se había inoculado con la convicción de que él, Korotkov, conservaría su plaza en el depósito hasta la total extinción de la vida sobre el globo terrestre. Pero, desgraciadamente, las cosas fueron de forma bien distinta...

El 20 de septiembre de 1921, el cajero del SPIMAT se enfundó su horrible gorro con orejeras, metió en la cartera una orden de pago anulada y abandonó el SPIMAT. Eran las once de la mañana.

El cajero regresó a las cuatro y media de la tarde, totalmente calado. Al llegar, sacudió el agua de su gorro, lo dejó en la mesa, puso la cartera encima y dijo:

—No empujen, señores.

Después revolvió en un cajón de la mesa en busca de no se sabe qué, salió de la habitación y regresó al cabo de un cuarto de hora con una gallina muerta a la que le habían retorcido el cuello. Dejó la gallina en la mesa y puso la mano derecha sobre ella. A continuación dejó caer estas palabras:

—No hay dinero.

—¿Y mañana? —preguntaron las mujeres a coro.

—Tampoco —el cajero sacudió la cabeza—; no habrá dinero mañana ni pasado mañana. No empujéis, camaradas, o volcaréis la mesa.

—¿Cómo? —exclamaron todos, y, entre ellos, el inocente Korotkov.

—¡Ciudadanos! —clamó con voz llorosa el cajero, apartando a Korotkov de un codazo—. Por favor.

—Pero ¿cómo es posible? —gritaron los allí reunidos, entre los que se destacó la voz del cómico Korotkov.

—¡Un momento! ¡Calma! —balbuceó el cajero con voz ronca.

Y, acto seguido, sacó la orden de la cartera y se la enseñó a Korotkov. Por debajo del lugar que señalaba el cajero con su sucia uña se veía escrito de través y con tinta roja:

«Páguese. El camarada Soubbotnikov: El Senado.»

Y debajo, en tinta violeta:

«No hay dinero. El camarada Ivanov: Smirnov.»

—¿Cómo? —exclamó Korotkov en solitario, mientras los demás, jadeantes, se apiñaban a la espalda del cajero.

—¡Por el amor de Dios! —gimió el cajero con aire abatido—. ¿Qué culpa tengo yo en todo este asunto? ¡Por favor!

Y guardó rápidamente la orden en la cartera. Después, se puso el gorro, deslizó la cartera bajo el brazo, levantó la gallina y gritó:

—¡Déjenme pasar, por favor!

Se abrió entonces una brecha en la muralla humana y el cajero desapareció por la puerta.

La secretaria encargada del registro se había puesto pálida y corrió tras él con sus altos tacones puntiagudos. Al llegar a la puerta se oyó un chasquido y la perseguidora perdió el tacón izquierdo. La secretaria se tambaleó, levantó el pie y se deshizo del zapato.

De este modo, también ella se quedó en la habitación con un pie desnudo, junto a los demás, entre los que se encontraba Korotkov.


Tres días después de la escena descrita, la puerta del despacho particular en el que trabajaba Korotkov se entreabrió y asomó una cabeza de mujer que, entre sollozos, gritó con voz furiosa:

—¡Camarada Korotkov! ¡Vaya a recoger su salario!

—¿Cómo? —exclamó el secretario lleno de júbilo, y corrió hacia el despacho consignado como «Caja», mientras silbaba la obertura de «Carmen».

Al llegar a la mesa del cajero se detuvo y se quedó boquiabierto. Había allí dos enormes torres de paquetes amarillos que llegaban hasta el techo. Para no tener que responder a ninguna pregunta, el cajero, jadeante y sudoroso, había clavado con una chincheta en la pared la ordenanza de pago, en la que ahora se veía una tercera firma, hecha con tinta verde:

Pagar en productos manufacturados.

El camarada Bogoravlienski: Préobrajenski.

También con mi aprobación: Kchesinski.

Korotkov abandonó al cajero luciendo una amplia y estúpida sonrisa. Iba cargado con cuatro grandes paquetes amarillos y cinco pequeños paquetes verdes, a parte de trece cajitas de cerillas azules que llevaba en los bolsillos. Una vez en su despacho, se puso a envolver las cerillas en dos inmensas hojas del periódico del día, mientras escuchaba con atención el rumor de las voces que llegaban desde la secretaría. Cuando terminó los paquetes, salió de su despacho y, sin decir nada a nadie, regresó a su casa. Al salir del SPIMAT estuvo a punto de ser atropellado por un automóvil que acababa de dejar a alguien; a Korotkov no le dio tiempo a ver de quién se trataba.

Cuando llegó a su casa, dejó las cerillas sobre la mesa y retrocedió un poco para contemplarlas. Su rostro aún exhibía aquella estúpida sonrisa. Después, Korotkov se pasó la mano por el cráneo, despeinando sus rubios cabellos, y se dijo:

—¡Bueno! Es inútil seguir lamentándose. ¡Tendré que intentar venderlas!

Y, dicho esto, fue a llamar a la puerta de su vecina, Alexandra Fiodorovna, que trabajaba en el GOUBVINSKLAD (Almacén Regional de Vinos).

—¡Pase! —respondió una voz sorda desde el interior de la habitación.

Korotkov entró y se quedó mudo de sorpresa. Alexandra Fiodorovna había regresado del trabajo antes de la hora, y se encontraba en cuclillas en el suelo, aún con el abrigo y el sombrero puestos. Se hallaba frente a una hilera de botellas cerradas con tapones de papel de periódico y llenas de un líquido rojo y oscuro. El rostro de Alexandra Fiodorovna estaba bañado en lágrimas.

—Cuarenta y seis —dijo, y se volvió hacia Korotkov.

—¿Qué es, tinta...? Buenos días, Alexandra Fiodorovna —murmuró tímidamente Korotkov.

—Es vino de mesa —respondió la vecina con voz llorosa.

—¿Cómo? ¿A usted también? —exclamó Korotkov.

—¿También a usted le han dado vino de mesa? —dijo Alexandra Fiodorovna con extrañeza.

—¿A nosotros? No. A nosotros cerillas —respondió Korotkov con un hilo de voz, mientras jugaba con un botón de su chaqueta.

—¡Pero si ya no arden! —exclamó Alexandra Fiodorovna, mientras se levantaba y se sacudía la falda.

—¿Cómo que no arden? —replicó Korotkov horrorizado, y salió disparado de vuelta a su habitación.

Entró rápidamente. Y, sin perder un segundo, deshizo un paquete, que se abrió con un crujido, y rascó una cerilla. De la cabeza surgió una llama verdosa, y después la cerilla se partió en dos y se apagó. Korotkov, sofocado por el olor acre del azufre, sufrió un doloroso acceso de tos y encendió una segunda cerilla. Aquella sí prendió, pero saltaron dos chispas de ella. Una se fue a estrellar contra el cristal de la ventana y la otra alcanzó al camarada Korotkov en el ojo derecho.

—¡Aaah! —gritó, y dejó caer la caja de cerillas.

Durante unos instantes Korotkov pataleó como un caballo encabritado, apretándose el ojo con la palma de la mano. Después se miró horrorizado en el espejo que utilizaba para afeitarse, convencido de que había perdido el ojo. Pero el ojo permanecía aún en su sitio, aunque estaba enrojecido y lleno de lágrimas.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Korotkov consternado.

Enseguida sacó una venda americana de la cómoda, la abrió y se la enrolló alrededor de la mitad izquierda de la cabeza, lo que le dio un aspecto de herido de guerra.

Korotkov no apagó la luz en toda la noche. Se la pasó tumbado y prendiendo cerillas. Gastó tres cajas, y consiguió encender sesenta y tres cerillas.

—Me ha engañado, la muy cretina —masculló Korotkov—. Estas cerillas son excelentes. Por la mañana, la habitación estaba cargada con un asfixiante olor a azufre. Al amanecer, Korotkov se quedó dormido y tuvo una espantosa pesadilla: paseaba por una verde pradera, cuando se topó, cara a cara, con una enorme bola de billar, viviente y con patas. Era tan repugnante que se puso a gritar y se despertó. Durante casi cinco minutos Korotkov tuvo la impresión, en medio de la turbia bruma, de que la bola estaba allí, junto a la cama, y de que había un fuerte olor a azufre. Pero todo aquello desapareció finalmente, después de dar unas cuantas vueltas en la cama, y Korotkov se volvió a dormir y no se despertó más.


A la mañana siguiente Korotkov se levantó el vendaje y comprobó que tenía los ojos casi curados. A pesar de ello, y haciendo gala de una excesiva prudencia, decidió no levantarse todavía.

Korotkov llegó al trabajo con un considerable retraso y, para no suscitar comentarios entre los empleados subalternos, entró directamente en su despacho. Allí se encontró con un papel en la mesa; en él, el Director de la Subdivisión de Abastecimientos Complementarios preguntaba al director del depósito si le sería suministrado un uniforme a las mecanógrafas.

Korotkov se dirigió al gabinete del director, y al llegar a la puerta tropezó con un desconocido cuyo aspecto le llamó la atención.

El desconocido era tan pequeño que apenas le llegaba a la cintura al gran Korotkov. La mediocridad de su estatura se compensaba con la extraordinaria anchura de los hombros. Su tronco cuadrado se apoyaba en unas piernas torcidas, de las que, además, cojeaba de la izquierda. Pero lo más curioso de aquel individuo era la cabeza. Tenía exactamente la forma de un huevo, colocado horizontalmente sobre el cuello, con el extremo puntiagudo hacia adelante. Era calva como un huevo y tenía tal brillo que las bombillas se reflejaban constantemente en la parte superior del cráneo del desconocido. Su minúsculo rostro estaba tan afeitado que parecía azul. Unos ojillos verdes, del tamaño de una cabeza de alfiler, se hundían en unas órbitas profundas. E1 cuerpo del desconocido estaba enfundado en una guerrera desabotonada, hecha de un tejido gris, que dejaba a la vista una camisa ucraniana bordada. Llevaba las piernas embutidas en un pantalón del mismo tejido y los pies calzados con botas bajas y escotadas, como las que llevaban los húsares en tiempos de Alejandro I.

«¡Curioso individuo!», pensó Korotkov, e intentó alcanzar la puerta de Thékouchine sorteando al calvo. Pero éste de forma totalmente inesperada, le cerró el paso.

—¿Qué desea? —preguntó el calvo a Korotkov con una voz que hizo temblar al nervioso secretario.

Aquella voz sonaba como una olla de cobre y su timbre era tan extraño que cualquiera, al oírla, sentiría como si a cada palabra le pasaran un alambre dentado a lo largo de la columna vertebral. Y, para colmo, a Korotkov le pareció que las palabras del desconocido exhalaban un olor a azufre. Pero, a pesar de todo, nuestro imprevisible Korotkov hizo justamente lo que no se debe hacer en ningún caso: se picó.

—¡Hum...! esto es muy extraño. Vengo a traer un papel... Pero, permítame que le pregunte quién es usted.

—¿Lee lo que pone en la puerta?

Korotkov miró hacia la puerta y vio un cartel que le resultaba muy familiar: «No entre sin anunciarse.»

—Precisamente vengo a anunciar algo —respondió bruscamente Korotkov, enseñando su papel.

El calvo de tronco cuadrado se enfadó de repente. Sus ojillos lanzaron chispas amarillas.

—Camarada —dijo, ensordeciendo a Korotkov con un estruendo de cacerolas—, es usted tan obtuso que no entiende el sentido de los letreros de servicio más elementales. Me extraña enormemente que haya conservado su puesto hasta ahora. Por lo demás, no hay en usted nada que despierte interés. Por ejemplo, esos ojos morados que se ven por todas partes. En fin, eso no viene al caso. A ver si ponemos un poco de orden aquí. («¡Ajá!» exclamó Korotkov para sus adentros.) ¡Deje aquí su papel!

Y diciendo estas palabras, el desconocido le arrancó el papel de las manos, lo leyó de un vistazo, sacó del bolsillo un lápiz totalmente roído, apoyó la hoja en la pared y escribió algunas palabras.

—¡Rómpalo! —gritó el hombrecillo, que, al devolverle el papel, estuvo a punto de saltarle el ojo sano a Korotkov.

La puerta del gabinete chirrió y se tragó de pronto al desconocido. Korotkov se quedó petrificado: Thékouchine no estaba en su gabinete.

El secretario no consiguió salir de su asombro hasta que, pasados treinta segundos, chocó contra Lidotchka de Runi, la secretaria personal de Thékouchine.

—¡Vaya! —exclamó el camarada Korotkov.

Lidotchka llevaba en un ojo un vendaje idéntico al suyo, con la única diferencia que los extremos de la venda estaban atados con un lazo más coqueto.

—¿Qué le ha ocurrido?

—¡Las malditas cerillas! —respondió Lidotchka furiosa—. Son una porquería.

—¿Quién es ése? —preguntó Korotkov bajando la voz, anonadado.

—¿De verdad no lo sabe? —murmuró Lidotchka—. Es el nuevo.

—¿Cómo? —gritó Korotkov—. ¿Y Thékouchine?

—Le despidieron ayer —dijo Lidotchka con rabia, y añadió señalando con el dedo la puerta del gabinete—: y menudo elemento han mandado en su lugar. Un tipo de cuidado. En mi vida había visto un individuo más repugnante. No hace más que despotricar. ¡Nos quiere poner de patitas en la calle! ¡Especie de sucio calzón calvo! —añadió la secretaria de forma abrupta. Korotkov abrió los ojos con sorpresa.

—¿Cómo se lla...?

Pero Korotkov no pudo acabar la pregunta. Tras la puerta del gabinete se oyó una voz retumbante.

—¡Un botones!

Los dos secretarios se separaron y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Korotkov corrió hacia su despacho, se sentó en la mesa y se dirigió el siguiente discurso:

—¡Ay, ay, ay...! Así que te has metido en un buen lío ¿no, Korotkov? Esto no puede quedar así... «Obtuso»... ¡Hum...! Será descarado... En fin, vas a ver lo obtuso que es Korotkov.

Y el secretario leyó con un ojo lo que había escrito el calvo. Había unas palabras garabateadas sobre el papel:

«Todas las mecanógrafas y todas las mujeres en general recibirán en el momento oportuno sus calzones de soldado».

—¡Eso estaría bien! —exclamó Korotkov con admiración, y se estremeció voluptuoso al imaginar a Lidotchka con calzones de soldado.

El secretario sacó rápidamente una hoja de papel y redactó en tres minutos lo siguiente:

Telegrama:

Al director de la subdivisión de abastecimientos complementarios. Punto. En respuesta a su comunicación Nº 1/2 0.15015 (6) del 19, coma, el GLAUSPIMAT le informa que todas las mecanógrafas y todas las mujeres en general recibirán en el momento oportuno sus calzones de soldado. Punto. El director, dos puntos, firma. El secretario, dos puntos, Bartholomé Korotkov, punto.

Luego tocó el timbre y le dijo a Pantaleón, el botones, cuando apareció:

—Llévale esto al director, para la firma.

Pantaleón se humedeció los labios, cogió el papel y salió.

Después, Korotkov permaneció durante cuatro horas a la espera y sin salir de su despacho, de manera que si al nuevo director se le ocurría dar una vuelta por la planta, le encontrara a buen seguro inmerso en su trabajo. Pero no se oyó el menor ruido proveniente del terrible gabinete. Una sola vez vibró confusamente aquella voz metálica para amenazar a alguien con ponerle en la calle; pero Korotkov no llegó a oír de quien se trataba, aunque puso el oído en el ojo de la cerradura. A las tres y media de la tarde, el secretario escuchó la voz de Pantaleón tras el tabique de la secretaría.

—El señor se acaba de marchar en coche.

En ese momento se produjo un tumulto en la secretaría y todo el mundo se dispersó. Korotkov se fue más tarde que los demás y regresó solo a casa.


A la mañana siguiente, Korotkov comprobó con satisfacción que ya no necesitaba el apósito y se quitó la venda con alivio. Enseguida adquirió un mejor aspecto y cambió de expresión. Bebió rápidamente el té, apagó el infiernillo y corrió hacia su trabajo tratando de no llegar tarde... Pero llegó cincuenta minutos tarde, pues el tranvía, en lugar de seguir el itinerario N. 6, se había desviado, tomando la ruta N. 7 y metiéndose por interminables calles flanqueadas de casitas, donde, finalmente, se quedó tirado. Korotkov tuvo que recorrer tres verstas a pie y entró corriendo y sin aliento en la secretaría, justo en el momento en que el reloj de cocina de «La Rosa de los Alpes» acaba de dar once campanadas.

A Korotkov le esperaba en la secretaría un espectáculo nada habitual para ser las once de la mañana. Lidotchka de Runi, Milotchka Litovséva, Anna Evgrafovna, el jefe de contabilidad Lemerle, el instructor Guitis, Nomératski y los demás empleados de la secretaría, en lugar de ocupar sus puestos tras las mesas de cocina del viejo restaurante «La Rosa de los Alpes», se apiñaban ante un pedazo de papel que había clavado en la pared. Cuando entró Korotkov se produjo un repentino silencio y todos bajaron la cabeza.

—Buenos días, señores ¿Qué ocurre? —preguntó el secretario extrañado.

El grupo se dispersó en silencio y Korotkov se dirigió hacia el trozo de papel. Leyó las primeras líneas con claridad y nitidez; las últimas se le velaron con una neblina de lágrimas y aturdimiento.

Disposición Nº. 1

1.— Debido a una negligencia inadmisible en el cumplimiento de sus obligaciones, que ha dado lugar a una lamentable confusión en importantes documentos de servicio, así como por haberse personado en su trabajo en un estado deplorable, con la cara magullada, sin duda a consecuencia de una pelea, el camarada Korotkov cesa en sus funciones a partir del día de hoy, 26 del mes en curso, con derecho a la indemnización del tranvía hasta el día 25, inclusive.

El apartado «uno» era también el último, y debajo aparecía la firma con grandes caracteres:

El Director: Calzonov

Un silencio impenetrable reinó durante veinte segundos en la polvorienta sala de cristal de «La Rosa de los Alpes». Y era Korotkov, que se había puesto verde, el que más callado estaba: su silencio era más profundo, más letal. Al vigésimo primer segundo se rompió el silencio.

—¿Cómo? ¿Cómo? —repitió Korotkov con una voz sonora que vibró como si alguien hubiera pisado una copa de champán en «La Rosa de los Alpes»—. ¿Se llama Calzo—nov...?

Al oír tan temible palabra, los empleados salieron pitando en todas direcciones, y, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon de nuevo sus puestos en las mesas, como cuervos en un hilo telegráfico. El rostro de Korotkov pasó del verde pútrido del moho a un moteado púrpura.

—¡Vaya, vaya! —murmuró Létourneau asomando tras su enorme libro de registro—. ¿Qué metedura de pata ha cometido, mi querido amigo, eh?

—Yo... creí, creí... —dijo Korotkov haciendo crujir los pedazos de su voz quebrada—. En lugar de «Calzonov» leí «Calzones» ¡El escribió su nombre con minúscula!

—¡Yo jamás me pondría unos calzones! ¡De eso puede estar seguro! —lijo Lidotchka con un tintineo cristalino.

—¡Shh! —siseó Létourneau como una serpiente—. ¿Qué les pasa?

Después, hundió la cabeza en su libro de registro y se ocultó tras una página.

—En cuanto a mi cara, ¡él no tiene derecho...! —gritó a media voz Korotkov, que, después de púrpura, se había puesto más blanco que un armiño—. ¡Fue con nuestras asquerosas cerillas con las que me quemé el ojo, como la camarada de Runi!

—¡Shh! —chistó Guitis poniéndose pálido—. ¡Olvídelo! El las probó ayer y las encontró excelentes.

D-r-r-r-r-rrr sonó de pronto el timbre eléctrico que había sobre la puerta... y, al momento, el pesado cuerpo de Pantaleón saltó de su taburete y voló por el corredor.

—¡No! ¡Voy a explicar lo sucedido! ¡Voy a explicar lo sucedido! —entonó Korotkov con voz aguda.

Y salió disparado hacia la derecha; dio diez rápidas zancadas a través de la sala, mientras los polvorientos espejos de «La Rosa de los Alpes» reflejan su imagen deformada, y desapareció en el corredor, donde se abalanzó hacia la pálida luz de la bombilla que colgaba sobre el letrero: «Gabinetes particulares». Luego se detuvo, sin aliento, ante la terrible puerta y se encontró en los brazos de Pantaleón.

—Camarada Pantaleón —dijo nerviosamente Korotkov—, ¡déjeme pasar, haga el favor! Es preciso que hable inmediatamente con el director.

—¡No, no! Tengo orden de no dejar pasar a nadie —respondió Pantaleón con voz ronca, y un horrible olor a cebolla ahogó la resolución de Korotkov—. No ¡Vamos, vamos, señor Korotkov! Hágame caso, si no quiere que tenga un percance por su culpa.

—Pantaleón, es necesario que entre —suplicó Korotkov con voz agonizante—. Resulta, querido Pantaleón, que se ha publicado una disposición... ¡Déjeme pasar, mi buen Pantaleón!

—¡Oh, Dios mío...! —murmuró Pantaleón asustado, volviéndose hacia la puerta—, le digo que no puedo. ¡No, camarada!

El timbre del teléfono retumbó tras la puerta del gabinete. Una voz lúgubre sonó como un golpe de platillo.

—¡Voy! ¡Salgo inmediatamente!

Pantaleón y Korotkov se separaron. La puerta se abrió de par en par y Calzonov, tocado con una gorra y con una cartera bajo el brazo, se precipitó por el corredor. Pantaleón le siguió al trote, y Korotkov, después de pensarlo un instante, se lanzó tras los pasos de Pantaleón, adelantó a Calzonov y se puso a correr de espaldas ante él.

—Camarada Calzonov —masculló el secretario con voz entrecortada—. Un segundo, por favor... Permítame que le diga... Se trata de la orden...

—¡Camarada! —tintineó Calzonov, que marchaba a un paso infernal y con aire preocupado, arrollando a Korotkov en su avance—. Ya ve que estoy muy ocupado. ¡Me voy! ¡Me voy!

—Se trata de la or...

—¿Es que no se da cuenta de que estoy ocupado...? ¡Diríjase al secretario, camarada!

Calzonov corrió a través del vestíbulo, donde se hallaba instalado, sobre un estrado, el inmenso órgano abandonado de «La Rosa de los Alpes».

—¡Pero si el secretario soy yo! —graznó Korotkov, bañado en un sudor frío—. ¡Escúcheme, camarada!

—¡Camarada! —aulló Calzonov como una sirena; y, volviéndose hacia Pantaleón sin detenerse, gritó—: ¡Tome las medidas necesarias para que no me hagan perder más tiempo!

—¡Camarada! —dijo Pantaleón, asustado y con voz ronca—. ¿Por qué le hace perder el tiempo a la gente?

Y, no sabiendo qué medida tomar, decidió abrazar a Korotkov por la cintura y estrecharle suavemente contra su pecho como una amada. Esta medida se reveló eficaz: Calzonov desapareció, se deslizó por la escalera como si tuviera patines y cruzó la puerta principal de un salto.

¡Ptff! ¡Ptff!, gruñó una motocicleta tras los cristales. Luego se oyeron cinco explosiones y la moto salió disparada, llenando las ventanas de humo. Sólo entonces soltó Pantaleón a Korotkov, se secó el sudor de la frente y murmuró:

—¡Desgraciado!

—Pantaleón —preguntó Korotkov con voz temblorosa—, ¿a dónde ha ido? ¡Dígamelo, rápido! Ya ve, parece que me ha tomado por otro...

—Al TSENTROSNAB (Dirección Central de Abastecimientos), me parece.

Korotkov bajó las escaleras a saltos, se metió en el guardarropa , cogió rápidamente el abrigo y la gorra inglesa y salió corriendo a la calle.


Korotkov tuvo suerte. En ese preciso momento llegaba el tranvía a la altura de «La Rosa de los Alpes». Consiguió saltar y avanzó a trompicones hacia la parte delantera, tropezando cada dos por tres con la rueda que acciona los frenos y con las bolsas que llevaban los pasajeros a la espalda. La esperanza le aceleraba el corazón. La motocicleta se había retrasado por alguna razón, y ahora petardeaba delante del tranvía. Korotkov veía aparecer y desaparecer aquella espalda cuadrada en medio de una nube de humo azulado.

El secretario fue zarandeado y aplastado en la plataforma durante cerca de cinco minutos. Finalmente, la moto se detuvo frente al edificio gris del TSENTROSNAB. El cuerpo cuadrado se confundió entre los transeúntes y desapareció. Korotkov saltó del tranvía en marcha, dio una vuelta entera sobre sí mismo, cayó al suelo, se golpeó la rodilla, recogió su gorra inglesa y, tras pasar rozando el morro de un automóvil, entró rápidamente en el hall. Varias decenas de personas caminaban hacia Korotkov o se alejaban en dirección contraria, llenando el suelo de pisadas húmedas. La espalda cuadrada apareció por un instante en el segundo tramo de la escalera. Korotkov, jadeante, corrió tras ella. Calzonov subía la escalera a un paso increíble, sobrenatural, y a Korotkov se le helaba el corazón ante la sola idea de que se le escapara. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. A1 llegar al quinto rellano, cuando ya el secretario estaba completamente extenuado, la espalda se fundió en una masa de rostros, gorros y carteras. Korotkov se lanzó por el rellano a la velocidad del rayo y dudó un segundo ante una puerta que exhibía dos letreros. El primero dorado sobre fondo verde, decía con letras góticas: «Residencia de maestras de escuela». El segundo, negro sobre fondo blanco, sin letras góticas: «NATCHKANSOUPRAVDELSNAB» (Jefe de la Secretaría de la Dirección de Abastecimientos). Korotkov se precipitó al azar por esta última puerta y se encontró en un recinto lleno de enormes compartimentos de cristal, donde una multitud de mujeres rubias corrían de un compartimento a otro. Korotkov abrió la primera mampara de cristal y se encontró con un hombre vestido con un traje azul que se hallaba recostado sobre un escritorio y reía alegremente mientras hablaba por teléfono. En el segundo compartimento se encontró con las obras completas de Sheller-Mikhaïlov sobre una mesa y, junto a ellas, un desconocido, entrado en años y mal vestido, pesaba en una balanza pescados secos que olían mal. En el tercer compartimento reinaba un estruendo continuo y cadencioso, salpicado de campanillas. En él había seis mujeres de cabellos claros y dientes pequeños que tecleaban y reían a un tiempo sentadas ante sus máquinas de escribir. Tras la mampara se abría una amplia sala de columnas. El aire estaba lleno del fragor insoportable de las máquinas de escribir y se veía una multitud de cabezas de hombres y mujeres, entre las que no estaba la de Calzonov. Korotkov se sentía perdido; dio media vuelta y paró a la primera mujer que se encontró, que corría con un espejito en la mano:

—¿Ha visto a Calzonov?

El corazón de Korotkov vibró de alegría cuando la mujer le respondió con ojos de sorpresa:

—Sí. Pero se va en este momento. ¡Corra y le cogerá!

Korotkov enfiló la sala de las columnas y corrió en la dirección que le indicaba la blanca manita con las uñas pintadas de un rojo brillante. Una vez que la hubo atravesado, se encontró en un estrecho descansillo, más bien oscuro, y vislumbró la boca abierta de] ascensor iluminado. Las piernas le flaquearon: le había alcanzado... La boca estaba a punto de tragarse su espalda cuadrada, forrada de tela gris, y su reluciente cartera negra.

—¡Camarada Calzonov! —gritó Korotkov, y se quedó petrificado.

Innumerables puntos verdes invadieron el descansillo. Una reja cubrió la puerta de cristal y el ascensor se puso en movimiento. La espalda cuadrada, al girarse, se metamorfoseó en un pecho atlético. Korotkov reconoció todo, absolutamente todo: la guerrera gris, el gorro, la cartera y los granos de Corinto de sus ojos. Era, evidentemente, Calzonov, pero un Calzonov provisto de una larga y rizada barba asiria, que le caía hasta el pecho. En el cerebro de Korotkov surgió de pronto un pensamiento:

«Le ha crecido la barba mientras iba en la moto y subía las escaleras: ¿qué significa esto?» Y después de un segundo:

«La barba es falsa: ¿qué significa esto?» Entretanto, Calzonov había empezado a hundirse en el abismo enrejado. Primero desaparecieron las piernas, luego el vientre, la barba y, por último, los ojillos y la boca, que gritaba con voz de tenor:

—Demasiado tarde, camarada; vuelva el viernes.

«También la voz es postiza», escuchó Korotkov retumbar dentro de su cráneo. La cabeza le hirvió por espacio de tres segundos. Pero enseguida se dijo que ningún encantamiento debía detenerle, que darse por vencido sería su perdición, y se abalanzó hacia el ascensor. Entonces vio aparecer el techo a través del enrejado, que ascendía tirado de un cable. Una hermosa mujer de mirada lánguida, que llevaba los cabellos llenos de piedras brillantes, rozó la mano de Korotkov con ternura y le preguntó:

—¿Ha sufrido un mareo, camarada?

—¡Oh, no, camarada! —soltó Korotkov boquiabierto, y avanzó hacia la verja—. No me haga perder tiempo.

—Entonces, camarada, ¡vaya a buscar a Ivan Athénoguénovitch! —dijo con melancolía aquella belleza, mientras le cerraba el paso al ascensor.

—¡No quiero! —lloriqueó Korotkov— ¡Camarada! tengo prisa. ¿Qué le ocurre?

Pero la mujer permaneció inflexible y triste.

—No puedo hacer nada por usted. Lo sabe perfectamente —dijo, sujetando a Korotkov de una mano.

El ascensor se detuvo, escupió a un hombre con cartera, volvió a sellarse con la verja y descendió de nuevo.

—¡Déjeme pasar! —graznó Korotkov liberando enérgicamente su mano, y se dirigió a la escalera mascullando juramentos.

Bajó seis tramos de mármol, estuvo a punto de matar a una anciana que iba envuelta en un capote y se santiguó al verle, y, cuando llegó abajo, se encontró ante un enorme panel de cristal que exhibía un cartel en letras de plata sobre fondo azul que decía: «Señoras inspectoras», y otro debajo, escrito con tinta sobre papel: «Información». Un oscuro temor se apoderó de Korotkov. Calzonov apareció claramente tras el panel. Era el Calzonov afeitado de mentón azul, el Calzonov terrible, como al principio. Pasó muy cerca de Korotkov, separado tan sólo por una delgada lámina de cristal. El secretario trató de no pensar en nada, se abalanzó sobre el resplandeciente picaporte de cobre y lo sacudió; pero no cedió. Volvió a accionar una vez más con fuerza el brillante cobre, apretando los dientes, y sólo entonces descubrió, desesperado, una nota que decía: Den la vuelta por la entrada N. 6.»

Calzonov emergió y volvió a desaparecer en una hornacina negra que había tras el cristal.

—¿Dónde está la entrada N. 6? ¿Número seis? —preguntó Korotkov débilmente a uno.

Pero la gente que circulaba por allí se echaba a un lado a su paso. En ese momento se abrió una portezuela lateral y apareció un viejecillo de gatas azules, vestido con traje de lustrina y con una inmensa lista en las manos. Miró a Korotkov por encima de las gafas, sonrió y se humedeció los labios.

—¿Pero cómo? ¿Aún continúa con su peregrinación? —masculló—. Créame, está usted cometiendo un error. Haría mejor si escuchara los consejos de un anciano. ¡Déjelo! En cualquier caso, ya le he borrado. ¡Ji! ¡Ji!

—¿De dónde me ha borrado? —le preguntó Korotkov estupefacto.

—¡Ji! Lo sabe perfectamente: ¡de las listas, hombre! Un simple plumazo, eliminado, y asunto concluido. ¡Ji! ¡Ji!

Y el viejecillo se echó a reír con una risa melodiosa.

—Per... perdone... Pero, de qué me conoce usted?

—¡Ji! Es usted un bromista, Basile Ivanovitch.

—Yo me llamo Bartholomé —dijo Korotkov llevándose la mano a la frente, que estaba helada y resbaladiza.

El rostro del terrible anciano perdió por un momento la sonrisa. Clavó los ojos en su lista y recorrió las líneas con un dedo pequeño, seco y armado con una larga uña.

—¿Es que pretende confundirme? Aquí está: Kolobkov, B.P.

—Pero si yo me llamo Kolobkov —replicó Korotkov perdiendo la paciencia.

—Es como yo le digo: Kolobkov —replicó el viejo molesto—. Y aquí está Calzonov. Ambos han sido trasladados. Y, para el puesto de Calzonov, se ha nombrado a Tchékouchine.

—¿Qué? —exclamó Korotkov, que no cabía en sí de alegría—. ¿Calzonov ha sido desplazado?

—Exactamente. Apenas ha estado un día en el cargo y ya le han puesto en la calle.

—¡Dios mío! —exclamó Korotkov con regocijo—. ¡Me he salvado! ¡Me he salvado!

Y, loco de alegría, estrechó la mano huesuda y uñosa del viejecillo. Este sonrió, y la alegría de Korotkov se desvaneció por un instante. Un brillo extraño y amenazador había aparecido en las cuencas azules de aquellos ojos. También su sonrisa, que había puesto al descubierto unas encías azul oscuro, le resultó extraña a Korotkov. Pero pronto desterró aquella desagradable sensación y recobró su excitación.

—Entonces debo regresar inmediatamente al SPIMAT.

—En efecto —asintió el anciano—. Eso es lo que debe hacer. Al SPIMAT. Una cosa más: ¿tendría la amabilidad de dejarme su cartilla para que apunte en ella una bonita nota con el lápiz?

Korotkov se metió la mano en el bolsillo y palideció: rebuscó en el otro bolsillo y se puso aún más pálido; se palpó los bolsillos del pantalón y, tras emitir un grito ahogado, se lanzó a la carrera escaleras arriba, sin levantar la vista del suelo. Subió dando saltos hasta la planta superior, sorteando a la gente que circulaba por allí. Quería encontrar a la hermosa mujer que llevaba piedras en el pelo y preguntarle una cosa, pero descubrió que se había convertido en un mozalbete mocoso y repugnante.

—¡Muchacho!

Korotkov se abalanzó sobre él.

—Mi cartera amarilla.

—No es verdad —respondió con rabia el chaval—. Le han mentido. Yo no la he cogido. Es mentira.

—No, hombre, no; tranquilo muchacho, no se trata de eso... no eres tú... sino mis papeles.

El chico le miró de soslayo y acto seguido se puso a lloriquear en voz baja.

—¡Oh, Dios mío! —se despertó Korotkov y corrió escaleras abajo en busca del viejo.

Pero cuando llegó, el viejo ya no estaba allí. Había desaparecido. Korotkov corrió hacia la portezuela y accionó el picaporte. La puerta estaba cerrada. Un ligerísimo olor a azufre flotaba en la penumbra.

En la cabeza de Korotkov empezaron a arremolinarse los pensamientos como una tempestad de nieve y una nueva idea se abrió paso entre ellos: «¡El tranvía!» De repente recordó con toda claridad que dos jóvenes le habían aprisionado en la plataforma. Uno era flacucho y llevaba un bigote que parecía postizo.

—¡Oh! ¡Qué mala suerte! ¡Esto sí que es mala suerte! ¡Es la desgracia de las desgracias!

El secretario salió corriendo a la calle, la recorrió hasta le final, dobló por una callejuela y se encontró ante la entrada de un pequeño edificio de arquitectura detestable.

Un hombre gris, ceñudo y algo bizco, le preguntó sin mirarle, pero girando los ojos hacia un lado, mirando no se sabe qué:

—¿A dónde se supone que vas?

—Camarada, me llamo Korotkov, Be Pe. Me acaban de robar los papeles. Absolutamente todos. Me pueden detener.

—Sí, es muy probable —concedió el hombre gris desde la escalinata.

—Entonces, permítame...

—Korotkov acaba de presentarse aquí en persona.

—Korotkov soy yo, camarada.

—Enséñame tu documento.

—Me lo acaban de robar hace un instante —gimió Korotkov—. Me lo ha robado un joven que tenía un bigotito.

—¿Con un bigotito, eh? Entonces habrá sido Korotkov. Seguramente fue él. Trabaja habitualmente en nuestro barrio. No tienes más que buscarlo por las tabernas.

—Camarada, no puedo hacerlo —sollozó Korotkov—. Tengo que ir al SPIMAT a hablar con Calzonov. ¡Déjeme pasar!

—¡Enséñame el certificado de la denuncia!

—¿Expedido por quién?

—Por el vigilante de tu casa.

Korotkov se alejó de la escalinata y regresó a la calle.

«¿Dónde ir? ¿Al SPIMAT o a ver al vigilante?», se dijo. «El vigilante sólo recibe por las mañanas. Entonces, ¡vayamos al SPIMAT!»

En ese instante, el reloj de la torre roya tocó cuatro campanadas a lo lejos. Inmediatamente empezó a salir gente con carteras de todas las puertas. Atardecía y del cielo empezaron a caer unos ligeros copos de nieve fundida.

«Se ha hecho tarde», pensó Korotkov. «¡Regresemos a casa!»


Había un pequeño papel blanco introducido en el ojo de la cerradura. Korotkov lo leyó en la oscuridad.

«Querido vecino,

Me voy a casa de mi madre, en Zvénigorod. Le dejo el vino como regalo. Disfrute de él, ya que nadie quiere comprármelo. Las botellas están en el rincón.

A. Païkova.»

Korotkov sonrió tristemente y abrió la cerradura; trasladó después de veinte viajes las botellas, que estaban en un rincón del corredor, encendió la lámpara y se desplomó en la cama sin desvestirse, con el abrigo y la gorra puestos. Durante cerca de media hora, Korotkov se dedicó a contemplar, bajo los efectos del embotamiento, el retrato de Cronwell, que se difuminaba en la espesa penumbra del crepúsculo. Después, repentinamente, se incorporó de un salto y sufrió un ataque de nervios. El secretario se despojó de la gorra, la mandó a paseo de un manotazo al otro extremo de la habitación, tiró al suelo los paquetes de cerillas y se puso a pisotearlos.

—¡Toma, toma y toma! —aulló Korotkov; y, mientras destrozaba aquellas asquerosas cajas, que crujían bajo sus pies, tenía la oscura impresión de estar destrozado la cabeza de Calzonov.

A1 recordar aquella cabeza ovoide, le vino de pronto a la mente el rostro afeitado y el rostro barbudo; entonces se detuvo.

—¡Un momento! ¿Cómo puede ser esto? —murmuró restregándose los ojos—. ¿Qué significa esto? ¿Qué estoy haciendo aquí, cruzado de brazos y perdiendo el tiempo con tonterías, si todo esto es un asunto macabro? ¿No será, en realidad, un doble?

El miedo se asomó a la habitación a través de las negras ventanas. Korotkov hizo lo posible por no mirarlas y bajó las persianas para ocultar su visión. Pero todo fue inútil. El doble rostro, que tan pronto se cubría con una barba como la perdía de repente, aparecía una y otra vez en los rincones de la habitación, con una luz verdosa brillando en sus ojos. Finalmente, no pudiendo soportarlo más y sintiendo que su cerebro iba a estallar por culpa de la tensión, Korotkov se echó a llorar débilmente.

Cuando ya hubo llorado lo suficiente y consiguió desahogarse, se comió unas patatas rancias que le habían sobrado del día anterior; después, recordando de nuevo el maldito enigma, lloró un poco más.

—¡Pero bueno! —murmuró—. ¿Se puede saber qué hago llorando si tengo vino?

Cogió una botella y se bebió la mitad de un trago. El suave líquido le hizo efecto en cinco minutos. Empezó a sentir un dolor agudo en la sien izquierda además de una sed ardiente y nauseabunda. Korotkov bebió tres vasos de agua. El dolor en la sien le hizo olvidarse por completo de Calzonov. Se quitó la ropa, puso los ojos en blanco con gesto abatido y se dejó caer en la cama. «Una aspirina...», murmuró una y otra vez durante un buen rato, antes de que un turbulento sueño se apoderase de él sin piedad.


A las diez de la mañana del día siguiente. Korotkov hirvió el té a toda prisa, bebió sin ganas un cuarto de vaso y abandonó su habitación con la sensación de que le esperaba una jornada difícil y llena de tensiones. Cruzó a la carrera, en medio de la niebla, el patio asfaltado y húmedo. La inscripción «Vigilante» se destacaba en la puerta de una de las alas del edificio. Korotkov había alargado ya la mano para tocar el timbre cuando descubrió el siguiente aviso:

«Por defunción, no se expenden más certificados.»

—¡Oh, Dios mío! —exclamó contrariado—. ¿Cómo pueden ocurrirme tantas desgracias a cada paso? —Y añadió—: ¡Bueno! Me encargaré de los papeles más tarde; ahora, al SPIMAT. Habrá que ir a informarse de las novedades para ver qué me deparan. Quizá haya vuelto ya Tchékouchine.

Como le habían robado todo el dinero, Korotkov tuvo que ir andando hasta el SPIMAT. Tras atravesar el hall, dirigió sus pasos directamente hacia la secretaría. Se detuvo un instante en el umbral y se quedó con la boca abierta: no había una sola cara conocida en toda la sala de cristal. Ni Lemerle, ni Anna Evgrafovna; en una palabra; nadie. Había tres rubios rigurosamente idénticos, con el mentón afeitado y trajes a rombos gris claro, sentado tras las mesas. Aquellos ya no parecían cuervos sobre un cable eléctrico, sino tres halcones de Alexis Mikhailovitch. Había también una joven de ojos soñadores que llevaba pendientes de diamante. Los jóvenes no le prestaron la menor atención y continuaron cotorreando desde sus mesas. La mujer, sin embargo, le guiñó un ojo, y, ante la tímida sonrisa de Korotkov, le sonrió con aire altanero y volvió la cabeza. «Extraño», pensó el secretario, y abandonó la secretaría, dando un traspié en el umbral. Cuando llegó frente a su despacho, Korotkov tuvo un momento de vacilación y suspiró al contemplar la vieja y querida inscripción «Secretario». Después, abrió la puerta y entró. Los ojos de Korotkov se nublaron por un instante y el suelo osciló ligeramente bajo sus pies. Era Calzonov en persona quien estaba instalado en su mesa, con los codos sobre el tablero y raspando frenéticamente un papel. Unos mechones de pelo rizado y brillante ocultaban su pecho. A Korotkov se le cortó la respiración al contemplar aquel cráneo calvo inclinado sobre el tapete verde. Fue Calzonov el primero en romper el silencio.

—¿Qué tal le va por su sección, camarada? —musitó cortésmente, poniendo la voz en falsete. Korotkov se humedeció convulsivamente los labios, hinchó su estrecho pecho con un buen metro cúbico de aire y dijo con voz apenas perceptible:

—¡Ejem! Yo soy, camarada, el secretario de la casa... Es decir... Sí, claro, si recuerda la ordenanza.

La sorpresa transfiguró la mitad superior del rostro de Calzonov: sus claras cejas se elevaron y su frente se convirtió en un acordeón.

—Perdone —respondió con educación—, pero el secretario soy yo.

Un mutismo pasajero paralizó a Korotkov, que, poco después, se atrevió a pronunciar las siguientes palabras:

—Pero ¿cómo es posible? ¿Entonces, ayer...? ¡Ah, claro! Perdóneme, se lo ruego. Creo que he cometido un pequeño error. Disculpe.

Korotkov retrocedió unos pasos y salió del despacho.

Ya en el corredor, se dijo con voz ronca:

—¡Vamos a ver Korotkov, trata de recordar a qué día estamos hoy!

A lo que él mismo contestó:

—A martes; es decir, viernes. Mil novecientos. Entonces se volvió y descubrió que las dos bombillas del corredor proyectaban sus haces luminosos sobre una bola de marfil humana. La cara afeitada de Calzonov llenó todo su campo de visión.

—¡Vaya! —rugió el cubilete.

Korotkov sufrió un sobresalto.

—Al fin le encuentro. Menos mal. Encantado de conocerle.

Y, tras pronunciar estas palabras, el hombre se acercó a Korotkov y le estrechó la mano con tal fuerza que el secretario se puso de puntillas sobre un pie, como una cigüeña posada sobre un tejado.

—Ya he distribuido las tareas entre los miembros del personal —dijo Calzonov dándose importancia, y con palabras rápidas y entrecortadas—. He destinado a tres hombres ahí dentro —y añadió señalando la puerta de la secretaría—; y, por supuesto, a Marion. Usted será mi adjunto. A Calzonov le he nombrado secretario; y a todo el personal que había antes lo he mandado a paseo. Al estúpido de Pantaleón también. Dispongo de informaciones según las cuales era camarero de «La Rosa de los Alpes». Voy a acercarme al departamento. Entretanto, redacte con Calzonov un informe sobre toda esa buena gente, y en particular sobre ese, ¿cómo se llama ... ?, sobre Korotkov. A propósito: usted tiene cierto parecido con ese canalla; aunque él tenía un ojo a la virulé.

—¿Yo? No es cierto —dijo Korotkov vacilante y con la mandíbula inferior colgando—. Yo no soy un canalla. Lo que ocurre es que me han robado los papeles. Todos sin excepción.

—¿Todos? —se sorprendió Calzonov—. No tiene importancia. Tanto mejor.

Después, cogió de la mano a Korotkov, que respiraba con dificultad, y tras recorrer a buen paso el corredor, le introdujo en el gabinete sagrado, le sentó en una silla de cuero con relleno y se sentó tras el escritorio. A Korotkov le parecía que el suelo seguía vacilando bajo sus pies. Entonces inclinó la cabeza y murmuró cerrando los ojos:

«El veinte fue lunes; luego el martes fue veintiuno. No. ¿Qué me está pasando? Mil novecientos veintiuno. Número de referencia 0,15. Espacio en blanco para la firma. Guión. Bartolomé Korotkov. Ese soy yo. Martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Martes empieza por M Miércoles también empieza por M y sábado, do..., por D como Domingo...»

Calzonov garabateó ruidosamente un papel, le estampó el sello y se lo entregó a Korotkov. En ese preciso instante el teléfono sonó impetuoso. Calzonov cogió el auricular y gruño:

—¡Bien! Sí, sí. Voy inmediatamente. Después se abalanzó hacia el perchero, cogió al vuelo la gorra, con la que se cubrió la calva, y, antes de desaparecer por la puerta, se disculpó diciendo:

—¡Espéreme en el despacho de Calzonov!

A Korotkov se le nubló completamente la vista cuando leyó aquel papel sellado:

«El portador de la presente es, efectivamente, mi adjunto, el camarada Basile Pavlovitch Kolobkov, lo cual certifico. Firmado: Calzonov.»

—¡Oh, no! —gimió Korotkov dejando caer el papel y la gorra al suelo—. ¿Qué está pasando aquí?

En ese momento chirrió la puerta. Era Calzonov, que regresaba con su barba.

—¿Se ha largado ya Calzonov? —preguntó a Korotkov con voz agridulce y sugestiva.

Todo se oscureció de repente.

—¡Aaaah! —aulló Korotkov, que ya no podía soportar aquel suplicio.

Entonces, fuera de sí, se abalanzó sobre Calzonov enseñándole los dientes. El miedo se reflejó de tal modo en aquel rostro barbado que ese puso repentinamente amarillo. Calzonov reculó rápidamente hacia la puerta, la abrió con estrépito, cayó de espaldas en el corredor sin poder sostenerse y se quedó en cuclillas; pero se incorporó en el acto y empezó a correr mientras gritaba:

—¡Socorro, conserje! ¡Ayúdeme!

—¡Espere! ¡Espere! Se lo ruego, camarada... —exclamó Korotkov, que había vuelto en si y corría tras Calzonov.

Se oyó un grito en la secretaría y los tres halcones dieron un brinco al mismo tiempo. La mujer que estaba sentada tras la máquina de escribir alzó sus ojos soñadores.

—¡Salgan de aquí! ¡Salgan de aquí! —escuchó que gritaba alguien histéricamente.

Calzonov fue el primero que salió disparado hacia el hall, se subió de un salto al estrado del órgano, vaciló un segundo, sin saber en qué dirección huir, y corrió finalmente hacia el ángulo derecho, donde desapareció tras el órgano. Korotkov se lanzó tras sus pasos, resbaló y, de no ser por la enorme manivela negra y curva que sobresalía de uno de sus amarillentos costados, sin duda se habría roto la crisma. Un faldón del abrigo se le quedó enganchado en ella. El raído paño se desgarró con un débil chirrido y Korotkov se quedó tranquilamente sentado en el frío suelo. La puerta que había detrás del órgano y que daba al callejón lateral se cerró tras Calzonov con un fuerte portazo.

—Dios mío... —empezó Korotkov, pero no concluyó la exclamación.

Del inmenso arcón que sostenía los tubos de cobre llenos de polvo surgió un extraño ruido, parecido al que produce un vaso al romperse. El ruido fue seguido por un borborigmo cavernoso y polvoriento, y más tarde por un extraño maullido cromático y un toque de campanas. Finalmente retumbó un sonoro acorde en tono mayor, producido por un soplo de un vivificante optimismo, y todo el armazón amarillo con sus tres filas de tubos empezó a sonar, dando salida a la acumulación de sonidos que se habían estancado en su interior.

El incendio de Moscú rugía y causaba estragos...

De pronto, apareció en el rectángulo oscuro de la puerta el rostro descolorido de Pantaleón, que se transformó en un abrir y cerrar de ojos. Un brillo triunfal iluminó su mirada; se estiró, se golpeó el brazo izquierdo con la mano derecha, como para colocarse una servilleta invisible, y salió pitando, inclinándose hacia un lado como si fuera un caballo enjaezado y bajando las escaleras con los brazos hacia adelante, como si llevara una bandeja llena de tazas.

La humareda se extendía a lo largo del río.

—Pero ¿qué he hecho? —exclamó Korotkov, El aparato, después de vomitar las primeras oleadas que habían permanecido petrificadas hasta entonces, siguió sonando sin interrupción, llenando las salas desiertas del SPIMAT con el rugido de un león de mil cabezas y un estruendo de clarines.

Mientras que sobre el pretil de las puertas del Kremlin.

Por encima de los aullidos, el estrépito y las campanas, se destacó el claxon de un automóvil. Un segundo después, Calzonov aparecía en la puerta principal. Era el Calzonov afeitado, vengativo y amenazador. Orlado por un siniestro fulgor azulado, subió las escaleras con paso regular. A Korotkov se le pusieron los pelos de punta y salió como una flecha. Abrió la puerta lateral, bajó la tortuosa escalera que había tras el órgano y se precipitó en el patio de grava. Después se alejó corriendo por la calle, como una bestia perseguida, mientras escuchaba el sordo murmullo del edificio de «La Rosa de los Alpes» tras él.

Estaba de pie, vestido de levita gris...

En la esquina había un cochero que trataba frenéticamente de hacer avanzar a su penco blandiendo la fusta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —balbuceó Korotkov entre sollozos—. ¡El, otra vez! Pero ¿qué está pasando aquí?

El Calzonov barbado apareció en la calzada junto al cabriolet. Saltó al coche y empezó a asestarle puñetazos en la espalda al cochero, gritando con su voz agridulce;

—¡Azótale, cochero! ¡Azótale, bribón!

El penco se agitó bruscamente, coceó bajo los lacerantes latigazos y salió al galope, haciendo retumbar la calle con el estrépito del cabriolet. Korotkov pudo ver, a través de un mar de lágrimas, cómo salía volando el sombrero acharolado del cochero, del que caían billetes, arremolinándose y dispersándose por el pavimento. Unos chavales, al verlo, corrieron a recogerlos. El cochero se volvió y tiró desesperadamente de las riendas; pero Calzonov le aporreó la espalda con furia, mientras rugía:

—¡Siga! ¡Siga! ¡Yo se lo pagaré!

Y el cochero gritó como un loco:

—¡Eh, señoría! ¿Quiere que me deje la piel o qué?

El cochero lanzó su rocinante a galope tendido y el carruaje desapareció a la vuelta de la esquina.

Korotkov contempló lloroso las nubes que avanzaban rápidamente sobre su cabeza, se tambaleó y gritó con dolor:

—¡Basta! No voy a dejar que esto se quede así. No pararé hasta aclararlo todo.

Dicho esto, dio un salto y se agarró al tirador de un tranvía que pasaba por allí. El traqueteo le zarandeó durante casi cinco minutos y le soltó frente a un edificio verde de ocho plantas. Entró corriendo en el hall, metió la cabeza por la abertura rectangular de un tabique de madera y le preguntó a un enorme hervidor azul:

—¿Dónde está la oficina de reclamaciones, camarada?

—En el séptimo piso, corredor 9, departamento 41, despacho 302 —respondió el hervidor con voz de mujer.

—Séptimo, 9, 41, trescientos... trescientos... ¿cuál era...? 302 —balbuceó Korotkov, mientras escalaba de cuatro en cuatro la espaciosa escalera.

—Séptimo, 9, 8, stop, 40... no, 42... no, 302 —mascullaba—. ¡Oh, Dios mío! Ya se me ha olvidado... Sí, es el 40, el 40.

Llegó al séptimo piso, recorrió tras puertas, vio la cifra «40» impresa en negro sobre la cuarta y entró en una inmensa sala de columnas, pintada a dos colores. Había rollos de papel tirados por todas partes y el suelo estaba sembrado de trozos de papel escritos. En un cornpartimento se perfilaba una mesita y una máquina de escribir ante la que estaba sentada una mujer dorada que tarareaba una canciocilla a media voz, con la mejilla apoyada en una mano. Korotkov miró a su alrededor con aire abatido y vio a un hombre de imponente estatura que descendía, con pasos lentos, de un estrado que había tras las columnas. Iba vestido con una hopalanda blanca a la polaca. Un bigote colgante y entrecano destacaba en su rostro de mármol. El hombre exhibía una sonrisa de exagerada cortesía, sin vida, una sonrisa de yeso. Se acercó a Korotkov, le estrechó la mano con delicadeza y dijo dando un taconazo:

—Jean Sobieski[1].

—No es posible... —respondió Korotkov estupefacto.

—A mucha gente le sorprende —dijo el extraño con un ligero acento extranjero—. Pero no se vaya a pensar que tengo nada que ver con aquel bandido. En absoluto. Es una fastidiosa coincidencia. Nada más que eso. Ya he solicitado el registro de mi nuevo nombre: Sotsvosski. Es bastante más bonito y menos peligroso. Por otra parte, si le resulta desagradable —el hombre torció la boca con desprecio—, no quiero forzar a nadie. Ya encontraremos gente. Estamos muy solicitados,

—¡Oh, no! ¡Por favor! ¡En absoluto! —exclamó dolorosamente Korotkov, que notaba que también allí, como en todas partes, estaba sucediendo algo extraño.

El secretario lanzó una mirada de animal acorralado a su alrededor, temiendo ver aparecer en cualquier momento el rostro afeitado de aquel cascarón calvo, y luego añadió con sencillez: —¡Encantado! ¡Encantado!

Una aureola moteada de color rosado se extendió levemente por el rostro del hombre de mármol, que levantó con suavidad la mano de Korotkov y lo llevó hacia la mesita mientras le decía:

—Yo también estoy encantado. Pero es una lástima: créame que no dispongo de un solo puesto donde instalarle. No se cuenta con nosotros, a pesar de nuestra importancia (el hombre señaló con la mano los rollos de papel). Hay intrigas... Pero nosotros seguiremos adelante, esté usted tranquilo... ¡Bueno...! ¿Qué sorpresa nos tiene reservada? ¿Qué novedad nos trae? —le preguntó con amabilidad a Korotkov, que estaba lívido—. ¡Oh, perdone! ¡Mil perdones! Permítame que le presente —hizo un elegante gesto con la mano hacia la máquina de escribir—: Henriette Potapovna Symophonance.

La mujer estrechó con su fría mano la de Korotkov y le dirigió una mirada lánguida.

—Veamos —prosiguió el anfitrión con unción—. ¿Qué nos ha traído? ¿Un folletín? ¿Un ensayo? —preguntó con voz cadenciosa y poniendo los ojos en blanco—. No se puede imaginar hasta qué punto tenemos necesidad de esos ensayos.

«¡Virgen santísima...! ¿De qué estará hablando?» pensó confusamente Korotkov; después, tras recuperar el aliento de forma convulsiva, dijo:

—Me ha... eh. .. me ha ocurrido algo espantoso. ¡Por el amor de Dios, no vaya a pensar que son alucinaciones...! ¡Ejem...! Eh... ¡Bueno...! (Korotkov intentó reír con una risa forzada, pero no lo consiguió). Es real, se lo aseguro... Pero no entiendo nada de lo que está ocurriendo; tan pronto tiene barba como, un minuto después, ya no la tiene... No comprendo nada en absoluto... Hasta su voz cambia... Y, para colmo, me han robado los papeles, todos sin excepción, y el vigilante ha muerto, como por casualidad. Este Calzonov...

—Le doy toda la razón —exclamó el anfitrión—. ¿Dónde están ahora?

—¡Oh, Dios mío! Sí, claro —replicó la mujer—. ¡Esos horribles Calzonov!

—Debe saber —interrumpió el anfitrión, muy excitado— que él es el culpable de nuestra actual situación. ¡Mire! ¡Contemple el espectáculo! Pero ¿qué entenderá ese hombre de periodismo? —el anfitrión cogió a Korotkov de un botón—. Dígame, se lo ruego, ¿qué puede saber él? Ha estado aquí dos días y me ha dejado a dos velas. Pero ¡no sabe la suerte que he tenido! Fui a ver a Théodore Vassiliévitch, y, al final, lo envió a otro destino. Le expuse la cuestión con crudeza: o él, o yo. Creo que le trasladó a un tal SPIMAT, o no sé dónde demonios. ¡Ojalá se haya atufado con sus cerillas! Pero los muebles... los muebles consiguió llevárselos a esa satánica oficina. Todos, por el amor de Dios. Permítame que le pregunte ¿Dónde voy a escribir yo ahora? ¿Dónde va a escribir usted mismo? Pues supongo que usted será de los nuestros, amigo mío (el anfitrión le pasó a Korotkov el brazo sobre los hombros). Eran unos magníficos muebles Luis XIV satinados, y el muy canalla los ha desperdigado de forma irresponsable por esa oficina de tres al cuarto que seguramente cerrarán el día menos pensado, dejando en la calle a quinientos desgraciados.

—¿Qué oficina? —preguntó Korotkov con voz apagada.

—¡Ah, sí! Las reclamaciones, o como él las llame allí —añadió el anfitrión con desprecio.

—¿Cómo? —preguntó con extrañeza—. ¿Cómo? ¿Dónde está?

—Allí —respondió el anfitrión sorprendido, apuntando hacia el suelo con el dedo.

Korotkov paseó por última vez sus ojos desorbitados por la blanca hopalanda y, un minuto después, se encontró de nuevo en el pasillo. Tras un instante de reflexión, se dirigió hacia la izquierda, en busca de una escalera que le condujera abajo. Corrió durante cinco minutos, siguiendo los caprichosos meandros del corredor y, pasados los cinco minutos, se encontró de nuevo en el lugar del que había partido. Puerta Nº.40.

—¡Maldita sea! —gritó Korotkov.

El secretario pateó el suelo y corrió hacia la derecha. Cinco minutos después estaba allí de nuevo. Entonces empujó bruscamente la puerta, se precipitó en la sala y comprobó que estaba desierta. Sólo vio la máquina de escribir, que le sonreía silenciosamente desde la mesa con sus dientes blancos. Korotkov se acercó a la columnata y encontró allí al anfitrión. Estaba sobre un pedestal. Ya no sonreía y parecía enfadado.

—Perdone que me fuera sin despedirme... —empezó Korotkov, y se quedó mudo.

El anfitrión no tenía nariz, le faltaba una oreja y le habían arrancado el brazo izquierdo. Korotkov retrocedió con el corazón en un puño y salió corriendo otra vez hacia el pasillo. De repente se abrió una puerta invisible y dio paso a una mujer totalmente morena y con el pelo rizado que llevaba varios cubos vacíos ensartados con un palo.

—¡Eh, paisana! —gritó Korotkov angustiado— ¿Dónde está la oficina?

—No sé, señorito, no sé, compadre. Pero no es por aquí, encanto. De todas formas, no la vas a encontrar. ¡Ni lo sueñes! Esto tiene nueve pisos.

—¡Vaya hombre! ¡La muy idiota...! —rugió Korotkov apretando los dientes, y salió rápidamente por la puerta.’

La mujer de la limpieza chasqueó la lengua tras él y el secretario se encontró en un fondo de saco sumido en la penumbra. Korotkov se lanzó contra las paredes, arañándolas como si estuviera atrapado en una mina, y acabó por caer sobre una superficie blanca que le hizo desembocar un una escalera. La bajó brincando sobre los escalones con cierto ritmo. Un ruido de pasos subía hacia él. Un oscuro temor le encogió el corazón y, un segundo después, Korotkov vio aparecer el casquete brillante, la guerrera gris, y la larga barba. Sus miradas se encontraron y, traspasados de miedo y dolor, ambos lanzaron un grito agudo. Korotkov se batió en retirada y retrocedió, subiendo la escalera, mientras Calzonov, presa de pánico, se precipitaba escaleras abajo.

—¡Espere...! —gritó roncamente Korotkov—. Un segundo... Sólo quiero que me explique...

—¡Socorro! —chilló Calzonov, abandonando su voz aguda y recuperando la de bajo metálico.

Al girarse, calló de espaldas con gran estrépito. El golpe le salió caro, pues se transformó en un gato negro de ojos fosforescentes, que volvió sobre sus pasos a toda velocidad; atravesó el descansillo con paso sigiloso, continuó avanzando, se hizo una bola, saltó hacia el alféizar de una ventana y desapareció a través de un hueco sin cristal, traspasando una tela de araña. Un velo blanco envolvió durante un segundo el cerebro de Korotkov, pero enseguida desapareció dando paso a una extraordinaria iluminación:

—Ahora todo está claro —murmuró Korotkov y se echó a reír entre dientes—. ¡Eso es! ¡Ahora comprendo! ¡Así que era eso! ¡Los gatos! Ahora se explica todo. ¡Los gatos!

Korotkov se echó a reír a carcajadas, cada vez más frenéticas, hasta que sus sonoras risotadas retumbaron por toda la escalera.


Al atardecer, el camarada Korotkov, sentado sobre el edredón de la cama, se bebió tres botellas de vino deseoso de olvidar todo y recobrar la calma. Esta vez el dolor se le extendió por toda 1a cabeza: le dolía la sien derecha y la izquierda, la nuca y hasta los párpados. Una ligera náusea le subió desde el fondo del estómago, revolviéndole las tripas en dos ocasiones. Korotkov vomitó en una palangana.

—Ya sé lo que haré —murmuró débilmente, con la cabeza inclinada—. Mañana trataré de no tropezarme con él. Y, como siempre está yendo de un sitio a otro, esperaré a que pase, escondido en una bocacalle o en un callejón. Calzonov pasará tranquilamente a mi lado. Si me ve y viene hacia mí, saldré corriendo. Al final, desistirá. «Sigue tranquilamente tu camino —le diré— que yo, por mí parte, no pienso volver al SPIMAT. No tengo el menor interés. Puedes ser director y secretario si lo deseas; no quiero ni la indemnización del tranvía. Ya me las arreglaré. Lo único que te pido es que me dejes en paz. Sé un gato o no lo seas, lleva barba o quítatela, pero ¡ocúpate de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos! Ya me buscaré otro enchufe y trabajaré tranquila y honradamente. Yo no me meto con nadie y que nadie se meta conmigo. No presentaré ninguna reclamación contra ti. Lo único que haré será ir mañana a solicitar mis nuevos papeles. Ya está bien.»

A lo lejos se oyeron sordamente las campanadas de un reloj. Pam... Pam...

«Es en casa de los Pestroukhine», pensó Korotkov, y contó: «Diez... once... doce, trece, catorce, quince... cuarenta...»

—El reloj ha dado cuarenta campanadas —murmuró Korotkov sonriendo con amargura, y se echó a llorar otra vez.

Más tarde, el vino de mesa volvió a producirle náuseas, violentas y convulsivas.

—Es fuerte, Ya lo creo que es fuerte este vino —musitó.

Después se dio la vuelta en la cama y empezó a gemir con la cara contra la almohada.

Pasaron dos horas. La lámpara, que se había quedado encendida, iluminaba el pálido rostro de Korotkov hundido en la almohada y su pelo despeinado.


Una luz otoñal despertó al camarada Korotkov tamizada por un velo nebuloso y extraño. El secretario subió la escalera, mirando temeroso a su alrededor, hasta llegar al séptimo piso. Luego dobló al azar hacia la derecha y lanzó un suspiro de alegría: una mano dibujada le señalaba un letrero: «Despachos 302-349» Siguiendo el dedo de la mano salvadora, Korotkov se deslizó hasta la puerta que exhibía el letrero: «Nº. 302. Oficina de reclamaciones». Antes de entrar, echó un vistazo circunspecto a la sala con el fin de evitar un encuentro que en esos momentos no deseaba. Después entró y se encontró ante siete mujeres sentadas ante sendas máquinas de escribir. Tras un leve titubeo, se acercó a la última, que tenía la tez mate y morena, se inclinó y, antes de que pudiera decirle nada, la morena le interrumpió súbitamente. Todas las mujeres dirigieron sus miradas hacia Korotkov.

—Salgamos al corredor —dijo brutalmente la mujer mate, retocando convulsivamente su peinado.

«¡Dios mío, otra vez! ¡Otra vez va a ocurrir algo...!», fue el oscuro pensamiento que le pasó por la mente a Korotkov. Lanzó un profundo suspiro y obedeció. Las seis mujeres que quedaron en la sala se pusieron a cotorrear con excitación en cuanto el secretario les dio la espalda.

La morena hizo salir a Korotkov y, en medio de la penumbra del desierto corredor, le dijo:

—Es usted terrible... Por su culpa no he podido pegar ojo en toda la noche. Al final me he decidido. ¡Haré lo que usted quiera! Soy toda suya.

Korotkov miró aquel rostro moreno de grandes ojos, que olía a lirios, emitió un sonido gutural y no dijo una palabra. La morena volvió a echar la cabeza hacia atrás y enseñó los dientes con aire de mártir; luego, cogió las manos de Korotkov, le atrajo hacia sí y le susurró:

—¿Por qué te quedas mudo, seductor? Me has subyugado con tu bravura, serpiente mía. ¡Bésame, bésame enseguida, antes de que aparezca alguien de la comisión de control!

Un extraño sonido volvió a salir de la boca de Korotkov. El secretario se tambaleó, sintió cierto sabor agradable y dulce en los labios, y vio aparecer unas enormes pupilas antes sus ojos.

—Seré tuya... —oyó murmurar muy cerca de su boca.

—No es eso lo que necesito —respondió con voz ronca—. Me han robado los papeles.

—¡Vaya, vaya! —oyó de pronto a su espalda. Korotkov se volvió y descubrió al viejecito del traje de lustrina.

—¡Oh! —exclamó la morena, y corrió hacia la puerta tapándose la cara con las manos.

—¡Ji! —exclamó el anciano—. ¡No está nada mal! Está usted en todas partes, señor Kolobkov. ¡Vaya, vaya! Es usted un pícaro. Pero, no se moleste: usted puede dar los besos que quiera, pero no es así como conseguirá un destino. Ya ve: yo, que soy un anciano, he conseguido uno. Y ahora, me largo. Sí, señor.

Y diciendo estas palabras, le hizo una cuchufleta con su manita reseca.

—Elaboraré un bonito informe contra usted —continuó la lustrina con saña—. Sí, señor. Usted ya ha desflorado a tres en la división central, y ahora ataca a las subdivisiones ¿no? No le importa que unos angelitos estén llorando por su culpa en estos momentos ¿verdad? Ahora es cuando lo lamentan, las pobres; pero ya no hay nada que hacer, es demasiado tarde. Nadie más le entregará su flor virginal; aquí no.

El anciano sacó de su bolsillo un gran pañuelo estampado con florecillas naranjas, lloró y se sonó la nariz.

—¿Pretende arrancar de las manos de un pobre anciano las migajas de los gastos de desplazamiento, señor Kolobkov? ¡Bien! ¡Cuente con ello...!

El viejecillo empezó a temblar, se echó a llorar y dejó caer la cartera.

—¡Tenga! ¡Coma! Que se muera de hambre el pobre viejo, solitario y bonachón ¿no? Eso es... Le está bien empleado, al perro viejo. Pero recuerde una cosa, señor Kolobkov —la voz del anciano adquirió un tono profético y amenazador y se llenó de toques de campanas—: no sacará provecho de ese dinero satánico, seño Kolobkov. ¡Se le atragantará!

Y el viejo se deshizo en frenéticos sollozos.

A Korotkov le dio un ataque de nervios. De pronto, de forma inesperada, se puso a golpear rítmicamente el suelo con los pies.

—¡Váyase al diablo! —dijo con una voz áspera y enfermiza que retumbó bajo las bóvedas—. Yo no soy Kolobkov. ¡Déjeme en paz! Yo no soy Kolobkov y no pienso irme. ¡No pienso irme!

Y el secretario empezó a desgarrarse el cuello de la camisa.

El viejo se acobardó al instante y se puso a temblar de miedo.

—¡El siguiente! —graznó la puerta.

Korotkov se calló y entró. Giró a la izquierda para esquivar la máquina de escribir y se encontró frente a un tipo voluminoso, rubio y distinguido, que vestía un traje azul. El rubio le hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—¡Sea breve, camarada! ¡Vaya al grano! Explíquese en dos palabras. ¿Poltava o Irkoutsk?

—Me han robado los papeles —respondió Korotkov compungido, mirando a su alrededor con aire extraviado—. Y, además, se me ha aparecido un gato. No hay derecho. Jamás en mi vida me he dado por vencido. Es por las cerillas. No hay derecho a que me persigan. Me da igual que sea Calzonov. Me han robado los pa...

—Eso no tiene importancia —replicó el hombre de azul—. Le será suministrado todo el equipo. Camisas y sábanas. Y si va a Irkoutsk podrá conseguir también una pelliza de ocasión... ¡Sea breve!

El hombre hizo tintinear musicalmente una llave en una cerradura, abrió un cajón, echó un vistazo dentro y dijo con gran cortesía:

—¡Salga se lo ruego, Serge Nikolaïévitch!

Y, al momento, surgió del cajón de madera una cabeza bien peinada, con el pelo blanco como el lino y unos ojos que se movían vivaces. A continuación, apareció el pescuezo, desenroscándose como una serpiente, y crujió el cuello almidonado de su camisa; después apareció el traje, los brazos, el pantalón y, al cabo de un instante, emergió sobre el tapete rojo un secretario totalmente acabado, que chilló: «¡Buenos días!» Luego se sacudió como un perro que acaba de bañarse y se bajó de un salto; se puso los manguitos encima de las mangas, sacó una pluma patentada del bolsillo y se puso a garabatear en un papel.

Korotkov se apartó rápidamente, señaló con el dedo y le dijo con voz lastimera al hombre de azul:

—¡Mire! ¡Mire! ¡Acaba de salir de la mesa! Pero, ¿cómo es posible?

—Efectivamente, acaba de salir de la mesa —respondió el hombre de azul—. No puede pasarse todo el día acostado. Es el momento; ha llegado su hora. Cuestión de cronometraje.

—Pero ¿cómo... cómo...? —tartamudeó Korotkov.

—¡Por lo que más quiera! —se impacientó el hombre de azul—. ¡No me haga perder el tiempo, camarada!

La cabeza de la morena se asomó por la puerta y gritó con voz jubilosa y sobreexcitada:

—Ya he mandado los papeles a Poltava, a 43 grados de latitud y 5 de longitud.

—¡Muy bien! ¡Estupendo! —respondió el rubio—. Ya está bien de retrasos.

—¡No quiero! —exclamó Korotkov con la mirada perdida—. Ella quiere entregarse a mí, y eso me parece abominable. ¡Me niego! ¡Déme mis papeles! ¡Devuélvame mi maldito nombre!

—Camarada, en esta oficina se certifican uniones matrimoniales —graznó el secretario—. No podemos hacer nada por usted.

—¡Oh! ¡El muy estúpido! —exclamó la morena, asomándose de nuevo—. ¡Acepta! ¡Acepta! —gritó con voz de apuntador de teatro.

Su cabeza aparecía y desaparecía de forma intermitente.

—¡Camarada! —Korotkov rompió a llorar y las lágrimas le nublaron la vista—. ¡Camarada! ¡Te lo suplico, entrégame mis papeles! ¡Hazme ese favor! Te lo pido de rodillas. Después me retiraré a un convento.

—¡Camarada! ¡No me venga ahora con ataques de nervios! Expóngame por escrito de forma concreta o abstracta, urgentemente y en secreto: ¿Poltava o Irkoutsk? ¡Y no haga perder el tiempo a la gente que está ocupada! ¡Prohibido deambular por los pasillos! ¡Prohibido escupir! ¡Prohibido fumar! ¡No moleste viniendo a pedir cambio! —rugió el rubio, fuera de sí.

—¡No se permite dar la mano! —cacareó el secretario.

—¡Vivan los abrazos! —cuchicheó con pasión la morena, que atravesó la sala como una exhalación y perfumó con un aroma de lirios el cuello de Korotkov.

—Está escrito en la tercera ordenanza: ¡no entrarás en el despacho de tu prójimo sin anunciarte! —masculló el hombre de la lustrina, y surcó los aires batiendo sus alas de halcón peregrino—. Por eso no entro, no quiero entrar, señores. Pero les haré llegar unos papelitos. Ahí van (¡paf...!) Bastará con que firmen uno de ellos para ir a parar al banquillo de los acusados.

El anciano sacó de su ancha y negra manga un paquete de hojas blancas que volaron por todas partes y se posaron sobre las mesas, como se posan las gaviotas sobre las rocas de la costa.

Un velo de bruma inundó la sala y las ventanas empezaron a oscilar.

—¡Camarada rubio! —gimió Korotkov agotado—. ¡Aniquílame, si quieres, aquí mismo, pero facilítame algún documento! Te besaré la mano.

El rubio empezó a hincharse y a crecer en medio de la bruma, mientras firmaba frenéticamente las hojas del anciano y se las tiraba al secretario, que las atrapaba entre gorgoritos de felicidad.

—¡Que se vaya al diablo! —rugió el rubio—. ¡Al diablo! ¡Eh, las mecanógrafas!

Hizo una señal con su enorme mano y la pared se desplomó ante los ojos de Korotkov; treinta máquinas de escribir, colocadas en sus respectivas mesas, hicieron sonar los timbres y se pusieron a tocar un foxtrot. Una treintena de mujeres, meneando el trasero, balanceando voluptuosamente los hombros y lanzando oleadas de espuma blanca con sus piernas color crema, se pusieron en movimiento e iniciaron el desfile inaugural, después de dar la vuelta a las mesas.

Serpientes de papel blanco surgieron de las fauces de las máquinas de escribir y empezaron a enrollarse, cortarse y unirse. Entonces apareció un pantalón blanco con tiras violetas. «El portador de la presente es realmente un portador y no un golfo.»

—¡Póntelo! —tronó el rubio en medio de la niebla.

—¡Brrr! —lloriqueó Korotkov con voz agridulce, y se golpeó la cabeza con la esquina de la mesa del rubio. Por un momento sintió cierto alivio en la cabeza y poco después vio una cara bañada en lágrimas que se agitaba ante él.

—¡Valeriana! —gritó alguien desde el techo.

El halcón peregrino, como un pájaro negro, oscureció la luz y el viejecillo murmuró con ansiedad:

—Ahora sólo hay una posibilidad de salvación: hay que ir a buscar a Dyrkine a la sección quinta. ¡Fuera todo el mundo! ¡Rápido!

Se difundió un olor a éter y unas manos llevaron a Korotkov con mucha delicadeza hasta el oscuro corredor. El halcón le abrazó y le arrastró, mientras le susurraba con voz burlona:

—¡Vaya, vaya! Parece que se han tragado el anzuelo: con lo que les he dejado sobre la mesa, ninguno de ellos tardará menos de cinco años en encontrarle, a pesar de la retirada de las tropas del campo de batalla. ¡Largo de aquí! ¡Rápido!

El halcón se alejó con un batir de alas. Un viento húmedo sopló a través de la rejilla del ascensor que se hundía en el abismo.


La cabina de hielo empezó a descender y dos Korotkov se fueron hasta el fondo. El Korotkov principal, el número uno, olvidó al Korotkov número dos en el hielo de la cabina y salió solo al fresco hall. Un hombre muy gordo y colorado, que llevaba sombrero de copa, recibió a Korotkov con estas palabras:

—Vaya, esto sí que es bueno. ¡Muy bien, queda detenido!

—No me pueden detener —respondió Korotkov estallando en una risa satánica—, porque nadie sabe quién soy yo. ¡Así es! No pueden detenerme ni casarme. Y no pienso ir a Poltava.

El hombre gordo tembló de miedo, miró a los ojos a Korotkov y retrocedió.

—¡Intente detenerme! —chilló Korotkov, sacándole al gordo la lengua blanca que olía a valeriana—. ¿Cómo vas a detenerme, si en lugar de papeles tengo... nada? A lo mejor soy Hohenzollen[2].

—¡Dios mío! —murmuró el gordo santiguándose con mano temblorosa y pasando del colorado al amarillo.

—¿No habrá visto por casualidad a Calzonov? —preguntó Korotkov con voz nerviosa, mientras miraba a su alrededor—. ¡Contesta, gordo repleto de sopa!

—En absoluto —respondió el gordo, alterando su tono colorado por el gris.

—Entonces ¿qué puedo hacer, eh?

—Debe hablar con Dyrkine, está claro —dijo rápidamente el gordo—. Eso es: hay que ver a Dyrkine, es lo mejor. Aunque es un hombre terrible y nadie tiene el menor interés en toparse con él. Ya ha despedido a dos peces gordos. Hace un momento acaba de destrozar el teléfono.

—¡No importa! —respondió Korotkov, y escupió con energía—. Ahora ya todo nos da igual. ¡Vamos arriba!

—Tenga cuidado, no vaya a golpearse la pierna, camarada plenipotenciario —dijo amablemente el gordo, haciendo subir a Korotkov al ascensor.

En el piso superior se tropezaron con un muchacho de dieciséis años que gritó con una horrible voz:

—¿Adónde vas? ¡Detente!

—No me fastidies, niño: ¡di «señor»! —dijo el gordo, encogiéndose y cubriéndose la cabeza con las manos—. Desea ver a Dyrkine en persona.

—¡Adelante! —voceó el muchacho.

Y el gordo murmuró:

—Entre, su excelencia. Yo le esperaré aquí, en el banco. Tengo un extraño temor...

Korotkov penetró en un oscuro vestíbulo, y después en una sala vacía cubierta con una alfombra azul claro muy gastada. Se detuvo ante una puerta que tenía inscrito el nombre de Dyrkine y vaciló un instante; pero enseguida la abrió y se encontró en un gabinete agradablemente amueblado, con un inmenso escritorio color frambuesa y un reloj de péndulo en la pared. Dyrkine, un hombre pequeño y rechoncho, saltó como un resorte tras su escritorio y vociferó alzando el mostacho: «¡Silencio!», aunque Korotkov aún no había pronunciado una sola palabra.

En ese instante apareció en el gabinete un adolescente pálido con una cartera en la mano. El rostro de Dyrkine se llenó al momento de pequeñas arrugas sonrientes.

—¡Ah! —exclamó con voz empalagosa—. Arthur Arthur’itch. ¡A sus órdenes!

—Escucha, Dyrkine —dijo el adolescente con voz metálica—. ¿Eres tú quien ha escrito a Pozyriov que al parecer yo había establecido mi dictadura personal en la caja de pensiones y que me había quedado con el dinero de las pensiones del mes de mayo? ¿Has sido tú? ¡Responde, canalla innoble!

—¿Yo...? —farfulló Dyrkine; y el terrible Dyrkine se transformó por arte de magia en el buenazo de Dyrkine—. Yo, Arthur Dictadur’itch... Puede estar seguro de que yo... Está en un error...

—¡Ah, canalla, canalla! —dijo el adolescente recalcando las palabras.

El recién llegado sacudió la cabeza, levantó la cartera y le propinó a Dyrkine un golpe en la oreja, como quien pone una torta en un plato.

Korotkov soltó un «¡ay!» maquinal y se quedó petrificado.

—Tú también tendrás tu merecido, como todos los granujas que se atreven a meter las narices en mis asuntos —dijo el adolescente con una voz terrorífica.

Después, abandonó el gabinete, tras amenazar a Korotkov con un puño rojo, a modo de adiós.

Durante dos minutos reinó el más absoluto silencio en el despacho— Sólo se oía el tintinear de los colgantes de los candelabros al paso de algún camión.

—Ya ve, joven —dijo el bueno de Dyrkine, humillado y con una amarga sonrisa—, ya ve cómo le agradecen a uno sus sacrificios. Uno no duerme de noche, no come cuando tiene hambre ni bebe cuando tiene sed, y el resultado siempre es el mismo: a uno le acaban pillando por irse de la lengua: ¿Es ése también el motivo de su visita? ¡Muy bien! ¡Péguele a Dyrkine, péguele! Debe haber un chivo expiatorio. A lo mejor se hace daño con la mano. ¡Coja mejor un candelabro!

Y Dyrkine le ofreció desde el escritorio sus carnosas y tentadoras mejillas. Sin comprender muy bien lo que estaba sucediendo, Korotkov sonrió a través con aire enojado, cogió un candelabro por el pie y le asestó a Dyrkine un golpe en la cabeza con las velas. Se produjo un chasquido, y un hilo de sangre brotó de la nariz de Dyrkine y goteó sobre la mesa. El hombrecillo gritó: «¡Socorro!» y huyó por una puerta interior.

«¡Cu-cu!», cantó jubiloso el cuco de los bosques saliendo de un salto de su chalet policromado de Nuremberg, adosado a 1a pared.

—¡Ku klus klan! —volvió a cantar, transformándose en una cabeza calva—. ¡Tomaremos nota de cómo trata a los funcionarios!

A Korotkov le cegó la rabia, blandió el candelabro y descargó un golpe sobre el reloj de pared. El reloj respondió lanzando un gruñido seguido de un chorro de agujas de oro. Calzonov saltó fuera del reloj y se transformó en un gallo blanco que llevaba un letrero al cuello: «Documentos clasificados». Bajo esta forma abandonó la habitación. Los aullidos de Dyrkine pronto retumbaron tras la puerta interior.

—¡Atrapen a ese bandido!

Enseguida empezó a oírse por todas partes un rumor de pasos que se acercaban. Korotkov se dio media vuelta y salió disparado.


El gordo saltó a la cabina del ascensor, se protegió tras la puerta enrejada y desapareció en el abismo, mientras por la espaciosa y roída escalera se precipitaba un extraño desfile: en cabeza, la chistera negra del gordo; tras ella, el gallo blanco, seguido de un candelabro que pasó a un dedo de su blanca cabecita puntiaguda; y a continuación, Korotkov, el adolescente de dieciséis años con un revólver en la mano y algunas personas más, que golpeaban los peldaños con sus botas de hierro. La escalera gimió, retumbando con un tintinea de bronce, en media de los angustiados portazos que se producían en los rellanos.

Alguien se asomó desde el piso superior y gritó con un megáfono:

—¿Qué sección se está mudando? ¡Se han dejado una caja fuerte!

Una voz de mujer respondió desde abajo:

—¡Los ladrones!

Korotkov fue el primero en cruzar la inmensa puerta que conducía al exterior, después de adelantar a la chistera y al candelabro. Una vez fuera, aspiró una enorme bocanada de aire caliente y se lanzó a la calle. El gallo blanco desapareció bajo tierra dejando tras de sí un intenso olor a azufre. El halcón negro se tejió con hilos de aire y se puso a revolotear alrededor de Korotkov al tiempo que lanzaba un grito penetrante:

—¡Han agredido a los miembros de la corporación, camaradas!

Los transeúntes se apartaban al paso de Korotkov y se escondían en los portales. Las batas cortas brillaban al sol y desaparecían. Alguien azuzó frenéticamente a la gente contra él, gritando: «¡A por él, a por él!» Enseguida se multiplicaron los gritos roncos y angustiados: «¡Detenedle!» Los cierres metálicos cayeron con estrepitosa cadencia y un cojo, que estaba sentado en la vía del tranvía, chilló:

—¡Se ha escapado!

En ese momento, Korotkov empezó a escuchar detonaciones de armas de fuego tras él, rápidas y alegres, como petardos navideños, y las balas pasaron silbando a su lado y por encima de él. Resoplando como el fuelle de una fragua, Korotkov corrió hacia un edificio gigantesco de diez pisos, cuyo lateral daba a la calle y la fachada a un estrecho callejón. En la esquina había un letrero de cristal con la inscripción «Restaurant and Beer» que saltó hecho pedazos, y un cochero de cierta edad que pasaba por allí se apeó de la silla y se sentó en la calzada, mientras decía con voz desmayada:

—¡No está mal! ¿Qué pasa, muchachos? ¿Estáis tirando a lo loco?

Un hombre que salía del callejón intentó agarrar a Korotkov por el faldón del abrigo y se quedó con el faldón en las manos. Korotkov dobló la esquina de la calle, batió varias marcas con su carrera y desapareció en el espacio helado del hall. Un chico con galones y botones dorados salió rápidamente del ascensor y se puso a llorar.

—¡Suba, señor, suba! —dijo gimoteando—. ¡Pero no le haga nada a un pobre huérfano!

Korotkov se metió en la caja del ascensor, se sentó en el canapé verde, frente al otro Korotkov, y empezó a respirar como un pez en la arena. El chico entró hipando tras él, cerró la puerta, accionó el tirador y el ascensor se elevó. Enseguida empezaron a retumbar disparos abajo, en el hall, y las puertas giratorias se pusieron a dar vueltas sin cesar.

El ascensor subía con una lentitud exasperante. El muchacho, ya más tranquilo, se limpió la nariz con una mano y accionó el tirador con la otra.

—¿Te has llevado los cuartos, señor? —preguntó el chico con curiosidad, mirando fijamente a Korotkov, que estaba destrozado.

—He atacado... a Calzonov... —respondió Korotkov jadeante—, pero él acaba de pasar a la ofensiva...

—Lo mejor que puedes hacer, señor, es ir arriba del todo, donde están las salas de billar —le aconsejó el muchacho—. Allí te harás fuerte en el tejado y podrás resistir si consigues un máuser.

—¡Muy bien! ¡Arriba...! —aceptó Korotkov. Al cabo de un minuto, el ascensor se detuvo sin sacudidas. El chico abrió las enormes puertas y dijo, tras aspirar con la nariz:

—¡Baja, señor! ¡Píratelas al tejado!

Korotkov saltó al descansillo, miró a su alrededor y aguzó el oído. Se oía un zumbido que venía de abajo, que ascendía y subía de tono; a un lado, a través de una mampara de cristal, se escuchaba el entrechocar de bolas de marfil. Tras la mampara, aparecieron furtivamente unos rostros asustados. El muchacho corrió entonces hacia el ascensor, cerró la puerta y empezó a bajar.

Después de estudiar la situación con ojo de águila, Korotkov vaciló un segundo y, al grito marcial de «¡Adelante!», irrumpió en la sala de billar. Vio pasar velozmente a su lado los tapetes verdes con sus bolas blancas y brillantes y algunos rostros pálidos. Abajo se oyó un disparo, que retumbó junto a él produciendo un eco ensordecedor. En alguna parte se rompieron unos cristales con gran estruendo. Como sí obedecieran a una señal determinada, los jugadores tiraron desordenadamente sus tacos y se precipitaron en tromba sobre la puerta lateral, por donde salieron en fila india. Korotkov se puso nervioso: cerró la puerta tras ellos, echó el pestillo, atrancó ruidosamente la puerta de cristal de la entrada, que conducía de la escalera a la sala de billar, y, en un abrir y cerrar de ojos, se armó de bolas. Al cabo de unos segundos apareció una primera cabeza tras la cristalera, del lado del ascensor. Una bola salió disparada de la mano de Korotkov, atravesó silbando la cristalera y, al instante, la cabeza desapareció. Surgió un pálido resplandor y una segunda cabeza apareció en su lugar, y después una tercera. Las bolas volaron una tras otra y los cristales de la mampara estallaron sucesivamente. Un redoble seco retumbó por toda la escalera. Era una ametralladora, cuyo rugido venía a responderle con un estruendo tan ensordecedor como el de una máquina de coser Singer, haciendo estremecerse a todo el edificio. Los cristales y sus bastidores quedaron segados como con un cuchillo en la parte superior y la escayola se dispersó en forma de nube de polvo por toda la sala de billar.

Korotkov comprendió enseguida que no podía conservar su posición. Cogió carrerilla, se cubrió la cabeza con las manos y empezó a dar patadas en la tercera mampara de cristal, tras la cual se abría la azotea, plana y asfaltada, del edificio. La mampara se resquebrajó y se vino abajo. Bajo un intenso fuego, Korotkov consiguió lanzar quince bolas de billar a la azotea. Las bolas rodaron en todas direcciones sobre el asfalto como cabezas decapitadas. Korotkov saltó a la azotea justo a tiempo, pues la ametralladora disparó más abajo, cortando la parte inferior de los bastidores.

—¡Ríndete! —escuchó confusamente.

En ese momento, Korotkov descubrió ante si un sol agonizante, justo encima de su cabeza, un cielo paliducho, una ligera brisa y el asfalto helado. Abajo, en el exterior, la ciudad daba muestras de vida por medio de un inquieto zumbido amortiguado. Korotkov saltó al asfalto, miró a su alrededor y cogió tres bolas. Después, corrió hacia el parapeto, lo escaló y miró hacia abajo. Le dio un mareo. Ante él se extendían los tejados de las casas, que parecían planos y diminutos, una plaza, por la que avanzaban los tranvías muy despacio, y la muchedumbre, que parecía formada por insectos. Korotkov distinguió enseguida unas figuritas grisáceas que se desplegaban por las profundidades del callejón, agitándose Y aproximándose a la escalinata, seguidas de un pesado juguete lleno de cabecitas doradas y relucientes:

—¡Estoy rodeado! —exclamó—. ¡Los bomberos!

Korotkov se asomó por encima del parapeto, se aferró a él y lanzó tres bolas una tras otra. Las bolas se elevaron dando vueltas y, tras describir un semicírculo, cayeron a plomo. Korotkov cogió otras tres bolas, volvió a trepar, sacó el brazo y las tiró. Las bolas resplandecieron como si fueran de plata, se volvieron totalmente negras al descender, brillaron de nuevo Y desaparecieron. A Korotkov le pareció que los insectos se habían puesto a correr enloquecidos por la plaza inundada de sol. Volvió a bajar para coger un nuevo lote de municiones, pero ya no le dio tiempo Un numeroso grupo de personas, precedido de un incesante estrépito de vidrios rotos, penetró en 1a azotea a través de la brecha abierta en la sala de billar. Empezaron a saltar como pequeños guisantes sobre el tejado, que se llenó de gorras y capotes grises.

El anciano se coló a través de la cristalera superior, sin tocar el suelo. Después la mampara se desplomó por completo y dio paso al terrible

Calzonov de rostro afeitado, que se deslizaba sobre unos patines de ruedas con un viejo mosquete en la mano.

—¡Ríndete! —oyó rugir Korotkov delante, detrás y por encima de él, quedando los demás sonidos anulados bajo la insoportable y ensordecedora voz de bajo con timbre de cacerola.

—Desde luego —gritó débilmente Korotkov—, desde luego. La batalla se ha perdido. ¡Ta-ta-ta! —tarareó, reproduciendo con los labios el toque de retirada.

Entonces se sintió invadido por la audacia de la muerte y trepó a un poste del parapeto, agarrándose y manteniendo el equilibrio con movimientos rítmicos. Una vez arriba, se balanceó, se irguió en toda su estatura y gritó:

—¡Antes la muerte que el deshonor!

Sus perseguidores estaban ya a dos pasos de él. Podía ver sus manos extendidas; una llama brotó de la boca de Calzonov. Korotkov se sintió atraído hasta perder el aliento por el soleado abismo y, lanzando un estridente grito de victoria, saltó y se elevó en el aire. Durante un instante se quedó sin respiración. Confusamente, muy confusamente, Korotkov vio subir, como impulsado por una explosión, un objeto gris lleno de negros agujeros, que pasó a su lado. Enseguida vio caer con toda claridad el objeto gris al suelo, mientras él se elevaba hacia el fondo del callejón, que ahora se encontraba encima de él. Poco después, un sol sangriento estalló en su cabeza y ya no vio nada más.



[1] Jean Sobieski es el nombre de un célebre rey de Polonia, que reinó en el siglo XVII

[2] Apellido de la última casa imperial alemana.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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