lunes, 27 de enero de 2025

La mente del escritor BRUNO ESTAÑOL FRAGMENTO

 



La creatividad en la literatura, la pintura y la música 

La mente del escritor 

 Para los antiguos lósofos griegos la losofía no era sólo una re exión sobre el universo y la propia naturaleza humana sino una forma particular y única de vivir. Sócrates lo dijo admirablemente: una vida no examinada no vale la pena de vivirse. La literatura no es sólo una profesión o una vocación libremente elegida entre todas sino, y sobre todo, una manera de vivir. Una forma personal de vivir. El escritor de cción vive para contar sus historias y cuenta sus historias para vivir. El escritor, como lo quería Pavese, tiene la esperanza de que exista un arte de vivir, así como existe un arte de escribir. A veces quiere vivir más intensamente que otros, acaso con el afán de ganar experiencias para poderlas contar. Tal es el caso de Richard Francis Burton, Ernest Hemingway, Antoine de Saint-Exupéry, Boris Vian, André Malraux, Malcolm Lowry. Estos escritores aventureros y viajeros preferían vivir intensamente para tener historias que contar ya que, como dijo Hemingway, es mejor que se “melle la pluma” y no carecer de algo interesante que relatar. En palabras de Homero: “Los dioses tejen desdichas para que a los hombres no les falte algo que contar”. Hay aventureros sedentarios como Borges y Alfonso Reyes cuyas únicas reales aventuras hayan sido acaso afortunados encuentros con extraños libros. Son los aventureros intelectuales o aventureros del espíritu, como Denis Diderot, editor de la Enciclopedia en Francia en el siglo XVIII. Para Borges, la teología es una forma apasionante de la literatura fantástica. Todos los escritores de cción son, en n, aventureros con una curiosidad desmesurada. No obstante, la aventura real e imaginaria tiene que tener un n: todos los escritores, en algún momento, tienen que sentarse ante el papel en blanco y pergeñar una historia. En ese acto decisivo e irreversible de sus vidas están completamente solos. Largas horas de soledad en la lectura y la escritura son el pago del escritor a la vida. Con frecuencia esto implica el sacri cio de la vida familiar y social y, a veces, de otros placeres o intereses. Este sacri cio está presente también en todas las ramas de la ciencia y del arte. Esta visión de la escritura como una forma de vivir contrasta con la visión del escritor como un testigo de su tiempo o como un espejo de su tiempo. Esta visión fue encarnada por Stendhal, quien dijo que el novelista era un hombre que caminaba por el mundo con un espejo sobre su cabeza. Esta aparente objetividad del escritor es probablemente un mito. El escritor no es un testigo imparcial de su tiempo. No podría serlo aunque quisiera. La visión de la escritura como una forma de vivir la vida también contrasta con la idea de que el escritor de cción deba ser un educador o incluso un luchador social. Puede serlo, pero su primera obligación es con su arte y consigo mismo. La concepción del arte como una forma de escapar de la realidad intolerable del mundo ha sido expresada en varias ocasiones por diversos autores en diversas épocas. Pienso que tiene mucho de cierto y que valdría la pena explorar la historia de esta idea. El pintor mexicano Leonardo Nierman la ha expresado así: la pintura no es completamente inútil, ni completamente necesaria, el pintor se entretuvo más en pintarla que el resto de los hombres en verla. Algunos seres humanos gozan viendo una pintura y esto les alivia sus penas. Lo mismo se puede decir de la danza, de la música y desde luego de la literatura. He sentido varias veces que la literatura es una de las pocas verdaderas vocaciones. Ser un escritor profesional sólo signi ca que uno le ha dedicado a la escritura una parte muy importante del tiempo que le tocó vivir. Al asumir la escritura se asume una forma de vida; tal vez ni mejor ni peor que otras. El escritor acepta la escritura como una forma de estar en el mundo, como diría Heidegger. 

 La creación literaria es un misterio. 

Queremos entender este misterio sólo con nuestra inteligencia y no, también, con nuestros sentimientos y emociones. No sé si exista una mente de escritor o una mente literaria como lo ha propuesto Mark Turner. Este es un concepto platónico. Existen, sin duda, diversas mentes que corresponden a los diversos escritores. No sé si comparten características universales. Es posible que sí. Los escritores pueden compartir ciertos temperamentos o estrategias cognitivas y formas de comprender el mundo. No obstante, tengo la convicción de que las mentes de cada uno de los escritores son singulares e irrepetibles. Hablo aquí de la mente del escritor de cción. La palabra cción viene del latín ctio, de ngere, ngir, y los diccionarios la de nen como creación de la imaginación. El Diccionario de la lengua española tiene dos acepciones: 1) acción y efecto de ngir; 2) invención, cosa ngida. El narrador es así de nido escuetamente como un mentiroso. No sólo es posible sino probable. El narrador mexicano Federico Campbell ha dicho que la paradoja del narrador es que dice más verdades con sus mentiras que las verdades que leemos habitualmente en los periódicos. Las siguientes propuestas re exionan sobre la mente narrativa. Algunas propuestas vienen de la psicología cognitiva y de la neuro siología y otras de cómo he vivido mi propia vida de narrador. Mi primer supuesto es que el escritor de cción tiene un cerebro especializado y que esta especialización la ha adquirido a través de varios años de arduo trabajo con la ayuda de ciertas cualidades innatas. El músico, el matemático, el ajedrecista, el pintor, la bailarina de ballet, el deportista profesional, tienen un cerebro especializado que ha tomado, de acuerdo con ciertos autores, en promedio unos diez años de cotidiana práctica. El violinista y el pianista, y para el caso todo tipo de músico, tienen una especialización cerebral que se ha iniciado desde la infancia temprana. El caso opuesto de la especialización cerebral podría ser ejempli cado por aquellos sujetos que han sido capaces de ser creativos en diversos dominios de la ciencia y el arte como en la música, los idiomas, las matemáticas, la danza, el ajedrez, etcétera. Ejemplos de estos individuos incluyen a Leonardo Da Vinci, cientí co, ingeniero, anatomista, escultor, pintor; Ludwig Wittgenstein, matemático, músico, lósofo, ingeniero aeronáutico, arquitecto, especialista en lógica matemática; Emmanuel Lasker, campeón mundial de ajedrez por veintiocho años, lósofo y matemático; Blaise Pascal, jugador, matemático, lósofo, ensayista, pensador religioso e introductor del primer transporte público de París; Girolamo Cardano, médico, lósofo, matemático, jugador, explorador de los sueños; Pierre de Fermat, doctor en derecho, notario, matemático. Varios ejemplos se pueden aducir de físicos y matemáticos que también eran músicos o escritores y hasta la inverosímil conjunción de la política y la literatura. Es concebible la hipótesis de que un cerebro especializado en un único dominio se haría a expensas de otras funciones cerebrales, mientras que en la mayoría de los individuos más o menos normales, y en las personas con talentos múltiples, existiría una relativa menor especialización de las diversas áreas cerebrales que así se tendrían que repartir entre numerosos dominios. De esta manera la súper especialización podría ser un inconveniente para la creatividad en otros dominios que no sean aquél en que el cerebro se ha especializado. Un ejemplo puede ser el caso del mnemonista ruso Shereshevsky, estudiado por Alexander Luria, a quien su prodigiosa memoria no le con rió ninguna ventaja adaptativa. Fue incapaz de vivir como violinista y tampoco como periodista y al nal de su vida tuvo que trabajar en los circos desplegando su prodigiosa memoria para asombro de los asistentes. La opinión de que el cerebro especializado es el que tiene mayores posibilidades de ser creativo ha sido expresada por diversos autores. El matemático de Cambridge, G. H. Hardy, fue quien expresó esta idea con mayor contundencia en su libro A Mathematician’s Apology. En este texto declaró que el cerebro de las personas creativas sólo es creativo en un solo dominio y que la mayoría de las personas no tiene ningún talento. No hay que perder la esperanza; léase: la mayoría de las personas no tiene ninguna especialización cerebral. La idea de Hardy sólo puede ser apreciada cuando aprendemos que él mismo toda su vida fue un matemático profesional con un cerebro especializado. Él descubrió a un matemático excepcional de la India: Ramanujan. Él mismo no supo si el talento de Ramanujan era adquirido o innato, aunque todo parece indicar que su talento era innato. Ramanujan no tuvo educación formal en matemáticas y trabajaba en la o cina de correos de Madrás. No obstante, resulta congruente el hecho de que la edad de inicio del aprendizaje es fundamental para un mejor desarrollo de las capacidades cerebrales, ya que el cerebro de los niños es más plástico y existe, de acuerdo con Lenneberg, un “periodo crítico de aprendizaje del lenguaje en la infancia” que tal vez termine alrededor de los siete años, aunque pienso que es más factible su conclusión alrededor de los 15. A los adultos que no han aprendido a leer y a escribir de niños les es extraordinariamente difícil aprender estas destrezas. Los concertistas de piano y violín inician sus estudios musicales antes de los siete años de edad para poder obtener un oído absoluto (el pianista chileno Claudio Arrau inició sus estudios de piano antes de los cuatro años de edad y aprendió a leer las notas musicales antes que a leer palabras). No obstante, el aprendizaje de la música y de las matemáticas tiene muy probablemente un periodo crítico mayor que el del lenguaje. Lo mismo se puede decir de las bailarinas de ballet. Así, la especialización cerebral es temprana y empieza en los primeros años de la infancia. Otro ejemplo de especialización temprana que se puede aducir es el de los sordomudos, quienes son mudos de manera secundaria a su sordera y tienen que aprender a leer los labios o el lenguaje de signos para acceder a la estructura simbólica del lenguaje; lo mismo se puede decir de los ciegos quienes tienen ostensiblemente hipertro ados los sentidos del tacto y de la audición, lo que les permite “sustituir” de alguna manera el sentido perdido de la vista. Para consuelo de muchos, la especialización que se ha adquirido con tanto esfuerzo durante la infancia y la adolescencia, persiste y se puede perfeccionar a lo largo de la vida. Es probable que un individuo creativo lo sea durante toda su vida y los llamados en inglés late bloomers probablemente pertenezcan a la misma categoría, sólo que la han expresado más tarde. Los niños menores de 15 años de edad son los que pueden aprender un idioma extranjero con el acento original, quienes han ganado el premio Nobel de física o su equivalente en matemáticas (la medalla Fields), lo han logrado con una teoría pensada antes de los 25 años de edad (tal es el caso de Albert Einstein). Otros individuos que requieren una especialización cerebral temprana, además de los músicos y matemáticos, incluyen a las bailarinas de ballet, los ajedrecistas (José Raúl Capablanca empezó a jugar ajedrez a los cuatro años de edad) y los poetas (casi todos los poetas empiezan tempranamente su aprendizaje y su producción artística). Los jugadores de ajedrez han sido los más intensamente estudiados y de ellos hemos aprendido más sobre lo que se ha convenido en llamar “la mente experta” (the expert mind). La hipótesis alterna es que la superespecialización del cerebro pudiese dotar al individuo de una actividad creativa mayor no sólo en su dominio sino en otros dominios. Un ejemplo que se puede aducir en este sentido es precisamente la sinestesia, tan común en los cerebros especializados, ya que ésta es un ejemplo de cómo otras áreas cerebrales (otros sentidos) pueden ser estimuladas por un sentido distinto. Los cerebros especializados poseen una gran memoria en su dominio: los grandes ejemplos son Mozart y Mendelssohn, pero parece poco probable que los cerebros muy especializados tengan una gran memoria en todos los dominios. Un ajedrecista puede reconstruir una jugada en otro tablero con sólo una ojeada. Sin embargo, si las piezas están distribuidas al azar y no forman un patrón no son mejores que otras personas sin entrenamiento en el ajedrez. La memoria visuo-espacial general de un ajedrecista grand master no es mejor que la de un inexperto en el ajedrez. Un músico no puede reproducir ruido o notas dispuestas al azar. La memoria de Mozart, quien pudo transcribir el Miserere de Gregorio Allegri habiéndolo escuchado una sola vez en el Vaticano, un viernes santo, a la edad de catorce años, con todas las voces, ha sido motivo de asombro a lo largo de los siglos. Sin embargo, la memoria de los grandes virtuosos que tocan sin partitura varios conciertos, no es mejor que la de otras personas en diferentes áreas del conocimiento, como la memoria visual y numérica. Esta memoria contextual, que se aplica en un solo dominio, es la que resulta importante para el narrador, como veremos. Si un cerebro especializado aplica su talento con éxito en otros dominios podría deberse a la gran disciplina que se impone al individuo con un cerebro especializado desde pequeño y a que diversas estrategias que se aplican en un dominio pueden ser utilizadas en otros. No obstante, veri car esta hipótesis requiere de más estudios. Es importante hacer énfasis en que el cerebro de todos los hombres modernos, en cierto sentido, es especializado, porque si bien todos los hombres son capaces de hablar (lo cual en sí ya constituye un gran enigma) la mayoría son también capaces de leer y una minoría de escribir bien; esto último constituye ya un metalenguaje para el cual el cerebro humano no estaba preparado evolutivamente. Es importante resaltar que una escritura de excelencia requiere muchos años de trabajo en la mayoría de los individuos. Existen áreas visuales para decodi car los códigos escritos (ideográ cos y fonéticos) en todas las lenguas y la escritura es un metalenguaje que no sólo ha servido para guardar memoria de nuestra historia sino que ha hecho posible el almacenamiento de la información cultural fuera del cuerpo: la información extrabiológica. Así, la relación dialéctica mente-cerebro se trastoca por la relación también dialéctica biología-cultura o si se quiere cerebro-cultura. Nature and Nurture son las dos caras de Jano de la naturaleza humana; pero si queremos avanzar en el perfeccionamiento de las ciencias y las artes y de nuestra condición humana tendremos que dar el mayor número de oportunidades a nuestros niños, sea para que logren una especialización temprana, o bien para que su cerebro tenga acceso al mayor número de estímulos y pueda desenvolverse en diversos dominios. El escritor de cción empieza como todos los seres humanos a aprender a leer y a escribir desde los primeros años de vida. En cierto sentido todos los seres humanos tenemos un cerebro diferente al cerebro del resto de los animales (sin embargo tenemos el mismo tipo de células, neuronas, y el mismo tipo de conexiones, sinapsis). No obstante, el ser humano sólo ha leído y escrito por escasos cinco mil años. Es muy posible que antes de ese tiempo pudiera hablar o articular algunas frases, pero no sabemos desde cuándo lo hizo. No sabemos qué forma de lenguaje oral tenía ni su alcance, probablemente muy escaso, en términos de vocabulario. La escritura, en particular, es un metalenguaje muy reciente en la historia del hombre. Sin embargo, debe existir una diferencia entre los escritores de cción y otros seres humanos y probablemente ésta sea el grado de especialización en los escritores. Esta especialización tiene dos vertientes. La primera tiene que ver con los aspectos formales del lenguaje; el eje semántico (el signi cado de las palabras, el vocabulario) y el eje sintáctico (el orden de las palabras, la posibilidad de combinarlas) como cree Chomsky, y también con la prosodia o entonación y con la ortografía y el uso de los signos de puntuación. En los afásicos el eje semántico, el eje sintáctico y la prosodia pueden ser disociados, así que es posible que cada uno de estos ejes esté a cargo de diferentes partes del cerebro. La entonación del lenguaje, la prosodia, que tiene mucho que ver con los sentimientos y probablemente con la poesía y con la prosa lírica, se afecta principalmente con las lesiones del hemisferio derecho. La competencia en el lenguaje del escritor en ciernes se ha debido iniciar muy temprano y se fue perfeccionando con el paso de los años, probablemente con la escritura de diversos ensayos escolares y con las variadas lecturas. De tal suerte que en la juventud temprana el escritor potencial domina ya varios aspectos técnicos básicos de la escritura, a partir de los cuales puede innovar. Esto es obviamente una simpli cación, pues los aspectos técnicos de la escritura de cción llegan a ser muy complejos. La segunda vertiente de la mente especializada del escritor tiene que ver con las historias que cuenta. El escritor de cción se encuentra acaso de manera fortuita y aleatoria con diversas historias y cuentos. Acaso también se encuentre y crezca dentro de una familia que considere importante la lectura de cuentos e historias desde edades muy tempranas o tenga familiares a los que les guste contar historias. La experiencia de los comics y del cine es crucial para muchos niños, como lo fue para mí y para muchos escritores de mi generación. Si un futuro escritor de cción se encuentra con una biblioteca familiar más o menos rica, esto puede ser determinante para escoger la carrera de narrador de historias. Las historias que son más interesantes para ese posible escritor pueden ser las que adquieran más peso a lo largo de los años. En general serán aquellas historias que le deparen más placer. Cuando el escritor joven o adulto escoja, invente o descubra las historias que le gusta contar, éstas tendrán una cierta a nidad con las historias que le gustaron de niño. Borges es quizás el mejor ejemplo del escritor de cción con un cerebro especializado. Habló dos idiomas desde pequeño. Tuvo acceso, de niño, a una vasta biblioteca y encontró allí a los grandes autores y a los grandes contadores de historias. Además, tuvo la motivación extrínseca, es decir la aprobación del padre, quien siempre lo apoyó para que se convirtiera en escritor de cción. El cerebro del escritor de cción es comparable al cerebro de un virtuoso en la música. Es un virtuoso no sólo en los aspectos formales de la lengua, que no son pocos, sino en el aspecto más misterioso que es la invención, el encuentro o la re-creación de las historias. Se ha escrito bastante sobre la memoria musical, la memoria matemática y la memoria de los jugadores de ajedrez, pero sabemos muy poco sobre la memoria del narrador. El narrador debe poseer también una memoria selectiva. Al igual que los músicos y ajedrecistas su memoria está probablemente connada a su o cio y sea una memoria contextual y en patrones. La memoria en patrones le permite guardar información en grandes pedazos. El narrador, como el poeta, puede tener una gran memoria de palabras y frases y seguramente puede citar grandes párrafos de textos y poemas. El lósofo o el ensayista tienen una memoria de ideas y conceptos y pueden citar párrafos y palabras clave de su o cio. El escritor tiene una memoria sobre la narración en patrones y no en estructuras atómicas. Frases que le han conmovido, palabras que han sido claves, giros sintácticos y prosódicos, capacidad para retratar el habla popular, palabras en otros idiomas, nombres de personas, países, ciudades y toda la minucia que se requiere para armar una narración: los nombres de las calles, de las personas, de los licores, de la ropa, de la arquitectura, etcétera. Seguramente la memoria del narrador abreva en muchas otras artes y ciencias porque el narrador es un sujeto que lee sobre variadas cosas de artes y ciencias. La adquisición del o cio de narrador toma muchos años y no es de extrañar que los narradores sean mucho más tardíos que los poetas. Miguel de Cervantes escribió la segunda parte del Quijote cuando ya tenía cerca de sesenta años. Por otro lado, la memoria del narrador está saturada con historias: anécdotas que ha escuchado en su familia y de sus amigos, historias que ha modi cado, cuentos que ha leído, historias dentro de otras historias, patrones para iniciar un cuento, patrones para terminar un relato, patrones de sorpresa, cuentos del doble, cuentos policiacos, etcétera. Sabemos muy poco todavía de la mente del narrador, pero es probable que aprendamos algo por estos caminos.

sábado, 25 de enero de 2025

CICERON TOPICOS FRAGMENTO

 


INTRODUCCIÓN piensan que los ingeniosos y los ricos y los probados por el es pacio de la edad son dignos de ser creídos; no rectamente aca so, pero la opinión del vulgo difícilmente puede ser mudada; y hacia ésta dirigen todo los que juzgan y los que estiman. Cic., Top., 73 LOS TÓPICOS 1. Preámbulo Uno de los hombres más generosos que ha conocido la humani dad se llama Cicerón. No guardó nada para sí, ni siquiera las cosas más íntimas que puso en la correspondencia con los amigos o la familia. Estudió filosofía y dejó escritas sus reflexiones acerca de los temas de la vida que siempre serán motivo de interrogación. Aprendió retórica y dejó escritas las lecciones que escuchó de dife rentes maestros, o que fueron resultado de su propia experiencia. Pronunció gran cantidad de discursos, que mandó escribir y que han sido modelo de composición durante todas las generaciones después de la suya. Todo lo escribió y publicó. Si lo hizo por mera egolatría o no, es tema aparte. La verdad es que todos los que nos acercamos a él, hemos recibido algún beneficio de sus enseñan zas.1 Junto con los libros De la invención retórica, Acerca deí orador, Bruto: de ios oradores ilustres, Eí orador perfecto, Deí género óptimo de ios oradores, y De la partición oratoria, los Tópicos, o “tratado en miniatura acerca de la invención”, como lo llama Hubbell,2 com pletan la así llamada obra retórica ciceroniana. En torno de la últi 1 Baños, p. 2035, muestra, no obstante, que Cicerón no ha encajado en el perfil del héroe prototípico, que no ha tenido suerte como personaje de ficción, porque él mismo no encontró sitio en su realidad histórica. 1 Hubbell, p. 377. IX INTRODUCCIÓN ma, pongo aquí a consideración algunos asuntos que creo ayuda rán a su lectura. 2. Escenografía de ios Tópicos Estamos en el siglo primero antes de Cristo, en Túsculo, muy cer ca de Roma. El frío era tan intenso, que obligaba a los campesinos a guardarse bajo techo, y ofrecía buena ocasión de estudio a los políticos y ricos de la ciudad que en ese lugar tenían sus casas de campo, donde se refugiaban cuando por cualquier razón queda ban libres o cesantes de los quehaceres rutinarios. El jurisconsulto Cayo Trebacio, de visita en la de Marco Tulio, llevaba ya varios días en la biblioteca de éste estudiando un libro que necesitaba para resolver algún caso de herencia. Se trataba de los Tópicos de Aristóteles. Pero, como no lograba entenderlos, probablemente por estar escritos en griego de estilo no fácil, pidió a Cicerón que se los explicara. Éste, para evitarse problemas, le aconsejó que pri mero los leyera solo, y que luego, si no los entendía, buscara ayu da con alguno de los rétores más prestigiados. Sólo después de esa inicial renuencia —que no es otra cosa que la periautología de la su perioridad de su inteligencia— , atendió la solicitud de Trebacio. Así, en un viaje por mar de Velia a Regio, se dio a la tarea de compo ner estos Tópicos, recordando, dice, de memoria el libro aristotélico homónimo, por no llevarlo consigo. Sin duda, estos hechos, narrados en el inicio de la obra, pueden ser reales o mero artificio literario para infundir un poco de calor a la que pudiera considerarse fría preceptiva retórica. Es verdad, sin embargo, que Cicerón escribió a Trebacio una carta, sobre la cual habré de regresar, fechada en Regio el 28 de X INTRODUCCIÓN julio del año 44, a. C., donde, repitiendo más o menos los térmi nos de la introducción de los Tópicos, le dice que ya no puede con la carga moral que significa la deuda de explicarle aquel libro; por eso, en su viaje de Velia a Regio, compone los Tópicos aristotélicos. (Y las vicisitudes políticas de ese año de 44, que lo obligan a retirarse a la vida privada, le dan también oportunidad para termi nar Las disputas tusculanas y De la naturaleza de los dioses, y com poner los tratados De la amistad, De la vejez y De los deberes). 3. El estilo de los Tópicos En sentido figurado y por otros motivos, Cicerón ya había acusa do incompetencia o dificultad en la escritura; pero no he hallado que usara los ornamentos literarios para fingir modestia o cortesía de ningún tipo, o para ocultar real incompetencia, sino más bien para explicar o hacer hincapié en circunstancias que lo limitaban. La verdad es que en algún momento de su vida se hizo sabedor de que la naturaleza lo había privilegiado, sin medida, con el don de la palabra en todas sus manifestaciones, de modo que escribía in cluso cuando carecía de motivos para hacerlo; por ejemplo, esta carta a su amigo Atico del año 45: Aunque no tengo nada que escribirte, sin embargo te escribo porque me parece que hablo contigo.3 O estos horribles y no sé si crueles sentimientos escritos a su espo sa en el 44: 3 Cic., Fam., XII, Lili: Etsi nihil habeo quod ad. te scribam, scribo tamen quia tecum loqui videor. XI INTRODUCCIÓN Si tuviera algo que escribirte, lo haría y con muchas palabras y más a menudo.4 En seguida doy unos ejemplos del modo como se refiere a las si tuaciones que lo limitan en la escritura. Atormentado por la con ducta y el futuro de su hijo, escribe aTerencia en el año 58 desde Brindis: No puedo ya escribir más, me lo impide la tristeza.5 En el 48, afligido por la dote y las carencias económicas de la hija, a su amigo Ático: de las cuales cosas me prohíben escribirte el dolor y las lágrimas [...] Te ruego, te suplico, perdóname. Sin duda ves por cuán grande triste za soy urgido.6 En el 47, preocupado porque Quinto estaba enojado con él por no haberle dado nada de dinero, escribe al mismo Ático: El dolor me impide escribir más.7 En el mismo 47, recordando los errores que había cometido; lleno de dolor por la precaria salud de Tulia su hija; arrepentido de un mal negocio; pero, sobre todo, temeroso por el regreso de César 4 Cic., Fam., XIV, XVII: Si quid haberem quod ad te scriberem, facerem id et pluribus verbis et saepius. 5 Cic., Fam., XIV, IV, 3: Non queo plura iam scribere, impedit maeror. 6 Cic., Fam., XI, II, 2-3: de quibus ad te dolore et lacrimis scribere prohibeor [...] Oro, obsecro, ignosce. Non possum plura scribere. Quanto maerore urgear profecto vides. 1 Cic., Fam., XI, Xii1, 5: Plura ne scribam dolore impedior. XII INTRODUCCIÓN de Alejandría, lo cual significaba su fin, dice también a Ático, aca so desconfiando incluso del amigo mismo: No puedo escribirlo todo.8 Pero, contrariamente a estas disculpas escriturarias de carácter moral, he aquí otros dos lugares donde Cicerón acusa ciertas limi taciones. Uno se refiere a la vergüenza que, en la madurez, cuando escribía Acerca del orador, le causaban los escritos de la adolescen cia, refiriéndose a sus libros De la invención retórica: Las cosas que, de niños o jovencitos nosotros, cayeron comenzadas y rudas de comentarillos nuestros, son apenas dignas de esta edad y de esta práctica que hemos conseguido de tantas y tan grandes causas que hemos dicho.9 El otro lugar ya tiene que ver expresamente con los Tópicos. Se trata de una confesión de veras importante, si se tiene en cuenta que la hace nada menos que el autor de El orador perfecto y del Bruto: de los oradores ilustres, obras cuyo propósito principal, a grandes rasgos, era la defensa del autor contra un grupo de jóve nes que censuraban su estilo. En la misma carta en que Cicerón anuncia a Trebacio el pago de la deuda contraída con él, le pide que, si los Tópicos le parecen escritos de manera oscura, recuerde que ningún arte puesta en letras puede aprenderse completamente sin ayuda de intérprete o sin ejercicio. Dice así: 8 Cic., Fam., XI, xxv, 3: Non queo omnia scribere. 9 Cic., De or., I, 5: Quae pueris aut adulescentulis nobis ex commentariolis nostris incohata ac rudia exciderunt, vix hac aetate digna et hoc usu sunt quem ex causis quas diximus tot tantisque consecuti sumus. XIII INTRODUCCIÓN Te envié ese libro desde Regio, escrito tan claramente como aquella cosa pudo ser escrita. Pero, si algo te parece más oscuro, deberás pen sar que ninguna arte puede ser percibida por las letras sin intérprete y sin algún ejercicio. No irás muy lejos; ¿acaso el derecho civil vuestro puede conocerse de libros? Éstos, aunque hay muchos, sin embargo desean profesor y luz. Aunque tú, si lees atentamente, si a menudo, por ti mismo conseguirás todo, de modo que ciertamente lo entende rás. Pero que incluso los lugares mismos ocurran a ti, cuando se pro ponga una cuestión, lo conseguirás con ejercicio, en el cual, ciertamente, nosotros te mantendremos, si regresamos a salvo y si encontramos a salvo estas cosas. 28 de julio, desde Regio.10 El autor lo sabía: escribió un libro de no fácil comprensión, un libro que desde su nacimiento necesitaba ser leído con atención, muchas veces, pues no le había sido posible hacerlo con mayor claridad. De este modo, por una alusión complicada, el argumen to de periautoíogía — “o que los leyeras por ti mismo o que toma ras entera la razón de algún doctísimo rétor”, referido a los libros de Aristóteles (Cic., Top., 2)— podría tornarse en perianto catego- rema. Consciente de tal oscuridad fue Ernestius,11 el editor de los Tópicos de principios del siglo xix. Sus mismas notas así lo de muestran, pues constituyen un verdadero esfuerzo por hacer que 10 Cic., Fam., VII, xx: Eum librum tibi misi Rhegio, scriptum quam planissime res illa scribi potuit. Sin tibi quaedam videbuntur obscuriora, cogitare debebis, nullam artem litteris sine interprete et sine aliqua exercitatione percipi posse. Non longe abieris; num ius civile vestrum ex libris cognosci potest? Qui quamquam plurimi sunt, doctorem tamen lumenque desiderant. Quamquam tu si attente leges, si saepius, per te omnia consequere, ut certe intellegas. Vt vero etiam ipsi tibi loci, proposita quaestione, occurrant, excercitatione consequere. In qua quidem nos te continebimus, si et salvi redierimus et salva ista offenderimus. V Kal. Sext. Rhegio. " Ernestius, pp. 1553-1611. XIV INTRODUCCIÓN este cuadernillo quedara claro. Define donde Cicerón no lo hace, u ofrece otros ejemplos cuando los de aquél parecen insuficientes, aunque la claridad no siempre gane terreno. Por ejemplo, para ex plicar los argumentos que se toman de “antecedentes”, Cicerón evoca el caso de un divorcio hecho por culpa del marido, en el cual, al final, es necesario que nada quede en favor de los hijos, a pesar de que la mujer hubiera sido la que enviara la notificación, de donde no parece nada fácil deducir, ni siquiera por esta ilustra ción, cuáles son los argumentos sacados de antecedentes. Entonces, Ernestius se da a la tarea de definir la fórmula ab antecedentibus, y lo hace así de simple: “antecedentes son aquellas cosas a las cuales, una vez puestas, necesariamente sigue otra cosa”,12 sin duda, algo muy cercano a la tautología; pero, siguiendo la misma práctica ciceroniana observada en esta obra, añade como ejemplo el texto donde Cicerón prueba, contra Catón, que Murena no fue baila rín, aduciendo que casi nadie baila sobrio, a no ser que esté loco; ni en la soledad, ni en algún convivio moderado y honesto; agre gando que el baile es el último compañero de un convivio apro piado, de un lugar ameno, de muchas delicias, y decía que Catón acusaba a su cliente del que forzosamente era el último de los vi cios que aquél podía tener, sin mencionar ningún convivio vergonzo so, ningún amor, ninguna comilona, ninguna pasión, ningún gasto. Y esto no es ninguna aclaración escolar, como la que pudiera desearse de un texto que se cree para el salón de clase de retórica. Lo que sabemos es que la obra fue escrita para un jurisconsul to, y que el propio autor dudaba de que su comprensión fuera fácil aun para ese lector docto en la misma especialidad del libro; 12 “antecedentia sunt ea, quibus positis aliud necesario sequatur”. XV INTRODUCCIÓN por lo cual, le recomienda mucha paciencia: que lea una y otra vez, y que haga muchos ejercicios, a reserva de que en la primera oportunidad, a su regreso, él se lo explicaría personalmente. Cicerón, acaso recordando de memoria algunos lugares de la filosofía griega, aprovechó el tiempo de aquella navegación ha ciendo lo único que no podía evitar: escribir, aunque no tuviera que escribir o no pudiera hacerlo con la claridad que él mismo enseñaba. Pero es obvio que las circunstancias no le fueron muy favorables para recordar correctamente la obra que él dice que traduce, pues dejó una obrita que, aunque rica en contenido, resultó, como él anunciara, demasiado apretada y de difícil inteligencia. In cluso en la conclusión se halla este consejo, que puede ser tenido como confesión: Para este género, en el cual se perturban la misericordia y la ira y el odio y la envidia y demás afecciones del ánimo, se suministran con largueza preceptos en otros libros, que podrás leer conmigo cuando quieras. Cic., Top., 99 donde, además de hacer la complexión de la obra —“en la cual se suministran los preceptos para perturbar la misericordia y la ira y el odio y la envidia y demás afecciones del ánimo”— , el autor re comienda la lectura de otros libros que piensa que facilitarían la comprensión del suyo, igualándose así con Aristóteles incluso en la oscuridad de éste anunciada en la introducción (Cic., Top., 3: “de los libros te apartó su oscuridad”). Acaso esta oscuridad se deba a los efectos de la traducción, la cual de uno u otro modo imperó en la composición de esta obra, como se explica en el siguiente inciso. XVI INTRODUCCIÓN 4. La fuente de los Tópicos Cicerón dice que tomó sus Tópicos de los de Aristóteles: caíste en unos Tópicos de Aristóteles, que fueron explicados por aquél en muchos libros ... conmovido por tal título, en seguida me preguntaste mi sentencia acerca de esos libros ... tú ... hiciste que te entregara aque llo... Y así esto, como no tenía conmigo los libros, lo escribí repetido de memoria en la misma navegación, y te lo envié desde el camino. Cic., Top., 1-5 Y no hay razón, dice Hubbell, para dudar de lo esencial de esta historia, excepto porque en realidad solamente algunos lugares que Cicerón explica tienen parecido con los aristotélicos.13 Y, aunque sea mera creencia, cabe decir que, al componer esta obra, Cicerón pudo haber estado pensando en la obra de Aristóteles en general y no sólo en los Tópicos en particular, ya que este texto, aunque largo, es muy claro. Volkman, sin desconfiar de la memo ria de Cicerón, dice que éste hizo una mezcolanza de Topica y Rhetorica aristotélicos y doctrina estoica, sin que el autor se diera cuenta de la arbitrariedad de su proceder.14 Un estudio comparativo entre ambas obras homónimas acaso llevara a descubrir la gran memoria y capacidad de adaptación que poseía Cicerón, y mostrara cómo los caminos y los fines de la filo sofía aristotélica son diferentes de la retórica ciceroniana, pero al mismo tiempo cómo ésta última se sirve de aquélla, en los térmi nos en que se manifiesta en varios lugares de la preceptiva de Cicerón. Por ejemplo, el diálogo De la partición oratoria termina 13 Hubbell, p. 377. 14 Volkmann, pp. 211-212. XVII INTRODUCCIÓN advirtiendo que las particiones oratorias no pueden ser halladas ni entendidas ni tratadas sin la ayuda de la Academia, donde, por cierto, aquéllas florecieron; o sea, la retórica no puede prescindir de la dialéctica, a pesar de que Cicerón no sea siempre respetuoso del lenguaje filosófico.15 De hecho, la crítica ya se ha ocupado de este asunto. En el siglo vi, a. C., el autor del tratado De consolatione philosophiae, Anicio Manlio Severino Boecio, compuso un comentario sobre estos Tó picos, y en el XIX aparecieron los estudios que al respecto hicieran Ernestius, Klein, Wallies;16 y en la primera mitad del XX, Riposati. Ya en el tratado Acerca del orador, más de diez años antes de la composición de los Tópicos, Cicerón, en boca de Cátulo, había revelado de dónde conocía esta doctrina referente a los lugares:17 15 O r, 64: mollis est enim oratio philosophorum et umbratilis. 16 Klein, Io. Ios., Dissertatio de fontibus Topicorum Ciceronis, Bonnae, 1844; Wallies, M., De fontibus Topicorum Ciceronis, diss. Halis Saxonum, 1886. Cita dos por Riposati. 17 De or., II, 152. EI texto sin extrapolación contiene datos que ayudarán al lector a formarse otra idea más amplia acerca de la devoción de Cicerón hacia Aristóteles. Es éste: Est, ut dicis, Antoni, ut plerique philosophi nulla tradant praecepta dicendi et habeant paratum tamen quid de quaque re dicant; sed Aristoteles, is, quem ego maxime admiror, posuit quosdam locos, ex quibus omnis argumenti via non modo ad philosophorum disputationem, sed etiam ad hanc orationem, qua in causis utimur, inveniretur; a quo quidem homine iam dudum, Antoni, non aberrat oratio tua, sive tu similitudine illius divini ingenii in eadem incurris vestigia sive etiam illa ipsa legisti atque didicisti, quod quidem mihi magis veri simili videtur; plus enim te operae Graecis dedisse rebus video, quam putaramus. “Es que, como dices, Antonio, la mayoría de los filósofos no enseña ningunos preceptos del decir, y tiene preparado sin embargo qué decir acerca de cada cosa; pero Aristóteles, a quien yo máximamente admiro, propuso algunos lugares con los cuales se hallara la vía de todo argumento no sólo para disputa de filósofos, sino también para esta oración de que usamos en las causas; por cierto, Antonio, hace ya tiempo que tu oración no se aparta de este hombre: o tú incurres en los XVIII INTRODUCCIÓN Aristóteles ... propuso algunos lugares con los cuales se hallara la vía de todo argumento.18 Esta idea se repite en los Tópicos prácticamente igual: Unos Tópicos de Aristóteles ... disciplina de encontrar argumentos ... de modo que lleguemos a ellos sin algún error mediante método y vía. Cic., Top,, 1-2 Y precisamente con esta misma idea comienzan los Tópicos de Aristóteles: Este tratado se propone encontrar un método de investigación por cuyo medio seamos capaces de razonar, partiendo de opiniones que son generalmente admitidas, acerca de cualquier problema que se nos proponga, y seamos asimismo capaces, cuando estemos defendiendo un argumento, de evitar el decir nada que pueda estorbárnoslo. En primer lugar, pues, hemos de decir qué es el razonamiento, cuáles son sus variedades, a fin de entender el razonamiento dialéctico; este es, en efecto, el objeto de nuestra investigación en el tratado que tene mos delante.19 Sea casualidad o no, sea de lectura directa o no, es obvio que Cicerón conocía la obra aristotélica. Y esto sería suficiente para que se diera crédito a sus palabras. Sin embargo, todavía hay más que decir. Antes de entrar plenamente en materia, a lo que en De or., mismos vestigios que él, por tu semejanza con aquel divino ingenio, o también leiste aquellas mismas cosas y las aprendiste, lo cual, por cierto, me parece más semejante a la verdad, pues veo que tú has dado más trabajo a las cosas griegas que lo que pensábamos”. 18 Cic., De or., II, 152: Aristoteles ... posuit quosdam locos, ex quibus omnis argumenti via ... inveniretur. 19 Traducción de Francisco de P. Samarranch. XIX INTRODUCCIÓN II, 152, había llamado “la vía de todo argumento” (omnis argumenti via), y en Top., 2 “disciplina de encontrar argumentos” (disciplinam inveniendorum argumentorum), en el momento de las definiciones, Cicerón lo alterna con “toda razón diligente del disertar” (omnis ratio diligens disserendi): Como toda razón diligente del disertar tiene dos partes, la una del invenir, la segunda del juzgar, el príncipe de ambas — según en ver dad me parece— fue Aristóteles. Cic., Top., 6 Riposati, en su detallado análisis, revisa, por un lado, este concep to de la ratio disserendi (“la disciplina de encontrar argumentos”), o lógica griega, y de locus y argumentum, así como los lugares in trínsecos y extrínsecos; por otro, las nociones de quaestio, propositum, y causa, y las partes de la oratio, con el fin de probar la correspon dencia que guarda la doctrina ciceroniana con la aristotélica.20 Para ello, se opone a toda una generación de tesis contrarias, como las de Ernestius, Eucken, Klein, Prantl, Wallies, cuyas pos turas aún se repiten. En estos días, por ejemplo, Fortenbauch oye en las palabras Aristotelis Topica quaedam ... disciplinam inveniendorum 20 Por ejemplo, muestra cómo los cuatro géneros de lugares intrínsecos: tum ex toto, tum ex partibus eius, tum ex nota, tum ex eis rebus quae quodam modo affectae sunt ad id de quo quaeritur {Top., 8), corresponden a categorias aristotélicas. El lugar ex toto, explicado con ad id totum de quo disseritur tum definitio adhibetur {Top., 9), se relaciona con έστι δ’ δρος μέν λόγος ό τό τί ήν είναι σημαίνων; partium enumeratio (Top., 10), con γένος δ’ έστι τό κατά πλείονων και διαφερόντων τω εϊδει έν τω τί έστι κατεγορούμενον; ex nota, o notatio, cum ex verbi vi argumentum aliquod elicitur (Top., 10), con ίδιον δ’ έστιν ο μή δελοΐ μέν τό τί ήν είναι, μόνω δ’ υπάρχει και άντικατηγορεΐται του πράγματος; ex eis rebus quae quodam modo affectae sunt ad id de quo quaeritur (Top., 11), con συμβεβηκός δέ έστιν ο μηδέν μέν τούτον έστί, μήτε ορος, μήτε ϊδιον, μήτε γένος, υπάρχει δέ τω πράγματι, και ο μή υπάρχει. Arist., Top., 102, b, 4 ss. Véase Riposati, p. 50. XX INTRODUCCIÓN argumentorum, ut sine ullo errore ad ea ratione et via perveniremus (Cic., Top., 1-2), no otra cosa que una confesión, según la cual la obra de Cicerón sería solamente una amplia recolección de lo que contiene el tratado aristotélico, pero carente de la susodicha base, sin que esto signifique que Cicerón haya mentido, sino que se equivocó (“we need not conclude that Cicero is lying, but that he is in error”).21 Siguiendo la argumentación como está, en vez de imputarle error, a mí me sería más fácil llamarlo mentiroso, y esto con muchas reservas. De hecho, la referencia al filósofo griego puede ser, si no el reconocimiento de la fuente, sí el empleo de un argumento de autoridad tomado nada menos que de los lugares extrínsecos, una de las grandes aportaciones “no artísticas” de la retórica para hacer fe, y expuestas en este libro: sino también los oradores y los filósofos y los poetas y los historiadores, de cuyos dichos y escritos a menudo se busca autoridad para hacer fe. Cic., Top., 78 Cicerón pudo equivocarse en la doctrina, olvidar cosas, mezclar las, pero no creo que confundiera el nombre de un autor tan opimo, en especial cuando pone tanto énfasis en el conocimiento que tenía del gran filósofo, a pesar de que éste no fuera leído en tonces, excepto por pocos. También es posible sugerir que la lec tura del estagirita era escasa, a partir de la severa crítica que Cicerón hace contra los rétores y filósofos que en su época desco nocían a aquél [Top., 3); pero esta actitud crítica, si fue honesta, a su vez hace suponer que él era de los pocos que cabían en la excep ción. Pues cuando toma de otros, lo dice, lo discute y aun lo im 21 William W. Fortenbauch, “Cicero as a reporter of Aristotelian and Theophrastean Rhetorical Doctrine”, Rhetorica, XXIII, 1, 2005, p. 46. XXI INTRODUCCIÓN pugna, como cuando habla de las constitutiones en contra de la teoría de Hermágoras, en La invención retórica (Cic., Inv., I, 12 ss). Además, la simple división de lugares intrínsecos que se inicia en el párrafo 11, es tan semejante a la aristotélica referente a los lugares de los entimemas (Arist., Rhet., 1396, b, 20 ss), que no cabe sino pensar que Cicerón conocía muy de cerca la doctrina del estagirita. Hay incluso coincidencias en las fórmulas de paso, como es ésta: at quod primum, est; quod sequitur igitur (Cic., Top., 71), semejante a πρώτον δ’ εϊπωμεν περί ών άναγκαΐον ειπεΐν πρώτον (Arist., Rhet., 1396, b, 23). Sin duda, Cicerón no compu so los suyos enteramente de los Tópicos aristotélicos; pero, en cual quier forma, directa o indirecta, su principal fuente es la varia producción lógica22 y retórica de aquél, si se considera no en tér minos particulares, sino generales, pues el pensamiento aristotélico resuena, a su modo, en la terminología ciceroniana. Acaso la co rrespondencia no sea perfecta pero el mérito de Cicerón consiste en haber llevado a los romanos el pensamiento de Aristóteles. 22 El término dialéctica, vaciado de su sentido original, se convierte en sinóni mo. de lógica, y comprende lo que Aristóteles llamaba analítica. Como sea, λογική o λογική τέχνη, como nosotros la entendemos, nunca se lee en Aristóteles; y λογικός o λογικώς, también como sinónimo de διαλεκτικώς, se ha lla en sus escritos casi siempre referido a λόγος como discurso o razonamiento, precisamente al contrario de como lo entendemos nosotros, y en oposición a αναλυτικός, que está casi siempre en relación con el procedimiento científico. La dialéctica es considerada por Platón superior a todas las artes humanas; por su medio, los hombres alcanzan mayor introspección en las mejores cosas, y tiene que ver sólo con lo que no se ve, y sin ayuda de lo visible. Su único medio es el habla, el uso de preguntas y respuestas, en la búsqueda de la verdad. Como sea, Cicerón, en De finibus, dice que aquella parte de la filosofía propia de quaerendi ac disserendi en griego se dice λογική, en tanto que, en Topica, las indicandi vias del diligens disserendi corresponden a la ciencia que se llama διαλεκτική, y las del inveniendi, τοιακή. Cfr. Riposati, p. 3. XXII INTRODUCCIÓN Como sea —enseña Riposati— , la ratio diligens disserendi cice roniana desciende de la Logica y del Organon aristotélicos.23 Para Douglas, Cicerón no fue un genio filosófico original, pero tampoco un copista mecánico de teorías griegas; ni docto en todas las bibliotecas helenísticas, pero sí un especialista en retórica a quien no se le puede negar la capacidad de formular problemas y llevarlos a través de discusiones no cubiertas por los contenidos de tales bibliotecas.24 Otros orígenes más cercanos de los Tópicos podrían rastrearse también en repeticiones de otros lugares ciceronianos, como, sin duda, de los libros De la invención retórica y de Acerca del orador. Todo lo cual es tanto como decir, simplemente, que Cicerón ponía por escrito todo cuanto sabía, o cuanto leía, o cuanto recor daba, o cuanto decía recordar, como son los Tópicos de Aristóteles, que en seguida se resumen. 5. Los Tópicos de Aristóteles Aristóteles nació en 384 en Estagira, entre Tracia y Macedonia, y murió en Calcis, Eubea, en 322. Desde los diecisiete años de edad ingresó a la Academia de Platón, hasta cuya muerte, en 348, per maneció en ella. Acaso por la hostilidad contra los macedonios fomentada por Demóstenes, se ausentó de Atenas y se estableció en Assos, donde contrajo matrimonio con Pitia, sobrina de Hermias, que era tirano de Atarnea. De ahí se trasladó a Mitilene, donde aceptó la invitación de Filipo para educar a su hijo Alejan dro. En 335-334 abrió la escuela peripatética, cerca del templo de 23 Riposati, pp. 9, 12, 51, pássim. 24 Douglas, p. 131. XXIII INTRODUCCIÓN Apolo Λύκειος. A la muerte de Alejandro, en 323, y con el resur gimiento del partido nacionalista, acusado de impiedad, nueva mente se alejó de Atenas, “para que los atenienses no pecaran por segunda vez contra la filosofía”. Su obra sobre el lenguaje —Poetica, Rhetorica y, desde luego, Topica— fue influencia fundamental y guía permanente en el pensamiento de Cicerón. Como ya se vio arriba, los Tópicos tienen por objetivo encon trar un método para razonar dialécticamente a partir de opiniones generalmente admitidas, acerca de cualquier problema que se pro ponga, y para ser capaces de evitar decir lo que pueda ser de estor bo al razonamiento, cuando se defienda un argumento.25 Comienzan con información amplia acerca de la naturaleza del arte dialéctica, por la cual se discute acerca de cada cuestión y se argumenta a partir de proposiciones probables (ένδοξων), para re cabar, mediante la ratiocinatio dialectica, silogismo dialéctico, no el quid verum, sino el quid probabile sit. De esta arte se afirma no sólo la utilidad, para fines filosóficos y retóricos a un tiempo, sino se discute también con detalle la matéria en torno de los problemas de aquello acerca de lo cual se disputa (περι ών oí συλλογισμοί) y de las proposiciones (αί προτάσεις), de las cuales se saca el motivo de las argumentaciones. En tal sentido, Aristóteles fue el primero en crear un sistema lógico, propiamente dicho, entendido como ciencia del pensamiento humano, como teoría de los modos para alcanzar obje tivamente lo real, fijando las características formales necesarias para llegar a determinados predicados, relacionando lo que se da entre lo general con lo particular. Pero a tal doctrina no dio el nombre de lógica, sino de analítica (αναλυτικά o αναλυτική τέχνη), es decir, 25Arist., Top., 100, a, 18. XXIV INTRODUCCIÓN búsqueda de las formas del razonamiento. Sólo más tarde, con los peripatéticos, el término lógica sustituye al de analítica, y se extien de a toda la doctrina del Organon, cuando éste comienza a designar, especialmente en el estoicismo, la parte de la filosofía concerniente a las formas del pensamiento y de la expresión.26 En el primero de los 8 libros de que se componen los Tópicos de Aristóteles, se expone el programa, los usos y la meta del trata do; los problemas y las clasificaciones de los predicables; las rela ciones de éstos con las categorías; las proposiciones y problemas dialécticos y tesis; el razonamiento dialéctico y la inducción; las cuatro fuentes de donde es posible sacar los argumentos; cómo distinguir significados equívocos, las diferencias, las semejanzas y procedimientos. Desde el libro segundo hasta casi el final del séptimo se halla la exposición de los lugares comunes de los problemas: accidente, género, propiedad, definición, identidad. Del accidente — atribu to que puede pertenecer a una cosa y también no pertenecerle— , hay que distinguir los problemas universales de los particulares; se enseña cuándo hay error en esta materia, cómo desviar los argu mentos; los argumentos tomados de contrarios, de semejanza o igualdad, de consecuencias. En el tercero se examinan las cosas más deseables o reprobables, por sí mismas o por comparación, por su especie, o por grados de mayor o menor o igual, todo con el objeto de mostrar cómo refu tar las afirmaciones contrarias. En el cuarto se estudian los argumentos tomados del género y su participación con la diferencia, lo contrario, la semejanza; los errores en la definición de género; la consecuencia. • ’6 Véase Riposati, pp. 2 y 7. XXV INTRODUCCIÓN En el quinto se trata acerca de los argumentos a partir de la propiedad, y los modos de rebatirlos con opuestos, derivados o grados de comparación. En el sexto se da la discusión de las definiciones, su corrección, oscuridad, redundancia, inteligencia; los términos que deben em plearse; las diferencias y coincidencias con otros términos que de finen otros géneros; términos complejos; seres reales; cosas que son producto o suma de A y B; el todo. En el séptimo se examina la identidad, es decir, lo mismo de dos cosas, lo cual ayuda en la destrucción pero no en la construc ción de argumentos; es más difícil establecer una definición, que no destruirla; es más fácil negar que afirmar un accidente. En el octavo se discuten los problemas en torno a la disposi ción y método en el planteamiento de las cuestiones: elegir el fundamento del ataque, estructurar las cuestiones y disponer las, y presentarlas a la otra parte; el ornato por medio de la induc ción y la distinción; hipótesis difíciles de contradecir; la tesis del que responde: su objetivo y modo; argumentos claros, argumen tos falsos, o falacias; la mejor manera en el ejercicio y práctica de los argumentos. Ésta sería, a muy grandes rasgos, una síntesis del contenido de los Tópicos aristotélicos, que podría servir tan sólo de marco de refe rencia, pero no para ayudar a la comprensión de los ciceronianos. Ambas obras son diferentes en concepto y en objetivos, aun cuan do aceptáramos que la segunda se inspirara en la primera. Todo en el ejercicio de la palabra, llámese oración o discurso, está encaminado a producir o deleitación, o enseñanza, o fe, ese algo XXVI 6. La fe de los Tópicos INTRODUCCIÓN indefinible que nos hace creer en las personas o en las cosas, tangi ble de algún modo cuando el orador alcanza sus objetivos porque el oyente cree en él. Los oyentes gozan o sufren, ríen o lloran, favorecen u odian, desprecian o se conduelen, se avergüenzan o se arrepienten, se aíran, admiran, esperan, temen, con tal que el orador haga fe y la coloque en sus ánimos (Brut., 187-188). * * * Excursus. La fe mueve montañas. Cuando Jesús entró a Cafar- naúm, se le acercó un centurión para decirle que tenía un niño paralítico, en cama, sufriendo terribles dolores. Jesús le prometió ir a su casa a curarlo. El centurión, sintiéndose indigno de que Jesús entrara bajo su techo, le rogó que dijera aquello tan sólo con la palabra, y su niño sería sanado, ya que él entendía esas cosas del poder, pues, aunque también él era subordinado, tenía soldados que obedecían sus órdenes sin discutirlas. Admirado de lo que acababa de oír, Jesús dijo a los que lo seguían: “En verdad os digo: en nadie he encontrado tan grande fe en Israel” (Amen dico vobis: apud nullum inveni tantam fidem in Israel), y al centurión: “Ve, como creiste sea hecho para ti” (Vade, sicut credidisti fiat tibi). * * * Este, y no otro, es el sentido de la palabra fides en la retórica de Cicerón. Ese algo, preexistente, o creado por el orador en el caso de la retórica, se anida en el espíritu de los oyentes, y es eso lo que vuelve a éstos objeto del poder de las palabras, los hace que gocen o sufran, rían o lloren, favorezcan u odien, desprecien o se con duelan, se avergüencen o se arrepientan, se aíren, admiren, espe ren, teman. XXVII INTRODUCCIÓN La fe —enseñaba Cicerón a su hijo en el diálogo De la partición oratoria— se hace mediante argumentos, y éstos se hallan en cier tos lugares, que, a su vez, se encuentran o adentro o afuera de las cosas de que se habla {Part, or., 5)· Fe (fides), argumentos (argumenta), lugares (loci), cosas (res) son conceptos que permean en toda la.retórica ciceroniana, y fue ron tomados de la aristotélica. Y los argumentos —dicho de otro modo en los Tópicos que en De la partición oratoria— son las razones que hacen la fe para las cosas dudosas {Top., 8), y se sacan de los lugares, o τόποι, de que trata precisamente este libro. 7. El título Topica Al parecer, el término latino tópica se usa solamente en plural y sólo por Cicerón y referido al de Aristóteles, o al presente libro, en el cual se alterna con el singular griego τοπική, y se interpreta, en particular, como disciplina inveniendorum argumentorum, “disci plina de encontrar argumentos” {Top., 2), o, en general, como inveniendi ars, “el arte de invenir” {Top., 6). Probablemente de la Retórica de Aristóteles pueda extraerse el significado de este plural: Así pues, digamos un modo de selección, el primero, éste, el relativo a los lugares, y los elementos de los entimemas; y digo elemento y lugar del entimema a lo mismo.27 27 Arist., Rhet., 1396, b, 20-22: Εις μέν ούν τρόπος τής εκλογής πρώτος οΰτος ό τοπικός, τά δέ στοιχεία των ενθυμημάτων λέγωμεν· στοιχεΐον δέ λέγω καί τόπον ενθυμήματος τό αύτό. XXVIII INTRODUCCIÓN Aquí se ve que estas tres frases: τρόπος 6 τοπικός (“el modo relati vo a los lugares”), τά δέ στοιχεία των ένθυμημάτων (“los elementos de los entimemas”) y τόπον ένθυμήματος (“lugar del entimema”) son alternantes entre sí: encierran el mismo concepto.28 De ser esto cierto, las tres frases son también alternantes de eíementis quibusdam (“ciertos elementos”, Top., 25), de los cuales, en efecto, igual que de los lugares, se saca toda significación y demostración para descubrir todo argumento. Esto se deja ver más fácilmente en las Particiones oratorias, donde Cicerón alterna prácticamente los términos res, argumentum y loci, del mismo modo como ocurre en la obra presente. C. E ¿Con qué cosas se hace la fe? C.P. Con argumentos, los cuales se deducen de los lugares, o los ínsitos en la cosa misma, o los asumidos. C.F. ¿A qué denominas lugares? C.P. A esos en los cuales se esconden los argumentos. C.E ¿Qué es argumento? C.P. Lo probable encontrado para hacer fe. C.F. ¿Entonces, de qué modo divides esos dos géneros? C.P. A los que se piensan sin arte, a esos llamo remotos, como los testimonios. C.F. ¿Y... los ínsitos? C.P. Los que están inherentes en la cosa misma. C.F. ¿Entonces, de todos estos lugares tomaremos los argumentos?29 28 Es de advertir que las diferentes formas de traducir τόπος han llevado a una creciente discusión acerca de los tipos de topoi que hay en la retórica y en el mismo significado del término. Para abundar en este tema puede leerse el artícu lo de Dyck, “Topos and Enthymeme”. 29 Cfr. Part, or., 5-8: C. F. Quibus rebus fides fit? ¡ C.P. Argumentis, quae ducuntur ex locis aut in re ipsa insitis aut assumptis. / C.F Quos vocas locos? t XXIX INTRODUCCIÓN Topica, pues, en principio no significa “lugares”, sino “tópicos”, es decir, “cosas referentes a lugares”, conceptos que en algún mo mento no sólo se confundieron y se volvieron alternantes, sino que en las traducciones se desplazaron: el erróneo, “tópicos”, vino a ocupar el lugar del correcto, “lugares”. Para formarse una idea de conjunto de este concepto, el lector puede ver el esquema que viene a continuación, así como, desde luego, el capítulo II, “Descripción de los Tópicos.

viernes, 24 de enero de 2025

EL RETORNANTE NOCTURNO. NOVELA. INÉDITA.




 ¨ Estamos ante un asesino desprovisto de todo sentimiento y emoción a la hora de la ejecución de las muertes. Creo que para él se está ante un juego. La caza es un juego. No mata por sexo, lujuria o cólera. Asesina y disfruta dejar o colocar los cuerpos como pinturas, esculturas... las maquilla... y las semi desviste a su antojo... es un tributo al cuerpo humano y al asesinato como una manifestación de obra de arte erótico. Si se observan todas las mujeres asesinadas en el siglo xx y xxi y las mujeres asesinadas en el siglo XXIV las similitudes son las mismas: la estética se antepone a cualquier razonamiento de un vulgar y sangriento asesinato. ¡Diferente es Jack the ripper! Ese monstruo que hizo temblar a Londres en la Época Victoriana. Jack es un artista porque nunca fue descubierto, quedó todo en el misterio, lo meramente estético no juega un papel importante, o quizá sí, si usamos el vocablo de “la estética del horror y lo macabro” como algo artístico. ¿No lo cree? Raffo hizo una pausa¨.


Fragmento. Novela. Inédita. EL RETORNANTE NOCTURNO.

jueves, 23 de enero de 2025

La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara FRAMENTO.

  



La estrella más hermosa Traducido del japonés por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara 

1 En mitad de una noche despejada de noviembre, un Volkswagen modelo 1951 empezó a ronronear en el garaje de una casa de la ciudad de Hanno, en la prefectura de Saitama. Mientras el motor se calentaba, los pasajeros, sentados ya en el interior del vehículo, dispusieron de unos minutos durante los cuales miraron inquietos a su alrededor. No hacía mucho que habían añadido a la vieja casa ese garaje levantado casi de cualquier manera, para guardar en su interior un coche de segunda mano. La puerta pintada de azul se abría como un paréntesis y rompía la continuidad de la valla medio podrida de bambú. Era la señal inequívoca de que la casa empezaba a afrontar una nueva etapa de cambios tras un largo periodo de quietud. Sin embargo, nadie habría podido explicar en detalle qué clase de cambios eran aquellos a los que se enfrentaba. Era de suponer que no guardaban relación alguna con el negocio de madera de la familia, el más próspero de la ciudad de Hanno, una herencia gracias a la cual disfrutaban de una considerable fortuna. Corría el rumor de que Akiko, la bella y silenciosa hija de la familia que apenas se relacionaba con nadie, salía de casa de vez en cuando cargada con un montón de paquetes y caminaba hasta la oficina de correos frente a la estación de tren, a pesar de que a solo dos o tres manzanas de su propio domicilio había otra más antigua en un edificio que aún conservaba las paredes de adobe. Entre todos aquellos paquetes había algunos dirigidos a residentes en el extranjero. El automóvil avanzó por las calles llanas y amplias de la ciudad a medianoche. Al volante iba Kazuo, el hermano mayor de Akiko, con ella a su lado. El asiento trasero lo ocupaba el matrimonio Ōsugi, sus padres. —Me alegro de haber salido tan temprano —dijo Jūichirō Ōsugi—. A veces el tiempo se desajusta y en previsión es mejor llegar lo antes posible. —Tienes razón —respondió Iyoko, su mujer—. Si nos retrasamos nuestros amigos no se lo tomarán bien, estoy segura. Los cuatro pares de ojos de la familia miraban fijamente a través del parabrisas tras el cual se desplegaban hileras de casas con las luces apagadas. Tenían todos los mismos ojos glaucos, una peculiaridad de su estirpe. En la calle no se veía un alma. El coche giró a la derecha nada más pasar la Cámara de Comercio. Enseguida lo hizo a la izquierda, tan pronto como tuvo delante la tenue luz de la comisaría de policía. No tardó en salir junto al nuevo centro cívico donde también estaba la estación de autobuses. El edificio pintado de un blanco inmaculado, de planta rectangular y diseño moderno parecía flotar a los pies del monte Rakan, justo a sus espaldas, que emergía en la oscuridad como una masa tenebrosa. El destino familiar era, precisamente, ese monte. Se proponían subir hasta la cima. El monte tenía una altura de 195 metros. En el periodo Kōji, entre 1555 y 1558, durante el reinado del emperador Go-Nara, el venerable monje Onoja, primer abad del templo Nōninji, fundó allí su centro de oración y le dio el nombre de Atago. Más tarde, en el quinto año de la 1 era Genroku , Keishōin, madre de Tsuneyoshi, quinto sogún de la dinastía Tokugawa, donó al templo dieciséis rakan o estatuas de santos budistas que fueron allí instaladas, momento a partir del cual el lugar comenzó a ser conocido por la gente como Rakan. Kazuo aparcó bajo los grandes ventanales del centro cívico. Desde el otro lado de los oscuros cristales, la luz de las farolas iluminaba tenuemente la altura casi absurda del techo interior del edificio, así como incontables sillas ordenadas en filas semicirculares enfrentadas a un escenario vacío como todo lo demás. El vacío reflejando vacío, un tenso equilibrio que resultaba inapreciable durante el día cuando estaba lleno de gente. Después de echar un vistazo a su alrededor, Kazuo abrió el maletero del coche. Sacó una mochila bien provista de comida y una manta para protegerse del frío y se lo colgó todo a la espalda. Los demás iniciaron el ascenso cargados de cámaras y prismáticos. Akiko saltó del asiento del copiloto con un gesto grácil. Para abrigarse había elegido un pantalón gris, un jersey grueso de esquiar y una bufanda larga enrollada al cuello. La etérea belleza de su rostro resplandecía aun en plena noche y el pañuelo con el que cubría su cabello enmarcaba sus rasgos delicados. El aire frío de la madrugada le insufló vitalidad y con su linterna plateada alumbró aquí y allá para comprobar su alcance, aunque en sus manos pareciera como si se tratara más bien de un arma mortífera. Jūichirō salió tras ella. Se puso una cazadora encima del jersey e Iyoko, vestida con quimono, se cubrió con un sobretodo de corte tradicional y con una bufanda. Tras graduarse en la Facultad de Letras, Jūichirō había ejercido como profesor durante un breve periodo, casi como si fuera un pasatiempo, si bien nunca llegó a inclinarse del todo por una profesión puramente intelectual. No obstante, su cara alargada, sus gafas, producían la impresión de inteligencia. Con su nariz prominente desprovista de carne olfateaba de inmediato el distintivo aroma de la soledad y la desolación de quienes lo rodeaban, el mismo olor con el que él había crecido. Comparadas con sus facciones, las de Iyoko, por el contrario, resultaban mucho más cálidas, corrientes, la misma expresión carente de toda perspicacia y con un marcado aire de credulidad que había heredado su hijo. La excursión dio comienzo por un acceso al monte fácilmente distinguible a pesar de la oscuridad y lo hicieron en completo silencio. Ascendieron poco a poco flanqueados por los cedros vagamente iluminados por la luz de las linternas que se enredaba entre sus pies. A partir de ese punto donde se encontraban ya no había más farolas. En la parte baja apenas soplaba el viento, si bien a medida que ascendían los árboles susurraban cada vez más alto. Entre los huecos que se abrían en medio de los árboles, allí donde el cielo nocturno quedaba al descubierto, se revelaba una profundidad como el abismo de un pozo y las estrellas brillaban cada vez con mayor intensidad. Kazuo, a la cabeza del grupo, alumbraba el sendero con la linterna y justo en el extremo donde alcanzaba la luz descubrió a un costado unas lápidas. Era un camino ancho con una suave pendiente. Dieron un amplio rodeo alrededor de las lápidas para salir enseguida a un espacio abierto en mitad del monte. Las luces iluminaron unos bancos vacíos a esas horas de la noche y restos de basura esparcidos por el suelo. No se oía ningún canto de pájaro. Después de dejar atrás el claro, el sendero volvía a estrecharse para hacerse más agreste y empinado. A pesar de los travesaños de madera colocados transversalmente en el suelo para facilitar la ascensión, las piedras y las raíces de los árboles brotaban por todas partes. La luz artificial, por su parte, tenía el efecto de exagerar las irregularidades del terreno, deformaba las rocas, proyectaba sus sombras sobre el camino. El viento arreciaba en las copas de los árboles, aumentaba su ulular. Nada de aquello, sin embargo, les distrajo de su noble objetivo y ninguna de las dos mujeres parecía asustada. De haber sido una noche de luna llena habrían disfrutado de mucha más claridad de la que había en ese momento aun sumergidos en mitad del bosque. La luna, de hecho, había hecho acto de presencia al ocaso, pero a medianoche se esfumó del f irmamento llevándose consigo el resplandor lechoso de su cuarto creciente. Así las cosas, el ascenso continuó entre ánimos mutuos, pero lo cierto era que, de haber sido de día, hasta un niño habría trepado por allí sin ninguna dificultad. Por fin salieron a una especie de pradera un tanto angosta en una de cuyas esquinas las linternas iluminaron cuatro o cinco escalones medio arruinados, los cuales daban la impresión de una cascada de piedra bajo la penumbra de los cedros. —¡Por fin llegamos! —exclamó Jūichirō entre jadeos—. El mirador está muy cerca. —Hemos tardado en subir veintisiete minutos desde el coche — constató Kazuo mientras se acercaba a la cara la esfera iluminada del reloj de pulsera. El mirador era apenas un desmonte en el terreno rocoso de unos trescientos metros cuadrados. Al norte, un monolito de piedra protegido a su espalda por el bosque conmemoraba una visita imperial al lugar. El claro se abría hacia el sur y aparte de unas cuantas ramas de pino retorcidas y algunos setos, nada obstruía la vista del horizonte. Un poco más abajo, hacia el este, se extendían las luces de la ciudad de Hanno y más allá, tras unas manchas de verdor oscuras, brillaban las luces rojas y amarillas de la base militar Johnson. —¿Qué hora es? —Faltan siete minutos para las cuatro. —Menos mal que hemos llegado antes. Quería estar aquí al menos con media hora de antelación respecto a la hora establecida. En cuanto se secó el sudor de sus cuerpos provocado por el esfuerzo de la ascensión, sintieron el verdadero frío de la montaña en un amanecer del mes de noviembre. Kazuo extendió la vieja manta en el suelo y su madre y su hermana se esforzaron también para acomodar un lugar donde sentarse sin dejar de luchar en ningún momento contra el viento del norte. Iyoko sirvió de un termo un té rojo bien caliente en vasos de plástico y seguidamente sacó unos sándwiches envueltos en papel. Disponían de tiempo suficiente para disfrutar de la visión de las estrellas bajo el cielo despejado. —No hay luna ni tampoco una sola nube —señaló Iyoko con la voz cargada de emoción. Era, de hecho, un cielo saturado de estrellas como no suele verse casi nunca en las ciudades. Los puntos luminosos parecían adheridos al firmamento como las manchas en la piel de un leopardo. La extraña transparencia de la atmósfera nocturna, la superposición de astros, su posición más próxima o alejada, creaba una insólita sensación de profundidad en el firmamento. Sin embargo, la acumulación de luz producía al cabo de cierto tiempo la sensación de una bruma, de una nebulosa como un esparavel que cayese sobre los ojos de quienes observaban. Demasiadas estrellas para poder contarlas, pensó Akiko. Por si fuera poco, ni siquiera el presagio del amanecer en ninguna parte. La Vía Láctea cruzaba el horizonte y el gran cuadrante formado por la constelación de Pegaso se veía a lo lejos a punto de desaparecer. El tintineo de las infinitas estrellas copaba el cielo con sus vibraciones a modo de cuerdas de un instrumento tocado al tiempo con delicadeza y exceso. —Es una lástima —dijo Jūichirō en un tono de voz firme y directo —. Vuestra madre y yo podemos encontrar nuestros planetas natales a simple vista. Un único vistazo a esos diminutos puntos de luz basta para traer de vuelta a la memoria recuerdos a punto de borrarse. Hace mucho tiempo, de eso sí me acuerdo bien, cuando todavía vivía en Marte, miraba a la Tierra como hago ahora desde aquí. —Marte no se ve en el mes de noviembre —replicó Kazuo en un tono seco—. Sale y se oculta casi al mismo tiempo que el Sol. El planeta de mamá, por el contrario, sí se ve en cuanto cae la noche. —Anoche ni siquiera tuve la oportunidad de levantar los ojos al cielo de lo ocupada que estaba —suspiró Iyoko—. No podéis imaginar la alegría que sería para mí si esta noche pudiéramos todos ver nuestros respectivos planetas natales. —El mío aparecerá dentro de poco —dijo Akiko dirigiendo una mirada cariñosa a su hermano mayor. —También el mío —dijo él—. Pobres terrícolas. Deberíamos compadecernos de ellos. —¡Ssssh! —chistó su madre con una sonrisa en los labios—. Recordad que tenéis prohibido usar esa palabra. Ahora da igual porque nadie nos escucha, pero si os acostumbráis a usarla se os escapará delante de la gente y no imagino qué clase de problemas podríamos llegar a tener. El viento del norte a sus espaldas murmuraba con la misma melodía de las olas del mar. Mecía las ramas de los cedros y de los pinos a intervalos y enseguida volvía a rugir como si se echase encima un alud de nieve. Tenían las manos ateridas de frío, pero para poder manejarse bien con las linternas ninguno llevaba guantes. Las hojas caídas en el suelo crujían sin cesar a sus espaldas y, de tanto en cuanto, se oía un sonido extraño. Aguzaron el oído y resultó ser la puerta metálica de una casa de té cercana desierta a esas horas. Las constelaciones se desplazaban en la bóveda celeste con un movimiento imperceptible al ojo humano. El cinturón de Orión colgaba del centro mismo del firmamento en dirección suroeste y la línea imaginaria que lo unía al punto de Rigel producía la ilusión de una vieja cometa. Atentos como estaban a cualquier variación de la luz, una mínima insignificancia tenía el efecto de aturdirles: una estrella fugaz, el centelleo de las luces de posición de un avión más allá de las montañas situadas al sur y que les había pasado inadvertido. Igualmente, los faros de los automóviles circulando por la carretera provincial en las afueras de Hanno donde apenas había alumbrado público… —Dijeron que aparecería en dirección sur entre las cuatro y media y las cinco de la madrugada. Jūichirō miraba tras sus gafas sin apartar los ojos de la dirección indicada. —Aún faltan diez minutos —continuó—. Me pregunto qué clase de indicaciones traerán nuestros hermanos y hermanas, qué clase de misterio es ese que tienen tanto empeño en transmitirnos. La Unión Soviética acaba de llevar a cabo un nuevo ensayo nuclear con una bomba de cincuenta megatones. Están a punto de cometer un crimen odioso que destruirá la armonía del universo. Si los Estados Unidos toman ese mismo camino… El fin de la existencia humana en este planeta ya se atisba en el horizonte y la misión de nuestra familia es, ni más ni menos, que tal cosa no llegue a producirse nunca. Qué incompetentes hemos sido hasta ahora, sin embargo. Qué despreocupado parece el mundo de su terrible destino. —No desesperes, padre —dijo Kazuo a modo de consuelo sin dejar de escrutar el cielo en todas direcciones—. Si tomamos la escala de tiempo del universo, todos nuestros sufrimientos se revelan insignificantes. Yo no creo que los terrícolas sean todos tan sumamente necios como parecen. En algún momento comprenderán sus errores y aceptarán nuestra filosofía de la paz eterna y de la infinita armonía. De todos modos, deberíamos escribir una carta a Jruschov lo antes posible. —Akiko ha estado trabajando en un borrador. Casi lo ha terminado, ¿verdad, Akiko? —preguntó Iyoko. —Sí —se limitó a contestar ella con un monosílabo y sin apartar los ojos del cielo estrellado. Dieron las cuatro y media. El silencio se instaló entre ellos mientras miraban hacia arriba con una mezcla de tensión y esperanza. La mañana del día anterior, Jūichirō había recibido aviso de que a esa hora de la madrugada aparecerían en el cielo unos platillos volantes. * Ocurrió durante el verano del año anterior, cuando cada uno de los miembros de la familia tomó conciencia por su cuenta de su origen extraterrestre, cada cual de un cuerpo celeste distinto. Fue una iluminación en oleadas sucesivas; primero Jūichirō, luego Akiko, que en un primer momento se había reído de su padre. Pronto dejó de hacerlo. La explicación más plausible era dar por hecho que el espíritu de seres de otros planetas se había apoderado de ellos paulatinamente hasta terminar por ocupar sus cuerpos y sus mentes. De manera simultánea, los recuerdos familiares, la memoria del pasado, del nacimiento de los hijos, todo se transformó en historias falsas, pero lo más terrible de todo, sin duda, fue que su memoria personal de otros mundos, es decir, sus auténticos recuerdos, se habían perdido irremisiblemente. Jūichirō no era un hombre de acción, pero sí un ser reflexivo y con un claro discernimiento sobre los asuntos del mundo. Para proteger a su familia, tal era su convencimiento, lo más importante era esconder a ojos de los demás su origen extraterrestre. Pero ¿cómo lograrlo? Tenía suficiente sentido común como para comprender que la honestidad y la pureza de los seres humanos solo podían ser protegidas del daño si se envolvían cuidadosamente en capas sucesivas. Era ese un modo de pensar que a su mujer le costó mucho entender, porque tenía un carácter imprudente por naturaleza, como también lo tenían sus hijos. Podían sentirse todo lo orgullosos que quisieran de su condición de extraterrestres, pero la más mínima muestra de arrogancia por su parte sería tanto como desnudarse ante los demás, revelar su verdadera identidad. Era vital para ellos disimular de todas las maneras posibles su superioridad. La gente, después de todo, siempre trataba de buscar un porqué cuando se enfrentaba a algo o a alguien extraordinario. Para el propio Jūichirō, esa superioridad que él mismo había percibido en las fibras de su cuerpo a sus cincuenta y dos años era algo sumamente inesperado. Después de todo había atravesado una juventud marcada por un evidente complejo de inferioridad. Su padre, un hombre práctico hasta el extremo, siempre le había despreciado y él había buscado el perdón y la salvación en las artes. En vida de su padre no faltó nunca cuando se trataba de ayudar en la empresa, a pesar de hacerlo sin el más mínimo entusiasmo, pero nada más fallecer él, una vez desvanecidas las obligaciones, se dedicó a vivir sin hacer absolutamente nada. Iba con su mujer a Tokio de vez en cuando para asistir a la representación de alguna obra de teatro, a alguna exposición y decidió matricular a sus hijos en escuelas de la capital. Con todo ello formó una familia de seres inteligentes, silenciosos y solitarios que residían en una ciudad de provincias a apenas una hora de tren del centro de Tokio. Entonces, un buen día empezó a experimentar esa sensación de superioridad sin hacer nada, sin mérito alguno por su parte. Fue la primera vez en sus cinco décadas de vida en la que se le reveló, al f in, su misión en el mundo. Le dio por pensar que todo lo ocurrido con anterioridad, todo ese transitar sin objetivo, sin propósito alguno, solo había sido un error, algo que se podría llamar inmadurez, cuyo único sentido había sido el preservarlo sin daño para que la verdad del universo lo encontrase, se sirviera de él a capricho. Tiempo atrás, en la etapa ociosa de su vida, había sido esa clase de persona que, por razones desconocidas, se pregunta sin parar el porqué de las cosas, la razón por la cual las ramas de un árbol, sin ir más lejos, son más delgadas que su tronco; por qué los de hoja caduca se integraban con tanta delicadeza en el lienzo del cielo. La silueta de los grandes olmos durante el invierno le sugería los afluentes de un río dibujados en un mapa y enseguida pensaba que en el cielo existía una fuente de árboles invisibles desde cuya línea del horizonte fluían en varias direcciones e incontables cursos que se juntaban al final en una única corriente que, de pronto, adoptaba la forma solida de un árbol. Quizás todas esas imaginaciones nacían del hecho de que los árboles le sugerían corrientes delicadas f luyendo hacia el cielo a través de sus formas cristalizadas, que elevaban sus ramas y erizaban su follaje hacia lo alto en un intento de reintegrarse al reino celestial. Pero las ensoñaciones no bastaban para probar su naturaleza de poeta. Sus ilusiones sobre el mundo siempre terminaban hechas trizas y nunca había podido confiar siquiera en la estructura o en la eficacia de los objetos individuales que poblaban el mundo. Dedicó mucho tiempo, por ejemplo, a reflexionar sobre la forma de las tijeras. Unas tijeras abiertas contaban con un punto de apoyo a partir del cual se abrían como un abanico para crear dos áreas enfrentadas. No dejaban de ser un objeto práctico que uno sostenía en la mano, pero bien podían dividir el mundo en dos mitades, formar dos espacios que incluyesen montañas, lagos, ciudades y océanos. Y, sin embargo, el ruido metálico que hacían al cerrarse bastaba para borrar toda esa ilusión y reducirla a un trozo de papel en blanco cortado por un curioso utensilio terminado en punta. Ese era el modo en el que el mundo se alargaba y se encogía para él, cómo cobraba vida de pronto para morir enseguida, cómo se transformaba sin cesar a su alrededor. Jūichirō sospechaba, por tanto, de la utilidad de los objetos cotidianos, de esos pequeños esfuerzos a los que lo obligaban. Los días lluviosos, el paraguas, sin ir más lejos, desplegaba una misteriosa forma negra por encima de su cabeza sujeta a un mango curvado cuya visión le desagradaba. Las varillas metálicas ejercían una tensión excesiva, casi despiadada, en la tela de seda negra sobre la cual caían gotas de agua que corrían sin descanso en todas direcciones. En una esquina de un callejón cercano a la casa familiar de los Ōsugi había un tonelero que fabricaba cubos de madera. Los días soleados, dos o tres artesanos extendían una arpillera sobre el suelo del callejón desierto y empezaban a repiquetear los clavos con sus martillos. Un día que pasaba por allí, Jūichirō vio uno de esos cubos como los que se solían usar en las casas a la hora del baño familiar y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Vio con toda claridad frente a sus ojos al padre de la familia, a la madre y a sus hijos, todos ellos con sus cuerpos desnudos, flácidos, el pelo empapado después de haberse echado el agua por encima con ese cubo, los restos de jabón en la cintura, en el rostro, el crudo reflejo de una vida pagada de sí misma. Cada vez que iba a Tokio con su mujer, las ventanas de los descomunales edificios alzándose al cielo en competencia unos con otros, sus interiores iluminados con luces fluorescentes, le daban pánico. La gente trabajaba detrás de cada una de esas ventanas, hablaba en voz alta ¡y todo ello sin un objetivo concreto! Jūichirō percibía la total incoherencia del mundo. Nada coincidía con nada. No era capaz de encontrar la conexión entre el volante de un coche y sus ruedas, ni con el cerebro y el estómago de la gente. Por si eso no fuera ya lo suficientemente terrible, su espíritu amable y delicado le impedía asistir al espectáculo de ese mundo inconexo con indiferencia. La guerra fría, la creciente inseguridad planetaria, el falso pacifismo, la población mundial despeñándose cuesta abajo y sin frenos en una carrera hacia la necedad a pesar de algún intervalo de respiro, la ilusión del progreso económico, el hedonismo disparatado, la afeminada vanidad de los líderes políticos mundiales… Todos esos asuntos le provocaban pinchazos en la punta de los dedos, como la estocada de las espinas de un puñado de rosas. El tiempo le ayudó a comprender que no eran sino presagios, pero para entonces ya se había acostumbrado a echarse todo el sufrimiento a la espalda, a asumir que si el mundo se encontraba en esa situación tan lamentable era, en última instancia, por culpa suya. Alguien debía sufrir por ello, pagar. Eso pensaba. Aunque fuera una única persona, alguien debía caminar descalzo sobre los cristales rotos de un mundo hecho trizas. Escuchaba las noticias: un niño atropellado por un coche tendido en mitad de la calzada con el cuerpo ensangrentado, un accidente ferroviario con más de diez pasajeros muertos, una inundación con cientos de casas anegadas…, todo tenía el efecto de encogerle cada día un poco más, de provocarle graves remordimientos de conciencia. Él habitaba en el mismo planeta que los demás, en ese mismo mundo que había perdido el sentido. ¿Cómo iba a negar su parte de responsabilidad en los crímenes o en los escándalos? El sufrimiento que tanto mal infringía a su cuerpo era, tal vez, lo único que iba a redimirle, a ayudarle a recuperar el sentido de totalidad. Tal vez con el humilde gesto de cortar por la mañana una flor de un seto de su jardín, alguien, en algún lugar del mundo, debido a alguna misteriosa conexión del destino con esa flor en particular, moriría aplastado por un camión de diez toneladas. De ser así, ¿cómo era posible que no le doliese el cuerpo? Si el sufrimiento de una persona a las puertas de la muerte no producía siquiera una mínima vibración en el resto de la humanidad, ¿cómo podía alguien encontrar sentido a eso? Enfrentado al hecho desnudo de que el sufrimiento físico no traspasa jamás la barrera de quien lo padece, Jūichirō se hundía en la más profunda de las desesperaciones. ¿Por qué hasta el miedo aterrador que le producía la bomba atómica quedaba reducido al fin a un sufrimiento íntimo? ¿Acaso solo era una experiencia física? Creía entender a la perfección la causa última que había llevado a la locura a la persona encargada de arrojar una de las bombas atómicas. Si se había vuelto loco era por el hecho de no sentir el dolor ajeno, por no sentirlo siquiera bajo la forma de un ligero picor. Pero Jūichirō comprendió poco a poco el alcance de sus limitaciones, de sus padecimientos personales y empezó a avergonzarse de su presunción. Fue entonces cuando cayó en sus manos por pura casualidad un libro publicado en Londres titulado La casa de los platillos volantes. Hasta entonces apenas había tenido interés por semejante asunto, pero al terminar de leer el libro, en especial la parte relacionada con el incidente Mantell, se convenció de la existencia de esos objetos. El incidente Mantell tuvo lugar el 7 de enero de 1948 en la base aérea norteamericana de Godman, en Fort Knox, en el estado de Kentucky, cuando el capitán Thomas F. Mantell perdió la vida en persecución de un objeto volador no identificado. Aproximadamente a las dos y media de la tarde de aquella jornada, un policía militar de la base tuvo conocimiento, gracias a un aviso de la policía federal, de la existencia de un objeto de dimensiones extraordinarias que volaba a una gran velocidad en dirección a la base. La policía había localizado el objeto sobre la ciudad de Madison, en Indiana, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Cientos de vecinos de la ciudad fueron testigos de la aparición del objeto. Nada más recibir la alerta, los oficiales de la base, poco antes de las tres de la tarde, salieron para escrutar el cielo nublado en los ocasionales claros que se abrían entre las nubes. De pronto, en dirección sur apareció ese objeto gigantesco que a primera vista parecía metálico. El sol lo iluminó unos instantes antes de desaparecer. Se dio la orden de despegue inmediato a tres cazas. Al mando del escuadrón iba el capitán Mantell. La persecución había comenzado. Todos los oficiales presentes en la torre de control habían visto el objeto y lo describieron como una especie de enorme disco con la parte superior en forma de cono invertido y con un punto rojo parpadeante en la parte superior. A las tres y ocho minutos, los escoltas de Mantell informaron por radio a la torre que habían localizado el objeto a poca distancia para perderlo enseguida tras las nubes. Cinco minutos después se escuchó la voz del propio Mantell a través de los altavoces: «Objeto en ascenso. Iguala su velocidad a la mía: 360 millas a la hora. Asciendo a siete mil metros. Si la interceptación resulta imposible abortaré la misión». Esa fue la última ocasión en la que se pudo escuchar la voz del capitán. Unos minutos más tarde, su caza, un F-51, se desintegró en el aire y los restos se dispersaron en un área de varios kilómetros a la redonda. El incidente fue confirmado por numerosos testigos que pudieron observarlo a simple vista. Igualmente se pudo documentar con abundante material como para poder descartar cualquier tipo de fabulación. La lectura del libro convenció a Jūichirō de que los ocupantes de aquel objeto volador solo podían ser seres de otro planeta. Se sumergió a partir de entonces en el estudio e investigación de todo lo relacionado con avistamientos de ovnis, un empeño que terminó por ocupar todo su tiempo. Su familia pronto compartió su pasión por la lectura de todos esos libros hasta el extremo de que el tema de conversación diario se redujo a uno solo: la vida extraterrestre y los platillos volantes. Fue después de aquello, el verano del año anterior en concreto, cuando le sucedió a Jūichirō. Dormía en el cuarto de tatami de la segunda planta de su casa cuando un sonido le despertó en mitad de la noche como si le llamara. Iyoko se dio cuenta de que su marido se había levantado, pero no era raro que se despertase para ir al baño y enseguida se volvió a quedar dormida. Jūichirō salió de la casa con el pijama puesto. La luna estaba casi llena y la calle bien iluminada. Más tarde recordaría su nítido perfil reflejado en el polvoriento parabrisas de un motocarro aparcado junto a un aserradero. Caminó un trecho hasta el paso a nivel del tren de la línea Seibu. Cruzó y se f ijó cómo, sobre la gravilla roja a ambos lados de las vías, resplandecían bajo la luz de la luna virutas de acero desprendidas de los raíles a causa del desgaste. No sabía dónde se dirigía. Se limitaba a seguir un camino sin desviarse un ápice, como si alguien tirase de él con un hilo. Más allá de las vías se extendía un amplio solar destinado a la construcción de una fábrica. Entre las hierbas altas del verano tan solo había un hule sucio para tapar algunos materiales y fuera de eso ninguna otra cosa que diera la impresión de que la obra había empezado. Entró allí a través de una abertura en la alambrada de espino y notó cómo se le mojaban los empeines por culpa del rocío, el ubicuo chirriar de los insectos. De pronto se hizo el silencio. Alzó la vista al cielo. Sobre los tejados de las casas de los alrededores flotaba un platillo volante con una ligera inclinación. Tenía forma ovalada, era de color verde pálido y permanecía totalmente inmóvil. Mientras lo contemplaba empezó a teñirse de color naranja por uno de los lados. El cambio de color debió producirse en apenas el intervalo de cuatro o cinco segundos. El platillo osciló con una inclinación cada vez mayor y se dio cuenta de que ahora era completamente naranja. Después, el objeto aceleró en línea recta a una velocidad vertiginosa en dirección sureste y con un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Lo que en un principio le había parecido de un tamaño similar al de la luna llena, se redujo en un abrir y cerrar de ojos al de un grano de arroz antes de desvanecerse del todo en la oscuridad. Jūichirō estaba tan nervioso que tuvo que sentarse sobre las hierbas crecidas de verano. Las lágrimas resbalaban sin fin por sus mejillas y pronto comprendió que la visión del platillo había despertado recuerdos en lo más profundo de su memoria. Durante los escasos segundos en que la nave estuvo a la vista saboreó la desbordante emoción provocada por una dicha suprema. Era la misma clase de felicidad que habría sentido, sin duda, si el fragmentado mundo que habitaba adquiriera de pronto un sentido de armonía y de unidad, lo cual le proporcionaba una sanación inmediata. En el intervalo de un suspiro sintió como si el pegamento del cielo uniera de nuevo todos los pedazos sueltos del mundo para devolverlo a su estado original, a su forma cristalizada en roca, a su paz original e inmaculada. Los corazones de la gente conectaban unos con otros, las disputas llegaban a su fin, todo recuperaba un aliento tranquilo después de dejar atrás la respiración agonizante de hacía un momento… Jūichirō jamás habría pensado que sus ojos tendrían la oportunidad de contemplar esa clase de mundo otra vez. Ciertamente, hacía ya mucho tiempo lo había entrevisto para perderlo enseguida, pero ¿cuándo fue aquello? Seguía sentado sobre la hierba con el pijama mojado por el rocío y se esforzaba por descender a las profundidades de su memoria. Recordó numerosas escenas de su niñez, banderas izadas en el mercado, soldados marchando, rinocerontes en el zoológico, su mano dentro de un bote de mermelada de fresa, rostros extraños que veía dibujarse en el techo de madera de su cuarto cuando superponía las líneas en la madera con las de su imaginación… Eran recuerdos apilados en estanterías a ambos lados del pasillo de su memoria, como si tan solo se tratara de viejos artículos dispuestos sin apenas espacio entre ellos. Era un pasillo que conducía al vacío, con las puertas cerradas a izquierda y derecha tras las cuales se extendía un cielo plagado de estrellas, un pasillo orientado en la misma dirección por donde había desaparecido el platillo volante. «Es ahí donde reside mi memoria», pensó Jūichirō. Lo que pasaba era que sus ojos habían estado cerrados hasta ese mismo instante a esa evidencia. Fue en ese preciso instante cuando se convenció: no era un terrícola. Un platillo volante le había traído desde Marte para dejarle allí con la misión de salvar el planeta. La felicidad que le produjo la contemplación del platillo volante fue una suerte de intercambio entre la persona que había sido él hasta entonces y ese otro ser que había venido en la nave. Tomar conciencia de ello le produjo una profunda somnolencia a la que apenas era capaz de resistirse. Se levantó como pudo y deshizo el camino sumido casi en la inconsciencia. Al día siguiente por la mañana se despertó en la misma cama donde se había acostado la noche anterior. Nadie en la casa se había percatado de su ausencia, ni siquiera Iyoko. Su corazón latió henchido de felicidad durante todo el día, lo cual no le impidió dudar si hablarle o no a su familia de la experiencia de la noche anterior. No fue hasta que esa misma alegría le provocó un nudo en la garganta cuando al fin se decidió a hacerlo. Los cuatro habitantes de la casa se habían sentado a la mesa para cenar. Akiko se rio a carcajadas. Esa misma noche, sin embargo, Kazuo tuvo una experiencia parecida y al día siguiente por la mañana Iyoko, la más madrugadora de todos, vio los destellos grises plateados de un platillo volante en un cielo que ya alboreaba. Akiko se carcajeó todavía más. Al día siguiente se bajó del tren en la estación de Hanno de regreso de la escuela. No quería volver directamente a esa casa absurda que era la suya, por lo que se detuvo en el santuario de Hachiman y subió los escalones de piedra que daban acceso al recinto. Aún había luz y el aire era fresco. Aprovecharía para preparar allí sus clases del día siguiente. No había nadie por los alrededores. La sombra de los cedros y el canto de las cigarras de la tarde aumentaban la sensación de frescor. Subió por la escalera del norte y cuando estaba a punto de pasar bajo el torii 2 , en el cielo que se extendía sobre el edificio justo enfrente de ella vio algo parecido a un punto parpadeante de color blanco. Debía sobrevolar el paso de montaña de la sierra de Koma y, en principio, lo tomó por una estrella que refulgía en el ocaso. Pero la estrella hizo un movimiento inesperado y en un segundo se situó justo encima de su cabeza. Estaba en el jardín desierto del santuario rodeado de cedros y lo que flotaba sobre su cabeza era un objeto redondo, brillante, plateado. Daba vueltas por el cuadrado de cielo que enmarcaban los árboles. Se estremeció. El objeto ejecutaba movimientos en espiral, estrechaba cada vez más su radio de desplazamiento. De la parte inferior brotaban destellos verdosos, como si se tratase de piedras preciosas. Akiko quería gritar. Toda la desconfianza, todo el desprecio que había mostrado hasta ese momento hacia los miembros de su familia parecieron volverse en su contra. Sin embargo, aquella cosa desapareció pronto de su vista… Akiko no volvió a reírse de esos asuntos. Se convenció de que su origen estaba en Venus, de que formaba parte de una peculiar familia de extraterrestres llegados de planetas distintos. Desde entonces y durante los seis meses siguientes, Jūichirō se esforzó cuanto pudo para proteger a su familia, para ocultarles a ojos de una sociedad de la que no formaban parte en realidad. Inculcó a sus hijos el valor y la necesidad de esforzarse en los estudios, no desatender ninguna de las actividades que les hacían parecer iguales a los demás. Puso un especial énfasis con Akiko para que aprendiera costura, cocina, para que no se apartase de las reglas establecidas por esa sociedad para las mujeres. Después de todo, él era perfectamente consciente de lo fácil que resultaba mancillar la pureza y la honestidad. Akiko, de hecho, fue quien de entre todos ellos hizo gala de unos cambios más evidentes. Desde que supo de su origen en Venus, su belleza deslumbró cada día más. Siempre había sido una chica agraciada, pero mientras no tuvo conciencia de su propio aspecto no se preocupó demasiado por ello. Por lo demás, en cuanto supo que Venus era la causa última de su gracia, a ello se le sumó elegancia y frialdad. Los vecinos rumoreaban: había encontrado un novio, decían; si bien ella, por su parte, empezaba a mostrar una actitud cada vez más indiferente y desdeñosa hacia los hombres. La familia ponía buena cara a los vecinos aun sin querer hacerlo, pero, distantes y solitarios como eran, había en sus gestos algo forzado que aumentaba la separación con los demás. El resultado fue un mayor distanciamiento. —Padre, ya no me enfado tanto como antes ni siquiera cuando me toca ir en el tren atestado de gente. Noto como si me observasen desde arriba, desde un lugar muy por encima de donde se encuentran todas esas personas. Pienso que solo mis ojos son transparentes, solo mis oídos capaces de escuchar la música del cielo. Todas esas existencias pegajosas no saben nada de nada aun cuando sus destinos están en mis manos. Cuando Kazuo se sinceró con él, Jūichirō percibió el peligro inminente. Si esa misma gente que despreciaba alcanzaba a leer sus pensamientos, jamás se lo perdonarían. Acabarían con él, de hecho. —Tienes que actuar como los demás —le aconsejó esforzándose por parecer comprensivo—. Como uno más, por mucho que eso te desagrade. Los seres superiores tienen el deber de actuar así. Es la única forma que tienes de protegerte. … Al cabo de seis meses llegó la primavera y fue entonces cuando Jūichirō cambió de opinión. Quería llevar a cabo su misión y hacerlo con éxito, y para lograrlo debían hacer un esfuerzo por encontrar almas gemelas en lugar de dedicar todos sus esfuerzos a ocultar su secreto. El mundo afrontaba un peligro inminente, solía decir, y aun así ahí estaba él, prisionero de ese sentimiento trasnochado del deber hacia la familia, con sus ideas sometidas por culpa de la timidez. Le dio vueltas y más vueltas al asunto hasta que se le ocurrió la idea de insertar un anuncio en la sección de «intereses comunes» de una revista: «Si está interesado en ʘ, nos gustaría mucho saber de usted. Unamos nuestras fuerzas en la Asociación para la Amistad Universal con el fin de lograr la paz en el mundo». ʘ era el símbolo que se le había ocurrido a Jūichirō para representar un platillo volante. Las respuestas no tardaron en llegar. El ochenta por ciento de las cartas remitidas desde todos los rincones del país demostraban haber entendido a la perfección a qué se refería el símbolo sin que él llegase a explicarse bien por qué. Jūichirō preparó un manifiesto y los demás se hicieron cargo de las copias. Fue así como dio comienzo un fluido intercambio entre los miembros de la recién creada asociación. A comienzos de ese mismo verano vendió todas las acciones que había heredado de su padre e ingresó todo el dinero en el banco con objeto de disponer de fondos suficientes para sus actividades futuras. Las acciones habían incrementado mucho su valor y el capital, en consecuencia, se había multiplicado por cinco. Mediado el verano estalló una crisis financiera y a ninguno de la familia le cupo la más mínima duda de que la bendición del cielo les amparaba. Hasta ese momento, los platillos volantes se habían limitado a escoger situaciones señaladas y solo se les aparecían de uno en uno en cada ocasión. Todos creían a los demás cuando se trataba de avistamientos, si bien nunca habían tenido la oportunidad de presenciar uno todos juntos. Como cabeza de familia, Jūichirō había aprendido a mejorar su comunicación con los extraterrestres y ansiaba que sus hijos y su mujer pudieran seguirle pronto. Fue el día anterior por la mañana cuando al fin recibió el aviso.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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