viernes, 3 de enero de 2025

SADA TODO Y LA RECOMPENSA




SADA

TODO Y LA RECOMPENSA

Todo y la recompensa reúne en un único volumen la totalidad de la obra

cuentística de Daniel Sada. Fue su labor como cuentista la que originalmente lo dio

a conocer dentro del ámbito de la literatura mexicana y la que le valió, en 1992, el

Premio Xavier Villaurrutia, uno de los más importantes de América Latina. Escritor

sobre el vasto territorio del norte de México, Sada nos ofrece, en cada uno de los

cuentos, una clara muestra de su maestría como narrador, logrando un tratamiento

diferente, una multiplicidad de voces y una variedad de registros.

Todo y la recompensa viene a demostrar que estamos ante uno de los escritores

contemporáneos más importantes y de la literatura en habla hispana.

Una revelación para los escritores españoles y para la literatura mundial.

Carlos Fuentes

Un artesano impecable, un narrador profundamente cercano a la esencia del

hombre.

Alvaro Mutis

A mi hija Fernanda Sada,

a mi esposa Adriana Jiménez,

a mis hermanos Roberto,

Moraima y María Esther,

y a mi madre Moraima Villarreal

En aquel mapamundi de ilusión

cabalgaba sin brida el estudiante

Ramón López Velarde, “Vacaciones”

EUMELIA

a Víctor Chávez

La abuela iba furiosa. Tenía algo de razón. Furiosa habría de ir porque no en

balde tantas horas de música monótona, amén de lo demás: la carretera en línea

casi siempre, el paisaje colmado de nopales y de principio a fin cerros fenómenos,

distantes, en azul; así como el esplín y los equívocos por no saber a qué horas

llegarían a… Faltan como seis horas para llegar a México. Tal vez sean muchas más,

decía impávido el nieto —quien era el conductor del Ford 83—, en respuesta a la

única pregunta que formulaba reiteradamente la anciana que, por cierto, jamás

había salido de su pueblo natal. El viaje era a la fuerza (se deduce), a causa de

unas reumas empeoradas.

El nieto y su señora copiloto ahítos ingerían botana tras botana, sus nervios, sin

embargo, continuaban igual, dado que ni las vibras musicales ni las charras que

entre ellos se contaban podían sacarlos de su aburrición. Ya apaguen ese radio, por

favor, clamó de pronto Eumelia, que recostada en el asiento amplísimo de atrás, ya

para estas alturas, habíase puesto encima de los ojos un trapo de franela a fin de

no mirar todo ese encuadre de nubes desgraciadas. Y siendo que el revés de la

quietud son esas menudencias que no terminan nunca, tal vez sería mejor hacer

repasos, recapitulaciones: al vapor: la probidad de hoy contra los sueños de antes,

y dormirse y… Ojalá se durmiera durante todo el camino.

Y sí. El nieto mientras tanto, de acuerdo con la esposa, lo que hizo fue mover la

peonza del volumen: bajarle… Tan sólo unos minutos aguantarse para luego subirle

a las canciones, poco a poco, se entiende, una vez que la anciana empezara a

roncar.

Roncó —fuerte, insidiosa, feliz, a contracurso—, tal como lo había hecho desde

que era chamaca y lo seguiría haciendo hasta… ¡La gasolinería! ¿Qué pasa?: se

despertó angustiada como si aquello fuera el mismo infierno en perpetuo festín

(premonición aparte), adonde habría de irse por ser tan testaruda, según lo

comentaban muchísimos parientes, los que la conocieron tiempo ha. Lo demás fue

seguir oyendo los ronquidos entremezclados con los chachachás, las salsas, los

merengues: hasta México pues —la abuela siguió súpita—. ¡Qué bueno que fue así!

Entonces de otra forma gozar la carretera.

Claro está que más tarde hubo detenimientos, dos o tres cuando mucho, sólo

para llenar de nuevo el tanque, lo que representaba una ruptura o un solaz

necesario durante algunos minutos, un estire de piernas —un refresco: el dejarla de

oír— bajándose del coche la pareja para luego volver a lo invariable.

En lo suyo iba Eumelia, en su sueño viajero. Era curioso verla, presentirla, cual

si fuese una efigie recostada en un lecho dijérase final. Verla con disimulo a través

del espejo por parte de Matías o verla abiertamente volviendo la cabeza como de

cuando en cuando lo hacía Erna: la esposa copiloto, que no dejaba de ingerir

botanas… Allí postrada, absurda, la abuela en santa paz: quizá: después de tanto

apito, tanto argumento vacuo pero con muchos hilos de por medio… Y lo que había

adelante y lo que había también alrededor: la parentela crítica; asimismo hacia

atrás: desde la infancia: la educación severa y pues ni modo, ¡cuántas

supersticiones hechas ley! La cosa es que… Definitivamente me niego a ir a la

ciudad de México porque, según decía mamá, allí hay sobreabundancia de rateros.

Es más, cada cinco segundos hay un robo. Tal cual, aunque en distintas formas, lo

mismo repetido hasta el cansancio.

Para más referencia y más pretexto paso a paso los miedos de la abuela

llegaron hasta el colmo de la exageración: Decía mamá que en la ciudad de México

—desde luego basada en otros juicios— los robos son tan rápidos que sólo en un

abrir y cerrar de ojos un cristiano cualquiera puede quedarse completamente en

cueros, y esto suele ocurrir en la vía pública y a plena luz del día; a tal grado de

que si la persona pide auxilio o corre como loca, no hay quien le dé una mano

luego luego. Por ende, antes de que despierte compasión el prójimo se ríe de

buena gana. Así de ese tamaño la fantasmagoría. Salta a la vista pues lo

complicado que resultó para los familiares convencerla de todo lo contrario. No,

¡qué va!, ella terca más bien, hundida en sus sospechas… Figuraciones de esa

magnitud abarcaron después a otras ciudades: Monterrey, Culiacán, Guadalajara,

etc… Asentamientos donde el caos obliga a la artimaña diaria. Ya hasta en Ramos

Arizpe, para no irnos tan lejos, se han dado varios casos de asaltos en la calle casi

relampagueantes. Paranoia, mentira o despropósito, lo que nunca debió de ser

problema siguió haciéndose grande. Charada inverosímil. No existía por lo mismo

una razón de peso para desprejuiciarla, salvo cuando —y esa vez es la única que

importa— el médico local le aconsejó que recurriera a un especialista porque lo

grave de su enfermedad requería de un estricto tratamiento, además de una gama

incalculable de medicinas raras. La explicación, entonces, se reduce a una idea: fue

necesario usar cientos de trucos para quitarle a Eumelia de su mente dos o tres

telarañas.

Pero… Y aquí viene el motivo principal: el nieto y su señora, acá muy a la sorda,

le ofrecieron al médico una jugosa dádiva para que éste en seguida convenciera a

la abuela de que sólo allá en México podría encontrar al tal especialista. Y es que

ellos también acariciaban el anhelo garzón de una luna de miel en ese laberinto,

una curiosidad por darle vuelo a la embriaguez y al baile durante toda una noche:

cuando menos: querían volverse locos risa y risa para desentenderse finalmente de

ese México idílico que sale en las películas, de esos centros nocturnos fabulosos.

Este cuco Matías —habida cuenta de que el espaldarazo recibido por parte de su

esposa mal que bien era ya una superganancia— en los últimos meses andaba muy

pesudo, por lo tanto tenía sed de aventuras, de vivencias que cuestan dinerales.

Derroche al por mayor y a ver qué pasa y aquí van por lo pronto. La carretera azul

enriquecida por ideas que despuntan, se diluyen, se amoldan a los trámites de un

avatar que aún parece irreal… La música acompaña, es mejor si no se oye

demasiado… Ellos hacia, o en pos de una quimera; por cosa del destino desde hacía

tiempo juntos: nieto, esposa y abuela, como un nudo difícil de zafar. Por eso el viaje

de hoy, visto de otra manera, debía ser consecuencia de algo que a lo mejor tarde o

temprano tendría que desatarse.

Un recuento más bien, un desapego al fin una vida mecánica. Dolor y actividad

caben en una frase que resuma y que a su vez pondere una historia enlutada. Hace

bastantes años Eumelia se casó con un hombre valiente, apenas empezaba a ser

feliz, ya meciendo a una hija entre sus brazos, cuando, por una tontería, a su

esposo le dieron matarili en una cantinucha. Allí quedó tendido en un charco de

sangre. Pues a llorar, ¡qué diantres!, sólo por unos meses desde luego, porque la

vida jala como quiera que sea hacia otros derroteros. La hija creció débil, débil y

timorata se enfrentó de repente a lo que nunca hubo presentido: una pobreza

siempre apuradísima, tan llena de preguntas sin respuesta, como para tomar la

decisión de casarse al vapor, sin premeditación, alevosía y ventaja, como sucede a

veces. Casarse porque sí toda vez que un fulano irresponsable le dijera al oído

cosas bellas y le plantara un beso en plena boca y vámonos. Ella se dejó ir. Un

beso-golosina y un frenesí glorioso de caricias. Eso fue suficiente para que ella

cayera como una condenada; la carne masculina obró en definitiva, pasión y más

pasión hasta empequeñecerla. Soy toda tuya, amor, le dijo al vago y éste,

sintiéndose maestro, a media luz se la comió gustoso… Pasado cierto tiempo vino la

consecuencia irrefrenable: un vástago llorón. En un momento dado el susodicho

vago se llevó a su mujer lo más lejos posible. El retoño, no obstante (Matías Cantú

Barrón), se quedó con la abuela, quien estuvo dispuesta a cuidarlo día y noche

mientras el matrimonio anduviese de compras allá en el otro lado, en Eagle Pass,

Me Alien o en Del Río, ¡sepa Dios! La pareja más bien se desapareció.

Se adivina, por tanto, la verdadera historia subsecuente. Ningún tío hasta la

fecha ha sabido de ellos. Entonces la unidad entre nieto y abuela se fue

fortaleciendo al paso de los años, amén del agravante que no podía faltar:

circularon en torno los malos pensamientos: dizque la dependencia corrosiva del

uno para la otra habría de terminar en gatería. Y qué decir de su lealtad infame

expresada por ambos ante la parentela. Infame parentela que hubo de imaginar,

que sigue imaginando, por lo mismo, cosas horripilantes.

Ya a mitad del camino las salsas, los merengues, en sí los chachachás, sonaban

diferente. Todo revuelto, en síntesis, parecía un son tocado por los ángeles.

La abuela despertó precisamente cuando entraban de noche a la ciudad de

México. Vastedad animosa, ingobernable, un infierno más grande que la

imaginación, y ¿a dónde?, ¿en qué lugar habrían de detenerse? A modo de relevo,

pero muy a destiempo, la esposa copiloto incoaba un ronquido chillador. Alerta

Eumelia en cambio, casi paralizada: ante el sorteo de luces que se iba

transformando en tanto relucía cada vez más la admonición materna, como una

cataplasma: No olvides que si vas a esa ciudad del diablo quedarás maldecida para

siempre… Por lo pronto es seguro que te roben, aunque sea una pulsera.

Y por instinto ella se tocó una muñeca… No, no había pasado nada… Luego se

persignó.

A grandes rasgos el plan ya estaba hecho. Este cuco Matías tenía una lista

parcial de cabaretes: que el Margo, el California o el Run Run, y al barajeo mental

la mayoría, puesto que la memoria es traicionera. (¿El Terraza Casino? ¿El Caracol?)

Es que el nieto no tuvo la ocurrencia de usar papel y lápiz. Es que la lista fue

proporcionada mediante conferencia telefónica por el distribuidor Pepe Abaroa,

quien recibía en bodegas semirrefrigeradas los fletes colosales de frutas y

legumbres para su mercadeo. El proveedor Matías le enviaba mes con mes unos

siete, ocho trailers, como mínimo seis, siendo ésa la excepción. A conveniencia pues

la relación: artificial, benigna si se quiere, tan sólo sostenida por un negocio que —

dicho sea de paso— marchaba viento en popa, por lo mismo mayúsculo,

impensado, el monto de las ventas y mucho más el agradecimiento por parte de:

—¿Por qué no vienes a tu humilde casa con toda tu familia? Yo los atenderé

como se debe en la ciudad más grande del planeta.

¿Humilde? ¡Qué cínico era este hombre, por Dios santo! La invitación aún estaba

en pie para llegar cualquiera de estos días de sopetón o sin decir “¿se puede?”, cual

si llegaran efectivamente a su propio reducto. ¡Vaya amabilidad!

Llegaron, eso sí, muy convencidos de que les abrirían. No obstante, con

verdadera angustia hubieron de tocar el interfón como unas veinte veces, y

mientras tanto el frío, las altas horas: hacia un límite abrupto: la zozobra, la calle

inenarrable, las iluminaciones acechantes… Temblando ellos un poco y con razón, la

abuela sobre todo, quien para su desdicha pudo observar que andaban por ahí

algunos vagos muy antojadizos. ¿Serían? Sí, esos ladrones casi de leyenda de

quienes su mamá pelonamente le había hablado hasta el colmo: ¿por qué nomás a

ella? Como si desde tiempo inmemorial dichos fulanos aguardaran a que llegara

Eumelia para… ¡Esos eran!, ¡sí, pues! Lo bueno fue que pronto vino la salvación.

Por la bocina se oyó una voz modorra. Recibimiento lerdo al fin y al cabo. Pepe

Abaroa en piyamas: ¡Qué milagro que vienen!, ¡pásenle, por favor!… Mero trasunto

el respirar de tajo la atmósfera casera. Olorcito que jala… Pepe Abaroa en seguida

buscando las cobijas, los mejores rincones y: no fue problema acomodar a tres, ya

que su residencia era espaciosa. Espaciosa de sobra para un hombre soltero como

él, un mendaz cuarentón que era un costal de mañas, un solitario muy a la

moderna: derrochador demente, retacado de muebles a lo tonto.

—Buenas noches —les dijo entre bostezos—. Sí, claro… yo sé a lo que han

venido, pero mejor mañana platicamos.

¿Mañana? Tan sólo en unas horas —como a eso de la una de la tarde— ya

estaban a la mesa departiendo. Tuvo que haber preámbulos, ciertas moderaciones

que al obviarse pronto se transformaron en glosa arrebatada, de suyo contrastante

con la mudez climática de Eumelia que, con los ojos fijos en el platón de frutas, oía

azonzada los atrabancamientos. Cierto que ellos al bies querrían entresacar de todo

ese flagrante parloteo uno o varios motivos accesorios que pudiesen caber en un

período no mayor de seis días. Qué tal una visita a las pirámides, qué tal a

Xochimilco. Mientras tanto los tres discutidores comían, bebían café con leche, ni se

acabaron una sola pieza de los panes que estaban a su alcance. Unos cuantos,

hasta eso, mordisqueados.

Júbilo o nerviosismo.

Urgencia a fin de cuentas, pero, si a ésas vamos, nada era para tanto, o sea:

motivo suficiente sería entonces el plan preconcebido por teléfono. Un poco más

tranquilos, más con ganas de oír y hablar en orden fueron haciendo cálculos…

Tendrían muy buena suerte si el plan les resultara como lo habían pensado, pero:

como lo habían pensado no se iba a poder. Es más: ya de por sí ese día estaba casi

muerto. Es que en la capital cada minuto es oro. De modo que debieron levantarse

un poco más temprano. Sin embargo, jqué le hace! Y lo primero es esto: el

consultorio médico se encontraba a una cuadra de distancia (el tal especialista); se

dilucida pues la gran ventaja, la gran comodidad prevista antes del viaje.

—Por ahí donde están esas antenas de televisión… ¿Las ven?, ¿sí?; por ahí entre

las ramas de los árboles…

Justo abajo, y también justo el tiempo para ir. Se fueron sin más trámite. Tras el

tejemaneje inevitable ya tendrían ocasión de darle rienda suelta a tantas y

estentóreas distracciones. Aquellos sueños de cabareteo, hacerlos realidad: era el

paso siguiente.

Antes de dar un salto en el orden normal de un pormenor, caben aquí los puntos

suspensivos o la tipografía que sea más útil para indicar que no hubo contratiempos

en lo que toca al rápido traslado, siendo que la fortuna les sonrió: encontraron al tal

especialista dispuesto a recibir a la paciente —a la que le pidió, luego de media

hora de consulta, una prueba de orina y otra de excremento; sorpresivo

diagnóstico, ¡caray!, dado que unas reumas por muy mal que se encuentren nada

tienen que ver con problemas de estómago—, la receta en seguida, indescifrable

siempre, eran más de dos hojas atascadas de tinta; las recomendaciones fueron de

viva voz. A cambio el desenfado posterior: en menos de dos horas estuvieron en

casa con los medicamentos adquiridos y hablando ahora sí de lo que tanto

ansiaban.

—Hay un centro nocturno que se ha puesto de moda, se llama Los Infiernos. Si

ustedes se deciden podemos ir allí. Aunque el Bar León o el mismo Caracol no son

tan despreciables.

—Vamos al que tú digas —clamó eufórica Erna.

Aunque la abuela enferma… No, no les significaba ni siquiera un dilema, pese al

blancor horrendo, trasparente, que apareció en su rostro cuando supo en verdad lo

venidero. Resolvieron los tres que ella se quedaría como dueña y señora metida a

piedra y lodo en esa casa extraña. No la iban a invitar, sería una ofensa. Lógico es

que se armara de valor. Le aconsejaron cómo. Que dejara las luces encendidas y

que pusiera música bailable, pero a todo volumen, para que los ladrones no osaran

penetrar. Una fiesta fantasma indispensable. Y los rezos y las imploraciones, como

apoyo indirecto, para que se sintiera en compañía. También le dejarían sobre un

bufete un extenso enlistado de teléfonos en el que figuraban por supuesto los de la

Policía, el Cuerpo de bomberos, las Cruces Roja y Verde, sin olvidar los de las

amistades principales del vivaz solterón y los de LOCATEL, sin olvidar tampoco una

copia de llaves de la casa, además de una suma de dinero… DE TODO LO QUE EN

TÉRMINOS DE APURO SE PUDIERA OFRECER… Tardó el convencimiento porque

Eumelia ponía bastantes trabas. De hecho, si nomás por antojo ella hubiese querido

frustrarles la salida, ya se imaginarán cuántos achaques saldrían a relucir. No

obstante por enfado, por no seguir oyendo sugerencias, que no son otra cosa más

que órdenes, aquí está lo que dijo:

—Vayan tranquilos pues. Entiendo que son jóvenes y quieren alocarse. En

cuanto a mí, que sea lo que Dios quiera.

Y lo que Dios dispuso desde arriba fue que ella se valiera por sí misma como

deben valerse las personas que todavía se sienten muy lejos de su tumba. ¿Y

luego? Las maniobras. Cada quien por su lado. Emperifollamientos más o menos

contra inseguridad alambicada de inocentes palomas que quisieran volar al más

allá. Hacia el baile total. Y el “no” de la abuelita paseadora a la fuerza,

horrorizándose de su familia. Y hasta quería gritar como una niña. Lo que le entró

después de repensar y repensar tonteras no fue siquiera un arrepentimiento sino

cierto coraje de mujer, de mujer valerosa y solitaria, pero en una gran casa, desde

el atardecer, envuelta ya en aromas que al fin configuraban un aroma intermedio, el

cual, para acabar, fue el que impregnó: la casa de dos pisos, con cuatro amplias

recámaras, una sala de lujo, un comedor de cedro y tres largos pasillos como para

perderse o darse a la tarea de presentir que en cualquier recoveco habría una

aparición, muchas apariciones, de toda su familia de una vez, gritándole,

injuriándola.

¡No!, no era por ese lado.

Mejor, estoica, inexpresiva, quedóse como vil espantapájaros luego de que los

tres se fueron al demonio.

Risas encadenadas hacia el baile.

El trío punible, y ella, lerda, a sus anchas, como en cámara lenta fue

avanzando…

¿Hacia dónde? A saber… Es que la oscuridad tiene más rumbos, las cosas son de

bulto o al tanteo, y sin hacerse una capirotada imaginaria de todo ese sustrato

indefinible que es lo negro en lo negro Eumelia de una vez se fue en directo hacia

una ventana de las cuatro que había en el segundo piso. La luz. El resplandor. Se

puso ella, se quiso una romántica cualquiera. Se puso a recordar quién sabe qué

diabluras que a lo mejor no eran. SE PUSO. La noche urbana apenas asomando, la

insinuación de un fuego de artificio y la fisonomía de un emplastado, ingente, por

decir; urbano, por negar. ¡Mundo! ¡Superchería! ¡Necesidad! Rumores atrayentes,

formas enamoradas del horror y la entrega, y Eumelia, por lo mismo, queriéndose

quitar de la cabeza esas barbaridades que le decía su madre, las cuales desde luego

la mamá debió haber aprendido de sus antepasados, y así hasta los inicios

españoles. “¡No vayan!, ¡no sean tontos!”, sería el lema perpetuo, más bien es y

será. Sin embargo la abuela a sí misma se dijo:

—Yo creo que aquí la gente se la pasa rebién.

En el anonimato.

Esta ciudad es el lugar idóneo para perderse y para recobrarse, sobre todo

perderse por las calles, nunca dar con un sitio y dar con todos. Perderse pues, a

cuenta y riesgo propios, tal como se perdieron su hija amelcochada y el vago

voluptuoso allá en Me Alien o tal vez en Donna. Entonces la abuelita atisbo en un

antojo de amorcito de madre: verla aquí… Ver a su retoñito ya bien establecido y

no nomás mirarlo en los retratos, sino, si se pudiera en carne y hueso; en cuanto al

vago: no, no tenía caso verlo. Y se durmió la pobre en un sillón, espacio le sobraba.

Hacia el amanecer los deseos de la noche se apagaron. La hija entre tinieblas y

el vago iluminado eran como una hoja desprendida de un árbol. Hacia el amanecer,

como si la empujara algún resorte, Eumelia fue en directo a la cocina. Un frasco,

¿dónde?, y no tardó gran cosa en encontrarlo. Por cierto el excremento, ¡qué

deseos!, ¡cuántos pujidos necesitaría para siquiera hacer un mojoncito del tamaño

de un chile jalapeño! Pujó y pujó y lo hizo, lo colocó en un frasco vacío de

NESCAFÉ. No se puede negar que dicho proceder en un principio debió causarle

mucha repugnancia, pero vino la tapa salvadora y la bolsa vistosa: una de

LIVERPOOL, y entonces ya ni qué: aquello era un tesoro.

Para su mala suerte la orina nunca vino.

El tal especialista le había dicho que a eso de las seis de la mañana se

presentara con el par de muestras, además de bañada y en ayunas. ¿Bañarse?

Eumelia lo pensó. Es que en la madrugada… Agua caliente había, lo comprobó…

¡Vamos! La temblorina.

La caricia del agua y el desvío imaginario… Llegar a toda prisa al consultorio

para decir de buenas a primeras: Aquí está el excremento que usted me pidió ayer.

Ojalá que le sirva sólo eso, porque, por más que quise, no salieron los meados. Ja,

¡qué descaro sería decirlo de ese modo, al estilo ranchero! Por lo mismo vendría la

corrección de aquél: Por Dios, señora mía, se dice orina. O-R-I-N-A simplemente,

así como lo oye… Y bajo el chorro de agua la reumática reía, reía triunfal.

Casi en tres zapatazos estuvo al punto: lista para salir sin avisarles a los que de

seguro habían llegado rancios, tambaleantes, adivinando entre la oscuridad

blanduras, asideros, lechos para caerse como tablas. En tanto que la abuela

vivaracha —y no por ir en contra de toda esa molienda musical— estaba a un tris

de abrir puerta tras puerta hasta ganar la calle. Situémosla expedita, con aires de

grandeza insuficientes como para avanzar despreocupada. Iba, no obstante, dizque

muy retadora de la ciudad de México. Mal vestida por cierto, a las carreras, a pesar

de que no eran ni diez para las seis. Falda y blusa arrugadas, un chal, un par de

chanclas, y todavía arreglándose la greña; libre, medio ridicula, pero sin el embargo

de saberse no tanto vigilada sino compadecida.

A cambio el espectáculo naciente. Gente bicicletera, en motos o de a pie:

pimpante o agachada. También muchos camiones. También muchos tamales,

humaredas; y modos, jeringonzas, y brotes de agresión. La chistosada en ciernes,

contrapuesta, a guisa de paliques pendencieros en medio del apuro general. Y

Eumelia, por contagio, por no dejarse ir tras un deslumbramiento, aceleró su paso.

Guiada por su intuición y su memoria debía de entorilarse nada más: por esa

misma acera: sólo con la idea fija en su cabeza de encontrar el dichoso consultorio.

En cuanto al excremento, ni quien se percatara de que ella lo llevaba paseando en

una bolsa lechuguina, o sea: conforme al movimiento de su andar: sus brazos en

vaivén: en una de sus manos el pendiente. Sí, la cosa codiciada, la apariencia de

algo muy valioso; y cuando más se iba arrepintiendo de haber fraguado en su

imaginación vanas y espeluznantes tonterías: ¡bolas!: un hombre encarrerado le

arrebató la bolsa y en menos de un segundo se desapareció, a lo mejor ya andaba

volando entre las nubes.

Metáfora engañosa, porque tan sólo el nombre LIVERPOOL, sea pues lo

estilizado del objeto y las mil deducciones sobre la demasía, ah, ¡qué fina

desmesura!, ¡qué innoble paradoja!

—¡Deténganlo!, ¡detente, miserable ladrón!

¿Qué? Nadie, ¿para qué preocuparse de lo que no preocupa? Entonces la

abuelita como pudo se encarreró con fe hacia donde creía que era más

conveniente, pero a unos siete metros dio el ranazo. ¡Detente!… ¡Detengan al

ratero! No más por no dejar volteó hacia arriba, y al no ver más que pura nublazón

mejor trató de incorporarse pronto, no fuera ser que luego le robaran una prenda

cualquiera. Tenía que

refugiarse, pero ¿dónde? Y se sintió más sola que un tejón… ¡Al diablo el

excremento! Imposible alcanzarlo. Ya le faltaba poco sin embargo para llegar a… El

tal especialista la recibió gustoso. (El consultorio por primera vez la hizo sentir que

estaba, o que iba entrando a un lugar parecido a su recámara, la de siempre:

olorosa, sumida en un alcohol adulterado.) Estaba la mujer para quejarse. Sacó de

sopetón lo que traía entre dientes como si el que la oía fuese su salvador, su ángel

de la guarda, su cristo o su mamá resucitados:

—Me robaron las muestras de excremento —y poco a poco fue la explicación

que en tres o cuatro frases no pudo redondear. A lo que por tan simple desventura

el tal especialista creyó sobreentender que no era exagerada la noticia. Algo para

reírse a carcajadas, aunque también para guardar las formas; por ende se llevó tres

dedos a la boca, disimulando acaso un estornudo. De suyo, a lo que le parecía un

drama innecesario él podía darle un giro de comedia. Así, queriéndose tal vez

condescendiente, le respondió con tono de padre celestial:

—Pero, señora mía, eso es muy fácil de solucionar. Venga mañana a esta misma

hora con lo que le pedí. Si por algún motivo usted no puede obrar, con la muestra

de orina me conformo… Y ahora sí discúlpeme señora, tengo que despedirla, es que

estoy saturado de pacientes. Mi agenda está completa, ¿usted me entiende?

La verdad entendible, o al menos inmediata, es que en el consultorio había un

silencio tal que casi era imposible suponer que los pacientes y las enfermeras se

hubieran escondido en un lugar ficticio mientras ella estuviese en tiempo de

consulta. Bah, no fueron ni siquiera diez minutos.

La despidió. Se fue. Algo la despidió en definitiva. Luego: balandronadas: hacer

la conexión con las sentencias dichas por su mamá; hacer la conexión con el ratero,

nomás por puro antojo, pero… ¿Tendría caso saber hasta dónde llegó?

Eumelia pudo entonces concebir que en una esquina (de las tantas que hay en

este laberinto), o en un mugre resquicio, probablemente el frasco de NESCAFÉ

estaría ya no digamos que partido en cuatro, sino hecho un batidillo nauseabundo:

añicos y acidez a la intemperie y… La abuela iba furiosa… ¿Qué les iba a decir a los

cabareteros?, sea pues ¿a los que amodorrados, o con franco desgano, oirían el

suceso como oír un merengue muy mal ejecutado?

Lo cierto sería entonces una grandiosa mueca a modo de respuesta, una mueca

de enfado, de plano indiferente, no obstante que la abuela tuviera la razón.

LA VOZ DEL RÍO

La soledad es legendaria como los ríos y como los perfumes impregna.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

¡Mira!, como aquello de allá… sí… como aquello.

El río avanzaba entre la oscuridad, solitario, casi invisiblemente. El río traía en

sus pulsos lunas despedazadas y acaso fuera aquello que se batía en la calma.

Edimiro dormía, mal, como siempre, boqueando bocabajo luego de antes en que

hizo lo último: colar salvado, pulir las herraduras: antes, en la tarde de hoy. Pues

nada, que Edimiro no sabía qué, por qué, y de repente un grito vino a él… Grito

como de hombre que se ahoga o también como si pareciera un leño que pega

contra el agua. Cosas de ideas de azar. Como aquello de allá… sí… como aquello

que busca una distancia. Y la voz se diluye. Largamente una o de vapor sobre las

aguas, el sonido de un eco. Edimiro que va, pronto llega —el río tranquilo, sereno

como siempre— tan luego que se sienta sobre la pura chuqui de la yerbaelmanso y

se queda a esperar.

Oscurece más hondo. Las corrientes se abisman en una exhalación oscura como

la pesadilla. Viene el día y la noche después y la voz ya no se vuelve a oír.

Entonces por sobre la maleza de un vientecillo hojeando hizo crecer una

iluminación de trece lámparas: unos hombres buscaban las huellas del ahora

difunto. Que ayer hubo un ahogado. ¿Ayer? Ayer… dicen las gentes que supieron.

Mas nunca lo encontraron. Y, ¡por cierto!, ¿el Edimiro dónde se habrá metido?

Y así fueron pasando muchos días, y la voz, la voz algunas veces se perdía entre

las nubes… sí, algo, como aquello: aquella idea de aire encerrada en algún acabar.

Y el río avanzaba lento, el río de allá, detrás de la arboleda. Azul de transparencia

que luego quiebra por entre las colinas de San Buena.

QUIÉN ES QUIÉN O QUIÉN NO ES ALGUIEN

a Adriana Jiménez

Si uno pudiera olvidar sus sueños,

el tiempo se abrevaría —¿Qué tan

lejos estamos ahora del principio?

JAIME MORENO VILLARREAL, “Caudas”

Porque la suerte es la suerte, y quien la tiene, la tiene de más. Porque no hay

nada como decir mentiras cuando otros procuran verdades al vapor. Porque no hay

pretensión ni reconcomio, sino, más bien, pura anarquía mental. Eso —todavía poco

— es Luis Carmona: el noble gigantón que aproximadamente hace quince años

nadie daba por él un cacahuate. Y lo que son las cosas: hoy vive como rey.

Guapísimo el fulano pero tonto, maníaco, desquiciado, según los comentarios de

enanos envidiosos, esos que ya quisieran llegarle a la cintura. Lo bueno es que el

gigante mentiroso ya está muy lejos del estercolero.

Lejos, sí, en una isla de Europa, casi inculta, el héroe de intramuros en completo

reposo, con la sonrisa última del sabio, moviendo la cabeza levemente para un lado

y para otro… o como sea mejor, pero feliz, asaz despreocupado, sin más ansia que

estar en donde está.

—La verdad yo lo envidio —dice Adalberto Armijo.

—Pues yo no, para mí no es un caso edificante —contesta Pedro Garza.

Remembranzas fatales se cocinan entre ellos: los amigos: apenas si se acuerdan

de aquel asunto trágico en el que Luis Carmona de chiripa salió vivo y sangriento.

Fue una riña bastante desigual provocada por él que, haciendo gala de

superioridad, como siempre lo hacía, a lo tarugo impuso su imagen grandulona, y

los enanos, a la voz de “ya”, le cayeron en bola y… De más está decir que su cabeza

parecía un jitomate reventado. Una rojura horrenda que a la hora de la hora fue

gloriosa, porque, a la inversa, en su joven encéfalo algo bueno pasó: un reacomodo

exacto, milagroso, capaz de darle un giro a su destino.

De momento sus padres lo curaron con húmedos vendajes de agua oxigenada,

pero necesitaba cocimientos casi en un dos por tres, antes de que la choya se le

cayera a cachos: desflorada: ¡qué magias postrimeras! La sangre, mientras tanto,

florecida, manando todavía como venero tétrico. ¡Qué lástima! ¡Qué trabajos

urgentes requería el peleonero! Y también qué trabajo llevarlo al hospital sin que

dejara rastros en el coche o en las duelas de allá cuando llegaron rápido exigiendo

atención. Por lo pronto, ni modo, el goterío paró después de un largo rato, unos

veinte minutos. Nomás no pudo el guardia cirujano detener la hemorragia en

menos tiempo; nadie, pese a las enfermeras correlonas y al nerviosismo loco de

cuatro paramédicos. Listo, al fin; regresar fue costoso. El padre iba llorando y

manejando. La madre, en cambio, mejor que se quedara rece y rece, en casa, en

paz, no fuera a desmayarse la infeliz en el momento más inoportuno. Decisión en

un tris tomada por el padre, quien a la postre en calma, reprimiendo un plañido que

no conducía a nada —aún al volante, a gusto, en la avenida sola, más allá de las

dos de la mañana—, le soltó al hijo la recomendación:

—Esto es para que aprendas a no andarte peleando, sobre todo con gente

pandillera.

A lo que Luis Carmona, sumido en entresueños, no supo de quién era aquella

voz. No sabría discernir más adelante otros tantos consejos, sino sólo un vaguío de

palabras dispersas… “Más adelante” quiere decir “al rato”: la llegada a la casa, y

todavía el discurso con airecillo lerdo.

Palabras que se pierden porque no suenan fuerte.

Palabras subconscientes para alguien que ignora por completo cuál es la

realidad y cuál es justamente lo contrario. Bájate —dijo el padre—, ya llegamos.

Pues no, eso era lo difícil. El juvenil gigante estaba semimuerto, vegetal, sin

quejidos, y el padre cómo diablos iba a cargar la mole, ni con la ayuda de la

esposa, ¿cómo?, ¿cómo sacarlo?, ¿cómo despertarlo? Decidieron dejarlo ahí en el

coche para en seguida encomendarse a Dios. Padre y madre turnándose, media

hora cada quien, hasta que amaneciera. Cuidarlo, ¡qué problema! De todos modos

respiraba el hijo, nunca dejó de hacerlo. Afortunadamente.

Vino la luz. Vinieron los vecinos.

Aparecieron Adalberto y Pedro: los amigos de aquel que antes del accidente no

quebraba ni un plato, los que hoy cervecean y botanean rememorando partes

claroscuras del que fuera, sólo por su presencia, mas no por su donaire, su ángel

de la guarda de a deveras. Atleta inconcebible en la barriada; potente ilusión óptica

a distancia para los envidiosos montoneros: los sañudos rivales con las manos abajo

esperando el momento.

¿Cuál venganza?, ¿por qué? Sólo porque medía más de dos metros daban ganas

de hacerle una trastada. Y más porque traía revoloteando, sin que se diera cuenta,

a un enjambre de zonzas soñadoras que deseaban estar entre sus brazos, besarlo

donde fuera, y más cositas de ésas. Pero aquél en las nubes andaba entretenido,

lejos del hervidero terrenal: tan minúsculo emplaste en movimiento, en un nivel

oscuro, de subsuelo; mientras que acá, flotando, el pensamiento santo de quien

nunca, por ende, miraba de soslayo. Siempre a los ojos, sí, como los inocentes.

Pero por paranoias que no viene al caso deslindar, la caterva de jóvenes mambís lo

miraban de lejos como a un monstruo salido de un pantano.

Monstruo que hacía preguntas demasiado lunáticas como las que se citan: ¿Es

posible viajar de Mexicali a San José del Cabo en un patín del diablo sin bajar

ningún pie de la tablilla para empujarse un poco?… ¿Por qué los hombres no están

capacitados para saltar un cerro sin que les pase nada cuando caen?… ¿Es posible

ligarse a una mujer hablándole de amor a base de ecuaciones?… ¿Ocurrirá algún

día que en lugar de caballos salgan bebés gateando en los anuncios que hacen de

Marlboro?… Y los otros reían enajenados pero siempre por dentro, dado que si lo

hacían abiertamente con la lengua de fuera, él nada más mostrábase insumiso

endureciendo mucho sus facciones y haciendo relucir su vozarrón de león

acorralado: ¿Crees que no debo hacer esas preguntas?, ¿me juzgas deshonesto?,

¿crees que pienso idioteces? Descomunal amago embaucador. Un sí o un no debían

comprometer, mas lo que interpretaban los enanos iba por otro lado: podían salir

golpeados si porfiaban en dimes y diretes, pero, pues, que se sepa, el gigante

jamás le puso un dedo a ningún ser humano; sea lo que sea, no obstante, lo real es

que en el barrio la palomilla le sacó la vuelta, excepto…

Los que le daban hilo a sus desbarajustes son los mismos que hoy, devotos del

alcohol, añaden algo más al caso inevitable. Retazos van y vienen, ciertas glosas

pendientes, ríos y montañas de información sabrosa, lagunas hay: enormes, como

enormes silencios al respecto. También, ¿y por qué no?, se entresacan paráfrasis

agudas que parten de la sorna descarada para llegar a análisis muy serios sobre

patologías sin solución. En fin, y ¡qué desgracia!, que ellos ya sean personas

sistemáticas. Poco se ven, no hay tiempo como antes, porque tienen horarios hasta

el tope. Fingen, de todos modos, al pretextar que están muy ocupados. Pero de vez

en cuando, aprovechando ambos sus vacíos laborales, pegados al teléfono se

quedan más allá de una hora contándose idioteces del pasado; a veces se dan cita

en un bar céntrico, y aunque hablan de lo bien que les ha ido, reviven esa época

muchacha, que resulta incompleta, desde luego, sin las maquinaciones del gigante.

—¿Te acuerdas qué trabajo nos costó llevarlo hasta su cama? —dijo Adalberto al

tiempo que levantó las cejas lo más alto posible.

En total fueron seis los que ayudaron. Puros hombres chiquitos, quehacerosos.

Fue la madre afligida la que pidió socorro en las casas contiguas. ¡Claro que sí!, en

seguida. Era un favor muy leve. Ya una vez en su lecho el bulto fofo, bien a bien no

se sabe qué día se despertó. La información correcta hay que inventarla. Con que

fuera siquiera una semana…

Venga la discusión de los amigos, las inexactitudes… Aunque en la perspectiva

del recuerdo hasta parece lógico y sensato que haya permanecido un poco más. En

estado de coma no es tan fácil volver a lo normal si no es por obra y gracia del

Todopoderoso. De suyo, si el milagro sucede, ¡qué bien! Felicidades. Pero ni para

cuándo los padres del grandote querrían entretenerse con suspiros como ése. Al

contrario, temían que su retoño ya no hablara jamás, ¿y cuál? El día menos

pensado, para sorpresa de ellos, se soltó palabreando cual rorro de ventrílocuo, a

pecho abierto, lírico, semiconsciente, cáustico, porque se imaginaba en plena lucha

contra el montón de enanos que en oleadas continuas se le dejaba ir. ¡Hijos de la

chingada!, van a ver… Y de ahí en adelante la impune extraversión a rienda suelta,

donde majaderías comunes y corrientes, tales como “¡cabrones!”, “¡putos!”,

“¡pinches!” se repitieron más de veinte veces. ¡Locura exuberante contra la

inmaculada decencia de la casa! Pues ¡qué barbaridad! Por lo pronto la madre se

persignaba en friega, pero como eran tantas las comentadas dichas, terminó por

huir a la cocina, lejos, la pobrecita, o sea… Lo que hizo fue prender la licuadora

nada más porque sí…

Después vino la calma, la corrección total.

Cierto es que Luis Carmona hablaba a solas. Cierto es que mascullaba groserías,

aunque en tono menor, que ya es bastante, y: la mesmedad se impone de una vez:

hubo reconstrucción en su cabeza; reconstrucción onírica, parcial, porque… Veamos

ahora.

Transcurridos tres meses más o menos una vez en la calle Pedro Garza lo vio:

sentado en la banqueta de enfrente de su casa, jugaba con un hilo, y decía algo

que Pedro alcanzó a oír: …Ya me las pagarán uno por uno… Tan concentrado en lo

que hacían sus manos no se dio cuenta que el otro se acercaba hasta que vio la

punta de un tenis colorado; entonces por instinto sacudióse, poniéndose las manos

en el cráneo. El hilo se quedó entre los cabellos.

—Oye, ¿no te acuerdas de mí?, ¿adivina quién soy?

—No… ¿por qué…? ¡Vete!

—Soy Pedro Garza, tu cuate de la prepa, tu vecino.

—¿Pedro? —las conexiones y los silogismos. Las preguntas abstractas,

desmedidas, a cuán más imposibles de una respuesta justa. Ah, y la iluminación

reveladora: el nombre legendario—. Pedro… Hay un Pedro en el barrio… tiene que

haber un Pedro…

—El mismo, el único, quién más que yo, ¿te acuerdas?

—Creo que ya me acordé… Tú eres Pedro, el chaparro, ¡claro que sí!… ¡Qué

bueno que llegaste!

—Tenía ganas de verte, pero cuéntame algo… ¿Cómo te la has pasado?

—Pues he andado de arriba para abajo, viajando sin parar.

—Ah, sí, ¿deveras?, ¿y me puedes decir a dónde fuiste?

—A San José del Cabo.

—¿Y para qué tan lejos?

Luis Carmona, que había dejado el hilo revuelto en su cabeza, se llevó cuatro

dedos a la frente, los mismos que subieron por el pelo, como suaves tentáculos,

para en seco frenarlos, cerca del molinillo. Enredo, hilo, ¿qué hacer?, ¿contarle el

recorrido? Y sus miradas fijas ahora sí: la una hacia la otra; y el asomo de duda por

un rato. Aunque también las muecas complacientes. Sutil la idea inicial para

lanzarse. El desparpajo a punto y:

—Pues me fui a San José en un patín del diablo. Allá estuve tres horas nada

más, aunque tres horas muy bien aprovechadas, o sea… Hice una transacción con

un señor. Cambié el patín del diablo por una bicicleta de carreras, que fue en la que

me vine a Mexicali. Con decirte que el viaje de ida y vuelta no duró ni dos días, no

me cansé siquiera.

—¿Y me podrías mostrar la bicicleta?

—No, porque deja explicarte. Al llegar a mi casa estaba un tío comiendo, lo

invitaron mis padres. Nos dimos gran abrazo. Platicamos bastante. Luego del postre

y eso, salimos al portal, y entre que no y que sí le echó un ojo al vehículo. Como a

ese pariente yo siempre lo he estimado, le dije así nomás: “¿te gusta? Te la doy”.

No lo pensó dos veces, y que la carga y que la deposita en la enorme cajuela de su

carro.

—Luis, la verdad, ¿cómo puedes decirme a mí esas cosas?, ¿por quién me

tomas?, ¿eh? Sabes que no te creo.

—¿Entonces piensas que soy un mentiroso?, ¿me crees capaz de verte la cara

de tarugo? Yo no me porto así con los amigos…

—Es que es irreal, es demasiado ilógico… Y de una vez te digo que no quiero

meterme en discusiones. No me expliques detalles… Lo que sí me doy cuenta es

que quedaste mal de la cabeza. No te has recuperado del golpe que te dieron. Yp

que tus padres te llevaba ahora mismo a un hospital psiquiátrico.

—Pero es que soy muy rápido, deveras. Hasta se me hizo largo el viaje de

regreso. Con el patín del diablo…

—¡Basta! No te creo ni de chiste. Y ya me voy. No soporto que quieras

explicarme lo que no me interesa. Te dejaron los sesos al revés. Te jodieron y

¡punto!

—Pero te juro que…

—Adiós.

Pies en la realidad para huir del embrujo. Pies de prisa. Esfumino. Pedro Garza

quizá: mente ingeniera, estricta, ¿cuándo regresaría? No daba chance nunca. Al

demonio los déficit. Horrores de la vida cortados por lo sano. La amistad para él era

una superficie casi aterciopelada. Roce y satisfacción y magnetismo espurio.

Personas-personajes-muñequitos parlantes, y todos instalados en lo mismo, al fin

de cuentas poco: trágicas miniaturas en un teatro al que acuden crédulos

mentecatos. En reducción el nudo, la verdad circunscrita a una sola palabra.

Pobredumbre ¿tal vez? O agua que siempre corre, inabarcable, ajena, que no

importa, no sirve, no se puede beber.

Historia revertida para Adalberto Armijo, quien al oír lo grueso y lo superfluo del

caso referido le dio un trago muy grande a su café con leche. En ese tiempo nada

de cervezas. Pura buenaventura relamida. Sabores que no llegan ni se van.

—De modo que se fue por toda la península en un patín del diablo y regresó

feliz en bicicleta.

Maravilla tenaz, poética sonrisa, porque ya despuntaban los morbos deliciosos.

Adalberto no quiso por lo pronto reprocharle a su amigo archicuadrado su actitud

radical. No era tema de intrigas el desajuste aquel. No en esas circunstancias donde

los menoscabos son patentes. Llamar a la cordura a un exagerado era tanto más

loco que no seguirle el ritmo nada más para ver hasta dónde entraría en

dubitaciones. Pero Adalberto no sacó la idea, sino que hipócrita y alucinado fue a

buscar al gigante un sábado en la tarde. Quería desenredar el hilo mágico.

En la casa de Luis tardaron en decirle que por ahora no. Tocó mas de diez veces

y lo dicho. En realidad los padres no querían que su hijo anduviera en la calle. En

resguardo seguro durante un largo período evitarían que fuera nuevamente atacado

por esos pandilleros sin futuro —sobrecogidos todos, al acecho—, quienes por

intuición debían temer una venganza en grande, ya no de parte de la familia en sí,

pues sería lo de menos medir fuerzas, sino de las patrullas policiacas en continuo

rodeo, preparando en secreto una emboscada para meter de bulto tras las rejas al

montón indeseable. Pero el plan no era ése: por lo visto: de nadie contra nadie.

Sólo que los terrores siempre dan de qué hablar. De otro modo, la paz es

consejera, trae buenos resultados, y la huida también. Porque, inclusive, desde el

momento mismo del percance, el padre contrariado atisbo en un deseo que venía

alimentando de un tiempo para acá: un día de éstos cambiar de domicilio. Sí,

aunque… Resultaba carísimo y latoso emigrar a otro barrio, a otra colonia un poco

más tranquila, donde no merodeara la negrura y salir a la calle a cualquier hora

significara una emancipación. Por mientras, sin embargo, vaya que era molesto

resignarse a lo tétrico, teniendo a su retoño de dos metros metido a piedra y lodo

en su recámara, como infame gorila encadenado repitiendo la frase subconsciente:

Ya me las pagarán uno por uno, hasta eso que en voz baja; mas cuando el arrebato

allá de vez en vez, luego de varios días de no ver más que imágenes sagradas de

Beatles por doquier y cristos parecidos a jipis de Los Angeles, entonces sí la voz era

un estruendo casi casi apoteótico ¡Pinches güeyes cobardes!, ya verán…

¡Enmierdados culeros, hijos de Blanca Nieves!… La sandez impetuosa, incontrolable,

tanto así que la madre, al oírlo espetar las palabrotas, se metía de inmediato al

tocador y con el ruido de la secadora ahuyentaba la racha endemoniada.

Endemoniados fueron esos días de encierro y pesadez. El padre, por su parte,

con lápiz en la mano, a veces con el cuerno telefónico pegado a una oreja para

pedir informes, calculando apurado lo que le iba a costar tener a su hijo en terapia

intensiva: por cuánto tiempo, dónde, cómo saber si en Mexicali había un hospital

confiable, cuándo llevarlo o si era necesario armarse de paciencia; y haciendo

presupuestos se dio cuenta que no tenía dinero para eso, a menos que vendiera los

muebles de su casa podría traer cuanto antes a su orate adorado a la normalidad.

Entonces los suspiros solitarios: Ah, si la Cruz Roja hiciera esas labores… Así

también: Si el Seguro Social aceptara a la gente independiente… Y mientras tanto la

normalidad se reducía a un reguero de chasquidos domésticos, pasos por todas

partes, soliloquios, rechines, tan sólo trabucados por timbrazos que a diario y hacia

el atardecer asestaba Adalberto: en vano, siempre: hasta que un día le abrieron: el

padre, harto de estrépitos, con pistola empuñada salió a ver. Reconoció al enano

compañero. Pero como a partir del accidente creía que en la manzana proliferaban

moros con tranchete, pues le hizo unas preguntas al molón.

—¿Qué se te ofrece?, ¿por qué tocas el timbre de esa forma?

—Quiero ver a mi amigo. Desde hace tres semanas quiero verlo.

—Está bien, pero júrame aquí que tú no tienes ligas con los de la pandilla.

—Lo juro por Dios Santo. No me gustan los pleitos.

—Bueno, pásale pues. Nomás quiero decirte que si le haces algo cuando estés

en su cuarto, te disparo seis balas en la panza.

—No, señor, yo vengo a platicar. No se preocupe.

El enano avanzó paso a pasito por el jardín frontal —jardín clasemediero,

cualquier cosa de flores y zacate—, detrás de él la pistola apuntadora, como

presentimiento. En potencia el terror que le iba acompañando. ¡Si volteara de

pronto el visitante! Si, de hecho, supiera que la madre sacaba a su retoño un rato

nada más a la banqueta (las oportunidades se prestaban en ausencia del padre.

Media hora cuando mucho, al aire libre, solo. Siempre que no se fuera más allá, ni a

la esquina: porque allí empieza —entre Escila y Caribdis— el trance climatérico, y el

loco obedecía como perrito, le convenía ser dócil con tal de estar en Babia,

despejado, hablantín, imaginando viajes rapidísimos. La doble vigilancia de la

madre, entretanto: ojos para el reloj y ojos para el hijo, a sabiendas que al filo de

las cuatro de la tarde volvería de la chamba su marido. Por lo mismo: Ya es hora

que te metas a tu cuarto. No te vayan a ver los pandilleros)… Como no sabía nada

de esas cosas —Pedro no se lo dijo, sea por desidia o por mera ignorancia—

Adalberto no pudo evitar la amenaza del padre chacharero, quien ahora, de nuevo,

cuando ya el visitante estaba a punto de subir los peldaños, lo detuvo diciéndole:

—¡Espérate, no subas! Sólo quiero saber si a ti no te han golpeado ésos de la

pandilla.

—No, señor. Todavía no me pegan.

—¿Y por qué crees que no?

—Bueno, tal vez porque yo soy de su misma estatura. No me tienen envidia.

Una respuesta perfectamente lógica para subir al cuarto quitado de terrores y

encontrarse al gigante de hinojos, abstraído, jugando a los carritos… Ruuunnnruuunnn:

los arrancones, y un “hola” secundario que no distrajo a Luis. Luego de

unos minutos al fin se saludaron.

No hubo sorpresa, no, sino sonrisas cómplices: cierta adivinación porque el

gigante, sin pensarlo dos veces, sacó esto:

—Quiero contarte algo, por eso te llamé hace veinte minutos, y es que ya estoy

usando mi poder telepático —Adalberto en principio se arrogó la postura del ídolo

de barro al que muchos le cuentan y le rezan: ningún gesto siquiera, absoluta

reserva y atención invariable, previsor de los yerros por venir, dispuesto a darle aire

al notición—. Hace unas tres semanas estuve en San Quintín. Me fui en mi

Barracuda convertible, arreglado con máquina de Thunderbird. Hice como una hora

de aquí a allá. ¡Vieras qué impresionante! El carro, la verdad, más que correr

volaba. Todo iba a todo dar cuando de pronto algo se descompuso. ¿Sabes lo que

pasó? Ah, al poderoso carro, de buenas a primeras, se le trabaron las velocidades.

Después de batallar con la palanca por más de media hora sólo entró la reversa. Si

le hubiera seguido a la mejor lo arreglo, pero yo tenía urgencia de regresar a casa

y, pues, ¡ni modo!, me tuve que venir tal como estaba. Ya te imaginarás. No creas

que es placentero manejar de reversa, con el cuello torcido. ¿Tú en mi caso qué

harías? Lo que has de ver es que hice el mismo tiempo que en el viaje de ida.

Adalberto no supo si reír, alarmarse o salir disparado. Alegarle sería como entrar

indefenso a un remolino absurdo donde las volteretas no llegaban a nada. Por eso

es que de plano prefirió ser hipócrita —no como Pedro Garza, el claridoso, quien

por lo visto no tenía corazón—. De ahí en delante (¡asco!) ya ni qué: tuvo que

soportar el vendaval de charras desmedidas, limitándose así, por no dejar, a las

exclamaciones y modales de los buenos compadres: “¿de veras?”, “¡no me digas!”,

“¡qué extraordinaria hazaña!”, para que de este modo su amigo se animara a seguir

ensartado en la exageración: una espiral que ampliaba cada vez más sus círculos.

Toda la tarde, y luego: Ya me tengo que ir. Pero mañana vengo. La cosa es que

Adalberto acudía como autómata de lunes a domingo a escuchar el rejuego

chapucero. La atareada locura iluminada de un creador de epopeyas, donde el

héroe —arbitrario— deseaba ser más grande que el mismo Superman.

Lo era, por supuesto, en estatura al menos, y no se diga en cosas volanderas ni

en atarantamiento. Un atarantamiento que viéndolo de frente, a las claras, tal cual,

se asemejaba a un pozo de luz inagotable. Las mil transformaciones de un interior

feliz. Más durante aquellas tardes: los dos se anochecían. El inmóvil escucha

(monigote) y el otro, en pleno vuelo, hasta que el padre interrumpía el monólogo:

Por hoy es suficiente. Mañana, Dios mediante, pueden verse si quieren. Visitas

religiosas. Encuentros trapisondos. Así la fantasía. Las horas en aumento. Asuntos

varios pues, y aquí se cita uno como ejemplo: que en San Francisco andaba

Jesucristo autografiando biblias; hasta allá fue el gigante por la dedicatoria. ¿En su

patín del diablo? Sí, en efecto.

—De regreso me dio por festejar lo que había conseguido. En principio, nomás

de puro gusto, lo que hice fue arrojar mi patín a la Bahía y desde el Golden Gate.

Ya te has de imaginar que anduve como bestia caminando con mi biblia en la mano.

Al llegar a Los Ángeles me acordé que allí estaba Disneylandia. Tenía tantos deseos

de subirme a los juegos, de comer chilidogs, etcétera y etcétera. Pues me fui para

allá. Y ahí me ves como niño disfrutando paseos de fantasía. No vayas a creer que

me dejaron subirme al carrusel de caballitos; bah, que al cabo ni quería. Además,

para serte sincero, a mí todo lo hípico me enferma. Me parece ridículo subirse a un

caballo cuando en la actualidad ya existen otros medios de transporte. Ya te

imaginarás cómo me vería yo dando vueltas y vueltas creyéndome vaquero. Adonde

me subí, y esto sí te lo cuento, fue al cohete de la NASA, el que llega a la luna en

casi diez minutos. Pura ilusión, ¿me entiendes? Pero la gente cree, en un momento

dado, que el viaje es de a deveras. Yo nunca lo creí, a mí no me hacen guaje los

que inventaron eso. Al contrario, no le veo mucho caso ir a un lugar tan raro donde

no hay ni siquiera un restaurante, ni personas ni nada, ¡ni aire! para acabarla. Te

confieso que cuando me bajé del cohete aquel me sentí deprimido. Huí de

Disneylandia luego luego como huir de un ensueño que aparte, la verdad, es

demasiado caro. Y todo ¿para qué?, ¿para hacerse ilusiones nada más? Yo tengo

una palabra que en sí misma define a Disneylandia, pero no se me antoja repetirla

porque me da coraje. Mejor quiero contarte lo siguiente, esto es, una vez que ya

estuve lo bastante alejado de aquel país fantástico, se me ocurrió otra cosa:

caminar por las calles de Los Ángeles, perderme porque sí; lo que me resultó

bastante divertido es llegar a un freeway. Me subí a un barandal de puente para

hacer equilibrio con brazos extendidos y mi biblia agarrada tan sólo con la punta de

los dedos, o sea, los dedos de la mano que estaban hacia el lado del abismo, era

bastante feo notar que mero abajo pasaban muchos carros y camiones a gran

velocidad. Pero no me dio miedo hacerla de cirquero y ahí voy a tientas más o

menos bien. Bueno, ¿pues qué crees que pasó? Perdí la vertical, caí, pero,

¡atención! Justo en ese momento pasó un camión repleto de colchones. Reboté a

todo dar, aunque… se me zafó mi biblia autografiada, eso sí me dolió, porque ni

modo de recuperarla y, sobre todo, estando yo en el aire echándome maromas sin

querer. En cambio fue muy padre lo demás, es que al precipitarme de nuevo hacia

el abismo, caí sentado en el asiento blando delantero de un carro convertible,

manejado por una gringa de ésas de película, dueña de un cuerpazo que mejor ni

te digo, ¡unas piernas!, ¡un busto!, ¡un rostro mitológico! Y lo más increíble es que

portaba tanga, y por si fuera poco traía anteojos ahumados y blonda cabellera

flotándole hacia atrás. ¡Bellísima la tipa!, ¡viejononón sin par! Ella, al instante, se

puso muy contenta que un hombre de mi traza le cayera del cielo. Entonces

fascinada me dijo “hi, professor” y yo le dije “hi, pues cómo no”. Las escenas

siguientes fueron una delicia. ¡Qué grandes pasteleos sobrevinieron! Sin pensarlo

dos veces me invitó emocionada a su casa playera. Hicimos el amor como debe de

hacerse: ensayando incontables posiciones, a la manera egipcia por lo pronto:

parada de cabeza la mujer, pero yo no, ni madres. Después ¡cuánto relajo! Que a la

manera sueca, neoyorquina, peruana, china, hindú, vietnamita y quién sabe qué

más. Fue tanto empinadero que ella pidió clemencia: ¡Ya no puedo seguirle/, gritó

casi deshecha, y me corrió la ingrata de su casa. ¡Lárgate ahora mismo, infame

semental!, me lo dijo furiosa entre español e inglés, pero yo le entendí. ¿Qué le

podía decir si estaba toda fofa acostada en la alfombra de la sala, semimuerta la

ingrata? Yo me sentí muy mal, me sentí más perverso o más potente que un

narcotraficante, empero mordisqueado y arañado como un perro después de una

batalla contra un gato siamés. Así, autosuficiente, a pie me regresé hasta Mexicali.

Y lo hice a propósito, porque iba tan feliz de ir recordando mi hazaña estrepitosa.

Tal vez lo negativo de todo esto es que perdí mi biblia en el freeway.

En ráfaga los hechos, y Adalberto, semisonriente, apenas, enseñando sus

dientes de conejo, atónito, estatuario (el mismo gesto siempre), sin osar, ni de

chiste, poner en duda algo, hacía esfuerzos magnánimos por no decir: “¡Espérate,

no friegues!, ¿por quién me estás tomando?” También, y por lo mismo, le costaba

trabajo despedirse de Luis, cortar su vuelo en seco. Consentidor perplejo al fin y al

cabo, deseoso que el papá viniera cuanto antes a interrumpir la plática-monólogo, a

despedirlo pues, porque ya anochecía, soportó sin embargo otras tantas descargas

mitoteras como si se tratara de un cilicio fatal. Por ende tal largueza no podía estar

expuesta a los tijereteos. Tarde con tarde, así, sobreentendidas, las visitas

autómatas, cada vez más puntuales, así como entredichas el candor y la calma que

para estas alturas ya iban de reversa.

Esto es, la pureza del morbo representada apenas en alzadas de cejas o en

leves movimientos de cabeza. El escucha impasible, con miles de preguntas en la

boca. Severa boca burda, en trompa, contenida, de vez en vez, acaso cuando algo

se extrapolaba tanto como para advertir hasta qué grado su amigo andaba mal de

la cabeza. Y es que a Adalberto se le movían los dedos cual si quisiera asir las

fantasías.

Aquí puede incrustarse un pensamiento vago: ¡nada de sufrideras! Ninguno de

los dos —cabe decirlo— estaba a punto de echarse para atrás, o dicho de otro

modo: ni para cuándo aquéllos se aburrieran. Llevadera y recreada es la locura de

las mentes activas, dislocadas, amorfas si se quiere. Si todo es desprendible, las

ideas, por ejemplo, ¡qué diantres queda fijo o fuera del deseo! De ahí que el

pensamiento del lerdo monigote semejara a una lancha en continuo vaivén, sin

hundirse, eso no. De ahí que se dejara conducir por esas hilazones cual si se

refrescara enteramente con brisas que no cesan, que despeinan incluso, que adrede

hacen reír durante horas y horas sin que haya más motivo que la risa. Pero hay un

tope, es cierto, el misterio aparece, tiene que aparecer cuando nadie lo espera, mas

nunca luego luego.

Mientras tanto, ¡qué va!, ¡que prosperen las ráfagas quiméricas! Verbigracia

cabal, tan necesaria. ¡Que penetre en el alma la mentira más dulce y más

superflua! Pues siendo así, de suyo, ¿quién le podría creer a aquel gigante que

hubiera alguna vez cruzado a nado el Mar de California, de cabo a rabo, o sea de

norte a sur, deteniéndose a veces en las pequeñas islas, llegando sin problemas al

mero Mazatlán? ¿Quien le podría creer que en Houston, Texas, un grupo de

muchachas lo confundiera con un actor de cine (James Dean o Marión Brando) a tal

grado que se hizo necesaria la intervención directa del cuerpo policiaco para que al

pobre no se lo comieran sus fans alebrestadas? Nadie más que Adalberto, soñador

como aquél y a la deriva un poco; poco o más que el mitómano, o quizás, si a ésas

vamos más o menos igual.

Centrada la visión, las partes secundarias cobran fuerza. Entonces sí: lo real

tiene cabida y un resumen al margen sería éste: no hay duda que la esencia

positiva de aquellos batideros fue vista por la madre luego de muchos lías, puesto

que las visitas de Adalberto aplacaron el ímpetu rabioso de su engendro encerrado,

esto es, ya no hubo groserías ni nada tan prosaico que mereciera persignarse al

vuelo o prender licuadoras a lo loco. El padre, por su parte, tan dado a las

sospechas, dudaba todavía con respecto al propósito legítimo del manso visitante.

Pero la voltereta de ciento ochenta grados vino al siguiente día: no apareció el

fulano, y la sospecha —que debiera de ser algún día de éstos el octavo pecado

capital— se apoderó de los progenitores. Un día, se entiende; dos, probablemente:

pero ya cualquier otra cantidad… ¿Una semana?, ¿un mes? Así pasó. Ningún largo

timbrazo, ningún grito allá afuera.

El visitante: no. Definitivamente. ¿Pero por qué ya no? Ah… Muchos

sobreentendidos se asemejan a una tela raída: cúmulo de mentiras al fin

arrinconado en tanto no volviera el que venía seguido… Hacia lo mismo, entonces,

hacia el empeoramiento: las groserías de nuevo: Ya me las pagarán uno por uno,

¡hijos de la…! No tiene caso repetir insultos; la palabra “chingada” es muy bonita

cuando es abstracta, o sea, no como allí, donde, encerrado el mitómano mañana,

tarde y noche, como un perro de presa en su cárcel-recámara, desesperado,

inerme, y todo porque el padre, con sus miedos de siempre a flor de piel, prefería

no enfrentar al corajudo. Echarle llave a eso, a esa inmundicia, le parecía eficaz.

La madre, en tanto, sumisa bienamada, ni en ausencia del padre era capaz de

abrirle, traer a un cerrajero, jugársela de plano. Por eso es que rezaba esperando

un milagro, sabedora a las claras que tardaría bastante.

Vienen a cuento pues las razones del otro, el distanciado, que por salud mental,

o porque el morbo de oír zonzera y media no podía crecer más, optó por el

desligue. No más visitas, nunca. Y una noche en la cama, fume y fume, tomó la

decisión de no volver a ver a su querido amigo hasta que éste quedara curado por

completo. Le parecía inhumana la actitud del papá, eso de no llevarlo a un hospital

psiquiátrico, ¡carajo, qué desidia!; si no había en Mexicali, en donde hubiera pues;

si no tenía dinero, que pidiera prestado. La cosa era buscarle compostura a la masa

encefálica de aquel único hijo que Dios le había obsequiado. Un ser especialísimo,

de gran musculatura, que podría convertirse de buenas a primeras ep un galán del

cine nacional, un galán madreador y besador y aparte inteligente como pocos, un

divo taquillero y arrogante de los que necesitan las grandes multitudes, pero para

alcanzar un objetivo de tal envergadura era preciso curarlo en serio y pronto, y no

esperar a que la Providencia remediara el problema de pe a pa.

Sí, adrede, repetido hasta el punto del horror aquel estéril círculo vicioso, donde

miedo y milagro se perturban o se hacen amasijo desabrido. Entonces, de una vez,

olvidemos lo feo para dar con lo obvio. Veamos ahora sí al bueno de Adalberto en

un gran restaurante, uno de chinos, lúgubre, carísimo. En un rincón está tomando

té: aburrido. Tiene más de media hora que no sabe qué hacer o hacia dónde mirar.

La cita era a las cinco y Pedro Garza, quien trabaja hasta el tope desde' hace tres

semanas, no es de los que acostumbran dejar plantado a nadie.

Mientras tanto Adalberto, a fin de entretenerse, quiere situarse, al menos en

idea, otra vez en el centro de aquellas parrafadas. Vuelta hacia atrás un poco para

reconocer que allá muy en el fondo le parecía admirable la habilidad candonga del

gigante. Admiraba la chispa, la intentona por engolosinarse con los brillos que

quizás no tenía: Luis Carmona a capricho y en unas cuantas horas confeccionaba

hazañas de héroe peripatético; héroe de sueños plásticos y tórridos… y en el

anonimato: ¿qué mejor apariencia?

Admiración chistosa y retorcida acorde con los tonos de la decoración.

Superficial la forma de inventar un pretexto para no hartarse en un momento dado.

Ni un chispazo en la entrada que calme su ansiedad y Adalberto está í. punto de…

No querrá retirarse de la escena. Unos minutos más valen la pena. Y Pedro, el que

como se dijo “no tenía corazón”, llega como de rayo, tiene que ser así: vistoso y

muy erguido, perlado de sudor, con sus disculpas bobas: una tras otra y ésta es la

que importa: No te podía fallar, tú bien lo sabes, pero de todos modos te agradezco

que me hayas esperado. Formal el tono, seco finalmente.

Seca fue la entrevista: vista en la perspectiva. Vistazo de media hora cuando

mucho: período suficiente para hablar cualquier cosa del asunto en cuestión. En

cambio a punto y raya sentencias a granel. Verdades, según esto, indiscutibles hoy,

mañana y siempre, cual si se redujeran los engorros a una frase oportuna, dicha al

vuelo y, también, dicha a modo de excusa, y fue entonces que actuaron los

silenciosos, los gestos como ayuda o en contraposición, dada la concordancia

inteligible para tocar asuntos no comprometedores. Respecto a la comida

cantonesa… pues qué tal estaría que ellos se atragantaron como dos pordioseros.

Pasaron varios meses. Más volteretas hubo, más entrevistas secas en diversos

lugares. En un café, en un bar, en la fuente de sodas de algún supermercado…

—¿Te acuerdas del gigante?

—No quisiera acordarme de ese enfermo —contesta como siempre Pedro Garza

haciéndose el maduro, el catrín dineroso que lucha a toda costa por no perder la

brújula y que por tanto anhela ser modelo de pragmatismo huero.

—Pues aunque pienses mal a mí me asombra la gran capacidad que posee Luis

Carmona para hacer lógicas sus fantasías. Yo no sé qué le pase si se vuelve normal,

como nosotros somos, desde luego.

—Me imagino que todavía se inventa viajes que tú y su madre solamente le

creen.

—No es que le crea, deveras… —gran pausa de Adalberto que, sintiendo en la

cara el chicotazo, quiso recomponer—. Sí, porque… Lo que está claro es esto: yo no

creo que a su madre le cuente lo que a mí, sólo que la manera de…

—Pues aunque pienses mal, yo no quiero acordarme del asunto.

He aquí la esencia del contrasentido. Ya se veía venir la cuadratura de quien se

perfilaba desde niño como un duro camándulas, postizo sin embargo, deseoso más

que nada por sacarle la vuelta casi siempre a lo sentimental. Y el “casi siempre”

revela bamboleos, cierta fragilidad circunstancial que aprovechaba el bueno de

Adalberto para seguir hablando del gigante: en varias entrevistas: la insistencia, la

premisa emotiva de quien ama y admira sobre todas las cosas, y persuade también,

tanto que “a veces” el catrín dineroso —aunque con refunfuños— recordaba

momentos agradables: anécdotas de “prepa”, de aquellas chavalillas de falda y de

calceta que andaban tras los huesos del gigante, y éste se daba el lujo de

ignorarlas, ¡qué bueno!, porque estaba entregado a los estudios ¡como debe de ser!

—Puros dieces en todo…

—Excepto en el amor…

—Nunca tuvo una novia…

—Nunca fue con las putas, de eso estoy seguro…

—Sí, es verdad, una vez lo invité, pero no…

Esas pláticas no, ni para cuándo. Preferible meter escalmos muchachiles a

manera de postre: una probada: una: arrepentida: casi: para no empalagarse,

siendo la comidilla principal lo común y corriente que se suscita siempre entre

quienes pretenden volverse ejecutivos. El uno induce al otro y el otro se apantalla,

ni siquiera respinga, ni siquiera hace muecas, un dengue retador, uno para romper

el ducho esquema. No. Sino que: Adalberto influenciable se deja, se abandona,

sabe que está aplastado por dos moles absurdas, amén de las ponzoñas narcisistas:

—contra él: todo, adrede, un alud que enceguece, una plasta rodera y membranosa

para que él se acostumbre a no tener salida.

¡Molienda de verdades y mentiras!

Entonces ¿qué más queda? Lo inmediato ¿qué es? Preferible olvidar lo

inolvidable y escabullirse a tientas, dándose en cuerpo y alma al porvenir sabiendo

de antemano que lo de atrás es puro desdibujo. Y al aire libre ¿qué?: llegan de

todas partes como flechas ambiguos silogismos. El trabajo es la norma, el estudio

es el medio, y el dinero al final, porque no puede ser principio y modo en gentes de

pujanza como ellos, que se repiten una y otra vez frases tan aprendidas como las

que se citan:

“Nomás a los pendejos les va mal.”

“Quien se ocupa del pasado no hace nada en el futuro.”

Cambio de atmósfera para sentir que ambos van caminando por la senda

correcta, la de la luz, seguros paso a paso. ¡Ellos!, clasemedieros ejemplares,

luchones incansables que desean conquistar su independencia.

¡Viva la friega!, ¡a darle!

En resumidas cuentas.

Han pasado los años. Justo los necesarios para que ambos excluyan de sus

conversaciones todo aquello estorboso, lo que se recalienta tatemado, inservible,

eso que hacen los tontos en las cafeterías. No hay tiempo, pues; no hay ocio. La

gente de provecho no tiene tiempo nunca porque nomás no puede, ni siquiera el

domingo a las doce del día, a la hora del fútbol, que es parte de la chamba, porque

es tema obligado en cualquier oficina. Hay que saber un poco de lo que es

conveniente, en aras de mejoras para el próximo año.

A la fecha los dos, pagados de sí mismos, se reclaman vigor y más vigor. Son

tipos resumidos en una sola idea, una clave tal vez indiscernible, útil para avanzar

sin tropezarse, y lo que han conseguido hasta el momento merece por lo menos un

caluroso aplauso de nuestra sociedad.

Desde hace unos cinco años salieron de sus casas para no regresar, como hacen

a menudo los rebeldes sin causa: arrepentidos, memos pidiendo mil perdones.

Emprendieron el vuelo a corta edad, o sea, a su debido tiempo: estudian y

trabajan. Cada uno arrenda su departamento, cuotas Nevadísimas mensuales para

vivir apenas del lado del respeto. Empero, no merecen las flores ni las loas de

coctel de nuestra sociedad porque aún deben mucho, porque están enganchados a

créditos que asfixian. Pocos muebles lujosos, pocos satisfactores de a deveras.

Apenas van en pos de un carro que sea bueno, de una computadora, de una cobija

eléctrica. Apenas les darán sus grandes vacaciones, un mes de cabo a rabo. Se irán

a Mazatlán, ¿los dos?, eso es lo que planean.

Pero de todas formas no hay tranquilidad. Allí estarán tendidos, quemándose en

la playa, con sus piñas coladas o sus cocos con gin, y para el día siguiente

queriendo regresarse a las carreras y ponerse a las órdenes de un jefe al que le

gusta andar tronando dedos… Llegaron, no aguantaron> puesto que la flojera,

según ellos, raras veces resulta apasionante.

La novedad, respecto a los recuerdos, es que en el barrio aquel ya no hay

pandillas ni sangre en las banquetas. Los viejos habitantes vendieron sus inmuebles

a los más bajos precios, se fueron a volar. La familia de Pedro se desplazó a

Ensenada, la de Adalberto a Puebla, contraste radical, y otras muchas igual.

Siempre a lugares fríos. En tanto que los hijos, como quesos fundidos, se han

resignado a estar sudando a mares.

En el barrio se vieron, hace como dos años, cantidad de mudanzas estacionadas

horas, casi un día, mientras los acarreos de cargadores… Situación repetida semana

con semana.

Asimismo: descargas.

Llegarán más camiones.

Y los sangoloteos por tantas carreteras, como escenas de cine.

Y la reconstrucción: cambio de modo. Allí en el mismo barrio el aire nuevo.

Pero falta saber qué habrá pasado con la familia Carmona, por no tener recursos

para la operación, o sea el cambio de casa, tan deseado, bueno, qué ganas de

obtener el dato necesario y: cierta vez Adalberto oyendo en su salita una canción

melosa: la apagó de repente. Música y luz: que esperen. La oscuridad soltera de

alguien encarcelado en un departamento reducido, dos pasos y tropiezo. Se

atravesó la mesa, se atravesó el sillón, e inmóvil y abstraído en un sucucho austero

Adalberto pensó por un momento en Luis, en su horrible familia, desde luego, la

que, lo más seguro es que hubiese emigrado a una colonia chola, una de Mexicali.

Muy a contracorriente el legendario amigo tuvo curiosidad de ir a tocar el timbre

aquel, ruidoso, que era como el prefacio exacerbado de todo el despelote posterior.

Iría el próximo sábado en la tarde a esperar que el papá saliera agazapado con

pistola en la mano a enterarse de quién insistía tanto. Ojalá nada feo sucediera de

nuevo, sino: que en lugar del papá apareciese Luis totalmente curado, invitando a

su amigo a pasear en su carro convertible. Le gustaría, inclusive, que le dijera esto:

Yo trabajo de más, como los japoneses, y gano un dineral, bastante más que tú. La

competencia, ¡bravo!, y nuestra sociedad dirá entonces ¡salud! de dientes para

afuera. La innoble competencia, ¡la hipocresía en ascenso! ¿Qué sentiría Adalberto,

y despuesito Pedro, si el gigante les diera la sorpresa, mediante ostentaciones

categóricas, de que en efecto él había triunfado más rápido que ellos?

Sediento de instalarse en largas dormideras, zafándose —nomás por unas horas

— del bruto formulismo: fue, probó. Aunque tocó oprimiendo hasta dolerle el dedo:

nada de nada hubo. El repique estruendoso del timbre se escuchaba, digamos

que… hasta salían vecinos a asomarse. Una vieja chismosa vino al fin a decirle que

esa casa tiempo ha se había quedado sola. Quesque puros fantasmas la habitaban.

Adalberto se rió tapándose la boca, pensando para sí: Ahora resulta que esta

desconocida va a contarme una charra de fantasmas, de brujas narizonas y ruidos

en la noche. Ella se fue de frente, palabreando, le detalló más cosas y Adalberto no

hacía ni una pregunta. Por hastío, por hartazgo, se animó de repente a lanzarle un

torito:

—Sí, entiendo que hay espíritus bebés y espíritus ancianos en la casa. Pero lo

que deseo saber es dónde está la familia Carmona.

—Mm… Yo soy nueva en el barrio.

—Eso me lo temía. No creo que no haya nadie que me dé información.

—Entonces vaya usted de casa en casa a ver si alguien le informa.

Sintiéndose hijo pródigo Adalberto siguió el consejo de la desconocida. Ninguna

bienvenida recibió, sino que se tardaban en salir los que siendo llamados dudaban

del llamado. Y la espera nerviosa de Adalberto tenía por recompensa oír sonidos

varios, largos unos, chirriantes, otros como de flauta y otros más de cajita musical.

Tras tabarreros toques las respuestas venían, entre bostezo y desesperación, las

mismas, y concretas, pues nadie sabía nada de épocas pasadas, y de Adalberto

menos. Sea que: de los viejos vecinos no quedaban más que reminiscencias

fantasiosas, hitos de salvajismo y conflictos sangrientos. La única información que

podía servir de algo era la relativa a que en dos-tres semanas los nuevos

propietarios harían de aquel inmueble un salón de belleza con cuartos de masaje.

Adalberto, no obstante, no perdía la esperanza de saber lo debido. Al filo de las

doce, después de andar con fe tocando timbres, bajo la helada luz del plenilunio, en

la última casa, en la esquina lejana: inverosímil toque prolongado, siendo que luego

de ése tendría que desistir, ¡vaya!: un viejito en piyamas salió cae que no cae.

¿Quién es? El dio la información: ha familia Carmona vive desde hace tiempo mero

enfrente del Seguro Social. ¿Para qué más detalles?

En su oficina superrefrigerada mal que bien Adalberto se hacía las ilusiones.

Imaginaba a medias lo que haría durante el fin de semana, en puerta: horas de

pujo, faltando lo que falta de jueves a domingo, porque le era urgente escuchar a lo

largo y a lo ancho de una tarde locuras. En tanto la talacha absorbía su ansiedad,

dejándola en un hilo, cortada bruscamente por un telefonazo de Pedro Garza que,

con su tono de voz asaz templado, de hombre real-responsable, le proponía a su

amigo que se vieran el sábado en la noche para echarse unas copas. ¿Te parece? A

lo que respondió el bueno de Adalberto que ahora sí estaba lleno de trabajo, que

no se daría abasto aun si trabajara noche y día, viernes, sábado y… (Primero es lo

primero. Eso sí que ni hablar. Ni modo pues, habrá más ocasiones… La voz por el

teléfono diciendo que era más importante, etcétera, se sabe.) El domingo se fue,

tomó un camión de ruta: el que mintió ya iba imaginándose las andanzas de Luis en

la quinta galaxia.

Adalberto pensaba. Lo contrario sería un chasco bienvenido. Bien podía deducir

que la locura estaba superada y revertida, cosa de juventud, dado que Luis…

¿Quién sabe?… Pura especulación, en tanto que el camión tardara mucho en llegar

a las calles de la Colonia Nueva, al Seguro Social, enfrente, la casa, sí, muy

identificable, porque hay que adelantarse de una buena vez. No le fue tan difícil a

Adalberto dar con, tocó dos timbres antes de, Aquí no vive nadie que se apellide así

como usted dice o ¿La familia Carmona?, me suena, pero… ¿y por qué no pregunta

en esa casa? Ojalá que ahí fuera. Entonces viene a cuento la descripción sucinta del

terreno arbolado, de unos seiscientos metros. Construcción diminuta comparada

con el enorme espacio. Sin muros, una tela de alambre nada más, mordiendo la

banqueta. Un impacto de selva en un mar de cemento. Adalberto tocó, ya estaba

harto de oprimir botones.

No esperaba lo peor, pero vino la escena reciclada: el papá que salió con pistola

en la mano, más viejo, más pelón, caminaba ladeado. ¿Quién es… o le disparo?

Adalberto nervioso gritó con voz de espanto. ¡Adalberto, señor, el amigo de Luis! No

falló la memoria del papá, ligera asociación entresacada: una voz de otra época, la

de arbitrariedades, y hubo un acercamiento calculado. El saludo fue rápido. Con la

tela de alambre de por medio hablaron lo que sigue:

—Vengo a ver a su hijo. Me costó buen trabajo dar con la dirección.

—¿Mi hijo? —el papá entristecido de repente: hizo una mueca boba, algo

sonriente, muy disimulado, y, retorció la cabeza, un parpadeo de luz, ocre la tarde

para que los dos, entonces, sin rodeos, entraran en materia—. ¿Mi hijo?… Mi hijo…

—Quiero verlo, ¿está aquí?

El papá con un gesto que no le cambió nunca. Ojos de Pato Donald y boca

delgadita, jalando un poco de aire respondió:

—Por si quieres saber lo verdadero, nomás agárrate y escucha bien: mi hijo ya

no vive en esta casa, pero le ha ido de lujo. Hace como dos años se casó con una

joven de la corte inglesa. Se casaron dos veces: una aquí cerca, en mero San

Ignacio, y otra muy lejos, en el mero Londres. Por la iglesia de mi hijo y la de ella,

para evitar problemas de familias. Y no les salió bien, porque, vamos por partes. La

misa en San Ignacio fue en secreto. Un brindis y al carajo, nomás entre nosotros y

la futura esposa, quien no hablaba una gota del idioma que hablamos. Nada duró el

secreto porque en el Reino Unido luego de unas dos horas se enteraron los padres.

Alguien les mandó un fax o sepa Dios, y una orden llegó al hotel en el que ellos

estaban hospedados. Que se fueran a Londres de inmediato, que estuvieran

mañana a las dos de la tarde allá en San Diego, un avión para ellos había salido ya.

Que tomaran un taxi desde donde estuvieran. Los padres de la joven son duques o

algo así, tienen grandes poderes. Pues qué tal estaría que llegando los novios los

casaron de nuevo, en secreto también, con sacerdotes y monagos y coctel en

caliente. Pues también en caliente los mandaron de plano a una isla del norte, y

sólo para ellos. Según esto se fueron castigados. Pero hazme favor, mi hijo no

trabaja y su esposa tampoco. Tienen ochenta criados para lo que se ofrezca. ¿Cómo

te pinta eso? Los mantienen sus padres millonarios y así hasta que se mueran. Y lo

mejor: que nadie les prohíbe viajar adonde quieran, excepto, nunca podrán poner

los pies en Londres ni serán visitados por gente de la corte. ¡Qué a todo dar!, ¿no

crees? Hace apenas un mes vinieron de pasada con todo el muchachero. Tienen ya

cuatro hijos y en el camino viene probablemente el quinto.

Al papá le falló la aritmética. Si tenían tal familia por lo menos debían llevar seis

años de casados. Adalberto pensaba con su mente objetiva, pero no se atrevió a

interrumpir aquello. Sino que:

—Son chamacos pecosos, casi medio marcianos, pero bien educados. Iban de

paso rumbo a Disneylandia y de allí volarían a Disney World —el papá hizo una

pausa, sintiendo que había dicho lo esencial, pero, vino la presunción—. Pues así

como ves mi hijo ya es de alcurnia.

Adalberto (estatuario) de momento no supo qué decir. Por eso, titubeante,

recurrió a la obviedad:

—¿Y me podría escribir su dirección?

Entonces el papá levantó su pistola apuntándole a éste en plena cara.

—No me hagas más preguntas… porque te la disparo.

—Prrr… Por… ¿Qué?… Espé…

La palabra en la punta de la lengua y Adalberto esperando el estallido. Quería

ver más allá, la casa, la arboleda, a ver si la mamá, a ver si… No. Pero atisbaba

apenas un encuadre de pura nube larga. Vespertina renuncia. Coraje e impotencia

ante aquella amenaza. Alarma, a fin de cuentas, como para saber que debía

retirarse, y sin decir palabra dio los primeros pasos. La grandiosa avenida por

delante. Tranquilo, andando pues, sea que: el otrora oidor deseaba más que nunca

irse a pie hasta su casa, quería poner en orden lo fácil y lo abstracto, antípodas

perversas hacia un mismo camino que al final se divide: la verdad que trabaja, la

mentira que triunfa sobre todas las cosas. Idea subdividida lo que se recompone,

pues ¿qué se impone a qué? La suerte ¿vale más? Doble sentido siempre, porque

sí… Heroicas bagatelas.

Se retiró el papá, soplándole al humillo imaginario que salía de;la punta

pistolera. Metiósela después, a un costado, y bajo el pantalón. ¡Listo!, pues. ¡A

cenar!, lo llamaba la esposa. Cenaron enchiladas. Tomaron coca—colas. Se

acordaron de algo… Algo que hacía llorar… Acaso los recuerdos, las prefiguraciones,

la suerte por correr, las dudas, las mentiras, los dilemas…

Amén.

jueves, 2 de enero de 2025

Cedomil Goic Estudios de poesía Cartas poéticas, otros poemas largos y poesía breve

 



Palabras preliminares

Los estudios reunidos en este volumen fueron publicados originalmente entre

1957 y 2010. Mas allá de sus fechas de publicación, los ordenamos conforme a

ciertos determinantes genéricos. En primer término, siete estudios sobre cartas

poéticas, género trimilenario que se remonta a Horacio, y que abarcan desde el

arte poética hasta las cuestiones más variadas en notables poemas de Andrés

Bello, Guillermo Blest Gana, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y

Gonzalo Rojas. Les siguen otros estudios del poema largo en su variedad

moderna, hímnica y elegíaca: uno de los Himnos Americanos de Gabriela

Mistral, “Cordillera”, y “Alturas de Machu Picchu”, de Pablo Neruda. Los

poemas largos de diferentes tipos se definen por su extensión y por lo que E. A.

Poe consideraba una ruptura de la unidad de atención en la lectura del poema.

La poesía breve, en tercer lugar, ordena el estudio de cuatro poemas de Gabriela

Mistral, de sus libros Desolación y Ternura; el de tres poetas, Huidobro, Neruda

y Miguel Arteche, a la luz de un motivo similar; de la antipoesía de Nicanor

Parra, en los que abordamos tempranamente la comprensión del antipoema; y

por último, la visión crítica y textual de la publicación póstuma y reciente de

Enrique Lihn, Una nota estridente.

Nuestro método de análisis se aproxima a la retórica y a la semiótica textual.

Desde este punto de vista, las cartas poéticas y otros poemas largos son textos en

los que las derivaciones de la matriz del poema dan lugar a amplificaciones

múltiples de variada extensión. El análisis de las cartas poéticas sigue las normas

retóricas de las tradicionales artes de escribir epístolas e intenta mostrar cómo se

emplean en las cartas muchas de sus partes y de sus figuras características. Los

poemas breves en cambio tienen una amplificación reducida derivada de la

matriz o bien se ciñen a sistemas de ordenación bien definidos en formas

paralelísticas, concatenadas o de sistemas diseminativos recolectivos.

miércoles, 1 de enero de 2025

MEMORIA Y OLVIDO VIDA DE JUAN JOSÉ ARREOLA (1920-1947) FERNANDO DEL PASO fragmento

 



MEMORIA Y OLVIDO

VIDA DE JUAN JOSÉ ARREOLA

(1920-1947)

FERNANDO DEL PASO

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

He dicho antes que trabajo ahora en un libro que se llamará Memoria y olvido en el

que trataré de rescatar lo vivido y lo aprendido para, en cierta forma, formular lo

olvidado, lo que queda en la sombra. A sus pruebas de imprenta me remito.

Cuando ustedes lo consulten, si es que llega a existir, quiero que ese libro justifique

tanto mi vida de escritor como la atención que esta noche ustedes han dispensado

a mis palabras.

JUAN JOSÉ ARREOLA Los Narradores ante el Público, 1965

Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos

lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo

tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un

circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul

y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. Desde mayo hasta

diciembre, se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces le

decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los

pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A

propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres,

además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está

en tierra de Jalisco. Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro

está vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan con pavor

esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche en pleno día y todos

creyeron en el Juicio Final.

MEMORIA Y OLVIDO

A PARÍS FUI GRACIAS A LOUIS JOUVET. NO SÉ POR QUÉ ME GUSTÓ tanto como

actor, siendo un hombre cuyo atractivo era más bien del género sombrío o

pesimista. A pesar de ello, hizo de su desgarbado personaje y de su mala dicción

instrumentos que lo convirtieron en un gran actor. Un actor muy inteligente, que

era amigo de escritores importantes y que, por cierto, también escribía.

Sara Sánchez Torres fue como mi madre. Cuando dudé de ir a París, me dijo:

“Qué tontería, Juan José. Vete tú con Louis Jouvet y si te va bien en París pues me

escribes, o mandas por mí, o a ver qué sucede, pero tú no puedes dejar escapar

esta oportunidad”. Digo que en eso se parecía mi mujer a mi madre, porque la

capacidad de mi madre para creer en mí era muy grande. Tenía más fe en mí que

yo mismo, gracias a una percepción sentimental, que era como una antena. De

alguna manera, en mi nerviosidad infantil, en mi patetismo, presintió lo que serían

mis cualidades. Y fue por eso que mi madre nunca me perdonó todas las veces en

que yo desistí de algo. En que me rajé literalmente. Como la primera vez que me

devolví de Guadalajara, la primera vez que me regresé de México y, por último,

cuando me devolví de París. Yo tenía miedo al éxito. Lo he tenido siempre. Y cada

vez que lo tengo, padezco horriblemente. Una vez, mi padre me encontró llorando

después de una actuación de Juanito el Recitador, que había sido todo un éxito.

Sí, a mi madre nunca le gustó que yo volviera al hogar. Ni siquiera podía fingir

que se alegrara de verme otra vez. Fueron muchos los retornos que le tocaron. Para

ella, yo era el mensajero de la familia y cada uno de mis regresos la hacían pensar

que nunca cumpliría mi misión. Era una mujer de sentimientos tan grandes, de

actriz griega consumada, que no vacilaría en calificar de patéticos. O numinosos. Ya

hablaré sobre esta palabra. Sobre lo numinoso.

En fin, el caso es que Louis Jouvet sale de Francia en 1943 y llega a Guadalajara

en 44, cuando yo sabía muy bien quién era él. Lo sabía también mi hermano Rafael,

un año 11 meses mayor que yo, y que era un hombre con una gran capacidad de

juicio y amplio criterio que compartía conmigo una virtud heredada de padre y

madre: la facilidad para interesarnos en los personajes, ya fuera de novela, de

teatro, de película, de ópera, o incluso de la vida real. Coleccionábamos personajes.

Personajes pintorescos, atrayentes y a veces un tanto siniestros, como en el caso

de las primeras apariciones de Jouvet que conocimos. Recordar personas así, muy

características, era costumbre que seguíamos de tíos y tías entre otros familiares.

Mi hermano y yo íbamos al cine los domingos y, cuando se podía, también los

sábados. Vivíamos pobremente y teníamos que ahorrar para ir al cine. A los cines

de barrio, los más alejados del centro, donde hubiera asientos de galería de 10 o 15

centavos, porque no había para más. Fuimos, comparados con los niños de hoy día,

espectadores tardíos, porque además el cine era una cosa prohibida. Algunos de

nuestros amigos mayores se nos adelantaron y nos contaban las películas. Sus

padres les daban permiso de ir al cine siempre y cuando una película ya estuviera

autorizada por los sacerdotes. No había televisión, desde luego, y ni siquiera habían

llegado los aparatos de radio a Zapotlán, aunque dos o tres familias, no más, tenían

sus propios proyectores y un surtido de películas domésticas Pathé Baby que

proyectaban en un aparato de la misma empresa francesa. Esto sucedía en los años

veinte y la Pathé era dueña del cine comercial de ese entonces. Por cierto, un joven

emprendedor, de la familia Velasco, de donde provenía el maestro Alfredo Velasco, y

que más tarde fundaría en Zapotlán la primera estación de radio, tenía un equipo

Pathé Baby, anterior a los Kodak, con el que se podía proyectar incluso el Napoleón

de Abel Gance, que venía en una cintita —15 o 20 pequeños rollos, no recuerdo

cuántos— que quizás no llegaba a los ocho milímetros. Pero por esa época, el cine

de Gance no estaba al alcance de nosotros. Nos ponían películas para niños,

películas hogareñas por así decirlo. No se trataba de caricaturas, sino de cortos con

algún episodio cómico. Nunca olvidaré uno de esos cortos. Sucedía en un jardín,

donde había un bimbalete, que así le llamamos en Zapotlán al subibaja. En él había

dos muchachas preciosas, con vestidos de encaje y sombrero estilo Pamela, que

subían y bajaban, bajaban y subían. Los muebles del jardín y el propio subibaja

eran de hierro con volutas, en un estilo floral. Había personas que contemplaban al

par de muchachas y desde luego la música de siempre, que se hacía por fuera, con

el fonógrafo. Eso era todo. Aunque quizás otro recuerdo que tengo no sea de otro

corto, sino del mismo: el de un pastor que se quedaba dormido, y pienso que de

ese sueño formaban parte las muchachas del bimbalete. El pastor sueña que una

muchacha se le acerca y lo besa. En el momento del beso despierta, estremecido:

una vaca le lame la cara.

Para un niño como yo, de mi edad, ver cómo una muchacha se transformaba de

pronto en una vaca era sensacional. Recuerdo también, y esto lo saben todas las

personas que conocen la historia del cinematógrafo, la famosa película que se

llamaba El tren más largo del mundo. No era otra cosa que un tren interminable por

cuyas ventanillas se asomaban los pasajeros a saludar, y que nunca acababa de

pasar por la pantalla. Llegó también a Zapotlán, cuando tenía yo seis o siete años

de edad, el Cine Matur. Así le decíamos todos: Cine Matur. Sólo muchos años

después me di cuenta que su verdadero nombre era Cinema Tour. El cine, la sala,

era un autobús que se apareció caminando por los rieles del tranvía de mulitas. Uno

se subía a los asientos del autobús, y éste ponía en marcha un motor especial que

lo movía de manera que daba la impresión de que estaba caminando.

Enfrente de nosotros estaba la pantalla, que proyectaba, por ejemplo, un paseo

por Roma, y entonces nos mostraban el Coliseo, la Basílica de San Pedro, las

fuentes, las Termas de Caracalla. Otro día, nos llevaban a París. Por eso se llamaba

cinema tour: cada película era un viaje. Esta experiencia la rescato después en mi

cuento “El guardagujas”, donde en un momento dado el tren está detenido, pero

los pasajeros, gracias a un mecanismo de pantallas y proyectores, ven por las

ventanillas un paisaje en movimiento y maravilla y media que pasa por ellas, y el

tren continúa inmóvil.

Me fue más fácil ir al cine cuando comencé a ganar unos centavos en mis

distintos empleos, ya siendo vendedor en las tiendas de ropa, la fábrica de café o el

molino de chocolate, aunque no era siempre posible que los padres lo dejaran a

uno ir el domingo, que era el día de la familia. Pero ocurrió algo muy importante,

gracias a don Ramón Paniagua, que fue entre otras cosas presidente municipal de

Zapotlán y el primer empresario real, auténtico, de cine, en el pueblo. Él llevó

películas que comenzaban a ser proyectadas los sábados. Seguía la matinée de los

domingos y la función vespertina. Pero entonces don Ramón se dio cuenta que no

le costaba un quinto entretener las películas un día más, y comenzó a dar funciones

también los lunes. Estas matinées de los lunes eran las más baratas de todas las

funciones: la luneta costaba seis centavos, cuatro los palcos y dos la galería, que

también conocíamos como gayola o paraíso. El gallinero. Más tarde los precios se

duplicaron y galería llegó a costar cuatro centavos, pero a veces había oferta de dos

boletos por el precio de uno. Entonces se buscaba a un amigo para compartir la

función, que consistía en un largometraje, dos o tres cortos y el noticiero Éclair de

la Pathé, con el famoso gallo. Todavía no surgía el noticiero de la Paramount, “ojos

y oídos del mundo”. Recuerdo que el gallo de Éclair cantaba en pantalla, porque ya

había sonido, después del año 27. Desarrollé entonces técnicas para escaparme del

trabajo los lunes y asistir a las matinées. O simplemente no me presentaba a

trabajar, hacía lo que en México llamamos “San Lunes”.

Salir del trabajo a la mitad del día para ir al cine, y salir del cine, era un doble

deslumbramiento, un viaje extraordinario. A veces se enteraban en la casa que

había faltado al trabajo y llegaban a pegarme. Las cuerizas eran casi una rutina,

pero no sólo en mi casa, en todas las familias. Eran mal vistos los padres

consentidores que no les pegaban a sus hijos, y los propios niños también, porque,

decían, “los están haciendo mariquitas”. Esto yo lo agradezco en lugar de

censurarlo, porque a mí al menos me dio una especie de temple y la

responsabilidad de saber que, si se hace algo en la vida, va a haber una respuesta.

Una respuesta a nuestros actos. Me acuerdo ahora de un título de Paul Bourget —

novela o cuento largo, no sé—: Nuestros actos nos siguen.

Cuando llego a Guadalajara en 34, bajo la tutela de mi primo Enrique Arreola,

que fue un segundo padre para mí, en casa de mis tías, gozo ya de una libertad

que me permite ir al cine cuando deseo, sin permiso. Es en Guadalajara cuando me

volví persona mayor, pues entre otras cosas ya me ganaba la vida y le pagaba a mis

tías mis alimentos y una renta. De 30 pesos mensuales que ganaba, yo les pasaba

20: las dos terceras partes. Con lo que me quedaba, me compré también mi primer

traje, en pagos de un peso por semana. Comprarme mi ropa fue muy importante

para mí. Volví, decía, a frecuentar el cine y conocí a un actor de nombre raro, que

me impresionó mucho. Eso fue en una película de Julien Duvivier: se llamaba Valéry

Inkijinoff. Esto me hace dar un salto atrás, al cine de Zapotlán, donde fui alguna vez

con mi padre y mi tío Daniel Zúñiga para ver una película muy sonada, El Nautilus,

basada, claro, en Veinte mil leguas de viaje submarino, pero recuerdo que mis

primos y mis hermanos, todos los niños, nos aburrimos. En cambio fue allí, en

Zapotlán, donde vi dos películas francesas que me marcaron para siempre. Una de

ellas, Los hijos de la calle, porque me descubrió a Gaby Morlay, de quien me

enamoré: la veía tan bella, tan joven, tan llena de vida. Después me enteré que en

esa película ella tenía 30 años. Yo, que la veía, 12 apenas. O 13. El actor que la

acompañaba era Charles Vanel, a quien le seguí la huella toda la vida, que fue por

cierto muy larga, pues murió cerca de los 100 años. Otra película que era un

prodigio de texto fue El diablo en la botella. Vimos también en Zapotlán dos o tres

producciones norteamericanas buenas, por fortuna, de modo que cuando llego a

Guadalajara, a los 16 años, ya tenía yo vistas cinco o seis buenas películas.

MIS PRIMERAS IMPRESIONES EN LA VIDA SON DE INFINITO Y DE marea.

Sensaciones, ambas, que se reprodujeron en sueños a lo largo de muchos años de

infancia y de adolescencia. Y el primer recuerdo que quedó completamente fijado

por la experiencia fue el de la persecución del borrego negro. Hoy me he dado

cuenta que la sensación de marea corresponde a lo que yo llamo los canjes

respiratorios de mi madre. En aquel entonces, y en aquellos pueblos, las criaturas

recién nacidas, y hasta que cumplían varios meses, dormían siempre en el lecho

conyugal, a un lado de su madre. Y esto es lo que jamás se me ha olvidado: el

ritmo de la respiración de mi madre. Y también, a veces, el girar de su cuerpo en el

lecho, que me provocaba una sensación de inmensidad. Comprendo ahora,

también, que probablemente esas impresiones, por su carácter respiratorio,

corresponden a percepciones anteriores al nacimiento. Impresiones fetales que me

hacían pertenecer a un todo del cual fui expulsado. “Adán vivía feliz dentro de Eva

en un entrañable paraíso”: la Eva madre original platónica que aloja al hombre

como una glándula, en sus entrañas. Porque eso somos: una glándula de secreción

interna. O un anélido, un gusano que vive como parásito en el cuerpo de la

hembra. Si no la encuentra, si no encuentra ese cuerpo de hembra dónde habitar, él

mismo se vuelve hembra. Pero si logra introducirse, se transforma finalmente en

macho y vive allí, dentro de ella, feliz, como algo precioso.

Yo soy un hombre que no perdonó nunca, ni ha perdonado, ni probablemente

perdone jamás, el haber sido expulsado del vientre materno. Hace poco volví a

pensar en eso, en el hecho de estar uno pequeño junto a algo muy grande,

envuelto por nuestra madre, encapsulado en ella, acolchado, suspendido en el

líquido amniótico. Éste es el paraíso del cual fui expulsado, pero sólo fue el primer

desprendimiento de otros que he sufrido en la vida. Que yo sepa, el parto de mi

madre fue normal, aunque quizás tuvo otros partos difíciles. Hay que recordar que

fuimos 14 hermanos. Y fue quizás por eso que mi madre no tenía, no tuvo tiempo

de chiquear, de consentir a todos. Esto lo resentí mucho también, y se lo reclamé

varias veces. Ella se reía y me contestaba: “Pero si tú fuiste el más latoso de

todos…” La expulsión del paraíso es, desde luego, una de las formidables metáforas

bíblicas y religiosas que forman parte de una portentosa serie de metáforas que

intentan explicar lo inexplicable, a fin de que podamos entender por qué se sufre

tanto en el mundo, por qué somos culpables y de qué… Las expulsiones, los

desprendimientos, se repiten una y otra vez en la vida. También el macho patriarcal

expulsa de la horda a los machos jóvenes. Y por supuesto, la experiencia amorosa

reproduce esta clase de separaciones dolorosas. Yo soy un hombre hecho de

separaciones. De sucesivas separaciones. Mi gran mal en la vida es que yo nunca

pude perdonar a la mujer que me dio la vida, el que me haya separado de ella. Y

un día, de pronto, ya viejo, cuando estaba escribiendo La feria y acudo a la Biblia

para buscar en los profetas violentos frases violentas en las cuales apoyar mi texto,

encuentro las palabras que busco en Moisés y en Job y digo: “¿Y por qué no me

dejó Dios en el vientre de mi madre?”

Esa cadena de separaciones ha sido una de mis fijaciones. No he viajado tanto

como lo hizo Paul Claudel, pero tengo siempre presente lo que decía: “soy, al

mismo tiempo, un arraigado y un desarraigado”. Esto, a su vez, me ha hecho

pensar mucho si no en la dispersión de las cenizas, sí en la incineración. Porque, si

bien me niego también a la idea de entierro y la rechazo, por otra parte entiendo

que el enterramiento cumple la condena, la promesa: salir de la tierra madre, para

volver a la madre tierra.

Contar mi vida podría quizás curarme de ese gran pecado, de esa gran maldad

que representa el no haber olvidado ni perdonado nunca la separación de mi

madre. Una separación que, lejos de provocar alguna desviación de mi conducta

masculina, me hizo más hombre. Porque desde entonces tomé el partido del

hombre y me uní a mi padre, como si comprendiera que él era también la víctima

de una separación. Un expulsado como yo. Desde entonces, sí, puedo afirmarlo, fui

hombre, hombre, radicalmente hombre. Pero todos mis acercamientos a la mujer,

que comenzaron desde la primera infancia, fueron y han sido seguidos de

inmediatas separaciones y rupturas. Yo mismo he propiciado, a lo largo de mi vida,

la ruptura con la mujer amada, que repite el esquema original: el momento del

corte del cordón umbilical.

Ése fue para mí el único paraíso perdido. No comparto con Rilke, Gide y otros, la

idea de que la infancia es paradisiaca. Mentiría yo si aplicara un adjetivo así a mi

infancia. Aunque, claro, recuerdo con agrado, aunque al mismo tiempo de manera

muy vaga, algunos paseos en los que fui feliz, algunas ceremonias religiosas que

me impresionaron. Prometí hablar más tarde de lo que llamo “numen” y de su

importancia. Por ahora, lo mencionaré una vez más a propósito de la tormenta. La

tormenta siempre ha sido un fenómeno que me ha fascinado, que me da una

sensación de felicidad, al contrario de los temblores, que es lo que más me angustia

en la vida, que me llenan de horror, a pesar de que recuerdo, en los terremotos, a

mi madre, que salmodiaba de manera maravillosa: “Mi alma glorifica al Señor y mi

espíritu se llena de gozo al contemplar la grandeza…” Aunque debo señalar que en

esos momentos sentía un terror pánico, sí, pero al mismo tiempo una especie de

aceptación de la grandiosidad del fenómeno.

Hay, sin embargo, una serie de primeras sensaciones, que no podría llamar

paradisiacas, pero que me producen recuerdos muy agradables. Me refiero a las

olfatorias. Es necesario señalar que, cuando nací, mi padre, que sabía de todos los

oficios, estaba en proceso de terminar la casa en la que vine al mundo. Era,

además, la primera casa que fue de su propiedad. Y la casa debió de haber estado

impregnada del olor de las pinturas, de esas pinturas llenas de aroma que se hacían

en las tlapalerías a base de aceite de linaza y del barniz que llamábamos japán.

Pero también se preparaban en casa, yo las vi hacer, a base de pigmentos que se

molían en una gran piedra con una mano también de piedra, tal como 400 años

antes lo hacían los pintores del Renacimiento. Esta piedra era como un molcajete

plano, apenas ligeramente cóncavo. Yo mismo, alguna vez, molí pigmentos, y sus

olores se agregaban a una multitud de aromas que llegaban de la cocina, y se

mezclaban con el perfume de las flores y también, claro, con los olores agrios y

violentos de los animales que nunca faltaban en las casas en ese entonces, o que al

menos no faltaron en la mía, como puercos, gallinas y chivos. Al olor de los

animales se agregaba el de la boñiga, y se sumaba también el olor muy especial

que despedían las carnes frescas de los animales recién sacrificados. Porque

también en mi casa mataban animales. Dije que mi padre tuvo muchos oficios:

también fue carpintero, y recuerdo el olor de las distintas maderas de las puertas y

las ventanas. El olor de la cola, cola de carpintero, que cuando estaba bien hecha

olía muy bien, como el olor del engrudo. No me refiero al de almidón, de un aroma

muy tenue, casi inodoro, y de textura cristalina, sino al engrudo de harina, de una

textura y un aroma mucho más ricos.

Esa casa que construyó mi padre era, como todas las de esa época, con

habitaciones cuyos techos estaban a seis metros de altura. Recuerdo que, ya un

poco más grande, yo me acostaba en el piso, de espaldas y, con las piernas en la

pared, formaba con el cuerpo una especie de escuadra. Fue en esos días cuando

comencé a sentir el principio del vértigo, del que tanto he sufrido y al que tanto

temo, pero, debo confesar, a ese miedo se unía cierta voluptuosidad. Ésas fueron

mis infinitudes hacia arriba, cuando contemplaba el cielo raso de las habitaciones.

Lo hice después al aire libre: tenderme en el suelo para contemplar el cielo.

Siempre necesité armarme de valor para tenderme así, en el patio, y hundir mi vista

en el cielo infinito. No conocía yo entonces, desde luego, los altos cielos de Castilla.

Cuando sucedió, camino de Madrid a Salamanca, muchos años después, me acordé

de esos cielos y de la impresión de abismo que me causaban, como si uno pudiera

arrojarse a ellos, volar al cielo, caerse en él. Eran los días en que a uno le repetían

sin cesar que si los niños se portaban bien se irían al cielo. Y al cielo se fue mi

hermana Margarita, cuya muerte me causó la pena más grande, total y devastadora

que haya tenido yo jamás en mi vida. Se nos murió pequeña y de manera celestial.

Era una criatura iluminada que tuvo conciencia de la cercanía del fin y que nos

habló de él de una manera tal, tan poética, que nos dejó a todos deshechos y

maravillados. Tenía seis años y fue víctima de una meningitis cerebroespinal. En

otras palabras, fue una muerte muy dolorosa, pero de una lucidez y una felicidad

por parte de la moribunda, en medio del sufrimiento de toda la familia, de mi

familia, que es la imagen más grande y más trágica de toda mi vida. Desde

entonces yo quedé vacunado para la muerte. Ni siquiera la muerte de mi hermana

mayor, Elena, que fue mi primera y gran maestra, me dolió tanto como la muerte

de Margarita.

Yo tenía 10 años de edad y era ya un germen de poeta. Lo sé, porque sentía ya

la marea. Esa marea de la que habla Stephen Dedalus en el Retrato del artista

adolescente de Joyce, y que no es otra cosa que la inspiración. “No me evoques

encantos que se van. ¿No estás cansada de ese ardiente afán, tú de ángeles caídos

seducción? No me evoques encantos que se van…”

Quiero hablar del borrego negro. Y de mi viaje a París. Pero antes de abandonar

el tema de la sensualidad, y de las percepciones infantiles, debo hablar del

columpio que, como otras cosas, me producía una sensación muy ambigua: me

aterrorizaba y, como el abismo, me atraía. Los estremecimientos que me producía el

columpio, tanto el ascenso como el descenso, fueron, para mí, el primer

descubrimiento de la sensualidad erótica. En lo que a los alimentos se refiere,

recuerdo la impresión del seno materno y de la leche. Sí, mi madre me dio el

pecho. Incluso lactaba a otros niños. Teníamos varios hermanos de leche en

Zapotlán.

Así que mi reacción inicial ante los alimentos no fue negativa. Porque, además,

mi casa fue desde un principio una panadería y toda ella era como una alacena

olorosa, con ese santo olor de la panadería del que hablaba López Velarde. En ese

sentido, en el de los alimentos terrestres, sí que hubo paraíso en mi infancia. El

paraíso de las golosinas. Cómo olvidarse de las primeras tazas de chocolate, cómo

del paso de la leche materna al mundo de los atoles de maizena y de avena. De

avena, sí, sin corpus seminal, o sea sin semillas, para decirlo de algún modo. Con

un poco de canela y una cascarita de limón verde. Uno comenzaba por tomar el

chocolate con leche, antes de aprender a disfrutarlo con agua, como lo hacía mi

padre. Y por supuesto, nunca comprábamos el chocolate, lo hacíamos en la casa, a

partir del cacao de Tabasco que en esa época era no sólo el mejor de México, sino

de todo el mundo. Cuando alguna vez llegué a comprar cacao de Ceilán porque no

había de Tabasco, mi padre se enojó mucho conmigo. Creo que hasta una azotaína

me dio. Tengo por ahí, la guardo, una lista con todos los nombres de los panes que

se hacían en casa. De todos hablaré algún día, así como del pinole, de los chiclosos,

del esquite, de los buñuelos y de su miel. Y desde luego de los tamales y del

tepache. Del tepache que también hacíamos en casa, porque mi padre fue, entre

sus muchos oficios, tepachero. Y yo también. Y por tepachero perdí algunas novias.

Pero vale la pena señalar que don Juan Ruiz de Alarcón, cuando fue a pleitear a

España, el único empleo que tuvo fue el de juez de tepaches. O sea una especie de

catador, de inspector de tepaches, cargo que ejercía, creo, en la garita de Peralvillo.

También, por entonces, además de ser tepachero, era yo conocido ya como Juanito

el Recitador.

Pero me he adelantado más de la cuenta, sin decir cuándo nací. Dónde, ya se

sabe: en Zapotlán el Grande. Cuándo, el 21 de septiembre de 1918. O sea, el

mismo día en que Marcel Proust sufrió la primera crisis de vértigo y se desplomó

por las escaleras de su casa, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen,

justamente en la noche en que Rainer Maria Rilke le escribió la primera carta a la

que iba a ser su amiga para siempre. Por otra parte, 1918, en pleno estrago de la

gripe española, fue el año en que Benedetto Croce demostró el fenómeno cósmico

de la simpatía, y fue en septiembre del mismo año cuando Franz Kafka fue

declarado mortalmente enfermo de tuberculosis. Nací, como alguna vez lo dije,

entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos.

NOSOTROS TENEMOS UN ANTECEDENTE LEGENDARIO TANTO POR parte de padre

como de madre. Cuando digo nosotros, me refiero a mis hermanos y hermanas.

Fuimos catorce. Yo fui el cuarto. El lote que duró más tiempo fue de 12, seis

hermanos y seis hermanas, hijos de Felipe Arreola Mendoza y de Victoria Zúñiga de

Arreola. Desde que yo era niño, oía historias extraordinarias sobre nuestros

antecesores, porque nuestra familia no existía en Zapotlán en el siglo XVIII. Fue

hasta el XIX que se instaló en el pueblo y demostró ser una familia de miembros

longevos.

El padre de mi abuelo se llamaba Juan Arriola, así, con i. Fue munícipe por

mucho tiempo, y se conservan todavía 42 cartas de puño y letra de don Juan de

Arriola. Porque a veces le daba por el de, como a Juan del Rulfo, que fue su

contemporáneo, antecesor de Juan y también munícipe. Juan Arriola, o Arreola,

tenía un hermano menor, que se llamaba Francisco. Y, según parece, ambos

llegaron en el XVIII a Mazatlán. O sea, llegaron a México no por el Atlántico, por

Veracruz, sino por el Pacífico.

Francisco se fue después a vivir a la ciudad homónima de San Francisco,

California, y de él se supo poca cosa, salvo que nunca se casó ni tuvo hijos, y que

hizo una gran fortuna, la cual a su muerte estaba depositada en un banco de San

Francisco. El banco se comunicó muchas veces con mi familia, y hubo personas que

se ofrecieron como gestores, porque no dejó herederos, y en su cuenta había 50

000 dólares, una cantidad enorme para esos tiempos, y era necesario que se

identificaran los familiares más cercanos para entregarles el dinero. Y nadie lo

rescató. Supongo que algún día la cuestión prescribió y los 50 000 dólares se

perdieron. Todavía hace 50 años personas del propio banco de San Francisco

visitaron Zapotlán, pero nadie, en la familia, movió un dedo. Un licenciado nos

decía: “Señores, denme ustedes un poder, autorícenme para hacer la gestión. Esa

fortuna existe y es muy grande…” Aún vivía mi padre y desde luego mi primo, hijo

del hermano mayor. Supongo que el hermano mayor de mi padre hubiera sido el

beneficiario directo. Pero no se hizo nada.

Dejemos a Francisco y quedémonos con Juan, abuelo, como decía, de mi padre.

Juan de Arreola —no sé en qué momento la i pasó a ser e— dejó una familia en

Mazatlán, la abandonó, no se sabe en qué condiciones ni a causa de qué. Lo más

curioso de todo es que los dos hermanos, cuando estaban en Mazatlán, decían

apellidarse Abad, no Arreola, de modo que los descendientes que dejó en Mazatlán

mi bisabuelo, y que llegué a conocer —cuando menos a algunos que nos visitaron

en Zapotlán—, todos se llamaban Abad. No sé si tomaron después el apellido de la

madre, el caso es que se les conocía indistintamente como los Arreola-Abad y los

Abad-Arreola. Mi padre tendría unos seis u ocho años cuando murió mi abuelo

Salvador. Otro de sus hijos, del mismo nombre, era carpintero, así que la familia

decayó social y económicamente. Lo que más hacía eran cajas de muerto, muchas

a la medida. Otras estaban ya hechas y existía la superstición de que cuando

alguna caja crujía, era porque en ese momento alguien acababa de morir. Los

cajones para adultos los pintaban de negro o de color nogal. Los blancos eran para

personas solteras, vírgenes y niños. Los tiempos eran tan duros —los pobres a

veces no enterraban a sus muertos en cajas, sino envueltos en petates liados con

soga de lechuguilla— que mi abuelo tenía que abandonar la carpintería para irse a

trabajar al campo, de jornalero, por dos reales diarios, que eran como 25 centavos

de entonces.

Pero don Salvador tuvo la fortuna de casarse con una mujer maravillosa, doña

Laurita, verdaderamente ejemplar, que supo ver por sus hijos y por su propio

marido, porque mi bisabuelo solía descuidarse un poco y beber a veces con los

amigos. Pero, por esos milagros que hay, le salieron dos hijos sacerdotes, José

María y Librado. Felipe, mi padre, fue el menor, y por su parte se casó con una

muchacha bien, Victoria Zúñiga. Me decían que a veces los familiares de mi madre

se burlaban de Felipe, le decían: nosotros de chicos tomábamos chocolate, mientras

que a ustedes les daban cola de carpintero, el agua-cola, a la que le ponían un

poco de panocha, de miel o de azúcar, y ése era su chocolate.

La familia por parte de mi padre fue, pues, modesta siempre, hasta entonces,

pero habían conservado al menos, desde los tiempos de Juan de Arreola, una

buena casa. Mejoró más todavía cuando los hermanos se hicieron sacerdotes. La

familia pasó así, como la de Montaigne, a pertenecer a la nobleza de toga. Los dos

fueron alumnos muy distinguidos en el seminario y luego profesores del mismo

seminario. José María, a los 20 años de edad, había ya formado en Zapotlán el

primer observatorio astronómico de todo Jalisco y daba clases de física, de

astronomía y, según creo, también de historia. Los dos se ordenaron de sacerdotes

el mismo día y su padrino de ordenación fue un condiscípulo que había cantado

misa uno o dos años antes que ellos. Pascual Díaz, que fue después canónigo,

luego obispo y finalmente arzobispo de México, el mismo que años después, con

Portes Gil, le diera solución a la revolución cristera. Por haber sido tan amigos,

siempre se hablaron con don Pascual de tú y nunca olvidaron el apodo que le

habían puesto en el seminario. Tanto que durante la revolución cristera, mi tío de

pronto decía a media comida: “Bueno, y a todo esto, después de lo que ha dicho

Calles, ¿qué opina la Rata?” Y mi tía Cuca se escandalizaba: “Pero por Dios,

Librado, es el arzobispo de México”. “Pues para mí siempre será la Rata”,

contestaba Librado.

Por supuesto, mis dos tíos tenían un cierto orgullo por haber sido condiscípulos

del arzobispo de México, pero eran personas tan seguras de sí mismas, tan

completamente dueñas de su ser, que nunca recurrieron a él. Fueron también muy

amigos de otro personaje, éste de la revolución cristera, muy importante, don

Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara. En momentos en que

Orozco y Jiménez había ya asumido este arzobispado, fue cuando ocurrió el drama

de la separación de la Iglesia de mi tío José María. Eso pasó en 1914. Lo último que

hizo, como sacerdote, fue bautizar a mi hermano mayor.

José María Arreola dejó la Iglesia por causa de discrepancias graves, de orden

teológico y jerárquico. El nudo gordiano de la cuestión fue el culto a la Virgen de

Guadalupe, porque mi tío tuvo en sus manos el ayate de Juan Diego. Era mi tío,

como he dicho, un hombre de ciencia muy respetado. Para ese tiempo ya trabajaba

con don Manuel Gamio, el que emprendió la teotihuacánida. Fue uno de los

ayudantes de Gamio, que colaboró en la exploración de las ruinas y en la

catalogación de los tesoros de Teotihuacán. Me viene a la memoria que también mi

tío estaba relacionado con un famosísimo personaje de la historia de México, que

tuvo mucho que ver con Maximiliano, monseñor de Labastida y Dávalos, compadre

de don Joaquín García Icazbalceta, y cuyo nombre completo era tan largo: don

Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos Rodríguez de la Cuesta, o algo por el estilo,

que cuando lo anunciaron ante el papa en el Vaticano, el pontífice dijo: “Que pase

uno primero y el otro después”.

Mi tío José María, seguidor de fray Servando Teresa de Mier, se había

relacionado con sacerdotes ilustrados que tenían una devoción particular,

escondida, por figuras como Hidalgo y Morelos, a los que en esa época todavía se

les seguía juzgando casi como heresiarcas. Era, pues, un hombre liberal que incluso

leía libros fuera del orden eclesiástico, con licencia o sin ella. Tuvo en sus manos,

como dije, el ayate de Juan Diego, para su examen, y naturalmente no pudo

aceptar que la pintura de la guadalupana fuera un milagro, y que se hubiera

elaborado con elementos, con sustancias, que no existían en esta tierra, con

elementos celestes. Este acto de rebeldía no fue el único de su vida como

sacerdote. Más de una vez lo castigaron enviándolo a lugares inaccesibles, como La

Yesca, un lugar perdido, entre Jalisco y Zacatecas.

Las presiones aumentaron, y querían que mi tío firmara un documento en el que

aceptaba el origen milagroso de la pintura del ayate. Entonces dijo: “Yo hasta aquí

llegué”.

Todo había comenzado con una especie de plebiscito sacerdotal destinado a

consagrar a la Virgen de Guadalupe y hacer la petición en tal sentido al papado,

cosa que se había ya hecho una o dos veces antes. En otras palabras, se pedía que

se le concediera la categoría de culto autorizado a la Virgen, cuyas apariciones

habían estado cuestionadas en particular en el siglo XVIII, pero también en el XIX.

Entonces el Vaticano le pide a Labastida y Dávalos que envíe toda la

documentación histórica que pueda conseguir, y a monseñor se le ocurre llamar a

su compadre, García Icazbalceta, para que lo ayudara en la tarea. García

Icazbalceta, que ya había investigado al respecto, le presenta una larga memoria

erudita, que abarcaba desde los tiempos de la Conquista, y en la cual, y con gran

dolor, supongo, porque era católico hasta el fondo del alma, afirma la falsedad de

las apariciones. El Vaticano ignoró la opinión del sabio mexicano, y mi tío se separó

de la Iglesia. Otro miembro distinguido lo hizo también, el que entonces era el

obispo de Coahuila.

Algo interesante que no hay que olvidar es que las apariciones no son artículo

de fe. O sea, la Iglesia no obliga a nadie a creer en la aparición de la Virgen de

Guadalupe o de cualquier otra. Hay muchas personas en Francia, muy católicas,

que no creen en la Virgen de Lourdes, por ejemplo. Es en el Credo y en lo que es

dogma, en lo que es obligatorio creer.

Considero oportuno afirmar que yo soy un cristiano católico porque nací en ese

mundo, el del cristianismo y el catolicismo, y en él quiero morir. Me defino como un

occidental, porque soy heredero de las culturas occidentales que se reúnen en el

crisol de Europa. Sin olvidar todas esas corrientes que se desprenden desde la

manga de Tartaria y Siberia, para desembocar en la parte norte de Europa y

continuar hacia el centro, hacia ese cedazo gigantesco que es Hungría. Finalmente

esas corrientes van a dar a España, la cual se nutre, por otra vía, del Lejano y del

Cercano Oriente, de los persas, de la India, de Egipto y desde luego del mundo

árabe. Yo me siento un producto ínfimo y remoto, pero producto al fin, de ese

magnífico crisol. Y me someto.

Me someto como se sometió mi tío Librado, que, sin desconocer las razones de

su hermano José María, vivió hasta el fin de su vida en una difícil, a veces

dificilísima sumisión a la Iglesia, pero completa, total. Bien decía Claudel: “¿Para

qué sufrir si es tan fácil obedecer?” “Yo me he dado cuenta —decía Librado— de

que me ha sido dada la posibilidad de hacer el bien.” Y a eso se dedicó, en efecto, a

hacer el bien, y fue un sacerdote muy querido en Zapotlán y desde luego en

Tamazula, de la que fue cura 32 años.

Era muy generoso y siempre que podía regalaba medicinas, alimento y dinero a

quienes más lo necesitaban. Cuando murió, el pueblo entero acudió a su entierro

en Guadalajara. José María, por su parte, dijo: “Yo también puedo hacer el bien,

pero en la Universidad de Guadadalajara”, y así fue, se dedicó por el resto de sus

días a la enseñanza, y se conservó célibe.

A José María se le atribuyó, durante un tiempo, una hija, pero nunca se pudo

comprobar nada.

Con estos dos sacerdotes, como decía, la familia subió en la escala social, y mi

padre vivió una vida de señorito, o casi, y ya en 1900 pudo viajar a México, en un

viaje del que recordó todos los detalles. Otra cosa significativa es que fue

condiscípulo en el seminario del primer cardenal que hubo en México, otro

personaje jalisciense, José Garibi Rivera. De modo que no era raro recibir la visita,

en casa, de Garibi o de monseñor Orozco y Jiménez. Lo que no sucedió, en cambio,

con don Pascual, acaparado por el gran problema de la revolución cristera.

De hecho, otros obispos y jerarcas eclesiásticos mexicanos nunca le perdonaron

a don Pascual que hubiera, según ellos, comprometido a la revolución cristera. Pero

lo que sucede es que él se dio cuenta que esa guerra no tenía sentido, no tenía ni

pies ni cabeza, y se cometían toda clase de atrocidades terribles, secuestros,

asesinatos, incendios, torturas, por parte de ambos bandos. Coincidió con esta

opinión el presidente Portes Gil, que se hizo entonces famoso con su bombardeo de

comestibles y ropas y mensajes en los que ofreció la libertad a todos aquellos

cristeros que depusieran las armas y obedecieran al arzobispo. Siendo pues un

pacificador, a don Pascual la Iglesia le ha guardado cierta distancia.

Decía que, al subir de nivel de vida la familia, así como en la estima social, mi

padre Felipe y su hermano Esteban se convierten en señoritos, en hombres de

corbata de moño y camisas de céfiro. Y ahora que digo céfiro pienso que habrá que

dedicarle un capítulo a las telas. También fui vendedor de telas.

Pero antes de pasar a otra cosa, en lo que respecta al origen de la familia debo

señalar que, aunque mis dos apellidos son ambos de origen vascongado, Arreola y

Zúñiga, el que debía corresponderme, Abad, que viene de abba —padre en arameo

—, quizás lo relegó mi bisabuelo a segundo lugar en un intento de borrar una

última fama de converso.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas