viernes, 3 de enero de 2025

SADA TODO Y LA RECOMPENSA




SADA

TODO Y LA RECOMPENSA

Todo y la recompensa reúne en un único volumen la totalidad de la obra

cuentística de Daniel Sada. Fue su labor como cuentista la que originalmente lo dio

a conocer dentro del ámbito de la literatura mexicana y la que le valió, en 1992, el

Premio Xavier Villaurrutia, uno de los más importantes de América Latina. Escritor

sobre el vasto territorio del norte de México, Sada nos ofrece, en cada uno de los

cuentos, una clara muestra de su maestría como narrador, logrando un tratamiento

diferente, una multiplicidad de voces y una variedad de registros.

Todo y la recompensa viene a demostrar que estamos ante uno de los escritores

contemporáneos más importantes y de la literatura en habla hispana.

Una revelación para los escritores españoles y para la literatura mundial.

Carlos Fuentes

Un artesano impecable, un narrador profundamente cercano a la esencia del

hombre.

Alvaro Mutis

A mi hija Fernanda Sada,

a mi esposa Adriana Jiménez,

a mis hermanos Roberto,

Moraima y María Esther,

y a mi madre Moraima Villarreal

En aquel mapamundi de ilusión

cabalgaba sin brida el estudiante

Ramón López Velarde, “Vacaciones”

EUMELIA

a Víctor Chávez

La abuela iba furiosa. Tenía algo de razón. Furiosa habría de ir porque no en

balde tantas horas de música monótona, amén de lo demás: la carretera en línea

casi siempre, el paisaje colmado de nopales y de principio a fin cerros fenómenos,

distantes, en azul; así como el esplín y los equívocos por no saber a qué horas

llegarían a… Faltan como seis horas para llegar a México. Tal vez sean muchas más,

decía impávido el nieto —quien era el conductor del Ford 83—, en respuesta a la

única pregunta que formulaba reiteradamente la anciana que, por cierto, jamás

había salido de su pueblo natal. El viaje era a la fuerza (se deduce), a causa de

unas reumas empeoradas.

El nieto y su señora copiloto ahítos ingerían botana tras botana, sus nervios, sin

embargo, continuaban igual, dado que ni las vibras musicales ni las charras que

entre ellos se contaban podían sacarlos de su aburrición. Ya apaguen ese radio, por

favor, clamó de pronto Eumelia, que recostada en el asiento amplísimo de atrás, ya

para estas alturas, habíase puesto encima de los ojos un trapo de franela a fin de

no mirar todo ese encuadre de nubes desgraciadas. Y siendo que el revés de la

quietud son esas menudencias que no terminan nunca, tal vez sería mejor hacer

repasos, recapitulaciones: al vapor: la probidad de hoy contra los sueños de antes,

y dormirse y… Ojalá se durmiera durante todo el camino.

Y sí. El nieto mientras tanto, de acuerdo con la esposa, lo que hizo fue mover la

peonza del volumen: bajarle… Tan sólo unos minutos aguantarse para luego subirle

a las canciones, poco a poco, se entiende, una vez que la anciana empezara a

roncar.

Roncó —fuerte, insidiosa, feliz, a contracurso—, tal como lo había hecho desde

que era chamaca y lo seguiría haciendo hasta… ¡La gasolinería! ¿Qué pasa?: se

despertó angustiada como si aquello fuera el mismo infierno en perpetuo festín

(premonición aparte), adonde habría de irse por ser tan testaruda, según lo

comentaban muchísimos parientes, los que la conocieron tiempo ha. Lo demás fue

seguir oyendo los ronquidos entremezclados con los chachachás, las salsas, los

merengues: hasta México pues —la abuela siguió súpita—. ¡Qué bueno que fue así!

Entonces de otra forma gozar la carretera.

Claro está que más tarde hubo detenimientos, dos o tres cuando mucho, sólo

para llenar de nuevo el tanque, lo que representaba una ruptura o un solaz

necesario durante algunos minutos, un estire de piernas —un refresco: el dejarla de

oír— bajándose del coche la pareja para luego volver a lo invariable.

En lo suyo iba Eumelia, en su sueño viajero. Era curioso verla, presentirla, cual

si fuese una efigie recostada en un lecho dijérase final. Verla con disimulo a través

del espejo por parte de Matías o verla abiertamente volviendo la cabeza como de

cuando en cuando lo hacía Erna: la esposa copiloto, que no dejaba de ingerir

botanas… Allí postrada, absurda, la abuela en santa paz: quizá: después de tanto

apito, tanto argumento vacuo pero con muchos hilos de por medio… Y lo que había

adelante y lo que había también alrededor: la parentela crítica; asimismo hacia

atrás: desde la infancia: la educación severa y pues ni modo, ¡cuántas

supersticiones hechas ley! La cosa es que… Definitivamente me niego a ir a la

ciudad de México porque, según decía mamá, allí hay sobreabundancia de rateros.

Es más, cada cinco segundos hay un robo. Tal cual, aunque en distintas formas, lo

mismo repetido hasta el cansancio.

Para más referencia y más pretexto paso a paso los miedos de la abuela

llegaron hasta el colmo de la exageración: Decía mamá que en la ciudad de México

—desde luego basada en otros juicios— los robos son tan rápidos que sólo en un

abrir y cerrar de ojos un cristiano cualquiera puede quedarse completamente en

cueros, y esto suele ocurrir en la vía pública y a plena luz del día; a tal grado de

que si la persona pide auxilio o corre como loca, no hay quien le dé una mano

luego luego. Por ende, antes de que despierte compasión el prójimo se ríe de

buena gana. Así de ese tamaño la fantasmagoría. Salta a la vista pues lo

complicado que resultó para los familiares convencerla de todo lo contrario. No,

¡qué va!, ella terca más bien, hundida en sus sospechas… Figuraciones de esa

magnitud abarcaron después a otras ciudades: Monterrey, Culiacán, Guadalajara,

etc… Asentamientos donde el caos obliga a la artimaña diaria. Ya hasta en Ramos

Arizpe, para no irnos tan lejos, se han dado varios casos de asaltos en la calle casi

relampagueantes. Paranoia, mentira o despropósito, lo que nunca debió de ser

problema siguió haciéndose grande. Charada inverosímil. No existía por lo mismo

una razón de peso para desprejuiciarla, salvo cuando —y esa vez es la única que

importa— el médico local le aconsejó que recurriera a un especialista porque lo

grave de su enfermedad requería de un estricto tratamiento, además de una gama

incalculable de medicinas raras. La explicación, entonces, se reduce a una idea: fue

necesario usar cientos de trucos para quitarle a Eumelia de su mente dos o tres

telarañas.

Pero… Y aquí viene el motivo principal: el nieto y su señora, acá muy a la sorda,

le ofrecieron al médico una jugosa dádiva para que éste en seguida convenciera a

la abuela de que sólo allá en México podría encontrar al tal especialista. Y es que

ellos también acariciaban el anhelo garzón de una luna de miel en ese laberinto,

una curiosidad por darle vuelo a la embriaguez y al baile durante toda una noche:

cuando menos: querían volverse locos risa y risa para desentenderse finalmente de

ese México idílico que sale en las películas, de esos centros nocturnos fabulosos.

Este cuco Matías —habida cuenta de que el espaldarazo recibido por parte de su

esposa mal que bien era ya una superganancia— en los últimos meses andaba muy

pesudo, por lo tanto tenía sed de aventuras, de vivencias que cuestan dinerales.

Derroche al por mayor y a ver qué pasa y aquí van por lo pronto. La carretera azul

enriquecida por ideas que despuntan, se diluyen, se amoldan a los trámites de un

avatar que aún parece irreal… La música acompaña, es mejor si no se oye

demasiado… Ellos hacia, o en pos de una quimera; por cosa del destino desde hacía

tiempo juntos: nieto, esposa y abuela, como un nudo difícil de zafar. Por eso el viaje

de hoy, visto de otra manera, debía ser consecuencia de algo que a lo mejor tarde o

temprano tendría que desatarse.

Un recuento más bien, un desapego al fin una vida mecánica. Dolor y actividad

caben en una frase que resuma y que a su vez pondere una historia enlutada. Hace

bastantes años Eumelia se casó con un hombre valiente, apenas empezaba a ser

feliz, ya meciendo a una hija entre sus brazos, cuando, por una tontería, a su

esposo le dieron matarili en una cantinucha. Allí quedó tendido en un charco de

sangre. Pues a llorar, ¡qué diantres!, sólo por unos meses desde luego, porque la

vida jala como quiera que sea hacia otros derroteros. La hija creció débil, débil y

timorata se enfrentó de repente a lo que nunca hubo presentido: una pobreza

siempre apuradísima, tan llena de preguntas sin respuesta, como para tomar la

decisión de casarse al vapor, sin premeditación, alevosía y ventaja, como sucede a

veces. Casarse porque sí toda vez que un fulano irresponsable le dijera al oído

cosas bellas y le plantara un beso en plena boca y vámonos. Ella se dejó ir. Un

beso-golosina y un frenesí glorioso de caricias. Eso fue suficiente para que ella

cayera como una condenada; la carne masculina obró en definitiva, pasión y más

pasión hasta empequeñecerla. Soy toda tuya, amor, le dijo al vago y éste,

sintiéndose maestro, a media luz se la comió gustoso… Pasado cierto tiempo vino la

consecuencia irrefrenable: un vástago llorón. En un momento dado el susodicho

vago se llevó a su mujer lo más lejos posible. El retoño, no obstante (Matías Cantú

Barrón), se quedó con la abuela, quien estuvo dispuesta a cuidarlo día y noche

mientras el matrimonio anduviese de compras allá en el otro lado, en Eagle Pass,

Me Alien o en Del Río, ¡sepa Dios! La pareja más bien se desapareció.

Se adivina, por tanto, la verdadera historia subsecuente. Ningún tío hasta la

fecha ha sabido de ellos. Entonces la unidad entre nieto y abuela se fue

fortaleciendo al paso de los años, amén del agravante que no podía faltar:

circularon en torno los malos pensamientos: dizque la dependencia corrosiva del

uno para la otra habría de terminar en gatería. Y qué decir de su lealtad infame

expresada por ambos ante la parentela. Infame parentela que hubo de imaginar,

que sigue imaginando, por lo mismo, cosas horripilantes.

Ya a mitad del camino las salsas, los merengues, en sí los chachachás, sonaban

diferente. Todo revuelto, en síntesis, parecía un son tocado por los ángeles.

La abuela despertó precisamente cuando entraban de noche a la ciudad de

México. Vastedad animosa, ingobernable, un infierno más grande que la

imaginación, y ¿a dónde?, ¿en qué lugar habrían de detenerse? A modo de relevo,

pero muy a destiempo, la esposa copiloto incoaba un ronquido chillador. Alerta

Eumelia en cambio, casi paralizada: ante el sorteo de luces que se iba

transformando en tanto relucía cada vez más la admonición materna, como una

cataplasma: No olvides que si vas a esa ciudad del diablo quedarás maldecida para

siempre… Por lo pronto es seguro que te roben, aunque sea una pulsera.

Y por instinto ella se tocó una muñeca… No, no había pasado nada… Luego se

persignó.

A grandes rasgos el plan ya estaba hecho. Este cuco Matías tenía una lista

parcial de cabaretes: que el Margo, el California o el Run Run, y al barajeo mental

la mayoría, puesto que la memoria es traicionera. (¿El Terraza Casino? ¿El Caracol?)

Es que el nieto no tuvo la ocurrencia de usar papel y lápiz. Es que la lista fue

proporcionada mediante conferencia telefónica por el distribuidor Pepe Abaroa,

quien recibía en bodegas semirrefrigeradas los fletes colosales de frutas y

legumbres para su mercadeo. El proveedor Matías le enviaba mes con mes unos

siete, ocho trailers, como mínimo seis, siendo ésa la excepción. A conveniencia pues

la relación: artificial, benigna si se quiere, tan sólo sostenida por un negocio que —

dicho sea de paso— marchaba viento en popa, por lo mismo mayúsculo,

impensado, el monto de las ventas y mucho más el agradecimiento por parte de:

—¿Por qué no vienes a tu humilde casa con toda tu familia? Yo los atenderé

como se debe en la ciudad más grande del planeta.

¿Humilde? ¡Qué cínico era este hombre, por Dios santo! La invitación aún estaba

en pie para llegar cualquiera de estos días de sopetón o sin decir “¿se puede?”, cual

si llegaran efectivamente a su propio reducto. ¡Vaya amabilidad!

Llegaron, eso sí, muy convencidos de que les abrirían. No obstante, con

verdadera angustia hubieron de tocar el interfón como unas veinte veces, y

mientras tanto el frío, las altas horas: hacia un límite abrupto: la zozobra, la calle

inenarrable, las iluminaciones acechantes… Temblando ellos un poco y con razón, la

abuela sobre todo, quien para su desdicha pudo observar que andaban por ahí

algunos vagos muy antojadizos. ¿Serían? Sí, esos ladrones casi de leyenda de

quienes su mamá pelonamente le había hablado hasta el colmo: ¿por qué nomás a

ella? Como si desde tiempo inmemorial dichos fulanos aguardaran a que llegara

Eumelia para… ¡Esos eran!, ¡sí, pues! Lo bueno fue que pronto vino la salvación.

Por la bocina se oyó una voz modorra. Recibimiento lerdo al fin y al cabo. Pepe

Abaroa en piyamas: ¡Qué milagro que vienen!, ¡pásenle, por favor!… Mero trasunto

el respirar de tajo la atmósfera casera. Olorcito que jala… Pepe Abaroa en seguida

buscando las cobijas, los mejores rincones y: no fue problema acomodar a tres, ya

que su residencia era espaciosa. Espaciosa de sobra para un hombre soltero como

él, un mendaz cuarentón que era un costal de mañas, un solitario muy a la

moderna: derrochador demente, retacado de muebles a lo tonto.

—Buenas noches —les dijo entre bostezos—. Sí, claro… yo sé a lo que han

venido, pero mejor mañana platicamos.

¿Mañana? Tan sólo en unas horas —como a eso de la una de la tarde— ya

estaban a la mesa departiendo. Tuvo que haber preámbulos, ciertas moderaciones

que al obviarse pronto se transformaron en glosa arrebatada, de suyo contrastante

con la mudez climática de Eumelia que, con los ojos fijos en el platón de frutas, oía

azonzada los atrabancamientos. Cierto que ellos al bies querrían entresacar de todo

ese flagrante parloteo uno o varios motivos accesorios que pudiesen caber en un

período no mayor de seis días. Qué tal una visita a las pirámides, qué tal a

Xochimilco. Mientras tanto los tres discutidores comían, bebían café con leche, ni se

acabaron una sola pieza de los panes que estaban a su alcance. Unos cuantos,

hasta eso, mordisqueados.

Júbilo o nerviosismo.

Urgencia a fin de cuentas, pero, si a ésas vamos, nada era para tanto, o sea:

motivo suficiente sería entonces el plan preconcebido por teléfono. Un poco más

tranquilos, más con ganas de oír y hablar en orden fueron haciendo cálculos…

Tendrían muy buena suerte si el plan les resultara como lo habían pensado, pero:

como lo habían pensado no se iba a poder. Es más: ya de por sí ese día estaba casi

muerto. Es que en la capital cada minuto es oro. De modo que debieron levantarse

un poco más temprano. Sin embargo, jqué le hace! Y lo primero es esto: el

consultorio médico se encontraba a una cuadra de distancia (el tal especialista); se

dilucida pues la gran ventaja, la gran comodidad prevista antes del viaje.

—Por ahí donde están esas antenas de televisión… ¿Las ven?, ¿sí?; por ahí entre

las ramas de los árboles…

Justo abajo, y también justo el tiempo para ir. Se fueron sin más trámite. Tras el

tejemaneje inevitable ya tendrían ocasión de darle rienda suelta a tantas y

estentóreas distracciones. Aquellos sueños de cabareteo, hacerlos realidad: era el

paso siguiente.

Antes de dar un salto en el orden normal de un pormenor, caben aquí los puntos

suspensivos o la tipografía que sea más útil para indicar que no hubo contratiempos

en lo que toca al rápido traslado, siendo que la fortuna les sonrió: encontraron al tal

especialista dispuesto a recibir a la paciente —a la que le pidió, luego de media

hora de consulta, una prueba de orina y otra de excremento; sorpresivo

diagnóstico, ¡caray!, dado que unas reumas por muy mal que se encuentren nada

tienen que ver con problemas de estómago—, la receta en seguida, indescifrable

siempre, eran más de dos hojas atascadas de tinta; las recomendaciones fueron de

viva voz. A cambio el desenfado posterior: en menos de dos horas estuvieron en

casa con los medicamentos adquiridos y hablando ahora sí de lo que tanto

ansiaban.

—Hay un centro nocturno que se ha puesto de moda, se llama Los Infiernos. Si

ustedes se deciden podemos ir allí. Aunque el Bar León o el mismo Caracol no son

tan despreciables.

—Vamos al que tú digas —clamó eufórica Erna.

Aunque la abuela enferma… No, no les significaba ni siquiera un dilema, pese al

blancor horrendo, trasparente, que apareció en su rostro cuando supo en verdad lo

venidero. Resolvieron los tres que ella se quedaría como dueña y señora metida a

piedra y lodo en esa casa extraña. No la iban a invitar, sería una ofensa. Lógico es

que se armara de valor. Le aconsejaron cómo. Que dejara las luces encendidas y

que pusiera música bailable, pero a todo volumen, para que los ladrones no osaran

penetrar. Una fiesta fantasma indispensable. Y los rezos y las imploraciones, como

apoyo indirecto, para que se sintiera en compañía. También le dejarían sobre un

bufete un extenso enlistado de teléfonos en el que figuraban por supuesto los de la

Policía, el Cuerpo de bomberos, las Cruces Roja y Verde, sin olvidar los de las

amistades principales del vivaz solterón y los de LOCATEL, sin olvidar tampoco una

copia de llaves de la casa, además de una suma de dinero… DE TODO LO QUE EN

TÉRMINOS DE APURO SE PUDIERA OFRECER… Tardó el convencimiento porque

Eumelia ponía bastantes trabas. De hecho, si nomás por antojo ella hubiese querido

frustrarles la salida, ya se imaginarán cuántos achaques saldrían a relucir. No

obstante por enfado, por no seguir oyendo sugerencias, que no son otra cosa más

que órdenes, aquí está lo que dijo:

—Vayan tranquilos pues. Entiendo que son jóvenes y quieren alocarse. En

cuanto a mí, que sea lo que Dios quiera.

Y lo que Dios dispuso desde arriba fue que ella se valiera por sí misma como

deben valerse las personas que todavía se sienten muy lejos de su tumba. ¿Y

luego? Las maniobras. Cada quien por su lado. Emperifollamientos más o menos

contra inseguridad alambicada de inocentes palomas que quisieran volar al más

allá. Hacia el baile total. Y el “no” de la abuelita paseadora a la fuerza,

horrorizándose de su familia. Y hasta quería gritar como una niña. Lo que le entró

después de repensar y repensar tonteras no fue siquiera un arrepentimiento sino

cierto coraje de mujer, de mujer valerosa y solitaria, pero en una gran casa, desde

el atardecer, envuelta ya en aromas que al fin configuraban un aroma intermedio, el

cual, para acabar, fue el que impregnó: la casa de dos pisos, con cuatro amplias

recámaras, una sala de lujo, un comedor de cedro y tres largos pasillos como para

perderse o darse a la tarea de presentir que en cualquier recoveco habría una

aparición, muchas apariciones, de toda su familia de una vez, gritándole,

injuriándola.

¡No!, no era por ese lado.

Mejor, estoica, inexpresiva, quedóse como vil espantapájaros luego de que los

tres se fueron al demonio.

Risas encadenadas hacia el baile.

El trío punible, y ella, lerda, a sus anchas, como en cámara lenta fue

avanzando…

¿Hacia dónde? A saber… Es que la oscuridad tiene más rumbos, las cosas son de

bulto o al tanteo, y sin hacerse una capirotada imaginaria de todo ese sustrato

indefinible que es lo negro en lo negro Eumelia de una vez se fue en directo hacia

una ventana de las cuatro que había en el segundo piso. La luz. El resplandor. Se

puso ella, se quiso una romántica cualquiera. Se puso a recordar quién sabe qué

diabluras que a lo mejor no eran. SE PUSO. La noche urbana apenas asomando, la

insinuación de un fuego de artificio y la fisonomía de un emplastado, ingente, por

decir; urbano, por negar. ¡Mundo! ¡Superchería! ¡Necesidad! Rumores atrayentes,

formas enamoradas del horror y la entrega, y Eumelia, por lo mismo, queriéndose

quitar de la cabeza esas barbaridades que le decía su madre, las cuales desde luego

la mamá debió haber aprendido de sus antepasados, y así hasta los inicios

españoles. “¡No vayan!, ¡no sean tontos!”, sería el lema perpetuo, más bien es y

será. Sin embargo la abuela a sí misma se dijo:

—Yo creo que aquí la gente se la pasa rebién.

En el anonimato.

Esta ciudad es el lugar idóneo para perderse y para recobrarse, sobre todo

perderse por las calles, nunca dar con un sitio y dar con todos. Perderse pues, a

cuenta y riesgo propios, tal como se perdieron su hija amelcochada y el vago

voluptuoso allá en Me Alien o tal vez en Donna. Entonces la abuelita atisbo en un

antojo de amorcito de madre: verla aquí… Ver a su retoñito ya bien establecido y

no nomás mirarlo en los retratos, sino, si se pudiera en carne y hueso; en cuanto al

vago: no, no tenía caso verlo. Y se durmió la pobre en un sillón, espacio le sobraba.

Hacia el amanecer los deseos de la noche se apagaron. La hija entre tinieblas y

el vago iluminado eran como una hoja desprendida de un árbol. Hacia el amanecer,

como si la empujara algún resorte, Eumelia fue en directo a la cocina. Un frasco,

¿dónde?, y no tardó gran cosa en encontrarlo. Por cierto el excremento, ¡qué

deseos!, ¡cuántos pujidos necesitaría para siquiera hacer un mojoncito del tamaño

de un chile jalapeño! Pujó y pujó y lo hizo, lo colocó en un frasco vacío de

NESCAFÉ. No se puede negar que dicho proceder en un principio debió causarle

mucha repugnancia, pero vino la tapa salvadora y la bolsa vistosa: una de

LIVERPOOL, y entonces ya ni qué: aquello era un tesoro.

Para su mala suerte la orina nunca vino.

El tal especialista le había dicho que a eso de las seis de la mañana se

presentara con el par de muestras, además de bañada y en ayunas. ¿Bañarse?

Eumelia lo pensó. Es que en la madrugada… Agua caliente había, lo comprobó…

¡Vamos! La temblorina.

La caricia del agua y el desvío imaginario… Llegar a toda prisa al consultorio

para decir de buenas a primeras: Aquí está el excremento que usted me pidió ayer.

Ojalá que le sirva sólo eso, porque, por más que quise, no salieron los meados. Ja,

¡qué descaro sería decirlo de ese modo, al estilo ranchero! Por lo mismo vendría la

corrección de aquél: Por Dios, señora mía, se dice orina. O-R-I-N-A simplemente,

así como lo oye… Y bajo el chorro de agua la reumática reía, reía triunfal.

Casi en tres zapatazos estuvo al punto: lista para salir sin avisarles a los que de

seguro habían llegado rancios, tambaleantes, adivinando entre la oscuridad

blanduras, asideros, lechos para caerse como tablas. En tanto que la abuela

vivaracha —y no por ir en contra de toda esa molienda musical— estaba a un tris

de abrir puerta tras puerta hasta ganar la calle. Situémosla expedita, con aires de

grandeza insuficientes como para avanzar despreocupada. Iba, no obstante, dizque

muy retadora de la ciudad de México. Mal vestida por cierto, a las carreras, a pesar

de que no eran ni diez para las seis. Falda y blusa arrugadas, un chal, un par de

chanclas, y todavía arreglándose la greña; libre, medio ridicula, pero sin el embargo

de saberse no tanto vigilada sino compadecida.

A cambio el espectáculo naciente. Gente bicicletera, en motos o de a pie:

pimpante o agachada. También muchos camiones. También muchos tamales,

humaredas; y modos, jeringonzas, y brotes de agresión. La chistosada en ciernes,

contrapuesta, a guisa de paliques pendencieros en medio del apuro general. Y

Eumelia, por contagio, por no dejarse ir tras un deslumbramiento, aceleró su paso.

Guiada por su intuición y su memoria debía de entorilarse nada más: por esa

misma acera: sólo con la idea fija en su cabeza de encontrar el dichoso consultorio.

En cuanto al excremento, ni quien se percatara de que ella lo llevaba paseando en

una bolsa lechuguina, o sea: conforme al movimiento de su andar: sus brazos en

vaivén: en una de sus manos el pendiente. Sí, la cosa codiciada, la apariencia de

algo muy valioso; y cuando más se iba arrepintiendo de haber fraguado en su

imaginación vanas y espeluznantes tonterías: ¡bolas!: un hombre encarrerado le

arrebató la bolsa y en menos de un segundo se desapareció, a lo mejor ya andaba

volando entre las nubes.

Metáfora engañosa, porque tan sólo el nombre LIVERPOOL, sea pues lo

estilizado del objeto y las mil deducciones sobre la demasía, ah, ¡qué fina

desmesura!, ¡qué innoble paradoja!

—¡Deténganlo!, ¡detente, miserable ladrón!

¿Qué? Nadie, ¿para qué preocuparse de lo que no preocupa? Entonces la

abuelita como pudo se encarreró con fe hacia donde creía que era más

conveniente, pero a unos siete metros dio el ranazo. ¡Detente!… ¡Detengan al

ratero! No más por no dejar volteó hacia arriba, y al no ver más que pura nublazón

mejor trató de incorporarse pronto, no fuera ser que luego le robaran una prenda

cualquiera. Tenía que

refugiarse, pero ¿dónde? Y se sintió más sola que un tejón… ¡Al diablo el

excremento! Imposible alcanzarlo. Ya le faltaba poco sin embargo para llegar a… El

tal especialista la recibió gustoso. (El consultorio por primera vez la hizo sentir que

estaba, o que iba entrando a un lugar parecido a su recámara, la de siempre:

olorosa, sumida en un alcohol adulterado.) Estaba la mujer para quejarse. Sacó de

sopetón lo que traía entre dientes como si el que la oía fuese su salvador, su ángel

de la guarda, su cristo o su mamá resucitados:

—Me robaron las muestras de excremento —y poco a poco fue la explicación

que en tres o cuatro frases no pudo redondear. A lo que por tan simple desventura

el tal especialista creyó sobreentender que no era exagerada la noticia. Algo para

reírse a carcajadas, aunque también para guardar las formas; por ende se llevó tres

dedos a la boca, disimulando acaso un estornudo. De suyo, a lo que le parecía un

drama innecesario él podía darle un giro de comedia. Así, queriéndose tal vez

condescendiente, le respondió con tono de padre celestial:

—Pero, señora mía, eso es muy fácil de solucionar. Venga mañana a esta misma

hora con lo que le pedí. Si por algún motivo usted no puede obrar, con la muestra

de orina me conformo… Y ahora sí discúlpeme señora, tengo que despedirla, es que

estoy saturado de pacientes. Mi agenda está completa, ¿usted me entiende?

La verdad entendible, o al menos inmediata, es que en el consultorio había un

silencio tal que casi era imposible suponer que los pacientes y las enfermeras se

hubieran escondido en un lugar ficticio mientras ella estuviese en tiempo de

consulta. Bah, no fueron ni siquiera diez minutos.

La despidió. Se fue. Algo la despidió en definitiva. Luego: balandronadas: hacer

la conexión con las sentencias dichas por su mamá; hacer la conexión con el ratero,

nomás por puro antojo, pero… ¿Tendría caso saber hasta dónde llegó?

Eumelia pudo entonces concebir que en una esquina (de las tantas que hay en

este laberinto), o en un mugre resquicio, probablemente el frasco de NESCAFÉ

estaría ya no digamos que partido en cuatro, sino hecho un batidillo nauseabundo:

añicos y acidez a la intemperie y… La abuela iba furiosa… ¿Qué les iba a decir a los

cabareteros?, sea pues ¿a los que amodorrados, o con franco desgano, oirían el

suceso como oír un merengue muy mal ejecutado?

Lo cierto sería entonces una grandiosa mueca a modo de respuesta, una mueca

de enfado, de plano indiferente, no obstante que la abuela tuviera la razón.

LA VOZ DEL RÍO

La soledad es legendaria como los ríos y como los perfumes impregna.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

¡Mira!, como aquello de allá… sí… como aquello.

El río avanzaba entre la oscuridad, solitario, casi invisiblemente. El río traía en

sus pulsos lunas despedazadas y acaso fuera aquello que se batía en la calma.

Edimiro dormía, mal, como siempre, boqueando bocabajo luego de antes en que

hizo lo último: colar salvado, pulir las herraduras: antes, en la tarde de hoy. Pues

nada, que Edimiro no sabía qué, por qué, y de repente un grito vino a él… Grito

como de hombre que se ahoga o también como si pareciera un leño que pega

contra el agua. Cosas de ideas de azar. Como aquello de allá… sí… como aquello

que busca una distancia. Y la voz se diluye. Largamente una o de vapor sobre las

aguas, el sonido de un eco. Edimiro que va, pronto llega —el río tranquilo, sereno

como siempre— tan luego que se sienta sobre la pura chuqui de la yerbaelmanso y

se queda a esperar.

Oscurece más hondo. Las corrientes se abisman en una exhalación oscura como

la pesadilla. Viene el día y la noche después y la voz ya no se vuelve a oír.

Entonces por sobre la maleza de un vientecillo hojeando hizo crecer una

iluminación de trece lámparas: unos hombres buscaban las huellas del ahora

difunto. Que ayer hubo un ahogado. ¿Ayer? Ayer… dicen las gentes que supieron.

Mas nunca lo encontraron. Y, ¡por cierto!, ¿el Edimiro dónde se habrá metido?

Y así fueron pasando muchos días, y la voz, la voz algunas veces se perdía entre

las nubes… sí, algo, como aquello: aquella idea de aire encerrada en algún acabar.

Y el río avanzaba lento, el río de allá, detrás de la arboleda. Azul de transparencia

que luego quiebra por entre las colinas de San Buena.

QUIÉN ES QUIÉN O QUIÉN NO ES ALGUIEN

a Adriana Jiménez

Si uno pudiera olvidar sus sueños,

el tiempo se abrevaría —¿Qué tan

lejos estamos ahora del principio?

JAIME MORENO VILLARREAL, “Caudas”

Porque la suerte es la suerte, y quien la tiene, la tiene de más. Porque no hay

nada como decir mentiras cuando otros procuran verdades al vapor. Porque no hay

pretensión ni reconcomio, sino, más bien, pura anarquía mental. Eso —todavía poco

— es Luis Carmona: el noble gigantón que aproximadamente hace quince años

nadie daba por él un cacahuate. Y lo que son las cosas: hoy vive como rey.

Guapísimo el fulano pero tonto, maníaco, desquiciado, según los comentarios de

enanos envidiosos, esos que ya quisieran llegarle a la cintura. Lo bueno es que el

gigante mentiroso ya está muy lejos del estercolero.

Lejos, sí, en una isla de Europa, casi inculta, el héroe de intramuros en completo

reposo, con la sonrisa última del sabio, moviendo la cabeza levemente para un lado

y para otro… o como sea mejor, pero feliz, asaz despreocupado, sin más ansia que

estar en donde está.

—La verdad yo lo envidio —dice Adalberto Armijo.

—Pues yo no, para mí no es un caso edificante —contesta Pedro Garza.

Remembranzas fatales se cocinan entre ellos: los amigos: apenas si se acuerdan

de aquel asunto trágico en el que Luis Carmona de chiripa salió vivo y sangriento.

Fue una riña bastante desigual provocada por él que, haciendo gala de

superioridad, como siempre lo hacía, a lo tarugo impuso su imagen grandulona, y

los enanos, a la voz de “ya”, le cayeron en bola y… De más está decir que su cabeza

parecía un jitomate reventado. Una rojura horrenda que a la hora de la hora fue

gloriosa, porque, a la inversa, en su joven encéfalo algo bueno pasó: un reacomodo

exacto, milagroso, capaz de darle un giro a su destino.

De momento sus padres lo curaron con húmedos vendajes de agua oxigenada,

pero necesitaba cocimientos casi en un dos por tres, antes de que la choya se le

cayera a cachos: desflorada: ¡qué magias postrimeras! La sangre, mientras tanto,

florecida, manando todavía como venero tétrico. ¡Qué lástima! ¡Qué trabajos

urgentes requería el peleonero! Y también qué trabajo llevarlo al hospital sin que

dejara rastros en el coche o en las duelas de allá cuando llegaron rápido exigiendo

atención. Por lo pronto, ni modo, el goterío paró después de un largo rato, unos

veinte minutos. Nomás no pudo el guardia cirujano detener la hemorragia en

menos tiempo; nadie, pese a las enfermeras correlonas y al nerviosismo loco de

cuatro paramédicos. Listo, al fin; regresar fue costoso. El padre iba llorando y

manejando. La madre, en cambio, mejor que se quedara rece y rece, en casa, en

paz, no fuera a desmayarse la infeliz en el momento más inoportuno. Decisión en

un tris tomada por el padre, quien a la postre en calma, reprimiendo un plañido que

no conducía a nada —aún al volante, a gusto, en la avenida sola, más allá de las

dos de la mañana—, le soltó al hijo la recomendación:

—Esto es para que aprendas a no andarte peleando, sobre todo con gente

pandillera.

A lo que Luis Carmona, sumido en entresueños, no supo de quién era aquella

voz. No sabría discernir más adelante otros tantos consejos, sino sólo un vaguío de

palabras dispersas… “Más adelante” quiere decir “al rato”: la llegada a la casa, y

todavía el discurso con airecillo lerdo.

Palabras que se pierden porque no suenan fuerte.

Palabras subconscientes para alguien que ignora por completo cuál es la

realidad y cuál es justamente lo contrario. Bájate —dijo el padre—, ya llegamos.

Pues no, eso era lo difícil. El juvenil gigante estaba semimuerto, vegetal, sin

quejidos, y el padre cómo diablos iba a cargar la mole, ni con la ayuda de la

esposa, ¿cómo?, ¿cómo sacarlo?, ¿cómo despertarlo? Decidieron dejarlo ahí en el

coche para en seguida encomendarse a Dios. Padre y madre turnándose, media

hora cada quien, hasta que amaneciera. Cuidarlo, ¡qué problema! De todos modos

respiraba el hijo, nunca dejó de hacerlo. Afortunadamente.

Vino la luz. Vinieron los vecinos.

Aparecieron Adalberto y Pedro: los amigos de aquel que antes del accidente no

quebraba ni un plato, los que hoy cervecean y botanean rememorando partes

claroscuras del que fuera, sólo por su presencia, mas no por su donaire, su ángel

de la guarda de a deveras. Atleta inconcebible en la barriada; potente ilusión óptica

a distancia para los envidiosos montoneros: los sañudos rivales con las manos abajo

esperando el momento.

¿Cuál venganza?, ¿por qué? Sólo porque medía más de dos metros daban ganas

de hacerle una trastada. Y más porque traía revoloteando, sin que se diera cuenta,

a un enjambre de zonzas soñadoras que deseaban estar entre sus brazos, besarlo

donde fuera, y más cositas de ésas. Pero aquél en las nubes andaba entretenido,

lejos del hervidero terrenal: tan minúsculo emplaste en movimiento, en un nivel

oscuro, de subsuelo; mientras que acá, flotando, el pensamiento santo de quien

nunca, por ende, miraba de soslayo. Siempre a los ojos, sí, como los inocentes.

Pero por paranoias que no viene al caso deslindar, la caterva de jóvenes mambís lo

miraban de lejos como a un monstruo salido de un pantano.

Monstruo que hacía preguntas demasiado lunáticas como las que se citan: ¿Es

posible viajar de Mexicali a San José del Cabo en un patín del diablo sin bajar

ningún pie de la tablilla para empujarse un poco?… ¿Por qué los hombres no están

capacitados para saltar un cerro sin que les pase nada cuando caen?… ¿Es posible

ligarse a una mujer hablándole de amor a base de ecuaciones?… ¿Ocurrirá algún

día que en lugar de caballos salgan bebés gateando en los anuncios que hacen de

Marlboro?… Y los otros reían enajenados pero siempre por dentro, dado que si lo

hacían abiertamente con la lengua de fuera, él nada más mostrábase insumiso

endureciendo mucho sus facciones y haciendo relucir su vozarrón de león

acorralado: ¿Crees que no debo hacer esas preguntas?, ¿me juzgas deshonesto?,

¿crees que pienso idioteces? Descomunal amago embaucador. Un sí o un no debían

comprometer, mas lo que interpretaban los enanos iba por otro lado: podían salir

golpeados si porfiaban en dimes y diretes, pero, pues, que se sepa, el gigante

jamás le puso un dedo a ningún ser humano; sea lo que sea, no obstante, lo real es

que en el barrio la palomilla le sacó la vuelta, excepto…

Los que le daban hilo a sus desbarajustes son los mismos que hoy, devotos del

alcohol, añaden algo más al caso inevitable. Retazos van y vienen, ciertas glosas

pendientes, ríos y montañas de información sabrosa, lagunas hay: enormes, como

enormes silencios al respecto. También, ¿y por qué no?, se entresacan paráfrasis

agudas que parten de la sorna descarada para llegar a análisis muy serios sobre

patologías sin solución. En fin, y ¡qué desgracia!, que ellos ya sean personas

sistemáticas. Poco se ven, no hay tiempo como antes, porque tienen horarios hasta

el tope. Fingen, de todos modos, al pretextar que están muy ocupados. Pero de vez

en cuando, aprovechando ambos sus vacíos laborales, pegados al teléfono se

quedan más allá de una hora contándose idioteces del pasado; a veces se dan cita

en un bar céntrico, y aunque hablan de lo bien que les ha ido, reviven esa época

muchacha, que resulta incompleta, desde luego, sin las maquinaciones del gigante.

—¿Te acuerdas qué trabajo nos costó llevarlo hasta su cama? —dijo Adalberto al

tiempo que levantó las cejas lo más alto posible.

En total fueron seis los que ayudaron. Puros hombres chiquitos, quehacerosos.

Fue la madre afligida la que pidió socorro en las casas contiguas. ¡Claro que sí!, en

seguida. Era un favor muy leve. Ya una vez en su lecho el bulto fofo, bien a bien no

se sabe qué día se despertó. La información correcta hay que inventarla. Con que

fuera siquiera una semana…

Venga la discusión de los amigos, las inexactitudes… Aunque en la perspectiva

del recuerdo hasta parece lógico y sensato que haya permanecido un poco más. En

estado de coma no es tan fácil volver a lo normal si no es por obra y gracia del

Todopoderoso. De suyo, si el milagro sucede, ¡qué bien! Felicidades. Pero ni para

cuándo los padres del grandote querrían entretenerse con suspiros como ése. Al

contrario, temían que su retoño ya no hablara jamás, ¿y cuál? El día menos

pensado, para sorpresa de ellos, se soltó palabreando cual rorro de ventrílocuo, a

pecho abierto, lírico, semiconsciente, cáustico, porque se imaginaba en plena lucha

contra el montón de enanos que en oleadas continuas se le dejaba ir. ¡Hijos de la

chingada!, van a ver… Y de ahí en adelante la impune extraversión a rienda suelta,

donde majaderías comunes y corrientes, tales como “¡cabrones!”, “¡putos!”,

“¡pinches!” se repitieron más de veinte veces. ¡Locura exuberante contra la

inmaculada decencia de la casa! Pues ¡qué barbaridad! Por lo pronto la madre se

persignaba en friega, pero como eran tantas las comentadas dichas, terminó por

huir a la cocina, lejos, la pobrecita, o sea… Lo que hizo fue prender la licuadora

nada más porque sí…

Después vino la calma, la corrección total.

Cierto es que Luis Carmona hablaba a solas. Cierto es que mascullaba groserías,

aunque en tono menor, que ya es bastante, y: la mesmedad se impone de una vez:

hubo reconstrucción en su cabeza; reconstrucción onírica, parcial, porque… Veamos

ahora.

Transcurridos tres meses más o menos una vez en la calle Pedro Garza lo vio:

sentado en la banqueta de enfrente de su casa, jugaba con un hilo, y decía algo

que Pedro alcanzó a oír: …Ya me las pagarán uno por uno… Tan concentrado en lo

que hacían sus manos no se dio cuenta que el otro se acercaba hasta que vio la

punta de un tenis colorado; entonces por instinto sacudióse, poniéndose las manos

en el cráneo. El hilo se quedó entre los cabellos.

—Oye, ¿no te acuerdas de mí?, ¿adivina quién soy?

—No… ¿por qué…? ¡Vete!

—Soy Pedro Garza, tu cuate de la prepa, tu vecino.

—¿Pedro? —las conexiones y los silogismos. Las preguntas abstractas,

desmedidas, a cuán más imposibles de una respuesta justa. Ah, y la iluminación

reveladora: el nombre legendario—. Pedro… Hay un Pedro en el barrio… tiene que

haber un Pedro…

—El mismo, el único, quién más que yo, ¿te acuerdas?

—Creo que ya me acordé… Tú eres Pedro, el chaparro, ¡claro que sí!… ¡Qué

bueno que llegaste!

—Tenía ganas de verte, pero cuéntame algo… ¿Cómo te la has pasado?

—Pues he andado de arriba para abajo, viajando sin parar.

—Ah, sí, ¿deveras?, ¿y me puedes decir a dónde fuiste?

—A San José del Cabo.

—¿Y para qué tan lejos?

Luis Carmona, que había dejado el hilo revuelto en su cabeza, se llevó cuatro

dedos a la frente, los mismos que subieron por el pelo, como suaves tentáculos,

para en seco frenarlos, cerca del molinillo. Enredo, hilo, ¿qué hacer?, ¿contarle el

recorrido? Y sus miradas fijas ahora sí: la una hacia la otra; y el asomo de duda por

un rato. Aunque también las muecas complacientes. Sutil la idea inicial para

lanzarse. El desparpajo a punto y:

—Pues me fui a San José en un patín del diablo. Allá estuve tres horas nada

más, aunque tres horas muy bien aprovechadas, o sea… Hice una transacción con

un señor. Cambié el patín del diablo por una bicicleta de carreras, que fue en la que

me vine a Mexicali. Con decirte que el viaje de ida y vuelta no duró ni dos días, no

me cansé siquiera.

—¿Y me podrías mostrar la bicicleta?

—No, porque deja explicarte. Al llegar a mi casa estaba un tío comiendo, lo

invitaron mis padres. Nos dimos gran abrazo. Platicamos bastante. Luego del postre

y eso, salimos al portal, y entre que no y que sí le echó un ojo al vehículo. Como a

ese pariente yo siempre lo he estimado, le dije así nomás: “¿te gusta? Te la doy”.

No lo pensó dos veces, y que la carga y que la deposita en la enorme cajuela de su

carro.

—Luis, la verdad, ¿cómo puedes decirme a mí esas cosas?, ¿por quién me

tomas?, ¿eh? Sabes que no te creo.

—¿Entonces piensas que soy un mentiroso?, ¿me crees capaz de verte la cara

de tarugo? Yo no me porto así con los amigos…

—Es que es irreal, es demasiado ilógico… Y de una vez te digo que no quiero

meterme en discusiones. No me expliques detalles… Lo que sí me doy cuenta es

que quedaste mal de la cabeza. No te has recuperado del golpe que te dieron. Yp

que tus padres te llevaba ahora mismo a un hospital psiquiátrico.

—Pero es que soy muy rápido, deveras. Hasta se me hizo largo el viaje de

regreso. Con el patín del diablo…

—¡Basta! No te creo ni de chiste. Y ya me voy. No soporto que quieras

explicarme lo que no me interesa. Te dejaron los sesos al revés. Te jodieron y

¡punto!

—Pero te juro que…

—Adiós.

Pies en la realidad para huir del embrujo. Pies de prisa. Esfumino. Pedro Garza

quizá: mente ingeniera, estricta, ¿cuándo regresaría? No daba chance nunca. Al

demonio los déficit. Horrores de la vida cortados por lo sano. La amistad para él era

una superficie casi aterciopelada. Roce y satisfacción y magnetismo espurio.

Personas-personajes-muñequitos parlantes, y todos instalados en lo mismo, al fin

de cuentas poco: trágicas miniaturas en un teatro al que acuden crédulos

mentecatos. En reducción el nudo, la verdad circunscrita a una sola palabra.

Pobredumbre ¿tal vez? O agua que siempre corre, inabarcable, ajena, que no

importa, no sirve, no se puede beber.

Historia revertida para Adalberto Armijo, quien al oír lo grueso y lo superfluo del

caso referido le dio un trago muy grande a su café con leche. En ese tiempo nada

de cervezas. Pura buenaventura relamida. Sabores que no llegan ni se van.

—De modo que se fue por toda la península en un patín del diablo y regresó

feliz en bicicleta.

Maravilla tenaz, poética sonrisa, porque ya despuntaban los morbos deliciosos.

Adalberto no quiso por lo pronto reprocharle a su amigo archicuadrado su actitud

radical. No era tema de intrigas el desajuste aquel. No en esas circunstancias donde

los menoscabos son patentes. Llamar a la cordura a un exagerado era tanto más

loco que no seguirle el ritmo nada más para ver hasta dónde entraría en

dubitaciones. Pero Adalberto no sacó la idea, sino que hipócrita y alucinado fue a

buscar al gigante un sábado en la tarde. Quería desenredar el hilo mágico.

En la casa de Luis tardaron en decirle que por ahora no. Tocó mas de diez veces

y lo dicho. En realidad los padres no querían que su hijo anduviera en la calle. En

resguardo seguro durante un largo período evitarían que fuera nuevamente atacado

por esos pandilleros sin futuro —sobrecogidos todos, al acecho—, quienes por

intuición debían temer una venganza en grande, ya no de parte de la familia en sí,

pues sería lo de menos medir fuerzas, sino de las patrullas policiacas en continuo

rodeo, preparando en secreto una emboscada para meter de bulto tras las rejas al

montón indeseable. Pero el plan no era ése: por lo visto: de nadie contra nadie.

Sólo que los terrores siempre dan de qué hablar. De otro modo, la paz es

consejera, trae buenos resultados, y la huida también. Porque, inclusive, desde el

momento mismo del percance, el padre contrariado atisbo en un deseo que venía

alimentando de un tiempo para acá: un día de éstos cambiar de domicilio. Sí,

aunque… Resultaba carísimo y latoso emigrar a otro barrio, a otra colonia un poco

más tranquila, donde no merodeara la negrura y salir a la calle a cualquier hora

significara una emancipación. Por mientras, sin embargo, vaya que era molesto

resignarse a lo tétrico, teniendo a su retoño de dos metros metido a piedra y lodo

en su recámara, como infame gorila encadenado repitiendo la frase subconsciente:

Ya me las pagarán uno por uno, hasta eso que en voz baja; mas cuando el arrebato

allá de vez en vez, luego de varios días de no ver más que imágenes sagradas de

Beatles por doquier y cristos parecidos a jipis de Los Angeles, entonces sí la voz era

un estruendo casi casi apoteótico ¡Pinches güeyes cobardes!, ya verán…

¡Enmierdados culeros, hijos de Blanca Nieves!… La sandez impetuosa, incontrolable,

tanto así que la madre, al oírlo espetar las palabrotas, se metía de inmediato al

tocador y con el ruido de la secadora ahuyentaba la racha endemoniada.

Endemoniados fueron esos días de encierro y pesadez. El padre, por su parte,

con lápiz en la mano, a veces con el cuerno telefónico pegado a una oreja para

pedir informes, calculando apurado lo que le iba a costar tener a su hijo en terapia

intensiva: por cuánto tiempo, dónde, cómo saber si en Mexicali había un hospital

confiable, cuándo llevarlo o si era necesario armarse de paciencia; y haciendo

presupuestos se dio cuenta que no tenía dinero para eso, a menos que vendiera los

muebles de su casa podría traer cuanto antes a su orate adorado a la normalidad.

Entonces los suspiros solitarios: Ah, si la Cruz Roja hiciera esas labores… Así

también: Si el Seguro Social aceptara a la gente independiente… Y mientras tanto la

normalidad se reducía a un reguero de chasquidos domésticos, pasos por todas

partes, soliloquios, rechines, tan sólo trabucados por timbrazos que a diario y hacia

el atardecer asestaba Adalberto: en vano, siempre: hasta que un día le abrieron: el

padre, harto de estrépitos, con pistola empuñada salió a ver. Reconoció al enano

compañero. Pero como a partir del accidente creía que en la manzana proliferaban

moros con tranchete, pues le hizo unas preguntas al molón.

—¿Qué se te ofrece?, ¿por qué tocas el timbre de esa forma?

—Quiero ver a mi amigo. Desde hace tres semanas quiero verlo.

—Está bien, pero júrame aquí que tú no tienes ligas con los de la pandilla.

—Lo juro por Dios Santo. No me gustan los pleitos.

—Bueno, pásale pues. Nomás quiero decirte que si le haces algo cuando estés

en su cuarto, te disparo seis balas en la panza.

—No, señor, yo vengo a platicar. No se preocupe.

El enano avanzó paso a pasito por el jardín frontal —jardín clasemediero,

cualquier cosa de flores y zacate—, detrás de él la pistola apuntadora, como

presentimiento. En potencia el terror que le iba acompañando. ¡Si volteara de

pronto el visitante! Si, de hecho, supiera que la madre sacaba a su retoño un rato

nada más a la banqueta (las oportunidades se prestaban en ausencia del padre.

Media hora cuando mucho, al aire libre, solo. Siempre que no se fuera más allá, ni a

la esquina: porque allí empieza —entre Escila y Caribdis— el trance climatérico, y el

loco obedecía como perrito, le convenía ser dócil con tal de estar en Babia,

despejado, hablantín, imaginando viajes rapidísimos. La doble vigilancia de la

madre, entretanto: ojos para el reloj y ojos para el hijo, a sabiendas que al filo de

las cuatro de la tarde volvería de la chamba su marido. Por lo mismo: Ya es hora

que te metas a tu cuarto. No te vayan a ver los pandilleros)… Como no sabía nada

de esas cosas —Pedro no se lo dijo, sea por desidia o por mera ignorancia—

Adalberto no pudo evitar la amenaza del padre chacharero, quien ahora, de nuevo,

cuando ya el visitante estaba a punto de subir los peldaños, lo detuvo diciéndole:

—¡Espérate, no subas! Sólo quiero saber si a ti no te han golpeado ésos de la

pandilla.

—No, señor. Todavía no me pegan.

—¿Y por qué crees que no?

—Bueno, tal vez porque yo soy de su misma estatura. No me tienen envidia.

Una respuesta perfectamente lógica para subir al cuarto quitado de terrores y

encontrarse al gigante de hinojos, abstraído, jugando a los carritos… Ruuunnnruuunnn:

los arrancones, y un “hola” secundario que no distrajo a Luis. Luego de

unos minutos al fin se saludaron.

No hubo sorpresa, no, sino sonrisas cómplices: cierta adivinación porque el

gigante, sin pensarlo dos veces, sacó esto:

—Quiero contarte algo, por eso te llamé hace veinte minutos, y es que ya estoy

usando mi poder telepático —Adalberto en principio se arrogó la postura del ídolo

de barro al que muchos le cuentan y le rezan: ningún gesto siquiera, absoluta

reserva y atención invariable, previsor de los yerros por venir, dispuesto a darle aire

al notición—. Hace unas tres semanas estuve en San Quintín. Me fui en mi

Barracuda convertible, arreglado con máquina de Thunderbird. Hice como una hora

de aquí a allá. ¡Vieras qué impresionante! El carro, la verdad, más que correr

volaba. Todo iba a todo dar cuando de pronto algo se descompuso. ¿Sabes lo que

pasó? Ah, al poderoso carro, de buenas a primeras, se le trabaron las velocidades.

Después de batallar con la palanca por más de media hora sólo entró la reversa. Si

le hubiera seguido a la mejor lo arreglo, pero yo tenía urgencia de regresar a casa

y, pues, ¡ni modo!, me tuve que venir tal como estaba. Ya te imaginarás. No creas

que es placentero manejar de reversa, con el cuello torcido. ¿Tú en mi caso qué

harías? Lo que has de ver es que hice el mismo tiempo que en el viaje de ida.

Adalberto no supo si reír, alarmarse o salir disparado. Alegarle sería como entrar

indefenso a un remolino absurdo donde las volteretas no llegaban a nada. Por eso

es que de plano prefirió ser hipócrita —no como Pedro Garza, el claridoso, quien

por lo visto no tenía corazón—. De ahí en delante (¡asco!) ya ni qué: tuvo que

soportar el vendaval de charras desmedidas, limitándose así, por no dejar, a las

exclamaciones y modales de los buenos compadres: “¿de veras?”, “¡no me digas!”,

“¡qué extraordinaria hazaña!”, para que de este modo su amigo se animara a seguir

ensartado en la exageración: una espiral que ampliaba cada vez más sus círculos.

Toda la tarde, y luego: Ya me tengo que ir. Pero mañana vengo. La cosa es que

Adalberto acudía como autómata de lunes a domingo a escuchar el rejuego

chapucero. La atareada locura iluminada de un creador de epopeyas, donde el

héroe —arbitrario— deseaba ser más grande que el mismo Superman.

Lo era, por supuesto, en estatura al menos, y no se diga en cosas volanderas ni

en atarantamiento. Un atarantamiento que viéndolo de frente, a las claras, tal cual,

se asemejaba a un pozo de luz inagotable. Las mil transformaciones de un interior

feliz. Más durante aquellas tardes: los dos se anochecían. El inmóvil escucha

(monigote) y el otro, en pleno vuelo, hasta que el padre interrumpía el monólogo:

Por hoy es suficiente. Mañana, Dios mediante, pueden verse si quieren. Visitas

religiosas. Encuentros trapisondos. Así la fantasía. Las horas en aumento. Asuntos

varios pues, y aquí se cita uno como ejemplo: que en San Francisco andaba

Jesucristo autografiando biblias; hasta allá fue el gigante por la dedicatoria. ¿En su

patín del diablo? Sí, en efecto.

—De regreso me dio por festejar lo que había conseguido. En principio, nomás

de puro gusto, lo que hice fue arrojar mi patín a la Bahía y desde el Golden Gate.

Ya te has de imaginar que anduve como bestia caminando con mi biblia en la mano.

Al llegar a Los Ángeles me acordé que allí estaba Disneylandia. Tenía tantos deseos

de subirme a los juegos, de comer chilidogs, etcétera y etcétera. Pues me fui para

allá. Y ahí me ves como niño disfrutando paseos de fantasía. No vayas a creer que

me dejaron subirme al carrusel de caballitos; bah, que al cabo ni quería. Además,

para serte sincero, a mí todo lo hípico me enferma. Me parece ridículo subirse a un

caballo cuando en la actualidad ya existen otros medios de transporte. Ya te

imaginarás cómo me vería yo dando vueltas y vueltas creyéndome vaquero. Adonde

me subí, y esto sí te lo cuento, fue al cohete de la NASA, el que llega a la luna en

casi diez minutos. Pura ilusión, ¿me entiendes? Pero la gente cree, en un momento

dado, que el viaje es de a deveras. Yo nunca lo creí, a mí no me hacen guaje los

que inventaron eso. Al contrario, no le veo mucho caso ir a un lugar tan raro donde

no hay ni siquiera un restaurante, ni personas ni nada, ¡ni aire! para acabarla. Te

confieso que cuando me bajé del cohete aquel me sentí deprimido. Huí de

Disneylandia luego luego como huir de un ensueño que aparte, la verdad, es

demasiado caro. Y todo ¿para qué?, ¿para hacerse ilusiones nada más? Yo tengo

una palabra que en sí misma define a Disneylandia, pero no se me antoja repetirla

porque me da coraje. Mejor quiero contarte lo siguiente, esto es, una vez que ya

estuve lo bastante alejado de aquel país fantástico, se me ocurrió otra cosa:

caminar por las calles de Los Ángeles, perderme porque sí; lo que me resultó

bastante divertido es llegar a un freeway. Me subí a un barandal de puente para

hacer equilibrio con brazos extendidos y mi biblia agarrada tan sólo con la punta de

los dedos, o sea, los dedos de la mano que estaban hacia el lado del abismo, era

bastante feo notar que mero abajo pasaban muchos carros y camiones a gran

velocidad. Pero no me dio miedo hacerla de cirquero y ahí voy a tientas más o

menos bien. Bueno, ¿pues qué crees que pasó? Perdí la vertical, caí, pero,

¡atención! Justo en ese momento pasó un camión repleto de colchones. Reboté a

todo dar, aunque… se me zafó mi biblia autografiada, eso sí me dolió, porque ni

modo de recuperarla y, sobre todo, estando yo en el aire echándome maromas sin

querer. En cambio fue muy padre lo demás, es que al precipitarme de nuevo hacia

el abismo, caí sentado en el asiento blando delantero de un carro convertible,

manejado por una gringa de ésas de película, dueña de un cuerpazo que mejor ni

te digo, ¡unas piernas!, ¡un busto!, ¡un rostro mitológico! Y lo más increíble es que

portaba tanga, y por si fuera poco traía anteojos ahumados y blonda cabellera

flotándole hacia atrás. ¡Bellísima la tipa!, ¡viejononón sin par! Ella, al instante, se

puso muy contenta que un hombre de mi traza le cayera del cielo. Entonces

fascinada me dijo “hi, professor” y yo le dije “hi, pues cómo no”. Las escenas

siguientes fueron una delicia. ¡Qué grandes pasteleos sobrevinieron! Sin pensarlo

dos veces me invitó emocionada a su casa playera. Hicimos el amor como debe de

hacerse: ensayando incontables posiciones, a la manera egipcia por lo pronto:

parada de cabeza la mujer, pero yo no, ni madres. Después ¡cuánto relajo! Que a la

manera sueca, neoyorquina, peruana, china, hindú, vietnamita y quién sabe qué

más. Fue tanto empinadero que ella pidió clemencia: ¡Ya no puedo seguirle/, gritó

casi deshecha, y me corrió la ingrata de su casa. ¡Lárgate ahora mismo, infame

semental!, me lo dijo furiosa entre español e inglés, pero yo le entendí. ¿Qué le

podía decir si estaba toda fofa acostada en la alfombra de la sala, semimuerta la

ingrata? Yo me sentí muy mal, me sentí más perverso o más potente que un

narcotraficante, empero mordisqueado y arañado como un perro después de una

batalla contra un gato siamés. Así, autosuficiente, a pie me regresé hasta Mexicali.

Y lo hice a propósito, porque iba tan feliz de ir recordando mi hazaña estrepitosa.

Tal vez lo negativo de todo esto es que perdí mi biblia en el freeway.

En ráfaga los hechos, y Adalberto, semisonriente, apenas, enseñando sus

dientes de conejo, atónito, estatuario (el mismo gesto siempre), sin osar, ni de

chiste, poner en duda algo, hacía esfuerzos magnánimos por no decir: “¡Espérate,

no friegues!, ¿por quién me estás tomando?” También, y por lo mismo, le costaba

trabajo despedirse de Luis, cortar su vuelo en seco. Consentidor perplejo al fin y al

cabo, deseoso que el papá viniera cuanto antes a interrumpir la plática-monólogo, a

despedirlo pues, porque ya anochecía, soportó sin embargo otras tantas descargas

mitoteras como si se tratara de un cilicio fatal. Por ende tal largueza no podía estar

expuesta a los tijereteos. Tarde con tarde, así, sobreentendidas, las visitas

autómatas, cada vez más puntuales, así como entredichas el candor y la calma que

para estas alturas ya iban de reversa.

Esto es, la pureza del morbo representada apenas en alzadas de cejas o en

leves movimientos de cabeza. El escucha impasible, con miles de preguntas en la

boca. Severa boca burda, en trompa, contenida, de vez en vez, acaso cuando algo

se extrapolaba tanto como para advertir hasta qué grado su amigo andaba mal de

la cabeza. Y es que a Adalberto se le movían los dedos cual si quisiera asir las

fantasías.

Aquí puede incrustarse un pensamiento vago: ¡nada de sufrideras! Ninguno de

los dos —cabe decirlo— estaba a punto de echarse para atrás, o dicho de otro

modo: ni para cuándo aquéllos se aburrieran. Llevadera y recreada es la locura de

las mentes activas, dislocadas, amorfas si se quiere. Si todo es desprendible, las

ideas, por ejemplo, ¡qué diantres queda fijo o fuera del deseo! De ahí que el

pensamiento del lerdo monigote semejara a una lancha en continuo vaivén, sin

hundirse, eso no. De ahí que se dejara conducir por esas hilazones cual si se

refrescara enteramente con brisas que no cesan, que despeinan incluso, que adrede

hacen reír durante horas y horas sin que haya más motivo que la risa. Pero hay un

tope, es cierto, el misterio aparece, tiene que aparecer cuando nadie lo espera, mas

nunca luego luego.

Mientras tanto, ¡qué va!, ¡que prosperen las ráfagas quiméricas! Verbigracia

cabal, tan necesaria. ¡Que penetre en el alma la mentira más dulce y más

superflua! Pues siendo así, de suyo, ¿quién le podría creer a aquel gigante que

hubiera alguna vez cruzado a nado el Mar de California, de cabo a rabo, o sea de

norte a sur, deteniéndose a veces en las pequeñas islas, llegando sin problemas al

mero Mazatlán? ¿Quien le podría creer que en Houston, Texas, un grupo de

muchachas lo confundiera con un actor de cine (James Dean o Marión Brando) a tal

grado que se hizo necesaria la intervención directa del cuerpo policiaco para que al

pobre no se lo comieran sus fans alebrestadas? Nadie más que Adalberto, soñador

como aquél y a la deriva un poco; poco o más que el mitómano, o quizás, si a ésas

vamos más o menos igual.

Centrada la visión, las partes secundarias cobran fuerza. Entonces sí: lo real

tiene cabida y un resumen al margen sería éste: no hay duda que la esencia

positiva de aquellos batideros fue vista por la madre luego de muchos lías, puesto

que las visitas de Adalberto aplacaron el ímpetu rabioso de su engendro encerrado,

esto es, ya no hubo groserías ni nada tan prosaico que mereciera persignarse al

vuelo o prender licuadoras a lo loco. El padre, por su parte, tan dado a las

sospechas, dudaba todavía con respecto al propósito legítimo del manso visitante.

Pero la voltereta de ciento ochenta grados vino al siguiente día: no apareció el

fulano, y la sospecha —que debiera de ser algún día de éstos el octavo pecado

capital— se apoderó de los progenitores. Un día, se entiende; dos, probablemente:

pero ya cualquier otra cantidad… ¿Una semana?, ¿un mes? Así pasó. Ningún largo

timbrazo, ningún grito allá afuera.

El visitante: no. Definitivamente. ¿Pero por qué ya no? Ah… Muchos

sobreentendidos se asemejan a una tela raída: cúmulo de mentiras al fin

arrinconado en tanto no volviera el que venía seguido… Hacia lo mismo, entonces,

hacia el empeoramiento: las groserías de nuevo: Ya me las pagarán uno por uno,

¡hijos de la…! No tiene caso repetir insultos; la palabra “chingada” es muy bonita

cuando es abstracta, o sea, no como allí, donde, encerrado el mitómano mañana,

tarde y noche, como un perro de presa en su cárcel-recámara, desesperado,

inerme, y todo porque el padre, con sus miedos de siempre a flor de piel, prefería

no enfrentar al corajudo. Echarle llave a eso, a esa inmundicia, le parecía eficaz.

La madre, en tanto, sumisa bienamada, ni en ausencia del padre era capaz de

abrirle, traer a un cerrajero, jugársela de plano. Por eso es que rezaba esperando

un milagro, sabedora a las claras que tardaría bastante.

Vienen a cuento pues las razones del otro, el distanciado, que por salud mental,

o porque el morbo de oír zonzera y media no podía crecer más, optó por el

desligue. No más visitas, nunca. Y una noche en la cama, fume y fume, tomó la

decisión de no volver a ver a su querido amigo hasta que éste quedara curado por

completo. Le parecía inhumana la actitud del papá, eso de no llevarlo a un hospital

psiquiátrico, ¡carajo, qué desidia!; si no había en Mexicali, en donde hubiera pues;

si no tenía dinero, que pidiera prestado. La cosa era buscarle compostura a la masa

encefálica de aquel único hijo que Dios le había obsequiado. Un ser especialísimo,

de gran musculatura, que podría convertirse de buenas a primeras ep un galán del

cine nacional, un galán madreador y besador y aparte inteligente como pocos, un

divo taquillero y arrogante de los que necesitan las grandes multitudes, pero para

alcanzar un objetivo de tal envergadura era preciso curarlo en serio y pronto, y no

esperar a que la Providencia remediara el problema de pe a pa.

Sí, adrede, repetido hasta el punto del horror aquel estéril círculo vicioso, donde

miedo y milagro se perturban o se hacen amasijo desabrido. Entonces, de una vez,

olvidemos lo feo para dar con lo obvio. Veamos ahora sí al bueno de Adalberto en

un gran restaurante, uno de chinos, lúgubre, carísimo. En un rincón está tomando

té: aburrido. Tiene más de media hora que no sabe qué hacer o hacia dónde mirar.

La cita era a las cinco y Pedro Garza, quien trabaja hasta el tope desde' hace tres

semanas, no es de los que acostumbran dejar plantado a nadie.

Mientras tanto Adalberto, a fin de entretenerse, quiere situarse, al menos en

idea, otra vez en el centro de aquellas parrafadas. Vuelta hacia atrás un poco para

reconocer que allá muy en el fondo le parecía admirable la habilidad candonga del

gigante. Admiraba la chispa, la intentona por engolosinarse con los brillos que

quizás no tenía: Luis Carmona a capricho y en unas cuantas horas confeccionaba

hazañas de héroe peripatético; héroe de sueños plásticos y tórridos… y en el

anonimato: ¿qué mejor apariencia?

Admiración chistosa y retorcida acorde con los tonos de la decoración.

Superficial la forma de inventar un pretexto para no hartarse en un momento dado.

Ni un chispazo en la entrada que calme su ansiedad y Adalberto está í. punto de…

No querrá retirarse de la escena. Unos minutos más valen la pena. Y Pedro, el que

como se dijo “no tenía corazón”, llega como de rayo, tiene que ser así: vistoso y

muy erguido, perlado de sudor, con sus disculpas bobas: una tras otra y ésta es la

que importa: No te podía fallar, tú bien lo sabes, pero de todos modos te agradezco

que me hayas esperado. Formal el tono, seco finalmente.

Seca fue la entrevista: vista en la perspectiva. Vistazo de media hora cuando

mucho: período suficiente para hablar cualquier cosa del asunto en cuestión. En

cambio a punto y raya sentencias a granel. Verdades, según esto, indiscutibles hoy,

mañana y siempre, cual si se redujeran los engorros a una frase oportuna, dicha al

vuelo y, también, dicha a modo de excusa, y fue entonces que actuaron los

silenciosos, los gestos como ayuda o en contraposición, dada la concordancia

inteligible para tocar asuntos no comprometedores. Respecto a la comida

cantonesa… pues qué tal estaría que ellos se atragantaron como dos pordioseros.

Pasaron varios meses. Más volteretas hubo, más entrevistas secas en diversos

lugares. En un café, en un bar, en la fuente de sodas de algún supermercado…

—¿Te acuerdas del gigante?

—No quisiera acordarme de ese enfermo —contesta como siempre Pedro Garza

haciéndose el maduro, el catrín dineroso que lucha a toda costa por no perder la

brújula y que por tanto anhela ser modelo de pragmatismo huero.

—Pues aunque pienses mal a mí me asombra la gran capacidad que posee Luis

Carmona para hacer lógicas sus fantasías. Yo no sé qué le pase si se vuelve normal,

como nosotros somos, desde luego.

—Me imagino que todavía se inventa viajes que tú y su madre solamente le

creen.

—No es que le crea, deveras… —gran pausa de Adalberto que, sintiendo en la

cara el chicotazo, quiso recomponer—. Sí, porque… Lo que está claro es esto: yo no

creo que a su madre le cuente lo que a mí, sólo que la manera de…

—Pues aunque pienses mal, yo no quiero acordarme del asunto.

He aquí la esencia del contrasentido. Ya se veía venir la cuadratura de quien se

perfilaba desde niño como un duro camándulas, postizo sin embargo, deseoso más

que nada por sacarle la vuelta casi siempre a lo sentimental. Y el “casi siempre”

revela bamboleos, cierta fragilidad circunstancial que aprovechaba el bueno de

Adalberto para seguir hablando del gigante: en varias entrevistas: la insistencia, la

premisa emotiva de quien ama y admira sobre todas las cosas, y persuade también,

tanto que “a veces” el catrín dineroso —aunque con refunfuños— recordaba

momentos agradables: anécdotas de “prepa”, de aquellas chavalillas de falda y de

calceta que andaban tras los huesos del gigante, y éste se daba el lujo de

ignorarlas, ¡qué bueno!, porque estaba entregado a los estudios ¡como debe de ser!

—Puros dieces en todo…

—Excepto en el amor…

—Nunca tuvo una novia…

—Nunca fue con las putas, de eso estoy seguro…

—Sí, es verdad, una vez lo invité, pero no…

Esas pláticas no, ni para cuándo. Preferible meter escalmos muchachiles a

manera de postre: una probada: una: arrepentida: casi: para no empalagarse,

siendo la comidilla principal lo común y corriente que se suscita siempre entre

quienes pretenden volverse ejecutivos. El uno induce al otro y el otro se apantalla,

ni siquiera respinga, ni siquiera hace muecas, un dengue retador, uno para romper

el ducho esquema. No. Sino que: Adalberto influenciable se deja, se abandona,

sabe que está aplastado por dos moles absurdas, amén de las ponzoñas narcisistas:

—contra él: todo, adrede, un alud que enceguece, una plasta rodera y membranosa

para que él se acostumbre a no tener salida.

¡Molienda de verdades y mentiras!

Entonces ¿qué más queda? Lo inmediato ¿qué es? Preferible olvidar lo

inolvidable y escabullirse a tientas, dándose en cuerpo y alma al porvenir sabiendo

de antemano que lo de atrás es puro desdibujo. Y al aire libre ¿qué?: llegan de

todas partes como flechas ambiguos silogismos. El trabajo es la norma, el estudio

es el medio, y el dinero al final, porque no puede ser principio y modo en gentes de

pujanza como ellos, que se repiten una y otra vez frases tan aprendidas como las

que se citan:

“Nomás a los pendejos les va mal.”

“Quien se ocupa del pasado no hace nada en el futuro.”

Cambio de atmósfera para sentir que ambos van caminando por la senda

correcta, la de la luz, seguros paso a paso. ¡Ellos!, clasemedieros ejemplares,

luchones incansables que desean conquistar su independencia.

¡Viva la friega!, ¡a darle!

En resumidas cuentas.

Han pasado los años. Justo los necesarios para que ambos excluyan de sus

conversaciones todo aquello estorboso, lo que se recalienta tatemado, inservible,

eso que hacen los tontos en las cafeterías. No hay tiempo, pues; no hay ocio. La

gente de provecho no tiene tiempo nunca porque nomás no puede, ni siquiera el

domingo a las doce del día, a la hora del fútbol, que es parte de la chamba, porque

es tema obligado en cualquier oficina. Hay que saber un poco de lo que es

conveniente, en aras de mejoras para el próximo año.

A la fecha los dos, pagados de sí mismos, se reclaman vigor y más vigor. Son

tipos resumidos en una sola idea, una clave tal vez indiscernible, útil para avanzar

sin tropezarse, y lo que han conseguido hasta el momento merece por lo menos un

caluroso aplauso de nuestra sociedad.

Desde hace unos cinco años salieron de sus casas para no regresar, como hacen

a menudo los rebeldes sin causa: arrepentidos, memos pidiendo mil perdones.

Emprendieron el vuelo a corta edad, o sea, a su debido tiempo: estudian y

trabajan. Cada uno arrenda su departamento, cuotas Nevadísimas mensuales para

vivir apenas del lado del respeto. Empero, no merecen las flores ni las loas de

coctel de nuestra sociedad porque aún deben mucho, porque están enganchados a

créditos que asfixian. Pocos muebles lujosos, pocos satisfactores de a deveras.

Apenas van en pos de un carro que sea bueno, de una computadora, de una cobija

eléctrica. Apenas les darán sus grandes vacaciones, un mes de cabo a rabo. Se irán

a Mazatlán, ¿los dos?, eso es lo que planean.

Pero de todas formas no hay tranquilidad. Allí estarán tendidos, quemándose en

la playa, con sus piñas coladas o sus cocos con gin, y para el día siguiente

queriendo regresarse a las carreras y ponerse a las órdenes de un jefe al que le

gusta andar tronando dedos… Llegaron, no aguantaron> puesto que la flojera,

según ellos, raras veces resulta apasionante.

La novedad, respecto a los recuerdos, es que en el barrio aquel ya no hay

pandillas ni sangre en las banquetas. Los viejos habitantes vendieron sus inmuebles

a los más bajos precios, se fueron a volar. La familia de Pedro se desplazó a

Ensenada, la de Adalberto a Puebla, contraste radical, y otras muchas igual.

Siempre a lugares fríos. En tanto que los hijos, como quesos fundidos, se han

resignado a estar sudando a mares.

En el barrio se vieron, hace como dos años, cantidad de mudanzas estacionadas

horas, casi un día, mientras los acarreos de cargadores… Situación repetida semana

con semana.

Asimismo: descargas.

Llegarán más camiones.

Y los sangoloteos por tantas carreteras, como escenas de cine.

Y la reconstrucción: cambio de modo. Allí en el mismo barrio el aire nuevo.

Pero falta saber qué habrá pasado con la familia Carmona, por no tener recursos

para la operación, o sea el cambio de casa, tan deseado, bueno, qué ganas de

obtener el dato necesario y: cierta vez Adalberto oyendo en su salita una canción

melosa: la apagó de repente. Música y luz: que esperen. La oscuridad soltera de

alguien encarcelado en un departamento reducido, dos pasos y tropiezo. Se

atravesó la mesa, se atravesó el sillón, e inmóvil y abstraído en un sucucho austero

Adalberto pensó por un momento en Luis, en su horrible familia, desde luego, la

que, lo más seguro es que hubiese emigrado a una colonia chola, una de Mexicali.

Muy a contracorriente el legendario amigo tuvo curiosidad de ir a tocar el timbre

aquel, ruidoso, que era como el prefacio exacerbado de todo el despelote posterior.

Iría el próximo sábado en la tarde a esperar que el papá saliera agazapado con

pistola en la mano a enterarse de quién insistía tanto. Ojalá nada feo sucediera de

nuevo, sino: que en lugar del papá apareciese Luis totalmente curado, invitando a

su amigo a pasear en su carro convertible. Le gustaría, inclusive, que le dijera esto:

Yo trabajo de más, como los japoneses, y gano un dineral, bastante más que tú. La

competencia, ¡bravo!, y nuestra sociedad dirá entonces ¡salud! de dientes para

afuera. La innoble competencia, ¡la hipocresía en ascenso! ¿Qué sentiría Adalberto,

y despuesito Pedro, si el gigante les diera la sorpresa, mediante ostentaciones

categóricas, de que en efecto él había triunfado más rápido que ellos?

Sediento de instalarse en largas dormideras, zafándose —nomás por unas horas

— del bruto formulismo: fue, probó. Aunque tocó oprimiendo hasta dolerle el dedo:

nada de nada hubo. El repique estruendoso del timbre se escuchaba, digamos

que… hasta salían vecinos a asomarse. Una vieja chismosa vino al fin a decirle que

esa casa tiempo ha se había quedado sola. Quesque puros fantasmas la habitaban.

Adalberto se rió tapándose la boca, pensando para sí: Ahora resulta que esta

desconocida va a contarme una charra de fantasmas, de brujas narizonas y ruidos

en la noche. Ella se fue de frente, palabreando, le detalló más cosas y Adalberto no

hacía ni una pregunta. Por hastío, por hartazgo, se animó de repente a lanzarle un

torito:

—Sí, entiendo que hay espíritus bebés y espíritus ancianos en la casa. Pero lo

que deseo saber es dónde está la familia Carmona.

—Mm… Yo soy nueva en el barrio.

—Eso me lo temía. No creo que no haya nadie que me dé información.

—Entonces vaya usted de casa en casa a ver si alguien le informa.

Sintiéndose hijo pródigo Adalberto siguió el consejo de la desconocida. Ninguna

bienvenida recibió, sino que se tardaban en salir los que siendo llamados dudaban

del llamado. Y la espera nerviosa de Adalberto tenía por recompensa oír sonidos

varios, largos unos, chirriantes, otros como de flauta y otros más de cajita musical.

Tras tabarreros toques las respuestas venían, entre bostezo y desesperación, las

mismas, y concretas, pues nadie sabía nada de épocas pasadas, y de Adalberto

menos. Sea que: de los viejos vecinos no quedaban más que reminiscencias

fantasiosas, hitos de salvajismo y conflictos sangrientos. La única información que

podía servir de algo era la relativa a que en dos-tres semanas los nuevos

propietarios harían de aquel inmueble un salón de belleza con cuartos de masaje.

Adalberto, no obstante, no perdía la esperanza de saber lo debido. Al filo de las

doce, después de andar con fe tocando timbres, bajo la helada luz del plenilunio, en

la última casa, en la esquina lejana: inverosímil toque prolongado, siendo que luego

de ése tendría que desistir, ¡vaya!: un viejito en piyamas salió cae que no cae.

¿Quién es? El dio la información: ha familia Carmona vive desde hace tiempo mero

enfrente del Seguro Social. ¿Para qué más detalles?

En su oficina superrefrigerada mal que bien Adalberto se hacía las ilusiones.

Imaginaba a medias lo que haría durante el fin de semana, en puerta: horas de

pujo, faltando lo que falta de jueves a domingo, porque le era urgente escuchar a lo

largo y a lo ancho de una tarde locuras. En tanto la talacha absorbía su ansiedad,

dejándola en un hilo, cortada bruscamente por un telefonazo de Pedro Garza que,

con su tono de voz asaz templado, de hombre real-responsable, le proponía a su

amigo que se vieran el sábado en la noche para echarse unas copas. ¿Te parece? A

lo que respondió el bueno de Adalberto que ahora sí estaba lleno de trabajo, que

no se daría abasto aun si trabajara noche y día, viernes, sábado y… (Primero es lo

primero. Eso sí que ni hablar. Ni modo pues, habrá más ocasiones… La voz por el

teléfono diciendo que era más importante, etcétera, se sabe.) El domingo se fue,

tomó un camión de ruta: el que mintió ya iba imaginándose las andanzas de Luis en

la quinta galaxia.

Adalberto pensaba. Lo contrario sería un chasco bienvenido. Bien podía deducir

que la locura estaba superada y revertida, cosa de juventud, dado que Luis…

¿Quién sabe?… Pura especulación, en tanto que el camión tardara mucho en llegar

a las calles de la Colonia Nueva, al Seguro Social, enfrente, la casa, sí, muy

identificable, porque hay que adelantarse de una buena vez. No le fue tan difícil a

Adalberto dar con, tocó dos timbres antes de, Aquí no vive nadie que se apellide así

como usted dice o ¿La familia Carmona?, me suena, pero… ¿y por qué no pregunta

en esa casa? Ojalá que ahí fuera. Entonces viene a cuento la descripción sucinta del

terreno arbolado, de unos seiscientos metros. Construcción diminuta comparada

con el enorme espacio. Sin muros, una tela de alambre nada más, mordiendo la

banqueta. Un impacto de selva en un mar de cemento. Adalberto tocó, ya estaba

harto de oprimir botones.

No esperaba lo peor, pero vino la escena reciclada: el papá que salió con pistola

en la mano, más viejo, más pelón, caminaba ladeado. ¿Quién es… o le disparo?

Adalberto nervioso gritó con voz de espanto. ¡Adalberto, señor, el amigo de Luis! No

falló la memoria del papá, ligera asociación entresacada: una voz de otra época, la

de arbitrariedades, y hubo un acercamiento calculado. El saludo fue rápido. Con la

tela de alambre de por medio hablaron lo que sigue:

—Vengo a ver a su hijo. Me costó buen trabajo dar con la dirección.

—¿Mi hijo? —el papá entristecido de repente: hizo una mueca boba, algo

sonriente, muy disimulado, y, retorció la cabeza, un parpadeo de luz, ocre la tarde

para que los dos, entonces, sin rodeos, entraran en materia—. ¿Mi hijo?… Mi hijo…

—Quiero verlo, ¿está aquí?

El papá con un gesto que no le cambió nunca. Ojos de Pato Donald y boca

delgadita, jalando un poco de aire respondió:

—Por si quieres saber lo verdadero, nomás agárrate y escucha bien: mi hijo ya

no vive en esta casa, pero le ha ido de lujo. Hace como dos años se casó con una

joven de la corte inglesa. Se casaron dos veces: una aquí cerca, en mero San

Ignacio, y otra muy lejos, en el mero Londres. Por la iglesia de mi hijo y la de ella,

para evitar problemas de familias. Y no les salió bien, porque, vamos por partes. La

misa en San Ignacio fue en secreto. Un brindis y al carajo, nomás entre nosotros y

la futura esposa, quien no hablaba una gota del idioma que hablamos. Nada duró el

secreto porque en el Reino Unido luego de unas dos horas se enteraron los padres.

Alguien les mandó un fax o sepa Dios, y una orden llegó al hotel en el que ellos

estaban hospedados. Que se fueran a Londres de inmediato, que estuvieran

mañana a las dos de la tarde allá en San Diego, un avión para ellos había salido ya.

Que tomaran un taxi desde donde estuvieran. Los padres de la joven son duques o

algo así, tienen grandes poderes. Pues qué tal estaría que llegando los novios los

casaron de nuevo, en secreto también, con sacerdotes y monagos y coctel en

caliente. Pues también en caliente los mandaron de plano a una isla del norte, y

sólo para ellos. Según esto se fueron castigados. Pero hazme favor, mi hijo no

trabaja y su esposa tampoco. Tienen ochenta criados para lo que se ofrezca. ¿Cómo

te pinta eso? Los mantienen sus padres millonarios y así hasta que se mueran. Y lo

mejor: que nadie les prohíbe viajar adonde quieran, excepto, nunca podrán poner

los pies en Londres ni serán visitados por gente de la corte. ¡Qué a todo dar!, ¿no

crees? Hace apenas un mes vinieron de pasada con todo el muchachero. Tienen ya

cuatro hijos y en el camino viene probablemente el quinto.

Al papá le falló la aritmética. Si tenían tal familia por lo menos debían llevar seis

años de casados. Adalberto pensaba con su mente objetiva, pero no se atrevió a

interrumpir aquello. Sino que:

—Son chamacos pecosos, casi medio marcianos, pero bien educados. Iban de

paso rumbo a Disneylandia y de allí volarían a Disney World —el papá hizo una

pausa, sintiendo que había dicho lo esencial, pero, vino la presunción—. Pues así

como ves mi hijo ya es de alcurnia.

Adalberto (estatuario) de momento no supo qué decir. Por eso, titubeante,

recurrió a la obviedad:

—¿Y me podría escribir su dirección?

Entonces el papá levantó su pistola apuntándole a éste en plena cara.

—No me hagas más preguntas… porque te la disparo.

—Prrr… Por… ¿Qué?… Espé…

La palabra en la punta de la lengua y Adalberto esperando el estallido. Quería

ver más allá, la casa, la arboleda, a ver si la mamá, a ver si… No. Pero atisbaba

apenas un encuadre de pura nube larga. Vespertina renuncia. Coraje e impotencia

ante aquella amenaza. Alarma, a fin de cuentas, como para saber que debía

retirarse, y sin decir palabra dio los primeros pasos. La grandiosa avenida por

delante. Tranquilo, andando pues, sea que: el otrora oidor deseaba más que nunca

irse a pie hasta su casa, quería poner en orden lo fácil y lo abstracto, antípodas

perversas hacia un mismo camino que al final se divide: la verdad que trabaja, la

mentira que triunfa sobre todas las cosas. Idea subdividida lo que se recompone,

pues ¿qué se impone a qué? La suerte ¿vale más? Doble sentido siempre, porque

sí… Heroicas bagatelas.

Se retiró el papá, soplándole al humillo imaginario que salía de;la punta

pistolera. Metiósela después, a un costado, y bajo el pantalón. ¡Listo!, pues. ¡A

cenar!, lo llamaba la esposa. Cenaron enchiladas. Tomaron coca—colas. Se

acordaron de algo… Algo que hacía llorar… Acaso los recuerdos, las prefiguraciones,

la suerte por correr, las dudas, las mentiras, los dilemas…

Amén.

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