MEMORIA Y OLVIDO
VIDA DE JUAN JOSÉ ARREOLA
(1920-1947)
FERNANDO DEL PASO
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
He dicho antes que trabajo ahora en un libro que se llamará Memoria y olvido en el
que trataré de rescatar lo vivido y lo aprendido para, en cierta forma, formular lo
olvidado, lo que queda en la sombra. A sus pruebas de imprenta me remito.
Cuando ustedes lo consulten, si es que llega a existir, quiero que ese libro justifique
tanto mi vida de escritor como la atención que esta noche ustedes han dispensado
a mis palabras.
JUAN JOSÉ ARREOLA Los Narradores ante el Público, 1965
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos
lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo
tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un
circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul
y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. Desde mayo hasta
diciembre, se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces le
decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los
pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A
propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres,
además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está
en tierra de Jalisco. Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro
está vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan con pavor
esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche en pleno día y todos
creyeron en el Juicio Final.
MEMORIA Y OLVIDO
A PARÍS FUI GRACIAS A LOUIS JOUVET. NO SÉ POR QUÉ ME GUSTÓ tanto como
actor, siendo un hombre cuyo atractivo era más bien del género sombrío o
pesimista. A pesar de ello, hizo de su desgarbado personaje y de su mala dicción
instrumentos que lo convirtieron en un gran actor. Un actor muy inteligente, que
era amigo de escritores importantes y que, por cierto, también escribía.
Sara Sánchez Torres fue como mi madre. Cuando dudé de ir a París, me dijo:
“Qué tontería, Juan José. Vete tú con Louis Jouvet y si te va bien en París pues me
escribes, o mandas por mí, o a ver qué sucede, pero tú no puedes dejar escapar
esta oportunidad”. Digo que en eso se parecía mi mujer a mi madre, porque la
capacidad de mi madre para creer en mí era muy grande. Tenía más fe en mí que
yo mismo, gracias a una percepción sentimental, que era como una antena. De
alguna manera, en mi nerviosidad infantil, en mi patetismo, presintió lo que serían
mis cualidades. Y fue por eso que mi madre nunca me perdonó todas las veces en
que yo desistí de algo. En que me rajé literalmente. Como la primera vez que me
devolví de Guadalajara, la primera vez que me regresé de México y, por último,
cuando me devolví de París. Yo tenía miedo al éxito. Lo he tenido siempre. Y cada
vez que lo tengo, padezco horriblemente. Una vez, mi padre me encontró llorando
después de una actuación de Juanito el Recitador, que había sido todo un éxito.
Sí, a mi madre nunca le gustó que yo volviera al hogar. Ni siquiera podía fingir
que se alegrara de verme otra vez. Fueron muchos los retornos que le tocaron. Para
ella, yo era el mensajero de la familia y cada uno de mis regresos la hacían pensar
que nunca cumpliría mi misión. Era una mujer de sentimientos tan grandes, de
actriz griega consumada, que no vacilaría en calificar de patéticos. O numinosos. Ya
hablaré sobre esta palabra. Sobre lo numinoso.
En fin, el caso es que Louis Jouvet sale de Francia en 1943 y llega a Guadalajara
en 44, cuando yo sabía muy bien quién era él. Lo sabía también mi hermano Rafael,
un año 11 meses mayor que yo, y que era un hombre con una gran capacidad de
juicio y amplio criterio que compartía conmigo una virtud heredada de padre y
madre: la facilidad para interesarnos en los personajes, ya fuera de novela, de
teatro, de película, de ópera, o incluso de la vida real. Coleccionábamos personajes.
Personajes pintorescos, atrayentes y a veces un tanto siniestros, como en el caso
de las primeras apariciones de Jouvet que conocimos. Recordar personas así, muy
características, era costumbre que seguíamos de tíos y tías entre otros familiares.
Mi hermano y yo íbamos al cine los domingos y, cuando se podía, también los
sábados. Vivíamos pobremente y teníamos que ahorrar para ir al cine. A los cines
de barrio, los más alejados del centro, donde hubiera asientos de galería de 10 o 15
centavos, porque no había para más. Fuimos, comparados con los niños de hoy día,
espectadores tardíos, porque además el cine era una cosa prohibida. Algunos de
nuestros amigos mayores se nos adelantaron y nos contaban las películas. Sus
padres les daban permiso de ir al cine siempre y cuando una película ya estuviera
autorizada por los sacerdotes. No había televisión, desde luego, y ni siquiera habían
llegado los aparatos de radio a Zapotlán, aunque dos o tres familias, no más, tenían
sus propios proyectores y un surtido de películas domésticas Pathé Baby que
proyectaban en un aparato de la misma empresa francesa. Esto sucedía en los años
veinte y la Pathé era dueña del cine comercial de ese entonces. Por cierto, un joven
emprendedor, de la familia Velasco, de donde provenía el maestro Alfredo Velasco, y
que más tarde fundaría en Zapotlán la primera estación de radio, tenía un equipo
Pathé Baby, anterior a los Kodak, con el que se podía proyectar incluso el Napoleón
de Abel Gance, que venía en una cintita —15 o 20 pequeños rollos, no recuerdo
cuántos— que quizás no llegaba a los ocho milímetros. Pero por esa época, el cine
de Gance no estaba al alcance de nosotros. Nos ponían películas para niños,
películas hogareñas por así decirlo. No se trataba de caricaturas, sino de cortos con
algún episodio cómico. Nunca olvidaré uno de esos cortos. Sucedía en un jardín,
donde había un bimbalete, que así le llamamos en Zapotlán al subibaja. En él había
dos muchachas preciosas, con vestidos de encaje y sombrero estilo Pamela, que
subían y bajaban, bajaban y subían. Los muebles del jardín y el propio subibaja
eran de hierro con volutas, en un estilo floral. Había personas que contemplaban al
par de muchachas y desde luego la música de siempre, que se hacía por fuera, con
el fonógrafo. Eso era todo. Aunque quizás otro recuerdo que tengo no sea de otro
corto, sino del mismo: el de un pastor que se quedaba dormido, y pienso que de
ese sueño formaban parte las muchachas del bimbalete. El pastor sueña que una
muchacha se le acerca y lo besa. En el momento del beso despierta, estremecido:
una vaca le lame la cara.
Para un niño como yo, de mi edad, ver cómo una muchacha se transformaba de
pronto en una vaca era sensacional. Recuerdo también, y esto lo saben todas las
personas que conocen la historia del cinematógrafo, la famosa película que se
llamaba El tren más largo del mundo. No era otra cosa que un tren interminable por
cuyas ventanillas se asomaban los pasajeros a saludar, y que nunca acababa de
pasar por la pantalla. Llegó también a Zapotlán, cuando tenía yo seis o siete años
de edad, el Cine Matur. Así le decíamos todos: Cine Matur. Sólo muchos años
después me di cuenta que su verdadero nombre era Cinema Tour. El cine, la sala,
era un autobús que se apareció caminando por los rieles del tranvía de mulitas. Uno
se subía a los asientos del autobús, y éste ponía en marcha un motor especial que
lo movía de manera que daba la impresión de que estaba caminando.
Enfrente de nosotros estaba la pantalla, que proyectaba, por ejemplo, un paseo
por Roma, y entonces nos mostraban el Coliseo, la Basílica de San Pedro, las
fuentes, las Termas de Caracalla. Otro día, nos llevaban a París. Por eso se llamaba
cinema tour: cada película era un viaje. Esta experiencia la rescato después en mi
cuento “El guardagujas”, donde en un momento dado el tren está detenido, pero
los pasajeros, gracias a un mecanismo de pantallas y proyectores, ven por las
ventanillas un paisaje en movimiento y maravilla y media que pasa por ellas, y el
tren continúa inmóvil.
Me fue más fácil ir al cine cuando comencé a ganar unos centavos en mis
distintos empleos, ya siendo vendedor en las tiendas de ropa, la fábrica de café o el
molino de chocolate, aunque no era siempre posible que los padres lo dejaran a
uno ir el domingo, que era el día de la familia. Pero ocurrió algo muy importante,
gracias a don Ramón Paniagua, que fue entre otras cosas presidente municipal de
Zapotlán y el primer empresario real, auténtico, de cine, en el pueblo. Él llevó
películas que comenzaban a ser proyectadas los sábados. Seguía la matinée de los
domingos y la función vespertina. Pero entonces don Ramón se dio cuenta que no
le costaba un quinto entretener las películas un día más, y comenzó a dar funciones
también los lunes. Estas matinées de los lunes eran las más baratas de todas las
funciones: la luneta costaba seis centavos, cuatro los palcos y dos la galería, que
también conocíamos como gayola o paraíso. El gallinero. Más tarde los precios se
duplicaron y galería llegó a costar cuatro centavos, pero a veces había oferta de dos
boletos por el precio de uno. Entonces se buscaba a un amigo para compartir la
función, que consistía en un largometraje, dos o tres cortos y el noticiero Éclair de
la Pathé, con el famoso gallo. Todavía no surgía el noticiero de la Paramount, “ojos
y oídos del mundo”. Recuerdo que el gallo de Éclair cantaba en pantalla, porque ya
había sonido, después del año 27. Desarrollé entonces técnicas para escaparme del
trabajo los lunes y asistir a las matinées. O simplemente no me presentaba a
trabajar, hacía lo que en México llamamos “San Lunes”.
Salir del trabajo a la mitad del día para ir al cine, y salir del cine, era un doble
deslumbramiento, un viaje extraordinario. A veces se enteraban en la casa que
había faltado al trabajo y llegaban a pegarme. Las cuerizas eran casi una rutina,
pero no sólo en mi casa, en todas las familias. Eran mal vistos los padres
consentidores que no les pegaban a sus hijos, y los propios niños también, porque,
decían, “los están haciendo mariquitas”. Esto yo lo agradezco en lugar de
censurarlo, porque a mí al menos me dio una especie de temple y la
responsabilidad de saber que, si se hace algo en la vida, va a haber una respuesta.
Una respuesta a nuestros actos. Me acuerdo ahora de un título de Paul Bourget —
novela o cuento largo, no sé—: Nuestros actos nos siguen.
Cuando llego a Guadalajara en 34, bajo la tutela de mi primo Enrique Arreola,
que fue un segundo padre para mí, en casa de mis tías, gozo ya de una libertad
que me permite ir al cine cuando deseo, sin permiso. Es en Guadalajara cuando me
volví persona mayor, pues entre otras cosas ya me ganaba la vida y le pagaba a mis
tías mis alimentos y una renta. De 30 pesos mensuales que ganaba, yo les pasaba
20: las dos terceras partes. Con lo que me quedaba, me compré también mi primer
traje, en pagos de un peso por semana. Comprarme mi ropa fue muy importante
para mí. Volví, decía, a frecuentar el cine y conocí a un actor de nombre raro, que
me impresionó mucho. Eso fue en una película de Julien Duvivier: se llamaba Valéry
Inkijinoff. Esto me hace dar un salto atrás, al cine de Zapotlán, donde fui alguna vez
con mi padre y mi tío Daniel Zúñiga para ver una película muy sonada, El Nautilus,
basada, claro, en Veinte mil leguas de viaje submarino, pero recuerdo que mis
primos y mis hermanos, todos los niños, nos aburrimos. En cambio fue allí, en
Zapotlán, donde vi dos películas francesas que me marcaron para siempre. Una de
ellas, Los hijos de la calle, porque me descubrió a Gaby Morlay, de quien me
enamoré: la veía tan bella, tan joven, tan llena de vida. Después me enteré que en
esa película ella tenía 30 años. Yo, que la veía, 12 apenas. O 13. El actor que la
acompañaba era Charles Vanel, a quien le seguí la huella toda la vida, que fue por
cierto muy larga, pues murió cerca de los 100 años. Otra película que era un
prodigio de texto fue El diablo en la botella. Vimos también en Zapotlán dos o tres
producciones norteamericanas buenas, por fortuna, de modo que cuando llego a
Guadalajara, a los 16 años, ya tenía yo vistas cinco o seis buenas películas.
MIS PRIMERAS IMPRESIONES EN LA VIDA SON DE INFINITO Y DE marea.
Sensaciones, ambas, que se reprodujeron en sueños a lo largo de muchos años de
infancia y de adolescencia. Y el primer recuerdo que quedó completamente fijado
por la experiencia fue el de la persecución del borrego negro. Hoy me he dado
cuenta que la sensación de marea corresponde a lo que yo llamo los canjes
respiratorios de mi madre. En aquel entonces, y en aquellos pueblos, las criaturas
recién nacidas, y hasta que cumplían varios meses, dormían siempre en el lecho
conyugal, a un lado de su madre. Y esto es lo que jamás se me ha olvidado: el
ritmo de la respiración de mi madre. Y también, a veces, el girar de su cuerpo en el
lecho, que me provocaba una sensación de inmensidad. Comprendo ahora,
también, que probablemente esas impresiones, por su carácter respiratorio,
corresponden a percepciones anteriores al nacimiento. Impresiones fetales que me
hacían pertenecer a un todo del cual fui expulsado. “Adán vivía feliz dentro de Eva
en un entrañable paraíso”: la Eva madre original platónica que aloja al hombre
como una glándula, en sus entrañas. Porque eso somos: una glándula de secreción
interna. O un anélido, un gusano que vive como parásito en el cuerpo de la
hembra. Si no la encuentra, si no encuentra ese cuerpo de hembra dónde habitar, él
mismo se vuelve hembra. Pero si logra introducirse, se transforma finalmente en
macho y vive allí, dentro de ella, feliz, como algo precioso.
Yo soy un hombre que no perdonó nunca, ni ha perdonado, ni probablemente
perdone jamás, el haber sido expulsado del vientre materno. Hace poco volví a
pensar en eso, en el hecho de estar uno pequeño junto a algo muy grande,
envuelto por nuestra madre, encapsulado en ella, acolchado, suspendido en el
líquido amniótico. Éste es el paraíso del cual fui expulsado, pero sólo fue el primer
desprendimiento de otros que he sufrido en la vida. Que yo sepa, el parto de mi
madre fue normal, aunque quizás tuvo otros partos difíciles. Hay que recordar que
fuimos 14 hermanos. Y fue quizás por eso que mi madre no tenía, no tuvo tiempo
de chiquear, de consentir a todos. Esto lo resentí mucho también, y se lo reclamé
varias veces. Ella se reía y me contestaba: “Pero si tú fuiste el más latoso de
todos…” La expulsión del paraíso es, desde luego, una de las formidables metáforas
bíblicas y religiosas que forman parte de una portentosa serie de metáforas que
intentan explicar lo inexplicable, a fin de que podamos entender por qué se sufre
tanto en el mundo, por qué somos culpables y de qué… Las expulsiones, los
desprendimientos, se repiten una y otra vez en la vida. También el macho patriarcal
expulsa de la horda a los machos jóvenes. Y por supuesto, la experiencia amorosa
reproduce esta clase de separaciones dolorosas. Yo soy un hombre hecho de
separaciones. De sucesivas separaciones. Mi gran mal en la vida es que yo nunca
pude perdonar a la mujer que me dio la vida, el que me haya separado de ella. Y
un día, de pronto, ya viejo, cuando estaba escribiendo La feria y acudo a la Biblia
para buscar en los profetas violentos frases violentas en las cuales apoyar mi texto,
encuentro las palabras que busco en Moisés y en Job y digo: “¿Y por qué no me
dejó Dios en el vientre de mi madre?”
Esa cadena de separaciones ha sido una de mis fijaciones. No he viajado tanto
como lo hizo Paul Claudel, pero tengo siempre presente lo que decía: “soy, al
mismo tiempo, un arraigado y un desarraigado”. Esto, a su vez, me ha hecho
pensar mucho si no en la dispersión de las cenizas, sí en la incineración. Porque, si
bien me niego también a la idea de entierro y la rechazo, por otra parte entiendo
que el enterramiento cumple la condena, la promesa: salir de la tierra madre, para
volver a la madre tierra.
Contar mi vida podría quizás curarme de ese gran pecado, de esa gran maldad
que representa el no haber olvidado ni perdonado nunca la separación de mi
madre. Una separación que, lejos de provocar alguna desviación de mi conducta
masculina, me hizo más hombre. Porque desde entonces tomé el partido del
hombre y me uní a mi padre, como si comprendiera que él era también la víctima
de una separación. Un expulsado como yo. Desde entonces, sí, puedo afirmarlo, fui
hombre, hombre, radicalmente hombre. Pero todos mis acercamientos a la mujer,
que comenzaron desde la primera infancia, fueron y han sido seguidos de
inmediatas separaciones y rupturas. Yo mismo he propiciado, a lo largo de mi vida,
la ruptura con la mujer amada, que repite el esquema original: el momento del
corte del cordón umbilical.
Ése fue para mí el único paraíso perdido. No comparto con Rilke, Gide y otros, la
idea de que la infancia es paradisiaca. Mentiría yo si aplicara un adjetivo así a mi
infancia. Aunque, claro, recuerdo con agrado, aunque al mismo tiempo de manera
muy vaga, algunos paseos en los que fui feliz, algunas ceremonias religiosas que
me impresionaron. Prometí hablar más tarde de lo que llamo “numen” y de su
importancia. Por ahora, lo mencionaré una vez más a propósito de la tormenta. La
tormenta siempre ha sido un fenómeno que me ha fascinado, que me da una
sensación de felicidad, al contrario de los temblores, que es lo que más me angustia
en la vida, que me llenan de horror, a pesar de que recuerdo, en los terremotos, a
mi madre, que salmodiaba de manera maravillosa: “Mi alma glorifica al Señor y mi
espíritu se llena de gozo al contemplar la grandeza…” Aunque debo señalar que en
esos momentos sentía un terror pánico, sí, pero al mismo tiempo una especie de
aceptación de la grandiosidad del fenómeno.
Hay, sin embargo, una serie de primeras sensaciones, que no podría llamar
paradisiacas, pero que me producen recuerdos muy agradables. Me refiero a las
olfatorias. Es necesario señalar que, cuando nací, mi padre, que sabía de todos los
oficios, estaba en proceso de terminar la casa en la que vine al mundo. Era,
además, la primera casa que fue de su propiedad. Y la casa debió de haber estado
impregnada del olor de las pinturas, de esas pinturas llenas de aroma que se hacían
en las tlapalerías a base de aceite de linaza y del barniz que llamábamos japán.
Pero también se preparaban en casa, yo las vi hacer, a base de pigmentos que se
molían en una gran piedra con una mano también de piedra, tal como 400 años
antes lo hacían los pintores del Renacimiento. Esta piedra era como un molcajete
plano, apenas ligeramente cóncavo. Yo mismo, alguna vez, molí pigmentos, y sus
olores se agregaban a una multitud de aromas que llegaban de la cocina, y se
mezclaban con el perfume de las flores y también, claro, con los olores agrios y
violentos de los animales que nunca faltaban en las casas en ese entonces, o que al
menos no faltaron en la mía, como puercos, gallinas y chivos. Al olor de los
animales se agregaba el de la boñiga, y se sumaba también el olor muy especial
que despedían las carnes frescas de los animales recién sacrificados. Porque
también en mi casa mataban animales. Dije que mi padre tuvo muchos oficios:
también fue carpintero, y recuerdo el olor de las distintas maderas de las puertas y
las ventanas. El olor de la cola, cola de carpintero, que cuando estaba bien hecha
olía muy bien, como el olor del engrudo. No me refiero al de almidón, de un aroma
muy tenue, casi inodoro, y de textura cristalina, sino al engrudo de harina, de una
textura y un aroma mucho más ricos.
Esa casa que construyó mi padre era, como todas las de esa época, con
habitaciones cuyos techos estaban a seis metros de altura. Recuerdo que, ya un
poco más grande, yo me acostaba en el piso, de espaldas y, con las piernas en la
pared, formaba con el cuerpo una especie de escuadra. Fue en esos días cuando
comencé a sentir el principio del vértigo, del que tanto he sufrido y al que tanto
temo, pero, debo confesar, a ese miedo se unía cierta voluptuosidad. Ésas fueron
mis infinitudes hacia arriba, cuando contemplaba el cielo raso de las habitaciones.
Lo hice después al aire libre: tenderme en el suelo para contemplar el cielo.
Siempre necesité armarme de valor para tenderme así, en el patio, y hundir mi vista
en el cielo infinito. No conocía yo entonces, desde luego, los altos cielos de Castilla.
Cuando sucedió, camino de Madrid a Salamanca, muchos años después, me acordé
de esos cielos y de la impresión de abismo que me causaban, como si uno pudiera
arrojarse a ellos, volar al cielo, caerse en él. Eran los días en que a uno le repetían
sin cesar que si los niños se portaban bien se irían al cielo. Y al cielo se fue mi
hermana Margarita, cuya muerte me causó la pena más grande, total y devastadora
que haya tenido yo jamás en mi vida. Se nos murió pequeña y de manera celestial.
Era una criatura iluminada que tuvo conciencia de la cercanía del fin y que nos
habló de él de una manera tal, tan poética, que nos dejó a todos deshechos y
maravillados. Tenía seis años y fue víctima de una meningitis cerebroespinal. En
otras palabras, fue una muerte muy dolorosa, pero de una lucidez y una felicidad
por parte de la moribunda, en medio del sufrimiento de toda la familia, de mi
familia, que es la imagen más grande y más trágica de toda mi vida. Desde
entonces yo quedé vacunado para la muerte. Ni siquiera la muerte de mi hermana
mayor, Elena, que fue mi primera y gran maestra, me dolió tanto como la muerte
de Margarita.
Yo tenía 10 años de edad y era ya un germen de poeta. Lo sé, porque sentía ya
la marea. Esa marea de la que habla Stephen Dedalus en el Retrato del artista
adolescente de Joyce, y que no es otra cosa que la inspiración. “No me evoques
encantos que se van. ¿No estás cansada de ese ardiente afán, tú de ángeles caídos
seducción? No me evoques encantos que se van…”
Quiero hablar del borrego negro. Y de mi viaje a París. Pero antes de abandonar
el tema de la sensualidad, y de las percepciones infantiles, debo hablar del
columpio que, como otras cosas, me producía una sensación muy ambigua: me
aterrorizaba y, como el abismo, me atraía. Los estremecimientos que me producía el
columpio, tanto el ascenso como el descenso, fueron, para mí, el primer
descubrimiento de la sensualidad erótica. En lo que a los alimentos se refiere,
recuerdo la impresión del seno materno y de la leche. Sí, mi madre me dio el
pecho. Incluso lactaba a otros niños. Teníamos varios hermanos de leche en
Zapotlán.
Así que mi reacción inicial ante los alimentos no fue negativa. Porque, además,
mi casa fue desde un principio una panadería y toda ella era como una alacena
olorosa, con ese santo olor de la panadería del que hablaba López Velarde. En ese
sentido, en el de los alimentos terrestres, sí que hubo paraíso en mi infancia. El
paraíso de las golosinas. Cómo olvidarse de las primeras tazas de chocolate, cómo
del paso de la leche materna al mundo de los atoles de maizena y de avena. De
avena, sí, sin corpus seminal, o sea sin semillas, para decirlo de algún modo. Con
un poco de canela y una cascarita de limón verde. Uno comenzaba por tomar el
chocolate con leche, antes de aprender a disfrutarlo con agua, como lo hacía mi
padre. Y por supuesto, nunca comprábamos el chocolate, lo hacíamos en la casa, a
partir del cacao de Tabasco que en esa época era no sólo el mejor de México, sino
de todo el mundo. Cuando alguna vez llegué a comprar cacao de Ceilán porque no
había de Tabasco, mi padre se enojó mucho conmigo. Creo que hasta una azotaína
me dio. Tengo por ahí, la guardo, una lista con todos los nombres de los panes que
se hacían en casa. De todos hablaré algún día, así como del pinole, de los chiclosos,
del esquite, de los buñuelos y de su miel. Y desde luego de los tamales y del
tepache. Del tepache que también hacíamos en casa, porque mi padre fue, entre
sus muchos oficios, tepachero. Y yo también. Y por tepachero perdí algunas novias.
Pero vale la pena señalar que don Juan Ruiz de Alarcón, cuando fue a pleitear a
España, el único empleo que tuvo fue el de juez de tepaches. O sea una especie de
catador, de inspector de tepaches, cargo que ejercía, creo, en la garita de Peralvillo.
También, por entonces, además de ser tepachero, era yo conocido ya como Juanito
el Recitador.
Pero me he adelantado más de la cuenta, sin decir cuándo nací. Dónde, ya se
sabe: en Zapotlán el Grande. Cuándo, el 21 de septiembre de 1918. O sea, el
mismo día en que Marcel Proust sufrió la primera crisis de vértigo y se desplomó
por las escaleras de su casa, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen,
justamente en la noche en que Rainer Maria Rilke le escribió la primera carta a la
que iba a ser su amiga para siempre. Por otra parte, 1918, en pleno estrago de la
gripe española, fue el año en que Benedetto Croce demostró el fenómeno cósmico
de la simpatía, y fue en septiembre del mismo año cuando Franz Kafka fue
declarado mortalmente enfermo de tuberculosis. Nací, como alguna vez lo dije,
entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos.
NOSOTROS TENEMOS UN ANTECEDENTE LEGENDARIO TANTO POR parte de padre
como de madre. Cuando digo nosotros, me refiero a mis hermanos y hermanas.
Fuimos catorce. Yo fui el cuarto. El lote que duró más tiempo fue de 12, seis
hermanos y seis hermanas, hijos de Felipe Arreola Mendoza y de Victoria Zúñiga de
Arreola. Desde que yo era niño, oía historias extraordinarias sobre nuestros
antecesores, porque nuestra familia no existía en Zapotlán en el siglo XVIII. Fue
hasta el XIX que se instaló en el pueblo y demostró ser una familia de miembros
longevos.
El padre de mi abuelo se llamaba Juan Arriola, así, con i. Fue munícipe por
mucho tiempo, y se conservan todavía 42 cartas de puño y letra de don Juan de
Arriola. Porque a veces le daba por el de, como a Juan del Rulfo, que fue su
contemporáneo, antecesor de Juan y también munícipe. Juan Arriola, o Arreola,
tenía un hermano menor, que se llamaba Francisco. Y, según parece, ambos
llegaron en el XVIII a Mazatlán. O sea, llegaron a México no por el Atlántico, por
Veracruz, sino por el Pacífico.
Francisco se fue después a vivir a la ciudad homónima de San Francisco,
California, y de él se supo poca cosa, salvo que nunca se casó ni tuvo hijos, y que
hizo una gran fortuna, la cual a su muerte estaba depositada en un banco de San
Francisco. El banco se comunicó muchas veces con mi familia, y hubo personas que
se ofrecieron como gestores, porque no dejó herederos, y en su cuenta había 50
000 dólares, una cantidad enorme para esos tiempos, y era necesario que se
identificaran los familiares más cercanos para entregarles el dinero. Y nadie lo
rescató. Supongo que algún día la cuestión prescribió y los 50 000 dólares se
perdieron. Todavía hace 50 años personas del propio banco de San Francisco
visitaron Zapotlán, pero nadie, en la familia, movió un dedo. Un licenciado nos
decía: “Señores, denme ustedes un poder, autorícenme para hacer la gestión. Esa
fortuna existe y es muy grande…” Aún vivía mi padre y desde luego mi primo, hijo
del hermano mayor. Supongo que el hermano mayor de mi padre hubiera sido el
beneficiario directo. Pero no se hizo nada.
Dejemos a Francisco y quedémonos con Juan, abuelo, como decía, de mi padre.
Juan de Arreola —no sé en qué momento la i pasó a ser e— dejó una familia en
Mazatlán, la abandonó, no se sabe en qué condiciones ni a causa de qué. Lo más
curioso de todo es que los dos hermanos, cuando estaban en Mazatlán, decían
apellidarse Abad, no Arreola, de modo que los descendientes que dejó en Mazatlán
mi bisabuelo, y que llegué a conocer —cuando menos a algunos que nos visitaron
en Zapotlán—, todos se llamaban Abad. No sé si tomaron después el apellido de la
madre, el caso es que se les conocía indistintamente como los Arreola-Abad y los
Abad-Arreola. Mi padre tendría unos seis u ocho años cuando murió mi abuelo
Salvador. Otro de sus hijos, del mismo nombre, era carpintero, así que la familia
decayó social y económicamente. Lo que más hacía eran cajas de muerto, muchas
a la medida. Otras estaban ya hechas y existía la superstición de que cuando
alguna caja crujía, era porque en ese momento alguien acababa de morir. Los
cajones para adultos los pintaban de negro o de color nogal. Los blancos eran para
personas solteras, vírgenes y niños. Los tiempos eran tan duros —los pobres a
veces no enterraban a sus muertos en cajas, sino envueltos en petates liados con
soga de lechuguilla— que mi abuelo tenía que abandonar la carpintería para irse a
trabajar al campo, de jornalero, por dos reales diarios, que eran como 25 centavos
de entonces.
Pero don Salvador tuvo la fortuna de casarse con una mujer maravillosa, doña
Laurita, verdaderamente ejemplar, que supo ver por sus hijos y por su propio
marido, porque mi bisabuelo solía descuidarse un poco y beber a veces con los
amigos. Pero, por esos milagros que hay, le salieron dos hijos sacerdotes, José
María y Librado. Felipe, mi padre, fue el menor, y por su parte se casó con una
muchacha bien, Victoria Zúñiga. Me decían que a veces los familiares de mi madre
se burlaban de Felipe, le decían: nosotros de chicos tomábamos chocolate, mientras
que a ustedes les daban cola de carpintero, el agua-cola, a la que le ponían un
poco de panocha, de miel o de azúcar, y ése era su chocolate.
La familia por parte de mi padre fue, pues, modesta siempre, hasta entonces,
pero habían conservado al menos, desde los tiempos de Juan de Arreola, una
buena casa. Mejoró más todavía cuando los hermanos se hicieron sacerdotes. La
familia pasó así, como la de Montaigne, a pertenecer a la nobleza de toga. Los dos
fueron alumnos muy distinguidos en el seminario y luego profesores del mismo
seminario. José María, a los 20 años de edad, había ya formado en Zapotlán el
primer observatorio astronómico de todo Jalisco y daba clases de física, de
astronomía y, según creo, también de historia. Los dos se ordenaron de sacerdotes
el mismo día y su padrino de ordenación fue un condiscípulo que había cantado
misa uno o dos años antes que ellos. Pascual Díaz, que fue después canónigo,
luego obispo y finalmente arzobispo de México, el mismo que años después, con
Portes Gil, le diera solución a la revolución cristera. Por haber sido tan amigos,
siempre se hablaron con don Pascual de tú y nunca olvidaron el apodo que le
habían puesto en el seminario. Tanto que durante la revolución cristera, mi tío de
pronto decía a media comida: “Bueno, y a todo esto, después de lo que ha dicho
Calles, ¿qué opina la Rata?” Y mi tía Cuca se escandalizaba: “Pero por Dios,
Librado, es el arzobispo de México”. “Pues para mí siempre será la Rata”,
contestaba Librado.
Por supuesto, mis dos tíos tenían un cierto orgullo por haber sido condiscípulos
del arzobispo de México, pero eran personas tan seguras de sí mismas, tan
completamente dueñas de su ser, que nunca recurrieron a él. Fueron también muy
amigos de otro personaje, éste de la revolución cristera, muy importante, don
Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara. En momentos en que
Orozco y Jiménez había ya asumido este arzobispado, fue cuando ocurrió el drama
de la separación de la Iglesia de mi tío José María. Eso pasó en 1914. Lo último que
hizo, como sacerdote, fue bautizar a mi hermano mayor.
José María Arreola dejó la Iglesia por causa de discrepancias graves, de orden
teológico y jerárquico. El nudo gordiano de la cuestión fue el culto a la Virgen de
Guadalupe, porque mi tío tuvo en sus manos el ayate de Juan Diego. Era mi tío,
como he dicho, un hombre de ciencia muy respetado. Para ese tiempo ya trabajaba
con don Manuel Gamio, el que emprendió la teotihuacánida. Fue uno de los
ayudantes de Gamio, que colaboró en la exploración de las ruinas y en la
catalogación de los tesoros de Teotihuacán. Me viene a la memoria que también mi
tío estaba relacionado con un famosísimo personaje de la historia de México, que
tuvo mucho que ver con Maximiliano, monseñor de Labastida y Dávalos, compadre
de don Joaquín García Icazbalceta, y cuyo nombre completo era tan largo: don
Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos Rodríguez de la Cuesta, o algo por el estilo,
que cuando lo anunciaron ante el papa en el Vaticano, el pontífice dijo: “Que pase
uno primero y el otro después”.
Mi tío José María, seguidor de fray Servando Teresa de Mier, se había
relacionado con sacerdotes ilustrados que tenían una devoción particular,
escondida, por figuras como Hidalgo y Morelos, a los que en esa época todavía se
les seguía juzgando casi como heresiarcas. Era, pues, un hombre liberal que incluso
leía libros fuera del orden eclesiástico, con licencia o sin ella. Tuvo en sus manos,
como dije, el ayate de Juan Diego, para su examen, y naturalmente no pudo
aceptar que la pintura de la guadalupana fuera un milagro, y que se hubiera
elaborado con elementos, con sustancias, que no existían en esta tierra, con
elementos celestes. Este acto de rebeldía no fue el único de su vida como
sacerdote. Más de una vez lo castigaron enviándolo a lugares inaccesibles, como La
Yesca, un lugar perdido, entre Jalisco y Zacatecas.
Las presiones aumentaron, y querían que mi tío firmara un documento en el que
aceptaba el origen milagroso de la pintura del ayate. Entonces dijo: “Yo hasta aquí
llegué”.
Todo había comenzado con una especie de plebiscito sacerdotal destinado a
consagrar a la Virgen de Guadalupe y hacer la petición en tal sentido al papado,
cosa que se había ya hecho una o dos veces antes. En otras palabras, se pedía que
se le concediera la categoría de culto autorizado a la Virgen, cuyas apariciones
habían estado cuestionadas en particular en el siglo XVIII, pero también en el XIX.
Entonces el Vaticano le pide a Labastida y Dávalos que envíe toda la
documentación histórica que pueda conseguir, y a monseñor se le ocurre llamar a
su compadre, García Icazbalceta, para que lo ayudara en la tarea. García
Icazbalceta, que ya había investigado al respecto, le presenta una larga memoria
erudita, que abarcaba desde los tiempos de la Conquista, y en la cual, y con gran
dolor, supongo, porque era católico hasta el fondo del alma, afirma la falsedad de
las apariciones. El Vaticano ignoró la opinión del sabio mexicano, y mi tío se separó
de la Iglesia. Otro miembro distinguido lo hizo también, el que entonces era el
obispo de Coahuila.
Algo interesante que no hay que olvidar es que las apariciones no son artículo
de fe. O sea, la Iglesia no obliga a nadie a creer en la aparición de la Virgen de
Guadalupe o de cualquier otra. Hay muchas personas en Francia, muy católicas,
que no creen en la Virgen de Lourdes, por ejemplo. Es en el Credo y en lo que es
dogma, en lo que es obligatorio creer.
Considero oportuno afirmar que yo soy un cristiano católico porque nací en ese
mundo, el del cristianismo y el catolicismo, y en él quiero morir. Me defino como un
occidental, porque soy heredero de las culturas occidentales que se reúnen en el
crisol de Europa. Sin olvidar todas esas corrientes que se desprenden desde la
manga de Tartaria y Siberia, para desembocar en la parte norte de Europa y
continuar hacia el centro, hacia ese cedazo gigantesco que es Hungría. Finalmente
esas corrientes van a dar a España, la cual se nutre, por otra vía, del Lejano y del
Cercano Oriente, de los persas, de la India, de Egipto y desde luego del mundo
árabe. Yo me siento un producto ínfimo y remoto, pero producto al fin, de ese
magnífico crisol. Y me someto.
Me someto como se sometió mi tío Librado, que, sin desconocer las razones de
su hermano José María, vivió hasta el fin de su vida en una difícil, a veces
dificilísima sumisión a la Iglesia, pero completa, total. Bien decía Claudel: “¿Para
qué sufrir si es tan fácil obedecer?” “Yo me he dado cuenta —decía Librado— de
que me ha sido dada la posibilidad de hacer el bien.” Y a eso se dedicó, en efecto, a
hacer el bien, y fue un sacerdote muy querido en Zapotlán y desde luego en
Tamazula, de la que fue cura 32 años.
Era muy generoso y siempre que podía regalaba medicinas, alimento y dinero a
quienes más lo necesitaban. Cuando murió, el pueblo entero acudió a su entierro
en Guadalajara. José María, por su parte, dijo: “Yo también puedo hacer el bien,
pero en la Universidad de Guadadalajara”, y así fue, se dedicó por el resto de sus
días a la enseñanza, y se conservó célibe.
A José María se le atribuyó, durante un tiempo, una hija, pero nunca se pudo
comprobar nada.
Con estos dos sacerdotes, como decía, la familia subió en la escala social, y mi
padre vivió una vida de señorito, o casi, y ya en 1900 pudo viajar a México, en un
viaje del que recordó todos los detalles. Otra cosa significativa es que fue
condiscípulo en el seminario del primer cardenal que hubo en México, otro
personaje jalisciense, José Garibi Rivera. De modo que no era raro recibir la visita,
en casa, de Garibi o de monseñor Orozco y Jiménez. Lo que no sucedió, en cambio,
con don Pascual, acaparado por el gran problema de la revolución cristera.
De hecho, otros obispos y jerarcas eclesiásticos mexicanos nunca le perdonaron
a don Pascual que hubiera, según ellos, comprometido a la revolución cristera. Pero
lo que sucede es que él se dio cuenta que esa guerra no tenía sentido, no tenía ni
pies ni cabeza, y se cometían toda clase de atrocidades terribles, secuestros,
asesinatos, incendios, torturas, por parte de ambos bandos. Coincidió con esta
opinión el presidente Portes Gil, que se hizo entonces famoso con su bombardeo de
comestibles y ropas y mensajes en los que ofreció la libertad a todos aquellos
cristeros que depusieran las armas y obedecieran al arzobispo. Siendo pues un
pacificador, a don Pascual la Iglesia le ha guardado cierta distancia.
Decía que, al subir de nivel de vida la familia, así como en la estima social, mi
padre Felipe y su hermano Esteban se convierten en señoritos, en hombres de
corbata de moño y camisas de céfiro. Y ahora que digo céfiro pienso que habrá que
dedicarle un capítulo a las telas. También fui vendedor de telas.
Pero antes de pasar a otra cosa, en lo que respecta al origen de la familia debo
señalar que, aunque mis dos apellidos son ambos de origen vascongado, Arreola y
Zúñiga, el que debía corresponderme, Abad, que viene de abba —padre en arameo
—, quizás lo relegó mi bisabuelo a segundo lugar en un intento de borrar una
última fama de converso.
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