miércoles, 18 de septiembre de 2024

ALCEO PRÓLOGO



[ INTRODUCCIÓN ]

ALCEO:

LA RESISTENCIA

Nomen est omen, decía Plauto. “El nombre es presagio”, una sentencia que en

la antigüedad tenía una significación especial. El nombre de Edipo, “el de los

pies hinchados”, marcó su destino de abandono; Odiseo fue “el odiado por

hombres y dioses”; Aquiles, “el sin labio”. Sin embargo, no solamente en los

mitos el nombre del individuo tenía un peso específico que determinaba sus

características básicas: sus virtudes, sus defectos, su identidad. Así, el autor

Teofrasto era “quien habla como los dioses”, gracias a su maravillosa

elocuencia; Pablo de Tarso dejó de ser Saulo para llamarse a sí mismo “el

pequeño”.

Alceo es la translación castellana del nombre Ἀλκαῖος, que encuentra su origen

en el sustantivo femenino griego ἀλκή, que significa “coraje” o “arrojo”. En

ocasiones, Homero lo usó con un matiz diferente: ἀλκή era la contraofensiva, “la

fuerza que aparta el peligro”. Heródoto y Esquilo lo empleaban para hablar de

“resistencia”, de la “guardia”. Para Esquilo significaba, simplemente, “lucha”,

“batalla”.¹ Alceo, entonces, sería “el valeroso”, “el defensor”. Si la sentencia

latina es cierta, los significados del nombre Alceo refieren con exactitud lo que

fue su carácter: un hombre en constante lucha, arrojado a defender lo propio,

celoso guardián de lo heredado. Alceo fue, pues, la resistencia.

Pero, ¿quién fue Alceo? La respuesta, a decir verdad, no es fácil. El problema de

su identidad estriba en la poca información que la antigüedad nos heredó. No se

cuenta con ningún documento que date, con exactitud, ni su fecha de nacimiento

ni la de su muerte. Lo único cierto es que fue un poeta “lírico”, nacido en la

ciudad de Mitilene, capital de la isla de Lesbos, cuyos poemas fueron colectados

en no más de diez libros. Fue reconocido como el inventor de la estrofa alcaica y

como un incansable enemigo de los tiranos de su patria, sufriendo el exilio dos o

tres veces.

Los escasos restos que tenemos de su poesía impiden tener un panorama

completo de lo que fue la vida y obra de Alceo. Al parecer, con el paso de los

años, con el arribo de la Cristiandad, con nuevos paradigmas estéticos y morales,

su poesía perdió interés y vigencia. Pudiera ser que los copistas de los clásicos lo

hubieran censurado, que las obras se hubieran perdido mucho antes o que ya

para la Edad Media no quedara completo uno solo de sus poemas;² eso no puede

saberse. Por ello, lo que nos ha quedado de Alceo, sus poemas y fragmentos, son

rasguños de un retrato, hilados de un traje, polvo de lo que fue, algún día, una

brillante y colorida efigie. Estatua a la que muchos estudiosos han querido dar

forma, dinámica, textura y color.

De la vida privada de Alceo no se sabe gran cosa. Se ignora si se casó alguna

vez, si tuvo hijos o propiedades. Tal vez aquella información no resultaba muy

relevante y, por ello, fue omitida por los estudiosos de la antigüedad. Tampoco

hay demasiadas referencias directas a la vida privada en los fragmentos que

poseemos de Alceo y las que hay sirven para explicar o ahondar en algún tema

político. Porque la vida pública de Alceo, la vida que llevó como integrante

político de su ciudad —padeciendo los vaivenes de Mitilene—, fue la que marcó

la mayor parte de su composición poética.³ Ya lo había dicho Dioniso de

Halicarnaso:

Si en muchos lugares removieras el metro, hallarías

retórica política.⁴

Mitilene, igual que toda Grecia, en la época arcaica (desde el siglo VIII al VI a.

C.) fue un lugar de severas convulsiones y de cambios políticos y sociales: los

antiguos clanes reales desaparecían o eran exterminados; las aristocracias se

hacían del poder; los griegos se expandían por el mundo, fundando nuevas

colonias, agudizando el fenómeno de las migraciones; la clase comerciante

estaba en auge y los tiranos eran una nueva realidad emergente que confrontaría

a los aristócratas.

La pólis de Alceo fue fundada en tiempos míticos por Pentilo,⁵ hijo de Orestes.

Ésta, como se ha dicho, era la ciudad capital de la isla de Lesbos, pero no era la

única importante; existían al menos otras cuatro ciudades relevantes: Antissa y

Metimna —las que tenían el dominio del norte de la ínsula—, Eresos, que se

encontraba al oeste, y Pirra, en el golfo central. Mitilene, que controlaba el este

de la isla, no tenía el poder

sobre las demás ciudades, ni religioso ni político. Cada ciudad lesbia gozaba de

autonomía: tenía su propio sistema de cultos y rituales, conforme a su calendario

sagrado. Mitilene estaba unida a ellas por una alianza religiosa llamada

anfictionía —que contemplaba un sistema común de creencias—, reafirmada

cada cierto tiempo en el marco de juegos locales, festivales religiosos y otro tipo

de certámenes. Existen datos que confirman esta idea, pues se conoce, por

Alceo, que los lesbios erigieron un templo común para los dioses, y que existían

concursos de belleza en los que todas las lesbias participaban. La lengua

hablada en esas regiones era el eólico, antiguo dialecto griego, bastante distinto

del ático o del dórico, con características muy especiales.

Mitilene, hasta fines del s. VIII a. C., estuvo gobernada por los descendientes de

su fundador Pentilo, los Pentílidas,⁷ personajes que, según Aristóteles, eran

crueles y azotaban a palos a sus ciudadanos. Empero, para inicios del s. VII a.

C., los Pentílidas no regían Mitilene de una manera absoluta, sino que el poder y

la duración del cargo del rey —que era una especie de presidente— dependían

de la aprobación de los nobles. Sin embargo, los reyes seguían cometiendo

excesos. Los nobles, inferiores a los Pentílidas en cuanto al linaje, hartos de sus

vejaciones y abusos, se conjuraron contra ellos y, acaudillados por dos héroes,

primero por Megacles y luego por Esmerdis, asesinaron a algunos miembros de

la casa real, a fin de conseguir el control de la ciudad.

Para mantenerse en el poder, los nobles reformaron el código de normas creando

la eunomía —la buena ley—, instaurando las sesiones populares del Ágora y el

exclusivo Consejo, y se sustentaron mediante la posesión y explotación de

tierras.⁸ Una de las máximas que crearon fue que sólo los eupátridas, es decir, los

de buen linaje, podían regir, a la par de otros nobles, la ciudad. Las capas

populares estaban bajo su señorío.

Los nobles, entonces, tomaron el control de la ciudad. Sin embargo, el acuerdo

entre ellos no era absoluto y por eso usaron las antiquísimas heterías —grupo de

compañeros o amigos, de origen militar— como asociaciones políticas, para que

cada familia o grupo de familias se unieran en pos de una idea común sobre los

destinos de la pólis. Y aunque éstas heterías o facciones —antecedentes de las

agrupaciones políticas desarrolladas en la Grecia Clásica— mantenían la

ortodoxia y el consenso interno por medio de la lealtad a los juramentos verbales

y por la consanguineidad de sus miembros, hacia el exterior rivalizaban con

otras facciones hasta alcanzar niveles encarnizados, desestabilizando la vida de

la ciudad.

Las continuas trifulcas promovidas por las heterías mitilenias produjeron gran

malestar social, pero, sobre todo, enfado entre ciertos grupos de nobles que no

concordaban con estas prácticas. Por ello, es posible pensar que algunos

aristócratas, contando con el apoyo de las capas populares, buscaron en un solo

hombre, en un autócrata, la solución a los males acarreados por las luchas

intestinas por el poder.¹ Este autócrata respondía al apelativo de τύραννος: un

gobernante que estaba por encima de la eunomía, de la ley. Y, mientras que para

los nobles más radicales era aborrecible, para algunos otros –junto con el

pueblo– constituía, en ese tiempo particular, la solución a muchas de sus

necesidades, como la posibilidad de incidir en la política o conseguir la paz.

En ese marco de grandes cambios sociales y políticos, aconteció la vida del

poeta que nos atañe. Alceo nació en cuna aristócrata, entre los años 630 y 620 a.

C.¹¹ De su familia algo se conoce: tenía, al menos, dos hermanos mayores,

Ciquis y Antiménidas.¹² Ambos estaban aliados en una facción que formaba

parte de la clase gobernante de Mitilene.¹³

Pocos años después del nacimiento del poeta —y como si fuera un presagio de lo

que sería su vida—, se generó el primer conflicto entre la facción de los Alceidas

y un tirano emergente, llamado Melancro. Los hermanos de Alceo, Antiménidas

y Ciquis, aliados con otro noble llamado Pítaco,¹⁴ se enfrentaron a Melancro y,

según Diógenes Laercio, lo derrocaron entre los años 612 y 608 a. C. Alceo, al

parecer, no formó parte de la deposición, posiblemente debido a su juventud,

pues Diógenes no lo menciona.¹⁵ Sea como fuere, Melancro no parece ser un

tema presente en la poesía alcaica, al menos no en los fragmentos que

actualmente se conservan; sólo se le menciona —tal vez irónicamente— en el

fragmento 331.

Varios años más adelante —las fechas son inexactas—, Alceo tuvo, tal vez, su

primera experiencia bélica: la guerra del Sigeo. Este conflicto se suscitó ente

Mitilene y Atenas por la posesión del Sigeo, un promontorio en la Tróade,

estratégico para los viajes al Helesponto.¹ El héroe de la contienda fue Pítaco,

compañero de Alceo y líder de la facción y del ejército mitilenio.¹⁷ Se cuenta en

varios testimonios que Pítaco se enfrentó al general de los atenienses, llamado

Frinón (quien había participado en el pancracio de los juegos Olímpicos), en un

combate singular,¹⁸ como aquellos que se narran en la Ilíada. Pítaco demostró su

inteligencia al vencer a Frinón mediante una fabulosa hazaña: ocultando una red

bajo su escudo, dejó que el ateniense se acercara lo suficiente y se la lanzó.

Atrapado e indefenso, Frinón fue asesinado por Pítaco y el combate se detuvo.

Esta acción de Pítaco evidenció su carácter: no era un noble tradicional; podía

utilizar el engaño para lograr sus fines.

En algún momento del conflicto y tras la pérdida de Frinón, los atenienses

solicitaron que un extranjero —Periandro de Corinto— fungiera como árbitro,

para mediar entre los ejércitos y decidir a quién le correspondía la posesión del

Sigeo. Periandro concedió a los atenienses el uso y explotación del Sigeo y

otorgó a los mitilenios la posesión del Aquileo, la tumba del héroe mítico

Aquiles, que se encontraba en Tracia.

Aunque los mitilenios perdieron el dominio del Sigeo, por el arbitrio de

Periandro, las acciones de Pítaco, seguramente, lo elevaron a calidad de héroe en

su patria y su fama creció. Alceo, por su parte y según él mismo explica en un

poema enviado a su amigo Melanipo, huyó de la batalla y abandonó su escudo

en manos de los atenienses, quienes lo colgaron en el templo de Atenea como

ofrenda votiva.¹ Sin embargo, y aunque esta acción era censurable, Alceo nunca

fue reputado como cobarde, pues su intención con ese poema, siguiendo con el

pensamiento aristocrático, era explicar que, a veces, los infortunios son

inevitables, pero que hay que sobreponerse y, posteriormente, volver a la lid con

ánimos renovados.²

A la vuelta de la guerra del Sigeo —y sin tener mayores noticias que aclaren el

panorama—, un nuevo autócrata tomó el poder en Mitilene: Mirsilo. Con el

ascenso de Mirsilo, inició con todo su esplendor la actividad poético-política de

Alceo. De ésta época son sus dos más famosas “alegorías de la nave”,²¹

composiciones que invitaban a los Alceidas a cobrar fuerzas y oponerse con todo

al tirano, al mostrar una situación de naufragio, en la que la nave-ciudad (de

orden aristocrático) estaba a la deriva, amenazada por las olas que se enfilaban

como un ejército, azotada por los vientos de la revuelta. Alceo formaba parte

activa de la facción y hablaba por ella, que veía en Mirsilo la materialización de

sus pesadillas.

Como integrante de la facción, Alceo participó en una revuelta que intentó

derrocar a Mirsilo. Esta conjura no tuvo el éxito previsto y, derrotados, él y sus

compañeros fueron, por primera vez, exiliados a la ciudad lesbia de Pirra²² —a

35 km. de Mitilene—. Pasado el tiempo, cuando Mirsilo viajaba cerca de aquella

ciudad, los compañeros de Alceo intentaron asesinar al tirano, pero ese empeño,

de nuevo, falló, gracias a que éste fue salvado por su guardia de mercenarios.²³

Después, al parecer, la facción logró deponer a Mirsilo y exiliarlo, pero el tirano

regresó en la embarcación de un conocido de Alceo, llamado Mnamón, al que el

poeta reprocha, en uno de los fragmentos, haberle proporcionado los medios

para volver.²⁴

Entonces, ocurrió el momento clave en la vida de Alceo: Pítaco, su amigo y

líder, entendiendo —posiblemente tras tanto revés sufrido— que la solución a la

situación política de sus tiempos no estaba ni en las armas ni en el furor que su

facción promovían, utilizó la diplomacia para hacerse del poder. La diplomacia

era, al menos para el grupo de Alceo, un recurso impensable, pues suponía

pactar con el poder de los tiranos y, con ello, olvidarse del más grande vínculo de

los compañeros de la facción: los juramentos. Pítaco, sin tener cuidado por esas

formas tal vez ya gastadas e ineficientes para el tiempo, traicionó los

juramentos,²⁵ dejó la facción y, según Alceo, se fue “a medias” con el gobierno

de Mirsilo para asegurar que la paz reinara en Mitilene. Y así, tal como lo había

hecho contra Frinón, Pítaco, el oculto, desplegó su red y asestó el golpe mortal.

Esta fue su

nueva forma de hacer política, en la que encontró la posibilidad de realizar un

gran cambio en Mitilene: cesar la lucha de las facciones y su violencia.

Cuando ocurrió la muerte de Mirsilo, la que Alceo celebró con entusiasmo

desmedido,² Pítaco convocó a una especie de elección a mano alzada (se

desconoce si fue aclamado por una mayoría de nobles dentro del Consejo²⁷ y por

el pueblo) en la que resultó ser nombrado dictador o magistrado,²⁸ en el año 590

a. C. Su cargo, según los pormenores, duraría sólo diez años, pues era electo

únicamente para llevar la paz a Mitilene. Y para alcanzarla, Pítaco se debía

enfrentar a sus antiguos compañeros, entre los que estaba incluido Alceo.²

Pítaco, a la postre, fue considerado uno de los siete sabios de Grecia, reconocido

por ser el creador de normas particulares (restringió, por ejemplo, la ingesta

excesiva del vino o los gastos funerarios), pero, sobre todo, por ser quien

terminó con la discordia producida por las revueltas.³ Pítaco estuvo en el poder

diez años (tal como se le había encomendado), se retiró de la vida pública y

murió diez años después.³¹

Y aunque Pítaco fue designado y su cargo era provisional, para Alceo era un

tirano, un autócrata que estaba por encima de la eunomía; un traidor que en sus

acciones dejaba ver un halo de poder absoluto: se casó con una mujer de la casa

Pentílida, tenía guardaespaldas³² y perseguía y confiscaba los bienes a algunos

nobles exiliados. Lo único real es que los dichos de Alceo —los cuales podrían

ser ciertos, pero están evidentemente exagerados— son un producto literario

altamente persuasivo, con el que buscaba destruir a una de las más famosas

figuras políticas del tiempo: al héroe pacificador, al que vencería la resistencia.

Por ello, el oficio poético de Alceo era bastante complejo.

Sin embargo, algunos expertos han considerado que el único plan político del

poeta era la violencia irracional, y otros sugieren que tenía intenciones

revolucionarias particulares, esto es, querer gobernar, basados en un testimonio

de Estrabón.³³ Y aunque en la antigüedad se poseían más elementos de la vida y

obra de Alceo, es posible pensar que el poeta no tenía por qué abrigar un plan

político propio, salvo reivindicar el derecho de su grupo a ejercer el poder, lo que

consideraba cierto y natural. Intentaba devolverle a la hetería lo que era suyo,

revivir el mundo que se estaba colapsando. La única intención de Alceo —como

vocero de su facción— era suscitar la revuelta de los nobles, regresar al antiguo

orden³⁴ y salvar a la ciudad. Para conseguirla, pues, debía enfrentar a Pítaco con

todas sus capacidades. Por ello, empleó la poesía como su principal arma, para

urgir a su grupo a defender su patria y su sistema de creencias. Y es aquí donde

Alceo, el nombre, se convirtió en presagio.

La poesía, basada en el pensamiento aristocrático, fue la única herramienta con

la que Alceo resistió a sus tiempos. Con ella intentó destruir la figura de los

tiranos: a Mirsilo por medio de la arenga a la facción; a Pítaco, llenándolo de

insultos centrados en su familia, llamándolo “de mal linaje”;³⁵ arremetiendo

contra la decisión y contra quienes lo nombraron dictador; e invitando a su grupo

a atacarlo, para evitar la ruina de la ciudad. Los argumentos contra Pítaco no

eran filosóficos, sino prácticos, efectivos, concretos. Alceo buscaba, por medio

de ellos, concebir una figura antinómica, casi monstruosa,³ enemiga del orden

ancestral, un rival al cual combatir, al que se debía remover para lograr el

bienestar y llevar a la ciudad a buen puerto.

Por eso, Alceo llamaba a sus compañeros a no dejar nunca la batalla a pesar de

las constantes derrotas y a aferrarse al orden heredado. Estos y otros poemas

fueron llamados en la antigüedad, por los editores de Alceo —Aristófanes de

Bizancio y Aristarco— , como στασιωτικά, “poemas de revuelta”. En unos,

atacaba sin piedad a todos los tiranos, desde Melancro hasta Pítaco, pasando por

algunas familias de nobles rivales;³⁷ en otros, componía desde el exilio,

enviándoles poemas a sus amigos mediante algún intérprete, lamentándose de

estar lejos de la política y de ellos mismos.³⁸ Alceo narraba su suerte formando

parte de ejércitos extranjeros, llamaba a sus camaradas a olvidarse de la derrota y

a practicar una guerra sin fin contra los tiranos; les infundía vigor, invitándolos a

portar honorables vestes guerreras, y comparaba a sus enemigos políticos con

funestos personajes míticos. El poeta creía que con esto podía lograr su cometido

y aspirar a devolverle a su ciudad, al pueblo, el orden antiguo; al que

consideraba el óptimo. Sin embargo, perseguido y tribulado, su poesía —su

escudo— no sólo estaba revestida con la revuelta, sino con toda la tradición

aristocrática: la religiosidad, la amistad, el amor, y el vino.

Cuando todos los intentos humanos fallaban, Alceo se abandonaba al juicio de

los dioses. En el mundo griego antiguo esta actividad no era quehacer exclusivo

de los sacerdotes o de los ministros de culto. El poeta cumplía un rol social y

religioso trascendental: era el intermediario por el cual una ciudad o un grupo

humano expresaba sus pesares, necesidades o acciones de gracias. El cantor

ponía en los oídos de los dioses un himno que intentaba persuadirlos; por ello, el

himno debía emplear métodos suficientes para lograrlo: algunas veces se echaba

mano de la danza, de los coros, de la repetición y las fórmulas.

El caso de Alceo como cantor de himnos es peculiar. Por lo que se conoce, era

un poeta solista —monódico— que no empleaba el coro o la danza en sus

ejecuciones. No existe testimonio fidedigno alguno que alumbre el enigmático

performance hímnico de Alceo. Tal vez lo único que se podría aseverar es que

Alceo no cantaba bajo encargo externo, ni se contrataba, no era un poeta

“profesional”,³ sólo componía para el bien de su grupo (que para él era, por

extensión, el bien de la ciudad).⁴ Siguiendo esta idea, sería adecuado pensar que

los himnos de Alceo pudieron haber sido ejecutados en el marco de las

festividades religiosas y conmemorativas (onomásticos, aniversario de

fundaciones, etc.) que su grupo político celebraba.

Alceo, como vocero de la facción, era el responsable de persuadir a los dioses de

intervenir en los asuntos que su grupo solicitaba y es aquí donde entraban en

juego las capacidades creativas del poeta. Estas capacidades tenían que ver con

la posibilidad de variar temas y conocimientos antiguos. Alceo, pues, echó mano

de Terpandro, de Arión y de la tradición hímnica anterior a él, para ponerla al

servicio de sus cantos. El mito estaba contemplado en la educación aristocrática

de la antigüedad. Al conocer las historias de los dioses y sus hazañas, Alceo

tenía la clave para atraer hacia su grupo la benevolencia de los dioses. Este poder

que tenía Alceo como cantor de himnos lo distinguía de los demás aristócratas:

sólo él conocía la melodía que transformaba, era pieza esencial de la

comunicación con

las deidades. Por su poesía, se sabe que Alceo, compuso varios himnos, llamados

ὕμνοι, a Apolo Délfico, Atenea Itonia (en la ciudad de Coronea), y a Eros, entre

otros.⁴¹

Otro de los refugios de la poética alcaica fueron la amistad, el amor y el vino. En

cuanto a sus amigos, se conocen muchos: Bicquis, Agesiledas, Esimidas,

Melanipo, el efebo Menón y Lico, su preferido.⁴² Con ellos departía en el

simposio, lugar de reunión de los varones nobles, donde se planeaba la política,

se hablaba de los problemas existenciales y religiosos, escuchaban máximas y

consejos, y obtenían placeres sensuales.⁴³ Ahí participaban, como un coro de

comensales o, en algunas ocasiones, como intérpretes en sustitución del poeta. El

cantor —ya Alceo, ya algún otro compañero— se hacía escuchar, acompañado

de la lira, el bárbitos o el paktis,⁴⁴ y trataba de amenizar el convivio usando la

improvisación, respondiendo a sus compañeros con un consejo, invitándolos a

beber y a segur unidos.

El carácter amatorio de Alceo parece ser (por la casi nula conservación de los

fragmentos de sus canciones llamadas ἐροτικά) un tema secundario; sin

embargo, según varios testimonios de la antigüedad, Alceo era considerado un

amante juvenil, no sólo un poeta de revuelta o hímnico, cuya erótica era,

fundamentalmente, homosexual y paideútica.⁴⁵ Pero estos elementos, insertos en

un contexto restringido, eran una característica de su grupo: la facción

aristocrática que, como cualquier otro grupo griego, no estuvo exenta de tener

algún origen cultual o ritual. Se podría pensar que la hetería fue, en algún

momento de la historia, un grupo de iniciación para los jóvenes que aseguraba la

transmisión de conocimientos. Por ello, la hetería, no generó nunca en el mundo

griego algún conflicto con la heterosexualidad, ni provocó inconsistencias en la

institución del matrimonio. El amor a los jóvenes y a los efebos fue una herencia

que el aristócrata continuó practicando —y cantando—, como signo inequívoco

de su identidad, hasta bien entrado el s. I a. C.⁴

El vino, por otra parte, era el único filtro real, por medio del cual el hombre se

mostraba verdaderamente. Tras la traición cometida por Pítaco, Alceo sólo

confiaba en que el vino revelaba los secretos del alma humana:

El vino es la mirilla del hombre.⁴⁷

Para él, el vino bebido inmoderadamente⁴⁸ servía para alejarse —sin conseguirlo

plenamente— de la realidad, para quitarse de encima una bochornosa tarde

estival o el inclemente invierno,⁴ o, simplemente, para olvidar los males:

Es inútil dar el alma a los males,

pues nada ganaremos afligidos,

Bicquis; el óptimo remedio

es embriagarse, trayendo vino.⁵

A pesar de todos los esfuerzos por resistir a los cambios propios de sus tiempos,

lo único que permaneció en la vida de Alceo fue la turbulencia: sufrió varios

exilios —no se sabe realmente si fueron dos o tres—, a veces a Egipto o a Pirra,

y al parecer, se contrató junto con su hermano como soldado de fortuna en

Medio Oriente, luchando unas veces por el ejército lidio, otras por los

babilonios.⁵¹

Acerca de esto hay un suceso importante en su vida: la batalla “junto al Puente”.

Al parecer, su hermano Antiménidas y él combatieron junto a los lidios y su rey

Aliates —cabeza de un imperio asentado en la antigua Sardes y destruido

posteriormente por los persas, acaudillados por Ciro el Grande— en contra del

rey medo Astiages.⁵² Alceo y su hermano, probablemente, luchaban al lado de

los lidios y su rey porque tenían la esperanza de que, granjeándose el favor de

Aliates, éste les proporcionaría los medios para reinstaurar el viejo orden en

Mitilene y deponer a Pítaco.

De cualquier modo, Alceo nunca pudo vencer a Pítaco, ni destruir su figura por

completo,⁵³ ni reinstaurar el viejo y radical orden de pensamiento. Tal vez murió

tiempo después de su enemigo, quien habría fallecido hacia el año 570 a. C.; tal

vez nunca regresó a su patria. Se puede inferir, por medio de su poesía, que

Alceo pudo haber llegado a viejo; sin embargo, todas son simples sospechas.

Diógenes Laercio nos entrega la noticia de un encuentro, probablemente ficticio,

de estas dos caras de la moneda, de Pítaco y Alceo. El dictador, habiendo

capturado por fin a su enemigo, decidió sobre la vida del poeta con una frase

genial: “el perdón es mejor que el castigo”.⁵⁴

De esto, nada se conoce con certeza, sólo que en ningún sitio está documentada

la vuelta de Alceo a su patria, ni el lugar ni la fecha de su muerte.⁵⁵

Pero la conciliación final sucedió, al menos, en el chisme, en lo literario. Mas

nunca se podrá saber si Alceo fue capturado o desistió en algún momento de la

lid; si abandonó la empresa a la que dedicó toda su vida y, cansado y harto, vio

cómo la defensa cedía; si Alceo, varón de Ares, murió resistiendo, aferrado a sus

ideales, como presagiaba su nombre.

Muchos años después de su muerte, en época romana y como honor postrero a

su tenacidad, a su fuerza —o tal vez de manera irónica—, la moneda de Mitilene

tenía acuñado, por un lado, el perfil de Pítaco y, en el otro, una efigie del furioso

Alceo.

Javier Taboada Cortina

La presente versión

La traducción que realizo de Alceo es en verso. Sin embargo, el verso que elegí,

aunque intenta seguir el número de sílabas del metro griego, es libre. Quien

busque tanto una traducción rítmica o silábico-acentual correlativa al griego,

como una traducción adaptada al metro castellano, puede acercarse a algunas

otras magníficas versiones consignadas en la bibliografía.⁵

El presente libro es un texto de difusión, que contempla un comentario

interpretativo prudente que ayude al lector a entender algo de la fragmentaria

poesía de Alceo. De este modo, se encontrará con que el poema en griego se está

confrontado con su traducción y en una nota —si se consideró necesario— el

comentario. Sobre éste: no hay nada terminante con los poetas líricos, gracias a

lo fragmentario de su poesía y a la poca información que tenemos de ellos. Los

comentarios contenidos en este libro aspiran a facilitar la comprensión de los

poemas y fragmentos de Alceo mediante referencias históricas, míticas, sociales

o religiosas, además de ofrecer algunas posibilidades de interpretar los poemas

alcaicos con base en autores modernos y antiguos, presentando, en algunas

ocasiones, una opción propia. Sin embargo, como se ha dicho, ninguna puede

considerarse como definitiva ni libre de error.

La base de los fragmentos seleccionados y su numeración procede de la edición

realizada en 1982 por David A. Campbell, para la colección Loeb Classical

Library, publicada en Harvard. Ésta, a su vez, es heredera de la edición de Lobel

y Page (L-P), publicada en Oxford, en 1955, bajo el título Poetarium Lesbiorum

Fragmenta.


FUENTE

Poemas y fragmentos de Alceo

Colección Ión

Serie Poesía

D.R. © Textofilia S.C., 2010.

D.R. © Introducción, traducción y notas de Javier Taboada Cortina.

D.R. © Portada “Suspensión 6” de Omar Barquet, proporcionada por Arróniz

Arte Contemporáneo.

D.R. © Diseño interiores y portada Textofilia S.C.

Textofilia Ediciones

Gabriel Mancera No. 505, Int. 1

Col. Del Valle Norte, Del. Benito Juárez,

C.P. 03100, México, D.F.

Tel. (52 55 ) 55 75 89 64

editorial@textofilia.com

www.textofilia.com

Primera edición.

ISBN: 978-607-7818-56-4

Edición especial para la Biblioteca Pública Digital de Chile

Sistema Nacional de Bibliotecas Públicas - DIBAM

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la

reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento

sin la autorización por escrito de los editores.

sábado, 31 de agosto de 2024

La Mujer y el Amor en Bécquer y en Baudelaire Mª Del Rosario Delgado Suárez

 


El presente estudio gira en torno al análisis de dos conceptos vitales de la poesía, el amor y la mujer, vistos desde la perspectiva arrolladora y feroz de un poeta destrozado por las noches de alcohol y deseos inconfesables, que inmortaliza tanto a damas imposibles como a conocidas rameras, y por otro lado, bajo el tamiz etéreo de un poeta que en su soledad y enfermedad sublima a la mujer más cálida como a la más infernal. Parecería descabellado realizar un estudio comparativo entre dos genios a priori distanciados, pero nada más lejos de la realidad, estos dos “Padres del Modernismo” coinciden en puntos vitales y artísticos y es sorprendente comprobar las analogías tanto biográficas como literarias, aunque eso sí, manteniendo cada uno su propio perfil inconfundible. A través de sus versos descubrimos el maravilloso universo que regalan los poetas a sus musas y éstas le conceden el don de la inmortalidad ofreciendo al lector, la bienvenida a las cavernas de estos dos artistas. Desvelamos pues, el alma rota, los versos negros, las musas de luna y el apasionante viaje por los senderos literarios de dos genios que nunca antes estuvieron tan cerca.


viernes, 30 de agosto de 2024

Manuel García Viñó TEORÍA DE LA NOVELA




Manuel García Viñó

TEORÍA DE LA NOVELA

INTRODUCCIÓN

Mi interés por encontrar lo específico novelístico, es

decir, aquello por lo que una narración no solamente

es una novela, sino una novela con valores estéticos estrictamente

novelísticos, data de los años sesenta, cuando se

dio la circunstancia de que varios novelistas, en artículos y

entrevistas, coincidieron en negar el carácter artístico de

la novela. Mi amor por el género y mi afición a los problemas

de la estética me llevaron a aquella búsqueda, con la

intención de demostrar que estaban equivocados. Unos

treinta años he tardado en comprender que, atendiendo a

las obras concretas, aunque no fuesen de las desdeñables,

por carecer por completo de literariedad, ellos llevaban

razón. Algún tiempo más, en aislar, en un sentido químico,

una serie de obras narrativas que sí merecen ser consideradas

obras de arte —insisto: puramente novelístico— v

que ni mucho menos son todas cuantas se consideran,

y con razón, grandes novelas. No es lo normal, pero las

novelas como manifestaciones puras de la bella arte de la

literatura pueden existir y existen.

No fue injusto Aristóteles al dejar la novela fuera de su

Poética. Tampoco se equivocaron los neoclásicos, en el siglo

XVIII, al empeñarse en no alinearla junto a los géneros

literarios —epopeya, tragedia— más nobles. Y las razones

por las que Paúl Valérv rechazaba la novela como integrante

del arte literario por su prosaísmo antiartístico son plausi9

bles. La novela, para el autor de El cementerio marino, quedaba

al margen de la magia de lo poético. Sin duda, Valérv

no tuvo tiempo de alcanzar a conocer lo que empezaba a

emerger a su alrededor. Hov, sin embargo, ¿quién sostendría

que, aun aplicándoles el medidor más exigente de los

valores estético-literarios, La metamorfosis, El ruido y la

furia, Hacia el faro, Hacedor de estrellas, El viejo y el mar,

La celosía, El tambor de hojalata, El hombre sin atributos,

La conciencia de Zeno, Modéralo Cantábile, El empleo del

tiempo, Los acantilados de mármol, Planetarium, La muerte

supitaña, El círculo vicioso, Un espacio erótico, El laberinto

del Quetzal, Adolfo Hitler está en mi casa, La revuelta,

Un nudo en la eclíptica no entran dentro del ámbito mágico

de lo poético, sobre todo de lo poético entendido en el

sentido esencial en que lo entendió Emil Stciger? Entran,

ciertamente. Entre otras razones, por implicar altas dosis

de extrañamiento —siendo el extrañamiento uno de los

principales, si no el principal, manantiales de valores estéticos—,

de magia, de atmósfera, que la sitúan al margen

de la mera artesanía literaria. Toda obra de arte, es lo que

quiero decir, ha de crear un clima surreal, transrreal o

suprarreal, que le permita envolver en algo muy parecido

a un campo magnético, emanante del libro, al que con término

genérico podemos llamar espectador. Es cuando, cerrada

en sí misma, y envolviendo en su unidad, en su

completez, al contemplador, pasa a constituirse en un símbolo

—un símbolo de sí misma— que, lejos de no significar

nada, significa, como dice Juan Plazaola, todo. Es decir,

«el arte encarnado en una obra maestra confiere a un

fragmento de la realidad la dignidad de un absoluto». En

el sentido de Steiger, esto es, de tomar lo poético como

esencia y raíz de todo lo artístico, digo que la novela-novela

del siglo XX se basa en eso: en una poética, como la del

XIX se apoyó en una novelística, que no tenía por qué ser

plenamente estética en un sentido novelístico, aunque pudiera

serlo en uno épico, lírico o dramático. (Entre las obras

10

de los grandes novelistas intelectuales del XIX, tales las de

Dostoieskv, Stendahl, Balzac, Dickens, Thackerav, Galdós,

Clarin, o del XX —Mann, Hesse, Pavese, Julien Green,

Mauriac, Hnxley, Morgan, Steinbeck, Scott Fitgerald...—

habría que establecer una casuística.) Cuidado entonces

con reducir lo estético-novelístico, lo poético-novelístico

—error muy frecuente entre los críticos y los lectores, cualificados

o no, españoles— a la belleza del lenguaje. El lenguaje

en la novela tiene que tender a ser más funcional que

bello, lírico o musical. De hecho, escribir «con pluma galana

», con muchos tropos e ingeniosas ocurrencias, más bien

dificulta la tarea del verdadero novelista, mejor dicho, del

novelista artista de la novela. Los elementos decisivos en

estética novelística vienen de otro lado: de unos factores a

los que me referiré a lo largo de este libro, especialmente

el de composición o forma de presentación, con los necesarios

bulto, consistencia y expresividad, de la realidad:

realidad literaria, claro, que es algo que nada tiene que ver

con el realismo de que adolecen algunas, muchas, obras

particulares. Y ya que me he referido varias veces, de manera

diferente, a la novela-obra-de-arte y al novelista-artista,

diré que estoy dispuesto a obedecer a Occam cuando

decía —Quaestiones Quodlibetales— que no se deben multiplicar

los seres sin necesidad, v recurriré a la perífrasis

siempre que tenga que distinguir una y otro de lo que

comunmente se entiende por novela y novelista.

Decía que mis reflexiones sobre el tema comenzaron

en los años sesenta. Algunas ideas quedaron desperdigadas

por artículos publicados en periódicos y revistas especializadas,

y en mi libro Novela española actual: Madrid,

Guadarrama, 1967. Pero, antes y después de la publicación

de éste, mantuve una correspondencia, en la que tratamos

bastante del tema v que duró unos cinco años, con

Andrés Bosch, que, para mí, es quien primero reflexionó

entre nosotros sobre la novela en un sentido artístico, a

partir de unas ideas suyas muy claras sobre la obra de

11

Proust, Jovce, Virginia Wooll—de quien fue el mejor traductor

al español—, Faulkner, Kafka, Musil y Svevov, más

tarde, los miembros del guipo del nouveau román. Su novela

La revuelta constituye, a mi juicio, el paradigma de la

novela-obra-de-arte en España, junto con El círculo vicioso,

Un espacio erótico, El laberinto del Quetzal, Adolfo Hitler

está en mi casa y Un nudo en la eclíptica y, fuera. El empleo

del tiempo, La celosía, Malone muere, La ruta de Flandes,

La metamorfosis, El viejo y el mar o El ruido y la furia, entre

otras. Fruto de aquella correspondencia y de no pocas

conversaciones fue el libro El realismo y la novela actual,

compuesto por una introducción y un ensayo de Andrés y

dos ensayos míos, publicado por la Universidad de Sevilla

en 1973. Los que se refieren al contenido de este libro se

reseñan en su bibliografía.

En el tránsito de los siglos XX a XX1, se ha puesto de

moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y

otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con

la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya

en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la

muerte del arte», igualmente se habló de la desaparición

del que se dice es el género literario más joven. Si hemos de

creer las informaciones de los periódicos, cada año, desde

hace varios, esa defunción se anuncia en los cursos de verano

de la Universidad Internacional Menéndez Pelavo de

Santander y en los de la Complutense en El Escorial. En

los días en que redacto este prólogo me entero de que ha

sido el académico y novelista Francisco Avala, quien ha asegurado

con contundencia que la novela pertenece al pasado,

porque ha perdido su función oricntativa, sin la cual,

según él, para nada sirve.

Ninguna preceptiva antigua, ninguna teoría moderna,

ninguna razón estética o histórica, sobre todo, ha relacio-

12

nado el ser de la novela con ninguna función orientativa,

que vo sepa. ¿Orientativa de qué, de quién y para qué?

Supongo que del lector, pero ¿en qué sentido? Avala es profesor

de derecho político v tiende a reducirlo todo a una

sociología bañada de un cierto paternalismo. En ello radica

su error. En los demás, sin duda en el hecho de que

consideran elementos esenciales de la novela (para ellos,

es evidente que novelar consiste en ponerse a contar cosas)

el tema, la peripecia, el argumento. En rigor, tampoco

lo que se llama el contenido lo es. Seguro que nadie en el

coro fúnebre se ha planteado que la novela pudiera llegar

a tener algo que ver con esa rama desgajada de la filosofía

hace por lo menos dos siglos, que es la estética. Y son los

valores estéticos, v no el interés, novedad o carácter ejemplar

de la «historia» que el autor cuenta, lo que dota a la

novela de su densidad ontológica. Valores estéticos de los

que no siempre se han adornado las consideradas, con toda

justicia por lo demás, grandes novelas, aunque sí en parte

algunas de ellas, desde el Quijote a No soy Stiller, pasando

por Crimen y castigo, La educación sentimental, Rojo y negro,

La montaña mágica, Contrapunto, Las uvas de la ira,

etc., que sin duda los poseen, como he dicho, épicos, líricos

y dramáticos, aparte ser grandes construcciones intelectuales,

expresivas de una concepción del mundo, antes

que de una concepción estética.

Pero no es ése el único error en que incurren los agoreros.

Hay otro de más calibre, que consiste en basar sus

conclusiones en la novela tradicional, esa novela a la que

sólo se le exige ser entretenida y estar escrita en un lenguaje

que se entienda: la que ocupaba el lugar que después

ocuparon la radio y la televisión y que ahora, por conveniencia

de la industria cultural, se quiere volver a imponer.

Hacen por ello de la ficcionalidad un absoluto, lo que se

traduce en proposiciones como éstas, suyas o que aceptan

de otros: la novela es un sustitutivo de la vida para el lector

aburrido; la novela es un espejo a lo largo del camino (Saint-

13

Real); la novela es una ficción en prosa de determinada

extensión (Forster), de todo lo cual se derivan otros grandes

errores, como que novela es todo libro debajo de cuyo

título se pueda poner la palabra novela (Cela), la novela es

un saco donde cabe todo (Baroja), la novela es cosa ética,

no estética, por lo que en ella no se busca la belleza, sino la

verdad, o la novela es un híbrido de los demás géneros. De

refutar todo esto me ocuparé en su momento.

Para dejar clara mi propuesta desde el principio, he estado

a punto de titular este libro El Quijote no es una obra

de puro arte novelístico. Y es que pienso que la gran obra

ceivantina es una ciclópea creación intelectual, pero no estética,

aunque contiene valores estéticos, pero fundamentalmente

de carácter lírico, épico o dramático, no estrictamente

novelísticos o en mucha menor medida. Lo mismo se

puede decir de Los hermanos Karamazov, La montaña mágica,

El tiempo debe detenerse, El gran Gatsbv, Fortunata y

Jacinta, etc. Las primeras novelas-novelas, es decir, que valen

por sus valores estéticos puramente novelísticos —y esto

no es una redundancia— son todavía muv pocas v todas del

siglo XX. Voy a decir por qué pudieron surgir.

Como va he señalado, todas las opiniones que se vierten

sobre el género novelístico se basan en un concepto del

mismo asentado en la producción, fundamentalmente realista,

del siglo XIX: la novela como creación de un segundo

mundo. Pero ya estamos en el XXI. Y en medio se levanta el

XX, en cuyos primeros tramos se produjo un suceso trascendental:

nada menos que el derrumbe de la cosmovisión

newtoniana, que había imperado durante cinco siglos, y

su sustitución por otra propiciada por la nueva física. En

efecto: merced a la teoría de la relatividad y a la mecánica

cuántica, los absolutos clásicos —tiempo, espacio, movimiento—

se relativizan, el hombre recupera el puesto central

que le otorgara Protágoras v la realidad se torna borrosa.

De hecho, la realidad, en último término, no existe:

su existencia depende del observador.

14

Suceso tan descomunal no tenía más remedio que influir

en las artes. En la pintura v en la novela, por supuesto,

influye. Hasta tal punto en esta última, que propició

que un género desterrado, con razón, de las bellas artes

ingresara en ellas. Ahora bien, en cuanto la nueva visión

del mundo permite, hasta grados nunca experimentados,

la extrañeza de Kafka y del nouveau román, la mirada desnuda

faulkneriana, el empleo del tiempo de Butor, unas

nuevas formas novelísticas —que tienen antecedentes en

Proust, Jovce, Svevo v hasta, si se quiere, en Flaubert y en

Clarín— llegan de la pluma de Kafka, Virginia Woolf,

Faulkner, Henrv James, Michel Butor, Claude Simón, Alain

Robbe-Grillet, Samuel Beckett, Carlos Rojas, Antonio Risco,

Andrés Bosch v algún otro.

No conozco bien lo que ha pasado y está pasando en o tías

literaturas, pero tengo muv claro lo que ha ocurrido v ocurre

en la española, como para que se pueda hablar hasta con

razones —distintas ciertamente a las que emplean los pregoneros

del fúnebre presagio— de la muerte de la novela. En el

discurrir del género novelístico hacia el dominio de la estética,

el «boom» de la narrativa hispanoamericana, que aquí

todo el mundo tomó como un avance, significó en realidad

un retroceso. Con todos sus valores de estilo, imaginación,

etc., un paso atrás, en estricto sentido novelístico, salvo en

Cortázar. Un regreso a la fábula. Y luego vino la nefasta imipción

de la industria cultural, su empleo del marketing y su

reducción del libro a la ínfima categoría de valor de cambio,

con la complicidad de los propios «novelistas», los críticos,

los profesores y los académicos. Entre todos han hecho retroceder

la novela a un estadio decimonónico, pregaldosiano,

con unas características, por ende, que ni siquiera entonces

hubiesen sido buenas. Fundamentalmente, por medio de conceder

una primacía al tema, a la anécdota, a las peripecias,

que en la época de la televisión no tendría porqué tener. Todo

ello por buscar un extenso público lector en el que los valores

literarios no despiertan el menor interés.

15

Tal vez sea lógico, humanamente hablando, que los escritores

que se han sometido a tan perverso sistema no

quieran acordarse de la existencia de Kafka, Camus,

Stapledon, Butor, Beckelt v los demás nombrados con anterioridad;

de que aún existen escritores que, en los años

sesenta, se comprometieron en la creación de un tipo de

novela que hacía ingresar el género, por fin, en el terreno

de la estética; escritores que siguen trabajando al margen

del posible éxito social y económico, porque toman la del

escritor como una misión, no como una profesión. Los que

hacen esto, tendrían que saber que, como dijo Nietzsche,

tomar como una profesión el estado de escritor viene a ser,

cuando menos, una forma de estulticia.

Soy consciente de que puede parecer contradictorio que

haya hablado de «grandes novelas» al referirme a obras a

las que niego el carácter de obras puras de arte novelístico.

La razón es exclusivamente terminológica. Es evidente que,

para poder llevar a cabo una exposición clara de mi teoría,

lo primero que tendría que haber hecho sería inventar un

término para designar las obras narrativas con valores estético-

novelísticos estrictos y no de otra índole, puesto que

va se viene llamando desde hace mucho tiempo novelas a

«las otras». No lo voy hacer. Dando por descontado que,

aun sin hacerlo, el eslablishment literario, especialmente

el universitario y el académico, ambos especialmente suspicaces

ante las ideas nuevas v personales, no me va a hacer

el menor caso, imagínese lo que ocurriría si además

me dejo caer con algún neologismo. Aparte mi decisión de

obedecer a Occam, no cobro de la universidad, ni soy ni lo

bastante checo ni lo bastante tonto. Pero a donde quiero ir

a parar—después de decir que pienso que tampoco la que

llamaré novela-crcación-intelectual tiene por qué morir—

es a decir que, sobre la base de lo que es y no de lo que

interesa decir, resulta paradójico que se hable de la muerte

de una especie literaria —la Novela con mayúsculas, la

novela obra de arle— que apenas si está comenzando su

16

andadura —sin duda muv frenada ahora por causa de las

descritas circunstancias—v tiene unas posibilidades infinitas.

Si la novela es, aunque sea todavía en unos pocos

especímenes, un producto estético, una obra de arte, nos

encontramos más bien con que es inmortal. Es metafísicamente

imposible que un arte muera. Si la obra de arte es,

como decía Hegel, la manifestación de un espíritu individual

en forma sensible, antes tendría que morir el espíritu

y, como consecuencia, la cultura, para que una sola de las

formas del arte dejara de existir. Aunque, en un momento

dado, no se escribiera en todo el mundo una sola novela

digna de ese nombre, la novela no habría muerto —parodiando

a Bécqucr, diríamos: podrá no haber novelistas, pero

siempre habrá novela—: su existencia estaría en la esencia,

como la Medea de Séneca, cuando ya no queda nada.

En esta Teoría de la novela recojo, en primero y segundo

lugar —y quizá tenga que pedir disculpas por algunas

inevitables repeticiones—, dos trabajos ya publicados, pero

de no fácil acceso hoy: el ensayo Introducción a una teoría

de la novela, que lo fue en la revista Arbor (enero, 1984), y

las partes primera y segunda del manual Cómo escribir una

novela, editado por Ibérico Europea de Ediciones. Ambos

constituyen un asedio a una teoría de la novela. Insisto:

entendida como obra de arte literario, no como simple obra

narrativa. El primero es el único que lleva notas a pie de

página. Del segundo, aparte la excepcional reelaboración

de algún pasaje, he suprimido algunos párrafos. En él, que

no lleva notas a pie de página, porque su índole y función

no lo hacía aconsejable, apelo a algunos autores—siempre

citados entre comillas y vueltos a citar en una Bibliografía

al final—, especialmente en la parte histórica, que no es la

que ofrece mayor interés para lo que se trata aquí. Para

componer el tercero, he preferido limitarme, salvo alguna

excepción, a mi propia experiencia de autor de más de dos

docenas de novelas y mis reflexiones sobre el proceso de

su creación. Ello sobre la base de la estética filosófica y de

17

todo cuanto asumí de una vez por todas, al principio de mi

andadura literaria, de las obras de creación y las teorías de

Gustavo Adolfo Bécquer y Edgar Alian Poe, especialmente

del segundo. Hoy día, parece estar de moda rechazar la

Filosofía de la composición (Cómo no se debe escribir un

poema, ha titulado alguien un comentario de la misma),

sobre la que pienso que no se ha reflexionado suficientemente.

Habría que partir de la base de que es absolutamente

imposible admitir que una inteligencia fuera de serie,

como la de Poe, no cayera en la cuenta de lo que cualquiera

advierte a primera vista: que las leves de la composición

de El cuervo no podrían resultar de ninguna manera

válidas para todos los poemas que se escriban o se hayan

escrito en el mundo. Ni siquiera para Ulalume, El Coliseo o

Annabel Lee. Pienso que Poe quiso señalar una forma de

hacer, no la forma de hacer, señalando que cada cual tiene

que buscar la que corresponde a cada composición. Esto

es lo decisivo: que tiene que haber una composición, que

ésta ha de avanzar con rigor hacia un fin y que el transcurso

ha de obedecer a unas leyes por ese fin determinadas en

cada caso concreto. Decía Ortega, en su Introducción a una

estimativa, que el conocimiento de los valores es absoluto

v cuasi matemático. Yo pienso que su creación también.

Que Poe recurriera a El cuervo y no a otro poema es anecdótico.

Lo importante es la existencia de leyes, no las leves,

distintas en cada caso concreto v dependientes de la

lógica interna de la obra en cuestión. En último término,

junto a las leyes de la creación de El cuervo, en el ensayo

poevano pueden encontrarse enunciados de valor universal.

Enunciados que, a mi modo de ver, resultan más útiles

para el novelista-artista que para el poeta.

Las teorías de la novela que conozco, o no son propiamente

teorías, sino simples descripciones fenomenológicas,

o son tratados de sociología o historias comentadas. Ante

algunos tratados, como —quizá resulte paradigmático—

la Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología),

18

de Mieke Bal (Cátedra, Madrid, 1995) ni siquiera he llegado

a comprender por qué se escriben, como no sea para lo

mismo para lo que se hace un solitario. No contienen una

sola línea útil para los lectores ni, por supuesto, para los

novelistas. Su destino aparenta ser martirizar a los estudiantes.

Estoy convencido, sin la menor reserva, de que si

el señor (o señora) Bal hubiese escrito alguna vez una novela,

no hubiese urdido jamás semejante sarta de neologismos

pedantes, tautologías y obviedades. No quiero, en cualquier

caso, generalizar en exceso y ser injusto. Y achaco

mi desinterés a una fuerte prevención. Prevención que no

actuó —el título era demasiado sugerente—, v he de alegrarme,

ante el excelente libro de María del Carmen Bobes

Naves, Teoría general de la novela. Semiología de La Regenta

(Madrid, Gredos, 1985). Ella, como antes Menéndez

Pelavo, en alguna medida Mariano Baquero Goyanes y, más

extensamente, Andrés Bosch, Juan Ignacio Ferreras v yo

mismo, es la única autora, entre los españoles, en quien he

encontrado reflexiones de estética novelística; en otras palabras,

la única que sabe no sólo lo que la novela es, sino

por lo que una novela vale. Otros hablan sólo de sociología,

de historia, incluso de política, amén del estilo.

Aunque, dados los materiales de que se compone este

libro, casi no tendría por qué justificar ciertas repeticiones

que, al estar situadas en contextos diversos, tal vez resulten

hasta de utilidad, quiero hacerlo respecto al capítulo

titulado De la novela como obra de arte, así como el cierto

desorden que creo advertir en éste, producto de la forma

en que fue escrito, con interrupciones a veces hasta de años.

xMe acuerdo ahora de Cenantes, cuando afirmó con

sencillez: soy el primero en novelar en lengua castellana.

Madrid, setiembre, 2002

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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