viernes, 30 de agosto de 2024

Manuel García Viñó TEORÍA DE LA NOVELA




Manuel García Viñó

TEORÍA DE LA NOVELA

INTRODUCCIÓN

Mi interés por encontrar lo específico novelístico, es

decir, aquello por lo que una narración no solamente

es una novela, sino una novela con valores estéticos estrictamente

novelísticos, data de los años sesenta, cuando se

dio la circunstancia de que varios novelistas, en artículos y

entrevistas, coincidieron en negar el carácter artístico de

la novela. Mi amor por el género y mi afición a los problemas

de la estética me llevaron a aquella búsqueda, con la

intención de demostrar que estaban equivocados. Unos

treinta años he tardado en comprender que, atendiendo a

las obras concretas, aunque no fuesen de las desdeñables,

por carecer por completo de literariedad, ellos llevaban

razón. Algún tiempo más, en aislar, en un sentido químico,

una serie de obras narrativas que sí merecen ser consideradas

obras de arte —insisto: puramente novelístico— v

que ni mucho menos son todas cuantas se consideran,

y con razón, grandes novelas. No es lo normal, pero las

novelas como manifestaciones puras de la bella arte de la

literatura pueden existir y existen.

No fue injusto Aristóteles al dejar la novela fuera de su

Poética. Tampoco se equivocaron los neoclásicos, en el siglo

XVIII, al empeñarse en no alinearla junto a los géneros

literarios —epopeya, tragedia— más nobles. Y las razones

por las que Paúl Valérv rechazaba la novela como integrante

del arte literario por su prosaísmo antiartístico son plausi9

bles. La novela, para el autor de El cementerio marino, quedaba

al margen de la magia de lo poético. Sin duda, Valérv

no tuvo tiempo de alcanzar a conocer lo que empezaba a

emerger a su alrededor. Hov, sin embargo, ¿quién sostendría

que, aun aplicándoles el medidor más exigente de los

valores estético-literarios, La metamorfosis, El ruido y la

furia, Hacia el faro, Hacedor de estrellas, El viejo y el mar,

La celosía, El tambor de hojalata, El hombre sin atributos,

La conciencia de Zeno, Modéralo Cantábile, El empleo del

tiempo, Los acantilados de mármol, Planetarium, La muerte

supitaña, El círculo vicioso, Un espacio erótico, El laberinto

del Quetzal, Adolfo Hitler está en mi casa, La revuelta,

Un nudo en la eclíptica no entran dentro del ámbito mágico

de lo poético, sobre todo de lo poético entendido en el

sentido esencial en que lo entendió Emil Stciger? Entran,

ciertamente. Entre otras razones, por implicar altas dosis

de extrañamiento —siendo el extrañamiento uno de los

principales, si no el principal, manantiales de valores estéticos—,

de magia, de atmósfera, que la sitúan al margen

de la mera artesanía literaria. Toda obra de arte, es lo que

quiero decir, ha de crear un clima surreal, transrreal o

suprarreal, que le permita envolver en algo muy parecido

a un campo magnético, emanante del libro, al que con término

genérico podemos llamar espectador. Es cuando, cerrada

en sí misma, y envolviendo en su unidad, en su

completez, al contemplador, pasa a constituirse en un símbolo

—un símbolo de sí misma— que, lejos de no significar

nada, significa, como dice Juan Plazaola, todo. Es decir,

«el arte encarnado en una obra maestra confiere a un

fragmento de la realidad la dignidad de un absoluto». En

el sentido de Steiger, esto es, de tomar lo poético como

esencia y raíz de todo lo artístico, digo que la novela-novela

del siglo XX se basa en eso: en una poética, como la del

XIX se apoyó en una novelística, que no tenía por qué ser

plenamente estética en un sentido novelístico, aunque pudiera

serlo en uno épico, lírico o dramático. (Entre las obras

10

de los grandes novelistas intelectuales del XIX, tales las de

Dostoieskv, Stendahl, Balzac, Dickens, Thackerav, Galdós,

Clarin, o del XX —Mann, Hesse, Pavese, Julien Green,

Mauriac, Hnxley, Morgan, Steinbeck, Scott Fitgerald...—

habría que establecer una casuística.) Cuidado entonces

con reducir lo estético-novelístico, lo poético-novelístico

—error muy frecuente entre los críticos y los lectores, cualificados

o no, españoles— a la belleza del lenguaje. El lenguaje

en la novela tiene que tender a ser más funcional que

bello, lírico o musical. De hecho, escribir «con pluma galana

», con muchos tropos e ingeniosas ocurrencias, más bien

dificulta la tarea del verdadero novelista, mejor dicho, del

novelista artista de la novela. Los elementos decisivos en

estética novelística vienen de otro lado: de unos factores a

los que me referiré a lo largo de este libro, especialmente

el de composición o forma de presentación, con los necesarios

bulto, consistencia y expresividad, de la realidad:

realidad literaria, claro, que es algo que nada tiene que ver

con el realismo de que adolecen algunas, muchas, obras

particulares. Y ya que me he referido varias veces, de manera

diferente, a la novela-obra-de-arte y al novelista-artista,

diré que estoy dispuesto a obedecer a Occam cuando

decía —Quaestiones Quodlibetales— que no se deben multiplicar

los seres sin necesidad, v recurriré a la perífrasis

siempre que tenga que distinguir una y otro de lo que

comunmente se entiende por novela y novelista.

Decía que mis reflexiones sobre el tema comenzaron

en los años sesenta. Algunas ideas quedaron desperdigadas

por artículos publicados en periódicos y revistas especializadas,

y en mi libro Novela española actual: Madrid,

Guadarrama, 1967. Pero, antes y después de la publicación

de éste, mantuve una correspondencia, en la que tratamos

bastante del tema v que duró unos cinco años, con

Andrés Bosch, que, para mí, es quien primero reflexionó

entre nosotros sobre la novela en un sentido artístico, a

partir de unas ideas suyas muy claras sobre la obra de

11

Proust, Jovce, Virginia Wooll—de quien fue el mejor traductor

al español—, Faulkner, Kafka, Musil y Svevov, más

tarde, los miembros del guipo del nouveau román. Su novela

La revuelta constituye, a mi juicio, el paradigma de la

novela-obra-de-arte en España, junto con El círculo vicioso,

Un espacio erótico, El laberinto del Quetzal, Adolfo Hitler

está en mi casa y Un nudo en la eclíptica y, fuera. El empleo

del tiempo, La celosía, Malone muere, La ruta de Flandes,

La metamorfosis, El viejo y el mar o El ruido y la furia, entre

otras. Fruto de aquella correspondencia y de no pocas

conversaciones fue el libro El realismo y la novela actual,

compuesto por una introducción y un ensayo de Andrés y

dos ensayos míos, publicado por la Universidad de Sevilla

en 1973. Los que se refieren al contenido de este libro se

reseñan en su bibliografía.

En el tránsito de los siglos XX a XX1, se ha puesto de

moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y

otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con

la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya

en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la

muerte del arte», igualmente se habló de la desaparición

del que se dice es el género literario más joven. Si hemos de

creer las informaciones de los periódicos, cada año, desde

hace varios, esa defunción se anuncia en los cursos de verano

de la Universidad Internacional Menéndez Pelavo de

Santander y en los de la Complutense en El Escorial. En

los días en que redacto este prólogo me entero de que ha

sido el académico y novelista Francisco Avala, quien ha asegurado

con contundencia que la novela pertenece al pasado,

porque ha perdido su función oricntativa, sin la cual,

según él, para nada sirve.

Ninguna preceptiva antigua, ninguna teoría moderna,

ninguna razón estética o histórica, sobre todo, ha relacio-

12

nado el ser de la novela con ninguna función orientativa,

que vo sepa. ¿Orientativa de qué, de quién y para qué?

Supongo que del lector, pero ¿en qué sentido? Avala es profesor

de derecho político v tiende a reducirlo todo a una

sociología bañada de un cierto paternalismo. En ello radica

su error. En los demás, sin duda en el hecho de que

consideran elementos esenciales de la novela (para ellos,

es evidente que novelar consiste en ponerse a contar cosas)

el tema, la peripecia, el argumento. En rigor, tampoco

lo que se llama el contenido lo es. Seguro que nadie en el

coro fúnebre se ha planteado que la novela pudiera llegar

a tener algo que ver con esa rama desgajada de la filosofía

hace por lo menos dos siglos, que es la estética. Y son los

valores estéticos, v no el interés, novedad o carácter ejemplar

de la «historia» que el autor cuenta, lo que dota a la

novela de su densidad ontológica. Valores estéticos de los

que no siempre se han adornado las consideradas, con toda

justicia por lo demás, grandes novelas, aunque sí en parte

algunas de ellas, desde el Quijote a No soy Stiller, pasando

por Crimen y castigo, La educación sentimental, Rojo y negro,

La montaña mágica, Contrapunto, Las uvas de la ira,

etc., que sin duda los poseen, como he dicho, épicos, líricos

y dramáticos, aparte ser grandes construcciones intelectuales,

expresivas de una concepción del mundo, antes

que de una concepción estética.

Pero no es ése el único error en que incurren los agoreros.

Hay otro de más calibre, que consiste en basar sus

conclusiones en la novela tradicional, esa novela a la que

sólo se le exige ser entretenida y estar escrita en un lenguaje

que se entienda: la que ocupaba el lugar que después

ocuparon la radio y la televisión y que ahora, por conveniencia

de la industria cultural, se quiere volver a imponer.

Hacen por ello de la ficcionalidad un absoluto, lo que se

traduce en proposiciones como éstas, suyas o que aceptan

de otros: la novela es un sustitutivo de la vida para el lector

aburrido; la novela es un espejo a lo largo del camino (Saint-

13

Real); la novela es una ficción en prosa de determinada

extensión (Forster), de todo lo cual se derivan otros grandes

errores, como que novela es todo libro debajo de cuyo

título se pueda poner la palabra novela (Cela), la novela es

un saco donde cabe todo (Baroja), la novela es cosa ética,

no estética, por lo que en ella no se busca la belleza, sino la

verdad, o la novela es un híbrido de los demás géneros. De

refutar todo esto me ocuparé en su momento.

Para dejar clara mi propuesta desde el principio, he estado

a punto de titular este libro El Quijote no es una obra

de puro arte novelístico. Y es que pienso que la gran obra

ceivantina es una ciclópea creación intelectual, pero no estética,

aunque contiene valores estéticos, pero fundamentalmente

de carácter lírico, épico o dramático, no estrictamente

novelísticos o en mucha menor medida. Lo mismo se

puede decir de Los hermanos Karamazov, La montaña mágica,

El tiempo debe detenerse, El gran Gatsbv, Fortunata y

Jacinta, etc. Las primeras novelas-novelas, es decir, que valen

por sus valores estéticos puramente novelísticos —y esto

no es una redundancia— son todavía muv pocas v todas del

siglo XX. Voy a decir por qué pudieron surgir.

Como va he señalado, todas las opiniones que se vierten

sobre el género novelístico se basan en un concepto del

mismo asentado en la producción, fundamentalmente realista,

del siglo XIX: la novela como creación de un segundo

mundo. Pero ya estamos en el XXI. Y en medio se levanta el

XX, en cuyos primeros tramos se produjo un suceso trascendental:

nada menos que el derrumbe de la cosmovisión

newtoniana, que había imperado durante cinco siglos, y

su sustitución por otra propiciada por la nueva física. En

efecto: merced a la teoría de la relatividad y a la mecánica

cuántica, los absolutos clásicos —tiempo, espacio, movimiento—

se relativizan, el hombre recupera el puesto central

que le otorgara Protágoras v la realidad se torna borrosa.

De hecho, la realidad, en último término, no existe:

su existencia depende del observador.

14

Suceso tan descomunal no tenía más remedio que influir

en las artes. En la pintura v en la novela, por supuesto,

influye. Hasta tal punto en esta última, que propició

que un género desterrado, con razón, de las bellas artes

ingresara en ellas. Ahora bien, en cuanto la nueva visión

del mundo permite, hasta grados nunca experimentados,

la extrañeza de Kafka y del nouveau román, la mirada desnuda

faulkneriana, el empleo del tiempo de Butor, unas

nuevas formas novelísticas —que tienen antecedentes en

Proust, Jovce, Svevo v hasta, si se quiere, en Flaubert y en

Clarín— llegan de la pluma de Kafka, Virginia Woolf,

Faulkner, Henrv James, Michel Butor, Claude Simón, Alain

Robbe-Grillet, Samuel Beckett, Carlos Rojas, Antonio Risco,

Andrés Bosch v algún otro.

No conozco bien lo que ha pasado y está pasando en o tías

literaturas, pero tengo muv claro lo que ha ocurrido v ocurre

en la española, como para que se pueda hablar hasta con

razones —distintas ciertamente a las que emplean los pregoneros

del fúnebre presagio— de la muerte de la novela. En el

discurrir del género novelístico hacia el dominio de la estética,

el «boom» de la narrativa hispanoamericana, que aquí

todo el mundo tomó como un avance, significó en realidad

un retroceso. Con todos sus valores de estilo, imaginación,

etc., un paso atrás, en estricto sentido novelístico, salvo en

Cortázar. Un regreso a la fábula. Y luego vino la nefasta imipción

de la industria cultural, su empleo del marketing y su

reducción del libro a la ínfima categoría de valor de cambio,

con la complicidad de los propios «novelistas», los críticos,

los profesores y los académicos. Entre todos han hecho retroceder

la novela a un estadio decimonónico, pregaldosiano,

con unas características, por ende, que ni siquiera entonces

hubiesen sido buenas. Fundamentalmente, por medio de conceder

una primacía al tema, a la anécdota, a las peripecias,

que en la época de la televisión no tendría porqué tener. Todo

ello por buscar un extenso público lector en el que los valores

literarios no despiertan el menor interés.

15

Tal vez sea lógico, humanamente hablando, que los escritores

que se han sometido a tan perverso sistema no

quieran acordarse de la existencia de Kafka, Camus,

Stapledon, Butor, Beckelt v los demás nombrados con anterioridad;

de que aún existen escritores que, en los años

sesenta, se comprometieron en la creación de un tipo de

novela que hacía ingresar el género, por fin, en el terreno

de la estética; escritores que siguen trabajando al margen

del posible éxito social y económico, porque toman la del

escritor como una misión, no como una profesión. Los que

hacen esto, tendrían que saber que, como dijo Nietzsche,

tomar como una profesión el estado de escritor viene a ser,

cuando menos, una forma de estulticia.

Soy consciente de que puede parecer contradictorio que

haya hablado de «grandes novelas» al referirme a obras a

las que niego el carácter de obras puras de arte novelístico.

La razón es exclusivamente terminológica. Es evidente que,

para poder llevar a cabo una exposición clara de mi teoría,

lo primero que tendría que haber hecho sería inventar un

término para designar las obras narrativas con valores estético-

novelísticos estrictos y no de otra índole, puesto que

va se viene llamando desde hace mucho tiempo novelas a

«las otras». No lo voy hacer. Dando por descontado que,

aun sin hacerlo, el eslablishment literario, especialmente

el universitario y el académico, ambos especialmente suspicaces

ante las ideas nuevas v personales, no me va a hacer

el menor caso, imagínese lo que ocurriría si además

me dejo caer con algún neologismo. Aparte mi decisión de

obedecer a Occam, no cobro de la universidad, ni soy ni lo

bastante checo ni lo bastante tonto. Pero a donde quiero ir

a parar—después de decir que pienso que tampoco la que

llamaré novela-crcación-intelectual tiene por qué morir—

es a decir que, sobre la base de lo que es y no de lo que

interesa decir, resulta paradójico que se hable de la muerte

de una especie literaria —la Novela con mayúsculas, la

novela obra de arle— que apenas si está comenzando su

16

andadura —sin duda muv frenada ahora por causa de las

descritas circunstancias—v tiene unas posibilidades infinitas.

Si la novela es, aunque sea todavía en unos pocos

especímenes, un producto estético, una obra de arte, nos

encontramos más bien con que es inmortal. Es metafísicamente

imposible que un arte muera. Si la obra de arte es,

como decía Hegel, la manifestación de un espíritu individual

en forma sensible, antes tendría que morir el espíritu

y, como consecuencia, la cultura, para que una sola de las

formas del arte dejara de existir. Aunque, en un momento

dado, no se escribiera en todo el mundo una sola novela

digna de ese nombre, la novela no habría muerto —parodiando

a Bécqucr, diríamos: podrá no haber novelistas, pero

siempre habrá novela—: su existencia estaría en la esencia,

como la Medea de Séneca, cuando ya no queda nada.

En esta Teoría de la novela recojo, en primero y segundo

lugar —y quizá tenga que pedir disculpas por algunas

inevitables repeticiones—, dos trabajos ya publicados, pero

de no fácil acceso hoy: el ensayo Introducción a una teoría

de la novela, que lo fue en la revista Arbor (enero, 1984), y

las partes primera y segunda del manual Cómo escribir una

novela, editado por Ibérico Europea de Ediciones. Ambos

constituyen un asedio a una teoría de la novela. Insisto:

entendida como obra de arte literario, no como simple obra

narrativa. El primero es el único que lleva notas a pie de

página. Del segundo, aparte la excepcional reelaboración

de algún pasaje, he suprimido algunos párrafos. En él, que

no lleva notas a pie de página, porque su índole y función

no lo hacía aconsejable, apelo a algunos autores—siempre

citados entre comillas y vueltos a citar en una Bibliografía

al final—, especialmente en la parte histórica, que no es la

que ofrece mayor interés para lo que se trata aquí. Para

componer el tercero, he preferido limitarme, salvo alguna

excepción, a mi propia experiencia de autor de más de dos

docenas de novelas y mis reflexiones sobre el proceso de

su creación. Ello sobre la base de la estética filosófica y de

17

todo cuanto asumí de una vez por todas, al principio de mi

andadura literaria, de las obras de creación y las teorías de

Gustavo Adolfo Bécquer y Edgar Alian Poe, especialmente

del segundo. Hoy día, parece estar de moda rechazar la

Filosofía de la composición (Cómo no se debe escribir un

poema, ha titulado alguien un comentario de la misma),

sobre la que pienso que no se ha reflexionado suficientemente.

Habría que partir de la base de que es absolutamente

imposible admitir que una inteligencia fuera de serie,

como la de Poe, no cayera en la cuenta de lo que cualquiera

advierte a primera vista: que las leves de la composición

de El cuervo no podrían resultar de ninguna manera

válidas para todos los poemas que se escriban o se hayan

escrito en el mundo. Ni siquiera para Ulalume, El Coliseo o

Annabel Lee. Pienso que Poe quiso señalar una forma de

hacer, no la forma de hacer, señalando que cada cual tiene

que buscar la que corresponde a cada composición. Esto

es lo decisivo: que tiene que haber una composición, que

ésta ha de avanzar con rigor hacia un fin y que el transcurso

ha de obedecer a unas leyes por ese fin determinadas en

cada caso concreto. Decía Ortega, en su Introducción a una

estimativa, que el conocimiento de los valores es absoluto

v cuasi matemático. Yo pienso que su creación también.

Que Poe recurriera a El cuervo y no a otro poema es anecdótico.

Lo importante es la existencia de leyes, no las leves,

distintas en cada caso concreto v dependientes de la

lógica interna de la obra en cuestión. En último término,

junto a las leyes de la creación de El cuervo, en el ensayo

poevano pueden encontrarse enunciados de valor universal.

Enunciados que, a mi modo de ver, resultan más útiles

para el novelista-artista que para el poeta.

Las teorías de la novela que conozco, o no son propiamente

teorías, sino simples descripciones fenomenológicas,

o son tratados de sociología o historias comentadas. Ante

algunos tratados, como —quizá resulte paradigmático—

la Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología),

18

de Mieke Bal (Cátedra, Madrid, 1995) ni siquiera he llegado

a comprender por qué se escriben, como no sea para lo

mismo para lo que se hace un solitario. No contienen una

sola línea útil para los lectores ni, por supuesto, para los

novelistas. Su destino aparenta ser martirizar a los estudiantes.

Estoy convencido, sin la menor reserva, de que si

el señor (o señora) Bal hubiese escrito alguna vez una novela,

no hubiese urdido jamás semejante sarta de neologismos

pedantes, tautologías y obviedades. No quiero, en cualquier

caso, generalizar en exceso y ser injusto. Y achaco

mi desinterés a una fuerte prevención. Prevención que no

actuó —el título era demasiado sugerente—, v he de alegrarme,

ante el excelente libro de María del Carmen Bobes

Naves, Teoría general de la novela. Semiología de La Regenta

(Madrid, Gredos, 1985). Ella, como antes Menéndez

Pelavo, en alguna medida Mariano Baquero Goyanes y, más

extensamente, Andrés Bosch, Juan Ignacio Ferreras v yo

mismo, es la única autora, entre los españoles, en quien he

encontrado reflexiones de estética novelística; en otras palabras,

la única que sabe no sólo lo que la novela es, sino

por lo que una novela vale. Otros hablan sólo de sociología,

de historia, incluso de política, amén del estilo.

Aunque, dados los materiales de que se compone este

libro, casi no tendría por qué justificar ciertas repeticiones

que, al estar situadas en contextos diversos, tal vez resulten

hasta de utilidad, quiero hacerlo respecto al capítulo

titulado De la novela como obra de arte, así como el cierto

desorden que creo advertir en éste, producto de la forma

en que fue escrito, con interrupciones a veces hasta de años.

xMe acuerdo ahora de Cenantes, cuando afirmó con

sencillez: soy el primero en novelar en lengua castellana.

Madrid, setiembre, 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

FRIEDRICH SCHILLER: ESTÉTICA Y LIBERTAD FRAGMENTO

Presentación En sus conversaciones con Eckermann, Goethe decía que la idea reinante en toda la obra schilleriana, desde sus tragedias hasta ...

Páginas