jueves, 11 de julio de 2024

POSTEGUILLO SANTIAGO EL SÉPTIMO CÍRCULO DEL INFIERNO. FRAGMENTO. ESCRITORES MALDITOS ESCRITORAS OLVIDADAS




Sinopsis

El KGB, el régimen nazi, la Inquisición, las guerras, el FBI, el gobierno chino, el hambre, la pérdida de

un ser querido, la enfermedad, el exilio, la censura... Muchos son, en efecto, los infiernos de la literatura

a los que se han tenido que enfrentar escritores y escritoras de todos los tiempos.

¿Cuál es el séptimo círculo de este universo infernal? Para Kipling su infierno fue la muerte de su

hija Josephine, y de ese infierno surgió una obra tan vital y esperanzadora como El libro de la selva. Para

Imre Kertész su infierno fue ser víctima del holocausto, pero también del desprecio por parte de los

suyos. Y de ahí salió Sin destino. Carson McCullers, la gran olvidada, la mejor autora estadounidense

del siglo XX, menospreciada por ser mujer.

Con la elegancia y el tino literario de las obras que homenajea, de los autores y autoras que

reivindica, navegando entre viajes, anécdotas, episodios y experiencias propias, Santiago Posteguillo

consigue contagiarnos su amor por los libros y en especial por los autores cuyo genio y talento hizo que

del infierno salieran con obras que aún hoy nos elevan a los altares.

Para Lisa y Elsa,

mi primer círculo del cielo

Los infiernos de la literatura

Muchas son las circunstancias terribles en las que se generan los libros. Esto no es porque a los autores

les gusten los problemas, las dificultades y las penurias. Es simplemente porque los libros, desde

siempre, ya sean poemas, obras de teatro, ensayos o novelas, han sido perseguidos, y los que persiguen

son muy buenos en crear infiernos perfectos, totales, completos para los creadores a los que buscan

acorralar. Lo que les duele a los perseguidores, lo que no terminan de entender es cómo es posible que

incluso en esos infiernos se escriba tanto y tan bien.

Pero vayamos por partes.

¿Quiénes son los perseguidores de la literatura? Muchos y variados, pero todos con el denominador

común de la intolerancia absoluta. Así, por El séptimo círculo del infierno van a desfilar, como en una

macabra parada de monstruos, el KGB, el Comité de Actividades Antiamericanas, dictadores fascistas,

nazis o comunistas y, cómo no, hasta la Inquisición, de la que tanto aprendieron los anteriores.

Todos estos perseguidores son maestros, como decía, en construir infiernos humanos, a saber:

prohibiciones, censuras, guerras, cárceles, violencia de género y campos de exterminio. Alrededor de

estos infiernos se levantan los muros de la ignorancia, la incultura y el olvido que ayudan a mantener a

todos dentro de ellos.

Pero ¿por qué se persigue a los escritores? Por los mismos motivos que a cualquier otro ser

humano: por su religión, por su origen, por su orientación sexual, por su sexo, por el idioma que hablan y,

a todos, por querer ser independientes y querer contarlo. Esto, por supuesto, es lo que más encoleriza a

los perseguidores. (Una nota: las escritoras suelen sufrir, en particular, una doble discriminación: la que

proceda en cada caso —por ideología, creencias religiosas, culturales, etcétera— y, además, por ser

mujeres.)

A todos estos infiernos artificiales creados por los perseguidores, la existencia misma nos regala

dos más: la enfermedad y la pérdida de seres queridos. Experiencias de las que nadie se libra.

El séptimo círculo del infierno intenta mostrar algunos de estos mundos terribles, de estos

momentos duros, y cómo grandes escritores y autoras de todos los tiempos supieron superarlos,

doblegarlos, romperlos y, al hacerlo, regalarnos maravillosas obras de la literatura. Para ello viajaremos

desde la más antigua Grecia, desde la isla de Lesbos, hasta la literatura del siglo XXI; desde Europa a

China, pasando por Estados Unidos, América Latina y África. (Una segunda nota: hay infiernos «dulces»,

como aquellas escritoras que quedan olvidadas bajo la sombra de un escritor de gran fama. También he

intentado recuperar a alguna de ellas.)

Eso sí, en medio de toda esta vorágine, me he permitido una licencia para recrear o, mejor dicho,

para ver cómo un genio literario recreaba un gran orgasmo. Un momento de liberación física y mental en

medio de tanta persecución.

Dante describió el infierno en La divina comedia en nueve círculos. ¿Cuál es el séptimo y qué tiene

que ver con la literatura?

Todo a su debido tiempo.

La décima musa

¿Cómo escribir sin ellas, sin su inspiración?

No habría nada sin las musas. Es cierto que su influencia, sus destellos geniales nos llegan siempre

cuando trabajamos mucho, pero creo en ellas. Hay momentos en la concepción de una novela o de un

poema que uno siente que ha ocurrido algo especial.

Deben de ser ellas.

Al principio eran tres.

Luego nueve.

Unos decían que eran hijas de Urano y otros, de Zeus. Pausanias terció en el conflicto y concluyó

que había dos generaciones de nueve, unas más antiguas y otras más modernas. Desde Homero ya eran

nueve, y nueve permanecieron durante largo tiempo. Sus nombres: Calíope, Clío, Erato, Euterpe,

Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania.

Pero las cosas iban a cambiar.

Atenas, 367 a. C.

—¿Nueve? —dijo el filósofo, mirando su copa de vino vacía—. No. Son más bien diez.

Si hubiera sido un charlatán de esos que iban de pueblo en pueblo intentando subsistir engañando a

unos y otros, nadie le habría hecho caso, pero era Platón el que miraba la copa de vino vacía y había

dicho que eran diez.

—¿Y quién es la décima musa? —preguntó Aristóteles, su alumno, asistente a aquella comida.

Platón sonrió y fue a dar su respuesta, pero, como si el dios del viento Eolo hubiera despertado de

pronto, un vendaval infernal ahogó las palabras de Platón en el silencio del tiempo y, aunque sus labios

se movieron, su respuesta quedó borrada de los anales...

Universidad de Milán, 2001

La investigadora examinaba el viejo papiro extendido sobre la mesa del laboratorio con una lupa.

—¿De dónde dices que lo habéis sacado?

—De una momia —respondió el profesor que la acompañaba—. Era de una colección privada.

—¿Una momia de qué época? —insistió la investigadora sin soltar la lupa y sin dejar de mirar el

papiro.—

Una momia de la época tolemaica, siglo II a. C. aproximadamente. Están trabajando en la datación

exacta. ¿Qué le parece el texto?

—Es griego.

—Eso ya lo sabemos —replicó el segundo profesor algo exasperado.

—Son textos de Posidipo.

Eso ya era algo más concreto.

—¿Está segura?

La profesora Kathryn Gutzwiller, experta en estudios clásicos de la Universidad de Cincinnati, dejó

de mirar el papiro y giró la cabeza, encarando a su interlocutor.

—Totalmente. De los ciento doce epigramas que he contado en el texto, dos al menos ya han sido

identificados previamente en otras ocasiones como de Posidipo en otros papiros y el resto sigue su

mismo estilo. Si fueran de varios autores, lo probable es que al final de cada epigrama hubieran puesto el

nombre del autor, ¿no cree? Pero no lo han hecho porque todos son del mismo escritor, Posidipo. —

Volvió a examinar el papiro con la lupa—. Pero lo más interesante es este epigrama sobre la décima

musa.

—¿No eran nueve?

—Hasta ahora —dijo Kathryn Gutzwiller—. Hasta ahora...

Mitilene, isla de Lesbos, siglo VII a. C.

La joven caminaba con la mirada triste. La acompañaba otra mujer, algo mayor, pero tan hermosa o aún

más que la muchacha.

—No estés triste, Atthis —dijo la mujer, y la abrazó con fuerza.

La chica levantó el rostro sin separarse un ápice y entreabrió la boca.

Se besaron. Con cariño, con ansia, con pasión.

—No estés triste, Atthis —repitió la mujer al separarse al fin de ella—. Él será un buen esposo.

La muchacha, al fin, se despegó de entre sus brazos y, con lágrimas en las mejillas, se despidió para

siempre.

La mujer se quedó sola en la playa, viendo cómo las pisadas de Atthis eran borradas por el agua del

mar. Así, pensó, desaparecen las personas, pero ¿y la impronta que éstas dejan en nuestro ser?

Aquella noche fue la mujer la que lloró amargamente, pero no con lágrimas. Lo hizo como ella sabía

mejor, con palabras:

Igual a los dioses me parece el hombre dichoso que te abraza y te oye en silencio con tu voz de plata y tu sonrisa risueña...

Cuán cara y hermosa era la vida que vivimos juntas.

Pues entonces, con guirnaldas de violetas y dulces rosas cubrías junto a mí tus rizos, ondeantes.

Y con abundantes aromas preciosos y exquisitos ungías tu piel fresca y joven en mi regazo y no había colina ni arroyo ni lugar

sagrado que no visitáramos danzando...

Dejó de escribir. De las palabras a los recuerdos, de la memoria al llanto.

Roma, siglo XI d. C.

—¡Que los quemen! ¡Que los quemen todos! —gritó el papa Gregorio VII.

—¿Todos los poemas de Safo? —preguntó su asistente.

—¡Todos! —sentenció el pontífice—. Son poemas de amores perversos. Amores entre mujeres.

Contra natura. Todos y cada uno de ellos a la hoguera.

Y las obras de Safo fueron destruidas.

Alejandría, siglo III a. C.

Dos hombres conversaban a las puertas de la gran biblioteca.

—¿Eso dijo Platón? —preguntó Posidipo.

—Eso dicen que dijo —le respondió su interlocutor.

—Esas palabras de Platón no deberán olvidarse. Merecen ser recordadas eternamente.

—Pues recuérdalas en uno de tus epigramas.

—Lo haré.

Y Posidipo, en cuanto llegó a casa, se sentó a escribirlo.

Universidad de Milán, 2001

—Eran nueve musas —continuó la investigadora de Cincinnati—, pero aquí Posidipo nos cuenta que

Platón pensaba lo siguiente. Leo literalmente..., cuesta un poco... —Levantó el papiro hacia la luz para

ver mejor las palabras medio borradas—. «Algunos dicen que las musas eran nueve. ¡Qué descuidados!

Mirad, está Safo también, de Lesbos. La décima.»

—De modo que Platón pensaba que la poetisa Safo era tan buena como las mismísimas musas.

—Eso parece.

Mi sala de escritura, Valencia, 2016

Safo fue la primera gran poetisa del mundo. Joven inteligentísima, brillante, cambió la historia de la

poesía clásica griega. Escribía con una técnica perfecta (que apenas podemos apreciar en las

traducciones por muy buenas que éstas sean). Pero Safo se enfrentó, junto con su familia, al tirano

gobernante en Lesbos y sufrió el exilio. Hermosa y mujer de su tiempo (ahora encajaría de nuevo

perfectamente), amaba sin límites a hombres y mujeres. Y, además, lo contaba en los poemas más

hermosos, como el que escribió cuando su amada Atthis tuvo que abandonarla para contraer matrimonio.

Hubo más amantes, femeninas y masculinos y, gracias a Dios, a los dioses o a las musas, muchos más

poemas.

Pero su obra nació para ser condenada a un olvido absoluto por cuatro motivos: en primer lugar,

porque su griego no era el de Homero, sino otra variedad arcaica más difícil de entender por los lectores

de siglos posteriores, lo que restringía el acceso a sus poemas a no ser que fuera alguien tan culto como,

por ejemplo, Platón. En segundo lugar, sus obras, como todas las del mundo antiguo clásico, eran

paganas. En tercer lugar, Safo era, más que otra cosa, homosexual. Y por si todo lo anterior fuera poco,

aún nos queda lo peor, su mayor delito: era mujer.

El papa Gregorio VII ordenó que toda su obra se destruyera.

Ya antes se habían quemado obras suyas en la Constantinopla del siglo IV. Lo del papa Gregorio VII

era el remate final.

Entre unos y otros destruyeron muchos de los pocos libros que aún contenían sus poemas.

Pero Safo, intermitentemente, retorna desde el pasado y nos sigue cantando sus versos desde el

Hades: la poetisa de Lesbos continúa enviándonos poemas cruzando los siglos, el tiempo, la distancia, y

superando siempre aquel cuádruple olvido. ¿Fue una casualidad que Platón comentara en voz alta su

admiración por Safo y que luego sus palabras llegaran a Posidipo, y que éste decidiera inmortalizarlas en

un epigrama, y que ese epigrama terminara escrito en un papiro que un embalsamador usó para momificar

a una persona, y que esa momia fuera encontrada en el siglo XXI con aquel papiro que contenía aquel

epigrama con aquellas palabras del viejo Platón sobre Safo?

¿O eran las musas protegiendo los versos de la poetisa de Lesbos? ¿Seguirán las musas protegiendo

los poemas de Safo?

Oxford, 2014

Llovía con la intensidad perenne de los siglos y las gotas estallaban como lágrimas de otro tiempo sobre

los cristales de las ventanas. En el interior de la estancia había dos hombres.

—¿Es usted el profesor Obbink? —preguntó un caballero empapado por la lluvia que lo había

sorprendido de camino a la universidad. Sostenía un papiro aún enrollado en su mano derecha, bien

protegido por un tubo de plástico transparente pero sólido.

—En efecto —confirmó el académico.

El recién llegado abrió el tubo protector y extendió con cuidado el papiro en la mesa. Era otro,

diferente al descubierto en la momia estudiada en Milán.

—Está en griego. Siempre he tenido curiosidad por saber lo que dice, si es importante, o no es nada

—dijo el hombre de la ropa mojada.

El profesor Obbink se inclinó y empezó a leer.

Primero serio.

Luego más serio aún.

Se llevó el dorso de la mano izquierda a la boca entreabierta.

—No puedo creerlo —dijo al fin—. Es de Safo. Son dos poemas de Safo, inéditos. Nuevos. Es

decir, muy antiguos, pero no descubiertos hasta ahora.

Mi sala de escritura, Valencia, 2016

Safo sigue sorteando el tiempo y enviándonos sus poemas desde el lejano siglo VII a. C. Sólo los

protegidos por las musas son capaces de tanto. Dicen que Safo misma dijo una vez: «Si la muerte fuera un

bien, los dioses no serían inmortales». Pero Safo ha derrotado a los mismísimos dioses: ella ha

demostrado que incluso muerta se puede ser inmortal. Sólo que, siendo precisos, Safo no está muerta,

sino esparcida, dispersa, repartida toda ella en un sinfín de papiros secretos que, supervivientes a la

hoguera, poco a poco, nos van regalando nuevos versos suyos eternos.

Isla de Lesbos, siglo VII a. C.

Safo volvió a pasear por la playa. Atthis se había marchado ya hacía tiempo. Su corazón aún sentía

punzadas de agonía. Se detuvo mirando al mar, pero su cabeza seguía inquieta, uniendo palabras para

explicarse a sí misma su dolor.

Isla de Lesbos, verano de 2016, siglo XXI d. C.

En la misma playa, una mujer siria con el cadáver de su hijo en brazos llora amargamente su pérdida

infinita. Es una nueva Safo perseguida, sólo que muda, sin versos ni palabras con las que inmortalizar su

desgracia brutal. Sólo tiene olvido, toneladas ilimitadas de olvido donde sus gritos y su llanto son

enterrados por la más inmisericorde indiferencia.

miércoles, 10 de julio de 2024

35 CUENTOS BREVES ARGENTINOS Selección y notas biobibliográficas por FERNANDO SORRENTINO

35

CUENTOS BREVES

ARGENTINOS



PLUS ULTRA

SIGLO XX

Selección y notas

biobibliográficas

por

FERNANDO

SORRENTINO 

ADVERTENCIA

Este libro consta de 35 relatos breves escritos por

35 autores diferentes. Abarca, en el tiempo, un período

de unos setenta años: desde la primera década

del siglo hasta nuestros días.

Carece, por ende, de unidad temática. El lector

encontrará, vecinos entre sí, cuentos realistas y fantásticos,

humorísticos y trágicos, campesinos y urbanos,

costumbristas y cosmopolitas, lúdicros y moralizantes

... Justamente, el propósito del editor es

brindar un panorama vivo de la diversidad de escuelas,

de tendencias y de convicciones estéticas de

nuestra narrativa en un libro que se acerque a la

multiplicidad y a la variedad de la misma literatura

argentina.

Cada uno de los relatos está precedido por una

breve noticia biobibliográfica, cuyo propósito es relacionar

al autor con su contexto vital y literario. En

la medida de lo posible, se han completado y actualizado

las bibliografías particulares, procurando incluir

hasta los títulos más recientes, sin que ello implique

de ningún modo pretensión de exhaustividad.

F..S.

Buenos Aires, junio de 1973

Nota para la séptima edición. La favorable fortuna que

acompaña a este libro me ha decidido a compilar una segunda

serie de similares características: se titula 40 CUENTOS BREVES

ARGENTINOS, el lector hallará su contenido en las páginas

188-189 del presente volumen. ES

Buenos Aires, octubre de 1977


martes, 9 de julio de 2024

martes, 2 de julio de 2024 A los pocos minutos, me trajeron los documentos de Juan Fernández. CÁTEDRA EN EL CAFÉ DIAIRO

 



martes, 2 de julio de 2024

A los pocos minutos, me trajeron los documentos de Juan Fernández. El material era irregular en cuanto a los informes y bitácoras. El libro de gran formato y de pasta dura, tenía informes de todo tipo. Desde dibujos y planos catastrales hasta mapas de los diferentes laberintos y la clasificación de documentos que albergaba la Torre del Pacífico. Proyectos inacabados –supongo- de documentos que había pedido y/o buscaba para su colección estaban allí señalados.

También tenía el gran libro, figuras, formas y dibujos de la Zona Fantasma; trazos a lápiz y a tinta se observaban en algunos folios y en otros folios los trazos a tinta roja y verde sobresalían de los demás. Y, a pesar de ser un libro – un gran libro en su formato- irregular en contenido, tenía una característica que le daba armonía: el Gran Archivero de la Noche, tenía la delicadeza que una vez iniciado un informe, notas marginales, o cualquier asunto administrativo o personal, le ponía fecha y eso era fundamental e imprescindible para poder ubicar lo que andaba buscando. Comencé a leer. En efecto: allí estaban las citas de los crímenes de la Zona Fantasma.

FRAGMENTO.  BORRADOR. EL RETORNANTE NOCTURNO. TETRALOGÍA DE MARIPOSAS NEGRAS. NOVELA EN PROCESO.

lunes, 8 de julio de 2024

William Somerset Maugham Hoy como ayer Traducción de Dolores Payás NOVELA FRAGMENTO

 



Nota del autor

Nadie podría escribir un libro de estas características basándose tan solo en

su propia imaginación, y yo me he dedicado a recabar información en tantos

lugares como me ha sido posible. Como es natural, la principal fuente con

la que he contado ha sido la propia obra de Maquiavelo. También me ha

sido muy útil la biografía de Tommasini, y he hecho buen uso del riguroso

César Borgia, escrito por Woodward. Tengo contraída una gran deuda de

gratitud con el conde Carlo Boeuf. No solo por su expresivo y bien

documentado trabajo sobre César, sino por haberme prestado libros que de

otro modo jamás hubieran llegado a mis manos. Por último, debo también

agradecer la paciencia y la amabilidad de las que hizo gala al responder a

mis múltiples interrogatorios.

1

Plus ça change, plus c’est la même chose.

2

Biagio Buonacorssi había tenido un día de mucho trajín. Estaba cansado,

pero, siendo un hombre de costumbres metódicas, antes de irse a la cama

escribió una entrada en su diario. Tan solo una nota breve: «La ciudad de

Florencia ha enviado un hombre a Imola para ver al duque». No mencionó

el nombre de dicho hombre; quizá lo considerara un dato irrelevante. Se

trataba de Maquiavelo. Y el duque era César Borgia.

Había sido un día atareado, y también largo, pues Biagio había partido de

su casa al amanecer. Lo acompañaba su sobrino, Piero Giacomini.

Maquiavelo había aceptado llevárselo de viaje con él y ahora el chico

cabalgaba a su lado, montado en un poni menudo y robusto. Se daba la

circunstancia de que ese mismo día, 6 de octubre de 1520, el muchacho

cumplía dieciocho años, y, por lo tanto, era una fecha muy adecuada para

que saliera a ver mundo por primera vez. Piero era alto para su edad, tenía

muy buena presencia y un aspecto agradable. Su madre, viuda, había dejado

su formación en manos de Biagio, y, bajo la tutela de su tío, el muchacho

había recibido una esmerada instrucción; era capaz de escribir con soltura y

buena letra, y sabía componer frases floridas, no solo en italiano, sino

también en latín. Por consejo de Maquiavelo, que sentía pasión y

admiración por los antiguos romanos, había adquirido conocimientos más

que razonables de su historia. Maquiavelo abrigaba la convicción de que el

hombre alimenta siempre las mismas pasiones y siempre es igual a sí

mismo, de tal modo que, si las circunstancias de la historia se repiten, se

replicará también su secuencia, y una misma causa dará como resultado un

efecto similar. De todo ello se deducía que, si el hombre contemporáneo se

dedicaba a estudiar y comprender el modo en que los romanos se habían

enfrentado a una situación concreta, podría entonces abordar una situación

parecida actuando con prudencia y eficacia.

Tanto Biagio como su hermana deseaban que Piero entrara al servicio del

Gobierno. La misión que Maquiavelo iba a llevar a cabo en Imola sería una

buena ocasión para que el chico comenzara a familiarizarse con los asuntos

de Estado. El propio Biagio trabajaba también para la República; ostentaba

un modesto cargo bajo las órdenes de su amigo Maquiavelo, y tenía claro

que el muchacho no hallaría mejor mentor que este. Aquel viaje del chico se

había decidido de improviso; de hecho, el propio Maquiavelo había recibido

su salvoconducto y las cartas credenciales para el duque tan solo un día

antes.

Maquiavelo era un hombre de disposición afable, buen amigo de sus

amigos, y, cuando Biagio le pidió que se llevara a Piero, aceptó de

inmediato. Sin embargo, la madre del muchacho estaba desasosegada; era

consciente de que no se debía desaprovechar semejante oportunidad, pero

no podía evitar sentirse inquieta. Nunca antes se había separado de su hijo,

lo consideraba demasiado tierno y joven como para salir al encuentro de un

mundo hostil. Además, Piero era un buen chico, temía que Maquiavelo se lo

corrompiera; nadie ignoraba que era bastante calavera, un compañero algo

más que festivo. Y, para colmo, no se avergonzaba en absoluto al respecto,

frecuentaba posadas y tabernas, y allí narraba historietas poco edificantes en

las que ventilaba sus aventuras con burguesas y sirvientas por igual. Eran

cuentos susceptibles de arrebolar las mejillas de cualquier mujer virtuosa, y,

lo peor de todo, él sabía exponerlos con tanta gracia y humor que, por más

ofendido que uno se sintiera al escucharlos, resultaba muy difícil conservar

el semblante grave.

Biagio trató de razonar con su hermana.

—Querida Francesca, ahora que Niccolò se ha casado abandonará sus

hábitos libertinos. Marietta, su esposa, es una buena mujer y lo quiere. No

irás a creer que va a ser tan tonto como para andar gastando dinero fuera de

casa cuando dentro de ella puede obtener lo mismo, y encima gratis.

—Un hombre al que le gustan tanto las mujeres como a Niccolò jamás se

contentará con tener solo una —respondió ella—, y mucho menos si esa

una es su esposa.

Biagio pensó que algo de verdad había en ello, pero no estaba dispuesto a

admitirlo. Se encogió de hombros.

—Piero tiene dieciocho años. Si aún no ha perdido la inocencia, va siendo

hora de que lo haga. Sobrino, ¿aún eres virgen?

—Sí —contestó Piero, con una sinceridad tan evidente que hubiera sido

un pecado imperdonable poner en duda su afirmación.

—Lo sé todo sobre mi hijo. Jamás hará nada que yo pueda reprobar.

—Con más razón —dijo Biagio—. En ese caso, no hay motivo para que

vaciles en dejarlo a cargo de un hombre que puede serle muy útil en su

futura carrera. Si tiene dos dedos de frente, sabrá sacar provecho de unas

enseñanzas que le serán útiles toda la vida.

Doña Francesca lanzó una mirada áspera a su hermano.

—A ti este hombre te tiene encandilado. Eres arcilla en sus manos. Y ya

ves qué trato recibes a cambio. Te usa, se ríe de ti. ¿Por qué ha de ser él tu

superior jerárquico en la Cancillería? Y tú, ¿por qué te conformas con ser su

subordinado?

Biagio tenía treinta y tres años, más o menos la misma edad que

Maquiavelo, pero había entrado al servicio del Gobierno antes que él

porque había contraído matrimonio con la hija de Marsilio Ficino, un

celebrado académico protegido de los Médici, la noble familia que por

aquel entonces gobernaba la ciudad. Eran tiempos en que las influencias y

los buenos contactos pesaban más que la valía personal a la hora de

adjudicar un puesto de trabajo. Biagio era un hombre de estatura discreta y

cuerpo algo entrado en carnes, con un rostro esférico subido de color y una

expresión siempre amable que revelaba su buen talante natural. Honesto,

trabajador incansable e incapaz de sentir celos, conocía sus propias

limitaciones y se daba por satisfecho con mantener una posición modesta.

Le agradaban tanto la buena vida como la buena compañía y, dado que no

alimentaba aspiraciones irrealizables, de él se podía decir que era un alma

feliz. No era un genio, pero tampoco un estúpido. De haberlo sido,

Maquiavelo no hubiera tolerado su compañía.

—En estos momentos —le dijo a su hermana—, Niccolò es la mente más

brillante con que cuenta la Señoría. Ningún otro funcionario del Gobierno

le llega a la suela de los zapatos.

—Bobadas —le espetó doña Francesca con sequedad.

(La Señoría era el cuerpo que gobernaba la ciudad de Florencia; también

ostentaba el poder ejecutivo del Estado desde la expulsión de los Médici,

ocho años antes).

—Su profundo conocimiento de la naturaleza humana y de los asuntos de

Estado haría palidecer de envidia a hombres que le doblan la edad. Toma

nota de lo que te voy a decir, hermana: Niccolò llegará muy lejos. Y créeme

también si te digo que no es de los que abandonan a sus amigos.

—Pues yo no me fiaría de él ni un pelo. Cuando ya no le seas útil, te

dejará tirado como si fueras una zapatilla vieja.

Biagio se echó a reír.

—¿A qué viene tanta inquina? ¿Será porque nunca te ha requebrado,

hermana? Aunque ya tengas un hijo de dieciocho años, la verdad es que los

hombres te siguen encontrando atractiva.

—Niccolò sabe que de nada le servirían sus trucos con una mujer decente.

Conozco bien sus hábitos. Es una vergüenza que la Señoría tolere a todas

esas prostitutas que se exhiben y pavonean por la ciudad escandalizando a

las personas respetables. A ti te cae bien porque te hace reír y te cuenta

historias picantes. No eres mejor que él.

—Se te olvida que no hay quien le gane cuando se trata de contar

historias picantes.

—Ah, vaya. ¿Y es esa suficiente razón para que lo consideres un hombre

maravilloso y una inteligencia sin par?

Biagio volvió a reírse.

—Claro que no, o no solo por eso. La misión que llevó a cabo en la corte

francesa concluyó con un éxito incuestionable y los informes que enviaba

eran obras maestras. Incluso los miembros de la Señoría que no sienten

ninguna simpatía por él se vieron obligados a admitirlo.

Doña Francesca se encogió de hombros. Estaba contrariada.

Piero era un muchacho prudente; calló y mantuvo una actitud serena. El

trabajo en la cancillería que su tío y su madre le tenían destinado no lo

entusiasmaba mucho ni poco, pero el viaje que estaba por emprender sí le

hacía ilusión. Tal y como él había previsto, la sabiduría mundana de su tío

pudo más que los ansiosos escrúpulos de su madre. Así que, a la mañana

siguiente, Biagio fue a buscarlo a su casa y ambos recorrieron la corta

distancia que los separaba de la casa de Maquiavelo. Su tío a pie, y él a

lomos del poni.

domingo, 7 de julio de 2024

AGUSTÍN JOSÉ LUZ INTERNA NOVELA FRAGMENTO

 




Luz interna, publicada originalmente como parte —o contraparte— de El rey se

acerca a su templo (1977), es una novela que con el paso del tiempo se ha

revelado como uno de los textos más intensos de José Agustín, un escritor que se

caracteriza justamente por su intensidad narrativa. Tres personajes arquetípicos de

la juventud mexicana clasemediera —Ernesto, Raquelita y Salvador— se ven

envueltos en una confrontación vital que tiene como escenarios una lúgubre celda

del Palacio de Lecumberri, el espacio de la gran ciudad y la intimidad de dos

alcobas. Situándose al borde del desgarramiento, la autodestrucción y la oscuridad,

estos seres reviven el mítico triángulo amoroso para, finalmente, encontrar la luz en

el fondo de ellos mismos.

«Durante horas y horas permanecí allí, inmóvil en mi rincón; un

esqueleto rígido por el frío, vestido con un traje ajeno, enmohecido. Y

en frente: yo mismo. Mudo e inmóvil. Así nos miramos en los ojos,

fijamente: el uno la espantosa imagen refleja del otro».

GUSTAV MEYRINK: El Gólem.


El tigre muerde al hombre

Raquelita me platicó que Ernesto parece estar bien… Bueno si es que se puede

estar bien allí, y sí, se le ve un poco raro pero es normal, ¿no?, se te queda viendo

con unos ojos extrañísimos, como de loco, hasta da un poco de miedo; pero, pues,

al menos se ve limpio, ¿no? Digo, todos los días se baña con vapor ¿qué te

parece?, y Ernesto tiene una comisión, que es algo así como un trabajo, y parece

que hasta saca dinero, y mucho, además, porque anda con camisas nuevas, caras,

y se le ve biencomido… En la Efe sólo los lentos no engordan, dice.

… Yo escuchaba a Raquelita con mucho gusto, divertido, con atención; me

agradaba observar cómo desenvolvía sus frases y cómo ese proceso se

sincronizaba con muchos gestos expresivos, todo su rostro se iluminaba en torno a

la luz circulante de sus ojos. A través de sus gestos, verdaderos signos que iban

más allá de las palabras, tuve la imagen nítida de Ernesto caminando muy

despacio, erguido, camisa nueva, la piel reluciente, el pecho de fuera y el vientre

cuidadosamente contraído, mirando a todos por encima, ah qué chistosa es la vida,

¿verdad, Salvador?

Chistosa me parece un pobre adjetivo, Raquelita, pero a ver: qué más. ¿Cómo

qué más? ¿Te parece poco? Afuera, digo, en la calle, antes, pues, Ernesto andaba

de vago, ¿no?, y para sacar dinero tenía que vérselas muy difíciles… Pues sí,

aduje, y recité: para vivir fuera de la ley hay que ser honesto…

La frase resonó en mi interior agradablemente y me hizo sonreír por dentro,

ausente por completo de ese restorán lleno de gente amorfa —para mí—, sin más

luz que la que rebotaba de afuera. Oye Salvador, qué te pasa, te vas, ¿eh?

Regresa… Ante eso, claro, sonreía, fijos mis ojos y los canales de mi mente en el

rostro de matices inagotables que se hallaba frente a mí. Dice Ernesto que en

estos seis meses María no lo ha ido a ver ni una sola vez. Lo cual es muy

comprensible, Raquelita, dije, advirtiendo cómo no podía evitar que fluyera de mí

un aire paternalista. ¿Ah sí?, pues él está furioso, dice que cómo, que no que tan

cristiana y tan devota. De botas, corregí: y pantalón de mezclilla. ¿Otra vez?, ¿me

lo juras?, preguntó Raquelita, muy interesada, sus ojos chisporroteando; ¿ya se

soltó el chongo? Claro que sí, no iba a pasarse toda la vida de fanática, ¿no crees?

Raquelita, más que divertida, continuaba mirándome con los ojos sonrientes.

Ernesto se va a quedar pasmado, dijo, finalmente. Yo creo, y perdóname que lo

diga, que en el fondo a Ernesto no le importa, doctoré, muy enfático, y solté a reír,

pero Raquelita me vio desaprobatoriamente, porque cómo me atrevo a reír así

frente a Raquelita, niña-que-los-acompañó-pero-yo-no-¿eh?——— Su mamá tiene

que pagar para que la nena trabaje, deveras, y cuando la juvenil beldad se

encuentra con quienes ella considera Gente Trascendente se ruboriza cada cinco

minutos, su rostro es una pantalla en la que los colores suben y bajan de

intensidad, un verdadero planetario… A Raquelita le encanta oír Cosas

Tremendas, pues está ávida-de-aprender-y-de-ver-la-vida, y en todo el cuerpo de

Raquelita —digo esto porque se le nota— ocurre un hormigueo de excitación,

como en el niñito que encuentra ¡un boleto de trolebús!; a mí todo eso me parece

fenomenal —obsérvese el uso de tal adjetivo— y no me digas que no, digo, es

gruesa, terrible, la cárcel, ¿no? Digo, es una tragedia pero es fascinante se

aprenden cosas… Cada quien habla de la feria como le va en ella, Raquelita.

¿Ah sí? Pues a mí me va bien, dijo, casi retadora. Pero quién sabe cómo le

vaya a Ernesto, aduje. Pues yo creo que a Ernesto sí le importa lo que hace María,

porque la quiere, y yo sé que ella también lo quiere a él… Digo, no es que él me lo

haya dicho, pero se nota, ¿no?, desde que llegué a visitarlo… Ah, porque iba con

mi mamá, ves, pero mi mamá, bueno, pues como que no agarra la onda y estaba

en la cárcel y parecía que estaba en una sesión de canasta uruguaya… No paraba

de hablar, que la injusticia y que esto y aquello, bueno, pues no dejaba hablar al

pobre Ernesto… ¿De qué te ríes? De nada, perdón. Bueno, pues lo primero que

Ernesto me preguntó, digo, cuando pudo, fue: ¿y María?, y estaba muy sentido

pero se hacía como que no le importaba, qué tierno… También me preguntó por

ti… Raquelita me miró unos segundos, esperando una reacción, pero yo, Salvador

el Hierático, permanecí impasible, aunque satisfecho, y ella continuó: Ernesto se

sorprendió mucho porque fui a visitarlo, es que nunca fuimos muy amigos, pero él

siempre me cayó bien… Yo, la verdad, hubiera ido antes pero apenas hace poco

me dijiste que estaba preso y por eso fui hasta ahora, y se lo dije, digo, cuando nos

dejaba mi mamá…

Raquelita, repentinamente, cesó de sonreír, toda su carita amortiguó su luz;

guardó silencio. Después se puso en pie, mirándome de reojo, insegura. ¿Qué le

pasa?, pensé, pero después adiviné que me quería decir algo pero que no se

atrevía o ignoraba cómo formular sus pensamientos así es que agucé la mirada y

los oídos —el viejo zorro alerta al cruzar el río— y evité pensar por qué me agitaba

al esperar lo que Raquelita me diría: tendría que ser algo importante, al menos

para ella.

Dijo: ¿tú no piensas ir a visitar a Ernesto? Me quedé perplejo, sin saber qué

responder, eso era algo que nunca había considerado; con razón advertí cierta

turbación y un énfasis especial cuando dijo «yo, la verdad, hubiera ido antes»…

Ella agregó, con rapidez, excesiva rapidez si se me permite la precisión: pero yo

quedé en volver a visitarlo otro día de éstos… Pobrecito, y le voy a llevar un regalo,

no sé, un buen pastel, un agasajo, como dicen los presos… Algo así… Está tan

solo pobrecito, nadie lo visita… Fíjate que voy a ir mañana.

No pude evitar advertir que todo eso turbaba notablemente a la buena

Raquelita; repentinamente se había agitado, se había ruborizado con una inyección

de sangre caliente, intranquila… Y al mismo tiempo eso me entristeció y descubrí

que una ligera envidia me había penetrado y que yo hubiera querido ser el

«pobrecito», el «tan solo».

Raquelita, en pie, me miró, esperando algo. Supongo que tenía curiosidad por

ver qué decía yo, pero para entonces ya me había abstraído en pensamientos

vagos, imágenes nubladas, y como no dije nada, Raquelita aspiró aire con vigor,

¿para darse fuerza?, quizá para que su sonrisa final fuese más radiante y creíble, y

se despidió bai bai luego nos vemos bai bai cha chao.

… Se fue y yo permanecí en esa mesa insulsa con el entrecejo fruncido y la

mente cada vez más llena de confusión, apreciando objetivamente —para mi

sorpresa, pues ésas no eran mis intenciones, lo juro— las piernas y el contoneo de

Raquelita: nada mal, ¡incluso muy bien!, ¡excesivamente bien! ¡Qué melancolía al

ver ese contoneo nalguense alejándose de mí!

… Después consideré que Raquelina no se había marchado tan contenta como

quiso aparentar. Y hasta entonces supe lo que ya intuía, de repente estuve seguro

de que ella quería que yo dijera ¡mañana mismo voy a ver a Ernesto! O que, vamos

vamos, me acercara a ella y la tomara del brazo suave pero firmemente para sentir

su calor, su aire fragante, sin turbiedad (¡nada de turbiedades conmigo, esas cosas

yo no!) y sugiriera, con Mi Voz Más Tersa: ¿por qué no vamos tú y yo juntos a ver a

Ernesto?

Mas, por supuesto, no dije nada y como buen imbecilento, perdí esa

oportunidad, una verdadera oportunidad, quién sabe cuándo la volvería a ver pues

ella de plano se fue bai bai chao chao tut tut. Entonces suspiré, como ameritaba la

situación, y di un largo sorbo a mi café al preguntarme: ¿acaso es mi obligación

visitar a Ernesto en la cárcel? Si fuese prácticamente religioso aun la congregación

me habría absuelto pues ésta ordena visitar enfermos mas nada dice acerca de

visitar presos. ¿Serán los presos enfermos del alma? Seguramente,

seguramente…

Era obvio que Ernesto fue grande amigo mío, durante años fuimos camaradas,

pero después yo seguí mi camino y él se quedó estancado; eso, aunque parezca

expresar un juicio adverso a un amigo, tiene que reconocerse: en realidad Ernesto

se dedicaba a traficar y a extorsionar —me temo que ésa es la palabra— a

jovencitas adineradas, como María, para poder vivir sin trabajar… Y cuando él y yo

nos veíamos, ocasionalmente desde luego, Ernesto parecía obsesionado en que

yo fumara mariguana, pero sinceramente yo no percibía en él nada de afecto, de

calor, de comunicación, parecía momia juvenil disfrazada de gran sacerdote, con

«good vibes» sólo asociaba «Milt Jackson».

Es más, tres días antes de que lo arrestaran me pidió permiso de viajar en mi

casa y me contó su fracaso con María, y hubo instantes en los que creí que él

parecía darse cuenta y que cambiaría, pero al final se había aposentado en su

terquedad disfrazada de seguridad en sí mismo, se había hundido en sus

reflexiones circulares, textuales círculos viciosos, y terminó mirándome con

desconfianza, más bien con repulsión, pues para entonces yo era un enemigo por

el solo y simple hecho de que escuché sus confidencias… Al final quería huir de mi

presencia, y eso que yo nunca dije nada, lo escuché solamente, sin juzgarlo… Aun

después no lo juzgué, sólo traté de analizar objetivamente su situación puesto que,

en cierto sentido, me había hecho parte de ella al referirme sus andanzas por los

Hades… Entonces no pude dejar de considerar que él había optado abiertamente

por la supuesta-vida-fácil y que yo, en cambio, había elegido la vía longissima, el

camino árido y la velocidad natural; me había resignado a no tener dinero en

abundancia —las más de las veces ni siquiera el suficiente— y a malvivir con las

traducciones y las correcciones a cambio de poder entregarme a «mi vocación

artística»…

Ernesto juraba que yo vivía en la enajenación, que mi camino árido era el

verdadero círculo vicioso, argüía que yo creía tener un fin y que la verdad era que

me hallaba más confundido que nadie, que no había advertido que toda mi vida era

una ilusión —maya, le dicen los hindúes— y que él, en cambio, era humilde pues

reconoció su destino y se había conformado a él, a la «armonía con las fuerzas

cósmicas». Todo eso me hizo reflexionar mucho e incluso me hizo leer temas que

normalmente no habría conocido… Bien, eso se lo agradecía, pero por último me

aseveré que él mentía al proclamar que conocía La Verdadera Realidad, eso era

una mentira, cómo iba a saber él cuál era la verdadera realidad —para él o para mí

— si sus valores éticos habrían naufragado, si de entrada no quería comunicarse

de igual a igual sino que buscaba catequizarme, hablar, hablar, masturbarse

mentalmente, consentirse, consecuentarse…

Por eso, después, cuando supe que finalmente había caído en la cárcel —¡Dios

mío, era de esperarse!— opté por no ir a verlo… Más bien nunca lo decidí…

Simplemente deseché la idea de visitarlo porque estaba seguro de que él iba a

infligirme toda su Gran Cauda de Resentimiento, porque no creí que pudiera

cambiar, tan sólo íbamos a quedar más distanciados… Por eso nunca consideré si

debía de visitarlo o no, mi intuición —y yo creo en la objetividad de la intuición, mis

queridos conductólogos— me decía que no fuera… Entonces sentí cómo palidecía.

Mis manos empezaron a sudar y mi corazón se desquició. Hasta entonces

comprendí que Raquelita, la pobre Raquelita, quería que la acompañara a la cárcel

porque para ella era decisivo que yo fuese con ella. Iba a meterse en la boca del

peligro, por las razones incomprensibles que fuesen, y requería un apoyo… ¡Cómo

lamenté no haber comprendido todo a tiempo! ¡Qué tristeza tan grande, qué

agitación insensata me devastó! Pero ya no tenía remedio: ni sabía cómo localizar

a Raquelita y ni siquiera disponía de tiempo… Ni modo, no había duda que así

debían de ser las cosas, pues no pierdo la convicción —es lo único que me

preserva la salud mental, además— de que las cosas ocurren como ocurren

porque exactamente así es como deben de ocurrir… No hay más remedio que

ceder a los pasos incomprensibles del destino.

sábado, 6 de julio de 2024

Dubatti, Jorge Cien años de teatro argentino. - 1a. ed. - Buenos Aires: Biblos-Fundación OSDE, 2012. PRÓLOGO

 



Introducción

Este libro pretende brindar un conjunto de observaciones y herramientas para

leer la fecunda historia del teatro argentino entre –aproximadamente– 1910 y

2010. Partimos de la idea de que no hay un teatro argentino sino teatro(s)

argentino(s), según el fenómeno que se focalice territorial, geográficamente, en

el análisis. En un país tan vasto como el nuestro, de tan rica extensión y de tan

diversa historia, con una realidad tan compleja de orígenes indígenas,

transculturación de los legados de diversas culturas del mundo y generación de

producciones culturales peculiares, podríamos escribir muchas y diferentes

historias de esos teatros argentinos, si trabajáramos el recorte de estudio en el

plano más puntual de una ciudad, un pueblo, el campo, la selva o la montaña, o

en los planos más amplios de lo regional, lo nacional, lo latinoamericano, lo

continental o lo mundial. La historia del teatro argentino es, en suma, un

problema de cartografía teatral, disciplina comparatista que estudia la

localización territorial de los fenómenos teatrales y su vinculación geográfica.

La perspectiva de la cartografía teatral resulta insoslayable por el simple hecho

de que los acontecimientos teatrales siempre son territoriales, siempre están

localizados en un punto de reunión convivial al que acuden artistas, técnicos y

espectadores. Por la naturaleza de su acontecer, el teatro no se deja

desterritorializar a través de la mediación tecnológica y exige la presencia de los

cuerpos de quienes lo hacen: actores, técnicos, espectadores. En esto se

diferencia radicalmente de la televisión, el cine o internet. Esencialmente

territorial y localizado cada vez que acontece en un punto del planeta, el teatro es

una reunión de cuerpos presentes, y esos cuerpos acarrean al territorio del

acontecimiento la “geografía humana” de todo el mundo.

Afirmamos que el teatro argentino incluye una polifonía de teatros, desplegados

en un mapa multicentral y en un espesor de mapas superpuestos y relacionados.

La construcción de eso que llamamos teatro argentino cambia según

consideremos como eje territorial de la focalización a Buenos Aires (y sus muy

diferentes barrios), las provincias (sus grandes capitales o su “interior”), el

vínculo con las áreas internacionales (las conexiones fronterizas con Uruguay,

Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile: teatro rioplatense, guaranítico, andino, etc.),

los permanentes viajes, migraciones y desplazamientos, la producción del teatro

argentino dentro de una comunidad específica que traza una frontera

intranacional (por ejemplo, los mapuches) o más allá las fronteras geopolíticas

en cualquier lugar del mundo. Especialmente en los últimos años, las redes

internacionales de circulación han generado una planetarización (término que

usamos en forma alternativa para oponerlo a la idea de homogeneización cultural

de la globalización, que se lleva muy mal con el teatro) que hace que un

espectáculo pueda presentarse en incontables lugares (valga un ejemplo

argentino: Villa Villa del grupo De la Guarda, ofrecido en decenas de ciudades

en cuatro continentes). No será la misma historia si se la cuenta desde Capital

Federal, Córdoba o Tierra del Fuego, o desde la experiencia de los exiliados

argentinos en México, España o Estados Unidos. Y esto constituye uno de los

ingredientes fascinantes de la historiografía teatral: la posibilidad del

multiperspectivismo y la visión plural.

El ejercicio de esta diversidad, evidentemente, excede nuestra voluntad y

posibilidades. Una historia de los teatros argentinos requeriría un amplio equipo

de investigadores ubicados en diferentes puntos del país y del extranjero, y

varias decenas de volúmenes enlazados caleidoscópicamente. De hecho, aunque

no concertada, esta diversidad hoy acontece: en los últimos veinte años la

historiografía del teatro argentino ha sumado numerosos investigadores que

ponen en práctica, desde distintas miradas y desde diferentes lugares –de Buenos

Aires a Mendoza, de Jujuy a Estados Unidos, de Francia a Neuquén, etc.–, una

historia múltiple de nuestra escena.

Entre todos los posibles teatros argentinos, realizamos en este libro un recorte

territorial que se centra en la actividad de la ciudad de Buenos Aires –de por sí

inabarcable en su riqueza, como veremos– con parciales deslizamientos a otros

contextos de producción en las provincias y más allá de las fronteras geopolíticas

nacionales. Proponemos una periodización de estos cien años en seis grandes

unidades, articuladas a partir de un componente que consideramos dominante y

destacable en nuestro recorte territorial:

• El desarrollo de la forma de producción “industrial” y la superación de la

llamada “época de oro” del teatro argentino (1910-1930).

• El surgimiento y los primeros recorridos del “teatro independiente”, que a

partir de la iniciativa de Leónidas Barletta y el Teatro del Pueblo poco a poco va

transformando la dinámica del campo teatral (1930-1945).

• La politización de la actividad escénica en el arco que va del peronismo, el

“posperonismo” y la Revolución Cubana (1945-1959).

• Las relaciones entre modernización y radicalización política en los años

siguientes (1960-1973), sin duda bajo el signo del “posperonismo” y de la

izquierda internacional.

• La represión aberrante en la predictadura y la dictadura militar con el accionar

ilegal de la Triple A y el Proceso de Reorganización Nacional (1973-1983), cuyo

resultado es el genocidio y la violación de los derechos humanos.

• Finalmente, de 1983 hasta hoy, la posdictadura, que definimos como período a

la vez de salida de la dictadura (el prefijo “post” entendido como “después de”)

y de trauma y continuidad de la subjetividad de la dictadura en la democracia

restituida (el prefijo “post” entendido como “consecuencia de”).

Reservamos un último capítulo para pensar algunas nuevas coordenadas de la

historia del presente y del pasado más reciente bajo el signo político de lo que

llamamos el posneoliberalismo (2003-2012), subunidad dentro de la

posdictadura.

La secuencia progresiva de estos períodos no debe pensarse en forma

sencillamente lineal sino desde la comprensión de su complejidad interna;

esperamos que el lector pueda observar en cada período la coexistencia de

diversas formas de producir y concebir el teatro (comercial, profesional de arte,

oficial, independiente, filodramática, de variedades, etc.), es decir, el “espesor”

inabarcable de la historia teatral, así como los procesos que asumen ciertas

tendencias, constantes y cambios teatrales que se van reformulando a través de

los períodos y cuya orgánica trasciende los límites de las unidades de

periodización. Creemos importante señalar que muchas veces esas concepciones

se cruzan, superponen y mezclan a tal punto que es imposible asimilarlas a una

determinada tendencia. En esos casos, no se trata de precisar distinciones

sistemáticas sino de advertir fenómenos de liminalidad y dominios lábiles, con la

necesaria puesta en suspenso de los rótulos y las fórmulas historiográficas más

rígidos y cerrados. Por ejemplo, el lector reconocerá que los mismos artistas y

compañías producen a la par teatro comercial y teatro profesional de arte en el

período industrial y siguientes, o también las tempranas asimilaciones entre el

teatro independiente y el teatro profesional de arte ya a partir de la década de

1940.

Asimismo, en referencia al mencionado espesor histórico de los

acontecimientos, agreguemos que el desarrollo de un campo teatral se mide por

un conjunto concertado de factores: el teatro propio que gesta y estrena, el teatro

argentino y extranjero que recibe, el comportamiento de su público, el

funcionamiento de su crítica, el grado de institucionalización de la actividad (a

través de asociaciones, gremios, organismos, leyes, etc.), el desarrollo de su

pedagogía, la infraestructura de salas y equipamiento, y también, no menos

centralmente, la investigación que produce. Son muchos aspectos relevantes, y

cada uno de ellos amerita una historia en sí misma; en nuestro libro hemos

tratado de tener en cuenta, siquiera brevemente, a cada una, destacando las

aristas más relevantes. Así, consideramos en cada capítulo los principales

acontecimientos en cuanto a las formas de producción y las diversas

concepciones de teatro coexistentes, las poéticas de los espectáculos y la

dramaturgia, los espacios teatrales y los actores, las visitas extranjeras, las

publicaciones (crítica, revistas, ensayística, memorias), los desarrollos

institucionales. Cerramos cada capítulo con una reflexión sobre la productividad

del período y su proyección en la historia posterior. La posdictadura, el gran

“estallido” de las concepciones teatrales, plantea un caso especial, porque

acontece aún (su proceso interno no se ha cerrado) y porque su dinámica se

complejiza en el auge de lo “micro”.

También nos interesa identificar aquellos fenómenos que diferencian el teatro

argentino en el concierto de la escena internacional. En términos de cartografía

mundial, puede afirmarse que el teatro argentino constituye troncalmente una

región del teatro occidental, por sus deudas e intercambios históricos con el

europeo (centro irradiador de los procesos de occidentalización teatral) y, en

particular, con el español, el italiano, el francés y el del legado cultural judío.

Pero a la vez el teatro argentino presenta una singularidad, una diferencia notable

respecto del teatro europeo, tanto en la dinámica de sus producciones como en la

confluencia heterogénea de otros legados (aborigen, latinoamericano,

norteamericano) y en las formas internas de apropiación y vinculación con esos

estímulos. A lo largo de nuestra experiencia en la investigación, la docencia y la

crítica teatral, en varias oportunidades nos hemos preguntado qué contribución

ha realizado el teatro argentino al mapa occidental y mundial del teatro. En este

libro presentamos ciertas hipótesis sobre la peculiaridad de algunos fenómenos

distintivos que, sin ser los únicos, plantean una diferencia creadora: el sainete y

el grotesco criollos, algunas poéticas escénicas del tango, el teatro

independiente, la cultura teatral “oficialista” del peronismo, la respuesta de

Teatro Abierto 1981 a la dictadura, el teatro comunitario, el “teatro de estados”.

Esperamos, además, que las herramientas desplegadas sirvan al lector para

conectarlas con su actividad como espectador en el presente. En la posdictadura,

y especialmente en la actualidad, la Argentina goza de magnífica actividad

teatral, que vale la pena aprovechar. Vivir en Buenos Aires o visitarla y no ir al

teatro es como vivir o pasar por Nueva York y no conocer el moma, o como vivir

o pasar por Barcelona y no haber visitado la Sagrada Familia de Antonio Gaudí.

El teatro es un patrimonio intangible identitario de la cultura porteña. En Buenos

Aires hay “clima teatral”. Además, el teatro argentino, no sólo el de Buenos

Aires, nivela internacionalmente. Ojalá el lector encuentre en este libro

elementos que le permitan multiplicar y enriquecer su experiencia como

espectador, por ejemplo, observando de dónde provienen en la historia las

tendencias del presente, o qué coordenadas favorecen la comprensión de lo que

está pasando en la posdictadura.

Este libro está elaborado sobre el estudio de fuentes directas y sobre la atenta

lectura, la revisión y el análisis, coincidente o divergente, de las propuestas de

grandes historiadores del teatro argentino: Arturo Berenguer Carisomo, Mariano

Bosch, Raúl H. Castagnino, Jacobo De Diego, Nel Diago, Carlos Fos, Mario

Gallina, Miguel Ángel Giella, Eva Golluscio de Montoya, Teodoro Klein, Juan

Carlos Malcún, José Marial, Nora Mazziotti, Luis Ordaz, Sirena Pellarolo,

Osvaldo Pellettieri, Lola Proaño, Leandro H. Ragucci, Cora Roca, Beatriz

Seibel, David Viñas, entre otros muchos, cuyos estudios consignamos en la

bibliografía para que los interesados puedan seguir leyendo más allá de estas

páginas. Mucho queda aún por revelar de la historia teatral del país, pero no hay

duda de que en los últimos veinte años la historiografía teatral argentina se ha

ampliado y se está produciendo caudalosamente nueva investigación.

viernes, 5 de julio de 2024

CÁTEDRA EN EL CAFÉ DIARIO 28 de junio de 2024 — ¿La joven?

 



28 de junio de 2024

        ¿La joven? Supongo que a cualquier hombre no le sería difícil volver a mirarla. Son de esas mujeres que van dejando un rastro de feromonas cuando caminan, jajaja. ¿No lo cree así? Terminó por comentar Casasola Brown y el penthouse se abandonó por momentos a una completa oscuridad. Luego, todo volvió a un contraluz por el efecto de los edificios vecinos y sus luces estroboscópicas en las azoteas.

FRAGMENTO. NOVELA. EN PRODUCCIÓN: EL RETORNANTE NOCTURNO.

 

Man Ray, el gran Man Ray. ¿Fotógrafo? Yo diría que más que fotógrafo: un artista consumado en toda su expresión y vocablo. Un gran artista visual. Fue un hombre culto que tenía ciertas aficiones por lo “oscuro”. Su alma participaba en ocasiones por asomarse al “abismo”. Era un hombre que se adhirió a los movimientos dadaísta y surrealista… digo que tenía ciertas aficiones oscuras por lo siguiente. Es una historia interesante que se entrelaza con este artista visual. Se dice que este artista visual tuvo de amigo, de gran amigo, a George Hodel, quien se le investigó por un crimen cometido en California. Imagino que ha escuchado hablar del asesinato de la Dalia Negra.

FRAGMENTO. NOVELA. EN PRODUCCIÓN: EL RETORNANTE NOCTURNO.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas