Nota del autor
Nadie podría escribir un libro de estas características basándose tan solo en
su propia imaginación, y yo me he dedicado a recabar información en tantos
lugares como me ha sido posible. Como es natural, la principal fuente con
la que he contado ha sido la propia obra de Maquiavelo. También me ha
sido muy útil la biografía de Tommasini, y he hecho buen uso del riguroso
César Borgia, escrito por Woodward. Tengo contraída una gran deuda de
gratitud con el conde Carlo Boeuf. No solo por su expresivo y bien
documentado trabajo sobre César, sino por haberme prestado libros que de
otro modo jamás hubieran llegado a mis manos. Por último, debo también
agradecer la paciencia y la amabilidad de las que hizo gala al responder a
mis múltiples interrogatorios.
1
Plus ça change, plus c’est la même chose.
2
Biagio Buonacorssi había tenido un día de mucho trajín. Estaba cansado,
pero, siendo un hombre de costumbres metódicas, antes de irse a la cama
escribió una entrada en su diario. Tan solo una nota breve: «La ciudad de
Florencia ha enviado un hombre a Imola para ver al duque». No mencionó
el nombre de dicho hombre; quizá lo considerara un dato irrelevante. Se
trataba de Maquiavelo. Y el duque era César Borgia.
Había sido un día atareado, y también largo, pues Biagio había partido de
su casa al amanecer. Lo acompañaba su sobrino, Piero Giacomini.
Maquiavelo había aceptado llevárselo de viaje con él y ahora el chico
cabalgaba a su lado, montado en un poni menudo y robusto. Se daba la
circunstancia de que ese mismo día, 6 de octubre de 1520, el muchacho
cumplía dieciocho años, y, por lo tanto, era una fecha muy adecuada para
que saliera a ver mundo por primera vez. Piero era alto para su edad, tenía
muy buena presencia y un aspecto agradable. Su madre, viuda, había dejado
su formación en manos de Biagio, y, bajo la tutela de su tío, el muchacho
había recibido una esmerada instrucción; era capaz de escribir con soltura y
buena letra, y sabía componer frases floridas, no solo en italiano, sino
también en latín. Por consejo de Maquiavelo, que sentía pasión y
admiración por los antiguos romanos, había adquirido conocimientos más
que razonables de su historia. Maquiavelo abrigaba la convicción de que el
hombre alimenta siempre las mismas pasiones y siempre es igual a sí
mismo, de tal modo que, si las circunstancias de la historia se repiten, se
replicará también su secuencia, y una misma causa dará como resultado un
efecto similar. De todo ello se deducía que, si el hombre contemporáneo se
dedicaba a estudiar y comprender el modo en que los romanos se habían
enfrentado a una situación concreta, podría entonces abordar una situación
parecida actuando con prudencia y eficacia.
Tanto Biagio como su hermana deseaban que Piero entrara al servicio del
Gobierno. La misión que Maquiavelo iba a llevar a cabo en Imola sería una
buena ocasión para que el chico comenzara a familiarizarse con los asuntos
de Estado. El propio Biagio trabajaba también para la República; ostentaba
un modesto cargo bajo las órdenes de su amigo Maquiavelo, y tenía claro
que el muchacho no hallaría mejor mentor que este. Aquel viaje del chico se
había decidido de improviso; de hecho, el propio Maquiavelo había recibido
su salvoconducto y las cartas credenciales para el duque tan solo un día
antes.
Maquiavelo era un hombre de disposición afable, buen amigo de sus
amigos, y, cuando Biagio le pidió que se llevara a Piero, aceptó de
inmediato. Sin embargo, la madre del muchacho estaba desasosegada; era
consciente de que no se debía desaprovechar semejante oportunidad, pero
no podía evitar sentirse inquieta. Nunca antes se había separado de su hijo,
lo consideraba demasiado tierno y joven como para salir al encuentro de un
mundo hostil. Además, Piero era un buen chico, temía que Maquiavelo se lo
corrompiera; nadie ignoraba que era bastante calavera, un compañero algo
más que festivo. Y, para colmo, no se avergonzaba en absoluto al respecto,
frecuentaba posadas y tabernas, y allí narraba historietas poco edificantes en
las que ventilaba sus aventuras con burguesas y sirvientas por igual. Eran
cuentos susceptibles de arrebolar las mejillas de cualquier mujer virtuosa, y,
lo peor de todo, él sabía exponerlos con tanta gracia y humor que, por más
ofendido que uno se sintiera al escucharlos, resultaba muy difícil conservar
el semblante grave.
Biagio trató de razonar con su hermana.
—Querida Francesca, ahora que Niccolò se ha casado abandonará sus
hábitos libertinos. Marietta, su esposa, es una buena mujer y lo quiere. No
irás a creer que va a ser tan tonto como para andar gastando dinero fuera de
casa cuando dentro de ella puede obtener lo mismo, y encima gratis.
—Un hombre al que le gustan tanto las mujeres como a Niccolò jamás se
contentará con tener solo una —respondió ella—, y mucho menos si esa
una es su esposa.
Biagio pensó que algo de verdad había en ello, pero no estaba dispuesto a
admitirlo. Se encogió de hombros.
—Piero tiene dieciocho años. Si aún no ha perdido la inocencia, va siendo
hora de que lo haga. Sobrino, ¿aún eres virgen?
—Sí —contestó Piero, con una sinceridad tan evidente que hubiera sido
un pecado imperdonable poner en duda su afirmación.
—Lo sé todo sobre mi hijo. Jamás hará nada que yo pueda reprobar.
—Con más razón —dijo Biagio—. En ese caso, no hay motivo para que
vaciles en dejarlo a cargo de un hombre que puede serle muy útil en su
futura carrera. Si tiene dos dedos de frente, sabrá sacar provecho de unas
enseñanzas que le serán útiles toda la vida.
Doña Francesca lanzó una mirada áspera a su hermano.
—A ti este hombre te tiene encandilado. Eres arcilla en sus manos. Y ya
ves qué trato recibes a cambio. Te usa, se ríe de ti. ¿Por qué ha de ser él tu
superior jerárquico en la Cancillería? Y tú, ¿por qué te conformas con ser su
subordinado?
Biagio tenía treinta y tres años, más o menos la misma edad que
Maquiavelo, pero había entrado al servicio del Gobierno antes que él
porque había contraído matrimonio con la hija de Marsilio Ficino, un
celebrado académico protegido de los Médici, la noble familia que por
aquel entonces gobernaba la ciudad. Eran tiempos en que las influencias y
los buenos contactos pesaban más que la valía personal a la hora de
adjudicar un puesto de trabajo. Biagio era un hombre de estatura discreta y
cuerpo algo entrado en carnes, con un rostro esférico subido de color y una
expresión siempre amable que revelaba su buen talante natural. Honesto,
trabajador incansable e incapaz de sentir celos, conocía sus propias
limitaciones y se daba por satisfecho con mantener una posición modesta.
Le agradaban tanto la buena vida como la buena compañía y, dado que no
alimentaba aspiraciones irrealizables, de él se podía decir que era un alma
feliz. No era un genio, pero tampoco un estúpido. De haberlo sido,
Maquiavelo no hubiera tolerado su compañía.
—En estos momentos —le dijo a su hermana—, Niccolò es la mente más
brillante con que cuenta la Señoría. Ningún otro funcionario del Gobierno
le llega a la suela de los zapatos.
—Bobadas —le espetó doña Francesca con sequedad.
(La Señoría era el cuerpo que gobernaba la ciudad de Florencia; también
ostentaba el poder ejecutivo del Estado desde la expulsión de los Médici,
ocho años antes).
—Su profundo conocimiento de la naturaleza humana y de los asuntos de
Estado haría palidecer de envidia a hombres que le doblan la edad. Toma
nota de lo que te voy a decir, hermana: Niccolò llegará muy lejos. Y créeme
también si te digo que no es de los que abandonan a sus amigos.
—Pues yo no me fiaría de él ni un pelo. Cuando ya no le seas útil, te
dejará tirado como si fueras una zapatilla vieja.
Biagio se echó a reír.
—¿A qué viene tanta inquina? ¿Será porque nunca te ha requebrado,
hermana? Aunque ya tengas un hijo de dieciocho años, la verdad es que los
hombres te siguen encontrando atractiva.
—Niccolò sabe que de nada le servirían sus trucos con una mujer decente.
Conozco bien sus hábitos. Es una vergüenza que la Señoría tolere a todas
esas prostitutas que se exhiben y pavonean por la ciudad escandalizando a
las personas respetables. A ti te cae bien porque te hace reír y te cuenta
historias picantes. No eres mejor que él.
—Se te olvida que no hay quien le gane cuando se trata de contar
historias picantes.
—Ah, vaya. ¿Y es esa suficiente razón para que lo consideres un hombre
maravilloso y una inteligencia sin par?
Biagio volvió a reírse.
—Claro que no, o no solo por eso. La misión que llevó a cabo en la corte
francesa concluyó con un éxito incuestionable y los informes que enviaba
eran obras maestras. Incluso los miembros de la Señoría que no sienten
ninguna simpatía por él se vieron obligados a admitirlo.
Doña Francesca se encogió de hombros. Estaba contrariada.
Piero era un muchacho prudente; calló y mantuvo una actitud serena. El
trabajo en la cancillería que su tío y su madre le tenían destinado no lo
entusiasmaba mucho ni poco, pero el viaje que estaba por emprender sí le
hacía ilusión. Tal y como él había previsto, la sabiduría mundana de su tío
pudo más que los ansiosos escrúpulos de su madre. Así que, a la mañana
siguiente, Biagio fue a buscarlo a su casa y ambos recorrieron la corta
distancia que los separaba de la casa de Maquiavelo. Su tío a pie, y él a
lomos del poni.
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