Vasco Pratolini
El barrio
Título original: Il quartiere
Vasco Pratolini, 1943
Traducción: Attilio Dabini
Sólo esto hoy podemos decirte: lo que no somos, lo que no queremos.
EUGENIO MONTALE
I
Estábamos satisfechos de nuestro
barrio. Confinaba con el centro de la ciudad, y se extendía hasta las primeras
casas de la periferia, donde comenzaba la via
Aretina, con sus huertos, su ferrocarril, sus casas burguesas y pequeños
«chalets». La via Pietrapiana era la
calle que cortaba el barrio, como seccionándolo, entre Santa Croce y el Arno a
la derecha, los Jardines y la Annunziata a la izquierda. Sin embargo, por este
lado ya el lugar se hacía señorial, aislado en el silencio, gravitando hacia
San Marco y la Universidad, desertado por la gente del barrio que dejaba
corretear a sus chicos por las propias calles, llamadas con nombres de ángeles,
de santos y de oficios, con nombres de antiguas familias ricas del
siglo XIV. La via de’Malcontenti
era a la vez arteria y advertencia; la via
dell’Agnolo era la Suburra en la que desembocaba Borgo Allegri donde, en época
lejana, una imagen de la Virgen, pintada por un conciudadano inmortal, se había
dignado obrar un milagro, «alegrando» al pueblo que la llevaba en procesión.
Ropa tendida en las ventanas,
mujeres a medio vestir. Pero también pobreza que se soporta con orgullo,
afectos que se defienden con las uñas. Obreros; y, con más precisión,
carpinteros, zapateros, herradores, mecánicos, mosaiqueros. Y tabernas,
almacenes y tiendas llenos de humo y centelleos, cafés de estilo novecentista.
La calle. Florencia. El barrio de
Santa Croce.
El chico podía contar
inocentemente sus bolitas sentado en el umbral del prostíbulo de la via Rosa; el zafio, orinar sin reparo
contra la pared, bajo la lápida que recordaba que en esa casa había vivido
Giacomo Leopardi; la muchacha bonita, estar orgullosa de vivir en la via delle Pinzocchere, que era una de
las calles más limpias de nuestro barrio.
Éramos gente común, y un gesto
bastaba para levantar en nosotros cólera o amor. Nuestra vida corría por esas
calles y plazas como un río por su cauce; nuestra más meditada rebelión era
como un remolino que nos arrastraba a lo hondo. No por nada la cárcel de la
ciudad se hallaba situada en el propio corazón de nuestro barrio. Encogíamos
nuestros afectos, trenzados con privados rencores y devociones. Éramos una isla
en el río que, entre los carritos del tripero y del frutero y el chiribitil del
vendedor de castagnaccio[1],
corría por la via Pietrapiana, desde
el Arco de San Piero hasta la Porta alla Croce.
Salíamos del trabajo después de
las seis de la tarde, y no encontrábamos verdadera vida, verdadera sociedad,
calor, sino en nuestras calles y plazas. Por el Corso, que justamente desembocaba en el Arco de San Piero, podíamos
llegar al centro de la ciudad, con sus hermosos cafés y sus orquestas; pero
recorrer esos pocos pasos nos costaba cada vez una instintiva preparación: era
como enfrentarnos con algo ajeno a nosotros. Éramos seres inocentes, confinados
en nuestro barrio por la melancolía, la costumbre, el amor, por algo muy íntimo
y receloso. Los que trabajaban en las fábricas de la periferia, pedaleaban en
sus bicicletas rápidamente por las avenidas para volver al barrio a gozarse del
anochecer y de la velada, que les pertenecían.
Allí había transcurrido nuestra
adolescencia. Los hermanos menores repetían nuestros gestos jugando con monedas
y figuritas coloreadas, dándose de puñetazos o abrazándose. Si pasábamos por la
via del Fico o por la via de’ Macci, o dábamos vueltas por la
plaza de Santa Croce en espera de
nuestra muchacha, los hermanos menores nos pedían nuestras bicicletas; se
subían pasando una pierna por el cuadro, para llegar con el pie al otro pedal.
Las casas eran oscuras, húmedas y
frías en invierno. Las mesas donde comíamos tenían rajaduras; sólo las veíamos
las raras veces que nos poníamos a escribir una carta. Pero estaban muy limpias
y ordenadas, nuestras casas, tan hacendosamente atendidas por nuestras madres
de cabellos grises y chalina sobre los hombros. En el comedor, que nosotros
llamábamos «sala», había un diván con puntillas en el respaldar, fotografías en
los vidrios del aparador, un despertador; y el piso de baldosas coloradas
estaba siempre reluciente. El canto de las hermanas, que podíamos oír largamente
los domingos por la mañana, era una cosa alegre que rejuvenecía las
habitaciones e iluminaba las paredes amarillentas.
Casi no nos fijábamos en la casa.
Ni siquiera advertíamos que las débiles lamparillas eléctricas daban poca luz y
dejaban los rincones en sombra, y el tener que lavarnos en la pileta de la
cocina no nos molestaba. Nuestra cama, que tenía a la cabecera, clavados en la
pared, un crucifijo y un santo cruzado por una ramita de olivo, conocía
nuestras esperanzas, soñadas mientras contábamos las resquebrajaduras del
techo. Un cajón de la cómoda era nuestro; al llegar a cierta edad, llevábamos
su llave en el bolsillo, para guardar en él el secreto de algunas fotografías
con dedicatoria, o un revólver. La casa significaba los rostros que albergaba,
y nosotros la queríamos por esto.
No sabíamos nada, quizá tampoco
queríamos saber nada. Nos prometíamos dichas honestas: merecer más en el
trabajo, ser más capaces; tener una muchacha, y después posiblemente otra, y al
fin casarnos con una de ellas, acostarnos con ella en una cama más grande,
amarla con todos los besos que pudiésemos darle.
Nuestra vida estaba en las calles
y plazas del barrio, florentinos de antigua raza, de «pura cepa», como decíamos
bromeando. Nos entreteníamos en las esquinas de las calles, debajo de la Volta donde fue apuñalado en tiempos
lejanos Corso Donati; y estábamos allí sin sospechar siquiera nada de todo ese
pasado, como «pueblo menudo» que éramos, ignorantes del pasado, plebeyos que
nos habíamos traicionado a nosotros mismos. Entre los antiguos vestigios de la Volta se iluminaba la rotisería, que
difundía olor de torrejas de patatas, conejo asado y verdura frita.
La ciudad se encontraba más allá
de nuestra república, nos producía una impresión a la vez de arqueología y de
Eldorado: para poder entrar en ella teníamos que estar bien afeitados y vestir
nuestro mejor traje. Nos dividía de los otros barrios populares un sentimiento
impreciso, pero vivo, de rivalidad y emulación; nos reuníamos para separarnos
en seguida, pendencieramente: en el Arno durante el verano, en los partidos de
fútbol los domingos, al paso de la Vuelta Ciclista a Italia una vez al año.
Desde la puerta del café, donde
la radio sonaba a todo andar sin que la escucháramos, mirábamos pasar a las
muchachas, charlábamos, entrábamos para jugar al billar, partíamos para
dirigirnos, después de cenar, a la via
Rosa, o, interesados por una motocicleta, dábamos por turno, con el
mecánico que la manejaba, una vuelta por las avenidas de circunvalación. Ya
estábamos divididos en grupos, según las amistades, las afinidades y las
ocasiones.
II
Un día Arrigo le dió unos
puñetazos a Carlo, porque éste había dicho que le gustaba María. María era
hermana de Arrigo. En aquel tiempo trabajaba en una sombrerería del centro. Se
pintaba los labios, y cuando volvía a su casa, mientras subía por la escalera,
se quitaba el colorete con los dedos. Era una muchacha de cuerpo desarrollado:
tenía la voz baja y cálida, hablaba como si cada una de sus palabras aludiese a
un pecado. Por la calle con frecuencia abría su bolso para sacar el espejo y
mirarse en él.
—Es una casquivana —dijo
Giorgio—. Y no vale la pena de pegarse por una casquivana.
El mismo Arrigo pareció convenir
en ello. En seguida dijo:
—Pero es mi hermana. ¡Si
supierais los disgustos que le da a mi madre!
Estábamos en la plaza Beccaria,
acabábamos de salir del cine. Nos reconcilió el juglar que presentaba al
público sus perros amaestrados.
Para que el público no se le
echara encima (después de haberlo atraído exhibiéndose con un palo en
equilibrio sobre la nariz a la vez que manipulaba unos aros por el aire),
ensanchaba el círculo haciendo girar una pelota de trapo sujeta a un largo
cordel. La gente retrocedía; nosotros atrapábamos al vuelo el proyectil y se lo
arrebatábamos. El hombre nos gritaba insultos, y nosotros nos pasábamos la
pelota a su alrededor. Los perros, con sus ojillos semiocultos entre el pelaje,
se erguían sobre las patas traseras, ladrando. La gente, divertida, nos
protegía. El juglar era un hombre anciano, de cara macilenta y voz de eunuco:
desesperado, lloriqueaba:
—Siempre los mismos —decía—.
¡Canallas! ¡Me estáis arruinando el pan!…
La gente se reía. Cuando nos
cansábamos del juego, le devolvíamos la pelota y el cordel. Comenzaba la
representación. Vestía a sus perros de payasos, y después de magos, poniéndoles
en la cabeza un alto bonete adornado de estrellas, sujeto por medio de un
elástico. Los animalitos hacían piruetas, saltaban por el aro, caminaban entre
las piernas de su amo mientras éste simulaba que se iba indiferentemente de
paseo. Al fin el perro Lolli cogía entre los dientes su platillo de lata y daba
una vuelta entre los espectadores, que depositaban unas monedas en él.
Después de esto, pensábamos en
qué hacer. Gino volvió a meterse en el cine para ver la película otra vez;
Giorgio nos dejó porque su madre lo necesitaba; así, sólo quedamos los dos
adversarios ya apaciguados y yo. Hablamos de la película, proyectamos una
excursión por las colinas para el próximo domingo, y entre tanto caminábamos
hacia San Piero; nos detuvimos unos
minutos ante el escaparate de una florería, donde en primer plano se veía una
plantita florecida de una especie que no conocíamos.
Pasó Luciana con una amiga. Iban
del brazo y las dos se reían excitadas. No nos vieron. Pero nosotros vimos a
dos muchachos de pantalón largo que las seguían. Mis compañeros sabían que yo
estaba enamorado de Luciana. Me dió un vuelco el corazón, me sentí humillado
por mi pantalón corto, por mi cara de muchacho de quince años con una escasa pelusa
oscura sobre el labio superior. Debí ponerme colorado como un tomate.
Carlo era el más maligno entre
nosotros, o únicamente, como más adelante explicaré, el más triste. Su precoz
cinismo obraba como una constante incitación para mi timidez. Señaló a Luciana,
diciéndome:
—Parece que te planta ¿eh?
Yo me ofendí. El tono de su voz
era hiriente; tenía unos ojos amarillos, como de gato. Se burlaba de mi rubor,
riéndose con los labios apretados. Contesté:
—No es mi esclava. Ni sabe que yo
la… —Iba a decir «que yo la quiero»; pero no pude.
Mi corazón latía con violencia.
Me había vuelto hacia el escaparate de la florería; empañaba el vidrio con mi
aliento, o era que los ojos se me llenaban de lágrimas. Arrigo me tomó del
brazo.
—Vamos —dijo—. Todavía me queda
un cigarrillo. ¿Lo quieres?
Carlo me arrebató el cigarrillo
mientras lo tomaba yo de la mano de Arrigo. Dijo:
—¡Idiota! ¡Síguela! Háblale en
seguida, antes de que ésos te la quiten.
Arrigo agregó:
—Claro. Es el momento oportuno.
Me obligaron a moverme, a seguir
a las muchachas y a sus cortejantes, que ya se les iban acercando. Mi corazón
golpeaba; estaba cansado y acalorado, como si hubiera corrido. Me eché el pelo
hacia atrás.
Luciana y su amiga (se llamaba
Marisa, la conocía, vivía cerca del Madonnone;
sabía que había tenido varios novios) ya llegaban a la Puerta alla Croce; allí se saludaron. Marisa
siguió por la via Aretina; Luciana
tomó por la avenida para volver, evidentemente, a su casa. Los dos jóvenes
también se separaron, cada uno para seguir a la muchacha que tenía elegida.
Luciana caminaba por la avenida,
junto a los árboles, como evitando deliberadamente la acera. Ya era de noche y
su figurita entraba y salía de los círculos de luz de los faroles. Pensé
correr, pasar al cortejante y encaminarme con ella; no lo hice temiendo
fastidiarla, quizás perder su amistad. Un sudor helado cubría mi frente, me
sentía sin fuerzas: y el leve viento de la avenida me daba escalofríos. Iba por
la acera, flanqueando la pared del Juego de Pelota; se oía rumor de pelotazos y
gritos. Un tranvía dobló, chirriando, por la esquina de la via dell’Agnolo.
El cortejante había alcanzado a
Luciana y ahora caminaba a su lado. Yo hubiera querido escaparme, pero temía
que los amigos me estuvieran siguiendo; me imponía no volver la cabeza para no
recibir la humillación de verlos burlarse de mi derrota. La pareja caminaba
ahora más despacio; vi que él fumaba. Siguieron por la avenida hasta el Arno.
Yo, reprimiendo mis sollozos, los espiaba desde una esquina de la Torre de la Zecca. Un camión, parándose, los ocultó
a mi vista: el conductor bajó y se puso a revisar el motor.
Me disponía a ir hacia la otra
esquina de la torre, cuando una mano me agarró con violencia por un hombro, me
hizo dar media vuelta y dos sonoras bofetadas me sacudieron la cara. Ante mí
estaba el juglar: diabólico, feroz. Su voz de eunuco dijo:
—A ver si mañana repites tu
hazaña.
Llevaba a la espalda el cajón en
que guardaba los pertrechos para el espectáculo. Bajé la mirada, aturdido, y
sin ninguna gana de reaccionar. Los perritos me miraban levantando los hocicos,
con rabia.
III
Mi casa estaba en el segundo piso
de la via de’Pepi, formando esquina
con la via dell’Ulivo: a ésta daban
las ventanas del comedor y de la cocina; de abajo llegaba olor a cuadra y, durante
la noche, el piafar de los caballos. Por la mañana los coches se alineaban a lo
largo de la acera. Entre rumor de cubos y agua, Egisto, el peón de la cochera,
los lavaba para quitarles el polvo y el barro. Si me asomaba a la ventana,
Egisto me decía: «Feliz de ti, Nano, que puedes seguir durmiendo si se te
antoja». Era bajo y tosco, tenía la cabeza grande, la cara no se sabía si de
borracho o de muerto de frío. Tenía en el mentón un lunar con pelos largos que
solía ensortijar alrededor de un dedo. Los cocheros se reunían ante la puerta
de la cochería: hablaban con voces roncas y catarrosas. Pasaba el vendedor de
pan fresco, con su pregón y su cesto al brazo. Ya hacía rato que llegaba desde
el aserradero el zumbido de las máquinas, que había de durar todo el día. Luego
llegaba la primera diligencia de las afueras: bajaban campesinos, granjeros,
mujeres que venían a la ciudad para comprar ajuares. En primavera, grandes
ramos de mimosas cubrían la imperial. A esa hora yo ya estaba por la calle.
Salía en compañía de mi padre,
que me había colocado como aprendiz en la fábrica donde trabajaba él. Me hacía
sentar en el caño de su bicicleta y así íbamos. Mi padre tomaba una grappa en el bar San Piero; para mí pedía café con leche, y yo mojaba en la taza el
pan que la abuela nunca olvidaba poner en el bolsillo de mi blusa. Llevaba
debajo del brazo el paquete del almuerzo para mi padre y para mí. Tomábamos por
Borgo Pinti, los dos en la bicicleta;
por las avenidas nos agregábamos a grupos de obreros ciclistas. A menudo yo iba
medio dormido todavía, y las manos agarradas al manubrio se me ponían rígidas
de frío.
A veces, en la via dell’Orivolo, encontrábamos a María.
La pasábamos mientras ella se miraba en el espejito o iba cogida del brazo de
algún joven desconocido. Mi padre decía:
—Te dejas birlar las muchachas
del vecindario.
Me daba un manotazo en la nuca,
riéndose. Yo le contestaba:
—Cómprame pantalones largos, y
verás.
—¡Bobo! No son los pantalones
largos lo que importa —replicaba mi padre—. Mejor es que abras los ojos. Se nos
está viniendo encima un tranvía y tú no me dices nada.
Desviaba bruscamente, con
alegría. Yo era muy amigo de mi padre.
María y Arrigo vivían en el piso
superior al nuestro. Los dos, como yo, dormían en el comedor, en dos camas que
se improvisaban cada noche a ambos lados de la mesa. Durante el verano, estando
abiertas las ventanas (de noche el aire estaba inmóvil, hacía un calor
sofocante, cundía el olor de la cuadra), oía a María hablar en sueños; no
distinguía sus palabras. Luego la voz de la madre, desde el cuarto contiguo,
decía: «¡A ver si os dormís!».
El reloj de péndulo daba las
horas en su casa. Si me asomaba a la ventana para mirar las estrellas, y
contarlas, como me gustaba hacer, oía a María revolverse en la cama cada vez
que daban las horas. Yo no me enamoraba de ella porque Arrigo se hubiera
disgustado; y también porque María me parecía demasiado grande para mí; ella ya
vivía en otra dimensión, con sus labios pintados, su bolso a la moda y un
cortejante llevándola cogida del brazo. Pero me excitaba oírla agitarse en la
noche. «Seguramente algún mozo ya la habrá abrazado», me decía. Y entonces
zumbaba en mis oídos su voz; me acordaba de cómo se miraba en el espejito, de
cómo se apretaba la cintura para dar más relieve al pecho y a las caderas.
María fue, durante un tiempo, mi
pecado. Fantaseaba acerca de ella; pero cuando estaba a su lado, me inspiraba
repugnancia. Luciana era mi pan, el agua de manantial que debía yo prepararme a
defender.
En aquel invierno de 1932 María
dió mucho que hablar en nuestras calles. En los portales, las madres se
llevaban las manos a la frente, prohibían a sus hijas dirigirle un saludo. El
peón de la cochera, mientras pasaba su esponja empapada por los rayos de las
ruedas de los coches, cantaba con intención:
E con lo zigo-zigo-zago,
morettino vago
tu le hai rotto l’ago,
tu la fai morire
dalla passione.
La madre de María abrió una
mañana la ventana y le arrojó una palangana de agua, gritándole:
—¡Desgraciado!
Tenía, en su grito, voz de
llanto. En el piso de arriba se oían incesantemente pasos agitados entre el
dormitorio y el comedor. Y gritos y llantos. Arrigo no se animó a mostrarse en
la calle por espacio de varios días. Las mujeres, en las escaleras, en los
umbrales, en la panadería, en el almacén de comestibles, decían:
—Siempre acaba así cuando en una
casa falta el hombre.
—Es culpa de la madre. Debía
velar por ella cuando era necesario, en lugar de cerrar el establo después de
haber huido los bueyes.
—¿Cómo fue? —preguntaba la
panadera.
Varias voces le respondían a la
vez. Llevándose las manos a la frente, las mujeres daban primeramente desahogo
a la superstición.
—El sombrerito nuevo, así empezó:
y la muchacha decía que su patrona le ordenaba que lo llevara puesto, como
propaganda. Al fin faltó de su casa todo un día y toda una noche.
Exclamaciones de «¡Jesús y
María!» y «¡Madre mía!». Los primeros impulsos son tradicionalistas en nuestro
barrio. Después, alguna de las mujeres llamó a esa puerta, lloró en compañía de
la madre. Y ya no se trató de curiosidad, ni de escándalo. Las más santurronas
salían diciendo:
—¡Pero si se ha pasado toda la
noche en la sombrerería! Un trabajo extraordinario. ¿Qué tiene eso de raro?
Lo decían meneando dudosamente la
cabeza; pero protestaban si alguien se permitía sonreírse irónicamente.
Durante la cena mi padre dijo:
—Ánimo ahora, Nano. El camino
está abierto.
Se reía. La abuela, indignada, le
golpeó en las manos con la cuchara.
—¡Desvergonzado! —le gritó.
Era una noche de invierno. Estaba
yo sentado ante la mesa, comiendo, una mano entre las rodillas a causa del
frío. Los sabañones me dolían. Mi padre, como de costumbre, se había echado
sobre los hombros su capote de soldado; tenía puesto el sombrero y comía,
malhumorado, su sopa de coles. Dijo la abuela:
—¿Cómo hemos educado a estos
muchachos? Siempre por la calle. Nuestra es la culpa.
Mi padre, que había callado
sorbiendo su sopa, replicó:
—Su padre, sin duda, no se lo
hubiera merecido.
Llamaron a la puerta. La abuela
fue a abrir, y la voz de Giorgio preguntó:
—¿Está Valerio?
Entró. Hacia unas semanas que no
nos veíamos. Había estado en el campo, en casa de un pariente agricultor, para
ayudarle en la recolección de las castañas. Me pareció que estaba más crecido.
Era realmente el más grande entre nosotros; ya tenía diecisiete años. Sus ojos
eran celestes, lucía patillas rubias, rubio era su pelo ensortijado. Aquella
noche vestía un gabán corto, que no le llegaba a las rodillas, pantalones a lo
zuavo, medias gruesas de lana.
—He traído unas castañas —dijo.
Mi padre lo convidó con un vaso
de vino. Giorgio se sentó a la mesa. Estaba serio, preocupado. Como se produjo
un instante de silencio, oímos en el piso de arriba resonar numerosos pasos.
—¿Cómo va arriba?
—¡Eh! Ya sabrás —empezó a decir
mi padre.
—A Arrigo no he vuelto a verlo
—dije yo—. He ido a buscarlo, pero no me abrieron la puerta. Oí a Arrigo que
estaba diciendo: «No le abráis. ¡Qué vergüenza!».
Giorgio dijo:
—Me enteré, al volver a casa.
Quizás no hay nada cierto en lo que dicen.
Mi padre sonrió. Bebió el vino
que quedaba en su vaso, hizo restallar la lengua, y dijo:
—Con todos esos pajarones que
tenía a su alrededor… Os la habéis dejado birlar.
La abuela quitaba los platos de
la mesa:
—¿Quieres callarte,
desvergonzado? —le dijo.
—Claro, claro —agregó mi padre—.
Nada de lo que se cuenta es verdad. Ha estado cuarenta y ocho horas
confeccionando sombreros. —Luego prosiguió—: Yo no sé por qué dudáis tanto
vosotros los muchachos. En mis tiempos, cuando uno estaba enamorado, no
esperaba que otro lo dejara con un palmo de narices. Tanto menos tratándose de
un rival de otro barrio.
—¿Qué tiene que ver? —exclamé.
Estaba confuso. Miraba a Giorgio:
nunca lo había visto tan serio como en aquel momento. Giorgio se levantó. Dijo:
—Como también he traído castañas
para ellos, tendré que subir.
Nos saludó. Mi padre le dijo:
—¡Ánimo, Giorgio! Hay muchas
muchachas en este mundo.
Nunca había sospechado que
Giorgio estuviese enamorado de María. Por primera vez, intuí que los hombres
llevan consigo secretos, que dentro del corazón de cada hombre puede haber algo
que ni para el amigo más íntimo se trasluce, y que se oculta tras la máscara
del rostro, más atrás de donde sale la voz. Me sentí mezquino, después de esta
consideración. Apoyé los codos sobre la mesa. Con la cabeza entre las manos,
busqué dentro de mí un secreto que nunca hubiese confesado a otros, un secreto
que Giorgio, Arrigo o Gino no conocieran. Imaginé mi propia alma como un pozo,
y vi su fondo seco, vacío. Me daban ganas de llorar. Mi padre me dijo:
—Parece que tienes sueño.
—No —contesté. Y agregué—: Dime,
papá, ¿tú tienes secretos?
—Todos tenemos secretos. O sea,
no secretos, sino esperanzas.
—¿Cuál es tu esperanza?
—Si te la dijera, ya no sería un
secreto. ¿Por qué? ¿Acaso tú no tienes un secreto? ¿Ni siquiera una esperanza
enteramente tuya?
La abuela volvía de la cocina
después de haber lavado los platos. Secándose las manos con el delantal, y
cogiendo el brasero que se hallaba sobre una silla, dijo a mi padre:
—Métele en la cabeza ahora que
tenga secretos. —Y a mí—: Vamos, a la cama, estamos gastando luz por nada.
Mi padre se puso de pie y dijo:
—Yo salgo.
—He ahí la esperanza —dijo la
abuela—. Tu esperanza está en la hostería. A dos pasos de aquí.
—Quizás —dijo mi padre—. Y un
poco más allá también.