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Desgarramiento. Una mujer, una Katherine, se queda
allí, metida
en aquel cajón de madera, entre seres desconocidos,
frente a
una noche triste e incógnita. Allí hay que dejarla.
Fatalmente.
Y la otra mujer, la otra Katherine, permanece
invisible y presente
a mi lado, se viene conmigo, alegremente colgada de
mi brazo,
mirándome en la mirada noble, pura y honda de
siempre. No, en
la estación, en la despedida, no hay una separación
simple de ser
con ser, no, cada uno de nosotros nos separamos no
de la otra
criatura querida sino también de aquella parte
nuestra que ella
quiere y que se va con ella. ¿Verdad que anoche tú
no te has separado
de mí, ni yo de ti? Más bien yo me he separado de mí
mismo, eso siento, y tú de ti misma. Y tengo,
anoche, hoy, la sensación
de andar entre fantasmas y sombras, con alguien al
lado, a
quien no puedo estrechar, pero que vive en torno
mío, y se me
escapa cada vez que quiero cogerlo. Sensación
angustiosa y dulce
a la vez, caricia desgarradora. Además, qué pena
anoche, aquellos
momentos últimos, atropellados por la estupidez y el
desorden.
¡Qué ira sentí contra toda aquella gentuza innoble,
qué ganas
de látigo, de echarlos a todos, de hacerte sitio, un
gran sitio,
un tren sólo para ti! Al salir, todos mis sentidos
se complacían,
¿sabes en qué? En sentir en el bolsillo, junto al
pecho, el bulto
de tu carta. ¡Qué mentira eso de que el papel no
pesa! Anoche
el papel de tu carta me pesaba como la más hermosa y
grave de
las realidades. Lo sentía allí, en el bolsillo, como
una prueba material
de que eras, de que habías existido. Porque,
¿sabes?, empecé
a dudar. A dudar de todo, de tu realidad, de la mía,
del
mundo, de los días recientes... Sólo el peso de tu
carta en el bolsillo
me servía de prenda, de prueba. Vivía yo en ese
rectángulo
[Manuscrita]
[Madrid,
1 de agosto de 1932]
de papel. Era el lugar más cierto del mundo. Y antes
de poder
abrirla, así, cerrada y en el bolsillo, tu carta era
el puente con la
vida, el sí que me daba la vida a la pregunta
atormentada: «¿Soy?
¿Es? ¿Somos?». Sí, sí, sí. Todo, sí. Todo, sí, oye,
todo sí.1 Y luego
en mi cuarto la leí. La he leído. La leeré. ¡Cuántas
delicias! Primero
la delicia de ir aprendiendo tu escritura, tu letra,
de tropezar
en una palabra y descifrarla, por fin. ¡Tu
escritura, un modo
más de ti, una manera más de vivir tú! Primera carta
tuya, en inglés.
Júbilo, júbilo, alegría. ¡Sensación festival,
inaugural, de promesa,
de fiesta! No importa que toda tu carta esté teñida
de una
sombra de melancolía, tierna y suave. Así debía ser,
así. Pero por
encima de esa melancolía, hay algo que me da un gozo
sin límite.
Esto. « You have taken away the cynicism which
was growing upon
me.»2 ¿Es posible? ¿Tendré yo la suerte de
ser elegido para en un
momento difícil de tu vida salvarte de algo? ¡Qué
gran justificación,
ya, de mi papel a tu lado, de mi compañía! Ya no es
por egoísmo por lo que debo seguirte a lo lejos en
la vida, es por
bien tuyo. Soy capaz de serte espiritualmente útil.
Y me preparo,
¿sabes?, ante esta espléndida tarea: ayudarte a
vivir, arrancarte de
las fuerzas negras, de los poderes sombríos que te
amenazaban.
Y eso por ti, no por mí, ¿sabes? ¡Oh, si tú me
hicieras ese favor,
dejarme que te sirva! Qué cosa más justa, que tú,
que no imaginas
tal entusiasmo por la vida, recojas, devuelto a
través de mí,
ese entusiasmo que es tuyo. No, no, tú no has nacido
ni para el
escepticismo cínico, ni para la frivolidad
desengañada, no. No te
rindas nunca a eso. No te puedo imaginar paseando tu
spleen,
por terrazas de grandes hoteles, con cualquier ser
insignificante.
Nunca. Cree en ti, cree en tu valor único, en tu
distinción suprema,
en la nobleza de tu alma. Y vive de ella. Yo de
lejos, de cerca,
te ayudaré. Hasta que no me necesites más. Y mira,
no tengas
temor, oye, de quitar a nadie nada, queriéndome, no.
¡Me lo dices
tan delicadamente en tu carta! No, yo no soy ni seré
peor para nadie
por ti, no. Lo que tú me pides, lo que yo te doy en
nada atenta
a lo que debo a los demás. Tú en mí no serás nunca
nada malo,
nada que robe algo a alguien, no. No tengas miedo.
Seré cada día
mejor. Tú me has alumbrado una nueva riqueza y por
eso lo que
a ti te doy a nadie se lo quito. ¿Comprendes? Nunca
sufras por
eso. Eres pura, leal, clara. De ti sólo puede venir
luz alta, luz de
paraíso.
[Sin firma]
42
[En los margenes]
Adiós. Perdona esta carta tan larga y esta letra tan
mala. ¿Sabrás
leerla? Pero aún me parece que te he escrito muy
poco.
Quiero más, más, más.
Gracias, gracias, siempre. Viviré dándote gracias.
Hasta
mañana, ¿sabes?, hasta ahora, te escribiré.
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