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[Manuscrita]
[Madrid,] martes [2 de agosto de 1932]
Ayer, primer día de clase de literatura contemporánea,3 sin público,
sin nadie. ¿Dónde estaba mi público? Tenía delante rostros
torpes, ininteligentes, feos. ¿Dónde estaba mi sonrisa, mi rostro
medio vuelto, mi inteligencia hecha persona, hecha delicia en
atención? Me pasé el tiempo de clase diciendo una conferencia a
la ventana, a lo que veía por la ventana. Al fin y al cabo, como mi
voz es fuerte y Valencia no está lejos —500 kilómetros— puede ser
que de pronto caiga en mis oídos alguna de esas frases sustanciales
(por ejemplo: «en tres épocas podemos dividir la producción de
este autor») que yo pronuncio. Puede que recobre mi público.
Pero, no, ¿sabes?, te cuento esto así un poco en broma, pero te
aseguro que tu ausencia era la mayor presencia de la clase, ayer.
No estando la llenabas toda. Y yo pensaba en la hermosa frase
«forma de la huida».4 Ayer la clase era una forma más de tu huida;
y tanto más dolorosa cuando que por ella viniste, cuando fue el lugar
del mundo designado por los dioses —¡sí, sí, por los dioses!—
para tu aparición sobre la tierra. ¡Momento mágico, inolvidable en
que yo vi surgir lentamente, de la nada, unos ojos, unos labios, un
cuerpo, un ser humano detrás del cual sentí temblar una luz intacta,
pura, nueva, de la vida! Te aseguro que la Mitología, que me
gusta mucho, jamás ha hecho nada tan perfecto. Ningún nacimiento
de Venus —ni el relieve griego, ni Botticelli5— tiene ese
patetismo, esa profundidad de sentimientos, que el verte a ti nacer,
no sé de dónde, del olvido, de lo inexistente, del cielo, o más bien
de ti misma. Sí, porque naciste de ti misma. Yo vi primero tus apariencias
corporales. Fueron como el signo, como la seña indicadora.
Pero luego poco a poco, según te miraba empecé a ver cómo
de tu propia carne, de tu propia figura salía el ser nuevo, nacía la
criatura revelada. ¡Prodigio, milagro, asombro! Y lo más raro es
que todo ello se verificaba, sucedía, sin que nadie se diera cuenta,
más que yo —ni tú siquiera—, en un lugar y ambiente que nada tenían
de milagrosos, en una clase... Nadie notó nada, nadie advirtió
nada. Pero aquella noche, al salir de clase, el mundo llevaba encima
una ilusión nueva, un anhelo más. Te aseguro que yo creí que
no lo sabrías nunca. Que pensé en que pasarías por mi lado sin poder
yo acercarme a tu altura divina, lejana y superior, como las diosas
y los más altos deseos. «¿Lo sabrá alguna vez?», me pregunté
por dentro. «¿Lo sabrá cómo la he salvado del resto del mundo, en
mí?» Y ahora te lo pregunto: «¿Lo sabes, lo sabes, lo sabes?».
Pedro
[En los márgenes]
Tengo tu postal de Valencia. Gracias, gracias. Hasta mañana,
hasta ahora mismo.
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