Lírica y obscena, conmovedora y
tremendamente divertida, El hombre de mazapán es un obra escrita con el
virtuosismo de un Joyce, la potencia expresiva de un Henry Miller y el
desenfado de un Rabelais. Esta crónica de una lucha contra la castidad, la
fidelidad, la sobriedad y el honor, denostada en su momento por su irreverencia
y su obscenidad, se ha convertido en un clásico y ha pasado a formar parte de
la lista de «Las mejores 100 novelas del siglo XX» elaborada por la Modern
Library.
En el personaje de Sebastián
Dangerfield, alias Hombre de mazapán, Donleavy ha sabido crear un tipo
inolvidable. Irresponsable, sucio, seductor, embaucador y pobre de solemnidad,
este americanoirlandés extraviado en la vieja patria que se tambalea desde el
pub a la casa de empeños, murmurando proposiciones libidinosas al oído de toda
muchacha que se le pone a tiro, está empeñado en la búsqueda de la libertad, la
riqueza y la fama que siente que le pertenecen.
Y, aunque se burla del mundo y de
sí mismo, es tan frágil como esos bizcochos con figura humana que se deshacen
entre los dedos. El talento de Donleavy logra trastornar el universo moral
haciendo que el lector se deslumbre ante este héroe, ante su encanto, su
ingenio y su feroz apetito por gozar de cada minuto de la vida.
J. P.
Donleavy
El hombre
de mazapán
Título original: The ginger
man
J. P. Donleavy, 1955
Traducción: Aníbal Leal
El traductor agradece al profesor
John J. Scanlan, director general del St. Brendan’s College, la ayuda que
permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida, la lengua y las costumbres
de su patria, la vieja Irlanda.
Gracias a su colaboración
experta, el traductor no se extravió en los vericuetos y las callejuelas de
Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!— en alguna de las tabernas que
visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.
1
Brilla un extraño sol de
primavera. Y los carros tirados por caballos retumban avanzando hacia el
desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos descalzos de rostro
blanco gritan.
Entra O’Keefe y se trepa a una
banqueta. La mochila se le balancea sobre la espalda, y él mira a Sebastián
Dangerfield.
—Unas bañeras enormes. El primer
baño en dos meses. Cada vez me parezco más a los irlandeses. Es como entrar en
el subte, allá en Estados Unidos, uno pasa por un molinete.
—¿Fuiste en primera o tercera
clase, Kenneth?
—En primera. Me rompí el culo
lavándome la ropa interior y en esos condenados cuartos de Trinity no se secaba
nada. Finalmente, envié mi toalla al lavadero. Allá en Harvard podía usar un
cuarto de baño con azulejos y enfundarme en la ropa interior limpia.
—¿Qué tomarás, Kenneth?
—¿Quién paga?
—Acabo de visitar a mi
prestamista con una estufa eléctrica.
—Entonces, págame una sidra.
¿Marion sabe que empeñaste la estufa?
—No está en casa. Fue con
Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de Escocia. Creo que
Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y gemidos del
entrepiso.
—¿Cómo es el lugar? ¿No tienes
miedo?
—Ven conmigo. Puedes quedarte el
fin de semana. No hay mucho de comer, pero compartiremos lo que sea.
—Es decir, nada.
—Yo no lo diría así.
—Yo sí. Desde que llegué todo
anda mal, y esos tipos de Trinity creen que me sobra el dinero. Piensan que la
Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares o tengo una diarrea de
monedas. ¿Recibiste el cheque?
—Iré a ver el lunes.
—Si el mío no llega, reviento. Y
tú cargas con una esposa y una hija. Puf. Pero por lo menos te sacas el gusto.
En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay mujeres abordables aquí en Howth?
—Trataré de averiguar.
—Mira, tengo que hablar con mi
instructor, y preguntar dónde dictan mis clases de griego. Nadie lo sabe, todo
se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré el fin de semana.
—Kenneth, quizá te esté esperando
con la primera mujer en tu vida.
—Sí.
2
Para llegar a Balscaddoon había
que subir una empinada pendiente. Corría pegada a las casas y los ojos de los
vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el espejo de agua.
Y la figura encorvada subía por
el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en medio de una pared de cemento
había una puerta verde.
Pasando la puerta, sonrisas,
tenía puestos zapatos blancos de golf y pantalones color canela asegurados con
pedazos de alambre.
—Vamos, entra, Kenneth.
—Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo
sostienes?
—Con fe.
O’Keefe recorrió la casa. Abrió
puertas, cajones y armarios, descargó el agua del inodoro, levantó la tapa, lo
descargó otra vez.
Asomó la cabeza a la sala.
—Parece que esta cosa funciona
realmente. Si tuviéramos algo de comer estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una
tienda bastante grande ¿por qué no vas con ese acento inglés que tienes y
consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía, Dangerfield, pero la prefiero
con el estómago lleno.
—Ya agoté mi crédito.
—Y por cierto no tienes muy buen
aspecto con esa ropa.
O’Keefe entró en la sala. Abrió
la puerta del invernadero, pellizcó las hojas de una planta moribunda y salió
al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió un agudo silbido cuando vio
la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos metros más abajo. Recorrió el
estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas. En un dormitorio vio a
Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran manta azul. Entró
apresuradamente en la casa.
—Por Dios, Dangerfield, ¿qué
haces? ¿Te has vuelto loco?
—Paciencia.
—Pero esa manta está buena.
Dámela en lugar de destrozarla.
—Vamos, Kenneth, observa un poco.
¿Ves? Me envuelvo el cuello así, escondo los bordes deshilachados, y listo.
Ahora tengo puesto el azul de los remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir
algún refinamiento fantasioso cuando se apela al poder de la clase. Y ahora
iremos en busca de crédito.
—Bastardo habilidoso. Reconozco
que mejora tu apariencia.
—Enciende fuego en la cocina. Ya
vuelvo.
—Consigue un pollo.
—Veremos.
Dangerfield salió al desierto
camino de Balscaddoon.
El mostrador estaba cubierto de
generosas fetas de tocino y canastas de mimbre llenas de huevos relucientes.
Detrás del largo mostrador los empleados, con sus delantales blancos. Las
bananas, traídas verdes de las islas Canarias, florecían en el cielorraso.
Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris que se inclinó solícito
hacia adelante.
—Buenos días, señor. ¿En qué
puedo servirlo?
Dangerfield vaciló, con los
labios fruncidos.
—Buenos días, sí. Desearía abrir
una cuenta en la casa.
—Muy bien, señor. Tenga la bondad
de pasar por aquí.
El empleado abrió una gran
carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó nombre y dirección de
Dangerfield.
—Señor, ¿quiere recibir su cuenta
por mes o por trimestre?
—Creo que es mejor por trimestre.
—¿Desea llevar algo hoy mismo?
Dangerfield cliqueteó suavemente
los dientes, recorriendo los estantes con la mirada.
—¿Tiene gin Cork?
—Por supuesto, señor. ¿Tamaño
grande o pequeño?
—Creo que será mejor el grande.
—¿Algo más, señor?
—¿Tiene Haig and Haig?
El empleado llama en dirección al
fondo del local. Un chico se mete entre bambalinas y reaparece con una botella.
Dangerfield señala un jamón.
—¿Cuántas libras, señor?
—Lo llevaré entero. Y dos libras
de queso y un pollo.
El empleado todo sonrisas y
comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla tan desagradable. No ayuda a
los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas llamando al chico.
—Ven aquí y lleva los paquetes
del caballero. Y muy buenos días, señor.
En lo alto de la colina, O’Keefe
espera y recoge en sus brazos los paquetes. En la cocina los deposita sobre la
mesa.
—Dangerfield, no sé cómo lo
haces. La primera vez que fui a pedir crédito me dijeron que volviese con la
carta de un gerente de banco.
—La sangre azul, Kenneth. Y ahora
cortaremos un pedacito de este queso para el chico.
Dangerfield vuelve a la cocina
sonriendo y frotándose las manos.
—¿Para qué trajiste tanto licor?
—Nos calentará. Creo que se
aproxima un frente frío desde el Ártico.
—¿Qué dirá Marion cuando regrese?
—Ni una palabra. Estas esposas
inglesas son magníficas. Saben cuál es su lugar. Deberías casarte con una.
—Lo único que deseo es encamarme
de una vez. Me sobra tiempo para atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un
poco de escocés y sal de mi camino mientras preparo la comida. A veces creo que
lo único que sé hacer es cocinar. Un verano estuve trabajando en Newport y
pensé en abandonar Harvard. Había un chef griego que me creía maravilloso
porque yo sabía hablar griego aristocrático, pero me despidieron porque invité
al club a algunos muchachos de Harvard, y apareció el gerente y me echó sin más
trámites. Dijo que el personal no debía alternar con los clientes.
—Tenía mucha razón.
—Y ahora me diplomé en los
clásicos, y tengo que seguir cocinando.
—Una noble vocación.
O’Keefe arrojaba cacharros y
bailoteaba entre la pileta y la mesa.
—Kenneth, ¿crees que sexualmente
eres un individuo frustrado e inadaptado?
—En efecto.
—Hallarás oportunidades en este
excelente país.
—Sí, muchísimas, de mantener
relaciones contranatura con animales de granja. Dios mío, olvido el problema
únicamente cuando tengo hambre. Pero cuando como pierdo los estribos. Me siento
a leer todos los libros sobre sexo de la Biblioteca Widener para descubrir
algún sistema. Pero de nada me ha servido. Seguramente repugno a las mujeres, y
eso no tiene cura.
—¿Nunca interesaste a ninguna?
—Una sola vez. En el colegio
Black Mountain, de Carolina del Norte. Me pidió que fuese a su cuarto para oír
música. Comenzó a apretarse contra mí y yo escapé de la habitación.
—¿Por qué?
—Seguramente era demasiado fea.
Otro de mis inconvenientes. Me siento atraído por las mujeres bellas. La única
solución será envejecer y no desearlas más.
—Las desearás más que nunca.
—Caray, ¿no hablarás en serio,
verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo tirarme desde el jardín al mar.
Dime, ¿cómo es la cosa regular?
—Te acostumbras, como ocurre con
la mayoría de las situaciones.
—Yo nunca podría acostumbrarme.
—Lo harás.
—Pero, ¿qué significa esa visita
de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La bebida?
—Ella y la nena necesitan
descansar.
—Me parece que el viejo sabe manejarte.
¿Cómo consiguió birlarte doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca
los vieras.
—Simplemente, me llevó a su
estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas no están del todo bien.
—Tendrías que haber dicho: o la
dote o no hay matrimonio. Es almirante, debe tener plata. Tenías que haberle
recitado el sermón, algo así como que Marion debe vivir en la forma que está
acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con algunas de esas ideas que suelen
ocurrírsete.
—Demasiado tarde. Fue la víspera
de la boda. Incluso rehusé una copa por táctica. De todos modos, esperó sus
buenos cinco minutos después que salió el mayordomo antes de alegar pobreza.
O’Keefe daba vueltas al pollo,
sosteniéndolo por la pata.
—Ya veo, no es tonto. Se ahorró
doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses pensado, podrías haberle dicho
que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del parto necesitabas un pequeño
capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará que te reprueben en los
exámenes de derecho y te vas al diablo.
—Kenneth, estoy bien. Tengo algo
de dinero, y el resto en orden. Tengo casa, esposa, hija.
—Querrás decir que pagas alquiler
por una casa. Si dejas de pagar, no hay casa.
—Kenneth, te serviré otra copa.
Creo que la necesitas.
O’Keefe llena un cuenco con
cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo del mar. Campanas del Angelus.
Una pausa reconfortante.
—De modo, Dangerfield, que por
dignidad toda tu familia se morirá de hambre y finalmente irán a parar al
asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra boca que alimentar. Comerán
spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico, hasta que te salgan por
los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu esposa inglesa y tus
hijos ingleses.
El pollo, con hongos, fue depositado
con gesto reverente en la fuente. Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.
—Dangerfield, cuando esté listo
comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya sabes, esta es una casa bastante espectral
cuando oscurece. Pero por ahora lo único que oigo es el ruido del mar.
—Espera.
—Bien, los fantasmas no me
molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi vida sexual fuese satisfactoria
jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard finalmente conseguí atrapar a
Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años, hasta que descubrí qué
falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de encima. Pero ciertas
cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de cualquier cosa,
salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza. Me habría
casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala social.
Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando
vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en
Saville Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a
todo vapor. Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido,
que es un comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi
chofer al volante. Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los
juguetes de los chicos y doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella
sale. Tiene una mancha de harina en la mejilla y de la cocina llega la peste de
repollo hervido. La miro con sorpresa conmovida. Reacciono lentamente y luego
con mi mejor acento, envuelto en resonancias devastadoras, le digo Constance…
te has convertido… exactamente en lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le
permito que examine atentamente el corte de mi traje, con el bastón aparto otro
juguete y con un rugido del motor mi coche se aleja.
Dangerfield se balanceaba en la
mecedora verde con un gesto de regocijo, meneando la cabeza en múltiples
afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos del piso de la cocina,
esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el rostro, sin duda un
irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y se rompa el
hueso de la cadera.
—Y la madre de Constance me
odiaba a muerte. Pensaba que yo la perjudicaba socialmente. Abría todas las
cartas que escribía a la hija, y yo me instalaba en la Biblioteca Widener e
ideaba las cosas más sucias que puedan imaginarse, creo que a la vieja podrida
le encantaba. Me reía pensando que ella leía mis cartas y luego tenía que
quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las mujeres. Y ese invierno que
pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima, que es lo más parecido a
una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La esperaba para salir de
la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de acompañarla. Al
final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una loca y decía
que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos casábamos. Lo
intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta los tobillos
en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja,
queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón
de grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa
antes de tocarles siquiera un brazo.
—Cásate con ella, Kenneth.
—¿Y cargar con esa bestia el
resto de mi vida? Podría funcionar si consiguiera encadenarla a la cocina para
que preparase las comidas, pero casarse con una irlandesa es condenarse a la
pobreza. Me casaría con Constance Kelly por despecho.
—Te sugiero la columna
matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las cosas. Hombre
acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres robustas, con
capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil presentarse si
no reúne las condiciones.
—Comamos. Prefiero no complicar
mi problema.
—Kenneth, eres realmente amable.
El ave cocida fue depositada
sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un tenedor en la pechuga chorreante y
arrancó las patas. En el estante un cacharro tembló. Las cortinitas de pintas
rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento. Pensándolo bien, O’Keefe sabe
cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche que salí de Nueva York y el
mozo me preguntó si quería llevarme el menú como recuerdo y yo me senté en la
sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la esquina, en un bar, un
hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me palpa la pierna. Dice
que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar tranquilo y charlar, estar
juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé enganchado en el asiento, sobre
la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la corbata, y me dirigí a
Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que afirmó que no se
divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos pechos
notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes
regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo
para abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la
conocí tenía puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras.
Nada mejor que las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo
con una excelente copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable.
Ella estaba sentada a pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos
blancos. Mientras las bombas caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no
tenían. E inclinándome en mi uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor,
sírvase. Oh, realmente no puedo aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase,
insisto. Es muy amable de su parte. De ningún modo. Y dejó caer uno y yo me
incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios, qué pies grandes, carnosos y
gratos.
—¿Qué te pasa, Kenneth? Estás
pálido como una sábana.
O’Keefe tiene los ojos en el
cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo a medio masticar.
—¿Oíste? Eso que araña el techo,
está vivo.
—Querido Kenneth, cuando te
plazca puedes revisar la casa. Se mueve por todos lados. Incluso gime y tiene
la desconcertante costumbre de seguirnos de cuarto en cuarto.
—Por Dios, acábala. Eso me da
miedo. ¿Por qué no averiguas?
—Prefiero no hacerlo.
—El ruido es real.
—Kenneth, quizá te interese
revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una puerta trampa. Te prestaré un
hacha y una linterna.
—Espera que digiera la comida. La
verdad, esto empezaba a gustarme. Creí que bromeabas.
Al fondo O’Keefe, llevando la
escalera al vestíbulo.
Con el hacha preparada, O’Keefe
avanza lentamente hacia la puerta trampa. Dangerfield lo alienta. O’Keefe
levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz. Silencio. Ni el más
mínimo sonido. Reaparición general del coraje.
—Dangerfield, pareces muerto de
miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte. Quizá no son más que algunos papeles
sueltos que rozan el piso.
—Como gustes, Kenneth. Avísame
cuando se te enrosque alrededor del cuello. Vamos, adelante.
O’Keefe desapareció. Dangerfield
levanta los ojos hacia el polvo que desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe
hacia la sala de estar. Un gemido. Un grito de O’Keefe.
—Demonios, sostén la escalera.
Voy a bajar.
La puerta trampa se cierra con un
golpe resonante.
—Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?
—Un gato. Con un solo ojo. El
otro es un gran agujero. Qué espectáculo. ¿Cómo demonios llegó allí?
—No tengo la menor idea.
Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció a cierto señor Gilhooley que
vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y apareció tres meses después
en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa tiene una historia de
muerte?
—¿Dónde dormiré?
—Vamos, Kenneth, anímate. Pareces
aterrorizado. No permitirás que te deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde
gustes.
—Esta casa me pone la piel de
gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.
—Ven a la sala y toca el piano
para mí.
Atravesaron el vestíbulo de
azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en un trípode, frente al
balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar. En el rincón, un
antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso. Tres
sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos.
Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una
tecla y empezó a cantar:
En este cuarto lóbrego
en esta oscuridad vivimos
como bestias.
Las ventanas repiquetean en los
marcos carcomidos. Las notas retorcidas de O’Keefe. Aquí estás, Kenneth,
instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde Cambridge, Massachusetts,
pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de Saint Louis, Missouri,
porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella pagó. Y una
semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no podía y yo
dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a las
bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que
Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue
que pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un
bastón para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un
arroyo en ese fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama
y esa noche Marion se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón
azul. Oh las peras. Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion
perdió sus dientes postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en
una sábana, desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas
así ocurrían en la luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había
tocino y manteca y largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba
derecho y quizá incluso hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda
del piso.
Esta voz de Boston cacareando su
canción. La luz amarillenta sale por la ventana y se derrama sobre los parches
de pasto doblado por el viento y las rocas oscuras. Y baja por los escalones
húmedos rozando los tocones de aulaga y los brezos rojizos hasta la superficie
del agua y la piscina. Donde las algas marinas suben y bajan en la noche de
Balscaddoon.