lunes, 21 de noviembre de 2022

Textos recobrados 1956-1986 Jorge Luis Borges (FRAGMENTO).

 



Textos recobrados

1956-1986

Jorge Luis Borges

 

 

NOTA DEL EDITOR

 

Los Textos recobrados reúnen las colaboraciones de Jorge Luis Borges dispersas en diarios, revistas, libros y folletos, e integran junto con Borges en Sur, Borges en El Hogar, La biblioteca de Babel (prólogos) y El círculo secreto (prólogos) la obra del escritor compilada después de su muerte, y no incluida en los cuatro volúmenes de sus Obras completas.

Textos recobrados 1956-1986 recoge en la primera parte los escritos sobre temas literarios, entre ellos: artículos, poemas, notas, discursos, dos reseñas bibliográficas, una traducción, cuatro prólogos, dos epílogos, dos resúmenes de conferencias y una charla. En la segunda parte que titulamos “Miscelánea”, publicamos notas, cartas, discursos y opiniones sobre diversos temas: el peronismo, la censura, la Biblioteca Nacional, el conflicto del Beagle, las Malvinas, la realidad del país, y el agradecimiento al Premio Cervantes entre otros. Recogemos además una serie de notas sobre lugares de la Argentina, que Borges realizó para la Secretaría de Turismo. Para la tercera parte del libro, “Encuestas, Entrevistas, Declaración y Solicitada”, hemos seleccionado entre los innumerables reportajes aparecidos en la prensa, seis encuestas y nueve entrevistas, en las que Borges se refiere a temas literarios, una declaración por la libertad en Cuba y una solicitada sobre Israel agredida.

Finalmente en “Otros textos (1926-1932)” agregamos tres colaboraciones que no pertenecen al período de este libro y que fueron reunidas tras la publicación original de Textos recobrados 1919-1929 y 1931-1955: un poema de la revista Cartel, 1926, una nota de la revista Síntesis, 1927, omitida por error, y la respuesta a una encuesta realizada por el semanario Mundo Israelita, 1932.

Los textos se ordenan cronológicamente de acuerdo con su fecha de producción, y cuando no la llevan, se considera la de su publicación, que se indica con un asterisco al pie. Las notas de Borges llevan sus iniciales, y las del editor, Nota del Editor (N. del E.). Al final del libro, se agregan un índice temático y un índice alfabético de los textos que publicamos.

 

 

AGRADECIMIENTOS

 

Agradecemos a María Kodama, que ha puesto a nuestra disposición los documentos que integran la colección de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, y a Irma Zangara, que ordenó y fotocopió dicho material.

Agradecemos también a las siguientes personas que nos permitieron el acceso a varios textos: Víctor Aizenmann, Lucio Aquilanti, Emilio Basaldúa, Alberto Casares, Julio Chiappini, Soledad Constantini, Betina Edelberg, Ida Fanelli, Alicia Jurado, Bernardo Ezequiel Koremblit, Nora Longhini De Medel, Jorge López Anaya, May Lorenzo Alcalá, Annick Louis, Samuel César Palui, el embajador Luis Felipe Seixas Correa y Miguel de Unamuno. Agradecemos además a Martín Hadis por su contribución.

Hemos recurrido también a las siguientes instituciones, cuyo apoyo por parte de la dirección y su personal, agradecemos: Academia Argentina de Letras, Archivo General de la Nación, Biblioteca de la Bolsa de Comercio, Biblioteca del Concejo Deliberante, Biblioteca del Congreso, Biblioteca Nacional (Sección Hemeroteca), Cedinci, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Fundación Bartolomé Hidalgo, Instituto de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires, Museo del Cine, Museo Varig de Porto Alegre, Universidad Nacional de La Plata y Universidad Nacional de Rosario.

Con la ayuda de Juan Antonio y Ana Saráchaga hemos podido encontrar material inédito en la biblioteca de Carlos Luis Codesal, legada por su viuda Febe Gaidou a Unicef.

 

 

NOTA DE UN MAL LECTOR

 

Ortega continuó la labor iniciada por Unamuno, que fue de enriquecer, ahondar y ensanchar el diálogo español. Éste, durante el siglo pasado, casi no se aplicaba a otra cosa que a la reivindicación colérica o lastimera; su tarea habitual era probar que algún español ya había hecho lo que después hizo un francés con aplauso. A la mediocridad de la materia correspondía la mediocridad de la forma; se afirmaba la primacía del castellano y al mismo tiempo se quería reducirlo a los idiotismos recopilados en el Cuento de cuentos y al fatigoso refranero de Sancho. Así, de paradójico modo, los literatos españoles buscaron la grandeza del español en las aldeanerías y fruslerías rechazadas por Cervantes y por Quevedo… Unamuno y Ortega trajeron otros temas y otro lenguaje. Miraron con sincera curiosidad el ayer y el hoy y los problemas o perplejidades eternos de la filosofía. ¿Cómo no agradecer esta obra benéfica, útil a España y a cuantos compartimos su idioma?

A lo largo de los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por establecer, pese a las “imperfectas simpatías” de que Charles Lamb habló, una relación parecida a la amistad. No he merecido esa relación con los libros de Ortega. Algo me apartó siempre de su lectura, algo me impidió superar los índices y los párrafos iniciales. Sospecho que el obstáculo era su estilo. Ortega, hombre de lecturas abstractas y de disciplina dialéctica, se dejaba embelesar por los artificios más triviales de la literatura que evidentemente conocía poco, y los prodigaba en su obra. Hay mentes que proceden por imágenes (Chesterton, Hugo) y otras por vía silogística y lógica (Spinoza, Bradley). Ortega no se resignó a no salir de esta segunda categoría, y algo —modestia o vanidad o afán de aventura— lo movió a exornar sus razones con inconvincentes y superficiales metáforas. En Unamuno no incomoda el mal gusto, porque está justificado y como arrebatado por la pasión; el de Ortega, como el de Baltasar Gracián, es menos tolerable, porque ha sido fabricado en frío.

Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado.

Cuarenta años de experiencia me han enseñado que, en general, los otros tienen razón. Alguna vez juzgué inexplicable que las generaciones de los hombres veneraran a Cervantes y no a Quevedo; hoy no veo nada misterioso en tal preferencia. Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra a Ortega y Gasset.

 

Buenos Aires, enero de 1956

 

* En revista Ciclón, La Habana, Volumen 2, Nº 1, enero de 1956.

 

 

ANÁLISIS DEL ÚLTIMO CAPÍTULO

DEL “QUIJOTE”

 

Este examen ya ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho. Hoy ensayaremos algo distinto, el examen técnico de ese capítulo, párrafo por párrafo. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo, volver al momento en que llegamos al último capítulo, ya que este capítulo exige, para ser plenamente sentido, la carga emocional de los capítulos anteriores. Exige que sintamos a don Quijote y a Sancho como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo final, no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros. Empiezo ahora el examen:

 

“Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.”

 

Aquí Cervantes renuncia instintivamente a toda sorpresa. Cervantes anuncia que don Quijote, su amigo y nuestro amigo, va a morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la muerte del héroe y hace que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:

 

Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza su buen escudero.

 

En este primer párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos de Cervantes, del individuo Cervantes, que del arte general de la novelística. Escribe Cervantes que todas las cosas tocan alguna vez a su acabamiento y su fin, y que don Quijote no estaba exento, por privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no es cierto, ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre sujeto a la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta, ya que, a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una ficción para Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un individuo, un mortal, un hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo destacar en este primer párrafo palabras como fin y melancolía, palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos decir, causan la muerte del héroe.

 

Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el Bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar.

 

En este párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura, los otros personajes siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el mundo ilusorio que abandonará don Quijote. Al recorrer este segundo párrafo, sentimos otra vez la gravitación del mundo fantástico que nos ha acompañado en el decurso de la obra. Para que esta gravitación sea más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a quienes siempre descreyeron de tales imaginaciones… Las últimas líneas sugieren un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros fueron “realmente” comprados por el Bachiller o si los inventó para dar valor y ánimo a don Quijote. En el primer caso, serían ficciones de primer grado; en el segundo, ficciones de segundo grado, sueños de un sueño.

 

Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos del médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro.

 

Cervantes, para que creamos en la gravedad del estado de don Quijote, alega el testimonio del médico. ¿Pero quién es el médico? Un sueño más, una persona que no existía dos líneas antes. Ahora, sin embargo, por obra de aquella suspensión de la incredulidad de que habla Coleridge, nos convence de que don Quijote está realmente grave y a punto de morir.

 

Oyóle don Quijote con ánimo sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante.

 

El llanto de estas personas viene a significar nuestra tristeza y también la tristeza de Cervantes, que sabe que va a separarse de ese compañero de tantos años.

 

Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco.

 

La frase “el parecer del médico” hace que imaginemos a éste como distinto de Cervantes. No se nos dice qué melancolías y desabrimientos estaban acabando a don Quijote; se atribuye a un tercero este parecer.

 

Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño.

 

Sabemos que el Quijote fue concebido como una larga fábula, cuyo remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar al capítulo final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para que Alonso Quijano recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a ser Alonso Quijano? ¿Qué extraña aventura idearé para sacarlo del mundo fantasmagórico que habitó tanto tiempo? ¿Qué artificio urdiré para curar a aquel a quien no curaron los azotes, las desventuras y, lo que es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa al dormir, de qué mundo desconocido regresamos al despertar? Cervantes recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el que ocurrirá la salvación buscada.

 

Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo: “Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

 

Esta larga declaración de don Quijote, esta declaración quizá inverosímil, tiene un propósito preparatorio. Al leerla, adivinamos que don Quijote va a revelar que está curado de su locura. El hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo que vendrá después.

 

Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle: “¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de los hombres?”. “Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados.”

 

Aquí se declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello sea más verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta altura de la novela, ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote es para nosotros no sólo un amigo querido sino también un santo.

 

“Yo tengo juicio ya libre y claro sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.”

 

Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad.

 

“Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos…”

 

Alonso Quijano está en posesión de su cordura. No lo ha abandonado aquella virtud que lo acompañó a lo largo de sus empresas y que no fue tocada por la locura; hablo de su coraje. Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo. Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también fantástica.

 

“… al cura, al Bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.” Pero deste trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote cuando dijo…

 

La sobrina pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra ese trámite; las personas entran y con ello evidencian que les inquieta la suerte de don Quijote. Palabras como testamento y confesión resultan patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de hechicerías y de ínsulas.

 

“Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.”

 

Alonso Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han sido necedades y humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se alegra porque ha encontrado la verdad, aunque esta verdad venga a aniquilar toda su vida.

 

Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: “Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos”.

 

En este párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de papeles. Ahora don Quijote está de parte de la realidad y los otros están, o fingen estar o siguen estando por inercia, de parte de la ficción.

 

“Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.”

 

Un escribano y un confesor, es decir, dos personas cotidianas y prosaicas; dos personas que nada tienen que ver con el mundo de Ariosto y de las novelas de caballerías. Don Quijote vuelve a la realidad, a la realidad que pronto tendrá que dejar para ser borrado o transformado por la muerte.

 

Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.

 

Una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están ya cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco.

 

Hizo salir la gente el Cura, y quedóse sólo con él y confesóle.

 

Cervantes no nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don Quijote, aunque pudo haberlo inventado; ahora no nos dice cómo fue la confesión del héroe. Hay aquí otro intervalo de oscuridad. Estas dos ignorancias o fingidos escrúpulos del autor hacen que prestemos más fe a los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses, estos dos intervalos de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.

 

El Bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del Bachiller en qué estado estaba su señor), hallando a la Ama y a la Sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el Cura diciendo: “Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar, para que haga su testamento”. Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.

 

Una sombra, en una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante si en su patria perduran la virtud y la cortesía. Se advierte que estas dos virtudes fueron virtudes cardinales para el poeta; también lo fueron para Cervantes. Durante todo el libro hemos sido testigos del valor de Alonso Quijano; ahora se habla también de su cortesía y de la bondad que significa esa cortesía.

 

Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento, y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: “Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga…”.

 

La lucidez de don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un mundo alucinatorio, pero ahora que vuelve al mundo real recuerda vívidamente todas las circunstancias de esa larga etapa anterior. Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que se le haga justicia.

 

“… ¡Ay! —respondió Sancho llorando—: no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuánto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy, ser vencedor mañana”.

 

Estas palabras han sido curiosamente interpretadas por Unamuno, que entiende que don Quijote, al perder su locura, se la traspasa a Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho no ha conocido a Alonso Quijano sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a hablarle de esta manera. Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir, y recurre a palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo son. No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora es vano invocar hechiceros y Dulcineas.

 

“Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.” “Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.”

 

Algo inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.

 

“Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Ítem, mando toda mi hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi Ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.”

 

Otra circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba sus irrisorias hazañas, el Ama había trabajado en su casa y no le habían pagado nunca. Esta invención de que mientras ocurre una cosa, ocurran otras que no sepamos, es una de las habilidades de la novela, y está bien aquí.

 

… Cerró con esto el testamento, y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos, y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo.

 

Alonso Quijano tenía que morir después de haber dicho ciertas cosas, pero haberlo hecho morir inmediatamente hubiera resultado un poco mecánico. Cervantes, para mayor verosimilitud, lo hace durar unos días más.

 

Andaba la casa alborotada; pero con todo comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.

 

Se anticipa la muerte de don Quijote en el olvido de estas personas que, sin embargo, tanto lo quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya están olvidándolo. Este olvido acentúa y agrava su soledad.

 

En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.

 

El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que, según su propia declaración, no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que éste se vaya de la vida de una manera lateral y casual, al fin de una frase. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.

 

* En Revista de la Universidad de Buenos Aires, Quinta Época, Año 1, Nº 1, enero-marzo de 1956.1

Y en:

Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Kōbō Abe El mapa calcinado.

 



Abe Kobo

Kimifusa Abe, más conocido como Kobo Abe (Kita, Tokio, 7 de marzo de 1924-22 de enero de 1993), fue un escritor, dramaturgo, guionista de cine, fotógrafo e inventor japonés.

La obra de Abe ha sido comparada con las de Kafka y Alberto Moravia por sus exploraciones surrealistas y pesadillescas del individuo en la sociedad contemporánea. Su primera publicación fue una colección de poemas en 1947 (Mumei Shishu o Poemas de un poeta desconocido). Al año siguiente, escribió y publicó su primera novela, Owarishi michi no shirube ni (La señal de tráfico al final de la calle) con la que se dio a conocer ampliamente.
En 1951 le fue otorgado el galardón más prestigioso de las letras en Japón, el Premio Akutagawa, por su novela La pared o El crimen del señor Koruma. Posteriormente siguió escribiendo -especialmente obras teatrales-, pero no fue sino hasta la publicación de Sunna no onna o La mujer de la arena, en 1962, que alcanzó el reconocimiento internacional.

 ***


Kōbō Abe

El mapa calcinado

Título original: Moetzukita Chizu

Kōbō Abe, 1967

Traducción: Ryukichi Terao

Retoque de cubierta: Harishka


Prólogo

Kōbō Abe y la sombra luminosa de Samuel Beckett

1.

Durante veintiún días seguidos, en sesiones de cuatro a siete horas, estuve inmerso en la lectura línea por línea y frase a frase de la traducción que Ryukichi Terao hizo de la magnífica novela de Kōbō Abe El mapa calcinado (Moetzukita chizu), intentando dar a la versión de Terao, vertida desde su lengua materna, el japonés, el equivalente en la lengua de Borges y Cervantes que se correspondiera con el exuberante, opaco, denso, analítico, complejo y rizomático estilo del genial narrador Kōbō Abe. A medida que me iba adentrando en compañía del detective sin nombre —narrador-protagonista del relato, contratado en extrañas circunstancias para la búsqueda de un desaparecido— en los vericuetos de una investigación que se ramificaba como una diabólica y enrevesada red y que parecía no tener fin, confirmaba la sospecha que venía rumiando desde diciembre de 1976 cuando Kazuya Sakai en la ciudad de México me regaló un ejemplar recién salido del horno de La mujer de la arena (Sunna no ona) de Kōbō Abe, en la insuperable traducción al español del mismo Sakai, sospecha, digo, de que el autor de ese inquietante e inolvidable relato era uno de los más grandes narradores japoneses del sigloXX.

2.

En el frío invierno parisino de finales de 1989, en la famosa librería La Une, hoy desaparecida, encontré La face d’un autre (Tanin no kao), también de Kōbō Abe, que devoré con el fervor de un auténtico fanático. Años más tarde leería la versión en español titulada El rostro ajeno, que, cosa curiosa, se me antojó como una historia totalmente distinta de la que mi mente conservaba con nitidez. Tuvieron que pasar más de veinte años hasta que en 2010 la editorial Candaya de Barcelona nos ofreciera en una cuidadosa edición esa pequeña joya que es Idéntico al ser humano (Ningen sokkuri), en traducción de Ryukichi Terao, y con un esclarecedor prólogo de Gregory Zambrano. A partir de ese momento, de la mano de Terao y con la colaboración de Zambrano, han aparecido, editadas por Eterna Cadencia, sendas recopilaciones de relatos de nuestro autor: Los cuentos siniestros (2011) e Historia de las pulgas que viajaron a la Luna (2013) y la novela Encuentros secretos (Mikkai), 2014, así como la novela El hombre caja (Hako otoko), 2012, editada en España. La aparición de estos cinco libros en un plazo relativamente breve, así como la edición de El mapa calcinado, constituyen un proyecto loable y orgánico de dar a conocer en el ámbito de la lengua castellana la obra de un autor fundamental e imprescindible de la literatura japonesa.

3.

Si al dar inicio a este breve escrito de presentación acudo a mi propia experiencia de lector (considero que por lo general los prólogos están de más, y cuando no hay remedio, recomiendo leerlos al final), es porque he leído a Kōbō Abe desde mi perspectiva de narrador, alejado lo más que he podido de una visión académica, y haciendo caso omiso de la información biobibliográfica acerca del autor, asumiendo que un “lector hipócrita” y ansioso podrá acudir al consultorio del doctor Google cada vez que su curiosidad lo requiera.

4.

Durante los veintiún días de forzosa convivencia con el detective de El mapa calcinado, apenas tuve tiempo para mis caminatas matutinas alrededor de la laguna de San Javier del Valle, y, tarde en la noche o ya de madrugada, para la relectura minuciosa de Molloy de Samuel Beckett, lectura deliberada, por supuesto, y emblemática, ya que entre los varios autores que se asocian con Kōbō Abe como posibles influencias o afinidades electivas (Kafka, Dostoievski, Camus, Melville, H.G. Wells, Lewis Carroll), estoy convencido de que aquel que mejor se ajusta a su refinada sensibilidad, a su nihilismo desconsolador y a la visión “existencialista” del ser humano es el genial irlandés. No sé si por casualidad, pues no pretendo hacer un paralelismo forzado, acabé la revisión y lectura de ambas novelas, la de Kōbō Abe y la de Beckett, al mismo tiempo. Y no resisto la tentación de citar sus líneas finales. Escribe Beckett en la última línea de Molloy: “Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Creo encontrar en esta breve y lapidaria propuesta una de las más extraordinarias definiciones de lo que es literatura. Escribe Kōbō Abe en el último párrafo de su novela: “Me llama la atención un curioso remanso formado en medio del flujo de vehículos y, al observarlo con atención me doy cuenta de que los coches, incluyendo un camión grande, tratan de esquivar el cadáver de un gato atropellado, aplastado como un papel. Sin querer intento ponerle nombre al gato aplastado y por primera vez en mucho tiempo mi rostro se ilumina con una sonrisa encantadora que impregna de calor mis mejillas”. Yo también sonrío al recordar la famosa anécdota del maestro zen Sozan, un monje chino del siglo VII, que al ser requerido por uno de sus alumnos que quería saber qué es lo más valioso en el mundo, le respondió que la cabeza de un gato muerto. Y es de suponer que Kōbō Abe, al elegir este final para su novela sabía que lo más valioso de su narración era la cabeza aplastada del gato, pues no había forma ni manera de asignarle un determinado valor.

5.

Se alude a la obra de Kōbō Abe casi como si se estuvieran siguiendo las instrucciones de un manual, en términos de alienación, pérdida de identidad, búsqueda del yo, pánico, locura, coqueteos con el suicidio, soledad, desolación, perversión e incluso exacerbada sexualidad. Estos y muchos otros elementos posibilitan una visión de conjunto de la obra de nuestro autor; sin embargo, desde mi perspectiva de lector sostengo la idea de que aquello que mejor define su singular estilo es la densidad a veces obsesiva y sofocante de su prosa, sostenida en una estructura analítica en la cual todos los elementos están correlacionados entre sí. Asociamos lo analítico con las ciencias exactas, física, matemáticas, cuando podemos ubicar su origen en los diálogos platónicos, donde se indaga a fondo en el tema objeto de estudio sometiéndolo a las más diversas interpretaciones. Tal como sucede con el maniático detective de El mapa calcinado, que lleva sus pesquisas hasta extremos inusitados, diseccionando cada supuesta prueba hasta la extenuación y finalmente reduciéndola al absurdo.

6.

Inmerso en la revisión de la novela de Kōbō Abe, surgieron del fondo de mi memoria, a la manera de tesoros olvidados que vamos desenterrando por casualidad, escenas enteras de La mujer de la arena —supongo que algunas reinventadas y deformadas—, en las cuales el trabajo de Sísifo que realiza el personaje que ha caído en la trampa de las dunas, al igual que un ratón dentro de una ratonera, en un ambiente sofocante y en un escenario propio de una pesadilla (iba a escribir dantesca, pero no hace falta), se han convertido, como los sueños que llegamos a confundir con la realidad, en experiencias propias, íntimas, asociadas a nuestra psiquis deteriorada, fenómeno este que a fin de cuentas nos informa del inmenso poder de la literatura.

De igual manera, y quizá con una intensidad aún mayor, recordé el tema central, el meollo, pues, de El rostro ajeno, es decir el drama del protagonista que ha perdido su rostro, no de forma metafórica o simbólica, sino cruda y real al ser despellejado por efecto de la explosión de un ácido durante un experimento en un laboratorio. Su condición de eminente científico lo lleva a construirse un nuevo rostro, a manera de máscara perfecta. De ahí deriva su pretensión, que es un drama, que es una de las más refinadas maneras de perversión que se pueden imaginar, y que habría hecho rabiar de envidia al Marqués de Sade o al Pierre Choderlos de Laclos de Las relaciones peligrosas, la pretensión de seducir y luego poseer a su propia mujer, de la que se ha alejado después del accidente, haciéndose pasar por otro.

Y vía Platón y la hermenéutica, volví a las escenas desopilantes de Idéntico al ser humano, cuando un inoportuno y fastidioso hasta extremos inimaginables visitante intenta convencer a un atribulado periodista experto en el tema de los marcianos de que él, el visitante, es un marciano, alienígena o lo que sea no humano, idéntico a un ser humano. El lector familiarizado con la obra de Kōbō Abe podrá imaginarse lo demás.

Ah, lo había olvidado, en la mítica librería La Une encontré en 1992 la versión francesa de El hombre caja (L’homme-boîte), que leí al nomás regresar a Mérida, y que años más tarde, en 2012, en esta ocasión en Tokio, leí de nuevo en la traducción de Terao, y aquí sí que mi amado Beckett, a quien tuve la inmensa fortuna de conocer, para envidia de mi amigo César Aira, en una épicerie de París, frente al edificio donde vivía su amigo Cioran, en agosto de 1978, aquí sí que la poderosa figura del irlandés errante se hace presente como una sombra luminosa. Más allá del secreto homenaje de Kōbō Abe a su admirado autor, iba a escribir mentor, en El hombre caja hay una escena inolvidable para mí, que me recuerda Ubu rey de Alfred Jarry, y que por carambola remite a Beckett, en la cual el hombre-caja, que se ha comprometido para casarse, y carente de recursos para alquilar una carreta es transportado en un precario carromato tirado por su padre disfrazado de caballo, atendiendo una tradición según la cual la novia debe ser requerida por el novio montado en una carreta.

Y para cerrar este “ciclo” de las novelas de Kōbō Abe traducidas al español, me detengo en la última, Encuentros secretos, que puede ser leída como un alegato contra las prácticas médicas, es decir contra la mafia de la medicina, pero también como una obra poliédrica, surreal, hilarante y grotesca, que nos muestra de nuevo el fecundo talento de su autor y los inagotables poderes de la ficción. Como en El mapa calcinado, también aquí hay un desaparecido —en este caso se trata de la esposa del protagonista que es secuestrada por los paramédicos de un hospital—, y como en El hombre caja, también hay un caballo, en este caso un caballo de verdad que habla y se prepara para participar en una importante competencia, y que resulta ser el mismísimo vicepresidente de la empresa donde trabaja el protagonista. El hospital se convierte en un inmenso y sorprendente teatro del absurdo donde ocurren una serie de episodios cada vez más bizarros, jocosos y burlescos, como aquel del médico que ha inventado un aparato para masturbarse con fines crematísticos y que al quedar en coma víctima de un ridículo accidente sufre una erección permanente para regocijo de las enfermeras que lo atienden.

7.

Todas esas y muchas otras escenas de las novelas de Kōbō Abe, algunas, imagino, mezcladas con fragmentos de las adaptaciones cinematográficas de La mujer de la arena y El rostro ajeno, se entrecruzaban en mi mente al tiempo que el detective de El mapa calcinado continuaba sus pesquisas. Obsesivo, maniático, metódico, desconfiado, analítico hasta la necedad, el detective emprende la búsqueda del desaparecido, y de antemano presentimos que en aquel laberinto de hipótesis, conjeturas, especulaciones, mentiras y verdades a medias donde se aventura desde el primer momento como un insomne cazador, está condenado a extraviarse.

Muy pronto se van definiendo los rasgos de los cuatro personajes que actúan como coprotagonistas y que de alguna manera constituyen los puntos de inflexión del relato, además de servir como puntales de la narración. En primer lugar, el desaparecido, cuyos atributos, manías, debilidades y demás yerbas aromáticas van surgiendo a medida que se desarrolla el relato y avanza, sin llegar a ningún lugar, la investigación. Sin embargo, no hay nada relevante que destacar en este enigmático ser limitado por la ausencia y la distancia. Luego aparece la esposa del desaparecido, una mujer de inquietante belleza, sensual, sumisa, seductora, distraída, desquiciada, que va revelando a cada paso las distintas facetas de su compleja personalidad. En su frutal cuerpo de hembra madura, en su cuello esbelto con reflejos de oro y terciopelo, se centra la mirada del detective, es decir el territorio de su perdición. Le toca el turno al supuesto hermano de la mujer, un sujeto vanidoso, vil, repelente, el típico villano de los films claseB, que envuelve al detective en una maraña de engaños e imposturas. Y cierra el desfile el tímido y apocado Hiroshi, especie de aprendiz de Uriah Heep, confidente accidental y mentiroso compulsivo, que en su afán de llamar la atención conduce al detective a los bajos fondos de una ciudad caótica y gris.

Pero este no es más que un esquema casi escolar, como si pretendiéramos hacer de ellos, los personajes, el borrador para el guión de un pésimo film. El relato de Kōbō Abe va mucho más allá de los contornos de unos atormentados personajes: constituye una poderosa incursión en los laberintos de la psiquis humana, una indagación en los anhelos, sueños, recuerdos, pensamientos, reflexiones, dudas e incertidumbres de unos personajes extraviados en los territorios de su propia y desolada mente, unos seres que buscan a tientas, como ciegos, su lugar en el mundo.

8.

El argumento de El mapa calcinado, que por comodidad o pereza podríamos ubicar dentro del género policial, en todo caso un policial impostado, no es más que una excusa que le permite al narrador examinar las complejas e imprecisas aristas de lo verdadero y lo falso, lo aparente y lo real, lo vivido y lo soñado, sin que se llegue necesariamente a una conclusión, pues nunca nada es lo que parece. Y así el detective (el narrador), que siempre sabía que caminaba sobre hielo delgado, en un instante de rara lucidez, refiriéndose al desaparecido, dice: “He trazado mi propio mapa, creyendo trazar el suyo, y he seguido mis pistas, creyendo seguir las suyas, hasta quedar petrificado de frío, sin conciencia alguna”.

Magnífico relato este de Kōbō Abe, que ahonda sin compasión alguna, como si se adentrara en el territorio de la narración armado de un escalpelo, en uno de sus temas predilectos: la identidad. Nuestra conflictiva relación con lo que somos y lo que creemos ser, nuestra actitud frente a los demás, el extrañamiento y el sinsentido de la existencia, y al mismo tiempo la sensación de plenitud al reconocer, en medio de la precariedad y el abandono, nuestra condición de seres vivos, pues siempre habrá una segunda oportunidad: la posibilidad de desaparecer para inventar un mundo a la medida de nuestros sueños. Y en esta búsqueda incesante reconocemos un reclamo de la metafísica o de la filosofía, y encontramos, para nuestro regocijo y satisfacción, que la literatura (la inagotable novela) es quizá el recipiente más dúctil y eficaz para contenerlo y darle forma.

EDNODIO QUINTERO, Mérida, Venezuela,

1 de septiembre de 2015

 

NOTA BENE: La traducción y edición de El mapa calcinado ha contado con el generoso apoyo de la Fundación Japón, en su afán de difusión de las expresiones de la cultura japonesa en el mundo. Desde estas líneas, en nombre de la editorial Eterna Cadencia, del traductor doctor Ryukichi Terao de la Universidad de Ferris (Japón) y del mío propio, expresamos a los directivos y personal de dicha fundación nuestro más profundo agradecimiento.

viernes, 18 de noviembre de 2022

TEXTOS Y AUTORES. DEL LIBRO ASESINOS DE ABOS ALVARO.


 

TEXTOS Y AUTORES

Oscar Wilde (1854-1900) publicó «Pluma, lápiz y veneno (Estudio en escarlata)», en inglés «Pen, pencil and poison. A study in scarlet», en su volumen Intentions (1895).

Iván Sergueievich Turgueniev o Tourgueniev (1818-1883) es un escritor ruso que vivió también en Francia, en cuyo idioma escribió «La ejecución de Troppmann». El texto fue publicado en febrero de 1870, a los pocos días de haber presenciado el fin del asesino Jean Baptiste Troppmann, por La Revue des Deux Mondes (París).

William Collins, quien firmaba Wilkie Collins (1824-1889) publicó «¿Quién mató a Zebedee?». («Who killed Zebedee?»), uno de los cuarenta y nueve cuentos de su producción, en el anuario 1881 de la revista Belgravia.

El relato «Los señores Burke y Hare, asesinos» pertenece al libro Vidas imaginarias publicado por Marcel Schwob (1867-1905) en 1905

«La búsqueda de la desconocida» del prolífico narrador y humorista Alphonse Aliáis (1854-1905) pertenece a su colección de cuentos Le captaine Cap (1905).

«Los sicarios de Midas» de Jack London, seudónimo literario de John Griffith (1876-1916), fue publicado en la Pearsons Magazine, en 1901.

«Una linda película» de Guillaume Apollinaire, seudónimo literario de Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky (1880-1918) pertenece a su libro L’Hérésiarque et Cié publicado en 1911.

«Markheim» de Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894) fue publicado en un almanaque navideño de 1855 y luego recogido en el libro The Merry Men and other tales andfables (1884).

«Una conflagración imperfecta» de Ambrose Gwinnett Bierce (1842-1914) fue publicado en sus Collected Works (1912).

«La tisana» de Léon Bloy (1846-1917) pertenece a su libro de relatos Histoires désobligeantes.

«Perdimos el tren expreso» de Arthur Conan Doyle (1859-1930) fue incluido en su libro de 1922 Tales of Terror and Mistery.

«Ojos verdes» de Leónidas Nicolaievitch Andreiev (1871-1919) pertenece a su libro El océano.

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) publicó «El templo», como la mayoría de sus sesenta cuentos, en la revista Weird Tales.

«Guillotina» de Victor Hugo (1802-1885) es un fragmento de Les Miserables, vasta novela publicada en 1862.

Sentimientos filiales de un parricida (Sentiments filiales d’un parricide) de Marcel Proust (1871-1922) se publicó en el diario Le Figaro el 1º de Febrero de 1907 y fue recogido en el libro Pastiches et Mélanges de 1919

Donatien Alphonse Francois, conde de Sade, también conocido como Marqués de Sade (1740-1814) redactó La castellana de Longeville o La mujer vengada, posiblemente, hacia 1804, en el asilo de Charenton, donde estaba internado. El cuento fue publicado entre sus obras postumas.

El indulto de Emilia Pardo Bazán (1852-1921) fue publicado en 1883 en la Revista Ibérica y recopilado en 1892 en el libro Cuentos de Marineda. Es este el nombre ficcional que la escritora daba a La Coruña.

De mala bebida de Ricardo Güiraldes (1886-1927) pertenece a su colección Cuentos de muerte y sangre (1915).

Escalera real de Víctor Juan Guillot (1900-1940) se publicó en 1933 en la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento cultural del diario Crítica, e integró el libro Terror. Cuentos rojos y negros (1938).

La pesquisa de Paul Groussac (1848-1929) fue publicado como folletín, en varias entregas, el diario Sud América, durante el año 1884, bajo el título El candado de oro. Ya como La pesquisa, pero sin nombre de autor, se publicó en 1897 en La Biblioteca, la revista de la Biblioteca Nacional cuyo director era el mismo Groussac. Allí se atribuye el cuento a un desconocido autor inédito.

El mono que asesinó de Horacio Quiroga (1878-1937) se publicó en 1909, por entregas, en la revista porteña Caras y Caretas. Quiroga lo firmó con el seudónimo S. Fragoso Lima.

El delator (The informer) de Jozef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, conocido como Joseph Conrad (1857-1924), se publicó en el número de diciembre de 1906 de la revista Harper’s. Luego integró el libro A set of six.

Asesinato en la taberna Williamson es un fragmento del Asesinato considerado como una de las bellas artes, texto publicado por Thomas de Quincey (1785-1859) en el Blackwood’s Magazine en 1827 y luego ampliado en sucesivas versiones, hasta 1854.

La casa del juez (The house of the judge) fue uno de los raros cuentos escritos por el escritor irlandés, célebre por su novela Drácula, Abraham Stoker (1847-1912), quien firmaba como Bram Stoker.

Landrú pertenece al prolífico periodista y escritor francés León Treich, autor de Histoires litteraires, Histoires americaines, Histoires de vacances, Histoires judiciaries —donde reproduce célebres crímenes—, y muchos otros libros.

Vendetta de Guy de Maupassant (1850-1893) se publicó el 14 de octubre de 1883 en el periódico Le gaulois, donde Maupassant publicó centenares de cuentos y crónicas. El crimen que narra lo conoció el autor en 1880, en la isla de Córcega, que visitaba a bordo de su yate. El cuento integró la colección Contes dujour et de la nuit, publicada en 1885

La promesa de Lafcadio Hearn (1850-1904) se publicó en Ghostly Japan (1899).

Proceso por homicidio (The Trial for Murder) fue publicado en la revista All the Year Round, y es uno de los numerosos textos que Charles Dickens (1812 —1870) escribió junto a Charles Allston Collins (1828-1873), hermano menor de Wilkie Collins. Charles Allston Collins es conocido como dibujante y pintor; diseñó la portada de numerosos libros dickensianos.

Gustavo Meyrink (1868-1932) publicó La muerte morada (Bolognesen Traner) en una revista de Viena en 1904.

Memorias de una horca (Memorias da forca) de José María Eca de Queiroz (1845-1900) se publicó por primera vez en 1866.

Un asesinato fue publicado en 1895 por el dramaturgo y cuentista Antón Chejov (1860-1904).

El secreto del patíbulo o Le secret de l’enchefaud de Auguste, conde de Villiers de l’Isle-Adam (1838-1889) pertence al libro Cuentos crueles (1883).

El asesino de la calle Belpoggio apareció en el diario L’independente de Trieste, en 1890. Lo firmaba un tal Ettore Samigli, entonces ignoto escritor que más tarde se haría célebre bajo otro seudónimo, Italo Svevo. En realidad se llamaba Ettore Schmitz (1861-1928).

Mateo Falcone fue publicado por Prosper Mérimée (1803-1870) en su libro de relatos Mosaique (1830).

La muñeca de porcelana pertenece a Liev Nikoláievch Tolstoi (1828-1910).

Impulso perverso fue publicado por Walt Whitman (1819-1892) en el periódico Democratic Review (1845) y recogido en el libro Specimen Days and Collected Works en 1882, con otro título: «Venganza y compensación. Historia de la salvación de un asesino».

El gato negro (The black cat) de Edgar Allan Poe (1809-1849) se publicó por primera vez el 19 de agosto de 1843, en la revista United States Saturday Post, momentánea sustitución del The Saturday Evening Post. Por primera vez pasó al libro en el volumen Tales (1845).

El martillo de Dios es uno de los 49 cuentos que Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) escribió sobre las andanzas de su detective-sacerdote, el Padre Brown.

El hacha de oro es un cuento de Gaston Leroux (1868-1927).

La catástrofe del señor Higginbothan de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) fue incluido en el libro Historias contadas dos veces («Told twice stories»), publicado en su primera versión en 1837 y luego ampliado por su autor varias veces.

Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) publicó El Clavo en 1853, en la revista El Eco de Occidente, que dirigía en Cádiz. Lo incluyó en su libro Cuentos amatorios (1881).

«La usurera» es el fragmento culminante de Crimen y castigo, del escritor ruso Fiodor Dostoievksi (1821-1881). Aquí se narra el crimen que da nombre a una de las grandes novelas de la literatura universal, publicada por primera vez en doce entregas, en el periódico El mensajero ruso, en 1866.

ÁLVARO ABÓS nació en Buenos Aires en 1941. Fue abogado laboralista y comenzó a publicar en 1983, al regreso de su exilio en Europa. Si bien su primer libro fue un estudio político-histórico («La columna vertebral. Sindicatos y peronismo»), sus títulos posteriores se orientan hacia la narrativa, el ensayo literario, la crónica y la biografía, géneros que a veces entrelaza. Entre la veintena de sus libros publicados se cuentan «El poder carnívoro» (1985), «De mala muerte» (1986, cuentos premiados por la revista «Plural» en México), «Restos humanos» (1991), «El simulacro» (1994, ganó en España el Premio Jaén de Novela), «El cuarteto de Buenos Aires» (1997), «Delitos ejemplares» (1999), «Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires» (2000), «El tábano» (2001), «Macedonio Fernández. La biografía imposible» (2002), «El crimen de Clorinda Sarracán» (2003), «Cautivo» (2004) y «Xul Solar. Pintor del misterio» (2004). Obtuvo el Premio Konex de Biografía 2004

jueves, 17 de noviembre de 2022

MARKHEIM Robert Louis Stevenson




MARKHEIM

Robert Louis Stevenson

—Sí —dijo el comerciante—, tenemos gangas de varias clases. Como algunos clientes son ignorantes, yo me gano un porcentaje gracias a mi conocimiento superior. Otros son picaros —y al decirlo levantó la vela, de modo que la luz iluminara de lleno a su visitante—, y en tal caso —continuó— obtengo beneficio de mi virtud.

Markheim acababa de entrar con la vista acostumbrada a la claridad de las calles y no se había acomodado aún a la semioscuridad de la tienda. Al oír aquellas palabras, y ante la cercana presencia de la llama, parpadeó penosamente y ladeó la cabeza.

El comerciante dejó escapar una risita.

—Usted viene hoy, día de Navidad —continuó—, cuando sabe que estoy solo en mi tienda, con los postigos echados y dispuesto a no hacer ninguna transacción. Bueno, tendrá que pagar por esto; tendrá que pagar por mi pérdida de tiempo y, además, por algo raro que observo en su actitud con más intensidad que otras veces. Soy la esencia de la discreción y no hago preguntas impertinentes; pero cuando un cliente no puede mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello. —El comerciante rió de nuevo; y luego añadió, en su tono habitual de hombre de negocios, aunque con cierta ironía—: ¿Puede usted dar, como de costumbre, clara cuenta de cómo entró en posesión del objeto? ¿El gabinete de su tío, también? ¡Un notable coleccionista, su señor tío!

Y el bajo, pálido comerciante casi se puso de puntillas, mirando por encima de los cristales de sus lentes con montura de oro, al tiempo que movía la cabeza en un gesto de incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita piedad mezclada con cierto horror.

—Esta vez —dijo— está usted equivocado. No he venido a vender, sino a comprar. No dispongo de ningún objeto raro, el gabinete de mi tío está vacío; pero, aunque estuviera lleno, en las presentes circunstancias no me aprovecharía de ello. Busco un regalo de Navidad para una dama —continuó, hablando con más desparpajo a medida que se adentraba en el discurso que había preparado—. Y, desde luego, le debo una disculpa por haberlo molestado a causa de esa nimiedad. Pero ayer me olvidé de adquirir el regalo, y debo ofrecerlo hoy a la hora de la cena. Como sabe usted muy bien, el matrimonio con una dama rica es asunto que merece algún desvelo.

Siguió una pausa, durante la cual el comerciante pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tictac de numerosos relojes en la semioscuridad de la tienda, y el ocasional ruido de algún carruaje en las calles contiguas llenaron el intervalo de silencio.

—Bueno —dijo finalmente el comerciante—, lo que usted diga. Después de todo, es un antiguo cliente; y si tiene la oportunidad de casarse en condiciones favorables, lejos de mí la intención de ser un obstáculo. Aquí hay algo muy apropiado para una dama —continuó—. Este espejo de mano: siglo quince, garantizado; procede de una buena colección; aunque me reservo el nombre, en beneficio de mi cliente, el cual, como usted mismo, es sobrino y único heredero de un notable coleccionista.

Mientras hablaba, con su vocecilla seca e incisiva, el comerciante había dado unos pasos para tomar el objeto del lugar en que se encontraba; y, al mismo tiempo, una especie de estremecimiento había asaltado a Markheim, reflejado en un sobresalto de la mano y el pie y un asomar de tumultuosas pasiones a su rostro. Aquel momento de emoción fue muy fugaz y no dejó más rastro que un leve temblor de la mano que ahora recibía el espejo.

—¿Un espejo? —dijo con voz ronca. Luego, tras una breve pausa, repitió, más claramente—: ¿Un espejo? ¿En Navidad? Desde luego que no.

—¿Por qué no? —gritó el comerciante—. ¿Por qué no un espejo?

Markheim lo estaba mirando con una expresión indefinible.

—¿Me lo pregunta usted? —dijo—. ¡Mire! ¡Mírese en él! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! ¡Ni a mí… ni a ningún hombre!

El hombrecillo había saltado hacia atrás cuando Markheim le había enfrentado tan súbitamente con el espejo; pero ahora, dándose cuenta de que no había nada que temer, dejó oír una risita burlona.

—Su futura esposa, señor, quedará muy favorecida —dijo.

—Le he pedido a usted un regalo de Navidad —dijo Markheim— y usted me da esto… este maldito recuerdo de mis años de pecados y locuras… esta conciencia de mano. ¿Lo ha hecho a propósito? ¿Se le había ocurrido antes la idea? Dígamelo. Será mejor para usted si lo hace. Vamos, hábleme de usted. Me atrevo a sospechar que, en secreto, es usted un hombre muy caritativo.

El comerciante miró a su compañero fijamente. Le pareció muy raro que Markheim no se riera; por el contrario, en su rostro, muy serio, había como un ávido centelleo de esperanza.

—¿De qué está hablando? —inquirió el comerciante.

—¿No es caritativo? —replicó el otro, en tono lúgubre—. No es caritativo; no es piadoso; no es escrupuloso; no ama a nadie; no es amado; una mano para recoger el dinero, una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Dios mío! ¿Es eso todo?

—Le diré una cosa —empezó el comerciante, con cierta acritud, y luego dejó oír de nuevo su burlona risita—. No es usted el único hombre del mundo que ha estado enamorado…

—¡Ah! —exclamó Markheim, con una extraña curiosidad—. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de eso.

—¿Yo? —gritó el comerciante—. ¿Enamorado yo? Nunca he tenido tiempo para esa clase de estupideces. ¿Se lleva usted el espejo?

—¿Qué prisa hay? —inquirió Markheim—. Resulta muy agradable estar aquí, conversando con usted; y la vida es tan corta y tan insegura, que no me apresuro a alejarme de ningún placer, aunque sea tan modesto como este. Por el contrario, debemos aferramos a lo que podemos obtener, del mismo modo que un hombre se aferra al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si piensa bien en ello; un precipicio de un kilómetro de profundidad, lo bastante profundo, si caemos en él, como para borrar de nosotros todo vestigio de humanidad. Por lo tanto, es preferible conversar agradablemente. Vamos a hablarnos el uno del otro. ¿Por qué hemos de llevar esta máscara? Vamos a hablarnos confidencialmente. ¡Quién sabe! Tal vez podríamos convertirnos en amigos…

—Lo único que tengo que hablar con usted es sobre una cosa —replicó el comerciante—: haga su compra, o salga de mi tienda.

—Es cierto, es cierto —dijo Markheim—. Soy un estúpido. Al negocio. Enséñeme alguna otra cosa.

El comerciante se volvió para volver a colocar el espejo en la estantería. Markheim irguió todo su cuerpo, con una mano en el bolsillo de su abrigo; al mismo tiempo llenó de aire sus pulmones. En su rostro se reflejaban diversas emociones entremezcladas: terror, horror y decisión, fascinación y una repugnancia física.

—Esto puede resultar apropiado, tal vez —observó el comerciante; y entonces, mientras empezaba a volverse, Markheim saltó desde atrás sobre su víctima. El largo y afilado estilete centelleó en el aire y cayó. El comerciante agitó los brazos, se golpeó la sien contra la estantería y luego cayó al suelo, boca abajo.

El coro de pequeñas voces continuó marcando el paso del tiempo con sus monótonos tictacs. Luego, un rumor de pasos en la acera, al otro lado de la puerta de la tienda, se impuso al coro de latidos y sobresaltó a Markheim, el cual miró a su alrededor con aire asustado. La vela continuaba ardiendo sobre el mostrador, con un leve oscilar de la llama que llenaba la estancia de alargadas sombras que parecían asentir, hinchándose y deshinchándose como si respirasen; al mismo tiempo, los rostros de los retratos y los objetos de porcelana se transformaban y ondeaban como imágenes en el agua. La puerta interior permanecía entreabierta y atisbaba a las sombras con una franja de luz semejante a un índice acusador.

Apartándose de las pavorosas sombras, los ojos de Markheim retornaron al cuerpo de su víctima, caído en el suelo, increíblemente pequeño y mucho más delgado que en vida. Había temido contemplarlo, y ahora encontraba injustificados aquellos temores. Sin embargo, mientras miraba aquel montón de ropas viejas caídas sobre un charco de sangre, empezó a escuchar elocuentes voces. Tenía que permanecer allí hasta que alguien lo descubriera… ¿Y luego? ¡Ay! Luego, aquella carne muerta proferiría un grito que resonaría en toda Inglaterra, y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. ¡Ay! Muerto o no, aquel era aún el enemigo. «Si tuviera tiempo…», pensó Markheim; y el vocablo llenó su mente. Ahora que la hazaña estaba cumplida, el tiempo, que se había cerrado para la víctima, se había convertido en trascendental para él.

La idea estaba aún en su mente cuando, primero uno y luego otro, con gran variedad de paso y voz —uno profundo como la campana de una torre catedralicia, otro desgranando en sus trémulas notas el preludio de un vals—, los relojes empezaron a dar la hora: las tres de la tarde.

El repentino estallido de tantas lenguas en aquella estancia poblada de sombras asustó a Markheim. Cogiendo la vela, empezó a moverse entre las sombras, sobresaltado hasta el tuétano por los reflejos casuales. En numerosos espejos, algunos de Venecia o Amsterdam, vio su rostro repetido y repetido, como si fuera un ejército de espías; sus propios ojos lo encontraron y lo localizaron; y el sonido de sus propios pasos, a pesar de su levedad, turbaron el silencio que lo rodeaba. Y mientras llenaba sus bolsillos, su mente lo acusaba con implacable reiteración de los mil fallos de su plan. Debió escoger una hora más tranquila; debió prepararse una coartada; no debió utilizar una daga; debió mostrarse más precavido y limitarse a saltar sobre el comerciante y privarle del sentido, sin asesinarlo; debió mostrarse más osado y asesinar también a la criada; su mente iba y venía, cambiando lo que no podía cambiarse, planeando lo que ahora era inútil, estructurando el irrevocable pasado. Entre tanto, y detrás de toda esta actividad, ciegos terrores, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de alboroto las más remotas células de su cerebro; la mano del policía caería

pesadamente sobre su hombro, y sus nervios brincarían como un pez enganchado en el anzuelo; o contemplaba, en galopante desfile, el banquillo de los acusados, la prisión, el patíbulo y el negro ataúd.

El terror a la gente de la calle se instaló ante su mente como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor de la lucha no hubiera alcanzado sus oídos y despertado su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus moradores inmóviles y con el oído atento: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad alimentándose de recuerdos del pasado, y ahora bruscamente arrancadas de aquel tierno ejercicio; felices reuniones familiares, interrumpidas en plena comida de celebración, la madre todavía con el dedo levantado; docenas de oídos en tensión, docenas de ojos acechando, tejiendo la cuerda que rodearía su cuello. Markheim tenía la impresión de que no podía moverse con la suavidad indispensable; el tañido de las altas copas de Bohemia resonaba tan ruidosamente como una campana; y alarmado por el tictac de los relojes, sintió la tentación de pararlos. Y luego, de nuevo, con una rápida transición de sus terrores, el silencio del lugar se le apareció como una fuente de peligro, como algo que debía llamar la atención de los transeúntes; y se movió con más osadía entre los objetos de la tienda, tratando de imitar los movimientos de un hombre ocupado en su propia casa.

Pero estaba tan acosado por diferentes alarmas que, mientras una parte de su mente permanecía alerta y sagaz, otra temblaba desaforadamente. Una alucinación, en especial, afectó de un modo intenso a su credulidad. El vecino acechando con rostro pálido al otro lado del escaparate, el transeúnte detenido en la acera por una horrible premonición… estos, en el peor de los casos, podían sospechar, pero no podían saber; a través de las paredes de ladrillo y las cerradas ventanas sólo podían atravesar los sonidos. Pero aquí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que lo estaba; había visto salir a la criada, toda cintas y sonrisas, lo cual significaba que era su tarde libre. Sí, estaba solo, desde luego; y, sin embargo, en la mole de la casa vacía encima de él podía oír unos suaves pasos: estaba consciente, inexplicablemente consciente, de alguna presencia. Su imaginación recorría todos los cuartos y rincones de la casa; y ahora era una cosa sin rostro, pero que tenía ojos para ver; y ahora era una sombra de sí mismo.

De cuando en cuando, con un gran esfuerzo, volvía la mirada hacia la puerta abierta. La casa era alta, la claraboya pequeña y sucia, y la niebla llenaba las calles, y la luz que se filtraba hasta la planta baja era muy débil y no permitía distinguir claramente el umbral de la tienda. No obstante, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no se agitaba una sombra?

Súbitamente, en la calle, un caballero muy jovial empezó a golpear con un bastón la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y chanzas en los cuales el comerciante era llamado por su nombre. Markheim, convertido en hielo, miró al muerto. Pero, ¡no! Yacía completamente inmóvil; estaba mucho más allá del alcance de aquellos golpes y gritos; estaba hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que otrora le hubiese llamado la atención por encima del aullar de una tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y, de pronto, el jovial caballero desistió de seguir llamando y se marchó.

Aquello fue una especie de aviso para Markheim, advirtiéndole que debía darse prisa en lo que quedaba por hacer, para alejarse de tan acusadora vecindad, para sumergirse en un baño de multitudes londinenses y alcanzar, al otro lado del día, aquel puerto de seguridad y de aparente inocencia: su lecho. Un visitante había llamado; en cualquier momento podía presentarse otro y mostrarse más obstinado. Haber cometido un crimen y no obtener provecho de él sería un fracaso imperdonable. Lo que ahora preocupaba a Markheim era el dinero; y como un medio para llegar a él, las llaves.

Echó una ojeada por encima de su hombro a la puerta abierta, donde la sombra se agitaba aún; y sin ninguna repugnancia consciente de la mente, pero con un temblor localizado en el estómago, se acercó al cuerpo de su víctima. Lo que tenía de humano se había evaporado. Parecía un traje medio relleno de salvado, con los brazos extendidos, el tronco doblado, caído en el suelo. A pesar de todo, le inspiraba un instintivo sentimiento de repulsión. Y temió que el sentimiento se acrecentara al tacto. Cogió el cadáver por los hombros y lo volvió boca arriba. Era extrañamente ligero y flexible, y las extremidades, como si estuvieran rotas, cayeron en las más raras posiciones. El rostro estaba desprovisto de toda expresión; pero tenía una palidez de cera y aparecía manchado de sangre alrededor de una sien. Para Markheim, aquella era la única circunstancia desagradable. Le hizo recordar un día que había pasado en un pueblo de pescadores; un día gris, con un viento aullante, una multitud en la calle, el resplandor de las brasas, un resonar de tambores, la voz nasal de un cantor de baladas; y un muchacho yendo y viniendo, enterrado entre las cabezas de la multitud y fluctuando entre el interés y el temor, hasta que consiguió divisar una gran pantalla con varios cuadros, pésimamente dibujados, chillonamente coloreados: Brownrigg con su aprendiza; los Mannings con su huésped asesinado; Weare estrangulado por Thurtell; y otros crímenes famosos. La cosa fue tan clara como una ilusión; Markheim volvió a ser aquel muchacho, estaba mirando otra vez, y con la misma sensación de repugnancia física, aquellos cuadros; estaba ensordecido todavía por el resonar de los tambores. La música de aquel día volvió a su memoria; y por primera vez se sintió invadido por una sensación de náusea, una repentina debilidad de las articulaciones, la cual debía resistir y superar inmediatamente.

Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas, mirando con más osadía el rostro muerto, obligando a su mente a comprender la naturaleza y la extensión de su crimen. Muy poco antes, aquel rostro se había conmovido con cada cambio de sentimiento, aquella pálida boca había hablado, aquel cuerpo había estado lleno de vigor y de energía; y ahora, y como consecuencia de su acto, aquel trozo de vida había sido parado, del mismo modo que el relojero, interponiendo un dedo, para los latidos de un reloj. Pero sus razonamientos resultaron vanos: no consiguió despertar ningún remordimiento en su conciencia; el mismo corazón que se había estremecido con las efigies pintadas del crimen, permanecía inconmovible en su realidad. A lo sumo experimentó un atisbo de piedad por alguien que había sido dotado inútilmente con todas aquellas facultades que pueden convertir el mundo en un jardín de delicias, alguien que nunca había vivido y que ahora estaba muerto. Pero ni un solo temblor de arrepentimiento.

Aclarada en su mente aquella cuestión, encontró las llaves y avanzó hacia la puerta abierta de la tienda; afuera había empezado a llover, y el sonido del aguacero sobre el tejado había eliminado el silencio. Semejantes a una goteante caverna, las habitaciones de la casa estaban acosadas por un incesante eco, el cual llenaba el oído y se mezclaba con el tictac de los relojes. Y, mientras Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a sus propios pasos cautelosos, los pasos de otros pies en la escalera. La sombra continuaba palpitando en el umbral. Markheim obligó a sus músculos a un esfuerzo sobrehumano y tiró de la puerta.

La brumosa luz diurna brillaba débilmente sobre el suelo desnudo y la escalera; sobre la armadura apostada, alabarda en mano, en el rellano; y sobre los cuadros colgados contra los amarillos tableros del friso de madera. Tan intenso era el batir de la lluvia a través de toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a descomponerse en numerosos sonidos distintos. Pasos y suspiros, el desfilar de regimientos en la distancia, el tintineo de monedas en el mostrador, y el crujido de puertas entreabiertas, parecieron mezclarse con el repicar de las gotas sobre la cúpula y el discurrir del agua por los canalones. La sensación de que no estaba solo se hizo más intensa, enloquecedora. Por todos lados se sentía acosado y rodeado por presencias. Las oyó moverse en las habitaciones superiores de la tienda; oyó al muerto poniéndose en pie; y empezó a subir la escalera con un gran esfuerzo, siguiendo obstinadamente a sus pies, que huían delante de él. Sólo con que fuera sordo, pensó, poseería tranquilamente su alma… Y luego, de nuevo, despierta su atención, se bendijo a sí mismo por aquel incansable sentido que velaba por él, poniendo un fiel centinela sobre su vida. Su cabeza giraba continuamente sobre su cuello; sus ojos, desorbitados, lo escrutaban todo. Los veinticuatro peldaños hasta el primer piso fueron veinticuatro agonías.

En aquel primer piso las puertas estaban entreabiertas, tres de ellas como tres emboscadas, sacudiendo sus nervios como los estampidos del cañón. Nunca podría volver a sentirse, pensó, suficientemente acorazado contra los observadores ojos de los hombres; deseaba encontrarse en su casa, rodeado de paredes, enterrado entre sábanas, invisible para todos menos para Dios. Y ante aquella idea se inquietó un poco, recordando historias de otros asesinos y el temor que se decía experimentaban a vengadores celestes. A él no podía sucederle eso. Él temía a las leyes de la naturaleza, las cuales, en su rígida inmutabilidad, podían conservar alguna acusadora evidencia de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso, alguna escisión en la continuidad de la experiencia del hombre, alguna intencionada ilegalidad de la naturaleza. Estaba empeñado en un juego de habilidad, que dependía de las reglas, calculando las consecuencias a partir de las causas. ¿Y si la naturaleza, como el derrotado tirano que vuelca el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su sucesión? Como había derrotado a Napoleón (según algunos escritores) cuando el invierno cambió la época de su aparición. Del mismo modo podía derrotar a Markheim; las sólidas paredes podían convertirse en transparentes y revelar lo que había detrás de ellas, como las de las abejas en una colmena de cristal; la casa podía derrumbarse y aprisionarle al lado del cadáver de su víctima; o podía declararse un incendio en la casa contigua, y los bomberos invadirían la vecindad. Esas eran las cosas que Markheim temía; y, hasta cierto punto, esas cosas podían ser llamadas las manos de Dios extendidas contra el pecado. Pero, en lo que respecta a Dios, Markheim estaba tranquilo; su acto era excepcional, sin duda, pero también lo eran las excusas que tenía para haberlo cometido, excusas que Dios conocía; era allí, y no entre los hombres, donde Markheim esperaba encontrar justicia.

Cuando hubo entrado en el salón, y cerró la puerta detrás de él, se sintió más seguro. La estancia estaba completamente desmantelada, sin alfombras, y llena de cajas de embalaje y de muebles incongruentes; varios espejos enormes, en los cuales Markheim se contempló a sí mismo desde diversos ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, con marco o sin él, en el suelo, apoyados contra la pared; un escritorio de madera finamente labrada, y un gran lecho antiguo, adornado con colgaduras. Las ventanas se abrían a la calle; pero, afortunadamente, los postigos estaban echados, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim se acercó al escritorio y empezó a buscar entre las llaves. Una elección difícil, ya que las llaves eran muchas. Además, podía darse el caso de que en el escritorio no hubiese nada, y el tiempo apremiaba. Pero el ocuparse en algo definido lo tranquilizó. Con el rabillo del ojo veía la puerta… incluso la miraba directamente, de cuando en cuando, como un comandante en jefe que se complace en asegurarse de la buena disposición de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. La lluvia cayendo en la calle sonaba natural y agradable. De pronto, al otro lado, las notas de un piano atacaron los primeros compases de un himno, y las voces de

numerosos niños rompieron a cantar. ¡Qué agradable era la melodía! ¡Cuán frescas las voces infantiles! Markheim tendió el oído, mientras probaba las llaves; y su mente se llenó de ideas y de imágenes: niños desfilando hacia la iglesia a los majestuosos acordes del órgano; niños en el campo, persiguiendo mariposas bajo un cielo salpicado de nubes fugitivas; y luego, otra cadencia del himno volvió a recordarle la iglesia, y la somnolencia de los días de verano, y la voz amable del párroco, y las tumbas del pequeño cementerio, y la lápida con los Diez Mandamientos en el presbiterio.

Mientras permanecía así sentado, a la vez ocupado y ausente, Markheim experimentó un repentino sobresalto que le hizo ponerse en pie de un salto. Un destello de hielo, un destello de fuego, un violento borbotón de sangre se abatieron sobre él, dejándolo traspuesto y tembloroso. Unos pasos se acercaron lenta e implacablemente, una mano se posó sobre el pomo de la puerta, la cerradura obedeció a una llave invisible, y la puerta se abrió.

El miedo mantenía inmovilizado a Markheim. No sabía lo que esperaba, si al muerto resucitado, o a los representantes de la justicia humana, o a algún testigo casual dispuesto a llevarlo al patíbulo. Pero cuando un rostro asomó por la abertura, lo miró, asintió y sonrió en amistoso reconocimiento, y la puerta volvió a cerrarse detrás de él, Markheim dio rienda suelta a su terror profiriendo un grito con voz enronquecida.

El visitante volvió a presentarse.

—¿Me llamabas? —preguntó, amablemente, entrando en la habitación y cerrando la puerta.

Markheim lo miró fijamente. Tal vez tenía una especie de velo delante de los ojos, ya que los contornos del recién llegado parecían cambiar y oscilar como los de las figurillas a la vacilante luz de la vela en la tienda; y a veces creía conocerlo; y a veces creía reconocerse a sí mismo en aquella figura; y siempre, con una sensación de indefinible horror, tenía la seguridad de que aquel ser no era de la tierra ni de Dios.

Y, sin embargo, aquel ser resultaba de lo más vulgar, de pie junto a la puerta, mirando a Markheim con una sonrisa en los labios.

—Estás buscando el dinero, supongo… —dijo, con la misma amabilidad.

Markheim no respondió.

—Debo advertirte —continuó el otro— que la sirvienta se ha separado de su novio más temprano que de costumbre y no tardará en llegar. Si te encuentran en esta casa, no necesito describirte las consecuencias.

—¿Me conoces? —gritó el asesino.

El visitante sonrió.

—Desde hace mucho tiempo has sido un favorito mío —dijo—. No he dejado de observarte, y a menudo he pensado en ayudarte.

—¿Quién eres? —gritó Markheim—. ¿El diablo?

—Lo que yo pueda ser —replicó el otro— no afecta al servicio que me propongo prestarte.

—¿Ayudarme tú? —exclamó Markheim—. ¡No, nunca! No me conoces todavía; gracias a Dios, no me conoces.

—Te conozco —replicó el visitante, con una especie de amable severidad—. Te conozco hasta el alma.

—¡Conocerme! —dijo Markheim—. ¿Quién puede conocerme? Mi vida ha sido un continuo engañarme a mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos los hombres son mejores que este disfraz que crece a su alrededor y acaba ahogándolos. Los verás arrastrados por la vida, como alguien a quien unos bravucones han atacado, cubriéndole la cabeza con una capa. Si tuvieran el control de sí mismos… si pudieras ver sus rostros, serían muy distintos, los verías como héroes y como santos. Yo soy peor que la mayoría; mi verdadera personalidad está más oculta; mi disculpa la conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría revelarme a mí mismo.

—¿A mis ojos? —inquirió el visitante.

—A los tuyos de un modo especial —replicó el asesino—. Suponía que eras inteligente. Creía, puesto que existes, que sabías leer en los corazones. Y, sin embargo, te propones juzgarme por mis actos…

Piensa en ello: ¡mis actos! Nací y he vivido en un país de gigantes; gigantes que me han arrastrado por las muñecas desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de la circunstancia. ¡Y tú quieres juzgarme por mis actos! ¿Acaso no puedes mirar hacia

dentro? ¿No puedes comprender que el mal me resulta odioso? ¿No puedes ver dentro de mí la clara escritura de mi conciencia, nunca borrosa, a pesar de que con demasiada frecuencia haya hecho caso omiso de ella? ¿No puedes reconocer en mí a un ejemplar que seguramente debe ser tan común como la humanidad: el pecador renuente?

—Todo eso está muy bien expresado —fue la respuesta—, pero no me afecta. No me interesa lo más mínimo el impulso que pueda haberte arrastrado en una dirección equivocada. Pero el tiempo vuela; la criada se demora, contemplando los rostros de la multitud y los objetos expuestos en los escaparates de las tiendas, pero cada vez está más cerca. Y no olvides que es como si el propio patíbulo avanzara hacia ti a través de las calles navideñas… Quiero ayudarte. Y, ¿quién lo sabe todo? Te diré dónde encontrarás el dinero.

—¿A qué precio? —preguntó Markheim.

—Te ofrezco el servicio como regalo de Navidad —respondió el otro.

Markheim no pudo evitar el sonreír con una especie de amargo triunfo.

—No —dijo—, no aceptaré nada de tus manos. Si estuviera muriendo de sed, y tu mano acercara el cántaro a mis labios, encontraría el valor necesario para rechazarlo. Puedo ser crédulo, pero no haré nada que me ate irrevocablemente a ti.

—Puedes arrepentirte en tu lecho de muerte —observó el visitante—. No me opongo.

—¿Porque no crees en la eficacia de ese arrepentimiento? —inquirió Markheim.

—Yo no diría eso —respondió el otro—. Pero yo miro esas cosas desde un ángulo distinto, y cuando la vida ha terminado cesa mi interés. El hombre ha vivido para servirme, para sembrar cizaña en el trigal… Cuando se acerca el fin, sólo puede añadir un acto de servicio: arrepentirse, morir sonriendo, y de este modo infundir confianza y esperanza a los más timoratos de mis seguidores supervivientes. No soy un amo tan severo. Ponme a prueba. Acepta mi ayuda. Complácete a ti mismo en la vida, como has hecho hasta ahora; complácete a ti mismo todavía más; y cuando la noche empiece a caer y las cortinas a correrse, te aseguro, para tu tranquilidad, que encontrarás fácilmente el modo de ponerte en paz con tu conciencia y con Dios. Yo llego ahora de uno de esos lechos de muerte, y la estancia estaba llena de deudos que experimentaban un sincero pesar y escuchaban las últimas palabras del hombre: y cuando miré aquel

rostro, que había sido tallado como un pedernal contra la misericordia, lo encontré sonriendo con esperanza.

—¿Y supones, por tanto, que soy uno de esos seres? —preguntó Markheim—. ¿Crees que no tengo más aspiraciones que pecar, pecar y pecar, y, al final, colarme subrepticiamente en el cielo? ¿Es esa tu experiencia del género humano? ¿O presumes tales bajezas porque me encuentras con las manos enrojecidas? ¿Acaso el delito de asesinato es tan impío como para secar las mismas fuentes del bien?

—Para mí, el asesinato no tiene ninguna categoría especial —replicó el otro—. Todos los pecados son asesinatos, puesto que toda vida es guerra. Yo contemplo a tu raza, como marineros muriéndose de hambre sobre una balsa, los unos alimentándose de las vidas de los otros. Yo sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todo que la última consecuencia es la muerte; y a mis ojos, la doncella que engaña a su madre a fin de poder asistir a un baile no es menos culpable que un asesino como tú. ¿He dicho que sigo los pecados? Sigo también las virtudes; no difieren entre ellos en el grosor de una uña: ambos son guadañas para el ángel de la Muerte. El mal, para el cual vivo yo, no consiste en la acción, sino en el carácter. El hombre malo es querido para mí; no el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguidos lo bastante lejos a través de la catarata de los siglos, encontraríamos quizá más gloriosos que los de las más raras virtudes. Y si te he ofrecido mi ayuda para escapar, no es porque hayas asesinado a un comerciante, sino porque eres Markheim.

—Te abriré mi corazón —respondió Markheim—. Este crimen que acabo de cometer será el último de mi vida. En el camino que me ha conducido a él he aprendido muchas lecciones; el mismo crimen ha sido una lección, una trascendental lección. Hasta ahora había sido arrastrado a pesar mío a lo que no deseaba; era un esclavo atado a la pobreza. Existen virtudes robustas que pueden sobrevivir en medio de esas tentaciones; la mía no era de esas: tenía sed de placeres. Pero hoy, y a consecuencia de mi acto, vaya obtener la riqueza y la decisión necesarias para ser yo mismo. Me convertiré en un actor libre sobre el escenario del mundo; empezaré a verme a mí mismo completamente cambiado, a considerar estas manos como los agentes del bien, con el corazón en paz. Algo llega hasta mí procedente del pasado; algo de lo que había soñado al oír el órgano de la iglesia, de lo que intuía al derramar lágrimas sobre las páginas de nobles libros, o al hablar, inocente chiquillo, con mi madre. He andado a la deriva unos cuantos años, pero ahora veo una vez más mi ciudad de destino.

—Piensas utilizar ese dinero en la Bolsa, ¿no? —dijo el visitante—. Y allí, si no me equivoco, has perdido ya algunos miles.

—Sí —asintió Markheim—. Pero esta vez tengo una cosa segura.

—Esta vez volverás a perder —afirmó el visitante.

—¡Pero conservaré la mitad! —exclamó Markheim.

—Y la perderás también —dijo el otro.

El sudor empezó a empapar la frente de Markheim.

—Entonces, ¿no puede haber salvación para mí? —gimió— ¿Me hundiré de nuevo en la pobreza, continuaré hasta el fin renunciando a lo mejor? El bien y el mal conviven en mí, presionándome en sentido contrario. No me inclino decisivamente por el uno ni por el otro. Puedo concebir grandes hazañas, renunciamientos, martirios; y aunque he incurrido en un delito tan enorme como el asesinato, la piedad no es extraña a mis pensamientos. Compadezco a los pobres, ¿quién conoce mejor que yo sus aflicciones? Los compadezco y los ayudo; aprecio el amor, amo la risa honesta; no existe ninguna cosa buena, ninguna cosa verdadera sobre la tierra que yo no ame con todo mi corazón. ¿Acaso mis vicios han de dirigir mi vida, y mis virtudes han de quedar sin efecto, como un trasto pasivo de la mente? No, el bien es asimismo un manantial de actos.

Pero el visitante levantó su dedo índice.

—Durante los treinta y seis años que has estado en el mundo —dijo—, a través de muchos cambios de fortuna y variedades de humor, te he contemplado hundirte cada vez más. Hace quince años, la idea de convertirte en un ladrón te hubiera sobresaltado. Hace tres años hubieras palidecido ante la posibilidad de que te llamaran asesino. Si existe algún delito, si existe alguna crueldad que ahora te repugne, dentro de cinco años tu repugnancia habrá desaparecido. Cada vez más hundido: sólo la muerte podrá detenerte en tu caída.

—No puedo negarlo —admitió Markheim—. Hasta cierto punto puedo decir que he cumplido con el mal. Pero así ocurre con todos: los mismos santos, en el simple ejercicio de vivir, van haciéndose menos delicados y se adaptan al tono de lo que les rodea.

—Te formularé una simple pregunta —dijo el otro—, y de acuerdo con tu respuesta te leeré tu horóscopo moral. Has ido transigiendo paulatinamente con el mal; es posible que tuvieras derecho a hacerlo; y, en cualquier caso, lo mismo les sucede a todos los hombres. Pero, aceptado esto, ¿hay algún aspecto particular del mal que te resulte más difícil de acomodar a tu conducta?

—¿Algún aspecto particular? —repitió Markheim, meditando unos instantes—. ¡No! —añadió con desesperación—. ¡Ninguno!

—Entonces —dijo el visitante—, conténtate con lo que eres, ya que nunca cambiarás; y las palabras de tu papel sobre este escenario están irrevocablemente escritas.

Markheim permaneció silencioso largo rato, y en realidad fue el visitante el primero en volver a hablar.

—Siendo así —dijo—, ¿te digo dónde está el dinero?

—¿Y el perdón? —gritó Markheim.

—¿Acaso no lo has intentado? —replicó el otro—. Hace dos o tres años, ¿no te vi sobre el estrado en asambleas religiosas, y no era tu voz la que más se oía al entonar los himnos?

—Es cierto —dijo Markheim—. Y ahora veo claramente cuál es mi obligación. Te agradezco las lecciones que acabas de darme; mis ojos están abiertos, y al fin me contemplo a mí mismo tal como soy.

En aquel momento, el agudo tintineo de la campanilla de la puerta resonó a través de la casa; y el visitante, como si la llamada fuera una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.

—¡La sirvienta! —gritó—. Ha regresado, tal como te había advertido, y ahora se abre ante ti un camino más difícil. Tienes que decirle que el dueño de la casa está enfermo; ábrele la puerta y ofrécele un semblante serio: nada de sonrisas… No te pases de la raya, y te prometo el éxito. Una vez que esté dentro y la puerta cerrada, actúa con la misma rapidez y destreza que utilizaste con el comerciante y te librarás del último peligro que se yergue delante de ti. Cuando hayas eliminado ese peligro, tendrás toda la tarde, toda la noche, si es necesario, para apoderarte de los tesoros de la casa y pensar en tu seguridad. Esta es una ayuda que llega a ti con la máscara del peligro. ¡Animo! —gritó— ¡Ánimo, amigo! Tu vida pende de un hilo. ¡Ánimo, y actúa!

Markheim miró fijamente a su consejero.

—Si estoy condenado a actos de maldad —dijo—, hay todavía una puerta abierta a la libertad: puedo renunciar a la acción. Si mi vida es equívoca, puedo renunciar a ella. Aunque sea presa fácil para toda tentación, puedo, mediante un gesto decisivo, ponerme fuera del alcance de todas ellas. Mi amor al bien está condenado a la

esterilidad; pero a pesar de ello conservo mi odio al mal; y ese odio sabrá inspirarme la energía y el valor que ahora necesito.

Las facciones del visitante se animaron y suavizaron con una expresión de triunfo reflejando un portentoso cambio y, mientras se animaban, se hicieron borrosas y se difuminaron. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o comprender la transformación. Abrió la puerta y descendió la escalera muy lentamente, entregado a sus pensamientos. Su pasado se presentó delante de él; lo contempló tal como era, feo y asfixiante como un sueño, una escena de derrota. La vida, tal como ahora la veía, había dejado de interesarle; pero en su extremo más lejano intuía la presencia de un puerto tranquilo para su barca.

Al llegar al pasillo, Markheim se detuvo y miró hacia el interior de la tienda, donde la vela continuaba ardiendo junto al muerto. Estaba extrañamente silenciosa. La campanilla de la puerta, repitiendo su impaciente clamor, rompió aquel silencio.

Markheim se enfrentó con la sirvienta en el umbral; en su rostro se dibujaba algo parecido a una sonrisa.

—Será mejor que vaya en busca de la policía —dijo— He asesinado a su amo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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