viernes, 14 de octubre de 2022

EL MARTILLO DE DIOS Gilbert K. Chesterton


 

EL MARTILLO DE DIOS

Gilbert K. Chesterton

El pequeño pueblo de Bohun Beacon estaba encaramado sobre una colina tan escarpada, que la alta aguja de su iglesia semejaba la cumbre de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego y llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a esta, en el cruce de dos calles empedradas, se alzaba «El Jabalí Azul», la única posada del pueblo. En esa bocacalle, al romper el alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos empezaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfred Bohun era un hombre muy devoto, y se dirigía, con la aurora, hacia algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso ni mucho menos, y, en traje de etiqueta, se hallaba sentado en el banco que se encuentra junto a la puerta de «El Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófico podría sin reparo considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era un hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su estandarte había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen una tradición caballeresca; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido bribones bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual que muchas antiguas familias, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y lechuguinos perversos, hasta que, según se murmuraba, se produjeron en la familia ciertos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal alto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio magnífico. Podría haber sido simplemente un hombre blondo y leonino, pero sus ojos azules, muy unidos en sus cuencas, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Poseía unos grandes bigotes amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, se le marcaban unos pliegues o surcos, de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre su traje llevaba un raro gabán amarillo pálido, tan ligero que parecía una bala, y echado sobre la nuca, un sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada al azar. Estaba orgulloso de su atuendo incongruente, porque se jactaba de hacerlo parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos amarillos y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que, más que amor de Dios, era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la

iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, más puro sin duda, de la misma enfermiza sed de belleza que arrojaba al otro hermano tras las mujeres y el vino. Este cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, la acusación provenía principalmente de una mala interpretación de su amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrarlo arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un solo momento se le ocurrió que el coronel estuviera interesado en la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como puritano, no pertenecía a su rebaño, Wilfred Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró el cobertizo de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, para hablar con él.

—Buenos días, Wilfred —dijo—. Aquí estoy, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfred, con la mirada fija en el suelo, contestó:

—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.

—Lo sé —dijo el otro riendo entre dientes—. Por eso, precisamente, vengo a buscarlo.

—Norman —dijo el clérigo, sin levantar la vista de las piedras de la calle—, ¿no has temido nunca que te alcance un rayo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el coronel—. ¿Te ha dado ahora la chifladura de la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfred, sin mirarlo— que si no has temido nunca que Dios te castigue en mitad de la calle.

—¡Ah, perdona! —dijo el coronel—. Ahora me doy cuenta de que tu manía es el folklore.

—Y la tuya es la blasfemia —repuso el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán motivos para temer a los hombres.

El coronel arqueó las cejas cortésmente.

—¿Temer a los hombres? —dijo.

—Barnes, el herrero —dijo el clérigo ásperamente—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.

Como esto era verdad, causó su efecto: en el rostro de su hermano, la línea de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, mostrando bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes caninos.

—En tal caso, mi querido Wilfred —dijo casi con indiferencia—, será prudente que el último de los Bohun se revista con parte de su armadura.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfred reconoció en el forro un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó su hermano alegremente—. Siempre tomo el sombrero que tengo más cerca, y lo mismo hago con las mujeres.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfred gravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y dicho esto siguió su camino hacia la iglesia, con la cabeza inclinada, santiguándose, como quien desea libertarse de un mal espíritu.

Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba escrito que aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños incidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figurilla arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta por donde entraba ya la luz del día. El cura, al verla, quedó muy sorprendido, porque aquel feligrés madrugador era nada menos que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, un infeliz incapaz de preocuparse de la iglesia ni de nada. Le llamaban Pepe Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una cara pálida, cabellos negros e híspidos y una boca siempre abierta. Al pasar junto al sacerdote, su cara bobalicona no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie lo había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían salir de sus labios?

Wilfred Bohun se quedó como clavado en el suelo durante un rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su disoluto hermano, que lo llamó, al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Por último, vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Pepe Loco, como quien seriamente tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus oraciones, para purificarse y mudar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía la virtud de calmar su ánimo. Era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Allí, el sacerdote empezó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa. Cada vez se sumergió más en las suaves y dulces tonos de zafiro y flores de plata del cielo de la vidriera.

Allí lo encontró Gibbs, el zapatero del pueblo, media hora más tarde, que venía a buscarlo muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarlo en aquel sitio. El remendón, en efecto, como ocurre en muchos pueblos, era ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Pepe Loco. Aquella era una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfred Bohun con cierta sequedad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y delataba una cierta simpatía.

—Perdóneme usted, señor —dijo—, pero nos ha parecido indebido que no lo supiera usted de una vez. Ha ocurrido algo horrible. El caso es que su hermano…

Wilfred juntó sus flacas manos y, sin poderse reprimir, exclamó:

—¿Qué nueva barbaridad ha hecho?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Mucho me temo que ya no puede, ni podrá, hacer nada. Ya ha terminado. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

El cura siguió al zapatero. Bajaron por una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a un nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo la tragedia. En el patio de la fragua, había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el médico, el

ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía se contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba aparte con esta, en voz baja. Ella, una magnífica mujer de cabellos de oro viejo, sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de etiqueta, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfred, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Wilfred Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, que era el médico de la familia, acudió a saludarlo, pero Wilfred no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano está muerto! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué horrible misterio es este?

Se produjo un siniestro silencio. Al fin, el remendón, que era el más atrevido de los presentes, dijo:

—Sí señor: algo horrible, pero misterio, no hay ninguno.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, pálido, el sacerdote.

—La cosa es clara —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como este, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No debemos prejuzgar nada —dijo nerviosamente el médico, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde confirmar las palabras de mister Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mister Gibbs dice que sólo hay un hombre en nuestro distrito capaz de haberlo dado. Yo diría que no hay ninguno.

Por el desmedrado cuerpo del cura pasó un estremecimiento de horror supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.

—Mister Bohun —continuó el médico en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo. Decir que el cráneo ha sido aplastado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han

entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas, sus ojos brillaban tristemente. Después prosiguió:

—Esto tiene por lo menos la ventaja de que deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquiera persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos dejaría en libertad enseguida, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió, obstinado, el remendón—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, que es también el que puede haberlo hecho. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?

—En Greenford —tartamudeó el cura.

—O tal vez en Francia —rezongó el zapatero.

—No, ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. En realidad, ahora viene por el camino.

El sacerdote no era un hombre de aspecto interesante. Tenía unos ásperos cabellos castaños y una cara redonda y vulgar. Pero ni que hubiese sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarlo. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto, por allá se acercaba, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, Simeón, el herrero. Era un hombre huesudo y gigantesco, de ojos profundos, negros, siniestros, y barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con los cuales charlaba tranquilamente, y aunque no era de índole alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —exclamó el ateo remendón—. ¡Y trae el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre al parecer cuerdo, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Tanto el cadáver tomo el martillo no han sido tocados.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de acero. Era uno tic los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos rubios.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, empezó a hablar, con voz algo opaca:

—No tenía razón mister Gibbs en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.

—¡Qué importa eso! —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes?

—Dejémoslo tranquilo —dijo el sacerdote con calma—. Él viene hacia aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford, que vienen a la capilla presbiteriana.

Mientras el sacerdote católico hablaba, el robusto herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, quedó inmóvil y el martillo cayó de su mano. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, salió a su encuentro.

—Yo no le pregunto, mister Barnes —dijo—, si sabe usted lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a decirlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda probar su inocencia. Pero me veo en la obligación de proceder a su arresto en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. A ellos toca probar. Todavía no está demostrado que ese cuerpo con la cabeza machacada sea el del coronel Bohun.

—Sobre eso no hay la menor duda —dijo el médico, aparte, al sacerdote—. En este asunto no entran para nada las historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mismo. Tenía hermosas manos, pero con una singularidad: que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que este es el coronel.

Echó una mirada al cadáver, que fue seguida por los ojos de hierro del inmóvil herrero y fueron a dar también al cadáver.

—¿Ha muerto el coronel Bohun? —dijo el herrero tranquilamente—. Entonces debe encontrarse ya en el infierno.

—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés. Porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él un rostro augusto de fanático.

—A vosotros, los infieles, os cuadra escurriros como zorras cuando las leyes del mundo os favorecen —dijo—. Pero Dios protege a su rebaño, como podréis comprobar hoy mismo.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.

—Que modere la Biblia el suyo, y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfred Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar; es usted quien puede tenerlos en hacerlo. Poco me importa salir del juicio limpio de mancha. Pero a usted le sabrá mal, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez, el robusto inspector miró al herrero con ojos iracundos. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular y pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó diciendo el herrero con grave lucidez—. Son unos honrados comerciantes de Greenford, a quienes todos conocen. Ellos jurarán que me han visto desde antes de medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que pueden jurar lo mismo. Si yo fuera un pagano, señor inspector, la dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada aquí o en el tribunal.

El inspector, algo desconcertado por primera vez, repuso:

—Naturalmente, preferiría que fuese ahora mismo.

El herrero cruzó el patio de la fragua a grandes zancadas y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, en efecto, eran también amigos de casi todos los presentes. Ambos dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda.

Cuando hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida para todos tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo cuadro.

Y entonces se produjo uno de esos silencios más extraños y angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Parece usted muy interesado en el martillo, padre Brown.

—Así es —contestó este—. ¿Por qué es tan pequeño el instrumento del crimen?

El médico volvió la cabeza.

—¡Cierto, por San Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a mano tantos martillos pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer audaz puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfred Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror, mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado. El médico continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen esos idiotas que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella…? Miren ustedes eso.

Y con un ademán, señaló a la mujer rubia, que seguía sentada en el banco. Finalmente había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfred Bohun hizo un vago gesto, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose de la manga algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle, dijo con su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos médicos. Su ciencia mental es estupenda, pero su ciencia física es completamente imposible. Estoy de acuerdo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los pudiera tener el mismo injuriado y también convengo en que una mujer prefiera un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí nos encontramos ante una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esa gente no se ha dado cuenta del caso. El coronel llevaba un casco de hierro debajo del sombrero; el golpe lo ha destrozado como si fuese de vidrio. Observe usted a esta mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio. De pronto, el médico dijo, malhumorado:

—Bueno, tal vez me engañe. Todo puede ser objetado. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a su alcance estos martillos, pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfred Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos y amarillos cabellos. Después, dejándolas caer de nuevo, dijo:

—Esa es la palabra que me hacía falta. Usted la ha pronunciado.

Y, dominándose, continuó:

—Usted ha dicho bien: «Sólo un idiota».

—Sí. ¿Y qué?

—En efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho —concluyó el sacerdote.

Los otros lo miraron con ojos llenos de sorpresa, mientras él proseguía con una agitación femenina y febril:

—Yo soy sacerdote, y un sacerdote no puede derramar sangre, no puede llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo claramente quién es el criminal, y es un criminal que no puede ser llevado a la horca.

—¿No lo denunciará? —preguntó el médico.

—Aunque lo denunciara no lo colgarían —contestó Wilfred con una sonrisa llena de extraña alegría—. Esta mañana, al venir a, la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Pepe Loco, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado, pero no es inverosímil suponer que sus oraciones debieron ser muy enmarañadas. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Pepe, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—¡Caramba! —exclamó el médico—. ¡Al fin se aclara el asunto! Pero, ¿cómo puede usted explicar…?

El reverendo Wilfred Bohun casi temblaba al sentirse tan cerca de la verdad.

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear el martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer ambas cosas. El martillo era pequeño, sí… No olvidemos que se trata de un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. En cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su arrebato, tiene la fuerza de diez hombres?

El médico, lanzando un profundo suspiro, dijo:

—¡Diablo! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando se hizo el silencio, dijo con el mayor respeto:

—Mister Bohun, la teoría que usted acaba de exponer es la única que tiene validez y es inatacable. Creo, por lo tanto, que, fundado en mi conocimiento de los hechos, he de manifestarle que es completamente falsa.

Dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este individuo parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el malhumorado médico al oído de Bohun—. Esos sacerdotes papistas son unos taimados.

—No, no —contestó Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el médico y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial en que figuraban el inspector y el herrero. Pero al disolverse, oyeron las voces de los otros. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al herrero que decía en voz alta:

—Creo que lo he convencido a usted, señor inspector. Como usted afirma, soy hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre setos y campos.

El inspector rió amistosamente y dijo:

—No, usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le pido que nos ayude a encontrar otro hombre tan robusto y fuerte como usted. ¡Por San Jorge! Usted podrá sernos muy útil, aunque sólo sea para agarrar al criminal. ¿No sospecha de nadie?

—Sí, tengo una sospecha, pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero. Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de esta su robusta mano, y añadió—: Tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspector, risueño—. ¿Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo?

—Creo que ningún ser de carne y hueso ha movido este martillo —contestó el herrero con voz ahogada—. Hablando en términos humanos, creo que ese hombre ha muerto solo.

Wilfred hizo un movimiento hacia adelante y miró al herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —intervino el zapatero con voz áspera—, que el martillo pudo saltar solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simeón—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que todos los domingos nos cuentan cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que, invisible, ronda todas las casas quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al seductor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfred, con una voz indescriptible, dijo entonces:

—Yo mismo dije a Norman que temiera el rayo de Dios.

—Ese agente queda fuera de nuestra jurisdicción —dijo el inspector, con una leve sonrisa.

—Pero usted no queda fuera de la de Dios —repuso el herrero—. No lo olvide.

Y volviendo su ancha espalda, entró en su casa.

El padre Brown, con aquella su amable y fácil manera, alejó de allí al conmovido Bohun.

—Vámonos de este terrible lugar, mister Bohun —le dijo—. ¿Puedo ver un poco de su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Nosotros nos interesamos mucho por las antiguas iglesias de Inglaterra.

Wilfred Bohun no pudo sonreír porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con un movimiento de cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el remendón anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por este lado.

Y lo condujo a la entrada lateral, donde sea abría la puerta con escalones que daba al patio. El padre Brown subía el primer peldaño, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del médico, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.

—Señor —dijo el médico ásperamente—, usted parece conocer algunos secretos de este feo asunto. ¿Puedo preguntarle por qué quiere guardárselos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Hay una buena razón para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.

—Lo escucho, señor —dijo el médico, sombríamente.

—Primero —dijo el padre Brown tranquilamente—, algo que le atañe a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trata de un

acto divino, sino en imaginarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, si no es que el hombre mismo, dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia, una de las leyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El médico, que lo contemplaba con torva atención, preguntó simplemente:

—¿Y el otro indicio?

—El otro indicio es este —contestó el sacerdote—. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la fantasía de que su martillo tuviera alas y hubiese venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el médico—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez—. Pues esa fantástica suposición es la más cercana a la verdad de cuantas se han propuesto.

Dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfred lo había estado esperando, pálido, como si esta ligera tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo directamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. El pequeño sacerdote católico lo vio y admiró todo, hablando alegremente, aunque en voz queda. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfred bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en vez de bajar, trepó con la agilidad de un mono y, desde arriba, se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, mister Bohun. El aire le sentará a usted bien. Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colina del pueblo, cubierta de bosques hasta el término rojizo del horizonte y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un pequeño cuadrado blanco, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas y el cadáver yacía semejante a una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.

Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una rapidez vertiginosa y mortal. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la considere, siempre parece despeñarse, precipitarse como un caballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía elevarse hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo mudo. Aquellos dos hombres se encontraban solos frente al aspecto más terrible del gótico: la contracción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las pequeñas cosas y la pequeñez de las grandes; un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, parecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo se convertía en un dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La vieja iglesia, enorme y rica como una catedral, parecía asentarse sobre aquellos campos asoleados como un aguacero.

—Creo que andar por estas alturas, aunque sea para rezar, es peligroso —dijo el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir entonces que uno puede caer? —preguntó Wilfred.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, puede caer el alma —contestó el padre Brown.

—No comprendo lo que dice —contestó Bohun en voz baja.

—Piense usted, por ejemplo, en el herrero, —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, inflexible. Su religión escocesa nació de los hombres que rezaban en lo alto de las montañas y riscos, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo.

La humildad es la madre de los gigantes. Se ven grandes cosas desde los valles. Pero desde la cumbre todo se ve pequeño.

—Pero él…, él no lo hizo —dijo Bohun, temblando.

—No —contestó el otro con un acento singular—. Bien sabemos que no fue él.

Después de unos instantes, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:

—Conocí a un hombre que empezó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos, de los campanarios y chapiteles. Una vez en estos altos lugares, donde el mundo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también empezó a girar, y se figuraba ser Dios.

Y así, aunque ese hombre era bueno, cometió un gran crimen.

Wilfred tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azulosas.

—Ese hombre creyó que le era dado juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido pensar tal cosa si hubiese tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Y distinguió a uno, justamente debajo de él, faroleando muy orgulloso, y que llevaba sombrero verde… ¡Era un insecto ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido hasta que el padre Brown continuó:

—También le tentó otra cosa, a saber: el hecho de tener a su alcance uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de gravedad, esa energía loca y vertiginosa en la cual todas las criaturas de la naturaleza vuelan hacia el corazón de la tierra al ser soltadas. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le arrojara una piedrecita desde este punto, en el momento en que lo alcanzase llevaría la fuerza de una bala. Si le dejara caer un martillo, aunque fuese un martillo pequeño…

Wilfred Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, pero el padre Brown lo agarró por el cuello.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos llenos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—. Por consiguiente, todos los diablos se hallan dentro de mi corazón. Escúcheme usted… —Y, tras una corta pausa, prosiguió:

—Sé lo que usted ha hecho, o, por lo menos, adivino una buena parte de ello. Cuando se separó de su hermano, estaba poseído de una ira no injustificada, al extremo que cogió usted al pasar un martillito, presa del deseo sordo de matarlo en el mismo sitio del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y entró en la iglesia. Estuvo rezando en varios lugares, sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel, en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo. Algo estalló entonces dentro de su alma, y dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfred se llevó una de sus delgadas manos a la cabeza y preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es una cosa de sentido común! —contestó el otro con una leve sonrisa—. Pero sígame usted escuchando. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no daré ni uno más: sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, le contestaré que me sobran razones, pero sólo hay una que le concierne a usted. Lo dejo en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no permitió que se acusara del crimen al herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a su mujer, que también era fácil. Usted trató de echar la culpa al idiota, porque sabía que este no podría sufrir el castigo. Tengo por oficio propio encontrar tales vislumbres de salvación en los asesinos. Y ahora, baje usted a la aldea, y haga usted lo que quiera, puesto que es más libre que el viento. Yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron por la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol Wilfred Bohun levantó cuidadosamente la aldaba de la puerta de madera del patio y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

miércoles, 12 de octubre de 2022

CAFÉ VESANIA PRESENTA LA NOVELA: EL HACEDOR DE SOMBRAS. EDITORIAL COSTA RICA 2022.




 CAFÉ VESANIA PRESENTA: NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS. ECR.2022.

VÍDEO.

https://www.youtube.com/watch?v=Os6-ubi6vzE


LA USURERA Fiodor Dostoievski (Fragmento de la novela: CRIMEN Y CASTIGO).





 LA USURERA

Fiodor Dostoievski

Llegó al cuarto piso sin cruzarse con nadie, y se detuvo ante la puerta de Alena Ivanovna, donde se puso a reflexionar. El cuarto de enfrente estaba desocupado. En el tercero, la habitación situada precisamente por debajo del cuarto de la vieja, se hallaba también vacía, según todas las apariencias: la tarjeta que antes había en la puerta, no estaba, los inquilinos se habían ido… Raskolnikoff se ahogaba. Vaciló un momento. «¿No sería mejor que me fuera?». Pero sin responder a esa pregunta, se puso a escuchar: no oyó ningún ruido en casa de la vieja; en la escalera el mismo silencio. Después de escuchar durante un largo rato, el joven echó una mirada en torno y palpó nuevamente su hacha. «¿No estaré demasiado pálido? —pensó—. ¿No se notará mi agitación? Esa mujer es muy desconfiada. Debiera esperar hasta calmarme». Pero, lejos de calmarse, su corazón latía cada vez con más violencia. No pudo contenerse más, y extendiendo lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla, tiró de él. Al cabo de medio minuto llamó de nuevo, con más fuerza. Ninguna respuesta; golpear la puerta hubiera sido inútil y hasta imprudente. Era seguro que la vieja estaba en casa; pero su desconfianza debía incrementarse cuando estaba sola. Raskolnikoff conocía ciertas costumbres de Alena Ivanovna. De nuevo aplicó el oído a la puerta. A pesar de que la excitación le agudizaba las sensaciones, el ruido no era fácilmente perceptible.

Sea como fuere, le pareció oír que una mano se apoyaba con precaución en la cerradura; escuchaba, esforzándose por disimular su presencia. No queriendo parecer que se ocultaba, el joven llamó por tercera vez pero suavemente para no denunciar su impaciencia. Aquel instante dejó a Raskolnikoff un recuerdo imborrable. Cuando, después, pensaba en ello, no acertaba a explicarse cómo había podido desplegar tanta astucia precisamente en el momento en que su emoción era tal que le quitaba el uso de sus facultades intelectuales y físicas. Al cabo de un instante oyó que descorrían el cerrojo.

Raskolnikoff vio entreabrirse la puerta lentamente y por la estrecha abertura dos ojos muy brillantes se fijaban en él con expresión de desconfianza. Entonces le abandonó su sangre fría y cometió una falta que hubiera podido dar al traste con todo.

Temiendo que Alena Ivanovna tuviese miedo de encontrarse sola con un visitante de aspecto poco tranquilizador, tiró de la puerta con violencia hacia sí para que la vieja no procurase cerrarla. La usurera no intentó siquiera hacerlo, pero no quitó la mano de la cerradura, de manera que faltó poco para que cayera de bruces en el descansillo, hacia donde se abría la puerta. Como Alena Ivanovna permanecía de pie en el umbral para no dejar el paso libre, el joven avanzó hacia ella. Aterrada la vieja dio un salto hacia atrás; pero no pudo pronunciar una palabra y miró a Raskolnikoff abriendo los ojos desmesuradamente.

—Buenas tardes, Alena Ivanovna —dijo él con el tono más natural que pudo; pero en vano trataba de fingir; su voz era entrecortada y temblorosa—; traigo una cosa, pero entremos: para examinarlo hay que verlo a la luz…

Y sin esperara que lo invitaran, penetró en la habitación. La vieja se le acercó vivamente; ya se le había desanudado la lengua.

—¡Señor!… ¿Qué quiere usted, quién es usted, qué se le ofrece?

—¡Vamos, Alena Ivánovna!; usted me conoce muy bien… Soy Raskolnikoff; tenga usted paciencia. Vengo a empeñar esta alhaja de la que le hablé el otro día —y le alargó el paquete.

Alena Ivanovna iba a examinarlo, cuando de repente cambió de idea, y levantando los ojos dirigió una mirada penetrante, irritada y desconfiada sobre aquel importuno que se le metía casa con tan poca ceremonia; Raskolnikoff hasta creyó advertir cierta especie de burla, en los ojos de la vieja, como si esta lo hubiese adivinado todo. Se daba cuenta el joven de que perdía la serenidad, de que tenía casi miedo, de que si la vieja seguía escrutándolo, iba, sin duda, a echar a correr.

—¿Por qué me mira usted de ese modo, como si no me conociese? —dijo él irritándose a su vez—. Si usted quiere esto, lo toma, si no, lo deja; iré a otra parte con ello; es inútil que me haga usted perder el tiempo.

Se le escaparon estas palabras sin que las hubiera premeditado.

El lenguaje resuelto del visitante tranquilizó a la usurera.

—¿Qué prisa hay, batuchka? ¿Qué es eso? —preguntó mirando el paquete.

—Una cigarrera de plata; ya se lo dije a usted la otra tarde.

La vieja extendió la mano.

—¡Qué pálido está usted! ¿Está usted malo, batuchka?

—Tengo fiebre —respondió con voz brusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?…

Cuando uno no tiene qué comer… —acabó de decir, no sin esfuerzo—, le abandonan las fuerzas.

La respuesta parecía verosímil; la vieja tomó el paquete.

—¿Qué es esto? —preguntó por segunda vez, y tanteando el peso de la prenda, miró fijamente a su interlocutor.

—Una petaca de plata… mírela usted.

—Cualquiera diría que no es plata… ¡Oh, cómo la han atado!

En tanto que Alena Ivanovna hacía esfuerzos por desatar el hilo, se había aproximado a la luz. (Todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor sofocante que hacía). En esta posición daba la espalda a Raskolnikoff, y durante algunos segundos no se ocupó en él. El joven se desabrochó el gabán y separó el hacha del nudo corredizo; pero sin sacarla todavía, se limitó a tenerla con la mano derecha debajo del sobretodo. Sentía una terrible debilidad en todos sus miembros. Comprendía que cada instante que pasaba su debilidad iba en aumento; temía que se le escapase el hacha de la mano, y le parecía que todo le daba vueltas en su derredor.

—¿Pero qué hay aquí dentro? —gritó coléricamente Alena Ivanovna, e hizo un movimiento en dirección a Raskolnikoff.

No había tiempo que perder. Sacó el joven el hacha de debajo del gabán, la levantó con las dos manos casi maquinalmente, porque no tenía fuerzas, y la dejo caer sobre la cabeza de la vieja. De repente, en cuanto hubo dado el golpe, sintió Raskolnikoff que reencontraba toda su energía física.

Alena Ivanovna, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises y escasos, y, como siempre, untados de aceite, los recogía, formando trenzas, en la nuca con un trozo de peineta de cuerno. El golpe dio precisamente en la coronilla, a lo cual contribuyó la escasa estatura de la victima. La usurera lanzó un grito débil y cayó desplomada teniendo, sin embargo, todavía fuerzas para llevarse los brazos a la cabeza. En una de las manos conservaba la «prenda». Entonces Raskolnikoff que, como hemos dicho, había recobrado todo su vigor, asestó dos nuevos hachazos en el occipucio de la vieja. La sangre brotó a chorros y el cuerpo quedó exánime. El joven se echó hacia atrás y en cuanto vio a la anciana sin movimiento se inclinó para mirarla: estaba muerta; los ojos, desmesuradamente abiertos, parecían salirse de las órbitas, y las convulsiones de la agonía daban a su rostro la expresión de una horrible muerte.

El asesino dejó el hacha en el suelo e inmediatamente se puso a registrar el cadáver, tomando todo género de precauciones para no mancharse de sangre. Se acordaba de

haber visto la última vez a Alena Ivanovna buscar las llaves en el bolsillo derecho de su vestido. Se hallaba en plena posesión de su inteligencia. No experimentaba ni aturdimiento ni vértigos; pero seguían temblándole las manos. Más tarde recordó que había sido muy prudente, y que había puesto mucho cuidado en no mancharse. No tardó en encontrar las llaves. Como el día anterior, estaban todas reunidas en un anillo de acero.

Después de haberse apoderado de ellas, Raskolnikoff entró en la alcoba. Era esta muy pequeña, y había en ella un estante lleno de imágenes piadosas; en el otro lado, una gran cama muy limpia con una colcha, de seda almohadillada y hecha con pedazos cosidos. En la otra pared, una cómoda. Cosa extraña; apenas hubo comenzado el joven a servirse de las llaves para abrir este mueble, le recorrió el cuerpo un escalofrío. Estuvo tentado de renunciar a todo y marcharse; por esta idea duró sólo un momento; era demasiado tarde para retroceder.

Hasta llegó a sonreírse de haber podido pensarlo, cuando, de repente, sintió una terrible inquietud: ¿si por acaso la vieja no estuviera muerta y recobrase el sentido? Dejando las llaves en la cómoda, acudió vivamente cerca del cuerpo, tomó el hacha y se dispuso a dar otro golpe a su víctima; pero el arma, ya levantada no cayó; no había duda que Alena Ivnovna estaba muerta. Inclinándose de nuevo sobre ella, para examinarla mas de cerca, Raskolnikoff se convenció de que la mujer tenía el cráneo partido. En el suelo se había formado un lago de sangre. Viendo de improviso que la vieja tenía un cordón al cuello, el joven tiró de él violentamente; pero el cordón ensangrentado era recio y no se rompió.

El asesino trató entonces de quitárselo. Haciendo que se deslizase a lo largo del cuerpo; pero no fue mas afortunado en esta segunda tentativa; el cordón encontró un obstáculo y no pasaba. Impaciente, Raskolnikoff blandió el hacha, pronto a descargarla sobre el cadáver para cortar con el mismo golpe aquel maldito cordón. Sin embargo, no pudo resolverse a proceder con aquella brutalidad. Al cabo, después de dos minutos de esfuerzos que le pusieron rojas las manos, logró cortar el cordón con el filo del hacha, sin herir el cuerpo de la muerta. Como había supuesto, lo que la vieja llevaba al cuello era una bolsa. También estaban sujetas al cordón una medallita esmaltada y dos cruces, la una de madera de ciprés, la otra de cobre. La bolsa, grasienta (un saquito de piel de camello), estaba completamente llena. Raskolnikoff se la metió en el bolsillo sin mirar lo que contenía; arrojó las cruces sobre el pecho de la vieja, y tomando el hacha volvió a entrar con ella apresuradamente en la alcoba.

La impaciencia le devoraba, y puso manos a la obra para desvalijar la estancia; pero sus tentativas para abrir la cómoda eran infructuosas, no tanto por el temblor de sus

manos, como por sus continuas torpezas. Veía, por ejemplo, que tal llave no era de la cerradura, y se obstinaba, sin embargo, en hacerla entrar.

De pronto, se acordó de una conjetura que había hecho en su anterior visita: aquella gruesa llave que estaba con las otras pequeñas en la anilla de acero, debía de ser no de la cómoda, si no de alguna caja donde la vieja tenía acaso encerrados todos sus valores. Sin ocuparse más de la cómoda, miró bajo la cama, sabiendo que los viejos tienen la costumbre de ocultar allí sus tesoros. En efecto, había un cofre de poco más de un medio metro de largo y cubierto de cuero rojo. La llave dentellada entraba perfectamente en la cerradura. Cuando Raskolnikoff levantó la tapa, vio colocados sobre un trapo blanco un abrigo forrado de piel de liebre con guarnición roja, debajo del abrigo una falda de seda y después un chal; el fondo parecía contener solamente trapos el joven. Comenzó por secarse las manos ensangrentadas en la guarnición roja. «Sobre lo rojo, la sangre se conocerá, menos». De pronto pareció como que volvía en sí: «¡Señor! ¿Me habré vuelto loco?», murmuró con terror.

Pero apenas empezó a registrar aquellas ropas, cuando de debajo de la piel se deslizó un reloj de oro. En vista de esto, revolvió de arriba abajo el contenido del cofre. Entre los vestidos se hallaban objetos de oro, sin duda traídos a empeñar ante la usurera: brazaletes, cadenas, pendientes, alfileres de corbata, etcétera; los unos encerrados en sus estuches, los otros anudados con una cinta y envueltos en un pedazo de periódico doblado.

Raskolnikoff no vaciló; metió mano a todas estas alhajas y se llenó los bolsillos del pantalón y del gabán sin abrir los estuches ni deshacer los paquetes; pero de pronto fue interrumpido en esta maniobra. En la habitación donde estaba la vieja sonaron pasos. Se detuvo helado de terror. Pero el ruido había cesado, el joven empezaba a creer que había sido engañado por una alucinación de su oído, cuando de súbito percibió, distintamente, un ligero grito o más bien un gemido débil y entrecortado. Al cabo de uno o dos minutos todo volvió a quedar en un silencio de muerte. Raskolnikoff, sentado en el suelo, cerca del cofre, esperaba respirando apenas. De repente dio un salto, tomó el hacha y se lanzó fuera de la alcoba.

En medio de la sala, Isabel, con un gran bulto en las manos; contemplaba aterrorizada el cadáver de su hermana y, pálida como la cera, parecía no tener fuerzas para gritar ante la brusca aparición del asesino. Comenzó a temblar, trató de levantar el brazo, de abrir la boca; pero no pudo dar un ni grito, y caminando hacia atrás lentamente con la mirada fija en Raskolnikoff, fue a refugiarse en un rincón de la sala. La pobre mujer hizo esto sin gritar, como si le faltase el aliento. El asesino se lanzó sobre

ella con el hacha levantada; los labios de la infeliz tomaron la expresión lastimera que suelen tomar los niños pequeños cuando están espantados.

Tal horror sentía la desdichada, que aunque vio que el hacha se levantaba sobre ella, no pensó ni aun en defender la cara, llevándose las manos a la cabeza con un movimiento maquinal que sugiere en semejantes casos el instinto de conservación. Apenas si levantó el brazo izquierdo, extendiéndolo lentamente en dirección del agresor, que descargó sobre Isabel un golpe terrible. El hierro del hacha penetró en el cráneo, hendió toda la parte superior de la frente y llegó casi hasta el occipucio: Isabel cayó rígida, muerta. Sin saber lo que hacía, Raskolnikoff tomó el paquete que la víctima tenía en la mano; después lo tiró y salió al vestíbulo.

Estaba aterrado a causa de aquel nuevo asesinato que no había sido premeditado por él. Quería desaparecer cuanto antes. Si hubiese podido comprender mejor las cosas; si hubiese calculado todas las dificultades de su situación, si la hubiera previsto tan desesperada, tan horrible, tan absurda, como era; si hubiera comprendido bien los obstáculos que le quedaban por vencer, quizá los crímenes que perpetró para huir de aquella casa y regresar a la suya… probablemente habría renunciado a la lucha para correr a denunciarse; y no por cobardía, sino por horror de lo que había hecho. Esta impresión le iba dominando. Por nada del mundo se habría aproximado al cofre ni entrado en la alcoba. Poco a poco, sin embargo, comenzaron a surgir en su espíritu otros pensamientos, y cayó en una especie de delirio. Por momentos, el asesino parecía olvidarse de sí mismo, o más bien, de olvidar lo principal, para fijarse en lo insignificante. Una mirada dirigida a la cocina le hizo descubrir un cubo medio lleno de agua, y se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. A causa de la sangre tenía pegajosas las manos. Después de haber metido el hierro del arma en el agua, tomó un pedazo de jabón que había en el vano de la ventana y comenzó a refregarse las manos. Cuando se las hubo lavado, enjugó el hierro del hacha y enseguida empleó tres minutos en enjabonar el mango, para hacer desaparecer las salpicaduras de sangre y luego lo secó con un paño de cocina que estaba colgado en una cuerda. Hecho esto, se aproximó a la ventana y examinó atenta y detenidamente el hacha. Las huellas acusadoras habían desaparecido; pero el mango estaba húmedo. Raskolnikoff ocultó cuidadosamente el arma bajo su gabán, colocándola en el nudo corredizo; después hizo una inspección minuciosa de su ropa con todo el cuidado que le permitía la débil luz que iluminaba la cocina. A primera vista el pantalón y el gabán no tenían nada de sospechoso; pero en los zapatos observó algunas manchas; las limpió con un trapo humedecido en agua.

No obstante, estas precauciones no le tranquilizaban más que a medias, porque veía mal y comprendía que podían pasarle inadvertidas algunas manchas. Permaneció irresoluto en medio de la sala bajo la influencia de pensamientos sombríos y

angustiosos: el pensamiento de que se volvía loco, de que en aquel momento era incapaz de tomar una determinación ni de velar por su seguridad y de que su manera de proceder no era la que convenía en las circunstancias presentes…

—¡Dios mío, debo irme, irme enseguida! —murmuró y se lanzó al vestíbulo, en donde lo esperaba un susto mayor de los que hasta entonces había experimentado. Se quedó inmóvil, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos: la puerta del cuarto, la puerta exterior que daba al descansillo, la misma a la que él había llamado hacía poco, por la cual había entrado, estaba abierta: hasta este momento había permanecido entreabierta: acaso por precaución, la vieja, ni había dado vuelta a la llave ni echado el cerrojo. ¡Pero Dios mío! El joven había visto a Isabel. ¿Cómo no se le ocurrió que la vendedora había entrado por la puerta? No había podido entrar en el cuarto a través de la pared.

Cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Pero no; no es eso lo qué debo hacer. Debo partir, huir inmediatamente.

Descorrió el cerrojo, y tras abrir la puerta, se puso a escuchar largo rato los sonidos de la escalera. Abajo, probablemente en la puerta de calle, dos voces ruidosas se insultaban. Esperó impacientemente. Por último, callaron las voces; los dos alborotadores se habían ido cada cual por su lado. Iba ya el joven a salir cuando en el piso inferior se abrió con estrépito una puerta y alguien empezó a bajar, tarareando una canción. ¿Qué les pasaba a esta gente para armar tanto ruido? Cerró de nuevo la puerta, esperando otra vez dentro del cuarto. Finalmente se restableció el silencio; pero en el instante en que Raskolnicoff se disponía a bajar, percibió un nuevo rumor.

Eran pasos todavía distantes, que resonaban en los primeros peldaños de la escalera; sin embargo, en cuanto empezó a oírlos, adivinó la verdad: «Vienen aquí, al cuarto piso, a casa de la vieja».

¿De dónde provenía aquel presentimiento? ¿Qué tenía de significativo el ruido de aquellos pasos? Eran pesados, regulares, y más bien lentos que ligeros…

Ya él ha llegado al primer piso… se le oye cada vez mejor… resuella como un asmático… ya llega al tercer piso… ¡aquí!

Y Raskolnikoff experimentó súbitamente una parálisis general, como ocurre en una pesadilla cuando uno se cree perseguido por varios enemigos: están apunto de alcanzaros, os van a matar y os quedáis como clavados en el suelo, imposibilitados de moveros.

El desconocido comenzaba a subir el tramo del cuarto piso.

Raskolnikoff, a quien el espanto había tenido inmóvil en el descansillo, pudo por último, sacudir su estupor y entrando apresuradamente en el cuarto cerró la puerta y corrió el cerrojo teniendo cuidado de hacer el menor ruido posible. El instinto, más bien que el razonamiento, le guió en estas circunstancias. Empuñó el hacha, se arrimó a la puerta y se puso a escuchar. Ya el visitante estaba en el descansillo.

No había entre los dos hombres más que el espesor de una puerta. El desconocido se encontraba frente a frente de Raskolnicoff, en la situación en que este se había encontrado respecto de la vieja.

El visitante respiró varias veces con fatiga.

«Debe ser grueso y alto», pensó el joven, aferrando con la mano el mango del hacha. Todo aquello parecía un sueño. Al cabo de un momento, el visitante dio un fuerte campanillazo. Quizás creyó percibir cierto ruido en la sala. Durante algunos segundos escuchó atentamente; llamó después de nuevo, esperó todavía un poco, y de pronto, perdida la paciencia, se puso a sacudir la puerta con todas sus fuerzas. Raskolnikoff contemplaba con terror el cerrojo que temblaba en su ajuste; temía verlo saltar de un momento a otro. Pensó sujetar el cerrojo con la mano; pero el hombre hubiera podido desconfiar. La cabeza comenzaba a írsele de nuevo. «¡Estoy perdido!», se dijo; sin embargo, recobró súbitamente ánimos, cuando el desconocido rompió el silencio.

—¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ¡Malditas mujeres! —murmuraba en voz baja el visitante— ¡Eh, Alena Ivanovna, vieja bruja! ¡Isabel Ivanovna, belleza indescriptible! ¡Abrid!

Exasperado, llamó diez veces seguidas lo más fuerte que pudo. Sin duda aquel hombre tenía confianza en la casa y dictaba en ella la ley.

Así pensaba Raskolnikoff cuando, de improviso, sonaron en la escalera pasos ligeros y rápidos. Era, sin duda, otro que subía al cuarto piso.

—¿Es posible que no haya nadie? —dijo una voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que continuaba tirando de la campanilla—. ¡Buenas tardes, Koch!

Por el timbre de la voz comprendió Rakolnikoff que era un jovenzuelo.

—¡El demonio lo sabe; poco ha faltado para que haya saltado la cerradura! —respondió Koch—; ¿pero usted, cómo me conoce?

—¡Vaya una pregunta! ¿No le gané a usted anteayer en el café Gambrinus tres partidas seguidas de billar?

—¡Ah!

—¿De modo que no hay más remedio que marcharse? ¿Qué hacer? ¡Y yo que venía a pedirle dinero prestado! —exclamó el joven.

—En efecto; no hay más remedio que marcharse. Pero no comprendo por qué no está la bruja en casa habiéndome dado una cita. ¡Pues hay una buena caminata de aquí a mi casa! ¿Y a dónde demonios habrá ido? Esta bruja no se mueve en todo el año, puede decirse que echó raíces en su casa, tiene malas piernas… ¡y de repente se va de parranda!

—Podíamos preguntarle al portero.

—¿Para qué?

—¡Toma, para saber a dónde ha ido y cuando volverá!

—¡Hum… preguntar!… ¡pero si no sale nunca! —y tiró del cordón de la campanilla—. ¡Vaya, es inútil, hay que marcharse!

—¡Espere usted! —grito de repente el joven—. Fíjese, vea usted como resiste la puerta cuando se tira de ella.

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¡Mire usted, mire como suena!

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que una, por lo menos, está en casa. Si las dos hubieran salido, habrían cerrado la puerta por fuera con llave, y claro es que no hubieran podido echar el cerrojo, por dentro. Repare usted el ruido que hace. Es evidente que para pasar el cerrojo tiene que estar en la casa. ¿Comprende usted? De modo, que están dentro y no quieren abrir.

—¡Pues es verdad! —exclamó Koch asombrado—. ¿De manera que están ahí?

Y se puso a sacudir furiosamente la puerta.

—No siga usted —dijo el joven—; aquí pasa algo extraordinario… Usted ha llamado… ha sacudido la puerta con todas sus fuerzas y ellas no abren; luego o están desmayadas o…

—¿Qué?

—Hay que llamar al dvornik para que las despierte.

—¡Buena idea!

Los dos empezaron a bajar.

—Espere usted, quédese aquí; iré yo a buscar al dvornik.

—¿Para qué me he de quedar?

—¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?

—Está bien.

—Verá usted; yo me dispongo a ser juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente, evidentísimo.

Y así diciendo el joven bajó de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

Cuando se quedó solo, Koch llamó otra vez, pero suavemente; después se puso con aire distraído a empujar el botón de la cerradura para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada nada más con cerrojo. Luego, resoplando como un fuelle, se bajó para mirar por el ojo de la llave, pero esta estaba puesta por dentro, de modo que no pudo ver nada.

En pie, del otro lado de la puerta, estaba Raskolnikoff con el hacha en la mano y dispuesto a deshacer el cráneo del primero que osara asomar la cabeza. Más de una vez, oyendo a los dos curiosos hurgar en la puerta y concertarse entre sí, estuvo a punto de acabar de una vez y de interpelarlos, pero sin abrir. Por momentos sentía deseos de injuriarlos, de insultarlos, de abrir la puerta para hacerles entrar y matarlos a ambos. «Mejor será que acabe cuanto antes» —pensaba.

—¡Qué diablo! ¡No sube nadie! —se dijo Koch, comenzando a perder la paciencia—. ¡Qué diablo! —volvió a decir, y fastidiado de esperar abandonó su puesto para bajar en busca del joven.

Poco a poco dejó de oírse el ruido de sus botas, que resonaban pesadamente en la escalera.

¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Raskolnikoff descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la casa, y, por otra parte, incapaz de reflexionar en aquel momento, salió, cerró detrás de sí lo mejor que pudo, y empezó a bajar la escalera.

Había descendido ya muchos escalones, cuando se produjo abajo un gran estrépito. ¿Dónde ocultarse? No había medio de esconderse en ninguna parte, y volvió a subir apresuradamente.

—¡Eh, pardiez, espera, aguarda!

El que lanzaba estas voces acababa de salir de un cuarto situado en los pisos inferiores y bajaba a saltos gritando.

—¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡El demonio se lleve a ese loco!

La distancia no permitió oír más. El hombre que profería aquellas exclamaciones estaba ya lejos de la casa. El silencio se restableció; pero apenas había cesado esta alarma cuando sucedió otra. Varios individuos que hablaban entre sí en voz alta subían tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikoff reconoció la voz chillona del joven estudiante.

—Son ellos —se dijo, y sin procurar ya escapar, se fue derechamente a su encuentro—. Ocurra lo que quiera —añadió—. Si me detienen, todo ha terminado; y si me dejan escapar, también, porque se acordarán de haberme visto en la escalera.

Iba ya a reunirse con ellos, pues sólo les separaba un piso, cuando de repente vio la salvación. A pocos escalones delante de él, a la derecha, había un cuarto desalquilado, completamente abierto, el mismo donde trabajaban los pintores; pero, como si lo hubieran hecho adrede, estos acababan de dejarlo.

Eran, sin duda, los que un momento antes habían salido vociferando. Se veía que la pintura estaba todavía fresca; en medio de la sala habían dejado los obreros sus útiles, una cubeta, un cacharro con pintura y una brocha. En un abrir y cerrar de ojos,

Raskolnikoff se escurrió en el cuarto desalquilado y se arrimó cuanto pudo a la pared. Y era tiempo: sus perseguidores llegaban al descansillo; pero, sin detenerse subieron al cuarto piso, hablando ruidosamente. Después de cerciorarse de que se habían alejado un poco, el asesino salió de puntillas y descendió precipitadamente. Nadie en la escalera, nadie en el patio. Atravesó rápidamente el umbral, y una vez en la calle dobló la esquina de la izquierda.

Comprendía perfectamente que los que le buscaban habían llegado en aquel momento a la puerta del cuarto de la vieja, quedándose estupefactos al verla abierta.

—Indudablemente están examinando los cadáveres —se decía—; sin duda les bastará un minuto para adivinar que el asesino ha logrado escapar; sospecharán, quizá, que se ha escondido en el cuarto desalquilado del segundo piso cuando ellos subían al de la usurera.

Pero, a pesar de hacerse estas reflexiones, no se atrevía a apresurar el paso, aunque estaba aún lejos de la primera esquina.

—¿Si me deslizara en un portal, en alguna calle extraviada y esperase allí un momento? No, malo. ¿Si fuese a arrojar el hacha en cualquier parte? ¿Si tomara un coche? ¡Malo, malo!

Al cabo se ofreció ante sus ojos un pereulok y se metió en él más muerto que vivo. Allí estaba casi a salvo; así lo comprendió. Era difícil que las sospechas cayeran sobre él. Por otra parte, era fácil no llamar la atención en medio de los paseantes; pero de tal manera aquellas angustias le habían debilitado, que apenas podía sostenerse en pie. Por la cara le corrían gruesas gotas de sudor y tenía empapado el cuello.

—¡Buena la has tomado! —le gritó, al desembocar el canal, uno que le creyó borracho.

No se daba cuenta de nada; cuánto más andaba, más se oscurecían sus ideas. No obstante, cuando llegó al muelle del Neva, se asustó al ver tan poca gente, y temiendo que reparasen en él en un lugar tan solitario, se volvió otra vez al pereulok; y aunque apenas tenía fuerzas de andar, dio un largo rodeo para volver a su domicilio.

Al franquear el umbral no había recobrado aún su presencia de espíritu; a lo menos, hasta que llegó a mitad de la escalera no se acordó de que llevaba todavía el hacha. La cuestión que tenía que resolver era muy grave: se trataba de dejar el hacha donde la había tomado, sin llamar en lo más mínimo la atención. Si hubiera estado más tranquilo

habría comprendido, de seguro, que en vez de dejar el arma en su antigua ubicación, hubiera sido mucho mejor deshacerse de ella arrojándola en cualquier corral. Sin embargo, todo le resultó a maravilla: la puerta del dvornik estaba cerrada, pero sin llave, lo cual hacía suponer que el portero no se había ausentado; pero Raskolnikoff, incapaz en aquel instante de discurrir ni de combinar su plan, se fue derecho a la puerta y la abrió. Si el portero le hubiese preguntado: «¿Qué quiere usted?», quizá el joven le habría entregado sencillamente el hacha; pero esta vez, como la anterior, el dvornik había salido, lo que le permitió a Raskolnikoff colocar el hacha debajo del banco, en el sitio donde la había encontrado. Enseguida subió la escalera y llegó a su habitación sin tropezarse con nadie; la puerta del cuarto de la patrona estaba cerrada. Cuando entró en su cuarto se echó vestido en el diván, y aunque no se durmió, quedó en estado inconsciente. Si hubiese entrado alguien en su habitación, habríase levantado bruscamente gritando despavorido. Mil ideas distintas le hormigueaban en el cerebro.

martes, 11 de octubre de 2022

UN ASESINATO Antón Chejov


 

UN ASESINATO

Antón Chejov

Una noche, una chica de trece años llamada Varka mece a un niño en la cuna mientras le canta con voz queda:

Duerme, niño bonito.

Duerme, que viene el cuco…

Una pequeña lámpara verde encendida ante el icono alumbra con luz incierta. Unos pañales y un pantalón cuelgan de una cuerda que atraviesa la habitación. La bombilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por un viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de legumbres.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene mucho sueño. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran y, por más que intenta evitarlo, cabecea. Apenas puede mover los labios, y siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler. Balbucea: Duerme, niño bonito…

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta del hogar. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy; la cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, sus patrones le pegarían.

La lámpara verde está a punto de apagarse. El círculo de luz en el techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido flotan vagos ensueños.

La muchacha ve correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrer esas visiones y entonces Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con bultos a la espalda y sombras. A uno y a otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto las sombras y los caminantes con los bultos se tienden en el lodo.

—¿Para qué hacéis eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posadas en los alambres del telégrafo, se empeñan en despertarlos. Varka canturrea entre sueños: Duerme, niño bonito…

Momentos después sueña que está en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué enfermedad— que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

—Bu-bu-bu-bu-bu…

La madre de Varka corre a la casa del patrón a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

—¡Encended la luz! —dice.

—¡Bu-bu-bu! —responde Efim rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando fósforos. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que está enfermo?

—¡Me ha llegado la hora, doctor! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones…

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás como te curas…

—Gracias, doctor, pero bien sé yo que no hay remedio… Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella…

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el director y él te recibirá. ¡Pero enseguida, enseguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

—Bu-bu-bu-bu…

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue su marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

Duerme, niño bonito…

A Varka le parece su propia voz la voz que canta. Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice: —¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Que esté en su santa gloria!… El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca.

Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka que, cuando su amo se va, vuelve a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con bultos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también, pero su madre que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —imploró la madre a los caminantes—. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!

—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka— ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad; no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, de pie, Varka, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka toma al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo, para despabilarse, pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso irresistible.

—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre a buscar leña al granero. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentada.

Lleva la leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, pero su patrona la interrumpe con una nueva orden: —¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse, pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, para evitar que los cosas que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces al granero. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, pelando papas. Su cabeza se inclina, sin que lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir…

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que siente como de madera, y sonríe de un modo, estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Aquella noche hay una visita.

—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama. El samovar es muy pequeño y, para que todos puedan tomar té, hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

—¡Varka, abraza al niño! —es la última orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverse el cerebro en una niebla.

Duerme, niño bonito…

canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta…

El niño grita como un condenado. Está a punto de ahogarse.

Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes que llevan bultos, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno de ella. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa, y no saca nada en limpio. Sin aliento ya, mira el círculo verde, las sombras… En este momento oye gritar al niño, y se dice: «este es el enemigo que me impide vivir».

El enemigo es el niño.

Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorta en esa idea, se levanta y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse pronto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.

Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con silenciosos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.

Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño, se pone azul, a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda dormida, con un sueño profundo.

lunes, 10 de octubre de 2022

LA BÚSQUEDA DE LA DESCONOCIDA Alphonse Allais



 LA BÚSQUEDA DE LA DESCONOCIDA

Alphonse Allais

Cuando aconsejamos a los jóvenes, nunca insistiremos demasiado sobre los peligros que comportan los actos de violencia mal calculados o los crímenes cometidos a la ligera. El cuentito que conocerán, estimados señoras y señores, será una brillante demostración de esta tesis.

Cierto buen muchacho —pues, a pesar de su naturaleza impulsiva era un buen muchacho— asistía una mañana a los funerales de una dama difunta, la esposa de uno de sus amigos.

De naturaleza poco mística, sólo aportaba a la celebración del servicio fúnebre un alma impiadosa, templada aun por una vaga impaciencia.

De pronto…

Eh, ¡no sonriáis malignos, los malpensados! ¿Quién sabe si ese fenómeno no os acecha a la vuelta de la esquina?

De pronto…

Como el cielo, el corazón tiene sus meteoros, sus cometas, sus fulgores.

De pronto, nuestro amigo sufrió un flechazo, justo en el centro de su aparato sentimental-cardíaco.

A dos pasos de él, en la parte izquierda de la nave, destinada a las damas, acababa de descubrir a la más encantadora de las criaturas que el buen Dios había regalado a nuestro planeta.

Con gusto la describiría, pero se me ocurre tiempo perdido.

Por lo demás, no habiéndola visto nunca, no sé si era linda o fea, joven o vieja, si tenía los ojos rubios, morenos o pelirrojos, y los cabellos azules, verdes o violetas.

Además, ¿qué importa?

Lo esencial es resaltar que el pobre muchacho se enamoró de ella a primera vista.

—He aquí una mujer —pensó aunque no tuvo el coraje de decírselo a sí mismo— he aquí una mujer sin la cual desde ahora la vida será para mí la nada más atroz.

Y se juró averiguar quien era, y al saberlo, casarse con ella, hacerla suya, de inmediato. ¿Y si fuera casada? Y bueno, entonces, ¡haría desaparecer al inoportuno!

Terminada la misa, mientras en el atrio el pobre viudo estrechaba, entre todas las manos, también la de nuestro amigo, la desconocida desapareció.

¡La desconocida desapareció!

Allí, en el atrio, alelado, tocado por el amor, fulminado por la súbita pasión, el hombre quedó anhelante, desesperado, escudriñando, rehusando creer en su desgracia. Hasta la noche se quedó esperando, embargado por no sé qué locura, a la espera de que la desconocida reapareciera, y se echara en sus brazos diciendo: «¡Yo también te quiero, partamos para las islas jónicas!».

Cayó la noche más negra.

A la mañana siguiente, el día amaneció también negro, y luego, todo continuó igual…

Fueron vanas las investigaciones que hizo el pobre desgraciado, a fin de encontrarla…

No pudiendo aguantar más, llegó a los peores extremos de la desesperación y se dijo a sí mismo, con frío lenguaje:

—Esa mujer vino a los funerales de la esposa de mi amigo… es, por lo tanto, una amiga de la familia… Si mi amigo muriera, sin duda ella asistiría también a sus exequias… Así pues, mataré a mi amigo y volveré a verla.

Mató a su amigo, pero no volvió a ver a la desconocida.

La policía lo arrestó por homicida y algunos meses más tarde un juez, lo más campante, lo condenó a muerte.

Feliz por desembarazarse de una vida ya sin sentido, él caminaba alegremente hacia la guillotina, cuando, de pronto, ¡lanzó un grito! Gracias a una autorización especial, raramente concedida, una joven mujer se encontraba entre el público privilegiado con un permiso para acercarse al patíbulo.

¡Su desconocida!

Pero ya era tarde.

sábado, 8 de octubre de 2022

VENDETTA Guy de Maupassant



VENDETTA

Guy de Maupassant

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casucha de las afueras. La ciudad, construida en una saliente de la montaña que en algunos puntos cae a pico sobre el mar, domina, por la parte más rocosa y erizada de escollos, la costa de Cerdeña, de la cual está separada por una lengua de agua. A sus pies, rodeándola completamente como un gigantesco pasadizo, una hendidura de la escarpada costa le sirve de puerto, en el cual se recogen barquitos de pescadores italianos o sardos y, cada quince días, el viejo vapor desvencijado que lleva el correo a Ajaccio.

Sobre la montaña blancuzca destacan las viviendas blanquísimas, como nidos colgados en la roca. El viento azota sin descanso la costa virgen de toda vegetación, los penachos de espuma que sin cesar rompen sobre los picos de las rocas parecen lienzos flotantes.

La pobre casa de la viuda de Saverini, construida en el borde mismo de la costa escarpada, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte agreste y miserable.

La mujer vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Ligera», grandota y flaca, de pelo áspero y crecido, cruzada de mastín. Con esa perra iba de caza el muchacho.

Una tarde, y después de una disputa, fue asesinado Antonio Saverini traidoramente con un cuchillo por Nicolás Ravolatti, el cual huyó aquella misma noche a Cerdeña.

Cuando la madre vio el cuerpo de su hijo que le llevaron unos hombres, lloró, pero estuvo largo rato mirándolo fijamente; después, tendiendo su mano derecha sobre el cadáver, juró vengarse. No consintió que nadie le hiciera compañía, y encerróse aquella noche con su hijo muerto y con su perra Ligera en la pobre casa.

Aullaba el animal sin descanso al pie del lecho, con la cabeza tendida hacia su amo y la cola escondida entre las patas. No se movía. Tampoco la madre se movía; inclinada sobre su hijo, lo miraba con los ojos muy abiertos, y lloraba silenciosamente. El cadáver, vestido con un traje de paño burdo rasgado en el pecho, parecía dormir; pero en todo su cuerpo había rastros de sangre: sobre la camisa, en el chaleco, en los pantalones, en la cara y en las manos. Cuajarones de sangre se hallaban prendidos en la barba y el pelo.

Entre sollozos, la pobre madre habló por fin. Al oírla cesó de aullar la perra.

—Yo te vengaré; te vengaré, hijo mío. Duerme, duerme; tu madre te vengará. ¿Oyes? Tu madre te lo promete y siempre te ha cumplido sus promesas. Ya lo sabes.

Y lentamente, inclinándose más, posaba sus labios fríos en los labios muertos.

Entonces Ligera gemía de nuevo, con un aullido monótono, desgarrador, terrible.

Así estuvieron la mujer y el animal junto al cadáver, hasta que se hizo de día.

Enterrado Antonio Saverini, se habló algo de su muerte, pero muy pronto a nadie preocupó aquel asunto, porque no tenía más familia que su madre; ni hermanos, ni siquiera primos.

Ningún hombre que pudiera vengarle; pero su madre se lo había propuesto.

La infeliz mujer, desde la puerta de su casa, veía un punto blanco al otro lado del mar, sobre la costa. Era el pueblo de Longosardo, donde se refugian los criminales corsos que forman el núcleo más importante de la población, frente a las costas de su patria, mientras llega el momento de volver. En ese pueblo se había refugiado también Ravolati, y la madre de Saverini lo sabía.

Sola desde que Dios amanece, con la mirada perdida a lo lejos, pensaba en vengarse. ¿Cómo? Enferma, casi moribunda, ¿qué hacer? Lo había prometido, lo había jurado en presencia del cadáver. No podía olvidarlo, pero tampoco podía esperar auxilio de nadie. ¿Qué hacer? No descansaba, obstinándose, buscando un médico. La perra dormía echada junto a la mujer, o aullaba con el cuello extendido.

Desde que su amo desapareció, ladraba con frecuencia como si quisiera llamarle, como si quisiera decirle que guardaba su recuerdo.

Una tarde, oyendo aullar a Ligera, la madre concibió una idea salvaje, feroz y vengativa. Meditó hasta la mañana siguiente; levantóse al amanecer y se lúe a la iglesia. Rezó arrodillada en el suelo; postrada para recibir las bendiciones de Dios, le rogó que la compadeciera y ayudara dando a su pobre cuerpo consumido energía bastante para resistir hasta que pudiera vengar a su Antonio.

Tenía en el patio un tonel viejo que servía para recoger el agua del canalón y, de regreso en su casa, lo vació, lo volcó, lo afirmó entre piedras. Después de atar la perra en aquel tabuco, se retiró al interior de la casa.

Recorría sin descanso las habitaciones y, al pasar junto a las ventanas miraba siempre hacia Cerdeña. En aquella costa vivía el asesino.

La perra ladró todo el día y toda la noche. La mujer le dio agua, pero agua solamente; ni un pedazo de pan. Ligera, extenuada, se durmió. Al otro día sus ojos brillaban, su pelo se erizaba, y furiosamente sacudía su cadena.

La mujer no dejó de darle agua, pero ni un pedazo de pan.

Al tercer día fue a casa de un vecino para pedirle por favor dos sacos de paja, con la que rellenó ropas viejas de su marido. Quedó hecho un muñeco, y lo ató a una estaca bien fijada en el suelo, después de ponerle, una cabeza de trapo.

La perra, sorprendida, miró al hombre de paja sin ladrar, dominada por el hambre.

La mujer compró una morcilla negra que, puesta sobre las brasas, con su olor excitó a la perra, que ladraba y saltaba para verse libre.

Después cosió fuertemente la morcilla entorno del cuello del muñeco, y cuando lo hubo asegurado soltó al hambriento animal.

De un salto formidable se abalanzó Ligera al cuello del muñeco, y con ferocidad mordisqueaba la morcilla. No pudiendo arrancarla, tomó un nuevo impulso y saltó por segunda vez, deshaciendo a dentelladas el corbatín del hombre.

La mujer, inmóvil y muda miraba muy atentamente. Luego, ató al animal en el tonel que le servía de caseta, y lo tuvo en ayunas otros dos días, al cabo de los cuales, repitió aquel extraño ejercicio.

Durante algunos meses Ligera se acostumbró a conquistar su escaso alimento en esa especie de lucha, tirando fieras dentelladas. Ya no la tenía sujeta y a un gesto de la mujer, el animal se lanzaba contra el muñeco.

Aprendió a desgarrarle, a devorarle sin que tuviese prendido al cuello ningún comestible. Y después de haber achuchado a Ligera contra el muñeco, la mujer premiaba con una golosina la rapidez y la violencia del ataque.

En cuanto veía a un hombre de lejos, Ligera, estremecida, miraba con inquietud, esperando la orden de su ama: un «¡a él!» pronunciado con aguda vocecilla y con el dedo alzado.

Creyendo llegada la ocasión oportuna, la mujer confesó y comulgó un domingo por la mañana, con un fervor extático. Después vistióse con un traje de hombre y trató con un pescador sardo para que, de regreso, la llevara, en su lancha.

En una bolsa puso un gran pedazo de morcilla. Ligera estaba en ayunas desde el día anterior, y la mujer, de cuando en cuando, la dejaba olfatear la bolsa, para exasperar el apetito.

Pasaron de Córcega a Cerdeña y entraron en Longosardo. La mujer cojeaba; en una panadería preguntó por la casa de Nicolás Ravolati. Este, que trabajaba en su oficio de carpintero, estaba solo en su taller.

Ella le llamó desde la puerta:

—¡Eh! ¡Nicolás!

El carpintero volvió la cabeza, y entonces la mujer, soltando a Ligera, gritó:

—¡A él! ¡A él! ¡Destrózale!

Hambriento, exasperado, el animal arrojóse a la garganta del hombre que no pudo huir ni defenderse. Cayó al suelo y alzó las manos; durante unos momentos intentó defenderse, luchar; pero muy pronto quedóse inmóvil, mientras Ligera le destrozaba el cuello arrancándole a mordiscos la garganta.

Dos vecinos, que se hallaban sentados a la puerta de su casa, recordaron al día siguiente haber visto salir de la carpintería a un viejecillo caduco y a un perro, el cual recibía de su amo unos trozos de morcilla negra.

La mujer, de regreso a su casa, durmió aquella noche muy tranquila.

viernes, 7 de octubre de 2022

Annie Ernaux El acontecimiento (Fragmento. Novela).

 

En octubre de 1963, cuando Annie Ernaux se halla en Ruán estudiando filología, descubre que está embarazada. Desde el primer momento no le cabe la menor duda de que no quiere tener esa criatura no deseada. En una sociedad en la que se penaliza el aborto con prisión y multa, se encuentra sola; hasta su pareja se desentiende del asunto. Además del desamparo y la discriminación por parte de una sociedad que le vuelve la espalda, queda la lucha frente al profundo horror y dolor de un aborto clandestino.

 



 Annie Ernaux

 

 El acontecimiento

 

 

 

 


 

Este es mi doble deseo: que el acontecimiento pase a ser escritura y que la escritura sea un acontecimiento.

MICHEL LEIRIS

Quizá la memoria solo consista en mirar las cosas hasta el final…

YÜKO TSUSHIMA


Me bajé en Barbès. Como la última vez, un grupo de hombres esperaba en el andén del metro aéreo. La gente avanzaba por la estación con bolsas de color rosa de los grandes almacenes Tati. Salí al Boulevard Magenta. Reconocí los almacenes Billy, con los anoraks expuestos en la calle. Una mujer avanzaba hacia mí con sus robustas piernas cubiertas con unas medias negras de grandes dibujos. La Rue Ambroise-Paré estaba casi desierta hasta las inmediaciones del hospital. Recorrí el largo pasillo abovedado del pabellón Elisa. La primera vez no me había fijado en el quiosco de música que había en el patio que se extendía al otro lado del pasillo acristalado. Me pregunté cómo vería todo aquello después, al irme. Empujé la puerta quince y subí los dos pisos. Entregué mi número en la recepción del servicio de medicina preventiva. La mujer buscó en un fichero y sacó un sobre de papel Kraft que contenía unos papeles. Tendí la mano para alcanzarlo, pero no me lo dio. Lo puso encima de la mesa y me dijo que me sentara, que ya me llamarían.

La sala de espera consistía en dos compartimentos contiguos. Elegí el más cercano a la puerta de la consulta del médico, que era también donde más gente había. Empecé a corregir los exámenes que me había llevado conmigo. Justo después de mí, llegó una chica muy joven, rubia y con el pelo largo. Entregó su número. Comprobé que a ella tampoco le daban el sobre y que también le decían que ya la llamarían. Cuando entré en la sala, ya había tres personas esperando: un hombre de unos treinta años, vestido a la última moda y con una ligera calvicie; un joven negro con un walkman, y un hombre de unos cincuenta años con el rostro marcado, hundido en su asiento. Después de la chica rubia, llegó un cuarto hombre que se sentó con determinación y sacó un libro de su cartera. Después una pareja: ella con mallas y tripa de embarazada; y él, con traje y corbata.

Encima de la mesa no había una sola revista, solo prospectos sobre la necesidad de comer productos lácteos y sobre «cómo vivir siendo seropositivo». La mujer de la pareja hablaba con su compañero, se levantaba, le rodeaba con los brazos, le acariciaba. La chica rubia sostenía la cazadora de cuero doblada sobre las rodillas. Mantenía los ojos bajos, casi cerrados; parecía petrificada. A sus pies había dejado una gran bolsa de viaje y una mochila pequeña. Me pregunté si tendría más razones que los demás para estar asustada. Quizá viniera a buscar el resultado de la prueba antes de irse de fin de semana o de volver a casa de sus padres, fuera de la capital. La doctora salió de la consulta. Era una mujer joven y delgada, petulante, con una falda rosa y medias negras. Dijo un número. Nadie se movió. Correspondía a alguien del compartimento de al lado, un chico que pasó rápidamente. Solo vi sus gafas y su cola de caballo.

Llamaron al joven negro y después a otras personas del compartimento de al lado. Nadie hablaba ni se movía, salvo la mujer embarazada. Solo alzábamos los ojos cuando la doctora aparecía en la puerta de la consulta o cuando alguien salía de ella. Le seguíamos con la mirada.

El teléfono sonó varias veces: era gente que pedía hora o información sobre los horarios. En una ocasión, la recepcionista fue a buscar a un biólogo para que hablara con la persona que llamaba. El hombre se puso al teléfono y dijo: «No, la cantidad es normal, completamente normal». Las palabras resonaban en el silencio. La persona al otro lado del teléfono debía de ser seropositiva.

Había acabado de corregir los exámenes. Me venía una y otra vez a la cabeza la misma escena borrosa de aquel sábado y de aquel domingo de julio: los movimientos del amor, la eyaculación. Debido a esa escena, olvidada durante meses, me encontraba ahora ahí. El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me parecían una danza mortal. Era como si aquel hombre, a quien había aceptado volver a ver con desgana, hubiera vuelto de Italia solo para contagiarme el sida. Sin embargo, no conseguía establecer una relación entre aquello (los gestos, la tibieza de la piel y del esperma) y el hecho de encontrarme en ese lugar. Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación con nada.

La doctora dijo mi número en voz alta. Antes incluso de que yo entrara en la consulta me dirigió una gran sonrisa. Lo interpreté como una buena señal. Al cerrar la puerta me dijo enseguida: «Ha dado negativo». Me eché a reír. Lo que dijo durante el resto de la entrevista ya no me interesó. Tenía una expresión feliz y cómplice.

Bajé la escalera a toda velocidad y rehíce el trayecto en sentido inverso sin fijarme en nada. Me dije que, una vez más, estaba a salvo. Me hubiera gustado saber si la chica rubia también lo estaba. En la estación de Barbès, la gente se amontonaba a ambos lados de la vía. Aquí y allá se veía el color rosa de las bolsas de Tati.

Me di cuenta de que había vivido ese momento en el hospital Lariboisière de la misma forma que en 1963 había esperado el veredicto del doctor N.: inmersa en el mismo horror y en la misma incredulidad. Mi vida, pues, ocurre entre el método Ogino y el preservativo a un franco de las máquinas expendedoras. Es una buena manera de medirla, más segura incluso que otras.

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  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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