domingo, 2 de octubre de 2022

SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA Marcel Proust



SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA

Marcel Proust

Cuando murió el padre del señor Van Blarenberghe, hace unos meses, recordé que mi madre había conocido mucho a su mujer. Tras la muerte de mis padres yo soy (en un sentido que estaría fuera de lugar precisar ahora y aquí) menos yo mismo, ante todo hijo de ellos. Sin alejarme de mis propios amigos, cada vez tengo más voluntad de acercarme a los amigos de ellos. Y las cartas que escribo ahora en su mayoría son las que, creo, hubieran escrito ellos, que ya no pueden escribir, y que yo escribo en el lugar de ellos, felicitaciones, pésames sobre todo a amigos de ellos que con frecuencia ni siquiera conozco. Así pues, cuando la señora Van Blarenberghe perdió al marido, quise testimoniarle la tristeza que mis padres hubieran sentido. Recordé que, hace ya bastantes años, en casa de amigos comunes, había comido con el hijo. Y a él le escribí, por así decirlo, en nombre de mis padres muertos, más que en el mío propio. Recibí en respuesta la hermosa carta que sigue, llena de un gran amor filial. He creído que semejante testimonio, con el significado que recibió del drama que tan cerca habría de seguirle, y con el significado que este le aporta, ha de ser hecho público. He aquí esa carta:

Timbrieux, Joselin (Morbihan).

24 de septiembre de 1906.

Siento mucho, estimado señor, no haber podido agradecerle antes la simpatía que, ante mi dolor, Ud. me expresara. Quiera Ud. excusarme por ello; la pena ha sido tal que, por consejo de mis médicos, no he hecho sino viajar sin pausa. Sólo ahora retomo, con gran tristeza, mi ordinaria vida. Aunque tardíamente, quiero expresarle cuán sensible he sido al fiel recuerdo que Ud. ha guardado de nuestras antiguas y excelentes relaciones; así como a los sentimientos que lo llevaron a comunicarse conmigo, y con mi madre, en nombre de sus mayores, tan prematuramente desaparecidos. No he tenido personalmente el honor de conocerlos más que mínimamente, pero sé cuánto apreciaba mi padre al suyo, y qué placer sentía mi madre cada vez que se encontraba con la señora de Proust. Encuentro extremadamente sensible y delicado que Ud. nos haya enviado, en nombre de ellos, un mensaje de ultratumba.

Próximamente regresaré a París y, si consigo superar la sed de aislamiento que me ha provocado la desaparición de la persona que hasta ahora acaparaba todo el interés de mi vida, y que era toda mi alegría, me agradaría mucho estrechar su mano y conversar con Ud. sobre tiempos idos.

Suyo con todo afecto,

H. van Blarenberghe

Esa carta me conmovió mucho, me apiadé de quien así sufría, me apiadé de él y también lo envidié: tenía aún a su madre para consolarse, consolándola. Y si no respondí a los intentos que él hacía para verme fue porque materialmente estaba impedido de hacerlo. Pero, sobre todo, esa carta cambió, en un sentido simpático, el recuerdo que yo conservaba de él. Las buenas relaciones a las que hacía alusión en la

carta eran en realidad relaciones banales, mundanas. Yo casi no había tenido ocasión de hablar con él en la mesa en la que comimos juntos, pero la extrema distinción espiritual de los dueños de casa era una garantía segura de que Henri van Blarenberghe, bajo la apariencia un poco convencional y quizás representativa de su medio, significativa de su propia personalidad, escondía una naturaleza original y viva. Por lo demás, entre esas extrañas instantáneas de la memoria que nuestro cerebro, tan pequeño y tan vasto, almacena en número prodigioso, si busco, entre aquellas en las que figura Henri van Blarenberghe, la instantánea que me parece más neta, aparece siempre un rostro sonriente, sonriente sobre todo la mirada, que él tenía singularmente fina, la boca aún entreabierta tras haber lanzado una fina réplica. Agradable y muy distinguido, es así como lo «vuelvo a ver» como se dice con razón. Nuestros ojos intervienen más de lo que se cree en esa exploración activa del pasado que llamamos recuerdo. Si usted, en el momento en que su pensamiento va en busca de algo pasado para fijarlo, devolverlo un momento a la vida, mira los ojos de aquel que hace un esfuerzo para recordar, verá que inmediatamente se han vaciado de las formas que los rodean y que hace sólo un instante reflejaban. «Tienes una mirada ausente, estás en otro lado», decimos, y sin embargo, no vemos el otro lado del fenómeno, que entonces, se consuma en el pensamiento. Los ojos más bellos del mundo ya no nos tocan por su belleza, ya no son más que, para retomar una expresión de H. G. Wells, «máquinas para explorar el Tiempo», telescopios de lo invisible, que alcanzan un objetivo cada vez más lejano a medida que se envejece. Sentimos entonces, ante la venda que el recuerdo nos pone a través de la fatiga, que la mirada nos introduce adaptaciones a tiempos tan diversos, con frecuencia muy lejanos; por la mirada avejentada de los viejos, sabemos que su trayectoria, atravesando «la sombra de los hornos» vividos, va a aterrizar, algunos pasos delante de ellos, en realidad, cincuenta o sesenta años antes. Yo recuerdo de qué modo los encantadores ojos de la princesa Matilde cambiaban su belleza, cuando ellos se fijaban sobre una u otra imagen que habían depositado ellos mismos sobre su retina y en su recuerdo tales grandes hombres, tales grandes espectáculos del comienzo del siglo, y era esta imagen la que emanaba de ellos, la que ella veía y la que nosotros no veremos nunca. Yo experimentaba entonces una sensación sobrenatural en esos momentos en los que mi mirada reencontraba la de ella que, a través de una línea corta y misteriosa, en una actividad de resurrección, unía el presente con el pasado.

Agradable y distinguido, decía, era así como yo volvía a ver a Henri de Blarenberghe en una de las mejores imágenes que mi memoria ha conservado de él. Pero, tras haber recibido esa carta, retomaba esa imagen del fondo de mi recuerdo, interpretando, en el sentido de una sensibilidad más profunda, de una mentalidad menos mundana, ciertos elementos de la mirada o de los rasgos que pudieran en efecto conllevar una acepción más interesante y generosa que aquella en la cual me había detenido. En fin, habiéndole pedido hacía poco informaciones sobre un empleado de los

Ferrocarriles del Estado (el señor van Blarenberghe era presidente del Concejo de Administración de los mismos) por quien un amigo mío se interesaba, recibí de él la siguiente respuesta que, escrita el 12 de enero último, no me llegó, debido a un cambio de domicilio, hasta el 17 de enero, no hace aún quince días, menos de ocho días antes del drama:

Calle Bienfaisance, 48.

12 de enero, 1907.

Estimado señor: me he informado en la Compañía Férrea del Este sobre la persona del Sr… y su eventual domicilio. No se ha encontrado nada. Si está Ud. seguro del nombre, quien lo llevaba ha desparecido de la Compañía sin dejar trazas; no ha de haber estado ligado a ella sino de una manera provisoria y accesoria.

Me apenan las noticias que Ud. me brinda sobre el estado de su salud tras la muerte tan prematura y cruel de sus padres. Si ello puede ser un consuelo para Ud., le diré que, yo también, estoy mal física y moralmente por el quebrantamiento que me ha causado la muerte de mi padre. Pero… hay que esperar siempre… No sé lo que me reservará el año 1907, pero esperemos que el mismo nos traiga a uno y a otro alguna mejora, y que dentro de algunos meses podamos vernos.

Reciba, le ruego, el sentimiento de mi simpatía.

H. van Blarenberghe.

Cinco o seis días después de haber recibido esa carta, recordé, al despertar, que debía contestarla. Hacía uno de esos fríos inesperados, que son como las «grandes mareas» del cielo, y que traspasaban todos los diques que las grandes ciudades erigen entre nosotros y la naturaleza que viene a golpear a nuestras ventanas cerradas, penetrando hasta nuestros dormitorios, haciendo sentir a nuestras temblorosas espaldas, con un contacto vivificante, el regreso ofensivo de las fuerzas elementales. Días turbados por bruscos cambios barométricos, por sacudimientos graves. Ninguna alegría en medio de tanta fuerza. Ya llovía en nosotros la nieve que iba a caer y las cosas mismas, como en el hermoso verso de André Rivoire, parecía que «esperaban la nieve». Mientras «una depresión avanza hacia las Baleares», como decían los diarios, Jamaica comienza a temblar y al mismo tiempo en París, los que sufren dolor de cabeza, los resfriados, los reumáticos, los asmáticos, los nerviosos, también sí, los locos, entran en crisis, a tal punto los nerviosos están unidos aun en los puntos más lejanos del universo por lazos de una solidaridad que ellos desearían fuese menos estrecha. Si la influencia de los astros, sobre algunos de ellos por lo menos, debe ser un día reconocida (Framery, Pelletean, citados por Brissaud) a quién mejor aplicada que a los nerviosos el verso del poeta:

«Largos hilos sedosos lo unen a las estrellas». Al despertar, me disponía a contestar a Henri van Blarenberghe. Pero antes de hacerlo, quise echar un vistazo a Le Figaro, proceder a ese acto abominable y voluptuoso que se llama «leer el diario» gracias al cual todas las desgracias y cataclismos del universo durante los últimas venticuatro horas, las batallas que le han costado la vida a cincuenta mil hombres, los crímenes, las huelgas, las bancarrotas, los incendios, los envenenamientos, los suicidios, los divorcios, las crueles emociones del hombre de Estado y del actor, nos son transmitidos, para nuestro uso personal, a nosotros, que no somos parte interesada, en un regalo matinal, asociándose excelentemente, de una manera particularmente excitante y tónica, a la recomendada ingestión de algunos sorbos de café con leche. Habiendo roto de una manera indolente la frágil faja de mi Le Figaro, lo único que me separaba de toda la miseria del globo y de las primeras noticias sensacionales en las cuales el dolor de tantos seres «entra como elemento», esas noticias sensacionales que tendremos el placer de comunicar de inmediato a quienes aún no han leído el diario, nos sentimos alegremente unidos a la existencia que, en el primer instante del despertar, nos parece inútil conocer. Y si por un momento alguna cosa como una lágrima moja nuestros ojos satisfechos, se debe a frases como esta: «Un silencio impresionante oprime los corazones, los tambores resuenan en los campos, las tropas presentan armas, un inmenso clamor resuena: ¡Viva Fallieres!».

He aquí lo que nos arranca un llanto, un llanto que negaríamos a una desgracia cercana a nosotros. ¡Viles comediantes a quienes sólo hace llorar el dolor de Hércules, y menos que eso, el viaje del Presidente de la República! Esa mañana, la lectura del Le Figaro no me fue grata. Acababa de recorrer con una agradable ojeada las erupciones volcánicas, las crisis ministeriales y los duelos de apaches, y había comenzado con calma la lectura de una noticia de policía cuyo título, «Un drama de la locura», podía vivificar las energías matinales cuando de golpe vi que la víctima era la señora de Blarenberghe, que el asesino, quien se había suicidado, era su hijo Henri van Blarenberghe, cuya carta yo aún tenía a mi lado, para contestar: «Esperemos siempre… no sé qué me reserva 1907, pero esperemos que nos traiga una paz…» etc. ¡Sí, había que esperar siempre! ¡No sé lo que me reserva 1907! La vida no había tardado en responderle. 1907 no había aún dejado caer su primer mes del porvenir en el pasado, cuando ya le había dado su presente, fusil, revolver y puñal, cubierto, su espíritu, con el velo que Atenea echaba sobre el espíritu de Ajax a fin de que él masacrara pastores y tropillas en el campo de los griegos, sin saber lo que hacía. «Soy yo quien ha echado imágenes mentirosas en sus ojos. Y él se ha arrojado, golpeando aquí y allí, pensando matar con sus propias manos a las Atridas, ya sobre una, ya sobre otra. Y yo, excité al hombre hacia su demencia furiosa y lo empujé hacia la emboscada; y él entró allí, la cabeza empapada de sudor y las manos ensangrentadas». Cuando los locos golpean, no saben lo que hacen, luego, pasada la crisis, qué dolor. Tekmessa, la mujer de Ajax, le

dijo: «Terminó su locura, su furor cayó como el aliento de Motos. Pero habiendo recobrado su espíritu, ahora lo atormenta un nuevo dolor, pues contemplar los propios males cuando nadie los ha causado sino uno mismo, multiplica amargamente los dolores. Cuando se entera de lo que ha pasado, se lamenta en lúgubres aullidos, él que decía cuán indigno de un hombre es llorar. Queda parado, inmóvil, gritando, y meditando algún negro destino contra sí mismo».

Pero cuando el acceso ha pasado para Henri van Blarenbergh no son las tropillas y los pastores a quienes tiene ante él. El dolor no mata en un instante, pues él no muere al ver a su madre asesinada ante él, él no muere al escuchar a su madre agonizante decirle, como la princesa Andrea de Tolstoi «¡Henri, qué has hecho de mí, qué has hecho de mí!». Luego, la desgraciada, cubierta de sangre, levantó sus brazos en el aire y se desplomó, la cara hacia delante…

Las domésticas horrorizadas bajaron pidiendo socorro. Poco después, cuatro agentes de policía forzaron las puertas de la habitación del asesino, cerradas con cerrojo. Además de las heridas que se había producido con el cuchillo, tenía la mitad de la cara destrozada por un balazo. Un ojo colgaba sobre la oreja.

Aquí ya no es en Ajax en quien pienso. En «ese ojo que cuelga sobre la oreja» reconozco, arrancado en el gesto más terrible que nos ha legado la historia del sufrimiento humano, ¡el ojo mismo del desgraciado Edipo! «Edipo se precipita con grandes gritos, va, viene, pide una espada… Profiriendo horribles gritos, se arroja contra los dobles portones, arranca los brazos de grandes cruces, se arroja en la habitación en la que ve a Jocasta colgada de la cuerda que la ha ahorcado.

Y al verla, el desgraciado se estremece de horror, corta la cuerda, el cuerpo de su madre cae a tierra. Entonces, él arranca los adornos de oro del vestido de Jocasta, se perfora los ojos abiertos diciendo que ellos ya no verán los males que él ha sufrido y las desgracias que él ha causado y lanza imprecaciones mientras golpea aun más sus ojos con los párpados alzados y la sangre de sus pupilas cae por sus mejillas, en una lluvia, una granizada de sangre negra. Clama que se muestre a todos los Cadmeos el parricidio. Quiere ser echado de esta tierra. ¡Ah! La antigua felicidad era así nombrada por su verdadero nombre. Pero a partir de ese día, nada le falta a todos los males que tienen un nombre. Los gemidos, el desastre, la muerte, el oprobio». Y al recordar el dolor de Henri van Blarenberghe cuando él vio a su madre muerta, pienso también en otro loco desgraciado, en Lear, quien estrecha contra sí el cadáver de su hija Cordelia. ¡Oh, ella ha partido para siempre! Lila está muerta como la tierra. ¡No, no, ya nada de vida! ¿Por qué un perro, un caballo, una rata tienen la vida, cuando tu has perdido tu

aliento? «¡No volverás nunca más! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Mira! ¡Mira sus labios! ¡Mírala! ¡Mírala!».

A pesar de sus horribles heridas, Henri van Blarenberghe no murió enseguida. Y yo no puedo impedir encontrar muy cruel (a pesar de que puede ser útil, ¿sabemos en realidad cómo fue el drama? Recordad a los hermanos Karamazov) el gesto del comisario de policía. «El desgraciado no ha muerto. El comisario lo toma por los hombros y le habla: “¿Me oye? Responda”. El asesino abre el ojo intacto, parpadea una vez y recae en el coma». A ese cruel comisario tengo ganas de repetirle las palabras con las que Kent, en la escena del Rey Lear que cité antes, ahora detiene a Edgar quien quería despertar a Lear ya desvanecido: «¡No! ¡No tortures su alma! ¡Oh, déjalo partir!. Sólo quien lo odie puede tratar de que se prolongue esa ruda vida».

El lector debe comprender por qué yo he repetido con insistencia esos grandes nombres trágicos, sobre todo los de Ajax y Edipo, y por qué he publicado esas cartas y escrito estas páginas. He querido mostrar en qué pura, en qué religiosa atmósfera de belleza moral tuvo lugar esa explosión de locura y sangre que lo empapa sin mancharlo. He querido airear la habitación del crimen con un soplo que viene del cielo, mostrar que la crónica de esos crímenes es también, exactamente, uno de esos dramas griegos cuya representación es casi una ceremonia religiosa y que el pobre parricida no es un criminal bruto, un ser fuera de la humanidad sino un noble ejemplar de la humanidad, un hombre de espíritu esclarecido, un hijo tierno y pío, que la ineluctable fatalidad —digamos la patología para hablar como lo hace todo el mundo— ha arrojado —el más desgraciado de los mortales— en un crimen y una expiación dignos de volverse ilustres.

«Creo difícilmente en la muerte» dice Michelet en una página admirable. Es cierto que lo dice a propósito de una medusa, de la que la muerte, tan poco distinta a la vida, no tiene nada de increíble, de suerte que uno puede preguntarse si Michelet no ha hecho sino usar en la frase esa «reserva de ingredientes» que todos los grandes escritores guardan en su despensa y que les permite servir a sus clientes, el plato que ellos, aun de manera imprevista, reclamen. Pero si yo puedo creer sin dificultad en la muerte de una medusa, no puedo creer fácilmente en la muerte de una persona, incluso en el simple eclipse, en la simple decadencia de su razón. Nuestro sentimiento de la continuidad del alma es el más fuerte. ¿Qué es lo verdadero?

sábado, 1 de octubre de 2022

¿QUIÉN MATÓ A ZEBEDEE? Wilkie Collins



¿QUIÉN MATÓ A ZEBEDEE?

Wilkie Collins

Unas palabras previas sobre mí mismo: antes de que el médico se marchara una mañana, le pregunté cuánto tiempo me quedaba de vida.

—No resulta fácil decirlo —me respondió—; puede usted morir antes de que vuelva a verle por la mañana, o puede vivir hasta finales de mes.

A la mañana siguiente, todavía vivía lo suficiente como para pensar en las necesidades de mi alma, de modo que (puesto que soy miembro de la Iglesia Católica Romana) mandé llamar a un sacerdote.

La historia de mis pecados, relatada en confesión, incluía el abandono culpable de mi deber hacia las leyes de mi país. En opinión del sacerdote —y yo estuve de acuerdo con él— tenía la obligación moral de reconocer públicamente mi falta, como un acto de penitencia digno de un inglés católico. Llegamos así a establecer un reparto del trabajo. Yo relaté las circunstancias, mientras que su reverencia tomó la pluma y puso las cosas sobre el papel.

Este es el resultado.

I

Cuando era un joven de veinticinco años, me convertí en miembro de las fuerzas de policía de Londres. Tras casi dos años de experiencia en la responsabilidad de los mal pagados deberes de esa vocación, me encontré dedicado a mi primer grave y terrible caso de investigación oficial, relacionado nada menos que con un delito de asesinato.

Las circunstancias fueron las siguientes.

Por aquel entonces, yo estaba destinado a una comisaría del distrito norte de Londres, que pido permiso para no mencionar más particularmente. Un cierto lunes inicié mi turno de noche. A las cuatro de la madrugada, no había ocurrido nada digno de mención en la comisaría. Era primavera y, entre el gas y el fuego, la habitación se puso bastante calurosa. Fui a la puerta para respirar un poco de aire fresco, ante la sorpresa de nuestro inspector de servicio, que era de por sí un hombre friolero. Caía una fina llovizna, y la fuerte humedad del aire me envió de vuelta al lado del fuego. No creo que llevara sentado allí más de un minuto cuando empujaron con fuerza la puerta giratoria. Una mujer frenética entró dando un grito y preguntando:

—¿Es esto la comisaría?

Nuestro inspector (por lo demás un magnífico agente) tenía, por alguna perversidad de la naturaleza, un temperamento más bien acalorado en su friolera constitución.

—¿Por qué, benditas sean las mujeres, no ve usted que lo es? —dijo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—¡Asesinato es lo que ocurre! —restalló ella—. Por el amor de Dios, vengan conmigo. Es en la pensión de la señora Crosscapel, en el número catorce de la calle Lehigh. ¡Una joven ha asesinado a su esposo por la noche! Con un cuchillo, señor. Dice que cree que lo hizo dormida.

Confieso que aquello me sobresaltó; y el tercer hombre de servicio (un sargento) pareció sentir lo mismo también. La mujer era hermosa, incluso en su aterrada expresión, recién salida de la cama, con las ropas desarregladas. Por aquellos días me gustaban las mujeres altas, y ella era, como dicen, de mi estilo. Adelanté una silla para que se sentara, y el sargento removió el fuego. En cuanto al inspector, nada le alteraba. La interrogó tan fríamente como si se tratara de un insignificante caso de robo.

—¿Ha visto usted al hombre asesinado? —preguntó.

—No, señor.

—¿O a la esposa?

—No, señor. No me atreví a ir a la habitación; ¡sólo lo oí!

—¡Oh! ¿Y quién es usted? ¿Una de las clientas de pensión?

—No, señor. Soy la cocinera.

—¿El dueño no está en la casa?

—Sí, señor. Está tan asustado que no da pie con bola. Y la doncella ha ido en busca del médico. Todo recae en los pobres empleados, por supuesto. ¡Oh!, ¿por qué pondría el pie en esa horrible casa?

La pobre mujer estalló en lágrimas y se estremeció de pies a cabeza. El inspector tomó nota de sus afirmaciones, luego le pidió que las leyera y firmara con su nombre. El objetivo de todo aquello era permitirle acercarse a ella lo suficiente como para tener la oportunidad de oler su aliento.

—Cuando la gente hace afirmaciones tan extraordinarias —me dijo más tarde—, a veces te ahorra problemas comprobar que no están borrachos. También he conocido algunos que están locos, pero no a menudo. A esos los identificas generalmente por sus ojos.

La mujer se levantó y firmó con su nombre, «Priscilla Thurlby». La prueba del inspector demostró que estaba sobria; y sus ojos —de un hermoso color azul claro, cálidos y agradables, sin duda cuando no miraban con miedo, y ahora, rojos por las lágrimas— le ratificaron (supuse) que no estaba loca. Me adjudicó el caso en primera instancia. Vi que no creía nada de aquello, ni siquiera entonces.

—Vaya con ella a la casa —me dijo—. Puede que sea una estúpida broma, o una pelea exagerada. Compruébelo por usted mismo, y escuche lo que dice el médico. Si es serio, avise directamente aquí y no deje entrar a nadie en el lugar o marcharse de él hasta que lleguemos. ¡Espere! ¿Sabe la fórmula para cualquier declaración voluntaria?

—Sí, señor. Tengo que advertir a la persona que cualquier cosa que diga será registrada y puede ser empleada en su contra.

—Muy bien. Uno de estos días van a nombrarle inspector. ¡Ahora, señorita…!

Y con esa frase dejó a la mujer a mi cuidado.

La calle Lehigh no estaba muy lejos, unos veinte minutos a pie desde la comisaría. Confieso que pensé que el inspector había sido más bien duro con Priscilla. Ella estaba, por supuesto, furiosa con él.

—¿Qué ha querido dar a entender —exclamó— cuando ha hablado de una broma? Me gustaría que estuviera tan asustado como lo estoy yo. Esta es la primera vez que sirvo en una casa, señor, y no creo haber hallado un lugar respetable.

Le hablé muy poco por el camino, debido en buena parte a que, la verdad sea dicha, me sentía más bien ansioso por la tarea que me había sido encomendada. Cuando alcancé la casa, abrieron la puerta desde dentro antes de que pudiera llamar. Salió un caballero, que resultó ser el médico. Se detuvo apenas me vio.

—Debe ir con cuidado, policía —me dijo—. Hallé al hombre tendido de espaldas en la cama, muerto, con el cuchillo que lo había matado clavado todavía en la herida.

Al oír aquello sentí la necesidad de enviar aviso inmediatamente a la comisaría. ¿Dónde podía hallar un mensajero de confianza? Me tomé la libertad de pedirle al

médico que repitiera a la policía lo que me había dicho a mí. La comisaría no estaba muy lejos de su camino de vuelta a casa. Aceptó amablemente.

La patrona (la señora Crosscapel) se nos unió mientras aún hablábamos. Era una mujer todavía joven, que no se asustaba con facilidad, por lo que pude ver, ni siquiera por un asesinato en la casa. Su marido estaba en el pasillo, tras ella. Parecía lo bastante viejo como para ser su padre, y temblaba tanto de terror que alguien hubiera podido tomarle por el culpable. Retiré la llave de la puerta de la calle después de cerrarla y le dije a la patrona:

—Nadie debe abandonar la casa, o entrar en ella, hasta que llegue el inspector. Debo examinar el lugar ver si alguien ha forzado la entrada.

—La llave de la puerta del patio está puesta en la cerradura —dijo como respuesta a mis palabras—. Siempre está cerrada. Baje conmigo y véalo usted mismo. —Priscilla fue con nosotros. Su señora la envió a encender el fuego de la cocina—. Quizá algunos —sugirió la señora Crosscapel— nos sintamos un poco mejor con una taza de té.

Observé que se tomaba las cosas con tranquilidad, dada las circunstancias. Me respondió que la patrona de una pensión londinense no podía permitirse perder la calma, no importaba lo que hubiera ocurrido.

Hallé la puerta cerrada y los postigos de la ventana de la cocina asegurados. La parte de atrás y la puerta de la cocina estaban aseguradas del mismo modo. No había nadie escondido en ninguna parte. Regresamos arriba y examiné la ventana del salón de delante. Allí también los postigos cerrados me indicaron la seguridad de aquella habitación. Una voz quebrada dijo a través de la puerta de la salita de atrás:

—El policía puede entrar, si promete no mirarme. —Me volví hacia la patrona en busca de información.

—Es mi huésped de la salita, la señorita Mybus —dijo esta—, una dama muy respetable.

Al entrar en la habitación, vi algo envuelto en las cortinas de la cama. La señorita Mybus se había hecho modestamente invisible de aquella manera. Satisfecho de la seguridad de la parte inferior de la casa, y con las llaves en el bolsillo, estuve dispuesto a ir escaleras arriba.

En nuestro camino a las regiones superiores pregunté si había habido alguna visita el día anterior. Sólo dos visitantes, amigos de los huéspedes…, y la propia señora

Crosscapel los había acompañado a la salida. Mi siguiente pregunta se refirió a los propios huéspedes. En la planta baja estaba la señorita Mybus. En el primer piso (ocupando ambas habitaciones), el señor Barfield, un viejo soltero, empleado en la oficina de un comerciante. En el segundo piso, en la habitación de delante, el señor John Zebedee, el hombre asesinado, y su esposa. En la habitación de atrás, el señor Deluc, descrito como un agente de comercio de cigarros y supuestamente un caballero criollo de la Martinica. En la buhardilla de delante, el señor y la señora Crosscapel. En la buhardilla de atrás, la cocinera y la doncella. Estos eran los habitantes regulares de la casa. Indagué acerca de las sirvientas.

—Ambas excelentes personas —dijo la patrona—, o no estarían a mi servicio.

Llegamos al segundo piso y hallamos a la doncella de guardia ante la puerta de la habitación delantera. Físicamente no era una mujer tan agraciada como la cocinera y estaba enormemente asustada, por supuesto. Su señora la había apostado allí para dar la alarma en caso de un arrebato por parte de la señora Zebedee, que permanecía encerrada en la habitación. Mi llegada alivió a la doncella de su responsabilidad. Corrió escaleras abajo a reunirse con su compañera de servicio en la cocina.

Le pregunté a la señora Crosscapel cómo y cuándo se había dado la alarma del asesinato.

—Poco después de las tres de la madrugada —dijo—. Me despertaron los gritos de la señora Zebedee. La encontré ahí fuera, en el descansillo, y al señor Deluc, muy alarmado, intentando calmada. Puesto que duerme en la habitación contigua, sólo tuvo que abrir la puerta cuando los gritos de la mujer le despertaron. «¡Mi querido John está muerto! ¡Yo soy la miserable culpable…, lo asesiné estando dormida!». Repetía estas palabras frenéticamente una y otra vez, hasta que cayó desmayada. El señor Deluc y yo la llevamos de vuelta al dormitorio. Ambos pensamos que la pobre mujer se había despertado de alguna pesadilla. Pero cuando llegamos junto a la cama…, no me pregunte lo que vimos; el doctor ya se lo ha contado. Durante un tiempo fui enfermera en un hospital, y por ello estoy acostumbrada a ver cosas horribles. Sin embargo, aquello me dejó helada, y aturdida. En cuanto al señor Deluc, pensé que él iba a ser el siguiente en desmayarse.

Tras oír aquello, pregunté si la señora Zebedee había dicho o hecho algo extraño desde que era huésped de la señora Crosscapel.

—¿Piensa usted que está loca? —respondió la patrona—. Cualquiera lo pensaría, cuando una mujer se acusa a sí misma de asesinar a su marido estando dormida. Todo

lo que puedo decir es que, hasta esta madrugada, nunca conocí a una persona más tranquila, sensata y bien educada que la señora Zebedee. Estaban recién casados, entienda, y quería a su desafortunado esposo tanto como una mujer puede querer. Los hubiera llamado una pareja ideal, a su propio estilo.

No había nada más que decir en el descansillo. Abrimos la puerta y entramos en la habitación.

II

Estaba tendido de espaldas en la cama, tal como el médico lo había descrito. En el lado izquierdo de su camisa de noche, justo sobre su corazón, la sangre en la tela contaba la terrible historia. Por todo lo que uno podía juzgar, contemplando su rostro muerto, debió de haber sido un joven apuesto en vida. Era una visión capaz de entristecer a cualquiera, pero creo que la sensación más dolorosa se produjo cuando mis ojos se posaron en su abatida esposa.

Estaba sentada en el suelo, acurrucada en un rincón, una mujercita morena bien vestida con un traje de alegres colores. Su pelo negro y sus grandes ojos castaños hacían que la horrible palidez de su rostro pareciera más mortalmente blanca de lo que quizá era en verdad. Nos miró con fijeza al parecer sin vernos. Le hablamos, y no pronunció ni una sola palabra. Igual hubiera podido estar muerta —como su esposo—, excepto porque no dejaba de morderse los dedos y se estremecía de tanto en tanto como si tuviera frío. Fui hacia ella e intenté levantarla. Se echó hacia atrás con un grito que me asustó, no por su intensidad sino porque era más el grito de un animal que el de un ser humano. Por tranquila que se hubiera comportado hasta entonces, según decía la patrona, ahora estaba fuera de sí. Puede que me sintiera conmovido por una piedad natural hacia ella, o puede que estuviera mentalmente trastornado, pero lo cierto es que no logré convencerme de su culpabilidad. Incluso le dije a la señora Crosscapel:

—No creo que lo hiciera ella.

Mientras pronunciaba esas palabras hubo una llamada a la puerta de entrada. Bajé de inmediato y dejé pasar (con gran alivio) al inspector, acompañado por uno de nuestros hombres.

Aguardó a oír mi informe y aprobó todo lo que yo había hecho.

—Parece que el asesinato ha sido cometido por alguien de la casa —señaló; dejó al hombre abajo y subió conmigo al segundo piso.

No llevaba un minuto en la habitación cuando descubrió un objeto que se me había escapado.

Era el cuchillo que había cometido la atrocidad.

El médico lo había hallado clavado en el cuerpo, lo había retirado para examinar la herida y lo había dejado en la mesilla de noche. Era una de estas útiles navajas multiusos que contienen una sierra, un sacacorchos y otros complementos del mismo estilo. La gran hoja quedaba asegurada, una vez abierta, por un muelle. Excepto donde estaba manchado de sangre, el cuchillo aparecía tan brillante como cuando fue comprado. Una pequeña placa de metal sujeta al mango de cuerno mostraba una inscripción, sólo parcialmente grabada: «A John Zebedee, de…». Allí, sorprendentemente, se detenía. ¿Quién o qué había interrumpido el trabajo del grabador? Era imposible adivinarlo siquiera. De todos modos, el inspector se mostró animado.

—Esto debería ayudarnos —dijo, y luego prestó oído atento (sin dejar de mirar durante todo, el tiempo a la pobre mujer acurrucada en el rincón) a lo que la señora Crosscapel tenía que contarle.

Una vez la patrona hubo terminado su relato, dijo que ahora necesitaba ver al huésped que dormía en la habitación de al lado.

El señor Deluc apareció de pie en la puerta del cuarto, con la cabeza vuelta hacia otro lado para no contemplar el horror de su interior.

Iba envuelto en una espléndida bata azul, ribeteada en oro y con un cinturón del mismo color. Su escaso pelo castaño estaba rizado (soy incapaz de decir si natural o artificialmente) en pequeños bucles. Su color general era amarillento; sus ojos verde-castaños eran del tipo llamado «saltones»: parecía como si fueran a caerse de un momento a otro de su rostro, si uno colocaba una cuchara debajo de ellos. Su bigote y su barba caprina estaban cuidadosamente engominadas; y, para completar su equipamiento, llevaba un largo puro negro en la boca.

—No es insensibilidad a esta terrible tragedia —explicó—. Tengo los nervios destrozados, señor policía, y sólo puedo combatirlo de esta forma. Le ruego que me disculpe y me comprenda.

El inspector interrogó al testigo seca y exhaustivamente. No era un hombre que se dejara llevar por las apariencias; pero podía ver que estaba muy lejos de que el señor

Deluc le gustara o, simplemente, confiara en él. Nada surgió del interrogatorio, excepto lo que la señora Crosscapel me había mencionado ya en sustancia. El señor Deluc regresó a su habitación.

—¿Cuánto tiempo lleva con ustedes? —preguntó al inspector, tan pronto el otro se hubo dado la vuelta.

—Casi un año —respondió la patrona.

—¿Les dio alguna referencia?

—Una referencia tan buena como yo podía desear.

Y citó el nombre de una conocida firma de comerciantes de puros en la City.

El inspector anotó la información en su bloc. Preferiría no relatar con detalle lo que ocurrió a continuación: es demasiado penoso para demorarse en ello. Déjenme decir tan sólo que la pobre y alterada mujer fue llevada en un coche a la comisaría. El inspector se hizo cargo de la navaja y de un libro hallado en el suelo, titulado El mundo del sueño. Cerramos el baúl que contenía el equipaje y luego la puerta de la habitación; ambas llaves fueron entregadas a mi custodia. Mis instrucciones eran quedarme en la casa y no permitir que nadie la abandonara hasta que volviera a tener noticias del inspector.

III

El interrogatorio del juez de instrucción fue aplazado, y la vista ante el magistrado terminó con el ingreso de la acusada en prisión, sin que la señora Zebedee estuviera en condiciones de comprender nada de lo que sucedía. El médico informó de que estaba completamente postrada por un terrible shock nervioso. Cuando se le preguntó si se consideraba una mujer cuerda antes de que se produjera el asesinato, se negó a responder afirmativamente en aquel momento.

Transcurrió una semana. El hombre asesinado fue enterrado; su anciano padre asistió al funeral. Vi ocasionalmente a la señora Crosscapel y a las dos sirvientas, con la finalidad de obtener tanta información adicional como fuera posible. Tanto la cocinera como la doncella habían comunicado que pensaban marcharse tras el mes reglamentario; se negaban, en interés propio, a seguir en una casa que había sido escenario de un asesinato. Los nervios del señor Deluc le condujeron también a su marcha; su descanso se veía ahora alterado por terribles sueños. Pagó la penalización monetaria exigida y se fue sin más. El huésped del primer piso, el señor Barfield,

conservó sus habitaciones pero obtuvo un permiso en su empleo y se refugió con unos amigos en el campo. Sólo la señorita Mybus siguió en su saloncito.

—Cuando estoy cómoda en un sitio —dijo la anciana dama—, nadie me mueve de allí, a mi edad. Un asesinato un par de pisos más arriba es casi lo mismo que un asesinato en la casa de al lado. La distancia ¿sabe?, es lo que marca toda la diferencia.

A la policía le importaba poco lo que hicieran los huéspedes. Teníamos hombres de paisano vigilando la casa día y noche. Todas las personas que se marcharon fueron seguidas discretamente; y la policía de los distritos adonde se trasladaron fue advertida de mantenerlos bajo vigilancia. Mientras no consiguiéramos probar de ningún modo la extraordinaria afirmación de la señora Zebedee —sin decir nada del hecho de que fracasaron todos nuestros intentos de rastrear la navaja hasta su comprador—, no podíamos dejar que ninguna persona que había vivido bajo el techo de la señora Crosscapel la noche del asesinato se escapara de nuestras manos.

IV

A los quince días, la señora Zebedee se había recuperado lo suficiente como para prestar la necesaria declaración, tras las advertencias preliminares dirigidas a las personas en tales casos. El médico no vaciló ahora en considerarla una mujer cuerda.

Su ocupación en la vida había sido el servicio doméstico. Había vivido cuatro años como doncella de una dama noble con una familia que residía en Dorsetshire. El único problema que tenía había sido su ocasional sonambulismo, que hacía necesario que otra de las sirvientas durmiera en la misma habitación que ella, con la puerta cerrada y la llave bajo su almohada. En todos los demás aspectos, la doncella era descrita por su patrona como «un perfecto tesoro».

En los últimos seis meses de su servicio, un joven llamado John Zebedee entró en la casa (con una recomendación) como mayordomo. Pronto quedó prendado de la hermosa doncella, y ella le devolvió el sentimiento. Hubieran debido aguardar años para hallarse en una posición pecuniaria que les permitiera casarse, de no ser por la muerte del tío de Zebedee, que le dejó una pequeña fortuna de dos mil libras. Para personas de su condición, ahora eran lo bastante ricos como para hacer lo que se les antojara; y se casaron en la casa donde habían servido juntos, y las hijas de la familia mostraron su afecto hacia la señora Zebedee actuando como madrinas.

El joven esposo era un hombre prudente. Decidió emplear su pequeño capital del mejor modo posible, criando ovejas en Australia. Su esposa no puso objeción; estaba dispuesta a ir allá donde fuera John.

En consecuencia, pasaron su corta luna de miel en Londres para esperar el barco que debería llevarles hasta su destino. Fueron a la pensión de la señora Crosscapel porque el tío de Zebedee siempre se había alojado allí cuando iba a Londres. Faltaban diez días para el embarque. Esto proporcionó a la joven pareja unas apetecibles vacaciones y la perspectiva de divertirse con las vistas y los espectáculos de la gran ciudad.

En su primera noche en Londres fueron al teatro. Ambos estaban acostumbrados al aire fresco del campo y se sintieron medio asfixiados por el calor y el gas. De todos modos les gustó tanto aquel espectáculo nuevo para ellos que acudieron a otro teatro la noche siguiente. En esta segunda ocasión, John Zebedee halló el calor insoportable. Abandonaron el teatro y volvieron a su alojamiento hacia las diez.

Contemos el resto con las propias palabras de la señora Zebedee.

—Nos sentamos a hablar un poco en nuestra habitación, y el dolor de cabeza de John fue cada vez peor —dijo—. Le persuadí de que se fuera a la cama y apagué la vela (el fuego daba luz suficiente para desvestirse) a fin de que se durmiera más pronto. Pero estaba demasiado inquieto para dormir. Me pidió que le leyera algo. En el mejor de los casos, los libros siempre le daban sueño.

»Yo todavía no había empezado a desvestirme. Así que encendí de nuevo la vela y abrí el único libro que tenía. John lo había visto en el kiosco de la estación y le había llamado la atención su título, El mundo del sueño. Solía bromear conmigo acerca de mi sonambulismo y dijo: Aquí hay algo que seguro que te interesara, y me lo regaló.

»Antes de que le hubiera leído durante más de media hora ya se había quedado dormido. Como yo no tenía sueño, seguí leyendo para mí.

»El libro me interesaba. En él se contaba una terrible historia que quedó grabada en mi mente, la de un hombre que apuñaló a su mujer en un sueño sonámbulo. Después de leer aquello pensé en dejarlo, pero luego cambié de opinión y seguí leyendo. Los siguientes capítulos no eran tan interesantes; estaban llenos de informes eruditos de por qué caemos dormidos y qué hacen nuestros cerebros en tal estado y cosas así. Terminé durmiéndome yo también en mi sillón junto al fuego.

»No sé qué hora era cuando me dormí; no sé cuánto tiempo lo hice, o si soñé o no. La vela y el fuego se habían apagado, y la oscuridad era completa cuando desperté. Ni siquiera puedo decir por qué me desperté, a menos que fuera a causa de la frialdad de la habitación.

«Había una vela de repuesto en la repisa de la chimenea. Encontré la caja de cerillas y encendí una. Entonces, por primera vez, me volví hacia la cama; y vi…». Vio el cadáver de su esposo, asesinado mientras ella permanecía sin saberlo a su lado…, y mientras lo contaba se desvaneció, pobre criatura, ante su solo recuerdo.

La vista fue aplazada. La señora Zebedee recibió todos los cuidados y la atención posibles; el capellán veló por su bienestar junto con el médico.

No he dicho nada de las declaraciones de la dueña de la pensión y las sirvientas. Fueron consideradas una mera formalidad. Lo poco que sabían no probaba nada contra la señora Zebedee. La policía no hizo ningún descubrimiento que apoyara la primera frenética acusación que la mujer había hecho contra sí misma. Sus últimos amos hablaron de ella en los más altos términos. Estábamos completamente en un callejón sin salida.

Al principio se consideró oportuno no sorprender al señor Deluc citándole como testigo. La acción de la ley, sin embargo, se vio acelerada en este caso por una comunicación privada recibida del capellán.

Tras ver y hablar dos veces con la señora Zebedee, el reverendo quedó persuadido de que ella no estaba más relacionada que él con la muerte de su esposo. No consideró que estuviera justificado el repetir una comunicación confidencial; sólo podía recomendar que el señor Deluc fuera llamado para presentarse en el siguiente interrogatorio. Se siguió el consejo.

La policía no tenía ninguna prueba contra la señora Zebedee cuando se reanudó la investigación. Para ayudar a la justicia fue llamada ahora al estrado de los testigos. El descubrimiento de su marido asesinado, cuando despertó a primera hora de la madrugada, se pasó lo más rápidamente posible. Sólo se le hicieron tres preguntas importantes.

En primer lugar, se le presentó la navaja. ¿La había visto alguna vez en posesión de su esposo? Nunca. ¿Sabía algo sobre ella? Absolutamente nada.

Segunda: ¿Habían ella o su esposo cerrado por dentro la habitación cuando regresaron del teatro? No. ¿Cerró más tarde ella la puerta? No.

Tercera: ¿Había alguna razón en especial para hacerle suponer que era ella quien había asesinado a su esposo en un sueño sonámbulo? Ninguna razón, excepto que estaba fuera de sí en aquel momento, y que el libro puso el pensamiento en su cabeza.

Después de esto, se hizo salir a los demás testigos de la sala. Apareció entonces el motivo de la comunicación del capellán. Se le preguntó a la señora Zebedee si había ocurrido algo desagradable entre el señor Deluc y ella.

Sí. El hombre la había encontrado a solas en las escaleras de la pensión; había intentado insinuarse; y el insulto había llegado todavía más lejos cuando intentó besarla. Ella le abofeteó en pleno rostro y afirmó que su esposo se enteraría de aquello si intentaba repetirlo. Él se enfureció porque le abofeteara y le dijo: «Señora, lamentará usted esto».

Tras una consulta, y a petición del inspector, se decidió mantener por el momento al señor Deluc en la ignorancia de la declaración de la señora Zebedee. Cuando fueron llamados de vuelta los testigos, el hombre declaró lo mismo que había declarado ya al inspector, y entonces se le preguntó si sabía algo de la navaja. Contempló la navaja sin el menor signo de culpabilidad en su rostro y juró no haberla visto nunca hasta aquel momento. La sesión terminó sin que se hubiera averiguado nada significativo.

Pero mantuvimos vigilado al señor Deluc. Nuestro siguiente esfuerzo fue intentar asociarlo con la compra de la navaja.

Aquí tampoco (había razones para creer en una especie de fatalidad en este caso) alcanzamos ningún resultado útil. Fue fácil encontrar la cuchillería de Sheffield que la había fabricado por la marca en la hoja. Pero hacían decenas de miles de estas navajas y las distribuían por toda Gran Bretaña, sin hablar del extranjero. En cuanto a hallar a la persona que había grabado la incompleta inscripción (sin saber dónde o por quién había sido comprada la navaja), era algo así como buscar la proverbial aguja en el pajar. Nuestro último recurso fue fotografiar la navaja, por el lado que mostraba la inscripción, y enviar copias a todas las comisarías del reino.

Al mismo tiempo, investigamos al señor Deluc —quiero decir que investigamos su vida pasada— con la esperanza de que él y el hombre asesinado se hubieran conocido antes y pudieran haberse peleado, o existiera alguna rivalidad respecto a una mujer en alguna ocasión anterior. No descubrimos nada.

Averiguamos que Deluc había llevado una vida disipada y que se había mezclado con muy malas compañías. Pero se había mantenido fuera del alcance de la ley. Un hombre puede ser un vagabundo libertino; puede insultar a una dama; puede decirle cosas amenazadoras en medio del escozor de la primera bofetada, pero de estos rasgos de su carácter no puede deducirse que haya asesinado a su esposo por la noche.

Una vez más, pues, cuando volvieron a citarnos para presentar nuestro informe, no tuvimos ninguna prueba que presentar. Las fotografías no consiguieron descubrir al propietario de la navaja ni explicar su interrumpida inscripción. La pobre señora Zebedee recibió permiso para volver con sus amigos, bajo el compromiso de presentarse de nuevo si era llamada. Los artículos de los periódicos empezaron a preguntarse cuántos asesinatos más se producirían que consiguieran eludir a la policía. Las autoridades del Tesoro ofrecieron una recompensa de mil libras por cualquier información útil y las semanas pasaron, y nadie reclamó la recompensa.

Nuestro inspector no era un hombre que se dejara vencer tan fácilmente. Siguieron más investigaciones y exámenes. No es necesario decir nada al respecto. Fuimos derrotados, y esto, en lo que a la policía y al público se refería, fue el fin del asunto.

El asesinato del pobre joven esposo no tardó en dejar de ser noticia, como otros asesinatos no solucionados. Sólo una oscura persona fue lo suficientemente estúpida como para persistir en sus horas de ocio en intentar resolver el problema de quién mató a Zebedee. Tenía la sensación de que podría ascender a las más altas posiciones en las fuerzas de la policía si tenía éxito en lo que sus superiores habían fallado, y se aferró a su ambición, aunque todo el mundo se riera de él. En pocas palabras, yo fui ese hombre.

V

Sin pretenderlo, he contado mi historia de una forma injusta.

Hubo dos personas que no vieron nada ridículo en mi resolución de proseguir la investigación por mi cuenta. Una de ellas fue la señorita Mybus; la otra fue la cocinera, Priscilla Thurlby.

La señorita Mybus se mostró indignada ante la resignación con la cual la policía aceptó su derrota. Era una mujercita fuerte, de ojos brillantes, y decía lo que pensaba.

—Esto me afecta mucho —dijo—. Simplemente, mire un año o dos hacia atrás. Puedo recordar dos casos de personas halladas asesinadas en Londres, y los asesinos nunca han sido descubiertos. Yo también soy una persona; y me pregunto si no será mi

turno la próxima vez. Es usted una persona agradable, y me gustan su valor y su perseverancia. Venga tan a menudo como considere necesario y diga que viene a visitarme si le ponen alguna dificultad para dejarle entrar. ¡Una cosa más! No tengo nada en particular que hacer, y no soy estúpida. Aquí en el saloncito veo a todo el mundo que entra en la casa o sale de ella. Déjeme sus señas: es posible que pueda facilitarle alguna información.

Con sus mejores intenciones, la señorita Mybus no halló ninguna oportunidad de ayudarme. De las dos, Priscilla Thurlby parecía la que tenía más probabilidades de serme de utilidad.

En primer lugar era aguda y activa, y (no habiendo encontrado todavía otro trabajo) era dueña de sus movimientos.

En segundo lugar, era una mujer en la que podía confiar. Antes de que se marchara de su casa para dedicarse al servicio doméstico en Londres, el párroco de su parroquia natal le había entregado una carta de recomendación, de la que adjunto una copia. Decía:

Recomiendo encarecidamente a Priscilla Thurlby para cualquier empleo respetable que su competencia le permita aceptar. Su padre y su madre son personas ancianas y enfermas, que últimamente han sufrido una disminución de sus ingresos, y tienen una hija más pequeña a la que mantener. Antes que ser una carga para sus padres, Priscilla va a Londres en busca de trabajo en el servicio doméstico, con la intención de dedicar lo que gane a ayudar a su padre y a su madre. Las circunstancias hablan por sí mismas. Hace muchos años que conozco a la familia; y tan sólo lamento no tener ninguna plaza vacante en mi propia casa que poder ofrecerle a esta buena muchacha.

(Firmado).

Henry Derrlngton, rector de Roth

Tras leer estas palabras, pude pedirle con toda seguridad a Priscilla que me ayudara a reabrir el misterioso caso de asesinato a fin de conseguir algún resultado.

Mi idea era que las investigaciones sobre las personas en casa de la señora Crosscapel no habían sido lo bastante profundas. A fin de proseguidas, pregunté a Priscilla si podía decirme algo que asociara a la doncella con el señor Deluc. Se mostró reacia a contestar.

—Puede que esté arrojando sospechas sobre una persona inocente —dijo—. Además, hace tan poco que la conozco…

—Dormía en la misma habitación que ella —señalé—, y tuvo oportunidad de observar su conducta con respecto a los huéspedes.

Cedió ante este argumento. Y así oí de ella algunos particulares que arrojaban una nueva luz sobre el señor Deluc, y sobre el caso en general. Actué sobre esta información. Fue un trabajo lento, debido a que mis deberes habituales reclamaban buena parte de mi tiempo; pero con ayuda de Priscilla fui avanzando firmemente hacia el fin que tenía en mente.

Además, yo tenía otra obligación con respecto a la agraciada cocinera de la señora Crosscapel. Deberé confesar tarde o temprano, así que es mejor que lo haga ahora. Conocí por primera vez lo que es el amor gracias a Priscilla. Recibí deliciosos besos gracias a Priscilla. Y cuando le pregunté si se casaría conmigo, no dijo no. Me miró, debo confesado, con una cierta tristeza y dijo:

—¿Cómo puede una gente tan pobre como nosotros tener alguna esperanza de casarse?

A lo que respondí:

—No pasará mucho tiempo antes de que le eche mano a la pista que mi inspector no ha conseguido hallar. Entonces estaré en posición de casarme contigo, querida, cuando llegue el momento.

En nuestro siguiente encuentro hablamos de sus padres. Ahora yo era su prometido. A juzgar por lo que he oído de cómo actúan otras personas en mi misma situación, parecía que lo correcto en aquellas circunstancias era que su padre y su madre me conocieran. Ella se mostró enteramente de acuerdo conmigo; y escribió a su casa aquel día, para decides que nos esperaran el fin de semana.

Tomé un turno de noche, para así conseguir tener libertad para la mayor parte del día siguiente. Me vestí con ropas civiles, y compramos nuestros billetes de tren para Yateland, que era la estación más próxima al pueblo donde vivían los padres de Priscilla.

VI

El tren se detuvo, como de costumbre, en la gran población de Waterbank. Priscilla, que a la espera de otra colocación se ganaba la vida cosiendo, había estado trabajando hasta última hora de la noche y estaba cansada y sedienta. Abandoné el vagón para ir a

buscarle una gaseosa. La estúpida chica de la cantina no conseguía abrir la botella y se negó a dejarme ayudarla. Tomó un sacacorchos y lo usó mal. Perdí la paciencia y arranqué la botella de su mano. Justo en el momento en que sacaba el corcho sonó la campana en el andén. Sólo aguardé el tiempo necesario para verter la gaseosa en un vaso, pero el tren ya empezaba a moverse cuando abandoné la cantina. Los mozos de estación me detuvieron cuando intentaba subir en marcha. Había perdido el tren.

Tan pronto como mi irritación se hubo calmado miré los horarios. Habíamos llegado a Waterbank a la una y cinco. Por suerte, el próximo tren estaba previsto para la una y cuarenta y cuatro y llegaba a Yateland (la siguiente estación) diez minutos más tarde. Sólo podía esperar que Priscilla consultara también los horarios y me esperara. Si intentaba recorrer caminando la distancia entre los dos lugares perdería tiempo en vez de ganarlo. El intervalo que tenía ante mí no era muy largo; lo dediqué a echarle un vistazo a la ciudad.

Hablando con el debido respeto hacia sus habitantes, Waterbank (para un forastero) es un lugar aburrido. Subí por una calle y bajé por otra, y me detuve ante una tienda que me sorprendió; no por nada en particular, sino porque era la única tienda en la calle con los postigos cerrados.

Había un cartel pegado a los postigos anunciando que el lugar estaba en alquiler. El nombre y ocupación del anterior ocupante, indicado con las habituales letras pintadas, era: «James Wycomb, cuchillero», etc.

Por primera vez se me ocurrió que habíamos olvidado un obstáculo en nuestro camino cuando distribuimos las fotos de la navaja. Ninguno de nosotros había pensado que una cierta proporción de cuchillerías podía hallarse fuera de nuestro alcance por circunstancias diversas, por haberse retirado del negocio o por haber quebrado, por ejemplo. Siempre llevaba conmigo una copia de la fotografía; y me dije a mí mismo: «¡Aquí hay una sombra de posibilidad de rastrear la navaja hasta el señor Deluc!».

Después de llamar al timbre un par de veces, un viejo muy desaseado y muy sordo me abrió la puerta de la tienda.

—Será mejor que suba usted la escalera y hable con el señor Scorrier, en el piso de arriba —dijo.

Apoyé los labios en la trompetilla del viejo y le pregunté quién era el señor Scorrier.

—El cuñado del señor Wycomb. El señor Wycomb murió. Si desea comprar usted el negocio, diríjase al señor Scorrier.

Tras esta respuesta subí las escaleras y encontré al señor Scorrier enfrascado en grabar una placa de latón para una puerta. Era un hombre de mediana edad, de rostro cadavérico y ojos apagados. Tras las necesarias disculpas, extraje mi fotografía.

—¿Puedo preguntarle, señor, si sabe algo de la inscripción de esta navaja? —inquirí.

Tomó su lupa para examinar la foto.

—Es curioso —observó en voz baja—. Recuerdo ese extraño nombre, Zebedee. Sí, señor, yo grabé esto, tal como está ahora. Me pregunto qué me impidió terminarlo.

El nombre de Zebedee y la inscripción inacabada de la navaja habían aparecido en todos los periódicos ingleses. Se tomó el asunto de una forma tan fría que dudé sobre cómo interpretar su respuesta. ¿Era posible que no hubiera leído nada sobre el asesinato? ¿O era un cómplice con unos prodigiosos poderes de auto dominio?

—Disculpe —dije—, ¿no lee usted los periódicos?

—¡Nunca! Me falla la vista. Me abstengo de leer en interés de mi ocupación.

—¿No ha oído mencionar usted el nombre de Zebedee por nadie que lea los periódicos?

—Es probable que lo haya oído, pero no le habré prestado atención. Cuando termino mi trabajo voy a dar un paseo. Luego ceno, tomo un ponche y fumo una pipa. Luego me voy a dormir. Supongo que pensará usted que es una existencia muy aburrida. Llevé una vida miserable, señor, cuando era joven. Vivir tranquilo y descansar un poco antes de reposar definitivamente en la tumba…, es todo lo que pido. El mundo dejó de existir para mí hace mucho tiempo. Tanto mejor.

El pobre hombre hablaba sinceramente. Me sentí avergonzado de haber dudado de él. Volví al tema de la navaja.

—¿No sabe usted dónde fue comprada y por quién? —pregunté.

—Mi memoria no es tan buena como antes —murmuró—, pero tengo algo que puede ayudar.

Extrajo de una alacena un viejo y sucio libro de recortes. Por lo que pude ver, en sus páginas había pegadas tiras de papeles con cosas escritas. Fue a un índice, o tabla de contenidos, y abrió una página. Algo parecido a un destello de vida iluminó su apagado rostro.

—¡Ah! Ahora recuerdo —dijo—. El cuchillo fue comprado en la tienda de abajo de mi difunto cuñado. Ahora lo recuerdo todo, señor. ¡Una persona en un estado muy agitado entró en este mismo cuarto y me arrancó el cuchillo de las manos cuando estaba sólo a medio grabar la inscripción!

Sentí que estaba muy cerca de un descubrimiento.

—¿Puedo ver qué es lo que le ha ayudado a recordar? —pregunté.

—¡Oh, sí! ¿Sabe, señor?, me gano la vida grabando inscripciones y direcciones, y pego en este libro las instrucciones manuscritas que recibo, con mis correspondientes anotaciones al margen. Por un lado me sirven como referencia para los nuevos clientes y por otro lado me ayudan a recordar.

Volvió el libro hacia mí y señaló una tira de papel que ocupaba la parte inferior de una página.

Leí la inscripción completa que hubiera debido figurar en la navaja que había matado a Zebedee: «A John Zebedee, de Priscilla Thurlby».

VII

Declaro que me resulta imposible describir lo que sentí cuando el nombre de Priscilla apareció ante mis ojos como una confesión escrita de culpabilidad. Ignoro cuánto tiempo transcurrió antes de que me recobrara lo suficiente. Lo único que puedo decir con claridad es que asusté al pobre grabador.

Mi primer deseo fue tomar posesión de la inscripción manuscrita. Le dije que era policía y que debía ayudarme en el esclarecimiento de un crimen. Incluso le ofrecí dinero. Apartó mi mano.

—Puede llevárselo a cambio de nada —dijo—, con sólo que se vaya de aquí y no vuelva nunca. —Intentó arrancar la página, pero sus temblorosas manos se lo impidieron. La arranqué yo mismo e intenté darle las gracias. No me oyó—. ¡Márchese! —exclamó—. No me gusta su aspecto.

Puede que se me objete aquí que no hubiera debido estar tan seguro de la culpabilidad de Priscilla hasta obtener más pruebas contra ella. La navaja podía haberle sido robada, suponiendo que hubiera sido ella la persona que la había arrebatado de las manos del grabador y podía haber sido utilizada luego por el ladrón para cometer el asesinato. Todo ello muy cierto. Pero nunca tuve ni un momento de duda, desde el instante mismo en que leí la terrible línea en el libro del grabador.

Volví a la estación del ferrocarril sin ningún plan en mi cabeza. El tren en el que me había propuesto alcanzarla había salido ya de Waterbank. El siguiente tren que llegaba iba a Londres. Lo tomé…, todavía sin ningún plan en mente.

En Charing Cross me encontré con un amigo. Me dijo:

—Tienes un aspecto horrible. Vamos a beber algo.

Fui con él. Lo que verdaderamente deseaba era un poco de alcohol; me hizo reaccionar y aclaró mi cabeza. Él siguió su camino y yo seguí el mío. Al cabo de poco tiempo, ya había decidido lo que haría.

En primer lugar, decidí renunciar a mi puesto en la policía, por un motivo que ahora enunciaré. En segundo lugar, tomé una habitación en una pensión. Ella sin duda regresaría a Londres e iría a mi casa para averiguar qué me había pasado. Entregar a la justicia a la mujer a la que quería era un deber demasiado cruel para un pobre hombre como yo. Prefería abandonar las fuerzas de la policía. Por otro lado, si ella y yo nos encontrábamos antes de que el tiempo me hubiera ayudado a dominarme, tenía el horrible temor de que fuera yo quien me convirtiera ahora en un asesino y la matara, allí y entonces. La muy traidora no sólo me había embaucado para que me casara con ella, sino que había hecho que una inocente se viera involucrada en el asesinato.

Aquella misma noche hallé una forma de aclarar las dudas que todavía asaltaban mi mente. Escribí al rector de Roth, informándole de que me había prometido con ella y preguntándole si podía decirme (en consideración a mi situación) cuáles habían sido las relaciones que había podido tener ella con una persona llamada John Zebedee.

Recibí su respuesta a vuelta de correo:

«SEÑOR: Dadas las circunstancias, creo que me siento obligado a decirle confidencialmente lo que amigos y personas queridas de Priscilla han mantenido en secreto por su bien.

Zebedee estuvo trabajando en esta comunidad. Lamento tener que decir esto de un hombre que ha conocido un fin tan miserable, pero su comportamiento con Priscilla demuestra que fue un canalla depravado y sin corazón. Se prometieron y, debo añadir con indignación, él intentó seducirla con la promesa de matrimonio. La virtud de ella se le resistió, y él fingió estar avergonzado de sí mismo. Se publicaron las amonestaciones en mi iglesia. Al día siguiente, Zebedee desapareció y la abandonó cruelmente. Era un buen sirviente, y supongo que halló trabajo en otro lugar. Dejo que imagine usted lo que la pobre muchacha sufrió bajo el ultraje infligido. Fue a Londres con mi recomendación, respondió al primer anuncio que vio y fue lo bastante desafortunada como para iniciar su carrera en el servicio doméstico en la misma pensión en la cual (como he deducido por la noticia de su asesinato en los periódicos) aquel hombre, Zebedee, llevó a la persona con quien se había casado tras abandonar a Priscilla. Puede usted estar seguro de que se unirá usted a una excelente muchacha, y acepte mis mejores deseos de felicidad». De esto se deducía claramente que ni el rector ni los padres y amigos sabían nada de la compra de la navaja. El único desgraciado que sabía la verdad era el hombre que le había pedido que fuera su esposa.

Me debía a mí mismo —o al menos esto me parecía— no dar motivos para pensar que yo también la había abandonado mezquinamente. Por terrible que fuera la perspectiva, comprendí que debía verla de inmediato y por última vez.

Ella estaba trabajando cuando entré en su habitación. Al abrir la puerta saltó bruscamente en pie. Sus mejillas enrojecieron y sus ojos llamearon con furia. Di un paso…, y ella vio mi rostro. Esto la hizo guardar silencio.

Hablé con el menor número de palabras que pude encontrar.

—Estuve en la cuchillería de Waterbank —dije—. Allí está la inscripción inacabada de la navaja, completada con tu letra. Una palabra mía podría hacer que te colgaran. Dios me perdone…, no puedo decir esa palabra.

Su rostro adquirió un terrible color de arcilla. Sus ojos se clavaron fijamente en mí, como los ojos de una persona que sufre un ataque. Permaneció allí de pie, inmóvil y en silencio. Sin decir nada más, dejé caer la inscripción en el suelo. Sin decir nada más, me fui.

No volví a verla nunca.

VIII

Pero supe de ella unos pocos días más tarde. Quemé la carta hace mucho tiempo. Desearía haberla olvidado también. Sigue grabada en mi memoria. Si muero con todas mis facultades mentales intactas, la carta de Priscilla será mi último recuerdo sobre la tierra.

En sustancia repetía lo que el rector ya me había dicho. Además, me informaba de que había comprado la navaja como un regalo a Zebedee, en lugar de una navaja similar que él había perdido. La compró el sábado y la dejó para que la grabasen. El domingo se publicaron las amonestaciones. El lunes él la había abandonado; y ella arrebató la navaja de la mesa del grabador mientras este todavía trabajaba en ella.

Sólo sabía que Zebedee estaba añadiendo nueva leña al insulto que le había infligido cuando se presentó en la pensión con su esposa. Sus deberes como cocinera la mantenían en la cocina, y Zebedee nunca descubrió que ella estaba en la casa. Todavía recuerdo las últimas líneas de su confesión:

«El diablo entró en mí cuando probé su puerta, en mi camino a mi habitación, y descubrí que no estaba cerrada, y escuché un poco y miré en su interior. Los vi a la mortecina luz de la vela: el uno durmiendo en la cama, la otra durmiendo junto a la chimenea. Tenía la navaja en la mano y se me ocurrió hacerlo de tal modo que la colgaran a ella por el asesinato. No pude sacar de nuevo la navaja cuando lo hube hecho. ¡Imagínate! Te amaba realmente…, no te dije sí porque pensaba que difícilmente podías enviar a la horca a tu propia esposa si alguna vez descubrías quién mató a Zebedee».

Desde entonces jamás he vuelto a saber de Priscilla Thurlby; no sé si vive o ha muerto. Mucha gente puede pensar que soy yo quien merece ser colgado por no haberla llevado a la horca. Puede que quizá se sientan decepcionados cuando lean esta confesión y sepan que he muerto decentemente en mi cama. No les culpo. Soy un pecador arrepentido. Adiós para siempre a todos los buenos cristianos piadosos.

viernes, 30 de septiembre de 2022

LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS Marcel Schwob





LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS

Marcel Schwob

El señor Williams Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien tuvo gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no cabe duda de que el poder de invención y síntesis perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher. Juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos los detuvieron. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.

El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió de haberse impregnado de los relatos del folklore. Hay, en lo que hizo, como un lejano resabio de las Mil y una noches. Similar al califa errante recorriendo los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, en su curiosidad de relatos desconocidos y personas extrañas. Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar las mayores ventajas de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, decidme —cumplido ya su gozo artístico—, con aquellos a los que les había cortado la cabeza? Con barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos en un sótano. ¿Qué beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.

De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinarzade. Al parecer, el poder de invención del señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de una buhardilla donde alojar magníficas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un canapé, un arcón y sin duda algunos utensilios de tocador componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. El señor Burke tenía por norma recibir cada vez a una sola persona: nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces escogía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis peldaños del caserón del señor Hare. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. Qué insaciable oyente era el señor

Burke. Al despuntar el día, el señor Hare siempre interrumpía el relato. La forma de interrupción del señor Hare era inevitablemente la misma, y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare solía colocarse detrás del canapé y aplicar ambas manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de este. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.

Cuando el cuento se detenía definitivamente, junto con el aliento del narrador, los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían el cuerpo en el arcón del señor Hare, para que se enfriara. Y, en este punto, el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.

En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero por culpa de los principios religiosos les costaba mucho trabajo procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, de ilustre espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. Nadie sabe cómo se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizá el señor Burke hubiera seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió de haberse inclinado, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por su esfuerzo. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Estos le interesaban muy poco al doctor Knox. El señor Burke opinaba igual, pues por lo común tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare aprovecharon la vida en plan diletante. Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.

Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró más allá de las normas y reglas de aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Hare, inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los muchos imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.

La fecunda imaginación del señor Burke se había hartado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. El resultado nunca había respondido a su expectación. Acabó interesado sólo por el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del teatro del señor Burke fue una máscara de tela rellena de pez. En las noches de bruma, el señor Burke salía con la máscara en la mano. Iba acompañado por el señor Hare. El señor Burke aguardaba al primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la máscara de pez súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la síntesis genial de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: la niebla esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían imitar a un borracho. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y despojaban al personaje: mientras el señor Hare vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.

Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos he de dejar a los señores Burke y Hare en medio de su gloriosa aureola. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus debilidades y sus decepciones? Sólo hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de sus vidas fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer ahorcaron a uno de los dos, y el doctor Knox tuvo que alejarse de la facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado más obras.

jueves, 29 de septiembre de 2022

LOS SICARIOS DE MIDAS Jack London


 

LOS SICARIOS DE MIDAS

Jack London

Wade Atsheler ha muerto —ha muerto— por mano propia.

Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando conocimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, en un análisis retrospectivo, lo explica la gran inquietud que la idea causaba. Uso la expresión «inquietud» deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, Wade Atsheler no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado cómo cavaban su lisa frente arrugas más y más hondas, como si la atacara una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros podrá olvidar los silencios en los que solía caer, en medio de las joviales reuniones que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos se contraían mientras que su cara padecía espasmos de pena mental, que delataban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no habrían servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien Wade era secretario privado —más aún, casi hijo adoptivo y socio— abandonó del todo nuestra compañía, y no, como lo sé ahora, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no podía responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. Por qué sucedía esto no lo podíamos entender entonces, pero cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade era el único heredero de los muchos millones de su patrón, y se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingo, tropiezos ni incomodidades en su uso.

Ni una acción de la compañía ni un penique al contado, ni un papel fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale la cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, cualquiera que ella fuese y en el momento que él quisiera.

Si se hubieran producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos hubieran sido díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que, a su esposa, quienes la conocían mejor la apodaban «Madre de los Gracos», con cariño y admiración. No hay que decir que este inexplicable testamento fue tema de todos por nueve días, y hubo chasco general cuando no se produjo demanda alguna.

Ayer apenas, Eben Hale entró al reposo eterno en su mausoleo. Ahora Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Recibí ahora mismo una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes de que se arrojara a la muerte. Esta carta que tengo a la vista es una narración, en su propia letra, que ensambla numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También me suplica hacer pública la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia misma.

Incluyo aquí el texto por entero:

Fue en agosto, 1899, después de mi retorno del veraneo, que recibimos la primera carta. No nos dimos cuenta entonces, no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: «Es broma lúgubre, y de pésimo gusto». He aquí, querido Jack, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los S. de M., 7 de agosto de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apurarlo en este detalle. Hasta puede pagamos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos ninguna cuota inferior a un millón. Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de economía social.

Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Rogamos ponga toda atención mientras explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se basa única y enteramente sobre la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto es verdad de todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas y capitanes de industrias virtualmente despojaron a los descendientes de los capitanes de guerra.

La mente y no el músculo priva hoy en la lucha por la vida; pero esta situación no está menos basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales de antaño saqueaban el mundo a sangre y fuego; los magnates financieros de ahora explotan al mundo aplicando las fuerzas económicas.

Nosotros, los S. de M., no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trusts y empresas de negocios (entre los cuales se cuenta la de usted) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama. No nos traban tontos escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, en vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinte veces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos a la cancha. Arrojamos el guante al capital del mundo.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan demandar de usted veinte millones de dólares.

Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Pregoneer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del 1º de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle 39. Será un obrero, a quien ni usted ni yo conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio, entramos en combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será triturada por las dos pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Comprenderás, querido Jack, que nos hayamos reído de tan desatinada comunicación. La idea, debimos admitir, estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para ser tomada en serio.

El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad la carta, y la guardó en su archivo. Pronto olvidamos su existencia. El 10 de octubre el correo nos trajo lo siguiente:

Oficina de los S. de M., 1 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en la calle 39, un obrero fue apuñalado en el corazón.

Su cuerpo yacerá en la morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de Octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía, en la esquina o cerca de la calle Street y Avenida Clemont.

Muy cordialmente,

Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con la perspectiva de un contrato con una empresa de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a su secretaria, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo una honda depresión me atacó. ¿Y si no fuera broma?, e involuntariamente busqué en un diario. Allí estaban, como convenía a la noticia de la muerte de una oscura persona de las clases pobres, las mezquinas diez líneas, en un rincón, junto al aviso de un boticario:

«Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle 39, un obrero llamado Peter Lascalle, camino a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón de un criminal desconocido que huyó. La policía no ha podido descubrir ningún motivo para el asesinato».

¡Imposible!, fue la respuesta del señor Hale, cuando yo le leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que riera de mí el comisario, aunque me prometió ocuparse del tema y asimismo que la esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, cuando la siguiente nota nos llegó por correo.

Oficina de los S. de M., 15 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa; pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente. Para protegernos de las molestias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho. Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de buscar en sus páginas, me leyó esta noticia:

«Un cobarde crimen. Joseph Donahue, mientras cumplía una guardia especial en el Distrito Once, fue muerto a medianoche de un certero tiro en la cabeza.

»La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clemont, a plena luz del día. En verdad que nuestra ciudad es poco segura si los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio ni tiene pistas». Apenas terminó él de leer, cuando llegó la policía —el comisario mismo con dos de sus sabuesos, visiblemente alarmados, mejor dicho perturbados—. Aunque los hechos eran tan escuetos como sencillos hablamos mucho, repitiéndolos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y los criminales serían aplastados.

Había decidido, mientras tanto, dotarnos de una custodia especial y destinar una patrulla a la vigiliancia continua de la casa y los jardines. Una semana después, a la una de la tarde, se recibió este telegrama:

Oficina de los S. de M., octubre 21, 1899.

Señor Eben Hale; plutócrata:

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.

Créanos, esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco, que su vida nos es querida. No tema. No tema. No le haríamos daño por nada del mundo. Es nuestra política cuidar a usted con ternura y protegerlo de todo peligro. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga la seguridad de que no vacilaríamos un momento en destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando nos haya abonado nuestro precio, tendrá necesidad de ahorrar. Despida a sus custodios ahora, y reduzca sus gastos. Dentro de los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Brentwood Park.

El cuerpo se podrá encontrar entre los arbustos, al borde de la senda que va hacia la izquierda del kiosco de música.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Enseguida, el señor Hale avisó del inminente crimen por teléfono al comisario. Quince minutos después nos avisó él mismo que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado.

Esa noche los diarios abundaban en chillones titulares sobre Jack el Estrangulados denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener el asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, Jack, el señor Hale era un hombre de hierro.

Rehusaba rendirse. Pero era terrible este tremendo ego, esta fuerza ciega en la oscuridad. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada; sólo apretar las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente o dañina, pero tan muerta por nosotros como si lo hiciéramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó, sus arrugas

ahondándose, los ojos y boca afirmándose en su severidad, y la cara envejecida de hora en hora. No hay ni que hablar de mi sufrimiento en este tremendo período. Busca aquí las cartas y telegramas de los S. de M., y los artículos de diarios, etc., relativos a los asesinatos.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los S. de M. parecían tener acceso a los entretelones del mundo de los negocios y las finanzas. Se apoderaban de informaciones y nos las comunicaban, cuando ni siquiera nuestros agentes las conseguían.

Una nota oportuna de ellos, en un momento crítico de cierto trato, ahorró al señor Hale cinco millones netos. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado atentara contra la vida del patrón. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía.

Persistimos. El señor Hale estaba resuelto a los últimos extremos. Desembolsamos a razón de cien mil dólares semanales en vigilancia especial. Contratamos a la agencia Pinkerton, a Sherlock Holmes y a un sinnúmero de agencias y detectives particulares; varios miles de detectives figuraban en nuestra lista de pago. Nuestros investigadores pululaban por doquier, con todos los disfraces, investigando en todas las clases sociales. Seguían miles de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos, y miles de otros sospechosos eran vigilados; pero nada tangible salió a luz. En sus comunicaciones, los S. de M. cambiaban continuamente el método de envío.

Cada mensajero que nos mandaban era arrestado de inmediato. Pero estos probaban siempre ser inocentes, mientras que sus descripciones de los remitentes nunca coincidían. El último día de diciembre nos trajo esto:

Oficina de los S. de M., 31 de Diciembre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga pensar que usted está ya bien versado en ella—, nos permitimos hacerle constar que le daremos el pasaporte desde este Valle de Lágrimas al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas.

Es su costumbre estar en su oficina privada a esta hora. Mientras usted lee esta, respira él su último aliento.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Solté la carta y salté al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída al suelo de un cuerpo. Luego una voz extraña me dijo: ¡hola!, me dio los saludos de los S. de M. y cortó.

Como un relámpago hablé con el telefonista de la Jefatura, pidiéndole que socorrieran al comisario en su oficina privada, y me mantuve en el teléfono. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre y muriendo. No había testigos y no encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía de sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Ofrecía recompensas por más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea de sus recursos y de cómo los usaba, sin tasa. Su pelea era por un principio, no por el dinero, según afirmaba.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones del Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a investigar a los S. de M. y todo los agentes del gobiernos se dedicaban a la gigantesca cacería. Pero todo fue en vano. Los S. de M. tenían su manera y golpeaban sin errar. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las manchaba. Si no era técnicamente un asesino, sin que ningún jurado tuviera motivos para acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar de su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los demás. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, mujeres, ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el país. A mitad de febrero, una noche, después de cenar, mientras estábamos

en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Yo mismo fui a abrir y encontré sobre la alfombra del corredor, esta misiva:

Oficina de los S. de M., 15 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiados abstractos en la conducción de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. La señorita Adelaide Laillaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laillaw, y sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted haya leída esto, la visita habrá terminado.

Muy cordialmente.

Las Sicarios de Midas.

Al instante nos dimos cuenta de lo que esto significaba.

Corrimos por la gran casa, hasta el departamento de la hija del señor Hale, sin hallarla. La puerta estaba cerrada con llave, pera la hundimos a empujones desesperados, y allí yacía recién vestida para la ópera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, casi viva.

Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás las relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó a que seguiría con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

Al día siguiente me sorprendió su jovialidad. Había pensado yo que la última tragedia le produciría un hondo golpe, pero hasta qué punto lo había conmocionado, solo lo supe luego. La mañana siguiente lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su cara devastada por la congoja. Asfixiada. Por connivencia entre la policía y las autoridades se comunicó al mundo aquel deceso como un ataque al corazón. Creíamos juicioso ocultar la verdad.

Apenas había dejado la cámara mortuoria, cuando —pero demasiado tarde— la siguiente extraordinaria carta se recibió:

Oficina de los S. de M., 17 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted, sin duda, lo habrá descubierto. Pero queremos informarle que aun este único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto y de que somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones, nosotros pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación del agravio y de la injusticia industrial. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social. Creemos en la supervivencia de los más aptos.

Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos en nuestro ser a la misma ley natural. Ahora surge la cuestión: bajo el presente ambiente social, ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos.

Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente suyos.

Los Sicarios de Midas.

Jack, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicarlo? Este relato aclara todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laillaw y luego el señor Hale. Desde entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado de que una mujer de clase media sería asesinada en el parque Golden Gate, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a lo que sabía yo.

Es inútil. He sido leal al señor Hale y trabajé duro para que mi lealtad tenga este premio, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en mí, ni a la palabra dada. He legado les muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos.

Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes que tú leas esto, habré dejado este mundo. Los S. de M. son todopoderosos. La policía es imponente. Supe por él que otros millonarios habían sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos? No se sabe, pues si uno cede a los S. de M., su boca queda sellada. Quienes no cedieron aún a la extorsión, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada, también entiendo que sucursales similares han hecho su aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra una clase, es una clase contra una clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han defraudado. Las autoridades me pidieron y suplicaron guardara este secreto. Lo he hecho, pero ya no lo puedo callar. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.

Tú, Jack, responde a este, mi último pedido: pública esto. No temas. El destino de la humanidad está en tu mano ahora. Que la prensa imprima millones de ejemplares, que la radio lo difunda por el mundo; donde sea que los hombres se encuentren y hablen, que hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuando todos estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda potencia y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós. Wade Astheler.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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