Henry Christopher Bailey (1878–1961) fue un autor inglés de detectives fiction . Bailey escribió principalmente historias cortas con un detective médicamente calificado llamado Reggie Fortune. Los modales y el discurso de la fortuna lo ubican en la misma clase que Lord Peter Wimsey, pero las historias son mucho más oscuras y con frecuencia involucran obsesiones asesinas, corrupción policial, problemas financieros, maltrato infantil y errores de justicia. Aunque el Sr. Fortune se ve mejor en cuentos cortos, también aparece en varias novelas.
Un segundo personaje de la serie, Joshua Clunk, es un abogado que expone la corrupción y el chantaje en la política local, y que logra beneficiarse de los crímenes. Aparece en once novelas publicadas entre 1930 y 1950, incluyendo The Sullen Sky Mystery (1935), ampliamente considerado como la obra maestra de Bailey .
Bailey también escribió ficción histórica. Su primera novela histórica, My Lady of Orange (1901) gira en torno a William the Silent , y su participación en la revuelta holandesa . [1]
Los trabajos de Bailey se publicaron en varias revistas, principalmente The Windsor Magazine pero también Adventure [2] y Ellery Queen's Mystery Magazine .
LA
CASITA
H. C. Bailey
EL señor Fortune se disponía a
salir hacia Scotland Yard cuando le presentaron la tarjeta de la señora
Pemberton.
—Dice que la manda la señora
Warnham, señor —dijo la camarera.
El señor Fortune bajó para
recibir a una viejecita vestida como la reina Victoria. Tenía una cara redonda
y rosada y abundante cabello blanco. Sus maneras no eran reales, pero sí muy
femeninas.
—¡Señor Fortune! ¡Qué bueno es
usted al querer ayudarme! La señora Warnham me dijo que lo haría. —Juntó sus
manos—. Fue usted tan magnífico para ella.
—La señora Warnham es demasiado
amable…
—Salvó usted la vida de su
querido hijo.
—Espero que no se tratará de nada
parecido —dijo el señor Fortune.
La señora Pemberton se frotó los
ojos y las lilas blancas de su gorro negro oscilaron.
—No, en efecto. Vivian está
completamente bien. ¡Pero ha perdido su gatito, señor Fortune!
El señor Fortune dominó sus
emociones.
—Lo siento muchísimo. Pero temo
que los gatitos no son mi especialidad.
La bonita cara de la anciana se
mostró apenada.
—Lo sé. Es lo que dije a la
señora Warnham. Le dije que usted no querría ser molestado por esto, que
solamente se reiría de mí, como la policía.
—Pero no me rió —dijo Reggie.
—No lo haga, por favor. Ella me
dijo que debía venir a decirle a usted que estoy realmente preocupada, y que
usted me escucharía.
—Tenía toda la razón.
—Estoy terriblemente preocupada.
—Retorció sus manitas—. ¿Ve usted? Por la manera extraña como sucedió. Pero la
gente de al lado es tan peculiar; ya sé que la policía no lo toma en serio. El
oficial fue muy atento, pero sonreía, ¿sabe?, sólo sonreía.
—Lo sé —dijo Reggie—. Sonríen. Yo
he pasado por eso.
—¿Verdad que sí? —La señora
Pemberton suspiró—. La señora Warnham dijo que usted comprendería.
—Sí, sí. Es muy amable. Quizá
convendría que empezase usted por el principio.
Eso fue algo difícil para la
señora Pemberton. Los hechos, extraídos pacientemente y puestos en orden por
Reggie, presentaron esta forma:
La señora Pemberton era viuda y
su único hijo tenía un puesto de mando en la India. Vivía en Elector’s Gate,
una de esas calles de grandes casas victorianas, junto al parque. Su nieta
Vivian, de seis años, recientemente había venido a vivir con ella y trajo un
gatito persa de color gris. Con cuidado y esfuerzo se había logrado que
floreciera un jardín detrás de la casa. Allí estaban jugando Vivian y el gatito
cuando éste saltó el muro. Vivian trepó hasta poder mirar al otro lado, vio al
gatito en el patio pavimentado de la casa contigua, y cómo una niña salía
corriendo de aquella casa, se apoderaba del gatito y volvía adentro corriendo
también. Vivian acudió llorando, a la señora Pemberton. La señora Pemberton se
puso el sombrero y llamó a la casa contigua. Le dijeron que nadie había salido
al patio, que no había entrado ningún gatito, que no tenían ningún gatito y que
su nieta debía haberse equivocado. No fueron nada amables.
—¿Quiénes son? —preguntó Reggie.
La señorita Cabot y su padre
vivían allí. En realidad, ella no los conocía más que de saludarlos con una
inclinación de cabeza. Pero hacía mucho tiempo que vivían allí, doce años o
más, y eran una gente muy tranquila. Los vecinos perfectos, con los que no
había existido nunca la menor dificultad hasta esa cosa horrible. Pero,
naturalmente, la señora Pemberton no podía dejar que se apropiasen del gatito
de Vivian. Fue a la comisaría y se quejó. Y la policía no quiso tomarlo en
serio.
El señor Fortune, ante los
inocentes ojos azules de la ancianita, se esforzó por hacerlo. Los envidiosos
dicen que tiene mucho éxito con las señoras ancianas. La señora Pemberton se
fue murmurando que era un hombre muy bondadoso. Él se quedó preguntándose por
cuánto tiempo lo creería así. No le parecía posible persuadir a la policía de
que perdiera horas de dormir por aquel caso. Pero había en él ciertos puntos
que ocupaban su mente, mientras se dirigía a Scotland Yard.
El inspector Avery le preguntó:
—¿Está usted preocupado por algo,
señor Fortune?
—Sí, sí. Un caso muy interesante.
¿Elector’s Gate pertenece a su distrito?
—Sí, señor.
—¿Qué saben ustedes sobre el
gatito persa de la señora Pemberton?
Lomas se puso el monóculo.
—¡Compañero! —protestó.
El inspector Avery también se
sintió herido en su dignidad.
—No acuden a mí para hablarme de
gatitos, señor.
—Acuden a mí —dijo Reggie, en
tono triste—. ¿Entonces no fue usted quien sonrió?
—¿Cómo?
—La señora Pemberton dice que
acudió a la policía y que sonrieron. Fueron muy amables pero sonrieron. Se
sintió herida.
—Recuerdo haber oído hablar de
eso —admitió el inspector Avery—. La señora se puso muy patética. Pero hicieron
lo que se acostumbra: mandar un sargento a la casa donde se suponía que estaba.
La señora de esta casa dijo que no lo tenían. Su sobrinita había tratado de
atraparlo, pero escapó. No podíamos hacer nada más.
Reggie encendió un cigarro.
—Su sobrinita trató de atraparlo
—repitió lentamente—. Eso es muy interesante. —Miró a través del humo al
sorprendido inspector.
—Podría ser —gruñó Lomas—. ¿Por
qué esta devoción por los gatitos, Reginald?
Reggie le contó la historia de la
señora Pemberton.
—¡Muy triste, muy triste!
—suspiró Lomas—. Pero los gatitos serán gatos. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que
deje mi tarjeta con mi profunda simpatía y sentimiento?
Reggie sacudió la cabeza y dijo
tristemente:
—¿No observó usted nada? Lomas,
usted no toma esto en serio. Cuando la señora Pemberton fue a reclamar el
gatito, la señorita Cabot dijo que nadie había salido por atrás. Cuando fue la
policía, dijo que su sobrinita había tratado de atraparlo.
Lomas se puso el monóculo y dijo:
—¡Ajá! El caso, en efecto, se
presenta muy negro. La señorita Cabot primero no sabía lo de su sobrinita y
después se enteró. Es una mujer profunda y oscura, Fortune —y sonrió.
—Sí, es una fuerza bromista, la
de la policía —afirmó Reggie—. Eso es lo que molestó a la señora Pemberton. Y
ahora, ¿quieren pensar un poco? Una simpática anciana llama muy apenada y dice
que la niña de la señora Cabot se ha apoderado de su gatito y la señorita Cabot
dice que no había ninguna niña y la despide. ¿Por qué tanta brusquedad? Porque
había una niña y había un gatito. —Volvióse al inspector Avery—. ¿Su sargento
vio a la niña?
—No, señor. No hubo ocasión. Vio
a la señorita Cabot, que fue muy rotunda en cuanto a que el gatito había
escapado.
—Sí. Notable afán por no saber
nada sobre el gatito. Niña huidiza.
—¡Mi querido Reginald! —dijo
Lomas—. Hay para eso una docena de explicaciones. A la mujer no le gustan los
gatos. La niña es traviesa. La mujer no quiere que la molesten.
—No, no quiere que la molesten.
Esto es lo que me impresionó.
—Temo que su simpática señora
Pemberton es un poco quisquillosa, Reginald.
—Bueno, bueno, siento no
interesarles.
Reggie saludó y salió. Avery miró
algo preocupado a Lomas, quien se echó a reír.
—Es un tipo magnífico —dijo—.
Pero ve cosas que no existen.
—Este asunto del gatito me
inquieta —dijo Avery, pensativo—. Creo que deberíamos ver a la niña.
—¡Dios mío! —exclamó Lomas—.
Váyase a casa y duerma. No quiero que mis agentes padezcan de alucinaciones.
Pero el inspector Avery no se fue
a casa. Tenía conciencia. Volvió a la comisaría de su distrito.
En Scotland Yard no se considera
que el señor Fortune responda al tipo de pequeño inspector imaginativo. Tiene
también una conciencia activa. Se dirigió a Elector’s Gate.
Dícese que Fortune posee un raro
poder para adivinar a las personas detrás de los hechos, una especie de sexto
sentido. Él se ríe de esto. Según la opinión que manifiesta de sí mismo, es tan
vulgar que todo lo que no es vulgar le inquieta. Desde el primer momento le
pareció rara la desaparición del gatito.
Dejó el coche junto al parque y
avanzó a pie por aquella majestuosa calle victoriana. La hilera de fachadas se
interrumpía en uno de los lados para dejar una abertura que conducía a una
pared lisa. En aquel pasaje había dos pequeñas casas de ladrillo, una frente a
otra, ocultas detrás de las solemnes mansiones del resto de Elector’s Gate. En
una esquina del pasaje estaba la casa de la señora Pemberton. Luego, la de la
señorita Cabot era la pequeña casa contigua, detrás de aquélla, en el pasaje.
Reggie se frotó la barbilla. Así, pues, la señorita Cabot no vivía de la manera
que puede sugerir una dirección en Elector’s Gate. Una casa pequeña, con una o
dos sirvientas. Bonita y tranquila. No había tránsito allí. No había vecinos a
un lado. Eran gente que vivía muy retirada, esos Cabot.
Reggie oprimió el timbre de la
casa de la señora Pemberton. Apenas había sido introducido en el salón, cuando
la anciana apareció corriendo y exclamando:
—¡Querido señor Fortune! ¡Qué
bueno es usted! ¿Ha descubierto algo?
—No. Vine para ver si puedo
descubrir algo aquí.
—¡Oh, cuánto me alegro! ¡Ha
sucedido una cosa tan extraña! Deje que se lo enseñe. —Lo hizo pasar a una
salita y sacó de un cajón de un escritorio un trozo de basto papel azul—.
¡Mire! Al regresar de verlo a usted encontré esto en el jardín.
Reggie lo colocó sobre la mesa.
Tenía una forma curiosa y una tosca línea negra al borde, todo alrededor.
—¿Ve usted? ¡Quiere ser un
gatito!
—Sí, quiere ser un gatito
—convino Reggie, gravemente—. Alguien dibujó un gatito en papel de envolver…,
con un pedazo de carbón…, y luego rasgó el papel a lo largo de la línea… para
hacer un gatito de papel. Alguien que no tiene muchos años. —Se estremeció
ligeramente—. ¿Lo ha visto su nietecita?
—No. Vivian no estaba cuando lo
encontramos. Fue a una fiesta. Me alegré de ello, ¿sabe?, pues parecía hecho
para molestarla.
Reggie dobló el papel y lo guardó
dentro de su cuaderno de bolsillo. Su cara redonda estaba pálida y reflejaba
enojo.
—¡Oh! ¿Quiere usted hablar con
ella sobre eso? —murmuró la señora Pemberton.
—No quiero que nadie le hable
sobre eso.
—Me alegro mucho. Vivian sólo
tiene seis años, ¿comprende?, y…
—¿Y nadie excepto Vivian ha visto
nunca a la niña de al lado?
—¡No, es verdad! No se me había
ocurrido. ¡No, en efecto! Ignorábamos que hubiese una niña ahí. ¡Oh! Pero estoy
segura, señor Fortune, de que la niña estaba si Vivian lo dijo.
—¿Se fijó Vivian en su aspecto?
—¡Pobre criatura! ¡Estaba tan
disgustada! —la excusó la señora Pemberton—. Dijo que era una niña fea y sucia.
Los niños hablan así, ¿sabe?, cuando están trastornados. No significa nada.
Reggie no contestó. Acercóse a la
ventana. El jardín de la señora Pemberton era un agradable revoltijo de plantas
de las que arraigan en las rocas. La casita contigua tenía un patio desnudo y
pavimentado.
—¡Oh! ¿Quiere usted salir?
—exclamó la señora Pemberton—. Le puedo mostrar el lugar exacto donde cayó el
papel.
—No, no saldré. —Reggie se
volvió—. Adiós, señora Pemberton. No permita que nadie hable. No deje que nadie
sepa quién soy. No deje que Vivian piense en este asunto.
—¡Señor Fortune! ¿Quiere usted
decir que hay algo terrible?
—Lo peor para Vivian es que ha
perdido un gatito. No hay nada más que pueda preocuparla a usted.
—Pero usted está preocupado por
algo.
—Sí, yo estoy para eso —dijo el
señor Fortune—. Adiós.
Era la hora que Lomas dedicaba a
su club. Estaba frente al fuego de la sala de fumar, pronunciando la condena de
la última obra teatral estrenada, cuando Reggie asomó, lo miró y desapareció.
Lomas fue tras él sin apresurarse. Lo encontró en el vestíbulo, golpeando el
suelo con el pie, impaciente.
—Mi querido compañero, ¿qué pasa?
¿Acaso el gatito le ha jugado una mala pasada?
—Venga —dijo Reggie.
Lomas lo siguió con su estudiada ligereza
habitual, para ser empujado dentro del coche y encontrarse sentado junto a
Reggie.
—¿Por qué esas prisas, Reginald?
—protestó—. ¿Por qué raptarme de esta manera, a mí, inocente joven? ¿Adónde me
lleva, miserable?
Al señor Fortune no le divertía
la broma.
—Vamos a esa maldita comisaría de
Avery —dijo. Extendió sobre su rodilla un papel azul y añadió—: Por esto.
—¡Dios mío! —gruñó Lomas—. ¡Un
gatito! El esfuerzo de un niño para crear un gatito. ¡Oh, mi querido Reginald!
Reggie aspiró profundamente.
—¿Le importaría dejar de
chancearse? —dijo en voz baja—. Estoy asustado.
—¡Mi querido compañero! ¡Oh, mi
querido compañero! ¿Por qué, si puede saberse?
—Por la niña que hizo esto.
—Reggie guardó el papel—. ¡Dios mío! ¿No lo advierte? Hay algo diabólico en aquella
casita.
El inspector Avery estaba aún en
la comisaría. No mostró sorpresa al verlos.
—Le dije que se marchara a casa,
joven —dijo Lomas.
—Sí, señor. Ya lo sé. Estaba un
poco preocupado por el caso del gatito.
—¡Ah! ¿Sí? El señor Fortune lo ha
tomado muy a pecho.
El rostro vivaz de Avery se
volvió hacia Reggie y dijo ansiosamente:
—¿Por la niña, señor?
—Sí, sí. ¿Qué sabe usted de la
niña?
—Nadie sabe nada. Precisamente
por eso me parece turbio.
—Sí, es turbio —contestó Reggie—.
Mande dos hombres a vigilar esa casa.
—Mandé uno ya, señor.
—¡Diablos! —exclamó Lomas.
—Bien. Pero pondremos dos, hágame
el favor. Uno para seguir a la niña si la sacan. Otro para quedarse allí,
suceda lo que suceda. El comisario de ronda deberá estar en contacto con ellos.
En aquella casa habitan la
señorita Cabot, una hermosa dama ya no muy joven, su padre y un viejo
matrimonio que constituye la servidumbre, muy reservados. Han vivido allí doce
años, en mucha quietud; nunca tienen invitados, y en cuanto a niños…, bueno,
los criados de Elector’s Gate se ríen de la idea. Si hay una niña, la guardan
dentro de un armario, dijo uno de ellos. Pero hay una. La señorita Cabot lo
confesó.
—Había una niña —dijo Reggie
gravemente, sacando el gatito de papel azul.
El inspector Avery, al verlo,
aspiró con fuerza.
—Algo misterioso, señor. —Se
inclinó sobre el papel, intrigado—. No sé qué pensar de ello, señor.
—Había una niña en aquella casita
que quería hacer un gatito. Sólo tenía papel de empaquetar, sólo tenía un
pedazo de carbón para dibujarlo, no tenía tijeras para recortarlo. Esto es lo
mejor que pudo hacer. Quería decir a la niña de al lado algo sobre su gatito.
Lo arrojó por encima del muro.
—No me gusta el asunto, señor.
—¿Adónde va a parar todo esto?
—exclamó Lomas—. Hay una niña que está sola y hace travesuras.
Reggie se volvió hacia él.
—Hay una niña en aquella casita
que vive una extraña vida. El único papel que pudo obtener procedía de un
paquete, precisamente de un paquete de aparatos científicos.
—¿Está usted seguro de esto, señor?
—preguntó Avery, ansiosamente.
—Es la clase de papel que usan
siempre para envolver vidrio. —Reggie señaló con el dedo—. Miren este pedazo de
etiqueta: «…ette & Co.» Es de Burette. Una firma de primera clase. ¿Qué
hacen los Cabot en aquella casita para necesitar vidrio de Burette y tener
encerrada a una escuálida y miserable niña?
—¿Escuálida? —preguntó Lomas.
—La niña Pemberton la vio. Estaba
sucia.
—Tienen la casa limpia como una
patena, según afirman los vecinos —dijo Avery, frunciendo el ceño.
—Sí. Muy limpia. Y la niña oculta
está sucia y asquerosa.
—Y se dedican a algún trabajo
científico. ¿Cree usted que hacen experimentos con la chiquilla, señor?
—No sé. No sé nada. Pero estoy
asustado.
—Los atraparemos, cualquiera que
sea el juego que se traigan —afirmó Avery con arrogancia.
—¿Y la niña? —murmuró Reggie.
Lomas se puso de pie.
—Ganó usted —dijo—. Lo siento.
Fue un error mío. Bien, no hemos perdido mucho tiempo. Lo resolveremos ahora.
Primeros puntos a dilucidar: ¿Quiénes son los Cabot y qué es lo que les mandó
la casa Burette? Tienen que ser vigilados dondequiera que vayan, Avery…, y sus
criados también. Esta noche pondré a Bell a trabajar en el caso. Infórmele.
Podemos averiguar lo de Burette en media hora, por la mañana. ¿Algo más,
Reginald?
—Sí. Debe averiguar si alguien
perdió una niña hace algún tiempo.
—Podemos ver los registros. Será
poco probable, ¿no? Sea quien sea la niña, se habrán apoderado de ella
tranquilamente, esa gente tranquila.
—¡Oh, no es un secuestro
ordinario! —dijo Reggie—. Le recomiendo, Avery, por el amor de Dios, que no
deje que los Cabot se den cuenta de que los vigilan. Pueden liquidar a la niña
esta noche.
—¡Gran Dios! Señor, no, no lo
creo. Si saben que están vigilados, sabrán que no pueden cometer un asesinato.
—Podría resultar imposible
demostrar que es un asesinato. El señor Cabot es un hombre de ciencia. Advierta
a sus hombres que tengan cuidado.
—No podemos obtener una orden de
registro con estas pruebas —dijo Lomas, frunciendo el ceño—. No podemos hacer
nada esta noche. Pero, ¡Dios mío!, haré que alguien entre en la casa por la
mañana.
—Sí, yo iré —declaró Reggie.
—¡Mi querido compañero!
—Se necesita un médico para esa
niña.
Aquella noche el señor Fortune no
pudo dormir. Temprano se dirigió a Scotland Yard, donde encontró al inspector
Bell fresco y cordial después de una noche de guardia.
—Hay algo para usted, señor
Fortune. Son gente rara, esos Cabot. ¿Dónde cree usted que fueron anoche? A un
club nocturno. ¡Hágame el favor…! El Doodah Club. Sí, el viejo y la mujer que
viven de una manera tan pacífica, van al Doodah, que es de lo más alegre que
tenemos. Bueno, tan pronto como me enteré de que estaban allá, mandé a uno de
nuestros expertos en centros nocturnos. Conocía muy bien de vista a los Cabot.
Son concurrentes asiduos al Doodah. Averiguó que Cabot es conocido allí como
Smithson y que tiene un negocio de contador o algo así en Soho. No hay nada en
nuestros registros contra él. Pero investigamos sobre Smithson & Co.,
naturalmente.
—Sí. ¿Ha encontrado algo
referente a una niña perdida?
Bell movió la cabeza
negativamente.
—No tenemos ningún informe de
ninguna cuyos datos concuerden con esta niña. No se pierden muchos niños hoy en
día. Sigo buscando aún. Pero es como si buscáramos una aguja en un pajar,
señor.
—Lo sé. ¿Y la casa Burette?
—Harland se ocupa de eso. Antes
de mediodía sabremos su versión del asunto.
—Ahora, ¿quién me acompaña a la
casa? Quiero un individuo con arrestos y que sepa charlar.
El inspector Bell lo miró con
solicitud.
—¿Está usted decidido a ir, señor?
Si me permite decirle…
—Bueno, lo suponía. —Bell
suspiró—. Nadie podrá hacerlo mejor que Avery, señor. Es un viejo sabueso.
—Sí. Ya lo pensé. Pero ¿sabe
charlar?
—Puede hacerlo. Es un político.
—¡Oh, madre! —exclamó Reggie.
Algo más tarde dos hombres vistiendo
el uniforme de los inspectores del Servicio de Aguas entraron en Elector’s
Gate. Un barrendero pidió a uno de ellos un fósforo y, mirando por encima de su
cigarrillo, observó:
—Todos han salido menos la
criada. Cabot y su hija salieron juntos. El criado ha ido a la taberna.
Los inspectores siguieron su
camino.
—Esto es suerte, señor —dijo
Avery.
—No. Esto es Bell armando
alboroto en Smithson & Co. Ya pensé que los atraería. Sus agentes dijeron
que el criado pasa el día en la taberna, hasta que la cierran. Supuse que
estaría ya en el umbral cuando la abriesen… si su amo se quitaba de en medio.
Ahora, a charlar mucho, hágame el favor.
Avery tocó el timbre de la puerta
de servicio de la casita. Transcurrieron algunos minutos, se abrió la puerta y
apareció una mujer flaca, vestida de negro, ceñuda. Avery dijo que sentía
molestarla, pero que debían revisar la instalación. Ella opuso reparos. Avery
repitió que lo lamentaba, pero que se trataba de la inspección reglamentaria y
debían efectuarla, porque la ley es la ley.
—Allá está el comisario, señora,
vaya y pregúntele.
Se les franqueó la entrada.
—Todas las espitas, haga el
favor; luego revisar las tuberías, luego la cisterna. Todas las instalaciones.
Ahora, a ver, ¿dónde está la cañería de entrada?
Escuchó con aire profesional.
—¡Ah! Me lo suponía. Echa una
mirada al fregadero, camarada. Y ahora, si me hace el favor, señora, arriba.
La hizo subir delante de él,
mientras seguía hablando del agua y de la ley.
Reggie entró en la cocina, la
atravesó hasta el fregadero, abrió las espitas para que se oyera el ruido del
agua, volvió atrás y gritó:
—¡Las espitas están abiertas,
compañero!
Y le contestaron:
—¡Bien! ¡Quédate junto a la
cañería de entrada!
Y oyó la continua charla de Avery
y los gruñidos de la sirvienta. Pasó rápidamente de una habitación a otra,
todas como arregladas por los tapiceros a su propio gusto, y no vio ningún
objeto de niña, ni señal alguna que pudiese haber hecho una criatura. Oía que
Avery andaba por el piso de arriba, hacía objeciones sobre el plomo de las
cañerías y exigía que se abriesen puertas. Avery no olvidaba nada.
—¡Eh! ¡Camarada! —gritó—. Prueba
la espita de entrada. Ahora, arriba, a la cisterna, señora, haga el favor.
Subió charlando. Reggie estaba en
el vestíbulo. Había un armario bajo la escalera. Lo abrió, y en la oscuridad
descubrió el brillo de unos ojos. Entró.
—Querida… —dijo con suavidad—.
¿Cómo te llamas?
No obtuvo más contestación que un
jadeo.
Encendió una linterna eléctrica y
vio a una niña agachada en el rincón. Tenía la cara pálida y sucia, parecía no
tener cuerpo, tan acurrucada estaba para apartarse de él.
—Soy un amigo —dijo Reggie,
tomándole la mano—. No temas. —Sus dedos acariciaron el brazo flaco y desnudo,
el cuello—. ¿Dónde está el gatito?
La carita se estremeció.
—Murió. Sí. Está en la basura
—dijo, jadeando.
—Soy un amigo —repitió Reggie—.
Espera; sólo espera un poco. No tengas miedo.
Apagó la linterna y cerró el
armario. Los pasos pesados de Avery se oían en la escalera.
—¡Oye, compañero! ¡Los desagües
están atrás! —gritó Reggie.
—Échales una ojeada, Bill.
Échales una ojeada —dijo Avery.
Y retuvo a la mujer flaca en el
vestíbulo, en conversación.
Reggie salió al patio
pavimentado. Vigilando la ventana de la cocina, metió la mano en el cubo de la
basura y sacó una cesta de esparto. La metió dentro de su chaqueta y volvió a
la casa gritando:
—¡Todo está bien, compañero!
¿Cierro las espitas?
—Ciérralas, Bill. ¡Vamos! Buenos
días, señora. Perdone que la hayamos molestado. El deber es el deber.
La mujer flaca, rezongando sobre
tanto alboroto y tonterías, cerró de un portazo tras ellos.
Un chófer se apeó de su coche
cuando ellos pasaron.
—Vigile, vigile —murmuró Avery,
corriendo.
Era difícil seguir a Reggie. Éste
se dirigió a una oficina de Correos, dijo a Avery que buscase un taxi y se
encerró en la cabina telefónica.
—¿Inspector Bell? Habla Fortune.
¿Qué averiguó usted sobre los Cabot? ¿Alguien los interrogó en las oficinas de
Smithson & Co.? Entreténgalos. La niña está en la casa y en peligro de
sufrir alguna mala jugada. Sí. Muerte. Peligro inmediato. Quiero rápidamente
una orden de registro. Está bien. En mi casa.
Se reunió con Avery en el taxi y
se alejaron.
—Ni rastro de la niña, señor
—empezó Avery—. Pero había…
—Vi a la niña —lo interrumpió
Reggie—. Vive todavía. También tengo al gatito. Muerto.
Sacó la cesta de esparto y de
ella el cuerpo frío y rígido de un gatito persa.
—Muerto, ¿eh? Está bien. ¿De
muerte natural, señor?
Reggie señaló los ojos.
—No. Natural, no. No hay mucha
cosa natural en aquella casa.
Se estremeció.
—¿Por qué habrán querido matarlo?
—¿Por qué querrán tener a la niña
encerrada en un armario oscuro?
—La meterían allí cuando
llegamos, supongo.
—Sí. Sale algunas veces. Pero
está acostumbrada a la oscuridad.
—¡Son diabólicos! —exclamó
Avery—. Pero ¿qué se traen, señor? ¿Experimentos científicos? Había una
habitación donde no pude entrar. La mujer dijo que el amo tenía la llave. Pero
comprobé que tenía instalación de agua.
—Sí. Los laboratorios la tienen.
—El taxi entró en Wimpole Street y se detuvo—. Vaya a Scotland Yard y vea a
Bell. Tengo que examinar el gato.
Pero antes que nada se dirigió al
teléfono, llamó a su hospital y preguntó por cierta enfermera.
Cuando llegó Bell vestía ya su
propio traje y comía sin apetito.
—¿Tiene la orden? —Se levantó—.
Bien. ¿Dónde están los Cabot?
—No podría decirlo en este
momento, señor. Nuestros hombres tenían orden de entretenerlos hablando lo más
posible. Pero no había mucho que decir. Ese negocio parece claro. Hacen trabajo
de contabilidad para los restaurantes extranjeros.
—El hombre que murió en
Kensington Gardens… —murmuró Reggie.
—¡Buen Dios! ¡Señor! —exclamó
Bell—. Ciertamente, era del negocio de restaurantes. Y era aficionado a las
drogas, según dijo usted.
—Vamos, vamos. Quiero volver
junto a esa niña antes que los Cabot.
Pero en cuanto el coche se puso
en marcha, Bell insistió:
—Referente a las drogas, señor…
¿Qué pensó usted de la casa, esta mañana? Avery dijo que había una habitación
que podía ser un laboratorio. En la casa Burette dijeron que durante años han
servido al señor Cabot vidrio para laboratorio.
—Sí. Creo que encontraremos un
laboratorio. Al gatito se le administró una droga. A la niña se le han
administrado drogas. Han hecho experimentos. No para la ciencia, sino para el
demonio. Mataron al gatito porque a ella le gustaba. Y ella hizo el gatito de
papel para decir a la otra niña que el suyo había muerto. Es tonto, ¿verdad?
—Rió nerviosamente—. El coche va condenadamente despacio, Bell.
—Ya casi llegamos, señor.
—¡Casi! ¡Bonita palabra, casi!
¡Dios mío!
—Calma, señor, calma. —Bell le
puso la mano sobre el brazo—. Necesito de usted, ¿sabe? Primero preguntaré por
la niña.
El coche entró en Elector’s Gate
y se detuvo a poca distancia del pasaje donde estaba la casita. Cuando Bell se
apeó, un hombre corpulento que estaba en la acera se le acercó.
—Los dos vinieron directamente
aquí desde el despacho, señor. Acaban de entrar.
Bell se dirigió a grandes pasos
hacia la casa y llamó repetidamente. Pasó un rato antes de que la puerta se
moviera. Entonces se abrió sólo un poco y asomó por ella la cara fláccida de un
hombre, con ojos lagrimeantes.
—Soy oficial de la policía. Tengo
una orden para entrar en esta casa.
Bell empujó la puerta y entró con
Reggie; los siguieron dos hombres corpulentos. Silenciosos y hábiles, se
apoderaron del criado, lo sacaron a la calle, donde, unas manos atentas lo
recibieron, y cerraron la puerta.
Bell permaneció quieto en el
vestíbulo, escuchando. Se oía un murmullo de voces en una de las habitaciones,
cuya puerta se abrió. Salió la mujer flaca.
—¿Bien? —dijo, en tono retador—.
¿Quiénes son ustedes?
Los hombres corpulentos la
hicieron a un lado. Bell y Reggie entraron en la habitación.
En ella había dos personas. Un
viejo gordo, pulcramente vestido, con una cara ancha y morena bajo su cabello
blanco, la cara de un individuo inteligente que goza de la vida; y una mujer
más morena que él, de cejas y cabellos negros, una mujer de mucha presencia que
debió ser hermosa antes de llegar a la madurez. Los miró con ojos brillantes. Se
rió con sonido chillante que empezó de súbito y terminó también de súbito.
—¿Qué es todo esto, caballeros?
—preguntó el hombre.
—¿El señor y la señorita Cabot,
alias Smithson? —preguntó Bell.
—Mi nombre es Cabot y ésta es mi
hija. El nombre de mi firma es Smithson & Co.
—Inspector Bell. Tengo una orden
para registrar su casa.
—La policía es muy amable de
interesarse por mí. ¿Puedo preguntar el motivo?
—Quiero la niña que usted tiene
aquí.
El señor Cabot miró a su hija.
—¡Oh! ¡Nuestra pobre querida
pequeña! —dijo, lentamente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Bell.
—¿Cómo? ¿Su nombre? Grace,
naturalmente.
—¿Grace, naturalmente?
—Grace Cabot, señor. Veo que no
conoce usted la tragedia de nuestra familia. La niña de mi pobre hijo es
mentalmente anormal. Idiota, prácticamente. Tiene…
—¿Desde que vino aquí, o desde
antes?
El señor Cabot pasó la lengua por
sus labios.
—Veo que han recogido ustedes
algún chisme escandaloso… Era…
—¿Dónde está?
—¡Oh! Iré a buscarla —exclamó la
señorita Cabot.
Pero Reggie llegó antes a la puerta.
Salió al vestíbulo primero que ella. La señorita Cabot lo siguió y corrió
escaleras arriba llamando:
—¡Grace! ¡Grace!
Reggie se detuvo un momento,
luego hizo una señal y uno de los hombres corpulentos subió tras ella. Reggie
se dirigió al armario situado bajo la escalera, lo abrió y miró a la oscuridad.
—Soy un amigo —dijo con mucha
suavidad—. Ven, querida. Soy un amigo.
Y arriba la voz chillona de la
señorita Cabot gritaba:
—¡Grace! ¡Grace!
Vagamente, vio algo blanco. Oyó
un gemido.
—Ya pasó todo ahora —dijo—. Todo
va bien. Un amigo, nada más que un amigo.
—¡Grace! ¡Grace! —gritó, más
cerca, la voz chillona.
—No, no, no —sollozaba la niña en
la oscuridad.
Reggie la buscó a tientas y la
tomó en brazos. Era muy frágil.
—Querida… —susurró.
La sacó a la luz, temblando,
tratando de ocultarse dentro de su vestido sucio.
La señorita Cabot bajó corriendo.
—¡Encontró usted, pues, a la
querida criatura! —exclamó.
Tendió los brazos. Reggie giró
sobre sus talones, oponiéndole el hombro.
—Agárrele la muñeca —dijo.
El hombre corpulento que estaba
tras ella le agarró ambos brazos con tanta fuerza que la hizo chillar. Una
jeringuilla cayó al suelo. Y la señorita Cabot empezó a lanzar juramentos.
—Saque a la niña de aquí —dijo
Reggie, colérico—. Llévela a mi casa. —Pero la criatura se acurrucó contra él y
gimió—. Bueno. Bueno. Llévese a la mujer.
Las esposas se cerraron en las
muñecas de la señorita Cabot mientras ella mordía, luchaba y blasfemaba. Fue
empujada hasta la calle y confiada a manos seguras.
—Es una alhaja —murmuró uno de
los hombres corpulentos.
Reinó el silencio en la casa. La
niña levantó su pálido y famélico rostro del hombro de Reggie.
—¿Se fue? —murmuró. Miró a su
alrededor, no vio nada más que aquellos hombres sólidos y tranquilizadores—.
¿De velas, de velas se fue?
—De veras se fue. Nunca volverá a
hacerte daño —dijo Reggie—. Ahora sólo tienes amigos. Irás conmigo a mi casa.
Una bonita casa. Pero espera un minuto. Este señor te sostendrá sin que te pase
nada. —La persuadió a pasar a los brazos de uno de los detectives—. Sáquela al
aire, por detrás. No tardaré, querida.
Recogió con cuidado la jeringa y
la llevó a la habitación donde Bell vigilaba a Cabot. El viejo estaba junto a
la ventana mirando hacia fuera. Su rostro estaba amarillo. Pero dominaba sus
nervios y su voz.
—¿Acaso me dirá usted qué
significa todo esto, inspector? —decía.
—De sobra oirá usted lo que
significa —gruñó Bell.
—Vi que detenían a mi hija…
—Sí. Aunque a ella no le gustó,
¿verdad? —dijo Reggie, agresivo.
El viejo volvióse y preguntó:
—¿Quién es este señor, por favor?
—Es el señor Fortune.
—¡Oh, el gran Fortune! ¿Por qué
molestarlo con nuestros pobres asuntos?
—Es un placer —dijo Reggie.
—¡Me complace mucho interesarle!
¿Y tendría usted la bondad de decirme por qué han detenido a mi hija?
—Hemos encontrado en su casa una
niña que ha sido torturada.
—Supongo que ella se lo ha dicho.
—El viejo soltó una risita—. Buena prueba ha encontrado usted, señor Fortune.
La niña es idiota.
—No usaremos esa prueba. Ya no la
torturará usted más, señor Cabot.
El viejo sonrió y Bell exclamó:
—¿Está muerta la niña, señor?
Reggie tardó un momento en
contestar. Observaba el rostro del viejo.
—No —dijo lentamente—. ¡Oh, no!
La señorita Cabot hace un momento intentó matarla. Pero no lo consiguió.
El anciano respiraba con fuerza.
—Una pobre historia, ¿no? —dijo
en tono de mofa—. No le servirá de mucho ante un tribunal, señor Fortune. ¿Es
todo?
—No. Me gustaría ver su
laboratorio.
—Me encantará enseñárselo.
Bell miró a Reggie, que hizo un
signo afirmativo. El viejo subió entre ellos dos. Abrió una puerta y entraron
en una habitación provista de una larga mesa, estantes, lavabo y muchos
aparatos de química. Reggie anduvo de un lado a otro examinando las filas de
botellas, abriendo armarios. Había muchas cosas que le interesaban.
—¡Ah! ¿Le gusta a usted esto?
—dijo el viejo, acercándose mientras él observaba una hilera de frascos y tubos
de vidrio—. Es un método propio. —Con aire técnico, movió sus hábiles dedos
para hacer demostraciones—. Y aquí —se volvió, abrió un cajón y se inclinó
sobre él—, y aquí, ve usted…
—Sí, lo veo —dijo Reggie; y
agarró la mano que iba a llevarse a la boca.
Bell aferró al hombre en su
sólida garra. La mano se abrió y mostró una cápsula blanca.
—De esta manera no, señor Cabot
—dijo Reggie—. Todavía no.
—Irá adonde ha ido su hija
—añadió Bell. Y llamó al detective que esperaba en el vestíbulo.
—Tendré algunas cosas que
meditar, caballeros —dijo el viejo, mientras se lo llevaban.
—Ciertamente. Y mucho tiempo para
meditar. En este mundo y en el otro —dijo Bell con enojo.
El viejo se echó a reír.
Reggie y Bell se miraron.
—¿Qué estaba haciendo aquí el
viejo malvado, señor? —preguntó Bell—. ¿Sometía a vivisección a la niña?
—¡Oh, no, no! La niña era cosa
aparte. Aquí fabricaba drogas estupefacientes. Muy buena instalación, ésta.
—¿Lo ha estado haciendo durante
años?
—Sí, sí. Es una industria
próspera.
—Mas, ¿para qué la niña? ¿Para
probar las drogas?
—No. No la necesitaba para
pruebas. No. Le administraban drogas para divertirse. Todavía no hemos llegado
a la historia de la niña. Hay mucho trabajo que hacer todavía.
—¿Qué quiere usted que haga,
señor?
—Revise esta casa. Averigüe el
pasado de los Cabot. Busque a alguien que haya perdido una niña. Adiós.
El corpulento detective, en el
patio, cuidando a la niña con desmañada ternura, sonrió, confuso, a Reggie.
—No soy muy hábil para esto,
señor. Pero no quiere que la deje en el suelo.
—No. ¿Es bueno tener alguien a
quien asirse, verdad, pequeña?
Tendió los brazos. Por primera
vez, algo como una sonrisa apareció en aquella carita consumida. La niña se
abalanzó hacia él.
—Anda. Vamos a una casa bonita
donde una señora simpática y todo el mundo te están esperando para quererte.
En el coche del inspector Bell,
envuelta en una manta, iba sentada sobre las rodillas de Reggie, mirando los
árboles del parque, las concurridas y alegres calles. De pronto, se agarró a
él.
—¿Es de velas? —exclamó—. ¿De velas,
de velas?
—Sí. Todo es de veras ahora
—contestó Reggie, poniendo la mano sobre la de la niña—. Cosas bonitas, cosas
de veras.
Cuando el coche se detuvo ante su
casa, la sirvienta abrió la puerta y lo contempló, risueña y apiadada, entrando
con la niña en brazos.
—Aquí estoy, señor Fortune —dijo
una mujercita jovial, que bajaba la escalera corriendo—. ¡Bueno! —Miró a la
niña y le dijo—: Vamos a simpatizar mucho, tú y yo.
Era difícil no simpatizar con
aquellas lindas mejillas rosadas y blancas y aquella voz amable. De nuevo, algo
parecido a una sonrisa apareció en la carita pálida y consumida.
—Ven —dijo la enfermera—. Verás
qué bien te arreglo.
Tomó a la niña en brazos.
Arriba, en el cuarto de baño, las
mugrientas ropas fueron arrancadas del famélico cuerpecito. Pero éste se veía
marcado con algo peor que la mugre: había señales de pinchazos en los bracitos
y algunas ronchas. La enfermera Cary miró al señor Fortune.
—Sí, lo sé —dijo él en voz baja—.
Le han inyectado drogas.
—¡Malvados! —murmuró la
enfermera.
Fortune estaba examinando las
ropas. Habían sido bastante buenas en otro tiempo. Descubrió una tira de cinta
con un nombre en letras bordadas: Rose Harford. Se volvió hacia la niña
sumergida en el agua caliente.
—Bueno, ¿verdad que es agradable
esto, Rose?
—¿Así que tú eres Rose? —dijo la
enfermera, sonriendo—. ¿Mi pequeña Rose?
—Mamá es Lose —murmuró la niña.
El señor Fortune salió. Llamó por
teléfono a Scotland Yard.
—¿Lomas? Habla Fortune. La niña
es Rose Harford. Hay una madre… o la había. Averigüe.
En Scotland Yard encontró reunidos a Lomas,
Bell y Avery.
—¿Cómo está la paciente?
—Saldrá bien si tenemos suerte.
Pero es largo. Han hecho una obra vil con ella.
—La horca sería poco para esa
pareja. —Suspiró Bell—. Y no podremos hacer que los ahorquen.
—Han hecho varias veces lo
suficiente para ser ahorcados —dijo Avery, colérico—. ¿Recuerda usted aquel
individuo que murió en Kensignton Gardens, señor Fortune? Compraba las drogas
en Smithson & Co.
—Sí. Usted acertó, Avery,
entonces. Debí comprender que había algo allí.
—Usted es quien acertó, señor
—dijo Avery, riendo—. ¿Recuerda cómo nos burlábamos de usted por lo del gatito?
Si usted no se hubiese ocupado de eso, los Cabot continuarían felices y
tranquilos, dedicados a sus manejos infernales.
Querido Reginald —dijo Lomas—, es
usted un hombre sorprendente. No trabaja según las pruebas, como un detective
razonable.
—¡Madre mía! —exclamó Reggie—. No
trabajo sino con pruebas. Por eso no me entiendo con abogados y policías. Creo
en las pruebas, viejo.
—Bien, ¿quiere hacerme el favor
de contarme toda la historia del asunto Cabot?
—Está bien claro. Cabot era un
químico experto. La dificultad en el comercio de drogas siempre consiste en la
obtención de mercancías. Él la resolvió adquiriendo materias primas y
fabricando las drogas. Encontraba clientes en los centros nocturnos y
restaurantes con los que estaba en contacto por medio de la firma Smithson
& Co.
—Es cierto, señor —afirmó Bell—.
Ya tenemos la pista. Era un gran negocio. ¡La cantidad de infelices que habrá
mandado al diablo!
—Omitió usted explicar lo de la
niña —dijo Lomas.
—¡Oh! Eso es una venganza. Una
venganza contra alguien. Probablemente contra el padre o la madre de la niña.
¿Han encontrado a la madre, por fin?
—Hace tres meses George y Rose
Harford fueron condenados por tráfico de drogas. El hombre era un joven
contable, la mujer una actriz. Vivían en un departamento de Blomsbury; iban con
frecuencia a los restaurantes del Soho. Allí un mozo de restaurante denunció
que la mujer había ofrecido drogas. Fueron detenidos. Se encontraron drogas en
los bolsillos de sus abrigos, y más en su departamento. El caso era claro y
ambos fueron condenados. Algún tiempo después de haber ingresado en la cárcel,
la mujer se quejó de que no sabía nada de su hija, de la que otra actriz que
vivía en la misma casa había prometido cuidar. Bueno, los funcionarios de la
cárcel hicieron averiguaciones, con las que transcurrió algún tiempo. La actriz
había salido de jira. Cuando la encontraron, dijo que la hermana de la señora
Harford se había presentado y se había llevado a la niña. La señora Harford
declaró que no tenía ninguna hermana. Entonces nos pasaron el asunto, por fin.
—Sí, por fin. Y han tenido a la
madre en la cárcel durante tres meses… dudando.
—Dudando de si hay un Dios —dijo
Bell, solemnemente.
—Bueno, es un caso muy oscuro…
—dijo Lomas, encogiéndose de hombros—. ¿Comprende usted algo, Reginald?
—¡Oh! Supongo que la Cabot quería
para ella a George Harford. Cuando éste se casó, buscó la ocasión de hacer
sufrir a la esposa. Esperó. Y mandó a la cárcel al padre y a la madre, para
apoderarse de la niña y torturarla.
—Los Harford habían estado fuera
de Inglaterra. El hombre tenía un empleo en Francia. No hacía mucho que habían
regresado cuando les sucedió el percance.
—¿Qué pruebas tienen?
—Ese perro borracho de criado.
Dice que estaba dominado por su mujer… Ésta se encargó de meter las drogas en
el departamento de los Harford. El mozo del restaurante las metió en los
bolsillos de sus abrigos mientras cenaban. No hemos podido atrapar al mozo.
Varias personas han desaparecido desde que fueron detenidos los Cabot. George
Harford dice que conoció a la señorita Cabot en un club nocturno, que no la
trató mucho, sólo bailó con ella. Su esposa no la ha visto nunca. Ambos
declararon que no sabían nada de las drogas.
—Sí. Fue un gran error de la
justicia, Lomas.
—Era un caso claro. —Lomas se
encogió de hombros—. Nadie tiene la culpa.
—Sí. Esto es muy tranquilizador.
Un gran consuelo para los Harford. Una alegría para la niña.
—Haremos todo lo que podamos
hacer, naturalmente. Rehabilitarlos ante el mundo, ponerlos de nuevo en buenas
condiciones para vivir, y todo eso. Un desgraciado asunto. Hace vacilar la
confianza en el trabajo de la policía.
El señor Fortune lo miró
fijamente y suspiró.
—Sí, éste es uno de sus aspectos
—murmuró.
—Gracias a Dios que sucedió lo
del gato, señor —dijo Bell.
El señor Fortune volvió los ojos
hacia él y murmuró de nuevo:
—Sí, éste es otro aspecto.
—Diría que fue todo providencial
—añadió Bell—. Simplemente providencial.
El señor Fortune lo miró con
sorpresa.
—Providencial —repitió—. Bueno,
bueno…