martes, 14 de mayo de 2019

LA CASITA H. C. Bailey


Henry Christopher Bailey (1878–1961) fue un autor inglés de detectives fiction . Bailey escribió principalmente historias cortas con un detective médicamente calificado llamado Reggie Fortune. Los modales y el discurso de la fortuna lo ubican en la misma clase que Lord Peter Wimsey, pero las historias son mucho más oscuras y con frecuencia involucran obsesiones asesinas, corrupción policial, problemas financieros, maltrato infantil y errores de justicia. Aunque el Sr. Fortune se ve mejor en cuentos cortos, también aparece en varias novelas.
Un segundo personaje de la serie, Joshua Clunk, es un abogado que expone la corrupción y el chantaje en la política local, y que logra beneficiarse de los crímenes. Aparece en once novelas publicadas entre 1930 y 1950, incluyendo The Sullen Sky Mystery (1935), ampliamente considerado como la obra maestra de Bailey .
Bailey también escribió ficción histórica. Su primera novela histórica, My Lady of Orange (1901) gira en torno a William the Silent , y su participación en la revuelta holandesa . [1]

Los trabajos de Bailey se publicaron en varias revistas, principalmente The Windsor Magazine pero también Adventure [2] y Ellery Queen's Mystery Magazine . 

LA CASITA

H. C. Bailey
EL señor Fortune se disponía a salir hacia Scotland Yard cuando le presentaron la tarjeta de la señora Pemberton.
—Dice que la manda la señora Warnham, señor —dijo la camarera.
El señor Fortune bajó para recibir a una viejecita vestida como la reina Victoria. Tenía una cara redonda y rosada y abundante cabello blanco. Sus maneras no eran reales, pero sí muy femeninas.
—¡Señor Fortune! ¡Qué bueno es usted al querer ayudarme! La señora Warnham me dijo que lo haría. —Juntó sus manos—. Fue usted tan magnífico para ella.
—La señora Warnham es demasiado amable…
—Salvó usted la vida de su querido hijo.
—Espero que no se tratará de nada parecido —dijo el señor Fortune.
La señora Pemberton se frotó los ojos y las lilas blancas de su gorro negro oscilaron.
—No, en efecto. Vivian está completamente bien. ¡Pero ha perdido su gatito, señor Fortune!
El señor Fortune dominó sus emociones.
—Lo siento muchísimo. Pero temo que los gatitos no son mi especialidad.
La bonita cara de la anciana se mostró apenada.
—Lo sé. Es lo que dije a la señora Warnham. Le dije que usted no querría ser molestado por esto, que solamente se reiría de mí, como la policía.
—Pero no me rió —dijo Reggie.
—No lo haga, por favor. Ella me dijo que debía venir a decirle a usted que estoy realmente preocupada, y que usted me escucharía.
—Tenía toda la razón.
—Estoy terriblemente preocupada. —Retorció sus manitas—. ¿Ve usted? Por la manera extraña como sucedió. Pero la gente de al lado es tan peculiar; ya sé que la policía no lo toma en serio. El oficial fue muy atento, pero sonreía, ¿sabe?, sólo sonreía.
—Lo sé —dijo Reggie—. Sonríen. Yo he pasado por eso.
—¿Verdad que sí? —La señora Pemberton suspiró—. La señora Warnham dijo que usted comprendería.
—Sí, sí. Es muy amable. Quizá convendría que empezase usted por el principio.
Eso fue algo difícil para la señora Pemberton. Los hechos, extraídos pacientemente y puestos en orden por Reggie, presentaron esta forma:
La señora Pemberton era viuda y su único hijo tenía un puesto de mando en la India. Vivía en Elector’s Gate, una de esas calles de grandes casas victorianas, junto al parque. Su nieta Vivian, de seis años, recientemente había venido a vivir con ella y trajo un gatito persa de color gris. Con cuidado y esfuerzo se había logrado que floreciera un jardín detrás de la casa. Allí estaban jugando Vivian y el gatito cuando éste saltó el muro. Vivian trepó hasta poder mirar al otro lado, vio al gatito en el patio pavimentado de la casa contigua, y cómo una niña salía corriendo de aquella casa, se apoderaba del gatito y volvía adentro corriendo también. Vivian acudió llorando, a la señora Pemberton. La señora Pemberton se puso el sombrero y llamó a la casa contigua. Le dijeron que nadie había salido al patio, que no había entrado ningún gatito, que no tenían ningún gatito y que su nieta debía haberse equivocado. No fueron nada amables.
—¿Quiénes son? —preguntó Reggie.
La señorita Cabot y su padre vivían allí. En realidad, ella no los conocía más que de saludarlos con una inclinación de cabeza. Pero hacía mucho tiempo que vivían allí, doce años o más, y eran una gente muy tranquila. Los vecinos perfectos, con los que no había existido nunca la menor dificultad hasta esa cosa horrible. Pero, naturalmente, la señora Pemberton no podía dejar que se apropiasen del gatito de Vivian. Fue a la comisaría y se quejó. Y la policía no quiso tomarlo en serio.
El señor Fortune, ante los inocentes ojos azules de la ancianita, se esforzó por hacerlo. Los envidiosos dicen que tiene mucho éxito con las señoras ancianas. La señora Pemberton se fue murmurando que era un hombre muy bondadoso. Él se quedó preguntándose por cuánto tiempo lo creería así. No le parecía posible persuadir a la policía de que perdiera horas de dormir por aquel caso. Pero había en él ciertos puntos que ocupaban su mente, mientras se dirigía a Scotland Yard.
El inspector Avery le preguntó:
—¿Está usted preocupado por algo, señor Fortune?
—Sí, sí. Un caso muy interesante. ¿Elector’s Gate pertenece a su distrito?
—Sí, señor.
—¿Qué saben ustedes sobre el gatito persa de la señora Pemberton?
Lomas se puso el monóculo.
—¡Compañero! —protestó.
El inspector Avery también se sintió herido en su dignidad.
—No acuden a mí para hablarme de gatitos, señor.
—Acuden a mí —dijo Reggie, en tono triste—. ¿Entonces no fue usted quien sonrió?
—¿Cómo?
—La señora Pemberton dice que acudió a la policía y que sonrieron. Fueron muy amables pero sonrieron. Se sintió herida.
—Recuerdo haber oído hablar de eso —admitió el inspector Avery—. La señora se puso muy patética. Pero hicieron lo que se acostumbra: mandar un sargento a la casa donde se suponía que estaba. La señora de esta casa dijo que no lo tenían. Su sobrinita había tratado de atraparlo, pero escapó. No podíamos hacer nada más.
Reggie encendió un cigarro.
—Su sobrinita trató de atraparlo —repitió lentamente—. Eso es muy interesante. —Miró a través del humo al sorprendido inspector.
—Podría ser —gruñó Lomas—. ¿Por qué esta devoción por los gatitos, Reginald?
Reggie le contó la historia de la señora Pemberton.
—¡Muy triste, muy triste! —suspiró Lomas—. Pero los gatitos serán gatos. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que deje mi tarjeta con mi profunda simpatía y sentimiento?
Reggie sacudió la cabeza y dijo tristemente:
—¿No observó usted nada? Lomas, usted no toma esto en serio. Cuando la señora Pemberton fue a reclamar el gatito, la señorita Cabot dijo que nadie había salido por atrás. Cuando fue la policía, dijo que su sobrinita había tratado de atraparlo.
Lomas se puso el monóculo y dijo:
—¡Ajá! El caso, en efecto, se presenta muy negro. La señorita Cabot primero no sabía lo de su sobrinita y después se enteró. Es una mujer profunda y oscura, Fortune —y sonrió.
—Sí, es una fuerza bromista, la de la policía —afirmó Reggie—. Eso es lo que molestó a la señora Pemberton. Y ahora, ¿quieren pensar un poco? Una simpática anciana llama muy apenada y dice que la niña de la señora Cabot se ha apoderado de su gatito y la señorita Cabot dice que no había ninguna niña y la despide. ¿Por qué tanta brusquedad? Porque había una niña y había un gatito. —Volvióse al inspector Avery—. ¿Su sargento vio a la niña?
—No, señor. No hubo ocasión. Vio a la señorita Cabot, que fue muy rotunda en cuanto a que el gatito había escapado.
—Sí. Notable afán por no saber nada sobre el gatito. Niña huidiza.
—¡Mi querido Reginald! —dijo Lomas—. Hay para eso una docena de explicaciones. A la mujer no le gustan los gatos. La niña es traviesa. La mujer no quiere que la molesten.
—No, no quiere que la molesten. Esto es lo que me impresionó.
—Temo que su simpática señora Pemberton es un poco quisquillosa, Reginald.
—Bueno, bueno, siento no interesarles.
Reggie saludó y salió. Avery miró algo preocupado a Lomas, quien se echó a reír.
—Es un tipo magnífico —dijo—. Pero ve cosas que no existen.
—Este asunto del gatito me inquieta —dijo Avery, pensativo—. Creo que deberíamos ver a la niña.
—¡Dios mío! —exclamó Lomas—. Váyase a casa y duerma. No quiero que mis agentes padezcan de alucinaciones.
Pero el inspector Avery no se fue a casa. Tenía conciencia. Volvió a la comisaría de su distrito.
En Scotland Yard no se considera que el señor Fortune responda al tipo de pequeño inspector imaginativo. Tiene también una conciencia activa. Se dirigió a Elector’s Gate.
Dícese que Fortune posee un raro poder para adivinar a las personas detrás de los hechos, una especie de sexto sentido. Él se ríe de esto. Según la opinión que manifiesta de sí mismo, es tan vulgar que todo lo que no es vulgar le inquieta. Desde el primer momento le pareció rara la desaparición del gatito.
Dejó el coche junto al parque y avanzó a pie por aquella majestuosa calle victoriana. La hilera de fachadas se interrumpía en uno de los lados para dejar una abertura que conducía a una pared lisa. En aquel pasaje había dos pequeñas casas de ladrillo, una frente a otra, ocultas detrás de las solemnes mansiones del resto de Elector’s Gate. En una esquina del pasaje estaba la casa de la señora Pemberton. Luego, la de la señorita Cabot era la pequeña casa contigua, detrás de aquélla, en el pasaje. Reggie se frotó la barbilla. Así, pues, la señorita Cabot no vivía de la manera que puede sugerir una dirección en Elector’s Gate. Una casa pequeña, con una o dos sirvientas. Bonita y tranquila. No había tránsito allí. No había vecinos a un lado. Eran gente que vivía muy retirada, esos Cabot.
Reggie oprimió el timbre de la casa de la señora Pemberton. Apenas había sido introducido en el salón, cuando la anciana apareció corriendo y exclamando:
—¡Querido señor Fortune! ¡Qué bueno es usted! ¿Ha descubierto algo?
—No. Vine para ver si puedo descubrir algo aquí.
—¡Oh, cuánto me alegro! ¡Ha sucedido una cosa tan extraña! Deje que se lo enseñe. —Lo hizo pasar a una salita y sacó de un cajón de un escritorio un trozo de basto papel azul—. ¡Mire! Al regresar de verlo a usted encontré esto en el jardín.
Reggie lo colocó sobre la mesa. Tenía una forma curiosa y una tosca línea negra al borde, todo alrededor.
—¿Ve usted? ¡Quiere ser un gatito!
—Sí, quiere ser un gatito —convino Reggie, gravemente—. Alguien dibujó un gatito en papel de envolver…, con un pedazo de carbón…, y luego rasgó el papel a lo largo de la línea… para hacer un gatito de papel. Alguien que no tiene muchos años. —Se estremeció ligeramente—. ¿Lo ha visto su nietecita?
—No. Vivian no estaba cuando lo encontramos. Fue a una fiesta. Me alegré de ello, ¿sabe?, pues parecía hecho para molestarla.
Reggie dobló el papel y lo guardó dentro de su cuaderno de bolsillo. Su cara redonda estaba pálida y reflejaba enojo.
—¡Oh! ¿Quiere usted hablar con ella sobre eso? —murmuró la señora Pemberton.
—No quiero que nadie le hable sobre eso.
—Me alegro mucho. Vivian sólo tiene seis años, ¿comprende?, y…
—¿Y nadie excepto Vivian ha visto nunca a la niña de al lado?
—¡No, es verdad! No se me había ocurrido. ¡No, en efecto! Ignorábamos que hubiese una niña ahí. ¡Oh! Pero estoy segura, señor Fortune, de que la niña estaba si Vivian lo dijo.
—¿Se fijó Vivian en su aspecto?
—¡Pobre criatura! ¡Estaba tan disgustada! —la excusó la señora Pemberton—. Dijo que era una niña fea y sucia. Los niños hablan así, ¿sabe?, cuando están trastornados. No significa nada.
Reggie no contestó. Acercóse a la ventana. El jardín de la señora Pemberton era un agradable revoltijo de plantas de las que arraigan en las rocas. La casita contigua tenía un patio desnudo y pavimentado.
—¡Oh! ¿Quiere usted salir? —exclamó la señora Pemberton—. Le puedo mostrar el lugar exacto donde cayó el papel.
—No, no saldré. —Reggie se volvió—. Adiós, señora Pemberton. No permita que nadie hable. No deje que nadie sepa quién soy. No deje que Vivian piense en este asunto.
—¡Señor Fortune! ¿Quiere usted decir que hay algo terrible?
—Lo peor para Vivian es que ha perdido un gatito. No hay nada más que pueda preocuparla a usted.
—Pero usted está preocupado por algo.
—Sí, yo estoy para eso —dijo el señor Fortune—. Adiós.
Era la hora que Lomas dedicaba a su club. Estaba frente al fuego de la sala de fumar, pronunciando la condena de la última obra teatral estrenada, cuando Reggie asomó, lo miró y desapareció. Lomas fue tras él sin apresurarse. Lo encontró en el vestíbulo, golpeando el suelo con el pie, impaciente.
—Mi querido compañero, ¿qué pasa? ¿Acaso el gatito le ha jugado una mala pasada?
—Venga —dijo Reggie.
Lomas lo siguió con su estudiada ligereza habitual, para ser empujado dentro del coche y encontrarse sentado junto a Reggie.
—¿Por qué esas prisas, Reginald? —protestó—. ¿Por qué raptarme de esta manera, a mí, inocente joven? ¿Adónde me lleva, miserable?
Al señor Fortune no le divertía la broma.
—Vamos a esa maldita comisaría de Avery —dijo. Extendió sobre su rodilla un papel azul y añadió—: Por esto.
—¡Dios mío! —gruñó Lomas—. ¡Un gatito! El esfuerzo de un niño para crear un gatito. ¡Oh, mi querido Reginald!
Reggie aspiró profundamente.
—¿Le importaría dejar de chancearse? —dijo en voz baja—. Estoy asustado.
—¡Mi querido compañero! ¡Oh, mi querido compañero! ¿Por qué, si puede saberse?
—Por la niña que hizo esto. —Reggie guardó el papel—. ¡Dios mío! ¿No lo advierte? Hay algo diabólico en aquella casita.
El inspector Avery estaba aún en la comisaría. No mostró sorpresa al verlos.
—Le dije que se marchara a casa, joven —dijo Lomas.
—Sí, señor. Ya lo sé. Estaba un poco preocupado por el caso del gatito.
—¡Ah! ¿Sí? El señor Fortune lo ha tomado muy a pecho.
El rostro vivaz de Avery se volvió hacia Reggie y dijo ansiosamente:
—¿Por la niña, señor?
—Sí, sí. ¿Qué sabe usted de la niña?
—Nadie sabe nada. Precisamente por eso me parece turbio.
—Sí, es turbio —contestó Reggie—. Mande dos hombres a vigilar esa casa.
—Mandé uno ya, señor.
—¡Diablos! —exclamó Lomas.
—Bien. Pero pondremos dos, hágame el favor. Uno para seguir a la niña si la sacan. Otro para quedarse allí, suceda lo que suceda. El comisario de ronda deberá estar en contacto con ellos.
En aquella casa habitan la señorita Cabot, una hermosa dama ya no muy joven, su padre y un viejo matrimonio que constituye la servidumbre, muy reservados. Han vivido allí doce años, en mucha quietud; nunca tienen invitados, y en cuanto a niños…, bueno, los criados de Elector’s Gate se ríen de la idea. Si hay una niña, la guardan dentro de un armario, dijo uno de ellos. Pero hay una. La señorita Cabot lo confesó.
—Había una niña —dijo Reggie gravemente, sacando el gatito de papel azul.
El inspector Avery, al verlo, aspiró con fuerza.
—Algo misterioso, señor. —Se inclinó sobre el papel, intrigado—. No sé qué pensar de ello, señor.
—Había una niña en aquella casita que quería hacer un gatito. Sólo tenía papel de empaquetar, sólo tenía un pedazo de carbón para dibujarlo, no tenía tijeras para recortarlo. Esto es lo mejor que pudo hacer. Quería decir a la niña de al lado algo sobre su gatito. Lo arrojó por encima del muro.
—No me gusta el asunto, señor.
—¿Adónde va a parar todo esto? —exclamó Lomas—. Hay una niña que está sola y hace travesuras.
Reggie se volvió hacia él.
—Hay una niña en aquella casita que vive una extraña vida. El único papel que pudo obtener procedía de un paquete, precisamente de un paquete de aparatos científicos.
—¿Está usted seguro de esto, señor? —preguntó Avery, ansiosamente.
—Es la clase de papel que usan siempre para envolver vidrio. —Reggie señaló con el dedo—. Miren este pedazo de etiqueta: «…ette & Co.» Es de Burette. Una firma de primera clase. ¿Qué hacen los Cabot en aquella casita para necesitar vidrio de Burette y tener encerrada a una escuálida y miserable niña?
—¿Escuálida? —preguntó Lomas.
—La niña Pemberton la vio. Estaba sucia.
—Tienen la casa limpia como una patena, según afirman los vecinos —dijo Avery, frunciendo el ceño.
—Sí. Muy limpia. Y la niña oculta está sucia y asquerosa.
—Y se dedican a algún trabajo científico. ¿Cree usted que hacen experimentos con la chiquilla, señor?
—No sé. No sé nada. Pero estoy asustado.
—Los atraparemos, cualquiera que sea el juego que se traigan —afirmó Avery con arrogancia.
—¿Y la niña? —murmuró Reggie.
Lomas se puso de pie.
—Ganó usted —dijo—. Lo siento. Fue un error mío. Bien, no hemos perdido mucho tiempo. Lo resolveremos ahora. Primeros puntos a dilucidar: ¿Quiénes son los Cabot y qué es lo que les mandó la casa Burette? Tienen que ser vigilados dondequiera que vayan, Avery…, y sus criados también. Esta noche pondré a Bell a trabajar en el caso. Infórmele. Podemos averiguar lo de Burette en media hora, por la mañana. ¿Algo más, Reginald?
—Sí. Debe averiguar si alguien perdió una niña hace algún tiempo.
—Podemos ver los registros. Será poco probable, ¿no? Sea quien sea la niña, se habrán apoderado de ella tranquilamente, esa gente tranquila.
—¡Oh, no es un secuestro ordinario! —dijo Reggie—. Le recomiendo, Avery, por el amor de Dios, que no deje que los Cabot se den cuenta de que los vigilan. Pueden liquidar a la niña esta noche.
—¡Gran Dios! Señor, no, no lo creo. Si saben que están vigilados, sabrán que no pueden cometer un asesinato.
—Podría resultar imposible demostrar que es un asesinato. El señor Cabot es un hombre de ciencia. Advierta a sus hombres que tengan cuidado.
—No podemos obtener una orden de registro con estas pruebas —dijo Lomas, frunciendo el ceño—. No podemos hacer nada esta noche. Pero, ¡Dios mío!, haré que alguien entre en la casa por la mañana.
—Sí, yo iré —declaró Reggie.
—¡Mi querido compañero!
—Se necesita un médico para esa niña.
Aquella noche el señor Fortune no pudo dormir. Temprano se dirigió a Scotland Yard, donde encontró al inspector Bell fresco y cordial después de una noche de guardia.
—Hay algo para usted, señor Fortune. Son gente rara, esos Cabot. ¿Dónde cree usted que fueron anoche? A un club nocturno. ¡Hágame el favor…! El Doodah Club. Sí, el viejo y la mujer que viven de una manera tan pacífica, van al Doodah, que es de lo más alegre que tenemos. Bueno, tan pronto como me enteré de que estaban allá, mandé a uno de nuestros expertos en centros nocturnos. Conocía muy bien de vista a los Cabot. Son concurrentes asiduos al Doodah. Averiguó que Cabot es conocido allí como Smithson y que tiene un negocio de contador o algo así en Soho. No hay nada en nuestros registros contra él. Pero investigamos sobre Smithson & Co., naturalmente.
—Sí. ¿Ha encontrado algo referente a una niña perdida?
Bell movió la cabeza negativamente.
—No tenemos ningún informe de ninguna cuyos datos concuerden con esta niña. No se pierden muchos niños hoy en día. Sigo buscando aún. Pero es como si buscáramos una aguja en un pajar, señor.
—Lo sé. ¿Y la casa Burette?
—Harland se ocupa de eso. Antes de mediodía sabremos su versión del asunto.
—Ahora, ¿quién me acompaña a la casa? Quiero un individuo con arrestos y que sepa charlar.
El inspector Bell lo miró con solicitud.
—¿Está usted decidido a ir, señor? Si me permite decirle…
—Bueno, lo suponía. —Bell suspiró—. Nadie podrá hacerlo mejor que Avery, señor. Es un viejo sabueso.
—Sí. Ya lo pensé. Pero ¿sabe charlar?
—Puede hacerlo. Es un político.
—¡Oh, madre! —exclamó Reggie.
Algo más tarde dos hombres vistiendo el uniforme de los inspectores del Servicio de Aguas entraron en Elector’s Gate. Un barrendero pidió a uno de ellos un fósforo y, mirando por encima de su cigarrillo, observó:
—Todos han salido menos la criada. Cabot y su hija salieron juntos. El criado ha ido a la taberna.
Los inspectores siguieron su camino.
—Esto es suerte, señor —dijo Avery.
—No. Esto es Bell armando alboroto en Smithson & Co. Ya pensé que los atraería. Sus agentes dijeron que el criado pasa el día en la taberna, hasta que la cierran. Supuse que estaría ya en el umbral cuando la abriesen… si su amo se quitaba de en medio. Ahora, a charlar mucho, hágame el favor.
Avery tocó el timbre de la puerta de servicio de la casita. Transcurrieron algunos minutos, se abrió la puerta y apareció una mujer flaca, vestida de negro, ceñuda. Avery dijo que sentía molestarla, pero que debían revisar la instalación. Ella opuso reparos. Avery repitió que lo lamentaba, pero que se trataba de la inspección reglamentaria y debían efectuarla, porque la ley es la ley.
—Allá está el comisario, señora, vaya y pregúntele.
Se les franqueó la entrada.
—Todas las espitas, haga el favor; luego revisar las tuberías, luego la cisterna. Todas las instalaciones. Ahora, a ver, ¿dónde está la cañería de entrada?
Escuchó con aire profesional.
—¡Ah! Me lo suponía. Echa una mirada al fregadero, camarada. Y ahora, si me hace el favor, señora, arriba.
La hizo subir delante de él, mientras seguía hablando del agua y de la ley.
Reggie entró en la cocina, la atravesó hasta el fregadero, abrió las espitas para que se oyera el ruido del agua, volvió atrás y gritó:
—¡Las espitas están abiertas, compañero!
Y le contestaron:
—¡Bien! ¡Quédate junto a la cañería de entrada!
Y oyó la continua charla de Avery y los gruñidos de la sirvienta. Pasó rápidamente de una habitación a otra, todas como arregladas por los tapiceros a su propio gusto, y no vio ningún objeto de niña, ni señal alguna que pudiese haber hecho una criatura. Oía que Avery andaba por el piso de arriba, hacía objeciones sobre el plomo de las cañerías y exigía que se abriesen puertas. Avery no olvidaba nada.
—¡Eh! ¡Camarada! —gritó—. Prueba la espita de entrada. Ahora, arriba, a la cisterna, señora, haga el favor.
Subió charlando. Reggie estaba en el vestíbulo. Había un armario bajo la escalera. Lo abrió, y en la oscuridad descubrió el brillo de unos ojos. Entró.
—Querida… —dijo con suavidad—. ¿Cómo te llamas?
No obtuvo más contestación que un jadeo.
Encendió una linterna eléctrica y vio a una niña agachada en el rincón. Tenía la cara pálida y sucia, parecía no tener cuerpo, tan acurrucada estaba para apartarse de él.
—Soy un amigo —dijo Reggie, tomándole la mano—. No temas. —Sus dedos acariciaron el brazo flaco y desnudo, el cuello—. ¿Dónde está el gatito?
La carita se estremeció.
—Murió. Sí. Está en la basura —dijo, jadeando.
—Soy un amigo —repitió Reggie—. Espera; sólo espera un poco. No tengas miedo.
Apagó la linterna y cerró el armario. Los pasos pesados de Avery se oían en la escalera.
—¡Oye, compañero! ¡Los desagües están atrás! —gritó Reggie.
—Échales una ojeada, Bill. Échales una ojeada —dijo Avery.
Y retuvo a la mujer flaca en el vestíbulo, en conversación.
Reggie salió al patio pavimentado. Vigilando la ventana de la cocina, metió la mano en el cubo de la basura y sacó una cesta de esparto. La metió dentro de su chaqueta y volvió a la casa gritando:
—¡Todo está bien, compañero! ¿Cierro las espitas?
—Ciérralas, Bill. ¡Vamos! Buenos días, señora. Perdone que la hayamos molestado. El deber es el deber.
La mujer flaca, rezongando sobre tanto alboroto y tonterías, cerró de un portazo tras ellos.
Un chófer se apeó de su coche cuando ellos pasaron.
—Vigile, vigile —murmuró Avery, corriendo.
Era difícil seguir a Reggie. Éste se dirigió a una oficina de Correos, dijo a Avery que buscase un taxi y se encerró en la cabina telefónica.
—¿Inspector Bell? Habla Fortune. ¿Qué averiguó usted sobre los Cabot? ¿Alguien los interrogó en las oficinas de Smithson & Co.? Entreténgalos. La niña está en la casa y en peligro de sufrir alguna mala jugada. Sí. Muerte. Peligro inmediato. Quiero rápidamente una orden de registro. Está bien. En mi casa.
Se reunió con Avery en el taxi y se alejaron.
—Ni rastro de la niña, señor —empezó Avery—. Pero había…
—Vi a la niña —lo interrumpió Reggie—. Vive todavía. También tengo al gatito. Muerto.
Sacó la cesta de esparto y de ella el cuerpo frío y rígido de un gatito persa.
—Muerto, ¿eh? Está bien. ¿De muerte natural, señor?
Reggie señaló los ojos.
—No. Natural, no. No hay mucha cosa natural en aquella casa.
Se estremeció.
—¿Por qué habrán querido matarlo?
—¿Por qué querrán tener a la niña encerrada en un armario oscuro?
—La meterían allí cuando llegamos, supongo.
—Sí. Sale algunas veces. Pero está acostumbrada a la oscuridad.
—¡Son diabólicos! —exclamó Avery—. Pero ¿qué se traen, señor? ¿Experimentos científicos? Había una habitación donde no pude entrar. La mujer dijo que el amo tenía la llave. Pero comprobé que tenía instalación de agua.
—Sí. Los laboratorios la tienen. —El taxi entró en Wimpole Street y se detuvo—. Vaya a Scotland Yard y vea a Bell. Tengo que examinar el gato.
Pero antes que nada se dirigió al teléfono, llamó a su hospital y preguntó por cierta enfermera.
Cuando llegó Bell vestía ya su propio traje y comía sin apetito.
—¿Tiene la orden? —Se levantó—. Bien. ¿Dónde están los Cabot?
—No podría decirlo en este momento, señor. Nuestros hombres tenían orden de entretenerlos hablando lo más posible. Pero no había mucho que decir. Ese negocio parece claro. Hacen trabajo de contabilidad para los restaurantes extranjeros.
—El hombre que murió en Kensington Gardens… —murmuró Reggie.
—¡Buen Dios! ¡Señor! —exclamó Bell—. Ciertamente, era del negocio de restaurantes. Y era aficionado a las drogas, según dijo usted.
—Vamos, vamos. Quiero volver junto a esa niña antes que los Cabot.
Pero en cuanto el coche se puso en marcha, Bell insistió:
—Referente a las drogas, señor… ¿Qué pensó usted de la casa, esta mañana? Avery dijo que había una habitación que podía ser un laboratorio. En la casa Burette dijeron que durante años han servido al señor Cabot vidrio para laboratorio.
—Sí. Creo que encontraremos un laboratorio. Al gatito se le administró una droga. A la niña se le han administrado drogas. Han hecho experimentos. No para la ciencia, sino para el demonio. Mataron al gatito porque a ella le gustaba. Y ella hizo el gatito de papel para decir a la otra niña que el suyo había muerto. Es tonto, ¿verdad? —Rió nerviosamente—. El coche va condenadamente despacio, Bell.
—Ya casi llegamos, señor.
—¡Casi! ¡Bonita palabra, casi! ¡Dios mío!
—Calma, señor, calma. —Bell le puso la mano sobre el brazo—. Necesito de usted, ¿sabe? Primero preguntaré por la niña.
El coche entró en Elector’s Gate y se detuvo a poca distancia del pasaje donde estaba la casita. Cuando Bell se apeó, un hombre corpulento que estaba en la acera se le acercó.
—Los dos vinieron directamente aquí desde el despacho, señor. Acaban de entrar.
Bell se dirigió a grandes pasos hacia la casa y llamó repetidamente. Pasó un rato antes de que la puerta se moviera. Entonces se abrió sólo un poco y asomó por ella la cara fláccida de un hombre, con ojos lagrimeantes.
—Soy oficial de la policía. Tengo una orden para entrar en esta casa.
Bell empujó la puerta y entró con Reggie; los siguieron dos hombres corpulentos. Silenciosos y hábiles, se apoderaron del criado, lo sacaron a la calle, donde, unas manos atentas lo recibieron, y cerraron la puerta.
Bell permaneció quieto en el vestíbulo, escuchando. Se oía un murmullo de voces en una de las habitaciones, cuya puerta se abrió. Salió la mujer flaca.
—¿Bien? —dijo, en tono retador—. ¿Quiénes son ustedes?
Los hombres corpulentos la hicieron a un lado. Bell y Reggie entraron en la habitación.
En ella había dos personas. Un viejo gordo, pulcramente vestido, con una cara ancha y morena bajo su cabello blanco, la cara de un individuo inteligente que goza de la vida; y una mujer más morena que él, de cejas y cabellos negros, una mujer de mucha presencia que debió ser hermosa antes de llegar a la madurez. Los miró con ojos brillantes. Se rió con sonido chillante que empezó de súbito y terminó también de súbito.
—¿Qué es todo esto, caballeros? —preguntó el hombre.
—¿El señor y la señorita Cabot, alias Smithson? —preguntó Bell.
—Mi nombre es Cabot y ésta es mi hija. El nombre de mi firma es Smithson & Co.
—Inspector Bell. Tengo una orden para registrar su casa.
—La policía es muy amable de interesarse por mí. ¿Puedo preguntar el motivo?
—Quiero la niña que usted tiene aquí.
El señor Cabot miró a su hija.
—¡Oh! ¡Nuestra pobre querida pequeña! —dijo, lentamente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Bell.
—¿Cómo? ¿Su nombre? Grace, naturalmente.
—¿Grace, naturalmente?
—Grace Cabot, señor. Veo que no conoce usted la tragedia de nuestra familia. La niña de mi pobre hijo es mentalmente anormal. Idiota, prácticamente. Tiene…
—¿Desde que vino aquí, o desde antes?
El señor Cabot pasó la lengua por sus labios.
—Veo que han recogido ustedes algún chisme escandaloso… Era…
—¿Dónde está?
—¡Oh! Iré a buscarla —exclamó la señorita Cabot.
Pero Reggie llegó antes a la puerta. Salió al vestíbulo primero que ella. La señorita Cabot lo siguió y corrió escaleras arriba llamando:
—¡Grace! ¡Grace!
Reggie se detuvo un momento, luego hizo una señal y uno de los hombres corpulentos subió tras ella. Reggie se dirigió al armario situado bajo la escalera, lo abrió y miró a la oscuridad.
—Soy un amigo —dijo con mucha suavidad—. Ven, querida. Soy un amigo.
Y arriba la voz chillona de la señorita Cabot gritaba:
—¡Grace! ¡Grace!
Vagamente, vio algo blanco. Oyó un gemido.
—Ya pasó todo ahora —dijo—. Todo va bien. Un amigo, nada más que un amigo.
—¡Grace! ¡Grace! —gritó, más cerca, la voz chillona.
—No, no, no —sollozaba la niña en la oscuridad.
Reggie la buscó a tientas y la tomó en brazos. Era muy frágil.
—Querida… —susurró.
La sacó a la luz, temblando, tratando de ocultarse dentro de su vestido sucio.
La señorita Cabot bajó corriendo.
—¡Encontró usted, pues, a la querida criatura! —exclamó.
Tendió los brazos. Reggie giró sobre sus talones, oponiéndole el hombro.
—Agárrele la muñeca —dijo.
El hombre corpulento que estaba tras ella le agarró ambos brazos con tanta fuerza que la hizo chillar. Una jeringuilla cayó al suelo. Y la señorita Cabot empezó a lanzar juramentos.
—Saque a la niña de aquí —dijo Reggie, colérico—. Llévela a mi casa. —Pero la criatura se acurrucó contra él y gimió—. Bueno. Bueno. Llévese a la mujer.
Las esposas se cerraron en las muñecas de la señorita Cabot mientras ella mordía, luchaba y blasfemaba. Fue empujada hasta la calle y confiada a manos seguras.
—Es una alhaja —murmuró uno de los hombres corpulentos.
Reinó el silencio en la casa. La niña levantó su pálido y famélico rostro del hombro de Reggie.
—¿Se fue? —murmuró. Miró a su alrededor, no vio nada más que aquellos hombres sólidos y tranquilizadores—. ¿De velas, de velas se fue?
—De veras se fue. Nunca volverá a hacerte daño —dijo Reggie—. Ahora sólo tienes amigos. Irás conmigo a mi casa. Una bonita casa. Pero espera un minuto. Este señor te sostendrá sin que te pase nada. —La persuadió a pasar a los brazos de uno de los detectives—. Sáquela al aire, por detrás. No tardaré, querida.
Recogió con cuidado la jeringa y la llevó a la habitación donde Bell vigilaba a Cabot. El viejo estaba junto a la ventana mirando hacia fuera. Su rostro estaba amarillo. Pero dominaba sus nervios y su voz.
—¿Acaso me dirá usted qué significa todo esto, inspector? —decía.
—De sobra oirá usted lo que significa —gruñó Bell.
—Vi que detenían a mi hija…
—Sí. Aunque a ella no le gustó, ¿verdad? —dijo Reggie, agresivo.
El viejo volvióse y preguntó:
—¿Quién es este señor, por favor?
—Es el señor Fortune.
—¡Oh, el gran Fortune! ¿Por qué molestarlo con nuestros pobres asuntos?
—Es un placer —dijo Reggie.
—¡Me complace mucho interesarle! ¿Y tendría usted la bondad de decirme por qué han detenido a mi hija?
—Hemos encontrado en su casa una niña que ha sido torturada.
—Supongo que ella se lo ha dicho. —El viejo soltó una risita—. Buena prueba ha encontrado usted, señor Fortune. La niña es idiota.
—No usaremos esa prueba. Ya no la torturará usted más, señor Cabot.
El viejo sonrió y Bell exclamó:
—¿Está muerta la niña, señor?
Reggie tardó un momento en contestar. Observaba el rostro del viejo.
—No —dijo lentamente—. ¡Oh, no! La señorita Cabot hace un momento intentó matarla. Pero no lo consiguió.
El anciano respiraba con fuerza.
—Una pobre historia, ¿no? —dijo en tono de mofa—. No le servirá de mucho ante un tribunal, señor Fortune. ¿Es todo?
—No. Me gustaría ver su laboratorio.
—Me encantará enseñárselo.
Bell miró a Reggie, que hizo un signo afirmativo. El viejo subió entre ellos dos. Abrió una puerta y entraron en una habitación provista de una larga mesa, estantes, lavabo y muchos aparatos de química. Reggie anduvo de un lado a otro examinando las filas de botellas, abriendo armarios. Había muchas cosas que le interesaban.
—¡Ah! ¿Le gusta a usted esto? —dijo el viejo, acercándose mientras él observaba una hilera de frascos y tubos de vidrio—. Es un método propio. —Con aire técnico, movió sus hábiles dedos para hacer demostraciones—. Y aquí —se volvió, abrió un cajón y se inclinó sobre él—, y aquí, ve usted…
—Sí, lo veo —dijo Reggie; y agarró la mano que iba a llevarse a la boca.
Bell aferró al hombre en su sólida garra. La mano se abrió y mostró una cápsula blanca.
—De esta manera no, señor Cabot —dijo Reggie—. Todavía no.
—Irá adonde ha ido su hija —añadió Bell. Y llamó al detective que esperaba en el vestíbulo.
—Tendré algunas cosas que meditar, caballeros —dijo el viejo, mientras se lo llevaban.
—Ciertamente. Y mucho tiempo para meditar. En este mundo y en el otro —dijo Bell con enojo.
El viejo se echó a reír.
Reggie y Bell se miraron.
—¿Qué estaba haciendo aquí el viejo malvado, señor? —preguntó Bell—. ¿Sometía a vivisección a la niña?
—¡Oh, no, no! La niña era cosa aparte. Aquí fabricaba drogas estupefacientes. Muy buena instalación, ésta.
—¿Lo ha estado haciendo durante años?
—Sí, sí. Es una industria próspera.
—Mas, ¿para qué la niña? ¿Para probar las drogas?
—No. No la necesitaba para pruebas. No. Le administraban drogas para divertirse. Todavía no hemos llegado a la historia de la niña. Hay mucho trabajo que hacer todavía.
—¿Qué quiere usted que haga, señor?
—Revise esta casa. Averigüe el pasado de los Cabot. Busque a alguien que haya perdido una niña. Adiós.
El corpulento detective, en el patio, cuidando a la niña con desmañada ternura, sonrió, confuso, a Reggie.
—No soy muy hábil para esto, señor. Pero no quiere que la deje en el suelo.
—No. ¿Es bueno tener alguien a quien asirse, verdad, pequeña?
Tendió los brazos. Por primera vez, algo como una sonrisa apareció en aquella carita consumida. La niña se abalanzó hacia él.
—Anda. Vamos a una casa bonita donde una señora simpática y todo el mundo te están esperando para quererte.
En el coche del inspector Bell, envuelta en una manta, iba sentada sobre las rodillas de Reggie, mirando los árboles del parque, las concurridas y alegres calles. De pronto, se agarró a él.
—¿Es de velas? —exclamó—. ¿De velas, de velas?
—Sí. Todo es de veras ahora —contestó Reggie, poniendo la mano sobre la de la niña—. Cosas bonitas, cosas de veras.
Cuando el coche se detuvo ante su casa, la sirvienta abrió la puerta y lo contempló, risueña y apiadada, entrando con la niña en brazos.
—Aquí estoy, señor Fortune —dijo una mujercita jovial, que bajaba la escalera corriendo—. ¡Bueno! —Miró a la niña y le dijo—: Vamos a simpatizar mucho, tú y yo.
Era difícil no simpatizar con aquellas lindas mejillas rosadas y blancas y aquella voz amable. De nuevo, algo parecido a una sonrisa apareció en la carita pálida y consumida.
—Ven —dijo la enfermera—. Verás qué bien te arreglo.
Tomó a la niña en brazos.
Arriba, en el cuarto de baño, las mugrientas ropas fueron arrancadas del famélico cuerpecito. Pero éste se veía marcado con algo peor que la mugre: había señales de pinchazos en los bracitos y algunas ronchas. La enfermera Cary miró al señor Fortune.
—Sí, lo sé —dijo él en voz baja—. Le han inyectado drogas.
—¡Malvados! —murmuró la enfermera.
Fortune estaba examinando las ropas. Habían sido bastante buenas en otro tiempo. Descubrió una tira de cinta con un nombre en letras bordadas: Rose Harford. Se volvió hacia la niña sumergida en el agua caliente.
—Bueno, ¿verdad que es agradable esto, Rose?
—¿Así que tú eres Rose? —dijo la enfermera, sonriendo—. ¿Mi pequeña Rose?
—Mamá es Lose —murmuró la niña.
El señor Fortune salió. Llamó por teléfono a Scotland Yard.
—¿Lomas? Habla Fortune. La niña es Rose Harford. Hay una madre… o la había. Averigüe.
 En Scotland Yard encontró reunidos a Lomas, Bell y Avery.
—¿Cómo está la paciente?
—Saldrá bien si tenemos suerte. Pero es largo. Han hecho una obra vil con ella.
—La horca sería poco para esa pareja. —Suspiró Bell—. Y no podremos hacer que los ahorquen.
—Han hecho varias veces lo suficiente para ser ahorcados —dijo Avery, colérico—. ¿Recuerda usted aquel individuo que murió en Kensignton Gardens, señor Fortune? Compraba las drogas en Smithson & Co.
—Sí. Usted acertó, Avery, entonces. Debí comprender que había algo allí.
—Usted es quien acertó, señor —dijo Avery, riendo—. ¿Recuerda cómo nos burlábamos de usted por lo del gatito? Si usted no se hubiese ocupado de eso, los Cabot continuarían felices y tranquilos, dedicados a sus manejos infernales.
Querido Reginald —dijo Lomas—, es usted un hombre sorprendente. No trabaja según las pruebas, como un detective razonable.
—¡Madre mía! —exclamó Reggie—. No trabajo sino con pruebas. Por eso no me entiendo con abogados y policías. Creo en las pruebas, viejo.
—Bien, ¿quiere hacerme el favor de contarme toda la historia del asunto Cabot?
—Está bien claro. Cabot era un químico experto. La dificultad en el comercio de drogas siempre consiste en la obtención de mercancías. Él la resolvió adquiriendo materias primas y fabricando las drogas. Encontraba clientes en los centros nocturnos y restaurantes con los que estaba en contacto por medio de la firma Smithson & Co.
—Es cierto, señor —afirmó Bell—. Ya tenemos la pista. Era un gran negocio. ¡La cantidad de infelices que habrá mandado al diablo!
—Omitió usted explicar lo de la niña —dijo Lomas.
—¡Oh! Eso es una venganza. Una venganza contra alguien. Probablemente contra el padre o la madre de la niña. ¿Han encontrado a la madre, por fin?
—Hace tres meses George y Rose Harford fueron condenados por tráfico de drogas. El hombre era un joven contable, la mujer una actriz. Vivían en un departamento de Blomsbury; iban con frecuencia a los restaurantes del Soho. Allí un mozo de restaurante denunció que la mujer había ofrecido drogas. Fueron detenidos. Se encontraron drogas en los bolsillos de sus abrigos, y más en su departamento. El caso era claro y ambos fueron condenados. Algún tiempo después de haber ingresado en la cárcel, la mujer se quejó de que no sabía nada de su hija, de la que otra actriz que vivía en la misma casa había prometido cuidar. Bueno, los funcionarios de la cárcel hicieron averiguaciones, con las que transcurrió algún tiempo. La actriz había salido de jira. Cuando la encontraron, dijo que la hermana de la señora Harford se había presentado y se había llevado a la niña. La señora Harford declaró que no tenía ninguna hermana. Entonces nos pasaron el asunto, por fin.
—Sí, por fin. Y han tenido a la madre en la cárcel durante tres meses… dudando.
—Dudando de si hay un Dios —dijo Bell, solemnemente.
—Bueno, es un caso muy oscuro… —dijo Lomas, encogiéndose de hombros—. ¿Comprende usted algo, Reginald?
—¡Oh! Supongo que la Cabot quería para ella a George Harford. Cuando éste se casó, buscó la ocasión de hacer sufrir a la esposa. Esperó. Y mandó a la cárcel al padre y a la madre, para apoderarse de la niña y torturarla.
—Los Harford habían estado fuera de Inglaterra. El hombre tenía un empleo en Francia. No hacía mucho que habían regresado cuando les sucedió el percance.
—¿Qué pruebas tienen?
—Ese perro borracho de criado. Dice que estaba dominado por su mujer… Ésta se encargó de meter las drogas en el departamento de los Harford. El mozo del restaurante las metió en los bolsillos de sus abrigos mientras cenaban. No hemos podido atrapar al mozo. Varias personas han desaparecido desde que fueron detenidos los Cabot. George Harford dice que conoció a la señorita Cabot en un club nocturno, que no la trató mucho, sólo bailó con ella. Su esposa no la ha visto nunca. Ambos declararon que no sabían nada de las drogas.
—Sí. Fue un gran error de la justicia, Lomas.
—Era un caso claro. —Lomas se encogió de hombros—. Nadie tiene la culpa.
—Sí. Esto es muy tranquilizador. Un gran consuelo para los Harford. Una alegría para la niña.
—Haremos todo lo que podamos hacer, naturalmente. Rehabilitarlos ante el mundo, ponerlos de nuevo en buenas condiciones para vivir, y todo eso. Un desgraciado asunto. Hace vacilar la confianza en el trabajo de la policía.
El señor Fortune lo miró fijamente y suspiró.
—Sí, éste es uno de sus aspectos —murmuró.
—Gracias a Dios que sucedió lo del gato, señor —dijo Bell.
El señor Fortune volvió los ojos hacia él y murmuró de nuevo:
—Sí, éste es otro aspecto.
—Diría que fue todo providencial —añadió Bell—. Simplemente providencial.
El señor Fortune lo miró con sorpresa.

—Providencial —repitió—. Bueno, bueno…

lunes, 13 de mayo de 2019

ADOLFO BIOY CASARES. DIARIOS ÍNTIMOS. BORGES. SOBRE SHKAKESPEARE Y DANTE. AÑO: 1953.


BORGES SOBRE SHKAKESPEARE Y DANTE. AÑO: 1953.
Domingo 30 de agosto. Come en casa Borges. Trabajamos en el índice de Los mejores cuentos fantásticos. Hablamos de Shakespeare. Dice que en literatura fue un amateur, the divine amateur, lo compara con Dante, verdadero literato. Recuerda que las piezas de teatro no se consideraban literatura: las escribían de cualquier modo, con argumentos ajenos y hasta confusísimos. Cita como ejemplo de debilidad o anticlímax:
O, my prophetic soul! My uncle!
BORGES: «Debió elegir cualquier otra palabra, no uncle. Este uncle, después de my prophetic soul, donde el estilo quiere levantarse, es un absurdo bathos. Evidentemente debió escribir his brother. Además los dos my no quedan bien». BIOY: «Apoyan una posible ambigüedad: que se tomen prophetic soul y uncle como sinónimos... Tal vez si se hubiera cultivado y esmerado, quizá habría perdido esa inflamada y feliz elocuencia, que es probablemente la mejor de sus virtudes. Cuando quiere ser un escritor, en los sonetos, se pierde en antítesis y en sutilezas fútiles». Le regalo el libro de Kafka, envuelto en forma cursi, para cumpleaños, por la librería. BORGES: «¿Cuántas veces habrá pasado que alguien le regala en broma a su novia algo muy feo, a ella le parece muy lindo y ese rasgo de candor, esa inerme equivocación a él lo enamora más?»

***
BIOY CASARES. SOBRE SADE. AÑO 1953.
Sábado, 22 de agosto. Come en casa Borges. Preparamos el índice para una segunda serie de los mejores cuentos fantásticos. Leemos cuentos fantásticos franceses: gran bobería. Todo ocurre en una suntuosidad que deslumbra a los autores: hay cigarros, licores, prestigio y perversidades infinitas (Villiers, Maupassant, Baudelaire). Leemos páginas de Sade,
realmente toscas y tontas.
***
BORGES. SOBRE KAFKA Y LA METAMORFOSIS.
Domingo, 2 de agosto. Come en casa Borges. Traducimos cuatro «reflexiones» de Kafka1 y ordenamos los cuentos breves. Me dice, con la boca torcida, de contrariedad, que suele poner para desestimar algo:
«No sé por qué La metamorfosis es tan famoso. No parece de Kafka». Me pregunto si quiso decir: «Si les gusta tanto Kafka, ¿por qué les gusta un cuento que no parece de él?».
AÑO: 1953.
BIOY CASARES. DIARIOS ÍNTIMOS. BORGES.
***
JAJAJA. PAR DE IRRESPONSABLES.
BIOY CASARES. DIARIOS ÍNTIMOS. BORGES.
Lunes 6 de abril de 1953,
Después de comer, con Borges redactamos una contratapa para Brat Farrar de Josephine Tey, un libro que ninguno de los dos ha leído y del que no sabemos nada; ni siquiera tenemos el jacket inglés: inventamos un crítico y su juicio.
Pag.73

domingo, 12 de mayo de 2019

¿Feria Internacional del Libro o “Centroamérica cuenta”? Deslindes / Adriano Corrales Arias



¿Feria Internacional del Libro o “Centroamérica cuenta”?


Deslindes / Adriano Corrales Arias



Un gran artista nacional, escultor para más señas, me relataba años atrás un suceso que siempre viene a mi memoria cuanto se trata de lo que intentaré tratar. En su juventud, un reconocido artista guatemalteco se exilió en nuestro país por razones políticas y entonces le fue concedido el puesto de profesor de artes en un reconocido colegio josefino por parte del Ministerio de Educación Pública. El artista chapín se hizo muy amigo del entonces joven maestro nacional. Cuando el guatemalteco se preparaba para regresar a su patria, le aconsejó al amigo que se dirigiera al MEP a solicitar la plaza que él dejaría vacante dado que, a la sazón, tenía todos las credenciales para ocuparla, se encontraba desempleado y en una situación económica crítica. Así lo hizo, pero en el ministerio le indicaron que la plaza ya había sido cerrada dado que se había abierto ex profeso para la estadía del maestro guatemalense.

Sucede que la FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE COSTA RICA (FILCR) del 2019 varió sus fechas sustancialmente. La misma se realiza, por lo general, durante el segundo semestre de cada año y este año se realizará del 10 al 19 de mayo debido a que acogerá el evento literario nicaragüense CENTROAMÉRICA CUENTA. Dicho evento, regentado por el reconocido escritor Sergio Ramírez Mercado, quien cuenta con un consejo consultivo regional integrado por conspicuos escritores centroamericanos, por razones harto conocidas sobre la triste y dramática situación sociopolítica y económica que vive nuestro hermano país del norte, hubo de suspenderse en su edición del 2018.

La señora ministra del ramo anunciaba así el cambio: “Es con alegría que damos a conocer esta noticia. Centroamérica Cuenta es un encuentro de una talla tal que la región no podía permitirse el lujo de perderlo; es un orgullo y una responsabilidad para Costa Rica. Lamentamos las circunstancias que obligaron a su cancelación este año pero igualmente los recibimos con los brazos abiertos” (La República, 06/09/18). Por su parte, Claudia Neira, directora del evento en Nicaragua, declaraba: “Llevamos varios meses en busca de una nueva sede, Costa Rica y Guatemala eran las opciones que sopesaban porque queríamos elegir un país con un público muy receptivo a este tipo de programaciones”.

La FILCR es quizás el evento librero más importante de la región. La misma es organizada pro la Cámara Costarricense del Libro y aupada por el Ministerio de Cultura y Juventud en las ediciones de los últimos años. Ello ha permitido que muchas editoriales alternativas, así como escritores independientes, participen en un espacio exclusivo creado en la Casa del Cuño del complejo cultural en la Antigua Aduana. Anteriormente, con solo la organización de la Cámara del Libro, eso era impensable debido a los altos costos del metro cuadrado de un “stand”. Pues bien, con el cambio de fechas muchos de estos autores y editoriales independientes se han visto perjudicados puesto que no alcanzaron a programar actividades dentro de la misma.

La anécdota inicial me retrotrae a lo siguiente: ¿qué sucedería si un escritor nacional que organiza un evento literario propusiera al Ministerio de Cultura y a la Cámara del Libro que acoja el mismo aunque para ello deban cambiar las fechas programadas? No lo veo potable. O al revés. ¿Qué pasaría si un colega nacional solicita un espacio de ese tipo en Nicaragua, o en Guatemala, para no ir muy lejos? Sería imposible, creo. Ustedes me dirán: ¡pero se trata del laureado escritor Sergio Ramírez Mercado y ese tipo de eventos no se realiza ni por asomo en Costa Rica! Y llevarían razón en mucho; hablamos de un escritor con un currículum impresionante que, además, está muy bien conectado con el mundo literario y editorial en el nivel iberoamericano y de más allá.


Lo último señalado es lo que torna un tanto sospechoso el asunto: ¿será acaso que algunas editoriales con las cuales el escritor nicaragüense mantiene relaciones comerciales estuvieron detrás de ese cambio de fechas? Lo digo porque lo razonable hubiese sido que, si se permitía un evento dentro de la estructura del otro, se hubiesen mantenido las fechas para que el segundo (Centroamérica cuenta) se plegara o se acogiese a la programación de la FILCR. Eso habría sido lo sensato, pienso. Porque lo contrario significa que el evento invitado es el que, de alguna manera impone las condiciones. Me apresuro a subrayar que no estoy en contra de que tan importante evento se celebre en nuestro país, que es una forma más de la histórica y tradicional solidaridad de nuestro pueblo y estado con el pueblo nicaragüense y centroamericano en general. Al contrario, me congratula que se escoja a nuestro terruño para ello, puesto que nos ofrece la oportunidad de terciar con insignes colegas y expositores. Pero, reitero, no era necesario el cambio de fechas que perjudican a escritores y editores independientes que ya se habían programado para el segundo semestre.

Lo cierto es, pareciera ser, que las propuestas de un extranjero ilustre casi siempre pasan por encima de proposiciones propias así como sobre nuestros deberes y procesos para con los connacionales. Nos encanta ser teloneros de los “grandes” o al menos organizar apoyo hacia fuera cuando en el interior tenemos serios problemas. Hacia el exterior somos “los buenos samaritamos", tal y como nos denominó un estimable escritor salvadoreño en una de las últimas ferias internacionales del libro, precisamente. Pero hacia dentro somos unos pusilánimes e irresponsables con nuestros congéneres, compas y colegas. ¿Candil de la calle, oscuridad de la casa? ¿O es que la globalización bajo esquema neoliberal también se impone en el nivel de la región y en su transnacionalizado mundo editorial?

Fuente:

jueves, 9 de mayo de 2019

EL CRIMEN DE REGENT’S PARK Baronesa Orczy

La baronesa Emma (afectivamente llamada "Emmuska") Magdolna Rozalia Maria Jozefa Borbala Orczy (TarnaörsHungría23 de septiembre de 1865 – Londres12 de noviembre de 1947) fue una novelista, dramaturga y artista británica de origen húngaro.

Fuente: Wikipedia.

 EL CRIMEN DE REGENT’S PARK

Baronesa Orczy
LA señorita Polly Burton se había acostumbrado rápidamente a su extraordinario vis a vis en el rincón, con el viejo.
Estaba siempre allí cuando ella llegaba, embutido en uno de sus extravagantes trajes de tweed a cuadros; no olvidaba jamás darle los buenos días e, invariablemente, cuando ella aparecía, empezaba a agitarse con creciente nerviosismo como una rama seca y sarmentosa azotada por el aire.
—¿Ha estado alguna vez interesada en el crimen del Regent’s Park? —le preguntó un día.
Polly respondió que había olvidado la mayoría de los detalles relativos al misterioso asesinato, pero que recordaba muy bien el escándalo y revuelo que había levantado entre cierto sector de la buena sociedad londinense.
—Particularmente, entre los tahúres y apostadores de carreras, ya sabe —dijo él—. Todas las personas implicadas en el asunto, directa o indirectamente, pertenecían al grupo de los comúnmente llamados «chicos bien» o «jóvenes de la alta sociedad», y el Harewood Club en Hannover Square, alrededor del cual se centró el escándalo provocado por el crimen, era uno de los más brillantes clubs de Londres.
»Con toda seguridad, las actividades del Harewood Club, que era esencialmente un club de juego, habrían permanecido para siempre oficialmente ignoradas por las autoridades policíacas, a no ser por el asesinato en el Regent’s Park y las revelaciones que salieron a la luz en relación al mismo.
»Estoy seguro de que usted conoce la tranquila plaza que se extiende entre Portland Place y el Regent’s Park y se llama Crescent Park en su parte sur, y en su continuación, Park Square este y oeste. Marylebone Road, con su enorme tráfico, corta el amplio parque y sus hermosos jardines, pero las dos últimas partes están unidas por un túnel bajo la calle; y supongo que usted recordará que la nueva estación del Metro, en la parte sur de la plaza, no había sido aún proyectada.
»La noche del seis de febrero de mil novecientos siete fue una noche de niebla espesa. A pesar de ello, el señor Aarón Cohen, que habitaba en el número 30 de Park Square del oeste, se levantó de la mesa verde de juego del Harewood Club, a las dos de la madrugada, después de haberla materialmente barrido, embolsándose grandes ganancias, y se dirigió solo hacia su casa.
»Una hora más tarde, los habitantes del oeste de Park Square se despertaron de su pacífico sueño por causa de un violento altercado en la calle. Una airada voz masculina resonó durante algunos minutos, seguida inmediatamente por frenéticos gritos de socorro. Luego el doble percutir de un arma de fuego, seguido de un silencio sepulcral.
»La niebla era muy densa, y, como usted sabe, esto dificulta la localización de los sonidos. No obstante, no había transcurrido más de uno o dos minutos cuando el guardia situado en la esquina de Marylebone Road apareció en escena. Tocó el silbato para reunir a sus compañeros, e intentó orientarse entre la nebulosa penumbra, hacia el punto donde había sonado la alarma. Se produjo una enorme confusión, porque, a través del muro de niebla, resonaban los gritos contradictorios de los vecinos, indicando desde sus ventanas las más opuestas direcciones en su afán de ayudar a los guardias:
»—¡Por los raíles, guardia!
»—¡Arriba, en la calle! ¡Ha sido en las verjas!
»—¡No, abajo, en el túnel!
»—Ha sido por este lado de la acera.
»—No, por el otro.
»Por fin, después de tanta algarabía, fue otro policía quien, dando la vuelta por el lado norte de Park Square del oeste, casi tropezó con el cuerpo de un hombre tendido sobre el pavimento, con la cabeza apoyada en las rejas del parque. Durante este tiempo se habían ido congregando en la calle los habitantes de las casas cercanas, ansiosos por saber lo que estaba ocurriendo.
»El policía enfocó la potente luz de su linterna de ojo de buey hacia el rostro del infortunado.
»—Parece como si hubiera sido estrangulado, ¿no crees? —murmuró dirigiéndose a su compañero.
»Y señalaba a la entumecida lengua colgante, los ojos desorbitados e inyectados en sangre, y el color, entre amoratado y purpúreo, de su congestionado rostro.
»En esto, uno de los espectadores, más insensible al horror que los demás, escudriñó curioso el rostro del muerto y lanzó una exclamación de asombro:
»—¡Pero si es el señor Cohen, el del número 30! ¡Seguro!
»La mención de un nombre familiar en plena calle animó a dos o tres vecinos más a mirar de cerca la máscara, horriblemente desfigurada, del asesinado.
»—Nuestro vecino de la puerta de al lado, indudablemente —aseguró el señor Ellison, un joven abogado que vivía en el número 31.
»—¿Quién demonios le mandaría salir solo y a pie en una noche así? —dijo alguien más.
»—Regresaba normalmente muy tarde. Creo que pertenecía a algún club de juego. Y casi apostaría a que jamás alquilaba un coche para volver de allí. Yo no sé gran cosa de él. Nuestras relaciones se reducían a saludarnos cuando nos cruzábamos.
»—¡Pobre desdichado! Parece como si se tratara de un asesinato por agarrotamiento, como se acostumbraba antiguamente.
»—¡Sea quien sea, desde luego, el asesino ha querido estar bien seguro de haberle matado! —añadió uno de los policías, recogiendo del suelo un objeto—. Aquí está el revólver, con dos cartuchos vacíos. ¿Han oído ustedes los disparos?
»—No parece haber muerto a causa de los tiros. No hay duda de que ha sido estrangulado. Trató de disparar contra su asaltante, sin duda —afirmó el joven abogado, con aire de suficiencia.
»—Y no logró alcanzarle. Si lo hubiese hecho, acaso tendríamos la oportunidad de seguir el rastro del criminal.
»—Pero no entre esta niebla.
»La aparición del inspector, el detective y el forense, rápidamente avisados, puso punto final a todas estas discusiones y conjeturas.
»Se dirigieron a su domicilio y requirieron el servicio (integrado por cuatro mujeres) para que examinara el cadáver.
»Entre alaridos de espanto y lágrimas de horror, reconocieron todas a su dueño, el señor Aarón Cohen. Llevaron el cuerpo a su dormitorio y el forense inició su tarea.
»La policía se enfrentaba con un penoso trabajo, lo reconozco. Existían tan pocos indicios que no había por dónde empezar.
»La encuesta entre el vecindario no reveló prácticamente nada. Se sabía muy poco acerca de Aarón Cohen y sus asuntos. Sus propias sirvientas ignoraban el nombre de los diversos clubs que frecuentaba.
»Tenía una oficina en Throgmorton Street, adonde iba todos los días. Cenaba en casa y algunas veces tenía amigos invitados. Cuando estaba solo, invariablemente iba al club, donde permanecía hasta las primeras horas de la madrugada.
»La noche del crimen había salido alrededor de las nueve. Fue la última vez que le vieron sus sirvientas. En cuanto al revólver, las cuatro declararon sin vacilar que no lo habían visto jamás en poder de su dueño y que, a no ser que el señor Cohen lo hubiese comprado aquel mismo día, no le pertenecía.
»Ningún rastro pudo hallarse del presunto asesino, excepto un juego de llaves unidas por una cadenilla que apareció junto a una de las puertas del extremo opuesto del parque que daba enfrente de Portland Place. Ambas resultaron ser del señor Cohen, una de ellas la de la entrada de su casa, y la otra la de la puerta del parque[1].
»Se supuso que el asesino, después de consumar el crimen y saquear los bolsillos de su víctima, había utilizado las llaves para perpetrar su fuga en el interior de la plaza, atajando por el túnel y saliendo luego por la última puerta. Tomó la precaución de no llevarse las llaves consigo después de usarlas, y las arrojó en cualquier parte, para esfumarse finalmente en la niebla.
»El jurado aprobó un veredicto de culpabilidad por homicidio voluntario contra alguna persona, o personas desconocidas y la policía puso todo su empeño para descubrir al misterioso asesino. El resultado de todas sus investigaciones, conducidas con extraordinaria sagacidad por el detective William Fisher, una semana después de cometido el crimen, llevaron al sensacional arresto de uno de los más brillantes petimetres de la alta sociedad londinense.
»La acusación que Fisher formuló contra el joven Ashley, declarándolo culpable, decía así, en resumen:
»El día seis de febrero, poco después de la medianoche, el juego empezó a tomar gran intensidad en el Harewood Club, en Hannover Square. Se jugaba a la ruleta y el señor Aarón Cohen tenía la banca, frente a veinte o treinta de sus amigos, en su mayor parte jovencitos sin seso cargados de dinero. La “banca” estaba ganando grandes cantidades. Al parecer, por tercera noche consecutiva, Cohen iba a marcharse con un buen montón de dinero.
»El joven John Ashley, hijo de un conocido propietario rural, personalidad importante en alguna parte de los Midlands, perdía fuerte. Era la tercera noche seguida que perdía, y la fortuna parecía haberle vuelto decididamente la espalda.
»Según parece, el joven Ashley, aunque muy popular entre el gran mundo, era lo que suele llamarse “una bala perdida”; endeudado hasta las orejas y con un miedo cerval a su padre, del cual era el hijo menor, ya en una ocasión anterior le había hecho aquél la amenaza de embarcarle para Australia con un billete de cinco libras en el bolsillo, si reincidía en sus calaveradas.
»Todos sus compañeros de andanzas sabían que la bolsa del padre, aunque repleta, estaba estrechamente anudada para las extravagancias del joven. Y éste, con su afán de destacar en los elegantes círculos que frecuentaba, se lanzó al peligroso recurso de la mesa verde de juego.
»Sea como fuere, la general opinión de los socios del Harewood Club era que aquella noche el joven Ashley estaba “echando el resto” en el momento de sentarse ante la ruleta frente a Cohen.
»Parece ser que sus amigos, entre los cuales destacaba Walter Hatherell, quisieron disuadirle de que probara fortuna contra aquél, que se hallaba bajo una racha tan extraordinaria y persistente de suerte como jamás se había visto. Pero el joven, excitado por el vino y exasperado por su propia mala fortuna, no atendía a razones; pidió prestado a todo el que quiso dejarle, cambió pagarés y jugó finalmente sus puestas bajo palabra de honor. Por fin, a las doce y media, se encontró sin un penique en los bolsillos y con una deuda (¡una deuda de juego!), bajo palabra de honor, de mil quinientas libras ganadas por el señor Aarón Cohen.
»Hay que rendirle a éste la justicia que le han negado la prensa y el público, porque parece probado, según todos los testigos presentes, que trató repetidamente de disuadir al joven Ashley a que dejara el juego. Por otra parte, él mismo se hallaba en una delicada posición, porque siendo el ganador y “la banca”, no podía terminar el juego sin dar a los demás la oportunidad de que cambiara la racha de su buena suerte.
»Así que, mientras fumaba un carísimo habano, encogiéndose de hombros, le dijo finalmente a su contrincante: “¡Como usted guste!”, y prosiguió el juego. Pero pasada la una y media de la madrugada, empezó a cansarse de jugar con un adversario que siempre perdía y no pagaba, ni, acaso, pagaría nunca, como tenía motivos fundados para suponer el afortunado Cohen. A partir, pues, de este instante empezó a rehusar las apuestas “bajo palabra”. Se cambiaron algunas frases fuertes, rápidamente acalladas por la dirección del club, deseosa de evitar todo peligro de escándalo.
»En última instancia, Walter Hatherell, dando muestras de muy buen sentido, logró persuadir a su amigo que dejara el club y sus tentaciones, y marchara a dormir.
»La amistad entre los dos jóvenes, bien conocida en los medios sociales, hacía de Hatherell el devoto y fiel auxiliar, algo a remolque de las locuras de su amigo Ashley. Pero esta noche, vuelto aparentemente a la razón por las enormes pérdidas sufridas, se dejó éste llevar por su amigo, abandonando el escenario de su ruina. Faltaban unos veinte minutos para las dos de la mañana.
»Y ahora es cuando la situación se pone interesante —prosiguió el viejo en su tono nervioso e inquieto—. La policía interrogó a no menos de doce testigos oculares y comprobó que todas las declaraciones concordaban plenamente.
»Walter Hatherell, después de unos diez minutos de ausencia, o sea diez minutos antes de dar las dos, volvió a la sala del club. Comentó que había acompañado a su amigo hasta la esquina de New Bond Street, donde Ashley le dijo que prefería ir andando solo a su casa. Quería, antes, dar una vuelta por Piccadilly, pues creía que el fresco de la madrugada le sentaría bien.
»A las dos de la mañana, poco más o menos, Aarón Cohen, terminado su lucrativo “trabajo” por aquella noche, cerró la banca y embolsando sus fuertes ganancias marchó a su casa. Walter Hatherell abandonó el club media hora más tarde.
»A las tres de la madrugada exactamente, resonaron en Park Square del oeste los gritos de auxilio y los disparos, y el señor Aarón Cohen apareció después estrangulado junto a las verjas del parque.
»Este hecho apareció a primera vista, tanto al público como a la policía, uno de estos estúpidos y sórdidos crímenes cometidos por las torpes manos de un novato, en los que el culpable es fácilmente descubierto y termina pronto en el patíbulo.
»Ya sabe lo que dicen nuestros confrères franceses: “Mira a quien le beneficia el crimen para encontrar al criminal”. El motivo, en este caso, estaba claro. Pero había aún mucha tela que cortar.
»El policía James Funnell, en su ronda habitual, dio la vuelta desde Portland Place hacia Crescent Park pocos minutos después de oír el carillón de Holy Trinity Church, en Marylebone, que daba las dos y media. La niebla, en aquel momento, no era tan espesa como lo fue más tarde y el policía pudo ver a dos caballeros con abrigo y sombrero de copa junto a las rejas del parque, muy cerca de la puerta del mismo, que estaban hablando. No pudo distinguir sus rostros por la niebla, pero oyó cómo uno de ellos le decía al otro:
»—Es sólo cuestión de tiempo, señor Cohen. Conozco a mi padre y sé que pagará por mí. Usted no perderá nada con esperar un poco.
»A lo cual el otro no respondió, aparentemente, y el guardia prosiguió su ronda; cuando volvió al mismo lugar, luego de dar la vuelta, los dos caballeros ya no estaban. Fue junto a esta misma puerta donde, más tarde, se encontraron las dos llaves referidas.
»Otro hecho interesante —añadió el viejo con una de sus sarcásticas sonrisas cuyo sentido escapaba a Polly— fue el hallazgo del revólver en el lugar del crimen. El ayuda de cámara de Ashley lo reconoció como de propiedad de su amo.
»Todos estos hechos forman una muy curiosa y completa cadena, casi sin solución de continuidad, de pruebas evidentes contra el acusado John Ashley. No es de extrañar, por tanto, que la policía, plenamente satisfecha por la labor del detective William Fisher, dictara un mandato de arresto en su propio domicilio de Clarges Street contra el joven calavera, exactamente una semana después de haberse cometido el crimen.
»Es un hecho, ¿sabe usted?, según la experiencia invariablemente me ha enseñado, que cuando un criminal parece especialmente torpe y desmañado y se acumulan las pruebas contra él, es cuando más debe guardarse la policía de insospechadas tretas hábilmente preparadas con antelación.
»En el presente caso, si Ashley hubiese cometido el crimen en Regent’s Park del modo supuesto por la policía, habría demostrado ser un criminal de tantos, sin inteligencia ni sentido, como la mayoría. Precisamente por esto creo que se cometen tantos crímenes. La misma falta de inteligencia lleva a ellos.
»El día de la vista la acusación llevaba a cabo el interrogatorio de testigos en un orden de combate triunfal, uno tras otro. Allí estaban los miembros del Harewood Club, que habían visto la actitud de manifiesta excitación y despecho del detenido, después de sus cuantiosas pérdidas, frente a Aarón Cohen; comparecía luego el propio Hatherell, quien, a pesar de su amistad con Ashley, tuvo que admitir que se había separado de él en la esquina de Bond Street veinte minutos antes de las dos, y que no volvió a verlo hasta que fue a su casa a las cinco de la tarde.
»Vino después el testimonio de Arthur Chipps, el ayuda de cámara de John Ashley. Su declaración tuvo carácter de sensacional.
»Declaró que la noche en cuestión su señor volvió a su casa alrededor de las dos menos diez de la madrugada. Chipps no se había acostado aún. Cinco minutos después, el joven Ashley volvió a salir, después de preguntar a su servidor si había llegado algún recado para él. Chipps no podía decir a qué hora regresó luego su joven amo.
»Esta rápida visita a su domicilio (indudablemente para recoger el revólver) fue considerada muy importante, y los dos amigos de John Ashley dieron su caso por perdido.
«El testimonio del ayuda de cámara y el de James Funnell, el policía que había oído casualmente la conversación junto a las rejas del parque, constituían las dos pruebas más peligrosas contra el acusado. Le aseguro a usted que recordaré siempre aquel célebre juicio con todo detalle. Había dos rostros en la sala que no se me borrarán jamás. Uno de ellos era el del propio John Ashley.
»Aquí tiene usted su foto. Más bien bajo, aunque de gallarda apostura, moreno, acaso un poco “achalanado” en su estilo, pero pareciendo lo que era, un hijo de familia de un gran propietario rural. Se mostraba muy sereno durante la vista y sólo de vez en cuando dirigía la palabra a su defensor. Escuchaba gravemente la lectura del pliego de cargos, y solamente con algún encogimiento de hombros denotaba sus reacciones al escuchar el relato del crimen, según la reconstitución policial, que tenía petrificado de horror a todo el auditorio.
»Según se desprendía del mismo, el acusado John Ashley, llevado a un estado de frenesí y enloquecido por sus dificultades financieras, había ido en primer lugar a su casa, en busca de un arma, y luego salió al encuentro de Aarón Cohen en alguna parte del camino de regreso de éste. El joven había implorado un aplazamiento. Probablemente Cohen se había mostrado inflexible; pero Ashley le había seguido implorando casi hasta la puerta de su casa.
»Llegado allí, y viendo que su acreedor se disponía a cortar la desagradable entrevista, se abalanzó por detrás sobre el infortunado, estrangulándole; luego, para rematar su cobarde faena, había disparado por dos veces sobre el cadáver, fallando las dos por el natural nerviosismo. El asesino debió vaciar entonces los bolsillos de su víctima y, encontrando las llaves del parque, pensó que éste podía muy bien ser un camino de evasión, por lo que, cortando a través de los parques y luego por el túnel, hasta salir por la puerta más lejana, frente a Portland Place, llevó a buen término su fuga.
»La pérdida de su revólver fue uno de estos imprevistos accidentes, que una Providencia justiciera pone en el camino de los desalmados, librándolos en manos de la justicia humana.
»El acusado, a pesar de todo, no parecía preocupado en lo más mínimo, ni impresionado por el relato de su crimen. No había requerido para su defensa los servicios de ninguna eminencia del foro que confundiera y apabullara a los testigos de cargo con astutas contrapreguntas y dominara la situación frente al tribunal, al jurado y al auditorio en general. Todo lo contrario. Se había contentado con un oscuro y prosaico leguleyo de segunda fila, el cual, al llamar a sus testigos, no iba a lucirse en absoluto.
»Se levantó muy tranquilo en medio de un silencio en el que parecía que incluso se había dejado de respirar y llamó, en primer lugar, los tres testigos de descargo de su cliente. Llamó a tres, como podía haber llamado a una docena, de los caballeros pertenecientes al Ashton Club en Great Portland Street, todos los cuales juraron que a las tres de la mañana del seis de febrero, en los mismos instantes en que los gritos de auxilio despertaron a los habitantes del Park Square del oeste y se cometía el crimen, John Ashley se hallaba tranquilamente sentado en los salones del Ashton, jugando al bridge con los tres testigos. Había llegado pocos minutos antes de las tres (como atestiguó el portero del club) y permaneció en el mismo alrededor de una hora y media.
»No preciso decirle que está prueba indiscutible cayó como una bomba en plena sala. Ni el más astuto criminal es capaz de encontrarse a la vez en dos sitios distintos. Y aun cuando era indudable que el Ashton Club transgredía las leyes contra el juego de este nuestro país, tan moral, sus miembros pertenecían todos a la más selecta sociedad; eran la crema, en una palabra. El joven Ashley había hablado con una docena, al menos, de ellos, en el mismo momento de cometerse el crimen y sus testimonios estaban fuera de toda sospecha.
»La actitud del acusado, en esta asombrosa fase del juicio, seguía siendo perfectamente serena y correcta, sin denotar excitación alguna. Sin duda, la seguridad de poder probar plenamente su inocencia con este concluyente testimonio había sujetado sus nervios durante la fase precedente.
»Sus manifestaciones al magistrado fueron claras y escuetas, incluso en el escabroso asunto del revólver.
»—Dejé el club, señor —explicó— plenamente decidido a hablar con el señor Cohen a solas con el objeto de pedirle un aplazamiento al saldo de mi deuda con él. Ya comprenderá usted que no podía hacerlo en presencia de los demás caballeros. Fui a mi casa durante un minuto o dos, no para recoger el revólver, como asegura la policía, ya que lo llevo siempre conmigo en noches de niebla, sino para ver si había llegado, en mi ausencia, una carta de negocios muy importante para mí y que estaba esperando.
»Luego salí de nuevo a la calle y me encontré con el señor Cohen, no muy lejos del Harewood Club. Anduvimos juntos la mayor parte del camino y nuestra conversación tuvo el carácter más amistoso. Estuvimos departiendo en el extremo de Portland Place, cerca de la puerta del parque, donde nos vio el policía. El señor Cohen tenía la intención de cortar a través de los parques, porque, según dijo, atajaba camino para su casa. Le dije que el parque me parecía oscuro y peligroso con la niebla, especialmente siendo portador, como era, de una gran cantidad de dinero.
»Discutimos brevemente por ello y finalmente logré persuadirle de que llevara mi revólver, ya que yo iría únicamente por calles muy concurridas y, a más, llevaba mis bolsillos vacíos. Después de una pequeña duda, el señor Cohen aceptó el préstamo de mi revólver y ésta es la razón por la cual se encontró junto a él en el lugar del crimen. Me despedí finalmente del señor Cohen pocos minutos después de oír cómo el reloj de la iglesia daba las tres menos cuarto. Estaba en Oxford Street al final de Great Portland Street a las tres menos cinco y tuve que andar a lo sumo unos diez minutos para ir desde allí al Ashton Club.
»Esta explicación era la más lógica, porque el asunto del revólver no había podido ser nunca bien aclarado por la explicación de la parte acusadora. Un hombre que ha estrangulado a su víctima no dispara dos veces el revólver sin otra finalidad que la de llamar la atención de algún próximo viandante. Resultaba mucho más aceptable que hubiese sido el propio Cohen quien disparara desesperadamente al aire al ser súbitamente atacado por la espalda. La explicación del joven Ashley era, no sólo admisible, sino la única posible.
»Ya habrá usted comprendido por anticipado que, en vista de esto, y después de una media hora de deliberar sobre las pruebas, el Jurado, al igual que la policía y el público, reconocieron la inocencia del acusado y éste abandonó el tribunal sin la más ligera mancha de culpabilidad.
—Sí —interrumpió Polly, impaciente, porque su perspicacia se había agudizado al contacto con la del viejo—, pero la sospecha de este horrible crimen sólo pasaba de un amigo a otro, y, desde luego, yo sé…
—Ahí está el quid, precisamente —la interrumpió, calmoso—. Pero usted no lo sabe todo. En quien usted piensa es en Hatherell. Y así lo hicieron muchos entonces. El amigo fiel y voluntarioso cometiendo un crimen en defensa de su cobardía, el amigo fiel que trataba de evitarle lo peor aun a riesgo de cargar con su culpa. Es una buena teoría y fue manifestada por muchos, incluso por la policía.
»He dicho “incluso” porque trabajaron arduamente para montar una nueva acusación contra el joven Hatherell, pero la gran dificultad residía en el tiempo. A la hora en que el policía vio a los dos hombres juntos en la puerta del parque, Walter Hatherell estaba aún sentado en el Harewood Club, lugar que no abandonó desde las dos menos veinte. Aunque hubiese deseado seguir y asaltar a Aarón Cohen, no podía hacerlo, no habría podido alcanzarle seguramente hasta la hora en que éste hubiera llegado ya a su domicilio.
»A mayor abundamiento, veinte minutos es un tiempo excesivamente corto para ir andando desde Hannover Square a Regent’s Park sin poder cortar por los parques, buscar a un hombre, al cual, además, no puede reconocer más allá de veinte yardas al menos, por causa de la niebla, cambiar unas palabras con él, asesinarle y saquear sus bolsillos. Y además, hay que añadir la total ausencia de motivos directos.
—Pero, con todo… —dijo Polly, meditativa. Recordaba ella ahora que el crimen del Regent’s Park, como fue llamado popularmente, había permanecido como un misterio impenetrable en los anales de la policía.
Su extraño interlocutor engalló su chocante cabeza de pájaro y luego la ladeó, mirándola divertido, como si la perplejidad que mostraba ella fuera el punto al que trataba de llevarla.
—¿No puede usted comprender cómo fue cometido el crimen? —le preguntó con una mueca.
Polly se vio obligada a admitir que no era capaz de hacerlo.
—¿Si hubiese usted sido John Ashley no se le ocurre de qué modo podía haber acabado con Aarón Cohen, vaciado sus bolsillos y embolsado sus ganancias y después dejar a la policía de este país con un palmo de narices, probando una indiscutible coartada?
—No veo cómo me las arreglaría para estar en dos lugares separados por más de media milla y en los dos al mismo tiempo —replicó ella.
—No, desde luego. Admito que no pudiera usted hacerlo sin tener un amigo…
—¿Un amigo? Pero lo que usted dice…
—Yo digo que he admirado a John Ashley por ser la cabeza que planeó la cosa, pero no hubiera podido llevar a cabo el alucinante y terrible crimen sin ayuda de unos brazos poderosos dispuestos a todo.
—Aun así… —protestó ella.
—Punto número uno —empezó él con excitación creciente—. John Ashley y su amigo dejaron el club juntos, y juntos decidieron el plan de campaña. Hatherell retornó al club y Ashley fue a buscar el revólver (el revólver que había de jugar una tan importante parte en el drama, pero no la parte a él asignada por la policía). Ahora pruebe a seguir muy de cerca a Ashley, rastreando los pasos de Aarón Cohen. ¿Cree usted que entraron en conversación? ¿Se ha creído usted que anduvieron un buen trecho juntos y que le rogó un aplazamiento de la deuda? ¡Nada de esto! Se deslizó tras de él y le asaltó por detrás agarrándole por el cuello, como hacen los estranguladores profesionales cuando atacan entre la niebla. Cohen era de constitución apoplética, y Ashley, por el contrario, era joven y poderoso. Y, por si fuera poco, quería matar, precisaba matar…
—Pero existen los dos hombres hablando junto a la puerta del parque —protestó Polly—, uno de los cuales era Cohen y el otro Ashley.
—Perdone usted, señorita —dijo el viejo, brincando en su asiento como un mono sobre su percha—. Allí no había dos hombres hablando junto a la entrada del parque. Según la declaración de James Funnell, el policía, dos hombres estaban cogidos del brazo y reclinados contra la verja y uno de ellos estaba hablando.
—Así, usted cree que…
—A la hora en que James Funnell oyó el carillón de la iglesia de la Santísima Trinidad, que daba las dos y media, Aarón Cohen estaba ya muerto. Vea usted cuán simple resulta todo —añadió, impaciente—, y cuán fácil después de esto. ¡Fácil, sí, pero cuán maravillosa, cuán estupendamente bien planeado! Tan pronto como el policía pasó de largo, John Ashley abrió la puerta, levantó en sus brazos el cuerpo de Cohen y lo transportó a través del parque. Éste estaba desierto, pero el camino es bastante fácil, aun entre la niebla, y es de presumir que Ashley lo conocía sobradamente. En todo caso, amparado en la capa de niebla, no le asaltó temor alguno de ser descubierto. El espectáculo debía ser macabro.
»Al propio tiempo, Hatherell había salido del club; tan rápidamente como sus atléticas piernas le permitieron, corrió a lo largo de Oxford Street y Portland Place. Los dos desalmados se habían puesto de acuerdo para dejar sin cerrar con llave la puerta del parque por aquel lado y alcanzó la del extremo opuesto con tiempo suficiente para echar una mano a su compinche y disponer el cadáver echado junto a la verja, tal como fue encontrado después. Terminado este trabajo y sin un momento de reposo, el asesino volvió hacia atrás, corriendo con todas sus fuerzas a través de los jardines del parque, hasta alcanzar la puerta del Ashton Club, dejando caer las llaves del asesinado, con la deliberada intención de que fueran vistas por algún transeúnte.
»Hatherell concedió a su amigo seis o siete minutos de ventaja y luego simuló un altercado durante unos dos o tres minutos y finalmente despertó a todo el vecindario con los gritos de “¡A mí! ¡Asesino!”, disparando la pistola con el designio de probar que el crimen había sido cometido a una hora en que el verdadero criminal tenía ya construida una indiscutible coartada.
»No sé lo que pensará usted de todo ello, en definitiva —añadió el extraño personaje revolviéndose nervioso, como si quisiera hacer escapar su magra osamenta de su extravagante traje y de sus grandes guantes—, pero yo califico el planeamiento de este crimen (más aún teniendo en cuenta que se trataba de unos novatos) como una de las más acabadas muestras de estrategia criminal que se han visto nunca. Es éste uno de los casos en que no ha sido posible, hasta el momento, descubrir la forma de la comisión del delito ni poder atribuirlo a quien lo perpetró materialmente y a su cómplice.
»En efecto, no quedó el más mínimo rastro tras ellos ni dejaron una sola prueba que pudiera comprometerles y cada uno interpretó su papel correspondiente con una sangre fría y un valor que, aplicados a una causa justa y noble, podría haber hecho de ambos unos espléndidos estadistas.
»Pero en realidad, me temo que no sean otra cosa que un par de redomados canallas que, habiendo escapado a la justicia humana, han logrado sólo despertar la plena e incondicional admiración de este sincero servidor de usted.

Cuando su interlocutora pudo darse cuenta, se había ya esfumado. Polly trató de llamarlo, pero su escuálida figura apenas se divisaba ya a través de la puerta encristalada. Le habría querido preguntar aún muchas cosas (entre ellas, por ejemplo: ¿dónde estaban sus pruebas, sus hechos demostrados?). Allí, después de todo, no existían más que teorías, hipótesis. A pesar de ello, sentía la extraña seguridad de que el viejo del rincón había resuelto uno de los más tenebrosos misterios que encerraba en su seno el inmenso inframundo criminal de Londres.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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