martes, 14 de mayo de 2019

LA CASITA H. C. Bailey


Henry Christopher Bailey (1878–1961) fue un autor inglés de detectives fiction . Bailey escribió principalmente historias cortas con un detective médicamente calificado llamado Reggie Fortune. Los modales y el discurso de la fortuna lo ubican en la misma clase que Lord Peter Wimsey, pero las historias son mucho más oscuras y con frecuencia involucran obsesiones asesinas, corrupción policial, problemas financieros, maltrato infantil y errores de justicia. Aunque el Sr. Fortune se ve mejor en cuentos cortos, también aparece en varias novelas.
Un segundo personaje de la serie, Joshua Clunk, es un abogado que expone la corrupción y el chantaje en la política local, y que logra beneficiarse de los crímenes. Aparece en once novelas publicadas entre 1930 y 1950, incluyendo The Sullen Sky Mystery (1935), ampliamente considerado como la obra maestra de Bailey .
Bailey también escribió ficción histórica. Su primera novela histórica, My Lady of Orange (1901) gira en torno a William the Silent , y su participación en la revuelta holandesa . [1]

Los trabajos de Bailey se publicaron en varias revistas, principalmente The Windsor Magazine pero también Adventure [2] y Ellery Queen's Mystery Magazine . 

LA CASITA

H. C. Bailey
EL señor Fortune se disponía a salir hacia Scotland Yard cuando le presentaron la tarjeta de la señora Pemberton.
—Dice que la manda la señora Warnham, señor —dijo la camarera.
El señor Fortune bajó para recibir a una viejecita vestida como la reina Victoria. Tenía una cara redonda y rosada y abundante cabello blanco. Sus maneras no eran reales, pero sí muy femeninas.
—¡Señor Fortune! ¡Qué bueno es usted al querer ayudarme! La señora Warnham me dijo que lo haría. —Juntó sus manos—. Fue usted tan magnífico para ella.
—La señora Warnham es demasiado amable…
—Salvó usted la vida de su querido hijo.
—Espero que no se tratará de nada parecido —dijo el señor Fortune.
La señora Pemberton se frotó los ojos y las lilas blancas de su gorro negro oscilaron.
—No, en efecto. Vivian está completamente bien. ¡Pero ha perdido su gatito, señor Fortune!
El señor Fortune dominó sus emociones.
—Lo siento muchísimo. Pero temo que los gatitos no son mi especialidad.
La bonita cara de la anciana se mostró apenada.
—Lo sé. Es lo que dije a la señora Warnham. Le dije que usted no querría ser molestado por esto, que solamente se reiría de mí, como la policía.
—Pero no me rió —dijo Reggie.
—No lo haga, por favor. Ella me dijo que debía venir a decirle a usted que estoy realmente preocupada, y que usted me escucharía.
—Tenía toda la razón.
—Estoy terriblemente preocupada. —Retorció sus manitas—. ¿Ve usted? Por la manera extraña como sucedió. Pero la gente de al lado es tan peculiar; ya sé que la policía no lo toma en serio. El oficial fue muy atento, pero sonreía, ¿sabe?, sólo sonreía.
—Lo sé —dijo Reggie—. Sonríen. Yo he pasado por eso.
—¿Verdad que sí? —La señora Pemberton suspiró—. La señora Warnham dijo que usted comprendería.
—Sí, sí. Es muy amable. Quizá convendría que empezase usted por el principio.
Eso fue algo difícil para la señora Pemberton. Los hechos, extraídos pacientemente y puestos en orden por Reggie, presentaron esta forma:
La señora Pemberton era viuda y su único hijo tenía un puesto de mando en la India. Vivía en Elector’s Gate, una de esas calles de grandes casas victorianas, junto al parque. Su nieta Vivian, de seis años, recientemente había venido a vivir con ella y trajo un gatito persa de color gris. Con cuidado y esfuerzo se había logrado que floreciera un jardín detrás de la casa. Allí estaban jugando Vivian y el gatito cuando éste saltó el muro. Vivian trepó hasta poder mirar al otro lado, vio al gatito en el patio pavimentado de la casa contigua, y cómo una niña salía corriendo de aquella casa, se apoderaba del gatito y volvía adentro corriendo también. Vivian acudió llorando, a la señora Pemberton. La señora Pemberton se puso el sombrero y llamó a la casa contigua. Le dijeron que nadie había salido al patio, que no había entrado ningún gatito, que no tenían ningún gatito y que su nieta debía haberse equivocado. No fueron nada amables.
—¿Quiénes son? —preguntó Reggie.
La señorita Cabot y su padre vivían allí. En realidad, ella no los conocía más que de saludarlos con una inclinación de cabeza. Pero hacía mucho tiempo que vivían allí, doce años o más, y eran una gente muy tranquila. Los vecinos perfectos, con los que no había existido nunca la menor dificultad hasta esa cosa horrible. Pero, naturalmente, la señora Pemberton no podía dejar que se apropiasen del gatito de Vivian. Fue a la comisaría y se quejó. Y la policía no quiso tomarlo en serio.
El señor Fortune, ante los inocentes ojos azules de la ancianita, se esforzó por hacerlo. Los envidiosos dicen que tiene mucho éxito con las señoras ancianas. La señora Pemberton se fue murmurando que era un hombre muy bondadoso. Él se quedó preguntándose por cuánto tiempo lo creería así. No le parecía posible persuadir a la policía de que perdiera horas de dormir por aquel caso. Pero había en él ciertos puntos que ocupaban su mente, mientras se dirigía a Scotland Yard.
El inspector Avery le preguntó:
—¿Está usted preocupado por algo, señor Fortune?
—Sí, sí. Un caso muy interesante. ¿Elector’s Gate pertenece a su distrito?
—Sí, señor.
—¿Qué saben ustedes sobre el gatito persa de la señora Pemberton?
Lomas se puso el monóculo.
—¡Compañero! —protestó.
El inspector Avery también se sintió herido en su dignidad.
—No acuden a mí para hablarme de gatitos, señor.
—Acuden a mí —dijo Reggie, en tono triste—. ¿Entonces no fue usted quien sonrió?
—¿Cómo?
—La señora Pemberton dice que acudió a la policía y que sonrieron. Fueron muy amables pero sonrieron. Se sintió herida.
—Recuerdo haber oído hablar de eso —admitió el inspector Avery—. La señora se puso muy patética. Pero hicieron lo que se acostumbra: mandar un sargento a la casa donde se suponía que estaba. La señora de esta casa dijo que no lo tenían. Su sobrinita había tratado de atraparlo, pero escapó. No podíamos hacer nada más.
Reggie encendió un cigarro.
—Su sobrinita trató de atraparlo —repitió lentamente—. Eso es muy interesante. —Miró a través del humo al sorprendido inspector.
—Podría ser —gruñó Lomas—. ¿Por qué esta devoción por los gatitos, Reginald?
Reggie le contó la historia de la señora Pemberton.
—¡Muy triste, muy triste! —suspiró Lomas—. Pero los gatitos serán gatos. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que deje mi tarjeta con mi profunda simpatía y sentimiento?
Reggie sacudió la cabeza y dijo tristemente:
—¿No observó usted nada? Lomas, usted no toma esto en serio. Cuando la señora Pemberton fue a reclamar el gatito, la señorita Cabot dijo que nadie había salido por atrás. Cuando fue la policía, dijo que su sobrinita había tratado de atraparlo.
Lomas se puso el monóculo y dijo:
—¡Ajá! El caso, en efecto, se presenta muy negro. La señorita Cabot primero no sabía lo de su sobrinita y después se enteró. Es una mujer profunda y oscura, Fortune —y sonrió.
—Sí, es una fuerza bromista, la de la policía —afirmó Reggie—. Eso es lo que molestó a la señora Pemberton. Y ahora, ¿quieren pensar un poco? Una simpática anciana llama muy apenada y dice que la niña de la señora Cabot se ha apoderado de su gatito y la señorita Cabot dice que no había ninguna niña y la despide. ¿Por qué tanta brusquedad? Porque había una niña y había un gatito. —Volvióse al inspector Avery—. ¿Su sargento vio a la niña?
—No, señor. No hubo ocasión. Vio a la señorita Cabot, que fue muy rotunda en cuanto a que el gatito había escapado.
—Sí. Notable afán por no saber nada sobre el gatito. Niña huidiza.
—¡Mi querido Reginald! —dijo Lomas—. Hay para eso una docena de explicaciones. A la mujer no le gustan los gatos. La niña es traviesa. La mujer no quiere que la molesten.
—No, no quiere que la molesten. Esto es lo que me impresionó.
—Temo que su simpática señora Pemberton es un poco quisquillosa, Reginald.
—Bueno, bueno, siento no interesarles.
Reggie saludó y salió. Avery miró algo preocupado a Lomas, quien se echó a reír.
—Es un tipo magnífico —dijo—. Pero ve cosas que no existen.
—Este asunto del gatito me inquieta —dijo Avery, pensativo—. Creo que deberíamos ver a la niña.
—¡Dios mío! —exclamó Lomas—. Váyase a casa y duerma. No quiero que mis agentes padezcan de alucinaciones.
Pero el inspector Avery no se fue a casa. Tenía conciencia. Volvió a la comisaría de su distrito.
En Scotland Yard no se considera que el señor Fortune responda al tipo de pequeño inspector imaginativo. Tiene también una conciencia activa. Se dirigió a Elector’s Gate.
Dícese que Fortune posee un raro poder para adivinar a las personas detrás de los hechos, una especie de sexto sentido. Él se ríe de esto. Según la opinión que manifiesta de sí mismo, es tan vulgar que todo lo que no es vulgar le inquieta. Desde el primer momento le pareció rara la desaparición del gatito.
Dejó el coche junto al parque y avanzó a pie por aquella majestuosa calle victoriana. La hilera de fachadas se interrumpía en uno de los lados para dejar una abertura que conducía a una pared lisa. En aquel pasaje había dos pequeñas casas de ladrillo, una frente a otra, ocultas detrás de las solemnes mansiones del resto de Elector’s Gate. En una esquina del pasaje estaba la casa de la señora Pemberton. Luego, la de la señorita Cabot era la pequeña casa contigua, detrás de aquélla, en el pasaje. Reggie se frotó la barbilla. Así, pues, la señorita Cabot no vivía de la manera que puede sugerir una dirección en Elector’s Gate. Una casa pequeña, con una o dos sirvientas. Bonita y tranquila. No había tránsito allí. No había vecinos a un lado. Eran gente que vivía muy retirada, esos Cabot.
Reggie oprimió el timbre de la casa de la señora Pemberton. Apenas había sido introducido en el salón, cuando la anciana apareció corriendo y exclamando:
—¡Querido señor Fortune! ¡Qué bueno es usted! ¿Ha descubierto algo?
—No. Vine para ver si puedo descubrir algo aquí.
—¡Oh, cuánto me alegro! ¡Ha sucedido una cosa tan extraña! Deje que se lo enseñe. —Lo hizo pasar a una salita y sacó de un cajón de un escritorio un trozo de basto papel azul—. ¡Mire! Al regresar de verlo a usted encontré esto en el jardín.
Reggie lo colocó sobre la mesa. Tenía una forma curiosa y una tosca línea negra al borde, todo alrededor.
—¿Ve usted? ¡Quiere ser un gatito!
—Sí, quiere ser un gatito —convino Reggie, gravemente—. Alguien dibujó un gatito en papel de envolver…, con un pedazo de carbón…, y luego rasgó el papel a lo largo de la línea… para hacer un gatito de papel. Alguien que no tiene muchos años. —Se estremeció ligeramente—. ¿Lo ha visto su nietecita?
—No. Vivian no estaba cuando lo encontramos. Fue a una fiesta. Me alegré de ello, ¿sabe?, pues parecía hecho para molestarla.
Reggie dobló el papel y lo guardó dentro de su cuaderno de bolsillo. Su cara redonda estaba pálida y reflejaba enojo.
—¡Oh! ¿Quiere usted hablar con ella sobre eso? —murmuró la señora Pemberton.
—No quiero que nadie le hable sobre eso.
—Me alegro mucho. Vivian sólo tiene seis años, ¿comprende?, y…
—¿Y nadie excepto Vivian ha visto nunca a la niña de al lado?
—¡No, es verdad! No se me había ocurrido. ¡No, en efecto! Ignorábamos que hubiese una niña ahí. ¡Oh! Pero estoy segura, señor Fortune, de que la niña estaba si Vivian lo dijo.
—¿Se fijó Vivian en su aspecto?
—¡Pobre criatura! ¡Estaba tan disgustada! —la excusó la señora Pemberton—. Dijo que era una niña fea y sucia. Los niños hablan así, ¿sabe?, cuando están trastornados. No significa nada.
Reggie no contestó. Acercóse a la ventana. El jardín de la señora Pemberton era un agradable revoltijo de plantas de las que arraigan en las rocas. La casita contigua tenía un patio desnudo y pavimentado.
—¡Oh! ¿Quiere usted salir? —exclamó la señora Pemberton—. Le puedo mostrar el lugar exacto donde cayó el papel.
—No, no saldré. —Reggie se volvió—. Adiós, señora Pemberton. No permita que nadie hable. No deje que nadie sepa quién soy. No deje que Vivian piense en este asunto.
—¡Señor Fortune! ¿Quiere usted decir que hay algo terrible?
—Lo peor para Vivian es que ha perdido un gatito. No hay nada más que pueda preocuparla a usted.
—Pero usted está preocupado por algo.
—Sí, yo estoy para eso —dijo el señor Fortune—. Adiós.
Era la hora que Lomas dedicaba a su club. Estaba frente al fuego de la sala de fumar, pronunciando la condena de la última obra teatral estrenada, cuando Reggie asomó, lo miró y desapareció. Lomas fue tras él sin apresurarse. Lo encontró en el vestíbulo, golpeando el suelo con el pie, impaciente.
—Mi querido compañero, ¿qué pasa? ¿Acaso el gatito le ha jugado una mala pasada?
—Venga —dijo Reggie.
Lomas lo siguió con su estudiada ligereza habitual, para ser empujado dentro del coche y encontrarse sentado junto a Reggie.
—¿Por qué esas prisas, Reginald? —protestó—. ¿Por qué raptarme de esta manera, a mí, inocente joven? ¿Adónde me lleva, miserable?
Al señor Fortune no le divertía la broma.
—Vamos a esa maldita comisaría de Avery —dijo. Extendió sobre su rodilla un papel azul y añadió—: Por esto.
—¡Dios mío! —gruñó Lomas—. ¡Un gatito! El esfuerzo de un niño para crear un gatito. ¡Oh, mi querido Reginald!
Reggie aspiró profundamente.
—¿Le importaría dejar de chancearse? —dijo en voz baja—. Estoy asustado.
—¡Mi querido compañero! ¡Oh, mi querido compañero! ¿Por qué, si puede saberse?
—Por la niña que hizo esto. —Reggie guardó el papel—. ¡Dios mío! ¿No lo advierte? Hay algo diabólico en aquella casita.
El inspector Avery estaba aún en la comisaría. No mostró sorpresa al verlos.
—Le dije que se marchara a casa, joven —dijo Lomas.
—Sí, señor. Ya lo sé. Estaba un poco preocupado por el caso del gatito.
—¡Ah! ¿Sí? El señor Fortune lo ha tomado muy a pecho.
El rostro vivaz de Avery se volvió hacia Reggie y dijo ansiosamente:
—¿Por la niña, señor?
—Sí, sí. ¿Qué sabe usted de la niña?
—Nadie sabe nada. Precisamente por eso me parece turbio.
—Sí, es turbio —contestó Reggie—. Mande dos hombres a vigilar esa casa.
—Mandé uno ya, señor.
—¡Diablos! —exclamó Lomas.
—Bien. Pero pondremos dos, hágame el favor. Uno para seguir a la niña si la sacan. Otro para quedarse allí, suceda lo que suceda. El comisario de ronda deberá estar en contacto con ellos.
En aquella casa habitan la señorita Cabot, una hermosa dama ya no muy joven, su padre y un viejo matrimonio que constituye la servidumbre, muy reservados. Han vivido allí doce años, en mucha quietud; nunca tienen invitados, y en cuanto a niños…, bueno, los criados de Elector’s Gate se ríen de la idea. Si hay una niña, la guardan dentro de un armario, dijo uno de ellos. Pero hay una. La señorita Cabot lo confesó.
—Había una niña —dijo Reggie gravemente, sacando el gatito de papel azul.
El inspector Avery, al verlo, aspiró con fuerza.
—Algo misterioso, señor. —Se inclinó sobre el papel, intrigado—. No sé qué pensar de ello, señor.
—Había una niña en aquella casita que quería hacer un gatito. Sólo tenía papel de empaquetar, sólo tenía un pedazo de carbón para dibujarlo, no tenía tijeras para recortarlo. Esto es lo mejor que pudo hacer. Quería decir a la niña de al lado algo sobre su gatito. Lo arrojó por encima del muro.
—No me gusta el asunto, señor.
—¿Adónde va a parar todo esto? —exclamó Lomas—. Hay una niña que está sola y hace travesuras.
Reggie se volvió hacia él.
—Hay una niña en aquella casita que vive una extraña vida. El único papel que pudo obtener procedía de un paquete, precisamente de un paquete de aparatos científicos.
—¿Está usted seguro de esto, señor? —preguntó Avery, ansiosamente.
—Es la clase de papel que usan siempre para envolver vidrio. —Reggie señaló con el dedo—. Miren este pedazo de etiqueta: «…ette & Co.» Es de Burette. Una firma de primera clase. ¿Qué hacen los Cabot en aquella casita para necesitar vidrio de Burette y tener encerrada a una escuálida y miserable niña?
—¿Escuálida? —preguntó Lomas.
—La niña Pemberton la vio. Estaba sucia.
—Tienen la casa limpia como una patena, según afirman los vecinos —dijo Avery, frunciendo el ceño.
—Sí. Muy limpia. Y la niña oculta está sucia y asquerosa.
—Y se dedican a algún trabajo científico. ¿Cree usted que hacen experimentos con la chiquilla, señor?
—No sé. No sé nada. Pero estoy asustado.
—Los atraparemos, cualquiera que sea el juego que se traigan —afirmó Avery con arrogancia.
—¿Y la niña? —murmuró Reggie.
Lomas se puso de pie.
—Ganó usted —dijo—. Lo siento. Fue un error mío. Bien, no hemos perdido mucho tiempo. Lo resolveremos ahora. Primeros puntos a dilucidar: ¿Quiénes son los Cabot y qué es lo que les mandó la casa Burette? Tienen que ser vigilados dondequiera que vayan, Avery…, y sus criados también. Esta noche pondré a Bell a trabajar en el caso. Infórmele. Podemos averiguar lo de Burette en media hora, por la mañana. ¿Algo más, Reginald?
—Sí. Debe averiguar si alguien perdió una niña hace algún tiempo.
—Podemos ver los registros. Será poco probable, ¿no? Sea quien sea la niña, se habrán apoderado de ella tranquilamente, esa gente tranquila.
—¡Oh, no es un secuestro ordinario! —dijo Reggie—. Le recomiendo, Avery, por el amor de Dios, que no deje que los Cabot se den cuenta de que los vigilan. Pueden liquidar a la niña esta noche.
—¡Gran Dios! Señor, no, no lo creo. Si saben que están vigilados, sabrán que no pueden cometer un asesinato.
—Podría resultar imposible demostrar que es un asesinato. El señor Cabot es un hombre de ciencia. Advierta a sus hombres que tengan cuidado.
—No podemos obtener una orden de registro con estas pruebas —dijo Lomas, frunciendo el ceño—. No podemos hacer nada esta noche. Pero, ¡Dios mío!, haré que alguien entre en la casa por la mañana.
—Sí, yo iré —declaró Reggie.
—¡Mi querido compañero!
—Se necesita un médico para esa niña.
Aquella noche el señor Fortune no pudo dormir. Temprano se dirigió a Scotland Yard, donde encontró al inspector Bell fresco y cordial después de una noche de guardia.
—Hay algo para usted, señor Fortune. Son gente rara, esos Cabot. ¿Dónde cree usted que fueron anoche? A un club nocturno. ¡Hágame el favor…! El Doodah Club. Sí, el viejo y la mujer que viven de una manera tan pacífica, van al Doodah, que es de lo más alegre que tenemos. Bueno, tan pronto como me enteré de que estaban allá, mandé a uno de nuestros expertos en centros nocturnos. Conocía muy bien de vista a los Cabot. Son concurrentes asiduos al Doodah. Averiguó que Cabot es conocido allí como Smithson y que tiene un negocio de contador o algo así en Soho. No hay nada en nuestros registros contra él. Pero investigamos sobre Smithson & Co., naturalmente.
—Sí. ¿Ha encontrado algo referente a una niña perdida?
Bell movió la cabeza negativamente.
—No tenemos ningún informe de ninguna cuyos datos concuerden con esta niña. No se pierden muchos niños hoy en día. Sigo buscando aún. Pero es como si buscáramos una aguja en un pajar, señor.
—Lo sé. ¿Y la casa Burette?
—Harland se ocupa de eso. Antes de mediodía sabremos su versión del asunto.
—Ahora, ¿quién me acompaña a la casa? Quiero un individuo con arrestos y que sepa charlar.
El inspector Bell lo miró con solicitud.
—¿Está usted decidido a ir, señor? Si me permite decirle…
—Bueno, lo suponía. —Bell suspiró—. Nadie podrá hacerlo mejor que Avery, señor. Es un viejo sabueso.
—Sí. Ya lo pensé. Pero ¿sabe charlar?
—Puede hacerlo. Es un político.
—¡Oh, madre! —exclamó Reggie.
Algo más tarde dos hombres vistiendo el uniforme de los inspectores del Servicio de Aguas entraron en Elector’s Gate. Un barrendero pidió a uno de ellos un fósforo y, mirando por encima de su cigarrillo, observó:
—Todos han salido menos la criada. Cabot y su hija salieron juntos. El criado ha ido a la taberna.
Los inspectores siguieron su camino.
—Esto es suerte, señor —dijo Avery.
—No. Esto es Bell armando alboroto en Smithson & Co. Ya pensé que los atraería. Sus agentes dijeron que el criado pasa el día en la taberna, hasta que la cierran. Supuse que estaría ya en el umbral cuando la abriesen… si su amo se quitaba de en medio. Ahora, a charlar mucho, hágame el favor.
Avery tocó el timbre de la puerta de servicio de la casita. Transcurrieron algunos minutos, se abrió la puerta y apareció una mujer flaca, vestida de negro, ceñuda. Avery dijo que sentía molestarla, pero que debían revisar la instalación. Ella opuso reparos. Avery repitió que lo lamentaba, pero que se trataba de la inspección reglamentaria y debían efectuarla, porque la ley es la ley.
—Allá está el comisario, señora, vaya y pregúntele.
Se les franqueó la entrada.
—Todas las espitas, haga el favor; luego revisar las tuberías, luego la cisterna. Todas las instalaciones. Ahora, a ver, ¿dónde está la cañería de entrada?
Escuchó con aire profesional.
—¡Ah! Me lo suponía. Echa una mirada al fregadero, camarada. Y ahora, si me hace el favor, señora, arriba.
La hizo subir delante de él, mientras seguía hablando del agua y de la ley.
Reggie entró en la cocina, la atravesó hasta el fregadero, abrió las espitas para que se oyera el ruido del agua, volvió atrás y gritó:
—¡Las espitas están abiertas, compañero!
Y le contestaron:
—¡Bien! ¡Quédate junto a la cañería de entrada!
Y oyó la continua charla de Avery y los gruñidos de la sirvienta. Pasó rápidamente de una habitación a otra, todas como arregladas por los tapiceros a su propio gusto, y no vio ningún objeto de niña, ni señal alguna que pudiese haber hecho una criatura. Oía que Avery andaba por el piso de arriba, hacía objeciones sobre el plomo de las cañerías y exigía que se abriesen puertas. Avery no olvidaba nada.
—¡Eh! ¡Camarada! —gritó—. Prueba la espita de entrada. Ahora, arriba, a la cisterna, señora, haga el favor.
Subió charlando. Reggie estaba en el vestíbulo. Había un armario bajo la escalera. Lo abrió, y en la oscuridad descubrió el brillo de unos ojos. Entró.
—Querida… —dijo con suavidad—. ¿Cómo te llamas?
No obtuvo más contestación que un jadeo.
Encendió una linterna eléctrica y vio a una niña agachada en el rincón. Tenía la cara pálida y sucia, parecía no tener cuerpo, tan acurrucada estaba para apartarse de él.
—Soy un amigo —dijo Reggie, tomándole la mano—. No temas. —Sus dedos acariciaron el brazo flaco y desnudo, el cuello—. ¿Dónde está el gatito?
La carita se estremeció.
—Murió. Sí. Está en la basura —dijo, jadeando.
—Soy un amigo —repitió Reggie—. Espera; sólo espera un poco. No tengas miedo.
Apagó la linterna y cerró el armario. Los pasos pesados de Avery se oían en la escalera.
—¡Oye, compañero! ¡Los desagües están atrás! —gritó Reggie.
—Échales una ojeada, Bill. Échales una ojeada —dijo Avery.
Y retuvo a la mujer flaca en el vestíbulo, en conversación.
Reggie salió al patio pavimentado. Vigilando la ventana de la cocina, metió la mano en el cubo de la basura y sacó una cesta de esparto. La metió dentro de su chaqueta y volvió a la casa gritando:
—¡Todo está bien, compañero! ¿Cierro las espitas?
—Ciérralas, Bill. ¡Vamos! Buenos días, señora. Perdone que la hayamos molestado. El deber es el deber.
La mujer flaca, rezongando sobre tanto alboroto y tonterías, cerró de un portazo tras ellos.
Un chófer se apeó de su coche cuando ellos pasaron.
—Vigile, vigile —murmuró Avery, corriendo.
Era difícil seguir a Reggie. Éste se dirigió a una oficina de Correos, dijo a Avery que buscase un taxi y se encerró en la cabina telefónica.
—¿Inspector Bell? Habla Fortune. ¿Qué averiguó usted sobre los Cabot? ¿Alguien los interrogó en las oficinas de Smithson & Co.? Entreténgalos. La niña está en la casa y en peligro de sufrir alguna mala jugada. Sí. Muerte. Peligro inmediato. Quiero rápidamente una orden de registro. Está bien. En mi casa.
Se reunió con Avery en el taxi y se alejaron.
—Ni rastro de la niña, señor —empezó Avery—. Pero había…
—Vi a la niña —lo interrumpió Reggie—. Vive todavía. También tengo al gatito. Muerto.
Sacó la cesta de esparto y de ella el cuerpo frío y rígido de un gatito persa.
—Muerto, ¿eh? Está bien. ¿De muerte natural, señor?
Reggie señaló los ojos.
—No. Natural, no. No hay mucha cosa natural en aquella casa.
Se estremeció.
—¿Por qué habrán querido matarlo?
—¿Por qué querrán tener a la niña encerrada en un armario oscuro?
—La meterían allí cuando llegamos, supongo.
—Sí. Sale algunas veces. Pero está acostumbrada a la oscuridad.
—¡Son diabólicos! —exclamó Avery—. Pero ¿qué se traen, señor? ¿Experimentos científicos? Había una habitación donde no pude entrar. La mujer dijo que el amo tenía la llave. Pero comprobé que tenía instalación de agua.
—Sí. Los laboratorios la tienen. —El taxi entró en Wimpole Street y se detuvo—. Vaya a Scotland Yard y vea a Bell. Tengo que examinar el gato.
Pero antes que nada se dirigió al teléfono, llamó a su hospital y preguntó por cierta enfermera.
Cuando llegó Bell vestía ya su propio traje y comía sin apetito.
—¿Tiene la orden? —Se levantó—. Bien. ¿Dónde están los Cabot?
—No podría decirlo en este momento, señor. Nuestros hombres tenían orden de entretenerlos hablando lo más posible. Pero no había mucho que decir. Ese negocio parece claro. Hacen trabajo de contabilidad para los restaurantes extranjeros.
—El hombre que murió en Kensington Gardens… —murmuró Reggie.
—¡Buen Dios! ¡Señor! —exclamó Bell—. Ciertamente, era del negocio de restaurantes. Y era aficionado a las drogas, según dijo usted.
—Vamos, vamos. Quiero volver junto a esa niña antes que los Cabot.
Pero en cuanto el coche se puso en marcha, Bell insistió:
—Referente a las drogas, señor… ¿Qué pensó usted de la casa, esta mañana? Avery dijo que había una habitación que podía ser un laboratorio. En la casa Burette dijeron que durante años han servido al señor Cabot vidrio para laboratorio.
—Sí. Creo que encontraremos un laboratorio. Al gatito se le administró una droga. A la niña se le han administrado drogas. Han hecho experimentos. No para la ciencia, sino para el demonio. Mataron al gatito porque a ella le gustaba. Y ella hizo el gatito de papel para decir a la otra niña que el suyo había muerto. Es tonto, ¿verdad? —Rió nerviosamente—. El coche va condenadamente despacio, Bell.
—Ya casi llegamos, señor.
—¡Casi! ¡Bonita palabra, casi! ¡Dios mío!
—Calma, señor, calma. —Bell le puso la mano sobre el brazo—. Necesito de usted, ¿sabe? Primero preguntaré por la niña.
El coche entró en Elector’s Gate y se detuvo a poca distancia del pasaje donde estaba la casita. Cuando Bell se apeó, un hombre corpulento que estaba en la acera se le acercó.
—Los dos vinieron directamente aquí desde el despacho, señor. Acaban de entrar.
Bell se dirigió a grandes pasos hacia la casa y llamó repetidamente. Pasó un rato antes de que la puerta se moviera. Entonces se abrió sólo un poco y asomó por ella la cara fláccida de un hombre, con ojos lagrimeantes.
—Soy oficial de la policía. Tengo una orden para entrar en esta casa.
Bell empujó la puerta y entró con Reggie; los siguieron dos hombres corpulentos. Silenciosos y hábiles, se apoderaron del criado, lo sacaron a la calle, donde, unas manos atentas lo recibieron, y cerraron la puerta.
Bell permaneció quieto en el vestíbulo, escuchando. Se oía un murmullo de voces en una de las habitaciones, cuya puerta se abrió. Salió la mujer flaca.
—¿Bien? —dijo, en tono retador—. ¿Quiénes son ustedes?
Los hombres corpulentos la hicieron a un lado. Bell y Reggie entraron en la habitación.
En ella había dos personas. Un viejo gordo, pulcramente vestido, con una cara ancha y morena bajo su cabello blanco, la cara de un individuo inteligente que goza de la vida; y una mujer más morena que él, de cejas y cabellos negros, una mujer de mucha presencia que debió ser hermosa antes de llegar a la madurez. Los miró con ojos brillantes. Se rió con sonido chillante que empezó de súbito y terminó también de súbito.
—¿Qué es todo esto, caballeros? —preguntó el hombre.
—¿El señor y la señorita Cabot, alias Smithson? —preguntó Bell.
—Mi nombre es Cabot y ésta es mi hija. El nombre de mi firma es Smithson & Co.
—Inspector Bell. Tengo una orden para registrar su casa.
—La policía es muy amable de interesarse por mí. ¿Puedo preguntar el motivo?
—Quiero la niña que usted tiene aquí.
El señor Cabot miró a su hija.
—¡Oh! ¡Nuestra pobre querida pequeña! —dijo, lentamente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Bell.
—¿Cómo? ¿Su nombre? Grace, naturalmente.
—¿Grace, naturalmente?
—Grace Cabot, señor. Veo que no conoce usted la tragedia de nuestra familia. La niña de mi pobre hijo es mentalmente anormal. Idiota, prácticamente. Tiene…
—¿Desde que vino aquí, o desde antes?
El señor Cabot pasó la lengua por sus labios.
—Veo que han recogido ustedes algún chisme escandaloso… Era…
—¿Dónde está?
—¡Oh! Iré a buscarla —exclamó la señorita Cabot.
Pero Reggie llegó antes a la puerta. Salió al vestíbulo primero que ella. La señorita Cabot lo siguió y corrió escaleras arriba llamando:
—¡Grace! ¡Grace!
Reggie se detuvo un momento, luego hizo una señal y uno de los hombres corpulentos subió tras ella. Reggie se dirigió al armario situado bajo la escalera, lo abrió y miró a la oscuridad.
—Soy un amigo —dijo con mucha suavidad—. Ven, querida. Soy un amigo.
Y arriba la voz chillona de la señorita Cabot gritaba:
—¡Grace! ¡Grace!
Vagamente, vio algo blanco. Oyó un gemido.
—Ya pasó todo ahora —dijo—. Todo va bien. Un amigo, nada más que un amigo.
—¡Grace! ¡Grace! —gritó, más cerca, la voz chillona.
—No, no, no —sollozaba la niña en la oscuridad.
Reggie la buscó a tientas y la tomó en brazos. Era muy frágil.
—Querida… —susurró.
La sacó a la luz, temblando, tratando de ocultarse dentro de su vestido sucio.
La señorita Cabot bajó corriendo.
—¡Encontró usted, pues, a la querida criatura! —exclamó.
Tendió los brazos. Reggie giró sobre sus talones, oponiéndole el hombro.
—Agárrele la muñeca —dijo.
El hombre corpulento que estaba tras ella le agarró ambos brazos con tanta fuerza que la hizo chillar. Una jeringuilla cayó al suelo. Y la señorita Cabot empezó a lanzar juramentos.
—Saque a la niña de aquí —dijo Reggie, colérico—. Llévela a mi casa. —Pero la criatura se acurrucó contra él y gimió—. Bueno. Bueno. Llévese a la mujer.
Las esposas se cerraron en las muñecas de la señorita Cabot mientras ella mordía, luchaba y blasfemaba. Fue empujada hasta la calle y confiada a manos seguras.
—Es una alhaja —murmuró uno de los hombres corpulentos.
Reinó el silencio en la casa. La niña levantó su pálido y famélico rostro del hombro de Reggie.
—¿Se fue? —murmuró. Miró a su alrededor, no vio nada más que aquellos hombres sólidos y tranquilizadores—. ¿De velas, de velas se fue?
—De veras se fue. Nunca volverá a hacerte daño —dijo Reggie—. Ahora sólo tienes amigos. Irás conmigo a mi casa. Una bonita casa. Pero espera un minuto. Este señor te sostendrá sin que te pase nada. —La persuadió a pasar a los brazos de uno de los detectives—. Sáquela al aire, por detrás. No tardaré, querida.
Recogió con cuidado la jeringa y la llevó a la habitación donde Bell vigilaba a Cabot. El viejo estaba junto a la ventana mirando hacia fuera. Su rostro estaba amarillo. Pero dominaba sus nervios y su voz.
—¿Acaso me dirá usted qué significa todo esto, inspector? —decía.
—De sobra oirá usted lo que significa —gruñó Bell.
—Vi que detenían a mi hija…
—Sí. Aunque a ella no le gustó, ¿verdad? —dijo Reggie, agresivo.
El viejo volvióse y preguntó:
—¿Quién es este señor, por favor?
—Es el señor Fortune.
—¡Oh, el gran Fortune! ¿Por qué molestarlo con nuestros pobres asuntos?
—Es un placer —dijo Reggie.
—¡Me complace mucho interesarle! ¿Y tendría usted la bondad de decirme por qué han detenido a mi hija?
—Hemos encontrado en su casa una niña que ha sido torturada.
—Supongo que ella se lo ha dicho. —El viejo soltó una risita—. Buena prueba ha encontrado usted, señor Fortune. La niña es idiota.
—No usaremos esa prueba. Ya no la torturará usted más, señor Cabot.
El viejo sonrió y Bell exclamó:
—¿Está muerta la niña, señor?
Reggie tardó un momento en contestar. Observaba el rostro del viejo.
—No —dijo lentamente—. ¡Oh, no! La señorita Cabot hace un momento intentó matarla. Pero no lo consiguió.
El anciano respiraba con fuerza.
—Una pobre historia, ¿no? —dijo en tono de mofa—. No le servirá de mucho ante un tribunal, señor Fortune. ¿Es todo?
—No. Me gustaría ver su laboratorio.
—Me encantará enseñárselo.
Bell miró a Reggie, que hizo un signo afirmativo. El viejo subió entre ellos dos. Abrió una puerta y entraron en una habitación provista de una larga mesa, estantes, lavabo y muchos aparatos de química. Reggie anduvo de un lado a otro examinando las filas de botellas, abriendo armarios. Había muchas cosas que le interesaban.
—¡Ah! ¿Le gusta a usted esto? —dijo el viejo, acercándose mientras él observaba una hilera de frascos y tubos de vidrio—. Es un método propio. —Con aire técnico, movió sus hábiles dedos para hacer demostraciones—. Y aquí —se volvió, abrió un cajón y se inclinó sobre él—, y aquí, ve usted…
—Sí, lo veo —dijo Reggie; y agarró la mano que iba a llevarse a la boca.
Bell aferró al hombre en su sólida garra. La mano se abrió y mostró una cápsula blanca.
—De esta manera no, señor Cabot —dijo Reggie—. Todavía no.
—Irá adonde ha ido su hija —añadió Bell. Y llamó al detective que esperaba en el vestíbulo.
—Tendré algunas cosas que meditar, caballeros —dijo el viejo, mientras se lo llevaban.
—Ciertamente. Y mucho tiempo para meditar. En este mundo y en el otro —dijo Bell con enojo.
El viejo se echó a reír.
Reggie y Bell se miraron.
—¿Qué estaba haciendo aquí el viejo malvado, señor? —preguntó Bell—. ¿Sometía a vivisección a la niña?
—¡Oh, no, no! La niña era cosa aparte. Aquí fabricaba drogas estupefacientes. Muy buena instalación, ésta.
—¿Lo ha estado haciendo durante años?
—Sí, sí. Es una industria próspera.
—Mas, ¿para qué la niña? ¿Para probar las drogas?
—No. No la necesitaba para pruebas. No. Le administraban drogas para divertirse. Todavía no hemos llegado a la historia de la niña. Hay mucho trabajo que hacer todavía.
—¿Qué quiere usted que haga, señor?
—Revise esta casa. Averigüe el pasado de los Cabot. Busque a alguien que haya perdido una niña. Adiós.
El corpulento detective, en el patio, cuidando a la niña con desmañada ternura, sonrió, confuso, a Reggie.
—No soy muy hábil para esto, señor. Pero no quiere que la deje en el suelo.
—No. ¿Es bueno tener alguien a quien asirse, verdad, pequeña?
Tendió los brazos. Por primera vez, algo como una sonrisa apareció en aquella carita consumida. La niña se abalanzó hacia él.
—Anda. Vamos a una casa bonita donde una señora simpática y todo el mundo te están esperando para quererte.
En el coche del inspector Bell, envuelta en una manta, iba sentada sobre las rodillas de Reggie, mirando los árboles del parque, las concurridas y alegres calles. De pronto, se agarró a él.
—¿Es de velas? —exclamó—. ¿De velas, de velas?
—Sí. Todo es de veras ahora —contestó Reggie, poniendo la mano sobre la de la niña—. Cosas bonitas, cosas de veras.
Cuando el coche se detuvo ante su casa, la sirvienta abrió la puerta y lo contempló, risueña y apiadada, entrando con la niña en brazos.
—Aquí estoy, señor Fortune —dijo una mujercita jovial, que bajaba la escalera corriendo—. ¡Bueno! —Miró a la niña y le dijo—: Vamos a simpatizar mucho, tú y yo.
Era difícil no simpatizar con aquellas lindas mejillas rosadas y blancas y aquella voz amable. De nuevo, algo parecido a una sonrisa apareció en la carita pálida y consumida.
—Ven —dijo la enfermera—. Verás qué bien te arreglo.
Tomó a la niña en brazos.
Arriba, en el cuarto de baño, las mugrientas ropas fueron arrancadas del famélico cuerpecito. Pero éste se veía marcado con algo peor que la mugre: había señales de pinchazos en los bracitos y algunas ronchas. La enfermera Cary miró al señor Fortune.
—Sí, lo sé —dijo él en voz baja—. Le han inyectado drogas.
—¡Malvados! —murmuró la enfermera.
Fortune estaba examinando las ropas. Habían sido bastante buenas en otro tiempo. Descubrió una tira de cinta con un nombre en letras bordadas: Rose Harford. Se volvió hacia la niña sumergida en el agua caliente.
—Bueno, ¿verdad que es agradable esto, Rose?
—¿Así que tú eres Rose? —dijo la enfermera, sonriendo—. ¿Mi pequeña Rose?
—Mamá es Lose —murmuró la niña.
El señor Fortune salió. Llamó por teléfono a Scotland Yard.
—¿Lomas? Habla Fortune. La niña es Rose Harford. Hay una madre… o la había. Averigüe.
 En Scotland Yard encontró reunidos a Lomas, Bell y Avery.
—¿Cómo está la paciente?
—Saldrá bien si tenemos suerte. Pero es largo. Han hecho una obra vil con ella.
—La horca sería poco para esa pareja. —Suspiró Bell—. Y no podremos hacer que los ahorquen.
—Han hecho varias veces lo suficiente para ser ahorcados —dijo Avery, colérico—. ¿Recuerda usted aquel individuo que murió en Kensignton Gardens, señor Fortune? Compraba las drogas en Smithson & Co.
—Sí. Usted acertó, Avery, entonces. Debí comprender que había algo allí.
—Usted es quien acertó, señor —dijo Avery, riendo—. ¿Recuerda cómo nos burlábamos de usted por lo del gatito? Si usted no se hubiese ocupado de eso, los Cabot continuarían felices y tranquilos, dedicados a sus manejos infernales.
Querido Reginald —dijo Lomas—, es usted un hombre sorprendente. No trabaja según las pruebas, como un detective razonable.
—¡Madre mía! —exclamó Reggie—. No trabajo sino con pruebas. Por eso no me entiendo con abogados y policías. Creo en las pruebas, viejo.
—Bien, ¿quiere hacerme el favor de contarme toda la historia del asunto Cabot?
—Está bien claro. Cabot era un químico experto. La dificultad en el comercio de drogas siempre consiste en la obtención de mercancías. Él la resolvió adquiriendo materias primas y fabricando las drogas. Encontraba clientes en los centros nocturnos y restaurantes con los que estaba en contacto por medio de la firma Smithson & Co.
—Es cierto, señor —afirmó Bell—. Ya tenemos la pista. Era un gran negocio. ¡La cantidad de infelices que habrá mandado al diablo!
—Omitió usted explicar lo de la niña —dijo Lomas.
—¡Oh! Eso es una venganza. Una venganza contra alguien. Probablemente contra el padre o la madre de la niña. ¿Han encontrado a la madre, por fin?
—Hace tres meses George y Rose Harford fueron condenados por tráfico de drogas. El hombre era un joven contable, la mujer una actriz. Vivían en un departamento de Blomsbury; iban con frecuencia a los restaurantes del Soho. Allí un mozo de restaurante denunció que la mujer había ofrecido drogas. Fueron detenidos. Se encontraron drogas en los bolsillos de sus abrigos, y más en su departamento. El caso era claro y ambos fueron condenados. Algún tiempo después de haber ingresado en la cárcel, la mujer se quejó de que no sabía nada de su hija, de la que otra actriz que vivía en la misma casa había prometido cuidar. Bueno, los funcionarios de la cárcel hicieron averiguaciones, con las que transcurrió algún tiempo. La actriz había salido de jira. Cuando la encontraron, dijo que la hermana de la señora Harford se había presentado y se había llevado a la niña. La señora Harford declaró que no tenía ninguna hermana. Entonces nos pasaron el asunto, por fin.
—Sí, por fin. Y han tenido a la madre en la cárcel durante tres meses… dudando.
—Dudando de si hay un Dios —dijo Bell, solemnemente.
—Bueno, es un caso muy oscuro… —dijo Lomas, encogiéndose de hombros—. ¿Comprende usted algo, Reginald?
—¡Oh! Supongo que la Cabot quería para ella a George Harford. Cuando éste se casó, buscó la ocasión de hacer sufrir a la esposa. Esperó. Y mandó a la cárcel al padre y a la madre, para apoderarse de la niña y torturarla.
—Los Harford habían estado fuera de Inglaterra. El hombre tenía un empleo en Francia. No hacía mucho que habían regresado cuando les sucedió el percance.
—¿Qué pruebas tienen?
—Ese perro borracho de criado. Dice que estaba dominado por su mujer… Ésta se encargó de meter las drogas en el departamento de los Harford. El mozo del restaurante las metió en los bolsillos de sus abrigos mientras cenaban. No hemos podido atrapar al mozo. Varias personas han desaparecido desde que fueron detenidos los Cabot. George Harford dice que conoció a la señorita Cabot en un club nocturno, que no la trató mucho, sólo bailó con ella. Su esposa no la ha visto nunca. Ambos declararon que no sabían nada de las drogas.
—Sí. Fue un gran error de la justicia, Lomas.
—Era un caso claro. —Lomas se encogió de hombros—. Nadie tiene la culpa.
—Sí. Esto es muy tranquilizador. Un gran consuelo para los Harford. Una alegría para la niña.
—Haremos todo lo que podamos hacer, naturalmente. Rehabilitarlos ante el mundo, ponerlos de nuevo en buenas condiciones para vivir, y todo eso. Un desgraciado asunto. Hace vacilar la confianza en el trabajo de la policía.
El señor Fortune lo miró fijamente y suspiró.
—Sí, éste es uno de sus aspectos —murmuró.
—Gracias a Dios que sucedió lo del gato, señor —dijo Bell.
El señor Fortune volvió los ojos hacia él y murmuró de nuevo:
—Sí, éste es otro aspecto.
—Diría que fue todo providencial —añadió Bell—. Simplemente providencial.
El señor Fortune lo miró con sorpresa.

—Providencial —repitió—. Bueno, bueno…

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