viernes, 31 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. DIARIO DE UN JOVEN NOVELISTA.




Enumeración caótica


Parece imposible definir como caótica toda enumeración, ya que, desde cierto punto de vista, cualquier enumeración puede adquirir algún tipo de coherencia. Incluso una lista que reuniera una escoba, una copia incompleta de una biografía de Galen, un feto conservado en alcohol y (por citar a Lautréamont) un paraguas y una mesa de disección, no tendría nada de incongruente. Solo sería necesario establecer que esto era un inventario de objetos abandonados en el sótano de una escuela medieval. Una lista que incluyera a Jesús, Julio César, Cicerón, Luis IX, Ramón Llull, Juana de Arco, Gilles de Rais, Damiens, Lincoln, Hitler, Mussolini, Kennedy y Sadam Hussein se convierte en un elenco homogéneo si decimos que todas estas personas no murieron en sus camas.
Para encontrar ejemplos de genuina enumeración caótica, que anticipa las inquietantes listas de los surrealistas, deberíamos echar un vistazo al poema de Rimbaud «El barco ebrio». De hecho, a propósito de Rimbaud, un estudioso ha propuesto que hay una diferencia entre la enumeración conjuntiva y disyuntiva1. Hasta ahora, todas mis citas han sido ejemplos de enumeración conjuntiva: cada una de ellas se basa en un universo discursivo específico según el cual los elementos de la lista adquieren una determinada coherencia mutua. Por el contrario, la enumeración disyuntiva representa un pasmo, como la experiencia que aflige a un esquizofrénico que se da cuenta de la secuencia de impresiones dispares y es capaz de imponer una unidad entre ellas. Leo Spitzer se inspiró en la idea de la enumeración disyuntiva al formular su concepto de la enumeración caótica2. De hecho, citó a modo de ejemplo estos versos de las Iluminaciones de Rimbaud:

En el bosque hay un pájaro, su canto te detiene y te ruboriza.
Hay un reloj que no da las horas.
Hay una hoyada con un nido de animales blancos.
Hay una catedral que baja y un lago que sube. Hay un
cochecito abandonado en el boscaje, o que baja por el
sendero corriendo, adornado con cintas.
Hay una compañía de cómicos en traje de función, vistos en la
carretera por entre el lindazo del bosque. Hay finalmente,
cuando tenemos hambre y sed, alguien que te ahuyenta3

La literatura ofrece una gran variedad de ejemplos de enumeración caótica, desde Pablo Neruda a Jacques Prévert, incluidas Las cosmicómicas de Calvino, que representa la formación aleatoria de la superficie de la Tierra a través de los restos de meteoritos. El propio Calvino califica su lista de «batiburrillo absurdo», y señala: «Disfruté imaginando que todos esos objetos terriblemente incongruentes tenían un misterioso vínculo cuya naturaleza yo iba a tener que adivinar»4. Pero sin duda alguna, la más deliberadamente caótica de todas las listas incongruentes es la lista de animales de la enciclopedia china titulada El imperio celestial del conocimiento benevolente, inventada por Borges y citada por Michel Foucault al principio de su prólogo a El orden de las cosas. La enciclopedia propone dividir a los animales en: a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas5.
Tras considerar ejemplos de exceso coherente y de enumeración caótica, nos damos cuenta de que, comparadas con las listas de la Antigüedad, estas revelan algo distinto. Como hemos visto, Homero cayó de nuevo en la lista porque carecía de palabras para hacer justicia a su tema, y el topos de lo inefable dominó la poética de las listas durante siglos. Pero si nos fijamos en las listas elaboradas por Joyce y Borges, vemos que ellos hicieron listas no porque no supieran qué decir, sino porque querían decir cosas a partir de un amor por el exceso, en un afán de arrogancia, y una avaricia por las palabras, por la jubilosa (y rara vez excesiva) ciencia de lo plural y lo ilimitado. La lista se convierte en una forma de construir de nuevo el mundo, poniendo casi en práctica el método de Tesauro de acumular propiedades para producir nuevas relaciones entre cosas dispares, y en cualquier caso para poner en duda las que acepta el sentido común. De esta forma, la lista caótica se convierte en uno de los modos de ruptura de la forma puestos en movimiento de distintas maneras por el futurismo, el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo y el nuevo realismo.
La lista de Borges, además, no solo desafía todos los criterios de congruencia, sino que juega deliberadamente con las paradojas de la teoría de los conjuntos. Su lista desafía en realidad cualquier criterio razonable de congruencia, porque no se puede entender qué sentido podría tener el poner ese «etcétera» no al final de la serie, donde se referiría a elementos adicionales, sino entre los elementos de la propia lista. Y no es este el único problema. Lo que hace la lista realmente inquietante es que, entre los elementos que clasifica, incluye también los «incluidos en esta clasificación». Un estudiante de lógica matemática reconocerá aquí de inmediato la paradoja formulada por el joven Bertrand Russell a modo de objeción a Frege: si un conjunto es normal cuando no se incluye a sí mismo (el conjunto de todos los gatos no es un gato, sino un concepto) y si un conjunto es anormal cuando es un elemento de sí mismo (el conjunto de todos los conceptos es un concepto), ¿cómo podemos definir el conjunto de todos los conjuntos normales? Si fuera normal, tendríamos un conjunto incompleto, porque entre todos los conjuntos normales habríamos incluido también un conjunto anormal. La clasificación de Borges juega con esta paradoja. O bien la clasificación de los animales es un conjunto normal, y por lo tanto no debe contenerse a mismo —pero la autoinclusión no se da en la lista de Borges—; o bien es un conjunto anormal, y entonces la lista sería incongruente porque entre los animales aparecería algo que no es un animal, sino un conjunto.


Me pregunto si alguna vez he elaborado una lista verdaderamente caótica. A modo de respuesta, diré que las listas genuinamente caóticas solo pueden escribirlas los poetas. Los novelistas están obligados a representar algo que sucede en un espacio y un tiempo determinados, y con ello crean siempre una especie de marco dentro del cual todo elemento incongruente queda, de algún modo, «pegado» a todos los demás. Como ejemplo, quisiera proponer una especie de monólogo interior de Yambo, el protagonista de La misteriosa llama de la reina Loana. Yambo ha perdido su memoria personal y ha salvado solo la cultural, que le obsesiona, aunque no puede recordar nada sobre sí mismo ni sobre su familia. En un momento determinado, bajo una especie de delirio, crea un collage totalmente incoherente de citas poéticas misceláneas. La lista suena ciertamente caótica, porque la sensación de caos mental era precisamente lo que yo quería evocar. Pero si los pensamientos de mi personaje eran caóticos, mi lista lo era aún más, porque se suponía que representaba una mente devastada:

Acariciaba a los niños y sentía su olor, sin poderlo definir, excepto que era muy tierno. Solo se me ocurría que «hay perfumes tan frescos como un cuerpo de niño». Y, en efecto, mi cabeza no estaba vacía, en ella se arremolinaban memorias que no eran mías, la marquesa salió a las cinco a mitad de camino de la vida, o fue Ernesto Sábato Sábado sabadete camisa nueva, allí donde Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a Rocco y a sus hermanos, daba las doce el viejo reloj de la catedral y fue entonces cuando vi el Péndulo, en ese ramal del lago de Como duermen pájaros con largas alas, messieurs les anglais je me suis couché de bonne heure, aquí estamos construyendo Italia no pisamos sobre mojado, tu quoque alea, oh hermanos de Italia mía el enemigo que huye va delante a helarte el corazón, y al arado que traza el surco puente de plata, Italia está hecha pero no se rinde, combatiremos a la sombra ocaso dorado colinas plateadas, en bosques y espesuras yo me la llevé al río, y más la piedra dura fue a dar en la mar, la inconsciente azagaya bárbara a la que tendías la mano infantil, no pidas la palabra enloquecida de luz desde los Alpes hasta las Pirámides, se fue a la guerra y picó su pica en Flandes, frescas te sean mis palabras en la tarde a docena a docena de fraile, pan tierra y libertad sobre las alas doradas, adiós montañas que salís de las aguas pero mi nombre es Lucía o Elisa o Teresa vida mía, quisiera Guido una llama de amor viva, pues conocí la trémula mano roja de las armas los amores, de la musique où marchent les colombes, vuélvete paloma por donde has venido, clara y dulce es la noche y el capitán soy capitán me ilumino de plenitud aunque hablar sea en vano los he visto en Pontida, septiembre vamos a donde florecen los limones, quién hubiera tal ventura del Pélida Aquiles, a la pálida luz de la luna de mis soledades vengo, en principio era la tierra y todo pasa y todo queda, Licht mehr Licht über alles, condesa, ¿qué será la vida? Amor y pedagogía. Nombres, nombres, nombres, Angelo Dall’Oca Bianca, lord Brummell, Píndaro, Flaubert, Disraeli, Remingo Zena, Jurásico, Fattori, Straparola y sus agradables veladas, la Pompadour, Smith and Wesson, Rosa Luxemburgo, Zeno Cosini, Palma el Viejo, Arqueopterix, Ciceruacchio, Mateo Marcos Lucas Juan, Pinocho, Justine, Maria Goretti, Tais puta con sus merdosas uñas, Osteoporosis, Saint Honoré, Bacta Ecbatana Persépolis Susa Arbela, Alejandro y el nudo gordiano.
La enciclopedia se me caía encima en hojas sueltas, y me entraban ganas de mover frenéticamente las manos como en medio de un enjambre de abejas6.
Listas de medios de comunicación de masas

La poética de la lista impregna asimismo muchos aspectos de la cultura de masas, pero con intenciones diferentes de las del arte de vanguardia. Basta pensar en esos ejemplares cinemáticos de la lista visual —el desfile de chicas adornadas con plumas de avestruz que bajan la escalera en la película Ziegfeld Follies (1945), el famoso ballet acuático de Escuela de sirenas (1944), las filas de bailarinas en Desfile de candilejas (1933) o las modelos que desfilan en Roberta (1935)— y los desfiles de moda modernos de los grandes diseñadores.
Aquí, la sucesión de criaturas fascinantes tiene únicamente la intención de sugerir abundancia, una necesidad de satisfacer el deseo del éxito de taquilla, no solo mostrar una imagen glamurosa sino muchísimas, facilitar al usuario una reserva inagotable de atractivos voluptuosos, de la misma manera que los potentados de antaño se adornaban con cascadas de joyas. La técnica de la lista no está pensada para cuestionar el orden social; al contrario, su propósito es el de reiterar que el universo de la abundancia y del consumo, accesible para todo el mundo, supone el único modelo posible de sociedad ordenada.
Facilitar listas de distintas bellezas tiene algo que ver con las características de la sociedad que generó los medios de comunicación de masas. Nos recuerda a Karl Marx, quien decía al principio de El capital: «La riqueza de las sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de artículos de consumo». Piensen en el escaparate que exhibe una extravagante riqueza de objetos y sugiere que en el interior hay muchos más; o en una feria comercial, con mercancías de todo el mundo; o en los pasajes de París celebrados por Walter Benjamín —pasillos con techos de cristal y paredes con incrustaciones de mármol, llenos de filas de tiendas elegantes— que las guías de París del siglo XIX describían como un mundo en miniatura; y, por último, los grandes almacenes (ensalzados por Zola en su novela El paraíso de las damas), en sí una verdadera lista.
En La misteriosa llama de la reina Loana, que trata principalmente de un rescate casi arqueológico de recuerdos de la década de 1930, recurrí con frecuencia al catálogo (una vez más caotizado por medio de un collage frenético). Permítanme citar un fragmento en el que evoco la masa de canciones sentimentales con las que las emisiones de la radio nacional ametrallaron mis jóvenes oídos:

Como si la radio me cantara, ella sola, sin que yo tuviera que girar el sintonizador. Lo puse en marcha y me dejé acunar, en el alféizar, ante el cielo estrellado encima de mí, con el sonido de toda esa buena mala música que había de despertar algo dentro de mí.
Esta noche mil estrellas palpitan [...] Una noche, con las estrellas y contigo [...] Háblame, háblame bajo las estrellas, díme las cosas más bellas, en el dulce hechizo de amor [...] Mailù, bajo el cielo de Singapur, en un sueño de estrellas de oro allá donde nació nuestro amor [...] Bajo la bóveda de las estrellas que tiernas nos miran, bajo esta bóveda estrellada yo te quiero besar [...] Vivir sin ti es vivir sin luna, cantemos pues a las estrellas y a la luna, y quién sabe si me sonreirá la fortuna [...] Luna luna marinera qué bonito es el amor que no se aprende [....] Venecia, la luna y tú, en la luz incierta de tus calles, un rayo de luna me besó [...] Solos en la noche, tarareando al unísono nuestra canción [...] Cielo de Hungría, suspiro de nostalgia, con infinito amor yo pienso en ti [...] Voy al tuntún donde el cielo siempre es azul, oigo a los gorriones entre los árboles, y gorjean tú por tú7.

Libros, libros, libros...

Un catálogo de biblioteca, como he dicho antes, es un ejemplo de lista práctica porque los libros de una biblioteca son finitos en número. Una excepción, por supuesto, sería el catálogo de una biblioteca infinita.
¿Cuántos libros hay en la Biblioteca de Babel que Borges describe con tanta fantasía? Una de las propiedades de la biblioteca de Borges es que contiene libros que contienen todas las combinaciones posibles de veinticinco signos ortográficos, de modo que no podemos imaginar ninguna combinación de caracteres que la biblioteca no previera. En 1622, Paul Guldin, en Problema arithmeticum de rerum combinationibus, calculó cuántas palabras podrían haberse producido con las treinta y tres letras del alfabeto que estaba en uso en ese momento. Las combinó de dos en dos, de tres en tres, y así sucesivamente, hasta que llegó a palabras de veintitrés letras, sin tener en cuenta las repeticiones y sin preocuparse por si las palabras que podían generarse tenían sentido o eran ya pronunciables; y llegó al excesivo número de setenta mil miles de millones de miles de millones (escribirlas hubiera requerido más de un millón de miles de millones de miles de millones de letras). Si escribiéramos todas esas palabras en volúmenes de mil páginas cada uno, a cien líneas por página y sesenta caracteres por línea, necesitaríamos 257 millones de miles de millones de volúmenes. Y si quisiéramos ponerlos en una biblioteca equipada con espacios de almacenamiento cúbico capaces de albergar 32 millones de volúmenes, entonces necesitaríamos 8.052.122.350 de esas bibliotecas. Pero ¿qué reino podría contener todas esas edificaciones? Si calculamos la superficie disponible en todo el planeta, descubrimos que la Tierra podría acoger solamente 7.575.213.799 de ellas.
Muchos otros, desde Marin Mersenne a Gottfried Leibniz, han hecho cálculos de este tipo. El sueño de una biblioteca infinita anima a los escritores a intentar reunir ejemplos de una lista infinita de títulos, y el espécimen más convincente de una infinidad semejante es una lista de títulos inventados, no existentes, es decir, que es posible concebir una invención infinita. Es el tipo de aventura sensacional que puede darnos, por decir algo, la lista de los libros (falsos) de la Biblioteca de San Víctor, como los presenta Rabelais en Pantagruel: El por el amor de Dios de la salvación; La bragueta de la Ley; La babucha de los decretales; La granada del vicio; El fondo de la pista de la teología; El plumero del colgajo de la cola de zorro de los predicadores, compuesto por Turlupin; La bragueta del derecho; La pantufla de los decretos; La granada del vicio; El pelotón de la teología; El látigo de cola de zorro de los sacerdotes, compuesto por Turelupin; El saco de los valientes; Las hierbas de los obispos; Marmotretus de baboonis et apis, com comento Dorbellis; Decretum Universitatis Parisiensis super gorgiasitate muliercularum ad placitum; La aparición de santa Gertrudis a una monja, de Poissy; Ars honeste fartandi in societate per Marcum Corvinum; Quaestio subtilissima, utrum Chimaera in vacuo bonbinans possit comedere secundas intentiones; y así sucesivamente, basta alcanzar unos ciento cincuenta títulos8.
Pero podemos sentir el mismo vértigo de infinidad cuando encontramos listas de títulos de libros de verdad, como cuando Diógenes Laercio detalla todos los libros escritos por Teofrasto. El lector tiene dificultades en concebir una colección tan vasta, no solo por su contenido, sino ya por el mero título de los libros:

Tres libros De los primeros analíticos; siete De los postreros analíticos; uno De la solución de los silogismos; otro titulado Epítome de los analíticos; dos De la reducción de los lugares; un escrito polémico Acerca de la teoría en las cosas disputables; un libro De los sentidos; otro Contra Anaxágoras; otro De los dogmas de Anaxágoras; otro De los dogmas de Anaxímenes; otro De los dogmas de Arquelao; otro De las sales, del nitro y alumbre; dos De las cosas que se petrifican; uno De las líneas indivisibles; dos de Audiciones; uno De los vientos; otro titulado Diferencias de las virtudes; otro Del reinar; otro De la institución del rey; tres De las vidas; uno De la vejez; otro De la Astrología de Demócrito; otro De la disputa sublime; otro De las imágenes; otro De los sucos, colores y carnes; otro Del ornato; otro De los hombres; otro titulado Colección de dichos de Diógenes; tres De distinciones; uno de Eróticas; otro Del amor; otro De la felicidad; dos De las especies; uno De la epilepsia; otro Del entusiasmo; otro De Empédocles; dieciocho de Epiqueremas; tres de Exordios; uno De lo espontáneo; dos del Epítome de la República de Platón; uno De la diferencia de voz en los animales homogéneos; otro De los fenómenos repentinos; otro De los animales que muerden y pican; otro De los que se dice tienen envidia; otro De los que viven en seco; otro De los que mudan de color; otro De los que cavan sus cuevas; siete De los animales en general; uno Del deleite según Aristóteles; otro Del deleite no según Aristóteles; veinticuatro De cuestiones; uno De lo cálido y lo frío; otro De los torbellinos y oscuridad; otro Del sudor, otro De la afirmación o negación; otro titulado Calístenes o Del llanto; otro Del cansancio; tres Del movimiento; uno De las piedras; otro De la peste; otro Del desmayo; otro titulado Megárico; otro De la melancolía; dos De los metales; uno De la miel; otro Colecciones de Metrodoro; dos De meteoros; uno De la embriaguez; veinticuatro De las leyes según las letras del alfabeto; diez Epítome de las Leyes; uno Para las definiciones; otro De los olores; otro Del vino y aceite; dieciocho De las primeras proposiciones; otro De los legisladores; seis De política; cuatro De política según las oportunidades; cuatro De costumbres civiles; uno De la mejor República; cinco Colección de problemas; uno De Proverbios; otro De las concreciones y licuaciones; dos Del Juego; uno De los vientos; otro De la parálisis; otro De la sofocación; otro De la demencia; otro De las pasiones; otro De las señales; dos De los sofismas; uno De la solución de los silogismos; dos De Tópicos; dos Del tormento; uno De los pelos; otro De la tiranía; tres Del agua; uno Del dormir y de los sueños; tres De la amistad; dos de la ambición; tres De la naturaleza; dieciocho De Física; dos Del epítome de Física; otros ocho De Física; uno A los físicos; diez De historia de las plantas; ocho De las causas de las plantas; cinco De los sucos; uno Del engaño del deleite; una Cuestión acerca del alma; un libro De la creencia sin arte; otro De las simples dudas; otro titulado Armónica; otro De la virtud; otro de Aversiones o contradicciones; otro De la negación; otro De la opinión o sentencia; otro Del ridículo; dos De las tardes; dos De divisiones; uno De las diferencias; otro De las injusticias; otro De la calumnia; otro De la alabanza; otro De la experiencia; tres libros de Cartas; uno De los animales espontáneos; otro De las elecciones; otro titulado Encomios de los dioses; otro De los días festivos; otro De la felicidad; otro De los entimemas; dos De los invenios; uno De las escuelas morales; otro titulado Caracteres morales; otro Del tumulto; otro De la historia; otro Del juicio o crítica de los silogismos; otro De la adulación; otro Del mar, un libro a Casandro Acerca del reino; otro De la comedia; otro De los meteoros; otro De la dicción; otro titulado Colección de discursos; otro titulado Soluciones; tres libros De música; uno De medidas; otro titulado Megacles; otro De las Leyes; otro De las transgresiones de las Leyes; otro titulado Colección de dogmas de Jenócrates; otro Conversaciones familiares; otro Del Juramento; otro Preceptos de retórica; otro De la riqueza; otro De la poesía; otro Problemas políticos, morales, físicos y amatorios; otro titulado Proemios; otro Colección de problemas; otro De problemas físicos; otro Del paradigma o ejemplo; otro De la proposición y narración; otro segundo libro De la poética; otro De las sabios; otro Del consejo; otro De los solecismos; otro Del Arte Retórica; Diecisiete especies acerca de las artes retóricas; un libro De la hipocresía o simulación; seis De comentarios aristotélicos o teofrásticos; dieciséis De opiniones físicas; uno titulado Epítome de los físicos; otro De la gracia o favor; Los caracteres morales (326); un libro De lo falso y verdadero; seis De historia divina; tres libros De los dioses; cuatro De historia geométrica; seis De los epítomes de Aristóteles acerca de los animales; dos libros De epiqueremas; tres De cuestiones o posiciones; dos Del reino; uno De las causas; otro Acerca de Demócrito; otro De la calumnia; otro De la generación; otro Del instinto y costumbre de los animales; dos Del movimiento; cuatro De la vista; dos titulados Para las definiciones; uno De lo dado a concedido; otro De lo mayor y menor; otro De los músicos; otro De la felicidad divina; otro De los académicos; otro Exhortatorio; otro Del mejor modo de habitar en la ciudad; otro de Comentarios; otro Acerca del volcán de Sicilia; otro De las cosas concedidas; otro De problemas físicos; otro De cuáles son los modos de saber; tres De lo falso; uno De los ante-tópicos; otro A Esquiles; seis De historia astrológica; uno De historia de la Aritmética; otro Del aumento; otro titulado Acicaro; otro De oraciones jurídicas; otro De la calumnia; Cartas sobre Asticreonte, Fanias y Nicanor, un libro De la piedad; otro titulado Euíades; dos De las oportunidades; otro De discursos domésticos; otro De la enseñanza de los niños; otro de la misma materia, diverso del antecedente; otro De la enseñanza, virtudes y prudencia; otro Exhortatorio; otro Del número; otro De definiciones acerca de la dicción en los silogismos; otro Del cielo; dos De política; uno De la Naturaleza, de los frutos y de los animales. Las cuales obras componen la suma de 230.808 versos. Tantos fueron los libros que escribió9.

Pensaba seguramente en ese tipo de listas cuando incluí en El nombre de la rosa una lista ininterrumpida de libros conservados en la biblioteca de la abadía. Y el hecho de que mencioné libros reales (que circulaban por aquel entonces en las colecciones de los monasterios) y no títulos inventados como los que cita Rabelais, no altera la impresión de oración, mantra o letanía que puede sugerir una lista de libros. El gusto por las listas de libros ha fascinado a muchos escritores, desde Cervantes a Huysmans y Calvino. Los bibliófilos leen los catálogos de librerías de viejo (que se supone que son sin duda listas prácticas) como retratos fascinantes de una tierra de Jauja, un reino del deseo, y obtienen de ellas tanto placer como el que obtiene un lector de Jules Verne al explorar las silenciosas profundidades de los océanos, donde encuentra fabulosos monstruos marinos.
Hoy en día, podemos realmente encontrar una lista infinita de títulos: la World Wide Web es la Madre de todas las Listas, infinita por definición porque está en evolución constante, red y laberinto al mismo tiempo. De todos los vértigos, el que nos promete es el más místico; es casi totalmente virtual, y nos ofrece realmente un catálogo de información que hace que nos sintamos ricos y omnipotentes. La única pega es que no sabemos cuáles de sus elementos se refieren al mundo real y cuáles no. Ya no hay distinción entre verdad y error.
¿Es posible, aun así, inventar nuevas listas si, cuando le pido a Google que me haga una búsqueda con la palabra clave «lista», me da una lista de casi 2.200 millones de páginas?
Pero si una lista está destinada a sugerir infinitud, no puede ser escandalosamente larga. Ya me mareo bastante cuando reviso los títulos de solo algunos de los libros que menciono en El nombre de la rosa: De pentágono Salomonis, Ars loquendi et intelligendi in lingua hebraica y De rebus metalicis, de Roger de Hereford; Algebra, de Al Kuwarizmi; Punica, de Silius Italicus; Gesta francorum y De laudibus sanctae crucis, de Rabanus Maurus; Giordani de aetate mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab A usque ad Z, Quinti Sereni de medicamentis, Phaenomena, Liber Aesopi de natura animalium, Liber Aethici peronymi de cosmographia, Libri tres quos Arculphus episcopus Adammano escipiente de locis sanctis ultramarinis designavit conscribendo, Libellus Q. Iulii Hilarionis de origine mundi, Solini Polyhistor desitu orbis terrarum et mirabilibus, Almagesthus...
O la lista de novelas sobre Fantomas: Fantomas, Juve contra Fantomas, Fantomas se venga. Un ardid de Fantomas o El agente secreto, Un rey prisionero de Fantomas, El policía apache, En manos de Fantomas, La hija de Fantomas, El carruaje de Fantomas, La mano del muerto, La detención de Fantomas, El juez Fantomas, El uniforme de Fantomas, La muerte de Juve, Fantomas, rey del crimen, Fandor contra Fantomas, La hazaña del muerto, La boda de Fantomas, Los amores de Fantomas, El desafío de Fantomas, El tren perdido, Los amores de un príncipe, El bouquet trágico, El genio del crimen, Prisionero de Fantomas, El cadáver que habla, El hacedor de reinas, El ataúd vacío, Fantomas se escapa, El hotel del crimen, El criado de Fantomas y ¿Ha muerto Fantomas?
O el catálogo (parcial) de historias de Sherlock Holmes: «Un caso de identidad», «Escándalo en Bohemia», «La liga de los pelirrojos», «El misterio del valle Boscombe», «Las cinco semillas de naranja», «El hombre del labio torcido», «El carbunclo azul», «La banda de lunares», «El dedo pulgar del ingeniero», «El aristócrata solterón», «La aventura de la finca de Copper Beeches», «Estrella de plata», «El soldado de la piel decolorada», «El hombre que trepaba», «El cliente ilustre», «La melena de león», «La piedra de Mazarino», «El fabricante de colores retirado», «El vampiro de Sussex», «Los tres gabletes», «Los tres Garridebs», «La inquilina del velo», «La diadema de berilos», «La caja de cartón», «El detective moribundo», «La casa deshabitada», «El problema final», «La corbeta Gloria Scott», «El intérprete griego», «El sabueso de los Bas-kerville», «El ritual de los Musgrave», «Un estudio en escarlata», «El tratado naval», «El constructor de Norwood», «El problema del puente de Thor», «El círculo rojo», «Los hacendados de Reigate», «El paciente interno», «La segunda mancha», «El signo de los cuatro», «Los seis Napoleones», «El ciclista solitario», «El oficinista del corredor de bolsa», «El valle del terror»... Amén.
Listas: un placer leerlas y escribirlas. Estas son las confesiones de un joven escritor.
Notas
1. Escribiendo de izquierda a derecha
  1. Algunos, como Rimbaud, dejan de versificar solo un poco después de los dieciocho.
  2. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, escribí varias parodias y otras obras en prosa —ahora recogidas en el volumen Diario mínimo, Barcelona, Edicions 62, 1988. Pero las consideré más bien divertissements.
  3. Véase Umberto Eco, «Come scrivo», en Maria Teresa Serafini, ed., Come si scrive un romanzo, Milán, Bompiani 1996.
  4. Linda Hurcheon, «Eco's Echoes: Ironizing the (Post) Modern», en Norma Bouchard y Verónica Pravadelli, eds., Umberto Eco’s Alternativa, Nueva York, Peter Lang, 1998; Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, Londres, Routledge 1988; Brian McHale, Constructing Postmodernism, Londres, Routledge 1992; Remo Ceserani, «Eco’s (Post)modernist Fictions», en Bouchard y Pravadelli, Umberto Eco’s Alternative.
  5. Charles A. Jencks, The Language of Post-Modern Architecture, Wisbech (Reino Unido), Balding and Mansell, 1978, p. 6 (hay trad. cast.: El lenguaje de la arquitectura posmoderna, Barcelona, Gustavo Gili, 1986).
6. Charles A. Jencks, What Is Post-Modernism?, Londres, Art and Design, 1986, pp. 14-15. Véase también Charles A. Jencks, ed., The Post-Modern Reader, Nueva York, St. Martin's, 1992.
2. Autor, texto e intérpretes
Una versión del capítulo 2 en forma de una conferencia titulada «El autor y sus intérpretes» se entregó a la Academia Italiana de Estudios Avanzados en América, Universidad de Columbia, 1996.
  1. Umberto Eco, Obra abierta, Barcelona, Ariel, 1979.
  2. Véase Jacques Derrida, «Signature Event Context» (1971), Glyph, I (1977), pp. 172-177, reimpreso en Derrida, Limited Inc., y John Searle, «Reiterating the Differences: A Reply to Derrida», Glyph, 1 (1977), pp. 198-208, reimpreso en Searle, The Construction of Social Reality, Nueva York, Free Press, 1995 (hay trad. cast.: La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997).
  3. Véase Philip L. Graham, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1964), pp. 13-14; Nathan Halper, «Notes on Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1965), pp. 15-16.
  4. Ruth von Phul, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (diciembre de 1965), pp. 14-15.
  5. Hay que observar, sin embargo, que en términos de cantidad silábica, la o de «Roma» es larga, de modo que el dáctilo inicial del hexámetro no funcionaría. «Rosa» es por lo tanto la lectura correcta.
6. Umberto Eco, El péndulo de Foucault, Barcelona, Lumen. Traducción de R.P., revisada por Helena Lozano.
  1. Helena Costiucovich, «Umberto Eco: Imia Rosi», Sovriemiennaya hudoziestviennaya literatura za rubiezom, 5 (1982), pp. 101 yss.
  2. Robert R Fleissner, A Rose by Another Name: A Survey of Literary Flora from Shakespeare to Eco, West Cornwall (Reino Unido), Locust Hill Press, 1989, p. 139.
  3. Giosuè Musca, «La camicia del nesso» Quaderni Medievali, 27 (1989).
10. A. R Luria, The Man with a Shattered World: The History of a Brain Wound, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1987 (hay trad. cast.: Mundo perdido y recuperado: historia de
una lesión,
Oviedo, KRK, 2010).
3. Algunas observaciones sobre los personajes de ficción
  1. Umberto Eco, El péndulo de Foucault, traducción de R.P. revisada por Helena Lozano, capítulo 57.
  2. Existió, por cierto, un Faria de verdad, y Dumas se inspiró en ese curioso cura portugués. Pero el Faria de verdad era aficionado al mesmerismo y tenía muy poco que ver con el mentor de Montecristo. Dumas solía sacar algunos de sus personajes de la historia (como hizo con D'Artagnan), pero no esperaba que sus lectores estuvieran familiarizados con los atributos de esos personajes reales.
  1. Hace años visité la fortaleza y, además de lo que llamaban La celda de Montecristo, vi también el túnel que supuestamente cavó el abad Faria.
  2. Alexandre Dumas, Viva Garibaldi! Une odysée en 1860, París, Fayard, 2002, cap. 4.
  3. Un amable y sensible amigo mío solía decir: «Lloro cada vez que veo una bandera al viento en una película, independientemente de la nacionalidad». En cualquier caso, el hecho de que los seres humanos se emocionen con los personajes ficticios ha dado pie a una vasta bibliografía, tanto en psicología como en narratología. Para una exhaustiva visión de conjunto, véase Margit Sutrop, «Sympathy, Imagination, and the Reader's Emotional Response to Fiction», en Jürgen Schlaeger y Gesa Stedman, eds., Representations of Emotions, Tubinga, Günter Narr Verlag, 1999, pp. 29-42. Véanse también Margit Sutrop, Fiction and Imagination, Paderborn, Mentis Verlag, 2000, 5.2; Colin Radford, «How Can We Be Moved by the Fate of Ana Karenina?», Proceedings of the Aristotelian Society, 69, suplemento (1975), p. 77; Francis Farrugia, «Syndrome narratif et archétipes romanesques de la sentimentalité: Don Quichotte, Madame Bovary, un discurs du pape, et autres histories», en Farrugia et al., Emotions et sentiments: Une construction sociale, París, L'Harmattan, 2008.
6. Véase Gregory Currie, Image and Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. La catarsis, tal como la define Aristóteles, es una especie de ilusión emocional: depende de nuestra identificación con los héroes de una tragedia, de manera que sentimos pena y terror al presenciar lo que les pasa.
  1. Un debate cuidadoso y completo sobre el punto de vista ontológico se encuentra en Carola Barbero, Madame Bovary: Something Like a Melody, Milán, Albo Versorio, 2005. Barbero hace un buen trabajo al aclarar la diferencia entre un enfoque ontológico y uno cognitivo: «La teoría de los objetos no se ocupa de saber cómo asimos cognitivamente objetos que no existen. De hecho, se concentra solamente en los objetos en su absoluta generalidad e independientemente de su existencia» (p. 65).
  2. Véase John Searle, «The Logical Status of Fictional Discourse», New Literary History, 6, n.° 2 (invierno de 1975), pp. 319-332.
  3. Jaakko Hintikka, «Exploring Possible Worlds», en Sture Allén, ed., Possible Worlds in Humanities, Arts and Sciences, vol. 65 de Proceedings of the Nobel Symposium, Nueva York, De Gruyter, 1989, p. 55.

  1. Lubomir Dolezel, «Possible Worlds and Literary Fiction», en Allén, Possible Worlds, p. 233.
  2. Por ejemplo, el presidente George W. Bush dijo en una rueda de prensa el 24 de septiembre de 2001 que «las relaciones fronterizas entre Canadá y México nunca habían sido mejores». Véase usinfo.org/wf-archive/2001 /010924/epf 109.htm.
  3. Citado en Samuel Delany, «Generic Protocols», en Teresa de Lauretis, ed., The Technological Imagination, Madison (Wisconsin), Coda Press, 1980.
  4. Sobre un mundo posible narrativo de carácter «pequeño» y «parasitario», véase Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen, 1992, capítulo titulado «Pequeños mundos»,
  1. Como dije en Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996, capítulo 5, los lectores están más o menos ansiosos por aceptar ciertas violaciones de las condiciones del mundo real, de acuerdo con el estado de su información enciclopédica. En Los tres mosqueteros, cuya acción tiene lugar en el siglo XVII, Alexandre Dumas situó al personaje de Aramis viviendo en la rue Servandoni, algo imposible, ya que el arquitecto Giovanni Servandoni, a quien la calle debe su nombre, vivió y trabajo un siglo más tarde. Pero los lectores podían aceptar esa información sin desconcertarse porque muy pocos sabían algo de Servandoni. Si, en contraste con ello, Dumas hubiera dicho que Aramis vivía en la rue Bonaparte, los lectores habrían tenido derecho a sentirse inquietos.
  2. Véase, por ejemplo, Roman Ingarden, Das literarische Kunstwerk, Halle, Niemayer Verlag, 1931; en inglés, The Literary Work of Art, Evanston (Illinois), Northwestern University Press, 1973.
  3. Stendhal, Rojo y negro, trad, de Carlos Ribas y Gregorio Lafuerza, Buenos Aires, Antonio Fossiti, 1961.
  4. Sobre esas dos balas, véase Jacques Geninasca, La Parole littéraire, París, PUF, 1997, II, p. 3.
  5. Véase, por ejemplo, Umberto Eco, Kant y el ornitorrinco, Barcelona, Lumen, 1999.
  6. Pero, si Ana es un artefacto, su naturaleza es diferente de la de otros artefactos como las sillas y los barcos. Véase Amie L. Thornasson, «Fictional Characters and Literary Practices», British Journal ofAesthetics, 43, n.° 2 (abril de 2002), pp. 138-157. Los artefactos ficticios no son entes físicos y carecen de localización espacio-temporal.
  1. Véanse, por ejemplo, Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, Barcelona, Lumen 2000; e idem. Los límites de la interpretación.
  2. Philippe Doumenc, Contre-enquete sur la mort d'Emma Bovary, París, Actes Sud, 2007.
  3. Véase Eco, Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996.
  4. Véase, por ejemplo, Aislinn Simpson, «Winston Churchill didn't really exist», Telegraph, 4 de febrero de 2008.
  5. Sobre la historia de la idea de los objetos sociales, desde Giambattista Vico y Thomas Reid a John Searle, véase Maurizio Ferraris, «Szienze sociali», en Maurizio Ferraris, ed., Storia dell'ontologia, Milán, Bompiani, 2008, pp. 475-490.
  6. Véanse, por ejemplo, John. Searle, «Proper Names», Mind, 67 (1958), p. 172.
  7. Véanse Roman Ingarden, Time and Modes of Being, Springfield (Illinois), Charles C. Thomas, 1964; e idem, The Literary Work of Art. Para una crítica de la posición de Ingarden, véase Amie L. Thomasson, «Ingarden and the Ontology of Cultural Objects», en Arkadiusz Chrudzimski, ed., Existence, Culture, and Persons: The Ontology of Roman Ingarden, Frankfurt, Ontos Verlag, 2005.
  8. Barbero, Madame Bovary, pp. 45-61.
  9. Woody Allen, «El experimento del profesor Kugelmass», en Allen, Side Effects, Nueva York, Randon House, 1980 (hay trad. cast.: Perfiles, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002).
  1. Sobre estos problemas, véase Patrizia Violi, Meaning and Experience, Bloomington, Indiana University Press, 2001, IIB y III. Véase también Eco, Kant y el ornitorrinco.
  2. Peter Strawson, «On Referring», Mind, 59 (1950).
  3. Obviamente, las enciclopedias tienen que actualizarse. El 4 de mayo de 1821, la enciclopedia pública debía registrar a Napoleón como un ex emperador que vivía exiliado en la isla de Santa Elena.
  4. En casos difíciles de comprobar de visu (por ejemplo, si p afirma que Obama visitó ayer Bagdad), nos basamos en «prótesis» (como diarios o programas de televisión) que supuestamente nos permiten comprobar qué sucedió en realidad en este mundo, aunque el acontecimiento no estuviera al alcance de nuestra percepción.
  5. Uno podría verse tentado a reclamar que los entes matemáticos también son inmunes a la revisión. Pero incluso el concepto de las líneas paralelas cambió tras el advenimiento de las geometrías no euclidianas, y nuestras ideas sobre el teorema de Fermat cambiaron a partir de 1994 gracias al trabajo del matemático británico Andrew Wiles.
  6. Para ser rigurosos, deberíamos decir que la expresión «Jesucristo» se refiere a dos objetos diferentes, y que cuando alguien pronuncia ese nombre deberíamos —para dar significado a la pronunciación— determinar qué tipo de creencias religiosas (o no religiosas) comparte el hablante.
  7. Sobre estas cuestiones, véase Umberto Eco, The Role of the Reader, Bloomington, Indiana University Press, 1979.

4. Mis listas
  1. Véase Umberto Eco, El vértigo de las listas, trad. de María Polis Irazazábal, Barcelona, Lumen, 2009.
  2. Sobre la diferencia enere listas «pragmáticas» y «literarias», véase Robert E. Belknap, The List, New Haven, Yale University Press, 2004. Una valiosa antología de listas literarias se encuentra asimismo en Francis Spufford, ed., The Chatto Book of Cabbages and Kings: Lists in Literature, Londres, Chatto and Windus, 1989. Belknap piensa que las listas «pragmáticas» pueden extenderse hasta el infinito (un listín telefónico, por ejemplo, puede alargarse cada año, y podemos alargar una lista de la compra de camino a la tienda), mientras que las listas que llama «literarias» son de hecho cerradas debido a las restricciones formales de la obra que las contiene (métrica, rima, forma de soneto, etcétera). Me parece que es fácil darle la vuelta a ese argumento. En la medida en que designan una serie finita de cosas en un momento determinado, las listas prácticas son necesariamente finitas. Pueden extenderse, sin duda, como sucede con un listín telefónico, pero el listín de 2008, comparado con el de 2007, es simplemente otra lista. En contraste con ello, y a pesar de las restricciones que implican las técnicas artísticas, todas las listas poéticas que mencionaré más adelante podrían extenderse ad infinitum.
  3. Enodio, Carmina, libro 9, secc. 323C, en Patrología Latina, ed. de J. P. Migne, vol. 63, París, 1847.
  4. Cicerón, «Primera Catilinaria», trad. de Juan Bautista Calvo, Barcelona, Planeta, 1994.
  5. Ibid.
  1. Wislawa Szymborska, «Posibilidades», en Poesía no completa, trad. de Abel A. Murcia Soriano y Gerardo Beltrán, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
  2. Traducción de Hernando Alcocer, 1550.
  3. Italo Calvino, El caballero inexistente, traducción de Esther Benítez, Madrid, Siruela, 1989.
  4. François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, trad. de Juan Borja, Madrid, Akal, 2004.

  1. James Joyce, Ulises, trad. de José María Valverde, Barcelona, Lumen, 2010, pp. 862-863.
  1. Umberto Eco, Diario mínimo.
  1. Umberto Eco, El nombre de la rosa, trad. de Ricardo Pochtar, Barcelona, Lumen, 2005.
  2. En esto puede que me equivocara. Aunque las fechas son inciertas, es posible que la primera lista sea la Teogonía entera de Hesíodo.
  3. Véase Giuseppe Ledda, «Elenchi impossibili: Cataloghi e topos de l'indicibilitá», inédito; e Ídem, La Guerra della lingua: Ineffabilità, retorica e narrativa nella Commedia di Dante, Rávena, Longo, 2002.
  4. Dante, Paraíso, trad. de Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2006.
  5. Umberto Eco, La isla del día de antes, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Random House Mondadori, 1997. El lector experimentado verá en la última frase un caso no solo de hipotiposis, sino también de écfrasis; describe una típica cabeza pintada por Arcimboldo.
  1. Walt .Whitman, Hojas de hierba, parte XII, «Canto del hacha», trad. de Armando Vasseur, Valencia, F. Sempere Editores, 1910. Véase en particular el capítulo dedicado a Whitman en Belknap, The List.
  2. James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de James Joyce y Nino Frank (1938), reimpreso en Joyce, Scritti italiani, Milán, Mondadori, 1979.
  3. James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de Samuel Beckett, Alfred Perron, Philippe Soupault, Paul Léon, Eugène Jolas, Ivan Goll y Adrienne Monnier, con la colaboración de Joyce, Nouvelle Revue Française, 1 de mayo de 1931.
  4. Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.
  5. Umberto Eco, El péndulo de Foucault, trad. de R.P. revisada por Helena Lozano.
  6. No abordaremos aquí el viejo problema de la diferencia específica, en virtud del cual los humanos pueden distinguirse como animales racionales en contraste con los demás animales, carentes de la capacidad de razonar. Sobre esto, véase Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, cap. 2. Sobre el ornitorrinco, véase id., Kant y el ornitorrinco.
  7. Por supuesto, una lista de propiedades también puede tener una intención evaluativa. Un ejemplo de ello sería el elogio de Tiro en Ezequiel, 27, o el himno a Inglaterra («esta isla coronada...») en el acto II de Ricardo II de Shakespeare. Otra lista evaluativa a partir de propiedades es el topos de la laudatio puellae —la representación de las mujeres hermosas—, cuyo ejemplo más noble es el Cantar de los Cantares. Pero también tropezamos con él en autores modernos como Rubén Darío, en su «Canto a la Argentina», que es una verdadera explosión de listas encomiásticas al estilo de Whitman, De forma similar, está la vituperatio puellae (o vituperatio dominae) —la descripción de mujeres feas— como en Horacio o en Clément Marot, Hay también descripciones de hombres feos, como la famosa diatriba de Cyrano contra su propia nariz, en el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand.
  1. Véase Umberto Eco, La búsqueda de la lengua, perfecta, Barcelona, Crítica, 1999.
  2. Se sigue la traducción de María Pons Irazazábal en Eco, El vértigo de las listas.
  3. Véase Leo Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1945.
  4. Eco, Baudolino, cap. 28, trad. de Helena Lozano Miralles.
  5. Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles pour un massacre. Céline prohibió en su herencia cualquier traducción de esa obra, rabiosamente antisemita.
  6. Véase Detlev W. Schumann, «Enumerative Style and Its Significance in Whitman, Rilke, Werfel», Modern Language Quarterly, 3, n.° 2 (junio de 1942), pp. 171-204.
  7. Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna.
  8. Arthur Rimbaud, Iluminaciones, trad. de Ramón Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985.
  9. Italo Calvino, «El cielo de piedra», en Todas las cósmicomicas.
  10. Jorge Luis Borges, El idioma analítico de John Wilkins,
http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/borges3.htm. Michel Foucault, Las palabras y las cosas, una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI de España Editores, 1997.
  1. Umberto Eco, La misteriosa llama de la reina Loana, Barcelona, Lumen, 2004, capítulo 1. Me siento algo torpe citando este texto como si fuera mío. En el texto original italiano, improvisé citas literarias fácilmente reconocibles por el lector italiano medio, y el traductor tenía que «recrear» la recopilación eligiendo citas que reconocería el lector español. Es uno de esos casos en los que el traductor debe evitar una traducción literal con el fin de producir, en otro idioma, el mismo efecto.
  2. Ibid, capítulo 8.
  3. François Rabelais, Pantagruel.
  4. Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, trad. de José Ortiz y Sanz, Madrid, 1887. Hay nueva trad. de Carlos García Gual, Vida de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007.


















Índice


1. Escribiendo de izquierda a derecha

2. Autor, texto e intérpretes

3. Algunas observaciones sobre los personajes de ficción

4. Mis listas


Notas




TEXTO DE CONTRAPORTADA

Título: ¿por qué Confesiones de un joven novelista si el eximio profesor está a punto de cumplir los ochenta años? Pues porque su estreno como narrador se remonta a 1980 y, por lo tanto, Umberto Eco puede permitirse el lujo de hablar de juventud en estos menesteres y co­mentar además que le quedan unos cincuenta años de carrera...
As! empieza este texto de ensayos, donde el gran intelectual cuenta cómo se acercó a la ficción siendo ya un autor reconocido como gran ensayista, cómo prepara cada una de sus novelas antes de ponerse a es­cribir, cómo crea sus personajes y la realidad que los rodea.
Luego también nos hablará de la buscada ambigüedad en que el es­critor se mantiene a veces para que sus lectores se sientan libres de seguir su propio camino en la interpretación de un texto. Y de la ambigüedad pasamos a la definición de los personajes de una novela y a la capacidad de un escritor para manipular las emociones del lector. ¿Por qué en general no lloramos si un amigo nos cuenta que la novia lo ha dejado y en cambio muchos nos emocionamos al leer el episodio de la muerte de Anna Karenina? Como broche final, una reflexión sobre la pasión de Eco por las listas, que explica su peculiar manera de ver el mundo.
Todo en este delicioso texto son preguntas que Eco plantea y respuestas ingeniosas que él mismo propone, con ese aire socarrón que lo distingue y convierte cada anécdota en una lección de vida.
Lumen/futura
1 Véase Detley W. Schumann, «Enumerative Style and Its Significance in Whitman, Rilke, Werfel», Modern Language Quarterly, 3, n.° 2 (junio de 1942), pp. 171-204.
2 Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna.
3 Arthur Rimbaud, Iluminaciones, trad. de Ramón Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985.
4 Italo Calvino, «El cielo de piedra», en Todas las cósmicomicas.
5 Jorge Luis Borges, El idioma analítico de John Wilkins, http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/borges3.htm. Michel Foucault, Las palabras y las cosas, una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI de España Editores, 1997.
6 Umberto Eco, La misteriosa llama de la reina Loana, Barcelona, Lumen, 2004, capítulo 1. Me siento algo torpe citando este texto como si fuera mío. En el texto original italiano, improvisé citas literarias fácilmente reconocibles por el lector italiano medio, y el traductor tenía que «recrear» la recopilación eligiendo citas que reconocería el lector español. Es uno de esos casos en los que el traductor debe evitar una traducción literal con el fin de producir, en otro idioma, el mismo efecto.
7 Ibid, capítulo 8.
8 François Rabelais, Pantagruel.

9 Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, trad. de José Ortiz y Sanz, Madrid, 1887. Hay nueva trad. de Carlos García Gual, Vida de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007.

domingo, 26 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


«Wunderkammern» y museos

Un catálogo de museo es un ejemplo de una lista práctica que se refiere a objetos que existen en un lugar predeterminado, y que, como tal, es necesariamente finita. Pero ¿cómo deberíamos considerar a un museo in se, o a una colección? Excepto en los casos, extremadamente raros, de colecciones que contienen todos los objetos de cierto tipo (por ejemplo, todas —y quiero decir todas— las obras de un artista determinado), una colección es siempre abierta y siempre podría ampliarse añadiéndole algún otro elemento, especialmente si la colección se basa —como podríamos decir de las colecciones de los patricios romanos, caballeros medievales y museos modernos— en un gusto por la acumulación y el aumento ad infinitum. Aunque un museo puede exhibir una gran cantidad de obras de arte, da la impresión de que son aún más numerosas.
Es más, salvo en casos extremadamente particulares, las colecciones siempre rayan en la incongruencia. Un viajante del espacio que no fuera consciente de nuestro concepto del arte se preguntaría por qué el Louvre contiene bagatelas de uso común como jarrones, platos o saleros, estatuas de una diosa como la Venus de Milo, representaciones de paisajes, retratos de gente corriente, artefactos de tumbas y momias, retratos de criaturas monstruosas, objetos de culto, imágenes de seres humanos sufriendo torturas, cuadros de batallas, desnudos pensados para despertar el deseo sexual y hallazgos arqueológicos.
Al ser tan variados los objetos, y porque podemos imaginar la sensación de estar rodeados de ellos por la noche, un museo puede ser una experiencia terrorífica. Y la sensación de inquietud aumenta con la cantidad y la incongruencia de los objetos reunidos.
Cuando los objetos reunidos son irreconocibles, incluso un museo moderno puede parecerse a los predecesores de los siglos XVII y XVIII de nuestros museos de ciencias naturales: las así llamadas Wunderkammern —«salas de maravillas», o «gabinetes de curiosidades»— donde ciertas personas intentaron juntar colecciones sistemáticas de todas las cosas que debían ser conocidas, mientras que otras coleccionaban cosas que parecían extraordinarias o insólitas, incluyendo objetos estrafalarios o asombrosos como un cocodrilo disecado, que solía colgarse de una piedra angular, dominando toda la sala. En muchas de esas colecciones, como la que reunió Pedro el Grande en San Petersburgo, fetos deformes eran conservados cuidadosamente en alcohol. Las piezas de cera del Museo della Specola en Florencia presentan una colección de maravillas anatómicas, obras maestras hiperrealistas de cuerpos destripados que yacen desnudos, en una sinfonía de tonalidades que van del rosa al rojo oscuro, y desde allí a los marrones de los intestinos, hígados, pulmones, estómagos y bazos.
Lo que queda de las Wunderkammern son básicamente las representaciones pictóricas en forma de aguafuertes que de ellas se encuentran en sus catálogos. Algunas estaban hechas de cientos de pequeñas repisas que sostenían piedras, conchas, esqueletos de animales raros y obras maestras del arte de la taxidermia, capaces de crear animales no existentes. Otras Wunderkammern eran como museos en miniatura: armarios divididos en compartimentos con piezas que, separadas de su contexto original, parecen contar historias sin sentido o incongruentes.
Catálogos ilustrados como el Museum Celeberrimum de Sepibus (1678) y el Museum Kircherianum de Bonanni (1709) nos muestran que en la colección reunida por el padre Athanasius Kircher en el Colegio Romano, había estatuas antiguas, objetos de culto pagano, amuletos, ídolos chinos, tablas votivas, dos retablos que mostraban las cincuenta encarnaciones de Brahma, inscripciones de tumbas romanas, linternas, anillos, sellos, hebillas, armillas, pesos, campanas, piedras y fósiles con extrañas imágenes grabadas por la naturaleza en su superficie, objetos exóticos ex variis orbis plagis collectum que contenían las correas de indígenas brasileños adornadas con los dientes de víctimas devoradas, pájaros exóticos y otros animales disecados, un libro de Malabar hecho de hojas de palmera, artefactos turcos, escalas chinas, armas bárbaras, frutas indias, el pie de una momia egipcia, fetos de entre cuarenta días y siete meses, esqueletos de águilas, abubillas, urracas, tordos, monos brasileños, gatos y ratones, topos, puercoespines, ranas, camaleones y tiburones, así como algas marinas, un diente de foca, un cocodrilo, un armadillo, una tarántula, una cabeza de hipopótamo, un cuerno de rinoceronte, un monstruoso perro preservado en una solución balsámica en una vasija, huesos de gigante, instrumentos matemáticos y musicales, proyectos experimentales sobre el movimiento perpetuo, máquinas automáticas y otros artefactos basados en las máquinas de Arquímedes y Herón de Alejandría, cócleas, un artilugio catóptrico octogonal que multiplicaba una pequeña reproducción de un elefante de manera que «restaura la imagen de una manada de elefantes que parecen reunidos de África y Asia», aparatos hidráulicos, telescopios y microscopios con observaciones microscópicas de insectos, globos, esferas armilares, astrolabios, planisferios, relojes solares, hidráulicos, mecánicos y magnéticos, lentes, relojes de arena, instrumentos de medición de la temperatura y la humedad, varios cuadros e imágenes de montañas y precipicios, tortuosos cauces en valles, laberintos de madera, espumosas olas, remolinos, colinas, perspectivas arquitectónicas, ruinas, monumentos antiguos, batallas, masacres, duelos, triunfos, palacios, misterios bíblicos y efigies de dioses.

Disfruté mucho imaginando a uno de los personajes de El péndulo de Foucault vagando por los desiertos pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios de París, un museo de la historia de la tecnología que alberga mecanismos obsoletos cuya función los visitantes ya no tienen clara, de forma que el Conservatorio entero parece una Wunderkammer barroca. Aumenta la impresión del visitante de estar amenazado por monstruos artificiales desconocidos, y desata en su mente alucinada una serie ininterrumpida de fantasías paranoicas:

Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos solo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podría empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.
Bajar. Moverme [...] Llevaba varias horas deseando solo eso, pero ahora que podía, ahora que era oportuno que lo hiciera, me sentía como paralizado. Tendría que atravesar las salas de noche, usando con moderación la linterna. Poca luz nocturna se filtraba por los ventanales, si me había imaginado un museo espectral a la luz de la luna, me había equivocado. A las vitrinas llegaban reflejos imprecisos de las ventanas. Si no me movía con cautela, podía derribar algo, chocar contra ello con un estruendo de cristales o chatarra. Encendí la linterna. Me sentía como en el Crazy Horse, de vez en cuando una luz repentina me revelaba una desnudez, pero no de carne, sino de tornillos, prensas, pernos.
¿Y si de repente iluminaba una presencia viva, la figura de alguien, un enviado de los Señores, que estuviese repitiendo especularmente mi recorrido? ¿Quién habría gritado primero? Aguzaba el oído. ¿Para qué? Yo no hacía ruido, me deslizaba. Por lo tanto también él.
Por la tarde había estudiado atentamente el orden de las salas, estaba convencido de que incluso en la oscuridad sabría encontrar la escalinata. En cambio avanzaba casi a tientas, y me había desorientado.
Quizá estaba pasando de nuevo por la misma sala, quizá nunca lograría salir de allí, quizá esto, este dar vueltas sin sentido entre las máquinas, era el rito.
[...]
[...] Motor de Froment: una estructura vertical de base romboidal, que encerraba, como un modelo anatómico que exhibiese sus costillas artificiales, una serie de bobinas, no sé, pilas, ruptores o como diablos los llamen los libros de texto, accionados por una correa de transmisión conectada a un piñón mediante un engranaje [...] ¿Para qué podía haber servido? Respuesta: para medir las corrientes telúricas, claro está.
Acumuladores. ¿Qué acumulan? Bastaba con imaginarse a los Treinta y Seis Invisibles como otros tantos tenaces secretarios (los guardianes del secreto) que tecleasen por las noches en sus clavicémbalos transmisores para producir un sonido, una chispa, una llamada, pendientes de un diálogo de costa a costa, de abismo a superficie, de Machu Picchu a Avalón, zip zip zip, hola hola hola, Pamersiel Pamersiel, he captado el temblor, la corriente Mu 36, la que los brahmanes adoraban como tenue respiración de Dios, ahora enchufo el clavijero, circuito micro-macrocósmico activado, bajo la costra terrestre tiemblan todas las raíces de mandrágora, escucha el canto de la Simpatía Universal, cambio y corto.
[...]
Ellos estaban aquí, accionando estos electrocapiladores seudotérmicos hexatetragramáticos, así les habría llamado Garamond, ¿no?, y de vez en cuando, no sé, uno habría inventado una vacuna, una bombilla, para justificar la maravillosa aventura de los metales, pero la tarea era muy distinta, ahí estaban, reunidos a medianoche para accionar esta máquina estática de Ducretet, una rueda transparente que parece una bandolera, y detrás dos pequeñas esferas vibrátiles sostenidas por sendas varillas arqueadas, quizá entonces se tocaban, producían chispas, Frankenstein confiaba en que con ello podría infundir vida a su golem, pero no, había que esperar otra señal: conjetura, trabaja, cava cava viejo topo [...]
[...] Una máquina de coser (diferente de esas cuya propaganda se hacía con grabados, junto con la pildora para desarrollar los senos, y la gran águila que vuela entre las montañas llevando en sus garras una botella de la bebida regeneradora, Robur Le Conquérant, R-C), que al funcionar hace girar una rueda, y la rueda un anillo, el anillo [.,.], ¿qué hace?, ¿qué capta el anillo? El cartelito ponía «las corrientes inducidas por el campo terrestre». Sin ningún pudor, lo pueden leer hasta los niños que visitan el museo por las tardes [...]
Iba y venía. Habría podido imaginarme más pequeño, microscópico, y me habría visto como un viajero asombrado recorriendo las calles de una ciudad mecánica, fortificada con rascacielos metálicos. Cilindros, baterías, botellas de Leyden, unas encima de las otras, pequeño tiovivo de veinte centímetros de altura, tourniquet électrique à attraction et repulsión. Talismán para estimular las corrientes de simpatía. Colonnade étincelante formée de neuf tubes, électro-aimant, una guillotina: en el centro, y parecía un tórculo de imprenta, colgaban unos ganchos sujetos con cadenas de caballeriza. Un tórculo en el que se puede meter una mano, una cabeza que aplastar. Campana de vidrio movida por una bomba neumática de dos cilindros, una especie de alambique y debajo tiene una copa y a la derecha una esfera de cobre. Con esto cocinaba Saint-Germain sus tinturas para el landgrave de Hesse.
Un portapipas con una multitud de pequeñas clepsidras de gollete alargado corno una mujer de Modigliani, llenas de una sustancia incierta, ordenadas en dos filas de diez, cada una rematada por una esfera de distinta altura, como pequeños globos a punto de despegar, retenidos por una bola pesada. Aparato para la producción del Rebis, a la vista de todos.
Sección de los cristales. Había retrocedido. Botellitas verdes, un sádico anfitrión estaba ofreciéndome venenos en quintaesencia. Máquinas de hierro para fabricar botellas, se abrían y se cerraban con dos manoplas, ¿y si en lugar de la botella alguien metía la muñeca? Chac, lo mismo sucedería con esas enormes tenazas, esos tijerones, esos bisturíes de pico curvo que podían introducirse en el esfínter, en las orejas, en el útero, para extraer el feto aún fresco y machacarlo con miel y pimienta para saciar la sed de Astarté [...] La sala que atravesaba ahora tenía grandes vitrinas, divisaba botones para accionar punzones helicoidales que avanzarían, inexorablemente hacia el ojo de la víctima, el Pozo y el Péndulo, estábamos al borde de la caricatura, las máquinas inútiles de Goldberg, los tornos de tortura en los que Pata de Palo metía al Ratón Mickey, l'engrenage extérieur à trois pignons, triunfo de la mecánica renacentista. Branca, Ramelli, Zonca, conocía esos engranajes, los había compaginado para la maravillosa aventura de los metales, pero aquí los habían colocado más tarde, en el siglo pasado, estaban preparados para reprimir a los sediciosos después de la conquista del mundo, los templarios habían aprendido de los Asesinos la técnica para hacer callar a Noffo Dei, el día que le capturasen, la esvástica de Von Sebottendorff retorcería en el sentido del movimiento del sol los dolientes miembros de los enemigos de los Señores del Mundo, todo preparado, esperaban una señal, todo estaba ante los ojos de todos, el Plan era público, pero nadie habría podido descubrirlo, fauces chirriantes habrían cantado su himno de conquista, gran orgía de bocas convertidas en puros dientes que se ensamblaban entre sí, en un espasmo de tictac, como si todos los dientes cayesen al suelo al mismo tiempo.
Por último había llegado ante el émetteur à étincelles soufflées, proyectado para la Tour Eiffel, para la emisión de señales horarias entre Francia, Túnez y Rusia (templarios de Provins, paulicianos y Asesinos de Fez; Fez no está en Túnez y los Asesinos estaban en Persia, y qué no se puede sutilizar cuando se habitan las espiras del Tiempo Sutil), yo había visto ya esa máquina enorme, más alta que yo, con las paredes perforadas por una serie de escotillas, tomas de aire, ¿quién quería convencerme de que era una radio? Pues claro, la conocía, aquella misma tarde había pasado junto a ella. ¡El Beaubourg!
Delante de nuestras narices. Y, en efecto, ¿para qué serviría ese inmenso cajón plantado en el centro de Lutecia (Lutecia, la escotilla del mar de fango subterráneo), donde antaño estuviera el Vientre de París, con esas trompas prensiles de corrientes aéreas, ese delirio de tuberías, de conductos, esa oreja de Dionisio desplegada hacia el vacío exterior para introducir sonidos, mensajes, señales, hasta el centro del globo, y devolverlos vomitando informaciones desde el infierno? Primero el Conservatoire, como laboratorio, después la Tour, como sonda, por último el Beaubourg, como máquina receptora transmisora global. ¿O acaso habrían montado aquella enorme ventosa para entretener a cuatro estudiantes melenudos y hediondos que entraban allí para escuchar los últimos discos en un auricular japonés? Delante de nuestras narices. El Beaubourg como puerta de acceso al reino subterráneo de Agarttha, el monumento de los Equites Synarchici Resurgentes. Y los otros, dos, tres, cuatro billones de Otros, lo ignoraban, o se esforzaban por ignorarlo1.




Definición por lista de propiedades versus definición por esencia

Homero describe el escudo como una forma porque sabe exactamente cómo funciona la vida en esa sociedad; se limita a poner en una lista a los guerreros porque no sabe cuántos son. Así, podríamos pensar que las formas serían características de las culturas maduras, que conocen el mundo que han logrado explorar y definir, mientras que las listas serían típicas de culturas primitivas que aún tienen una imagen imprecisa del universo e intentan especificar el mayor número posible de sus propiedades, sin establecer una relación jerárquica entre ellas. Veremos que, de acuerdo con cierto perfil, eso puede ser cierto, si bien la lista vuelve a aparecer en la Edad Media (cuando las grandes Summae teológicas y las enciclopedias aspiraban a proporcionar una forma definitiva del universo espiritual y material), en el Renacimiento y en el Barroco (cuando la forma del mundo era la de una nueva astronomía) y, especialmente, en el mundo moderno y posmoderno. Reflexionemos sobre la primera parte del problema.
El sueño de toda filosofía y de toda ciencia, desde los días de la antigua Grecia, ha sido conocer y definir las cosas por su esencia. A partir de Aristóteles, la definición por esencia ha significado definir una cosa determinada como individuo o especie particular, y la especie, a su vez, como miembro de un género particular2. Se trata del mismo procedimiento seguido por la taxonomía moderna a la hora de definir animales y plantas. Naturalmente, el sistema de clases y subclases es más complejo. Por ejemplo, un tigre pertenece a la especie de los Tigris, al género Panthera, a la familia de los Felidae, suborden Fissipedia, orden Carnívora, subclase Eutheria y clase Mamalia.
Un ornitorrinco es una especie de mamífero monotrema (que pone huevos). Pero después del descubrimiento del ornitorrinco, pasaron ochenta años antes de que fuera definido como mamífero monotrema. Durante ese período, los científicos tuvieron que decidir cómo clasificarlo, y hasta que lo hicieron, fue, de forma bastante inquietante, una criatura del tamaño de un topo, con ojos pequeños, pico de pato, cola y zarpas que utilizaba para nadar y para construir sus madrigueras, teniendo las cuatro garras delanteras unidas por una membrana (una membrana más grande que la que unía las garras de las zarpas traseras), con capacidad de producir huevos y la habilidad de alimentar a sus crías con leche de sus glándulas mamarias.
Eso es exactamente lo que los legos dirían al ver un ornitorrinco. Nótese que, al referirnos a este desordenado conjunto de propiedades, los legos serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un buey, mientras que si —sin saber nada de taxonomía científica— dijéramos que se trata de un «mamífero monotrema», no serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un canguro. Si un niño le pregunta a su madre qué es un tigre y qué aspecto tiene, es poco probable que ella respondiera que es un mamífero del suborden de los Fissipedia o un carnívoro fisípedo, sino que diría probablemente que es una bestia salvaje y feroz que tiene el aspecto de un gato pero mucho más grande, muy ágil, amarillo con rayas negras, que vive en la selva, es a veces un devorador de hombres, etcétera.
Una definición por esencia toma en consideración las sustancias, y suponemos conocer toda la gama de sustancias, como «ser vivo», «animal», «planta» y «mineral». En cambio, y de acuerdo con Aristóteles, una definición a partir de las propiedades es una definición basada en accidentes, y los accidentes son infinitos en número. Un tigre —que según su definición por esencia es un miembro del reino Animalia, filo Chordata— se caracteriza por una serie de propiedades presentes en toda la especie: tiene cuatro patas, parece un gato grande con rayas, pesa una media de tantos kilos, ruge de una manera determinada y vive una media de tantos años. Pero un tigre también podría ser un animal que estuvo en el Coliseo de Roma un día concreto de la época de Nerón, o que fue abatido el 24 de mayo de 1846 por un oficial militar inglés llamado Ferguson, o que posee muchísimos otros rasgos accidentales.
La realidad es que raramente definimos las cosas por esencia; más a menudo presentamos listas de propiedades. Y por eso todas las listas que definen algo a través de una serie de propiedades no finita, aun siendo aparentemente vertiginosas, parecen aproximarse más a la manera cómo, en nuestra vida cotidiana (si bien no en los departamentos académicos de ciencias), definimos y reconocemos las cosas3. Una representación por acumulación o por series de propiedades no presupone un diccionario, sino una especie de enciclopedia, una que jamás se termina, y que los integrantes de una cultura determinada conocen y dominan solo en parte, dependiendo de su competencia.

Usamos las descripciones a partir de propiedades cuando pertenecemos a una cultura primitiva que tiene que construir aún una jerarquía de géneros y especies, y que carece de definiciones por esencia, Pero esto también puede ser cierto en el caso de una cultura desarrollada insatisfecha con algunas definiciones esenciales existentes, y que desea ponerlas en tela de juicio, o que intenta, al descubrir nuevas propiedades, aumentar el acervo de conocimientos sobre determinados elementos de su enciclopedia.
En Il Cannocchiale aristotélico, o El telescopio aristotélico (1665), el retórico italiano Emanuele Tesauro propone el modelo de la metáfora como forma de descubrir relaciones desconocidas hasta ese momento entre datos conocidos. Ese método funciona recopilando un repertorio de cosas conocidas que la imaginación metafórica puede utilizar para descubrir nuevas relaciones. De esta manera, Tesauro formula la idea del índice categórico, que parece un enorme diccionario pero es en realidad una serie de propiedades accidentales. Presenta su índice (con barroco deleite ante una idea tan «maravillosa») como «secreto verdaderamente secreto», una herramienta esencial para «revelar objetos ocultos dentro de varias categorías y para hacer comparaciones entre ellos». En otras palabras, tiene la capacidad de desenterrar analogías y similaridades que habrían pasado desapercibidas si todo hubiera permanecido clasificado en su propia categoría.
Aquí, no puedo sino ofrecer unos pocos ejemplos del catálogo de Tesauro, que parece capaz de expandirse sin fin. Su lista de «sustancias» tiene un final completamente abierto, y comprende Personas Divinas, Ideas, Dioses de Fábula, Ángeles, Demonios y Espíritus; bajo «Cielos», incluye Estrellas Errantes, el Zodíaco, Vapores, Exhalaciones, Meteoros, Cometas, los Rayos y los Vientos; la categoría «Tierra» comprende Campos, Desiertos, Montañas, Colinas y Promontorios; la de «Cuerpos» incluye Piedras, Gemas, Metales y Hierbas; «Matemáticas» incluye Globos, Brújulas, Cuadrados, etcétera. De modo similar es la categoría «Cantidades»: bajo «Cantidades de volúmenes» encontramos lo Pequeño, lo Grande, lo Largo y lo Corto; bajo «Cantidades de pesos», lo Ligero y lo Pesado. En la categoría «Calidad», bajo «Vista», encontramos lo Visible y lo Invisible, lo Aparente, lo Hermoso y lo Deforme, lo Claro y lo Oscuro, el Blanco y el Negro; bajo «Olor» encontramos Aroma y Pestilencia, y así sucesivamente con las categorías de «Relación», «Acción y Afección», «Posición», «Tiempo», «Espacio» y «Estado». Para tomar un ejemplo, bajo la categoría de «Cantidad», subcategoría «Cantidad de volumen», subsubcategoría «Cosas Pequeñas», se encuentran ángeles en el extremo de un broche, formas incorpóreas, los polos como puntos inmóviles de una esfera, el cénit y el nadir. Entre «Cosas elementales» encontramos las chispas del fuego, las gotas de agua, el escrúpulo de piedra, el grano de arena, la gema y el átomo; entre las «Cosas Humanas», el embrión, el aborto, el pigmeo y el enano; entre «Animales», la hormiga y la pulga; entre «Plantas», la semilla de mostaza y la migaja de pan; entre «Ciencias», el punto matemático; bajo «Arquitectura», la punta de la pirámide.
La lista no parece tener rima ni razón, como todos los intentos barrocos de encapsular el contenido global de un cuerpo de conocimiento. En Technica curiosa (1664) y en su libro de magia natural Joco-seriorium naturae et artis sive magiae naturalis centuriae tres (1665), Caspar Schott menciona una obra, escrita en 1653, cuyo autor presentaba en Roma un Artificium compuesto de cuarenta y cuatro clases fundamentales: Elementos (fuego, viento, humo, ceniza, infierno, purgatorio, el centro de la Tierra), Entes Celestiales (estrellas, rayos, arcoíris), Entes Intelectuales (Dios, Jesús, discurso, opinión, sospecha, alma, estratagema, espectro), Estados Seculares (emperadores, barones, plebeyos), Estados Eclesiásticos, Artesanos (pintores, marineros), Instrumentos, Afectos (amor, justicia, deseo), Religión, Confesión Sacramental, Tribunal, Ejército, Medicina (médicos, hambre, enema), Bestias Feroces, Pájaros, Reptiles, Peces, Partes de Animales, Mobiliarios, Comidas, Bebidas y Líquidos (vino, cerveza, agua, mantequilla, cera, resina), Ropa, Fábricas de Seda, Lana, Óleos y Otras Fábricas Textiles, Náutica (barco, ancla), Aromas (canela, chocolate), Metales, Monedas, Artefactos Varios, Piedras, Joyas, Árboles, Frutas, Lugares Públicos, Pesos, Medidas, Números, Tiempo, Adjetivos, Adverbios, Preposiciones, Personas (pronombres, títulos como «su Eminencia el Cardenal»), Viajes (heno, camino, salteador).
Podría seguir citando otras listas barrocas, desde Kircher a Wilkins, a cuál más vertiginosa. En todas ellas, la carencia de un espíritu sistemático atestigua el esfuerzo acometido por el enciclopedista para eludir las clasificaciones obsoletas por género y especie4.
Exceso

Desde un punto de vista literario, esas tentativas de clasificación «científicas» ofrecían a los escritores un modelo de prodigalidad, aunque podríamos decir que, al contrario, fueron los escritores quienes ofrecían el modelo a los científicos. Sin duda, uno de los primeros maestros de las listas fugitivas fue Rabelais, que usó esas listas precisamente para subvertir el rígido orden de las académicas Summae medievales.
En este punto, la lista —que en la época clásica había sido casi un pis aller, un último recurso, una manera de hablar de lo inexpresable cuando faltaban las palabras, un tortuoso catálogo que implicaba la silenciosa esperanza de encontrar tal vez una forma que impusiera orden en unos cuantos accidentes aleatorios— se convirtió en un acto poético ejecutado por puro amor a la deformación. Rabelais inició una poética de la lista por la lista, una poética de la lista por exceso.
Solo un gusto por el exceso pudo haber inspirado al fabulador barroco Giambattista Basile, en Pentamerón, el cuento de los cuentos —cuando cuenta cómo siete hermanos se convierten en siete palomas por la fechoría cometida por su hermana—, para expandir su texto con una bandada de nombres de pájaros: milanos reales, gavilanes, halcones, gallinas de agua, becacinas, jilgueros, pájaros carpinteros, urracas, lechuzas, gayas, grajos, cornejas, estorninos, becadas, gallos, gallinas y pollos, pavos, mirlos, tordos, pinzones, petroicas carboneras, chochines, avefrías, pardillos, verderones, piquituertos, atrapamoscas, alondras, chorlitos, reyes pescadores, aguzanieves, petirrojos, pinzones, gorriones, patos, zorzales, palomas torcaces y piñoneros. Fue por amor al exceso que Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía (libro II, parte II), describió a una mujer fea acumulando, a lo largo de páginas y páginas, un número atroz de expresiones peyorativas e insultos. Y fue el amor al exceso lo que llevó a Giambattista Marino, en la parte X de su Adonis, a producir un diluvio de líneas sobre los frutos del artificio humano: «Astrolabios y almanaques, escotillas, escofinas y ganzúas, jaulas, manicomios, tabardos, estuches y sacos, laberintos, plomadas y niveles, dados, cartas, pelota, tablero y figuras de ajedrez,y cascabeles y poleas y barrenas de mano, bobinas, carretes, racamentos, relojes, alambiques, garrafas, fuelles, crisoles, mira, bolsas y ampollas rellenas de viento, y burbujas hinchadas de jabón, torres de humo, hojas de ortiga, flores de calabaza, plumas amarillas y verdes, arañas, escarabajos, grillos, hormigas, avispas, mosquitos, luciérnagas y polillas, ratones, gatos, gusanos de seda, y cien extravagancias semejantes de artilugios y animales; todos estos que ves y otros extraños fantasmas de nuevo en cuantiosas categorías»5.
En Noventa y tres (libro II, capítulo III), es un gusto por el exceso lo que lleva a Víctor Hugo, cuando sugiere las mastodónticas dimensiones de la Convención Republicana, a una explosión de nombres página tras página, de modo que lo que pudiera ser un registro archivístico se convierte en una experiencia alucinante. La propia lista de listas excesivas y extravagantes podría convertirse ella misma en extravagante y excesiva.
El desenfreno no significa incongruencia: una lista puede ser excesiva (véase, por ejemplo, el catálogo de juegos de Gargantúa) y sin embargo absolutamente coherente (esa lista de juegos es una enumeración lógica de pasatiempos). Hay, pues, listas que son coherentes en su exceso, y otras que no son excesivamente largas pero que representan un ensamblaje de cosas deliberadamente desprovistas de cualquier interrelación aparente; tanto es así que esos casos se denominan casos de enumeración caótica6.
El mejor ejemplo de una mezcla lograda de desmesura y coherencia tal vez sea la descripción de las flores del jardín de Paradou en la novela La caída del abate Mouret, de Zola. Un ejemplo completamente caótico podría ser la enumeración de nombres y cosas recopilada por Cole Porter en su canción «You're the Top!»: el Coliseo, el Museo del Louvre, una melodía de una sinfonía de Strauss, una gorra de Bendel, un soneto de Shakespeare, el ratón Mickey, el Nilo, la torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa, Mahatma Gandhi, el brandy Napoleón, la luz púrpura de una noche de verano en España, la National Gallery de Londres, el celofán, pavo para cenar, un dólar de Coolidge, los ágiles pasos de los pies de Fred Astaire, un drama de O'Neill, la madre de Whistler, el queso camembert, una rosa, el Infierno de Dante, la nariz del gran Durante, una danza en Bali, un tamal caliente, un ángel, un Botticelli, Keats, Shelley, Ovaltine, un estruendo, la luna sobre el hombro de Mae West, una ensalada Waldorf, una balada de Berlín, los botes que se deslizan por el Zuider Zee, un viejo maestro holandés, lady Astor, el brócoli, un romance... Y aun así, la lista adquiere cierta coherencia porque menciona todas las cosas que Porter ve tan maravillosas como la persona amada. Podemos criticar la falta de criterio en su lista de valores, pero no su lógica.
La enumeración caótica no es lo mismo que el monólogo interior. Todos los monólogos interiores de Joyce serían simples conjuntos de elementos completamente anómalos si no fuera porque, para convertirlos en un todo coherente, suponemos que emergen de la conciencia de un personaje concreto, sucesivamente, por medio de asociaciones que el autor no siempre está obligado a explicar.
El escritorio de Tyrone Slothrop que describe Thomas Pynchon en el primer capítulo de El arco iris de gravedad es ciertamente caótico, pero su descripción no lo es. Lo mismo sucede con la descripción del caos en la cocina de Bloom en Ulises. Es difícil decir si la lista desenfrenada de las cosas que Georges Perec ve en un solo día en la place Saint-Sulpice de París (Tentative d'épuissement d'un lieuparisién) es coherente o caótica. La lista está destinada a ser aleatoria y desordenada: la plaza, ese día, fue sin duda escenario de cien mil acontecimientos más aparte de los que Perec percibió o apuntó. Pero por otra parte, el hecho de que la lista contenga solo lo que él percibió la hace desconcertantemente homogénea.
Entre las listas que son excesivas y coherentes, deberíamos incluir también el retrato del matadero en la novela Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. En principio, ese pasaje debería ser la descripción ordenada de unas instalaciones de procesamiento y de las operaciones que se llevan a cabo en ellas; pero el lector tiene dificultades para percibir el trazado del lugar y la secuencia lógica de actividades, en medio de esa densa aglomeración de detalles, datos numéricos, gotas de sangre y piaras de cerditos asustados. El matadero de Döblin es horrible porque la masa de datos es tan abrumadora que aturde al lector. Cualquier orden posible simplemente se desmorona en medio de ese desorden de bestialidad demente, que alude proféticamente a futuros mataderos.
La descripción que hace Döblin del matadero es como la que hace Pynchon del escritorio de Slothrop: una representación no caótica de una situación caótica. Fue esa clase de listas pseudocaóticas las que me inspiraron cuando escribí el capítulo 28 de Baudolino.
Baudolino y sus amigos están de camino al legendario país del Preste Juan. De repente, llegan al Sambatyón, el río que, según la tradición rabínica, no lleva agua. No hay más que un furioso torrente de arena y piedras que hace un ruido tan ensordecedor que puede oírse a una distancia de un día de camino. Ese flujo pétreo solo cesa al comienzo del sabat, y solo durante el sabat puede cruzarse.
Imaginé que un río de piedras sería bastante caótico, especialmente si las piedras fueran de diferentes tamaños, colores y consistencias. Encontré una maravillosa lista de piedras en la Historia natural de Plinio; los propios nombres de esas sustancias trabajaban en concierto para hacer la lista más «musical». Estos son algunos de los especímenes de mi catálogo:

Era un fluir majestuoso de macizos y terruños, que corría sin pausas, y se podían divisar, en aquella corriente de grandes rocas sin forma, losas irregulares, cortantes como cuchillas, amplias como piedras sepulcrales, y entre una y otra, fósiles, cimas, escollos y espolones.
A igual velocidad, como empujados por un viento impetuoso, fragmentos de travertino rodaban unos sobre otros, grandes fallas se deslizaban por encima, para luego disminuir su ímpetu cuando rebotaban en riadas de guijarros, mientras cantos ya redondos, pulidos como por el agua por ese deslizamiento suyo entre roca y roca, brincaban por los aires, caían con ruidos secos y eran atrapados por esos remolinos que ellos mismos creaban al chocar los unos con los otros. En medio y por encima de ese encabalgarse de moles minerales, se formaban rebufos de arena, ráfagas de yeso, nubes de deyecciones, espumas de piedra pómez, regueros de calcina.
Acá y allá salpicaduras de escayola, pedreas de carbones, recaían en la orilla, y los viajeros debían cubrirse a veces la cara para no quedar desfigurados.
[...]
[...] se había visto surgir en el horizonte una cadena inaccesible de montes altísimos, que al final señoreaban sobre los viajeros, casi impidiéndoles la vista del cielo, encerrados como estaban en una vereda cada vez más estrecha y sin salida alguna, desde donde, arriba en las alturas, se divisaba solo un celaje apenas luminoso que se recomía las cimas de aquellas cumbres.
Aquí, entre dos montes, se veía nacer el Sambatyón de una hendidura, casi una herida: un rebullir de arenisca, un borbotear de toba, un gotear de limo, un repiquetear de esquirlas, un borbollar de tierra que se condensa, un rebosar de terrones, una lluvia de arcillas, se iban transformando poco a poco en un flujo más constante, que empezaba su viaje hacia algún infinito océano de arena.
Nuestros amigos emplearon un día en intentar rodear las montañas y buscar un paso río arriba del manantial, pero en vano.
Decidieron entonces seguir el río [...] hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de noches bochornosas como el día, se dieron cuenta de que el continuo retrueno de aquella marea se estaba transformando. El río había ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas, se oía una especie de trueno lejano [...] Luego, cada vez más impetuoso, el Sambatyón se dividía en una miríada de riachuelos, que se introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la mano en un grumo de fango; a veces una oleada se sumía en una gruta para luego salir con un rugido de una especie de paso rocoso que parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe, después de un amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque las orillas mismas se habían vuelto impracticables, golpeadas por torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie, vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de garganta del Infierno.
Eran unas cataratas que se precipitaban desde decenas de ombornales rupestres, dispuestos en anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante de granito, una vorágine de brea, una resaca única de alumbre, un rebullir de esquisto, un repercutirse de azarnefe contra las orillas. Y por encima de la materia que la tolvanera eructaba hacia el cielo, pero más abajo con respecto a los ojos de quien mirara como desde lo alto de una torre, los rayos del sol formaban sobre esas gotitas silíceas un inmenso arco iris que, al reflejar cada cuerpo los rayos con un esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos más colores que los que se solían formar en el cielo después de una tormenta, y a diferencia de aquellos, parecía destinado a brillar eternamente sin disolverse jamás.
Era un rojear de hematites y cinabrio, un tililar de atramento cual acero, un trasvolar de pizcas de oropimente del amarillo al naranja flamante, un azular de armeniana, un blanquear de conchas calcinadas, un verdear de malaquitas, un desvanecerse de litargirio en azafranes cada vez más pálidos, un repercutir de rejalgar, un eructar de terruño verduzco que palidecía en polvo de crisocola y emigraba en matices de añil y violeta, un triunfo de oro musivo, un purpurear de albayalde quemado, un llamear de sandáraca, un irisarse de greda argentada, una sola transparencia de alabastros.
Ninguna voz humana podía oírse en ese clangor, ni los viajeros tenían deseos de hablar. Asistían a la agonía del Sambatyón, que se enfurecía por tener que desaparecer en las entrañas de la tierra, e intentaba llevar consigo cuanto tenía a su alrededor, rechinando sus piedras para expresar toda su impotencia7.

Hay listas que se vuelven caóticas por medio de un exceso de ira, odio y rencor, cascadas desenfrenadas de insultos. Un ejemplo típico es un pasaje de Bagateiles pour un massacre, donde Céline se explaya en un diluvio de insultos, no contra los judíos, por una vez, sino contra la Rusia soviética:

Dine! Paradine! Crevent! Boursouflent! Ventre dieu! [...] 487 millions! D'empalafiés cosacologues! Quid? Quid? Quod? Dans tous les chancres de Slavie! Quid? De Baltique slavigote en Blanche Altramer noire? Quam? Balkans! Visqueux! Ratagan! De concombres! [...] Mornes! Roteux! De ratamerde! Je me'n pourfentre! [...] Je me'n pourfoutre! Gigantement! Je m'envole! Coloquinte! [...] Barbatoliers? Immensement! Volgaronoff! [...] Mongomoleux Tartaronesques! [...] Stakhanoviciants! [...] Culodovitch! [...] Quatrecent mílle verstes myriamétres! [...] De steppes de condachiures, de peaux de Zébis-Laridon! [...] Ventre Poultre! Je me'n gratte tous les Vésuves! [...] Déluges! [...] Fongeux de margachiante! [...] Pour vos tout sales pots fiottés d'entzarinavés! [...] Stabiline! Vorokchiots! Surplus Déconfits! [...] Transibérie!8
1 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, trad. de R.P. revisada por Helena Lozano.
2 No abordaremos aquí el viejo problema de la diferencia específica, en virtud del cual los humanos pueden distinguirse como animales racionales en contraste con los demás animales, carentes de la capacidad de razonar. Sobre esto, véase Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, cap. 2. Sobre el ornitorrinco, véase id., Kant y el ornitorrinco.

3 Por supuesto, una lista de propiedades también puede tener una intención evaluativa. Un ejemplo de ello sería el elogio de Tiro en Ezequiel, 27, o el himno a Inglaterra («esta isla coronada...») en el acto II de Ricardo II de Shakespeare. Otra lista evaluativa a partir de propiedades es el topos de la laudatio puellae —la representación de las mujeres hermosas—, cuyo ejemplo más noble es el Cantar de los Cantares. Pero también tropezamos con él en autores modernos como Rubén Darío, en su «Canto a la Argentina», que es una verdadera explosión de listas encomiásticas al estilo de Whitman, De forma similar, está la vituperatio puellae (o vituperatio dominae) —la descripción de mujeres feas— como en Horacio o en Clément Marot, Hay también descripciones de hombres feos, como la famosa diatriba de Cyrano contra su propia nariz, en el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand.
4 Véase Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1999.
5 Se sigue la traducción de María Pons Irazazábal en Eco, El vértigo de las listas.
6 Véase Leo Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1945.
7 Eco, Baudolino, cap. 28, trad. de Helena Lozano Miralles.

8 Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles pour un massacre. Céline prohibió en su herencia cualquier traducción de esa obra, rabiosamente antisemita.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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