LAS PRETENSIONES DE ROBBE-GRILLET
Si Robbe-Grillet se limitara a
escribir sus relatos, algunos de los cuales alcanzan momentos
fascinantes, nada tendríamos que objetar, y señalaríamos su
presencia como una de las más curiosas dentro de la compleja
variedad de la novela contemporánea.
Pero no es
así: este escritor sostiene, nada menos, que su literatura es la
literatura de hoy y sobre todo la del futuro, siendo todo lo demás
una suerte de aberración. Entonces tenemos el derecho a examinar sus
realizaciones y sus teorías.
El principio fundamental de que
parte este narrador es que existen dos maneras de escribir una
novela: En la de antes (cuando él dice «antes» quiere decir,
modestamente, antes de RG) el autor desciende o pretende descender al
alma de sus personajes mediante el tradicional método del análisis
psicológico, analizando la conciencia como un químico hace con una
materia cualquiera; ésta es la que podríamos denominar una
«literatura psicologista y pretendidamente profunda».
La otra, la novedosa, consciente
de que esa pretensión es falsa, que es imposible descender al alma
de los personajes mediante el análisis, que es ridículo hablar de
una conciencia que nadie ha visto ni verificado, procede exactamente
al revés, limitándose a dar una visión externa de los personajes,
como pudiera hacerlo una cámara cinematográfica, registrando la
superficie de los rostros y seres que nos rodean, describiendo sus
gestos, sus voces, sus silencios, sus distancias. Aquí, el escritor,
como un espectador más, no abre juicio sobre lo que pueda pasar en
el interior de esos personajes, no averigua ni intenta averiguar nada
más allá de esa descripción de la conducta.
Veamos ahora los sofismas y
arrogancias que se hallan en la posición de RG.
En primer término, el
objetivismo es una vieja tendencia que se encuentra en la literatura
por lo menos desde Maupassant y Flaubert, hasta el punto que cuando
después de la primera guerra mundial aparece una escuela más
radical en Alemania hubo que llamarlo, modestamente, «nuevo
objetivismo». Parcial o inteligentemente (pues se lo usaba cuando
era menester y no con manía totalitaria) podemos encontrarlo en
Joyce, en Hemingway, en Kafka, en Camus y en cantidad de otros
escritores. Todo gran novelista de nuestro pasado inmediato, al lado
del clásico descenso al interior de sus personajes (luego veremos la
legitimidad de este procedimiento), practicó cada vez que lo
consideró conveniente o eficaz el método conductista, o sea la
descripción del comportamiento del personaje sin agregar nada sobre
los impulsos anímicos que pudiera haber detrás. Y particularmente
Hemingway.
En segundo
término, no es cierto que haya que optar entre una psicología
analítica o una psicología conductista. El análisis psicológico
es la última consecuencia de una concepción atomista del mundo, que
la mentalidad científica vino imponiendo sobre todas las disciplinas
desde el Renacimiento. Esa mentalidad abstracta derivada de las
ciencias físicas, cometió en lo que al hombre se refiere un error
tras otro: el hombre era el átomo de la sociedad («individuo»
significa átomo), lo que es una primera equivocación, ya que el
hombre no existe sino en relación, en comercio perpetuo con sus
semejantes; y la conciencia del hombre era un compuesto que podía
ser analizado en sus componentes indivisibles, del mismo modo que una
sustancia compleja es reducida por el químico a moléculas y éstas
finalmente a átomos. Frente a esta concepción atomista del mundo se
empezó ya a reaccionar en el Romanticismo con la concepción
organicista, y tanto las comunidades humanas, como los complejos
psíquicos fueron vistos como una totalidad indivisible, que debían
ser aprehendidos y juzgados como una estructura. El ejemplo más
sencillo es el de la melodía, que está compuesta por notas sueltas
y que sin embargo no puede ser reducida a ellas, como se lo prueba
cuando la melodía es trasladada a un tono más alto: sigue siendo la
misma melodía y sin embargo sus elementos constitutivos no son los
mismos. En la estructura, la totalidad es previa a las partes, a la
inversa de lo que pasa con la concepción atomista.
Ahora bien: el conductismo, desde
este punto de vista, supone una concepción más ajustada a la
realidad que el análisis psicológico, pues al tomar al hombre en su
conducta total, en sus manifestaciones globales, participa de esta
posición totalizadora que es propia del estructuralismo. Pero comete
una nueva equivocación, a su vez, pues no sólo es legítimo hablar
de movimientos externos sino que también existen estructuras
internas en la conciencia, como es el caso de un complejo y, en
general, de una vivencia cualquiera. La precariedad de la concepción
conductista la podemos valorar con un solo ejemplo: observando los
movimientos y la conducta externa de un escritor que escribe sobre
una página no podremos jamás conocer sus sentimientos, sus ideas,
su manera de sentir y describir el mundo. De modo que si no
completamos la tarea con un examen de su interior no pasaremos jamás
a una auténtica ciencia psicológica.
¿Por qué habremos de renunciar
a esa internación en el alma del personaje? SÍ yo soy un hombre de
ciencia y quiero estudiar a los monos, es natural que deba hacerlo
sobre la única fuente de información de que dispongo, que son los
movimientos que el animal hace al buscar una banana, al pelarla, al
comerla, al disputarla con otros animales de su cercanía, etc. Si
soy un psicólogo que quiere estudiar el alma de un hombre, sería
bastante tonto al ceñirme a esa metodología óptima para monos o
ratones, ya que dispongo de otras inapreciables ventajas: preguntarle
a mi hombre sobre lo que siente y piensa, oír sus sueños,
hipnotizarlo y escuchar sus frases, etc. Pero si soy novelista,
entonces ya el famoso conductismo es ya no sólo una equivocación
sino una falacia, pues es harto sabido que los personajes
fundamentales de una novela salen del corazón del propio autor, y es
muy tonto o muy mal escritor o muy candoroso si hace la comedia de la
prescindencia o la objetividad. Pero a esto me referiré en otra
parte.
Resumiendo, pues, no tenemos por
qué pasar de los átomos a los monos. El hombre no es un átomo,
pero tampoco es un mono.
Y no veo la ventaja de escribir
novelas como si lo fueran.
El auténtico
dilema no es ése. El auténtico dilema es el de la vieja concepción
mecanicista y abstracta del atomismo con la nueva concepción
fenomenológica de la existencia. Desde Husserl sabemos que es
apócrifa y abstracta la separación entre el sujeto y el objeto, y
que ni el yo existe sin el mundo que lo rodea ni el mundo sin el yo.
Y el novelista de hoy debe dar la descripción total
de esa interacción y debe mostrar la sutil trama que vincula lo más
profundo de la subjetividad de un ser humano con lo más externo de
la objetividad: en el árbol que pinta Van Gogh está su
autobiografía, pero el escritor va más allá pues puede valerse de
instrumentales que desdichadamente no tiene el pintor a su alcance
para describir los abismos de su conciencia y el mundo de sus sueños:
riqueza portentosa que el llamado objetivismo extremo tiene
fatalmente que perder.
Este
predicador del rigor que es RG, en cambio, reaccionando contra el
mero análisis psicológico nos propone otras precariedades. El
protagonista de La
jalousie,
por ejemplo, podría describir la realidad con el uso de sus cinco
sentidos y además con su inteligencia, con sus ideas, con sus manías
y preconceptos, tal como hace un auténtico ser humano, no como una
célula fotoeléctrica o una cámara cinematográfica. ¿Quién se lo
impide? ¿Qué desea RG, lograr un efecto fantasmagórico semejante
al que se logra en ciertas pinturas de Chirico y de los cubistas, o
un método riguroso de descripción del mundo? Si fuera lo primero,
nada tendríamos que decir, como nada decimos ante el admirable
Kafka; pero sus teorías pretenden más bien que él escribe así
porque es lo «único» que un novelista puede y debe hacer, porque
lo demás es apócrifo, porque el análisis psicológico es una
falacia, etc. Pero ¿quién le pide que haga análisis psicológico?
¿Y quién le prohíbe usar además de la vista y el oído su
inteligencia, su intuición y sus ideas al narrador de La
jalousie?
¿Qué, es idiota? ¿Es un mono o un cobayo? ¿Cuándo se ha visto
que un individuo, celoso o no, y sobre todo celoso, no tenga ideas,
no razone, no cavile, no saque conclusiones, no tenga hipótesis y
teorías? ¿En nombre de qué objetividad escamotea todo esto?
Supongamos que el narrador no quiera o no pueda inferir las ideas de
su mujer, sus propósitos, y mucho menos la del presunto amante ¿pero
qué clase de psicología le impide escribir sobre sus propias
presunciones e hipótesis? Me temo que aquí lo que sucede es,
simplemente, que se trata de un truco más para aumentar la
ambigüedad del relato y para agregar un interés ilegítimo. Porque
las ambigüedades y el misterio que existe en Faulkner o Dostoievsky
o Kafka no se debe, obviamente, a recursos de iluminación o a
escamoteos, sino al profundo y último misterio de la existencia del
hombre.
Pero no paran aquí las
inconsecuencias de este predicador de la verdad y de los hechos.
Una rigurosa
descripción de la realidad externa debería hacerse con todos los
sentidos. Pero, cosa singular, en RG predomina en forma abrumadora la
descripción visual, el más intelectual y abstracto de los sentidos;
a veces se oyen voces y algún ruido; casi nunca, que yo recuerde,
hay sensaciones táctiles u olfativas. Si tenemos presente que el
viejo método del análisis es un resultado de la mentalidad
científica, resulta significativo que este escritor elija
precisamente el más intelectual de los sentidos, ese sentido que por
algo figura en toda la historia de la filosofía con palabras como
«especulación», «idea» e «intuición»; y también conviene
recordar que Locke distinguía las cualidades primarias de las
secundarias, que las primarias eran las de forma, distancia y
dimensión que son las típicas que toma en cuenta la ciencia
fisicomatemática y el escritor RG; mientras que las secundarias son
las de esos sentidos inferiores que precisamente están ausentes o
casi ausentes en sus novelas. Lo que significaría que este enemigo
aparente de la ciencia clásica entra por la ventana a su sagrado
recinto después de haber salido ostentosamente por la puerta. Que
los escritores «bárbaros» norteamericanos, narradores en muchos
sentidos primitivos en el buen sentido de la palabra, hombres de
hechos más que de introspecciones, de puñetazos más que de
análisis psicológicos, escribieran novelas donde casi priva la pura
narración «eterna y conductista, es natural y fue en muchos
sentidos expresión de autenticidad, así como fuente de vitalización
por una novelística que en Europa estaba esterilizada por el
bizantinismo. Pero que un francés cartesiano, que para colmo es
ingeniero, presuma de rebelión contra la abstracción científica
empleando otro método abstracto y empleando el más abstracto de los
sentidos, eso es un singular fenómeno psicoanalítico que sólo
podía darse en París.
Pero sigamos con sus
inconsecuencias filosóficas y metodológicas.
De acuerdo con
la doctrina de la total prescindencia del autor, no se comprende por
qué escribir precisamente La
jalousie.
Una novela en que el autor no interviniese tendría que ser una
vasta, qué digo, una total
descripción del universo entero; y para limitamos a la tesis
conductista, de todo lo visible, audible, palpable, gustable y
olible. Cualquier selección de un tema sobre otro, de un objeto
sobre otro, de un ser humano sobre el vecino, sería una intolerable
intervención del autor (mucho menos tolerable que las pequeñísimas
intervenciones que RG abomina en los escritores que no practican su
doctrina). En tales condiciones, el señor RG no debería escribir
más que una sola novela, más bien una suerte de infinito mazacote
que debería incluir todos los caballos, árboles, escarabajos,
verjas, aleros, tranvías, televisores y uñas. Pero no así como
así: tendría que describir equitativa, impasible y pacientemente
cómo son las ramas de esos árboles, qué color tienen esas orejas y
esos televisores, qué formas geométricas (sí sinusoides o
garabateadas, si secciones cónicas o más bien parecidas a un
rinoceronte, si alabeadas o planas), qué olor (nauseabundo o
interesante, poderoso o más bien imperceptible, asqueroso o
delicado, perfumado o tendiente a lo pantanesco) tienen esos dedos,
esos tranvías, esos gasómetros, aquel señor que, qué casualidad,
aparece en lontananza al lado del chef de cocina que, qué desdicha,
se le ha ocurrido aparecer en ese momento. Pero no bastaría. Tendría
que describirnos, de acuerdo con los cánones sagrados de la conducta
externa, sí ese chef, ese señor, aquella normalista, mueven los
brazos (cuántos grados, en qué dirección, con qué azimut), con
qué rapidez (cuántos centímetros por segundo) el antebrazo
izquierdo, mientras el derecho se mantiene a 50 grados de inclinación
respecto a la vertical del gasómetro que se ve a la mano derecha del
tubo dentífrico (no olvidar, por favor, la marca del dentífrico, el
perfume que exhala, si está abierto o cerrado, qué clase y qué
formas de abolladura muestra, la cantidad de milímetros que muestra
de dentífrico fuera del tubo, etc.). No deberá ahorrarnos los
movimientos de ese brazo mientras describe sucesiva o simultáneamente
(maldita necesidad del discurso sucesivo) los movimientos de los
otros brazos y piernas, de los tranvías y diferentes vehículos que
acierten a pasar, así como el desplazamiento de caballos, muías,
acémilas, perros, gatos, cebras (si estamos en el zoológico, y
tarde o temprano tendremos que estar, dada la condición infinita del
producto), nenes de corta edad, nodrizas que los acompañan,
conscriptos que acompañan a las nodrizas, moscas y mosquitos,
cucarachas y grillos. Mediante reglas milimetradas y compases, tener
sumo cuidado en ofrecernos un cuadro completo de sus respectivas
distancias mutuas y dimensiones. Y eso, claro, a cada segundo. ¿Y
por qué a cada segundo? ¿Qué clase de privilegio está queriendo
revelar a esa especie de división del tiempo? ¿Qué odiosa
intervención de los prejuicios del autor se está manifestando? No
señor: cada décimo de segundo, cada centésimo, cada
diezmillonésimo de segundo. Atareado con un gasómetro o una
estación de servicio (realidad riquísima a simple vista, que no
creo pueda ni deba despacharse en menos de cien mil páginas en
cuerpo ocho) no le perdonaremos que olvide o pase por alto los
apasionantes hechos que mientras tanto tienen lugar allí o en otras
partes del mundo. Porque ¿en virtud, de qué derecho nos ofrecerá
este rincón del universo y no, por ejemplo, el atractivo paisaje de
Villa María, los igualmente legítimos y acaso apasionantes
suburbios y quintas de algún pueblecito de Massachusetts? ¿Por qué
este crimen y no aquel amor? ¿Por qué este cornudo y no aquel
adolescente?
Ustedes me dirán que esto es una
caricatura y una exageración. Pero yo no tengo la culpa si RG me
ofrece una teoría que, de ser llevada rigurosamente hasta sus
últimas instancias, es por sí misma una caricatura.
Naturalmente, a pesar de lo que
diga en sus manifiestos, en la práctica tiene que sosegarse, y
aprovechando la enorme capacidad que los hombres tienen para absorber
sofismas y para tragar falacias, RG no lleva a cabo su grandioso
programa panóptico y se limita a darnos un drama en un lugar
determinado. ¡Abominable intervención del autor! ¡Enorme crimen de
lesa objetividad!
Estamos, pues, en un pueblecito
del África y tenemos ante nosotros un buen par de amantes. Hemos
prescindido sensatamente, como cualquier autor del bien tiempo viejo,
de las cebras, escarabajos y gasómetros que mencionamos más arriba.
Qué se le va a hacer. La obra de arte es el intento de dar, en
dimensiones finitas, una realidad que es esencialmente infinita. Esto
lo sabíamos. Lo que no sabíamos es que RG participara de esta
anomalía.
Estamos, pues,
frente al par de amantes o de presuntos amantes, observándolos desde
la amarga posición geométrica del cornudo. ¿Qué hacemos ahora? Es
harto sabido que un individuo carcomido por los celos no es el ser
más apto para guardar una ecuánime actitud descriptiva del
universo. Es sumamente dudoso que observe y describa con la misma
minuciosa ansiedad la distancia que existe en un momento dado entre
las manos de los dos presuntos amantes, en la semioscuridad, que,
digamos, la distancia que hay en el retículo de una plantación de
tomates en los alrededores. Por curioso que parezca, sin embargo, RG
le concede a su protagonista esta especie de tranquilo cinemascope,
lo que es, naturalmente, una radical falsificación de la realidad.
Lo que pasa es que, con la conciencia culpable de haber intervenido
para elegir un pueblo, un drama, un personaje y un momento, necesita
probar de alguna manera que mantiene su doctrina de la descripción
impasible y total, dándonos con la misma exactitud datos sobre la
posición del cuerpo de su Mujer con relación al del señor
sospechoso y datos sobre el desarrollo de la agricultura en el África
Central. Todos comprendemos que un drama terrible podría ganar en
patetismo mediante la descripción tranquila y externa de hechos y
cosas que forman su estructura: por ejemplo, las manos de los
amantes, por ejemplo la posición de sus cuerpos en el momento en que
se despiden allá abajo, en el auto. Grandes maestros de la novela
contemporánea, desde Hemingway hasta Kafka, han mostrado cómo esa
pseudo objetividad produce un terrible y devastador efecto sobre el
lector; pero evidentemente no es éste el caso de RG, que sólo en
contadas ocasiones alcanza esa fascinante y poética atmósfera de
los objetos indiferentes que rodean o están en medio de un drama.
Por lo general, nos aburre con sus reiteradas e inútiles
descripciones matemáticas.
Hay, todavía, otra
inconsecuencia de índole más profunda y filosófica. Un empirismo
consecuente, que es lo que en filosofía correspondería a su
descripción sensorial, no se compagina con el uso de universales
como «árbol» o «caballo». No puede sino manejarse con un
lenguaje que contiene universales, que son o ideas platónicas o,
según el punto de vista aristotélico, abstracciones obtenidas a
partir de infinitos caballos e infinitos árboles. En cualquiera de
los dos casos, esto demuestra la imposibilidad de escribir nada con
pretensión de usar únicamente lo perceptible. Con una actitud
meramente perceptiva no ya es imposible escribir una novela sino,
lisa y llanamente, vivir como ser humano. Ya que lo que caracteriza a
un ser humano no es la simple actitud de mirar sino la de ver, poner
atención y voluntad, tener propósitos y prejuicios, mal o bien
moverse con una concepción de la realidad; no sólo moverse, como lo
haría un animal, con la sola ayuda de los sentidos y de algunos
instintos y reflejos condicionados sino también con la inteligencia,
con su facultad coordinadora, con sus intuiciones emocionales (sin
las cuales no tendría conocimiento de la belleza ni de la justicia),
con sus intuiciones metafísicas (sin las cuales no tendría sentido
de su soledad y de su comunidad, de su finitud y de su muerte, de la
ausencia o presencia de Dios). Sería un simple ser zoológico, sin
ese mínimo siquiera de concepción del mundo que ya tiene un niño.
Ahora, por qué
un protagonista que al menos en su rigurosa reducción filosófica
sería un subhombre pueda ser considerado no sólo como la única
clase de personaje humano que puede aparecer en una novela sino como
portavoz de la gran literatura actual es para mí un fenómeno que
sólo puede ser explicado en nuestro país por el snobismo hacia todo
lo que proviene de París, y allá por el snobismo tout
court.
Quedaría todavía por examinar
la furia antimetafórica de RG, pues para él todo lo que no sea un
lenguaje literal y sustantivo es repudiable, pues tiene que ver con
ese mundo de la psicología profunda que considera apócrifo y
escarnece. Esto me llevaría ahora muy lejos, pues tendría que
probar que, desde Vico, todos saben que la metáfora no es un adorno
ni una hinchazón del lenguaje, sino la única manera que tiene el
hombre de expresar sus verdades emocionales más profundas. Pero eso
lo dejaremos para otro lugar.
Digamos, en
resumen, que a las inconsecuencias filosóficas y a la vasta
pretensión estética se une en el caso de RG su mala fe. Pues él
sabe, como todos, que el autor no puede estar sino presente: elige un
tema y no otro, elige este personaje y no aquél. Elige esos dos
personajes que deben estar en una plantación lejos del poblado para
que pueda suceder el equívoco viaje de los presuntos amantes. Elige
no sólo sus personajes, sino su carácter, las palabras que
pronuncian o susurran. Incluso las elige con suma astucia. Incluso se
presta al efecto sobre el lector, en el caso de los celos, esa
omisión de lo que la inteligencia analítica del protagonista podría
agregar. No, no lo dice: conviene que el lector sea trabajado por la
ambigüedad. Ni más ni menos que lo que hace el maestro del genero
conductista, el autor de El
halcón maltes,
Pero él tiene derecho, pues únicamente pretende escribir una novela
de intriga, una narración policial donde los trucos no sólo están
permitidos sino que son la esencia misma del género. Pero ¿es con
trucos de esa clase como puede pretenderse hacer la gran literatura
de nuestro tiempo? Ya me lo veo a este violento profeta de la mirada
bruta, a este enemigo de la lucidez y del análisis, estudiando el
juego de su novela con la astucia y la lucidez y el cálculo con que
se construyen charadas, novelas policiales o narraciones fantásticas.
Repito, en fin, que no niego la
fascinación que por momentos alcanza. Una fascinación que tampoco
es original, porque es la de ciertos cubistas, así como la de
algunos metafísicos de Chirico.
Es la belleza de ciertos films de
Antonioni. Pero eso lo logra no porque sea consecuente con su
pretenciosa doctrina sino porque en definitiva se deja conducir por
su sensibilidad y por su intuición, no por su manía métrica. Y si
por momentos alcanza así una suerte de fantasmagórica belleza, es a
pesar de su filosofía, no por ella.