CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 29 de marzo de 2017
carlos Barral. Poeta. LIBRO: Memorias.
Este volumen reúne toda la obra memorialística de Carlos Barral según el orden en que apareció publicada en vida de su autor: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Estas Memorias, proyectadas, en principio, como un telón de fondo para retrasar el sórdido paisaje de la posguerra y de los años su cesivos, se han convertido en uno de los monumentos autobiográficos de mayor envergadura de las últimas décadas.
Fuente: N.N.
(Fragmento)
Carlos Barral
Memorias
LA MEMORIA DE CARLOS BARRAL
por JOSEP MARIA CASTELLET
Me pide el editor de Ediciones Península una breve nota de justificación al presente volumen de las Memorias de Carlos Barral, dada mi antigua vinculación con la editorial, por una parte, y mi mucho más antigua amistad con el autor, por otra.
La aparición de Años de penitencia ―primer tomo de lo que sería la trilogía memorialística de Barral―, en 1975, a los 47 años de su autor, supuso una revelación en el ya no mortecino, pero sí oscurecido, mundo cultural español, pendiente de la desaparición ―que acaeció aquel año― de la más siniestra figura política del siglo, Francisco Franco. El grupo cronológico de escritores al que pertenecía Carlos barral ―ya conocido como generación del «medio siglo» o de «los 50»― había dado brillantes muestras de su implicación en la historia contemporánea de la literatura española, con novelas, libros de poemas o ensayos de una notable madurez. Lo que no había dado todavía, seguramente por razones de edad, era la tentativa de una ambiciosa aventura: la prosa memorialística, con su compromiso individual e histórico, a través de una narrativa inscrita en un género de hondas raíces bibliográficas europeas, las memorias literarias.
La elaboración de la memoria personal como materia literaria, dada su escasa tradición española ―a diferencia de lo que había sucedido en Inglaterra o Francia, por ejemplo―, produjo, en el momento de la aparición de Años de penitencia, un ligero desconcierto, no sólo en la crítica sino también entre los lectores: Barral no era escrupulosamente preciso en lo que se refería a la cronología; sus perfiles de algunos personajes más o menos conocidos no respondían a las características tópicas con las que eran admitidos; su actitud personal no se ajustaba siempre a lo que era «políticamente correcto» en los ambientes culturales de la progresía al uso en aquellos años; etc. En una palabra, Barral rompía moldes literarios y políticos en aquella época del tardofranquismo en la que la sociedad española vivía inquietamente, entre el temor y la esperanza.
Con el tiempo, y después de la aparición de los volúmenes sucesivos de sus memorias ―Años sin excusa (1978) y ya, tardíamente, Cuando las horas veloces (1988)―, el punto de vista barraliano quedó admitido, es decir, la aceptación de la creación de una prosa eminentemente literaria que tuviera como inicio y fundamento la memoria personal. Quienes tuvimos la ocasión y el privilegio de leer y discutir con Barral Años de penitencia antes de su publicación quedamos en cierto modo comprometidos con el legado de transmitir la legitimidad de la preeminencia de lo literario personal sobre lo más o menos periodístico de la crónica histórica aferrada a la puntualidad de los hechos,
Convertidos en un «clásico» del memorialismo contemporáneo español, los tres volúmenes reunidos ahora en uno solo no precisan, pues, de lo que es una estricta justificación editorial. Si acaso, resituarnos en una época histórica ya cerrada en sí misma a la que podemos acercarnos libres de los prejuicios que los acompañaron en su singladura inicial. Y constatar la fertilidad de su propuesta a través de la publicación de otros libros de memorias de algunos de sus coetáneos.
Testimonio de su tiempo y protagonista de infinitas aventuras culturales, Carlos Barral sigue tan vivo en las páginas de sus libros como en el recuerdo de los pocos supervivientes de su grupo generacional, tan castigado por los azares de la vida, es decir, por las trágicas y prematuras desapariciones de buena parte de sus amigos.
J. M. C.
Enero de 2001
UN PERSONAJE SINGULAR
por ALBERTO OLIART
Las memorias son siempre la recreación de un pasado desde un presente en el que perviven, hilvanados en el tiempo de la vida de uno, aquellos hechos, encuentros y vivencias que, por razones varias y difíciles de explicar, se hacen presentes en el acto de recordar en detrimento de otros y, forzosamente, se interpretan, se modifican. A menudo, al evocarlos, los vemos bajo una luz distinta a la que iluminó el suceso recordado, y nos damos cuenta de matices y significados que nos pasaron desapercibidos cuando los vivimos.
Esto ocurre con los tres libros de memorias de Carlos Barral: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces, y en el centenar de páginas de recuerdos de su primera infancia que dejó al morir. A éstos hay que añadir Penúltimos castigos, la única novela de Carlos Barral, especie de autobiografía moral, en la que el autor se recrea en el personaje que también es y se llama Carlos Barral.
En la nota introductoria a Años de penitencia, fechada en enero de 1973, escribe el autor:
Este libro no es congruente con el proyecto que me decidió a su redacción... Y así ha resultado otro libro, un libro distinto del previsto...y ahora no estoy tan seguro de que este texto [...] no sea un capítulo ―y ni siquiera el primero― de una especie de autobiografía o de algo tal vez más semejante a unas memorias [...] El presente texto, de todos modos, conserva muchos de los caracteres que debieron configurar el proyecto que luego desertó en el curso de la escritura. El descuartizamiento del relato en piezas temáticas, que prevalecen sobre la continuidad cronológica, por ejemplo, o un desenfado rozando a menudo la impertinencia en el que vino a parar, al ser desbordada por la mitología personal, la voluntad de reflexión objetiva. Y, sobre todo, una metódica inexactitud. Puesto que se trataba de suscitar una visión general, gjranangular, en la que la peripecia del personaje era sólo el punto de vista, no importaba que las dataciones fueran precisas, los recuerdos circunstanciados y exactos, si su ambigüedad no desequilibraba el cuadro general [...] En un cierto aspecto [...] el libro quisiera alcanzar la dignidad de obra de ficción, por cerca que quede de la crónica y de la reflexión sobre hechos de la historia menuda. Esto es lo que dice Barral de sus memorias, un pasado evocado desde un presente en el que la mitología personal desborda la reflexión, quizás el recuerdo, objetivos.
EL PERSONAJE
Carlos Barral era un personaje singular, que se separaba por su físico, por sus gestos y por su manera de hablar y de andar, del común de los mortales. Así lo percibí cuando se me acercó, en una mañana del mes de octubre de 1945, en el patio de la Facultad de Derecho de la vieja Universidad de Barcelona para, con un pretexto cualquiera, presentarse y hablar conmigo, quizás porque yo vestía una insólita chaqueta de pana negra. Alto de estatura, para aquellos años, ancho de espaldas, exageradas éstas por las hombreras de su chaqueta, de facciones angulosas, boca muy recortada, ojos grandes, rasgados, de color cambiante con destellos dorados, el pelo casi rubio, con un mechón que caía terco sobre la frente algo huidiza, el porte rígido... y aquellas manos grandes, con los dedos índice y corazón de la mano derecha prematuramente teñidos de amarillo, que desanudaban despacio, seguras, los cordones de una bolsa de cuero ―de guardar anzuelos me diría después― como yo no había visto antes otra igual, para ofrecerme la picadura de tabaco negro y el papel de fumar que guardaba en ella. Nos liamos el cigarro que encendimos con el chisquero de mecha que sacó de un bolsillo de su chaqueta; y luego bajamos al bar a tomar un café hablando de lecturas, de poesía, de nosotros. Aquella mañana empezó una amistad completa que duró mientras él vivió; que seguirá durando mientras yo viva.
Si su aspecto físico lo hacía singular, diferente (cuando mis hermanas lo conocieron dijeron que era «un chico muy guapo»), aún lo diferenciaban más de la inmensa mayoría sus opiniones y juicios, que en las discusiones, en las que en aquel entonces todos nos enzarzábamos con facilidad y mucha frecuencia, mantenía con tanta habilidad dialéctica (¡oh, la educación jesuítica!) como irritada obstinación si se le contradecía; sobre todo si su contradictor le sostenía el envite sin ceder. Aunque lo que le divertía era discutir y, si era posible, quedar vencedor ante los espectadores de aquella justa verbal.
Todos padecíamos en aquellos años los complejos e inhibiciones que nos habían impuesto la pobre cultura moral de aquella sociedad barcelonesa, los miedos latentes en nuestros mayores, producto de la Guerra Civil y de la represión de la posguerra, y la férrea dictadura armada del franquismo. Carlos Barral no era una excepción. Como dice en Años de penitencia, tenía la armadura exterior de un señorito barcelonés de la clase media, armadura que había interiorizado. Practicante de una religión que convertía en la asistencia y cumplimiento de unos actos litúrgicos socialmente obligatorios, aunque él defendiera con hábiles argumentos tomistas una conducta que poco tenía de auténtica; monárquico por influencia de amigos ―los hermanos Bofill― y, según decía por estética, hubiera sido un personaje convencional y típico de su medio, si no hubiera sido por una brillante y aguda inteligencia, por un sentido de la estética que impregnaba toda su personalidad, y por aquel don de la lengua que hacía todavía más poderosa y flexible su inteligencia. Esas cualidades y las nuevas amistades acabarían, ya mediados nuestros estudios universitarios y mucho más después, deprisa y sin vuelta atrás, por levantar su identidad y su libertad como persona, rompiendo armaduras y convenciones.
Ese camino, y la descripción del ambiente de mediocridad, de pobreza cultural y moral, de ciegas imposiciones en el que crecimos son, a mi juicio, una de las claves del libro, entre anécdotas, inexactitudes, y certeras observaciones, y todo dicho con la palabra exacta y precisa.
EL POETA
Cuando nos conocimos hablamos enseguida de las poesías que uno y otro escribíamos. A partir de aquel momento el vínculo primero de nuestra amistad, compartida con mi amigo Jorge Folch Rusiñol, también poeta, fue el leernos cada uno a los otros dos el poema que habíamos escrito, comentar el que el otro nos leía, convivir en el entusiasmo que la poesía despertaba en nosotros.
Recuerdo a Carlos, casi siempre en mi casa y en mi habitación, entre nerviosas idas y venidas de Jorge Folch, mientras yo estudiaba, pasándose horas buscando la palabra exacta, ¡sobre todo el adjetivo!, para el verso que estaba elaborando, del poema cuya estructura tenía pensada antes de empezar a escribir. Porque Carlos Barral era un poeta que intelectualizaba siempre la función de escribir y sometía la inspiración o el sentimiento a una rigurosa y ascética búsqueda de la estructura sintáctica, de la palabra exacta en su significación y tonalidad, dentro de la arquitectura del poema. Y así continuó escribiendo hasta su muerte; hasta ese, quizás, ultimo, bellísimo y estremecedor poema, titulado «En la arena del epitafio», en el que no puedo dejar de ver una oscura premonición de su ya próxima muerte:
Esta orilla es estigia. Aquí se viene
A comprobar la prórroga, tal vez a asegurarnos
De no haber muerto del todo todavía
Y a enderezar el rumbo del olvido.
Opino desde siempre, y me alegra coincidir con Carmen Riera, que Carlos Barral es, quizás, el poeta más estructurado de nuestra generación; y aunque los inusitados perfección y cultismo de su lenguaje no hacen fácil el acceso a su poesía, para mí no cabe duda de que es uno de los mejores poetas del espléndido grupo de la llamada Escuela de Barcelona. A lo largo de su vida y de los distintos personajes que encarnó (el de editor, intelectual comprometido, hombre brillante de moda, el navegante mediterráneo, político), él quiso siempre ser poeta. La obsesión de tener el tiempo suyo y libre para escribir, para escribir poemas, surge una y otra vez en Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Con la contención que le era propia, tan rígido y elusivo a la hora de expresar sus sentimientos, escribe en el primero de estos libros:
A partir, digamos, de la conversación con Einaudi, yo mismo había buscado obstinadamente esta puerta a un territorio sin refugios... Sería el editor veinticuatro horas al día y para todos y a donde quiera que fuese y hasta cuando me encerrase, abrumado por lecturas obligadas y sin gusto, condenado a la hipocresía del comercio intelectual, a la relación política, a la manifestación oportuna, con un «yo mismo» relegado a las copas de evasión y a algunos fines de semana. Pésima situación para el presunto poeta lírico. EL EDITOR
Sin embargo, como he dicho en otras ocasiones, Carlos Barral fue para el ojo público el editor de vanguardia que en los años cincuenta, rompiendo con el miedo y con la prudencia forzada, triunfa vertiginosamente gracias a una política editorial que fue un modelo de coherencia, de rigor y de visión de futuro.
Gracias, primero, a Joan Petit, el hombre que Carlos encuentra en la editorial y que le apoyará de una manera decisiva en su proyecto, además de introducirle en los clásicos latinos tan presentes en su poesía, y después al grupo de amigos que formará un comité de lectura excepcional. Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, José María Valverde y Gabriel Ferrater y, en la logística y organización, Jaime Salinas, le ayudarán en esa espléndida aventura cultural y, por el momento histórico en que se da, política, que fue la editorial Seix Barral mientras Carlos la dirigió.
He dicho cultural y política, porque es evidente, y basta leer Los años sin excusa para percatarse de ello, que Carlos Barral y sus amigos quieren derruir con los libros que editan el obtuso muro de defensa que contra la nueva cultura de vanguardia y, por ende, de izquierdas, levantaban el franquismo y su censura.
El éxito de la editorial fue fulgurante. La colección y el premio Biblioteca Breve dan a conocer a la nueva generación de novelistas españoles, como Juan Marsé, Juan García Hortelano, José Caballero Bonald, Luis Martín Santos, Jesús Fernández Santos y Luis Goytisolo, hasta llegar a Juan Benet. Con la concesión del premio a Mario Vargas Llosa, se lanzará el llamado boom latinoamericano. Mario Vargas, Julio Cortázar, Alejo Carpentier...; y antes que ellos y con ellos, la novela de punta de los países europeos, Svevo, Pavese, Gadda, Lessing, Böll, Robbe-Grillet, Marguerite Duras y otros muchos autores de la literatura universal... Y el Premio Internacional de Literatura, gestado entre Giulio Einaudi y Carlos Barral, sabiamente organizado por Jaime Salinas, unirá la pequeña editorial barcelonesa a las grandes casas editoriales europeas y convertirá a Carlos Barral en un editor conocido y respetado internacionalmente. Esa unión fue posible porque para ellos Carlos Barral y su grupo de amigos y colaboradores representaban la idea de la libertad cultural en un momento difícil y adverso para España.
El discurso que Carlos Barral pronunció en la clausura del Congreso de Editores celebrado en Barcelona en mayo de 1962, terminó diciendo:
Lo que os he expuesto en nombre de mis colegas y en el mío propio, con un espíritu consciente y turbado, y sin embargo convencido de la necesidad de precisar estos extremos ante la audiencia trienal de los editores, no se deriva de un sentimiento puramente sentimental, aun admitiendo que este movimiento tiene también su parte de función, sino de la convicción profundamente enraizada de que sólo la verdad y la libertad, integradas una en la otra, pueden garantizar la libre circulación de las ideas y con ella, la dignidad humana por la que tantos de nuestros semejantes se han sacrificado. El monumento a Carlos Barral editor lo levantan el catálogo de obras y autores publicados por la editorial Seix Barral, en los años que fue su director, y el catálogo de Barral Editores, mientras sobrevivió como editorial independiente.
Fuente:
© Carlos Barral y Herederos de Carlos Barral:
Memorias de infancia, 1990
Años de penitencia, 1975
Años sin excusa, 1977
Cuando las horas veloces, 1988.
© «La memoria de Carlos Barral»: Josep Maria Castellet, 2001.
© «Un personaje singular»: Alberto Oliart Saussol, 2001.
© Ediciones Península 2001
DEPÓSITO LEGAL: B. 4.662-2OOI
ISBN: 84-8307-333-1.
Maquetación: I.p.S.A.C.
viernes, 17 de marzo de 2017
ROBERTO BOLAÑO. El secreto del mal.

El secreto del mal es el cuarto libro de cuentos, y el segundo de manera póstuma, del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), publicado en 2007 por la Editorial Anagrama en Barcelona, España, donde el autor falleció a la edad de 50 años.
Este libro fue publicado el mismo año que el libro de poemas La Universidad Desconocida, coincidiendo también con el lanzamiento de Los detectives salvajes en Estados Unidos. El orden de los cuentos fue determinado por los editores.
Como es lo usual en la obra del autor, el libro incluye también algunos ensayos y conferencias.
jueves, 16 de marzo de 2017
Carlos Fuentes

Carlos Fuentes ha reunido en `Inquieta compañía` seis relatos propios del género fantástico.
Muertos vivientes, ángeles y vampiros deambulan por paisajes mexicanos acompañados de otros personajes definidos de forma realista, diseñados con el cuidadoso buril de los clásicos modernos de la literatura hispanoamericana.
Los relatos que aquí nos ofrece resultan inquietantes.
En `El amante del teatro` se alude a la ocupación de Iraq y, pese a que el protagonista, Lorenzo O`Shea, se hace pasar por irlandés, el tema va más allá del aparente voyeurismo: la mujer que observa desde su ventana es también la actriz que le obsesiona, como Ofelia, en una muda representación de Hamlet. Su silencio, también en la escena, nos conduce, como en otros relatos, a una deliberada ambigüedad final y al significado del espectador teatral, próximo al mirón.
Si el primer relato se sitúa en el Soho londinense, el segundo, `La gata de mi madre`, nos lleva ya a México y empieza como un cuadro de costumbres con el humor negro que descubriremos también en otros: la descripción de la muerte de la cruel Doña Emérita y su gata (`gata` significa también `criada`), mientras que la mansión donde viven y sus macabros secretos se convierten en el núcleo del relato.
`La buena compañía` se inicia en París, pero el protagonista se traslada a México, donde convivirá con dos extrañas tías en una no menos extraña mansión poblada de crueles fantasmas. Descubre su propia muerte, siendo niño, y Serena y Zenaida (las tías, también difuntas) cierran el relato de manera brillante, con un diálogo en el sótano donde se encuentran los féretros.
En el germen de `Calixta Brand`, la mansión en la que transcurre la historia vuelve a ser, una vez más, el eje principal de la misma. El protagonista es un ejecutivo para el que el paso del amor al odio viene acompañado de la invalidez de la esposa. Pero el cuadro que se modifica o las fotografías que al borrarse presagian la muerte, un toque muy a lo Dorian Grey, constituirán los misterios por los que caminaremos sabiamente conducidos: el árabe de un oscuro cuadro va convirtiéndose en el retrato de un médico-jardinero que cuidará de la mujer, hasta convertirse en ángel y desaparecer volando, llevándosela. Fuentes convierte lo inverosímil en simbólico.
También `La bella durmiente` se sitúa en México, aunque los orígenes y el significado del relato nos lleven a la Alemania nazi. Aquí, la acción se inicia en Chihuahua, en los años de Pancho Villa, si bien el protagonista se sitúa en la actualidad. Natural de Enden, Baur mantiene su racista espíritu germánico, aunque su cuerpo se haya convertido en una ruina. Médico de profesión, es llamado a visitar a su mujer, con la que se casó a los 55 años. La visita se convertirá en una pesadilla que retrotraerá a los personajes a los tiempos de los campos de exterminio.
Tampoco podía faltar `Vlad`, una historia de vampiros donde Eloy Zurinaga pide a su colaborador, el licenciado Navarro, que busque una mansión para un amigo que ha de llegar a México con su hija. Hasta entonces, la vida matrimonial de Navarro había discurrido plácidamente. Su esposa se encargará de buscar la casa apropiada, en la que hará construir un túnel y tapiar todas las ventanas para Vlad, un conde centroeuropeo que no será otro que Drácula.
Carlos Fuentes ha logrado, sirviéndose de materiales tópicos populares, construir relatos que trascienden la anécdota. No es casual que estas historias de misterio, de horror y muerte se hayan convertido en mitos universales. Fuentes los ha mexicanizado. Ha descrito de manera ejemplar y sobria paisajes de su patria y se ha servido de mecanismos elementales para convertirlos en historias cotidianas y confeccionar una literatura brillante y divertida, irracional, de amplio espectro, de gran nivel, como no podía ser menos.
SEGUNDA PARTE LA EVOLUCIÓN DEL GÉNERO NEGRO. LOS OTROS PADRES FUNDADORES.
MEMPO GIARDINELLI
SEGUNDA PARTE
LA EVOLUCIÓN DEL GÉNERO NEGRO.
LOS OTROS PADRES FUNDADORES
El simple arte de matar
Raymond Chandler: vida, literatura y teoría
Sin dudas, entre las grandes trayectorias y obras que siguieron el camino trazado por Dashiell Hammett, destaca la de Raymond Thornton Chandler.
Nacido en Chicago el 23 de julio de 1888 y fallecido en La Jolla, California, el 26 de marzo de 1959, a lo largo de su vida escribió no solamente una de las sagas fundacionales del género, sino varias de las más autorizadas y brillantes teorizaciones sobre la novela policial.
Su preocupación mayor fue, en cierto modo, obtener para esta literatura —y para sí mismo— el reconocimiento que hasta entonces, y en cierto modo aún ahora, los medios literarios le retaceaban.
Aunque llegó a ser mundialmente reconocido como uno de los dos más grandes escritores del género, Chandler parecía estar siempre disconforme y los prejuicios hacia su literatura lo irritaban y tornaban irónico. Quizás la causa de ello fue que se inició tardíamente en la literatura: tras educarse en Inglaterra (vivió en Europa entre 1896 y 1912), regresó a California con su madre en 1919. Allí se casó en 1924 con Pearl Cecily Bowen (“Cissy”), una mujer diecisiete años mayor que él y quien ya se había divorciado dos veces. El matrimonio duró treinta años (Cissy murió en 1954) y no tuvieron hijos.
En los años 20 se dedicó a los negocios, llegó a ser ejecutivo de varias compañías petroleras y alcanzó una posición relativamente acomodada. Solo empezó a escribir por necesidad, y con mucho escepticismo, cuando perdió su empleo en plena depresión económica. Pero así como su comienzo fue tardío —escribió y publicó su primer cuento a los 45 años, en Black Mask en 1933 [64]— evidentemente le sobraba talento, sabiduría, calles recorridas y un profundo conocimiento de la idiosincracia californiana de aquella época.
Aunque se inició como cuentista, igual que tantos escritores/as de todas las épocas, Chandler alcanzó fama y unánime respeto gracias a las siete novelas que escribió, protagonizadas todas por un detective-filósofo ciertamente excepcional: Phillip Marlowe.
Esas novelas se han convertido de algún modo en siete grandes clásicos del género negro: El sueño eterno(The big sleep, 1939) [65], Adiós muñeca (Farewell my lovely, 1940) [66], La ventana siniestra (The high window, 1942) [67], La dama del lago (Lady in the lake, 1943) [68], La hermana pequeña (Little sister, 1949) [69] y El largo adiós (The long good-bye, 1953) [70] y Cóctel de barro, como se tradujo al castellano Playback (1958). [71]
Pero si los cuentos no fueron lo más significativo en el posicionamiento universal de Chandler, no es menos cierto que eso se debió a una decisión personal consciente: él siempre quiso ser novelista. Y quizás por eso fue tan injusto consigo mismo al considerar que sus cuentos habían sido apenas intentos, exploraciones luego “fagocitadas” o “canibalizadas” —fueron sus palabras— por sus novelas.
Como fuere, su narrativa cuentística es notable y orientadora en muchos sentidos, y obviamente contribuyó muchísimo a su prestigio literario. Sus títulos originales fueron: Five murderers (1944); Trouble is my business (1950); Pick-up on Noon Street (1953); Poodle springs (1959) Killer in the rain (1964) y The smell of fear (1965).
En castellano su obra cuentística se encuentra recopilada en varios libros estupendos, entre ellos Viento rojo, traducido por Rodolfo J. Walsh para la Serie Negra que en los años 70 del siglo pasado dirigió Ricardo Piglia. [72] En esa misma colección se publicó también Peces de colores [73]. Y en los años 80 y en las colecciones de la Editorial Bruguera que dirigía Juan Martini aparecieron: Sangre española, Asesino en la lluvia, Bay City Blues y El lápiz y otros cuentos. [74]
Es sabido que Chandler se ocupó de delinear con rigurosa precisión los límites del género negro, y esa fue, sin dudas, una parte de su obsesión por ser un novelista reconocido en la literatura de su país. Entre sus muchos intentos por hacer respetar el género que había abrazado destaca el ya mencionado breve ensayo titulado "El simple arte de matar” (The simple art of murder, 1950), que hoy en día sigue siendo un clásico de la teoría de la novela negra. Se trata del ensayo que aparece al final del libro del mismo nombre, integrado también por una introducción (la única que hizo Chandler en su vida, que sepamos) y tres cuentos largos que son parte de los 21 que escribió hasta convertirse en el genial novelista que llegó a ser. El cuento número 22 se titula “El lápiz", es de 1958 y se conoció poco antes de su muerte.
Revisar todos los cuentos de Chandler es una aventura realmente interesante pues, leyéndolos, el lector iniciado en la narrativa chandleriana llega a reconocer muchas de las situaciones que hicieron fascinantes a sus siete novelas. De donde se deduce que, en efecto, los cuentos fueron para él ejercicios narrativos, algo así como un precalentamiento para la escritura de novelas.
Y es que los cuentos de Chandler son, en general, largos, casi como pequeñas novelas o nouvelles, y ello se debió, seguramente, a las exigencias que imponían las revistas pulp en las que fueron apareciendo, como la legendaria Black Mask donde se publicaron once de sus relatos.
Los tres cuentos que integran El simple arte de matar pueden considerarse entre los mejores de la producción chandleriana. El primero de ellos, “Las perlas son una molestia” (Pearls are a nuisance, de 1939), es la historia de dos borrachos que se persiguen, terminan amigos y despliegan un humor brutal y con diálogos deliciosos, todo en busca de un collar de perlas falsas. El personaje central es el detective aficionado Walter Gage, quien ya contiene todos los elementos temperamentales del luego peculiar Phillip Marlowe. Se trata de un relato que, por sobre lo policiaco (la búsqueda de las perlas, que a la postre son verdaderas y las tiene el brutal amigote), es un homenaje a la amistad entre un hombre honesto y un pillo entrañable, tema que más adelante retomaría Chandler en por lo menos dos de sus novelas.
El segundo cuento del libro es “El denunciante” (Finger man). Escrito en 1934, es uno de los primeros relatos que escribió Chandler en su vida. Allí aparece un prematuro Marlowe, metido en una lucha entre hampones y políticos corruptos, que fue uno de los temas favoritos de Hammett, cuya influencia aquí es evidente. Marlowe se la pasa recibiendo golpes y encontrando cadáveres, y es tentado por ambos bandos, por una rubia voluminosa y por 22.000 dólares. Pero él sigue adelante con su tarea, resistiéndose con un ascetismo ya entonces notable. El tono del texto es de una crudeza y una percepción de la psicología humana excepcionales. Chandler evidencia ya aquí, además, su prosa latigueante, agilísima, y su dominio de las situaciones imprevistas.
Por último, cierra este trío de relatos duros “El rey de amarillo” (The King in Yellow). Publicado por primera vez en 1938, este cuento narra la aventura de un mediocre detective de hotel, Steve Grayce, quien se ve envuelto en un lío con King, que es el trompetista al que él más ama y admira, pero al que ha tenido que expulsar del hotel por escandaloso. Claro que en su camino se cruza una mujer que él cree honorable e inocente —ha estado, años atrás, vinculada a King— y se pone de su lado aunque para ello deba enfrentar al músico que admira y aunque, al final, todo eso le cueste un amigo.
Evidentemente, hay elementos comunes en los tres cuentos: el asesinato (“acto de infinita crueldad”, como lo define en el ensayo final); la inmoralidad social; la misoginia y el sabor amargo de los finales, en los que si bien se alcanzan los objetivos de los investigadores, siempre queda la sensación de que el afán de dinero fácil y de poder son un cáncer intrínseco de ese tipo de sociedad en que le tocó vivir a Chandler, y en la que hizo mover a sus personajes.
Todo ello, en la idea de que el crimen, desde Hammett, salió de los jarrones y otros artículos sofisticados de los ricos, y de las mansiones con mayordomos de la campiña británica, para instalarse en el callejón, en los suburbios, en los arrabales donde vive la gente común. El perfecto conocimiento que tenía Chandler de las literaturas inglesa (recordemos que se había educado en Inglaterra) y norteamericana, se sumó a su extraordinaria capacidad de observación, y son tales cualidades las que explican por qué este escritor exquisito, de estupenda prosa y dominador tanto del lenguaje culto como del más soez, llegó a ser el escritor número uno de este género y uno de los más grandes de toda la literatura estadounidense del siglo XX.
En “El simple arte de matar” Chandler desarrolla, de hecho, una apasionada defensa del realismo literario. En un pasaje en el que rinde un encendido homenaje a su predecesor y maestro Dashiell Hammett, Chandler dice: “Devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente usan”.
Chandler parte de la idea de que no existen “formas vitales e importantes del arte”, sino que solo existe el arte “y en muy escasa proporción”. En esa idea se apoya para sostener que el relato detectivesco es muy dificultoso, tanto o más que cualquier otro género literario, y analiza el fenómeno de los llamados best-sellers —ante el cual se indigna, resignado— y explica que el problema está dado por el “exceso de competencia”, particularmente en el caso del género policial. “Ni siquiera Einstein podría ir muy lejos —sostiene— si todos los años se publicaran trescientos tratados de física superior, y varios millares de otros, en una u otra forma, rondaran por ahí en excelentes condiciones y además se los leyera."
En cuanto al género policial, admite que tanto los buenos como los malos relatos se refieren a las mismas cosas y casi de la misma manera. En todo caso, lo que le preocupa es el tipo de novela dedicada “al arte de engañar al lector.” Analiza algunas obras famosas por su popularidad (se detiene en una novela de Dorothy Sayers) y dice que ese tipo de obras habrá vendido mucho pero allí “nadie aprendió nada”. Critica duramente a la narrativa inglesa, cuyos escritores —dice— “es posible que no sean siempre los mejores escritores del mundo, pero son, sin comparación alguna, los mejores escritores aburridos del mundo". Y lo son, sostiene, porque “están demasiado elaborados y tienen demasiado poca conciencia de lo que sucede en el mundo”. Por eso discute a Sayers acerca de la naturaleza de la “literatura de evasión" frente a una supuesta “literatura de expresión*. Desdeña la jerga de los críticos y dice que “no hay temas vulgares; solo hay mentalidades vulgares”. Y sentencia: “Todo lo que se lee por placer es una evasión, se trate de un texto en griego, de un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de Benedetto Croce. Decir lo contrario es ser un esnob intelectual y un principiante en el arte de vivir”.
El realismo, para Chandler, exige “demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia”. Para él, solo Hammett tenía todo eso y fue así como “demostró que el relato de detectives puede ser una forma de literatura importante”. Entonces pasa a describir el mundo hammettiano con minuciosidad, para concluir: “No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en que vivimos; y ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas interesantes y hasta divertidas".
De ahí, finalmente, se traslada a la descripción del tipo de protagonista de la nueva novela policial —aún no se llamaba género negro— para volver a reafirmarse en el realismo, esa literatura donde las cosas suceden y donde la vida vivida por el autor, junto con su talento, son prácticamente todo.
En ese mismo texto Chandler sugiere algunas de las características que dieron fama a Marlowe y sus andanzas: la dureza. Según él, la relectura de las viejas revistas pulp permite "determinar cómo, cuándo y por qué medios el relato de misterio popular se despojó de sus buenos refinados modales y adquirió reciedumbre". Las causas de esa rudeza, sostiene, están a la mano: un mundo enloquecido; la maquinaria destructiva inventada ya antes de la bomba atómica; el primitivismo de la gente; la ambición desmedida por obtener dinero y poder. Así, el género negro “se hizo duro y cínico en cuanto a los motivos y en sus personajes”. Y explica esa dureza en la “exigencia de acción constante (...) En caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en una puerta con una pistola en la mano". Y ello es así, dice, porque “un escritor que teme desbordarse es tan inútil como un general que tiene miedo de equivocarse”. [75]
La defensa que hace en esas pocas páginas del ya entonces desdeñado género, es tan conmovedora como brillante. Casi se convierte —se diría— en una clase magistral sobre el arte de escribir, algo así como una aguda lección para escritores de cualquier género.
Chandler ofrece allí tres claves que explican su vigencia a pesar del paso del tiempo (o gracias a ello): “Entre el humorismo monosilábico de la tira cómica y las sutilezas anémicas de los literatos hay una amplia extensión de territorio, en la cual el relato de misterio puede ser un mojón importante (...) Hay quienes consideran que la ficción detectivesca es un subgénero literario y no tienen para ello mejores argumentos que el de que por lo general no se atasca en oraciones subordinadas, complicada puntuación o subjuntivos hipotéticos”. Y después remata la idea rechazando todo rebuscamiento porque, dice, hay “otros que piensan que la menor distancia entre dos puntos va de una rubia a una cama”.
Pero lo que sí admite es que “no hay clásicos del crimen y la investigación” si por clásico se entiende “una obra que agota las posibilidades de su forma y jamás puede ser superada".
Pocos meses antes de morir en 1959, Chandler escribió ese último cuento (“El lápiz") en el que vuelve a aparecer su personaje principal, el detective Phillip Marlowe. Fue su primer —y último— relato después de veinte años de haber prácticamente abandonado el género cuentístico, puesto que desde que en 1939 publicara su primera novela, El sueño eterno, se había dedicado casi exclusivamente a escribir novelas y guiones cinematográficos.
En una breve nota, advirtió que este cuento “fue escrito especialmente para Inglaterra”, y declaró también que en esos veinte años de carrera literaria “me he negado con persistencia a escribir cuentos cortos porque creo que las novelas son mi elemento natural, pero ahora me convencieron para hacerlo algunas personas que tengo en gran estima. Además, siempre he querido escribir un cuento sobre la técnica de los asesinatos del Sindicato”.
El cuento no es tan corto (tiene unas cuarenta páginas) y además es, probablemente, una de las mejores piezas chandlerianas, producto de su madurez literaria y vital, y efectivamente desnuda las metodologías del accionar del hampa norteamericana, lo que él llama “el Sindicato del Crimen”. Es una lección de maestría narrativa, un ejemplo de cómo opera el delito y un testimonio del grado de corrupción y temor que entonces tenía la sociedad norteamericana, incapaz de sancionar y eliminar al “Sindicato". Claro que ese Marlowe ya adulto y decepcionado todavía podía confiar en unos pocos amigos, como el viejo Bernie Ohls o esa muchacha que lo ama con un amor tan duro como él mismo: Anne Riordan.
Este cuento permaneció totalmente desconocido durante muchos años. En lengua castellana se lo conoció apenas en 1981, cuando la Editorial Bruguera de Barcelona lo publicó inmediatamente después de que el público norteamericano lo conociera (el copyright original es de College Trustees y corresponde a ese mismo año de 1981). Fue rescatado bajo el sello de la estupenda Serie Negra que dirigía Martini, en un volumen en el que también se incluyen —bajo el título de El lápiz y otros cuentos— “Nevada gas" y “Los chantajistas no matan” (o no disparan), que son dos de los primeros relatos que escribió Chandler en su vida y que se publicaron en Black Masken 1935 y 1933 respectivamente.
“El lápiz”, veinte años después del nacimiento de Marlowe en la literatura negra, muestra a este detective en su mejor momento. Su escepticismo es absoluto y su desconfianza hacia la sociedad en la que se desenvuelve es total; por eso mismo, el hampa finalmente sale impune. "No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello de lo que llamamos civilización”, había escrito años antes en “El simple arte de matar”.
Casi inmediatamente después de la terminación de este texto, el 26 de marzo de 1959 Raymond Chandler moría, alcohólico y solo, en La Jolla, California, a los 70 años de edad.
miércoles, 15 de marzo de 2017
Javier Marías Corazón tan blanco Prólogo de Elide Pittarello.
Javier Marías
Corazón tan blanco
Prólogo de Elide Pittarello
Hace quince años, Javier Marías, muy noctámbulo por aquel entonces, tenía la costumbre de salir todas las noches o casi. Si una de esas noches no hubiera decidido quedarse en casa, posiblemente Corazón tan blanco hoy no existiría. Cuenta el autor que vio por la televisión el Macbeth de Orson Welles y que de aquella versión cinematográfica de la obra de Shakespeare surgió «el primer latido» —una metáfora tomada de Nabokov— de la novela más leída y traducida de Javier Marías, la que le supuso una fama internacional de proporciones inimaginables.
A partir de El hombre sentimental, en Francia eran ya muy apreciadas las obras de este escritor, pero nada comparable, sin embargo, con lo que pasaría en Alemania años más tarde, donde Corazón tan blanco se convirtió en un verdadero fenómeno literario.
El destino de este libro vino marcado de nuevo por la televisión: durante el programa estrella de literatura de este país, de gran audiencia, el estricto y vehemente crítico Marcel Reich-Ranicki, junto con otros tres colegas, definió la novela como una obra maestra. Era el año 1996. Esa consagración despertó el interés editorial de varios países, incluidos los que se habían mostrado tibios hasta ese momento. Las traducciones se multiplicaron, extendiendo en el extranjero el éxito que Corazón tan blanco había tenido en España desde el momento de su publicación, en 1992, donde la novela fue galardonada con el Premio de la Crítica de Narrativa. El Premio Internacional IMPAC de Literatura, que le fue otorgado en Dublín, en 1997, confirmó cuan lejos había llegado su notoriedad.
Corazón tan blanco es una novela que pone en crisis valores sólidamente adquiridos por la cultura occidental. El conflicto estalla en el ámbito del matrimonio, la institución que tiene la difícil tarea de reglamentar la relación amorosa, en teoría la que se elige con mayor libertad.
Juan, un traductor que trabaja para organismos internacionales, se casa con Luisa, una colega a la que conoce durante un encuentro entre dos altos cargos políticos: una dama inglesa y un caballero español, parodias probables de Margaret Thatcher y Felipe González.
En una de las páginas más cómicas de la novela, la sátira que denuncia las artimañas ocultas del poder sirve a la vez para insinuar el leit-motiv que irá envenenando, capítulo tras capítulo, las relaciones entre los varios personajes. Asumir la idea de que «todo el mundo obliga a todo el mundo» es, en efecto, dejar de creer en la libertad como posibilidad de elección, aun dentro de los límites que imponen las circunstancias exteriores y las pulsiones individuales. Este determinismo encubierto recorre toda la novela, una historia que, como ha declarado Javier Marías, trata del matrimonio y el secreto, de la persuasión y de la sospecha. Y así es. Pero se puede añadir que trata también de las consecuencias trágicas del amor y de sus riesgos. En sus arduas negociaciones con la razón, la pasión amorosa muestra aquí su lado más oscuro y ambiguo. Y también el más siniestro.
Todo ese inquietante conjunto, sutilmente sugerido, va provocando un perdurable «presentimiento de desastre» en Juan, el narrador, quien va dando cuenta del año que lleva casado con Luisa, y de la aprensión que siente desde el mismo día de la boda, cuando Ranz, su brillante padre que hizo fortuna como crítico de arte bajo el franquismo, le recomienda que jamás le cuente ningún secreto a la mujer con la que acaba de casarse. El padre, muy seguro de sí mismo, da ese extraño consejo a un hijo lleno de dudas, mientras le pone una mano en el hombro. Esa advertencia, a la vez afable y misteriosa y sin posibilidad de réplica, queda desde ese momento ligada a ese gesto ambiguo, que tanto puede significar protección como amenaza. Intrigado por esta actitud del padre, Juan emprende entonces una atormentada labor detectivesca acerca de su progenitor, que lo lleva a impactantes descubrimientos.
Por otra parte, con la famosa frase «No he querido saber, pero he sabido» con que Juan inaugura su relato, lo que está diciendo implícitamente es que no quisiera ser quien es, ni contar lo que está contando, un malestar que se refleja en su discurso como un forcejeo incesante entre el decir y el callar.
Obligado a reelaborar el relato de sus orígenes con cada nueva pieza ominosa que surge del rompecabezas familiar, el narrador se va sintiendo cada vez más a la expectativa de alguna catástrofe. El otro es para él un enigma peligroso, sentimiento que acaba haciendo extensivo tanto a familiares como a desconocidos. La metamorfosis se encuentra al acecho en todas las relaciones y no deja a salvo ninguna identidad. La sombra del doble apunta insistente a lo largo de la novela, lo mismo que la obsesión asociativa mediante la cual el narrador conecta arbitrariamente, en el espacio y el tiempo, a las parejas más heterogéneas. Por ejemplo, los desconocidos Miriam y Guillermo, que planean la muerte de la mujer de él en el mismo hotel de La Habana que ocupa el narrador en su viaje de bodas, comparten algún detalle con Berta, una amiga del narrador de Nueva York, y Bill, su ocasional amante, un hombre encontrado a través de un anuncio y que somete a la mujer a perversas vejaciones. En las inquietantes hipótesis del narrador, cada uno de estos personajes tiene a su vez algo en común no sólo con él mismo y con Luisa, su mujer sino con su propio padre y las mujeres de las que éste ha enviudado, es decir su madre y, con anterioridad, una hermana de ella.
En Corazón tan blanco, la atracción sexual, móvil de la vida, aparece siempre con su instinto contrario la violencia.
El cuerpo como escenario de pasiones fatales, sobre todo el cuerpo femenino. La mujer como gran misterio. Sea cual sea el país, la clase social, la circunstancia, todas las mujeres de esta novela interrumpen en un momento dado la comunicación verbal, se sumergen en el sonido de su propia voz y excluyen canturreando al hombre que tienen al lado. Ellas ignoran que es sobre todo durante ese ensimismamiento cuando la superficie de su carne es siempre más vulnerable.
De esa contradicción no escapa tampoco el narrador, quien, indeciso entre la pasividad y la voluntad de poder, desconfía de Luisa, su esposa, a la que por otra parte ama con pasión.
Para él, uno no es responsable de lo que hace, sino de lo que escucha; «los oídos no tienen párpados», dice gráficamente. Esta ética subversiva, que recorre toda la novela, emerge del breve capítulo dedicado a Macbeth, en concreto el fragmento tras la escena del asesinato de Duncan. Después de consolar al marido desencajado que acaba de apuñalar al rey, Lady Macbeth embadurna con la sangre del muerto las caras de los guardias previamente drogados, y abandona cerca de sus cuerpos las dagas usadas para el delito. Entonces, justo después de concluir la acción que les garantiza a ambos la impunidad, la instigadora del asesinato le dice al asesino: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco».
Afirma Javier Marías haberse fijado en esta frase por su ambigüedad extrema, ya que el contexto no permite averiguar si el adjetivo «blanco» es ahí un símbolo de inocencia o de cobardía.
En el Macbeth de Shakespeare, que retoma el modelo de la tragedia clásica, la pareja diabólica, de repente temerosa y frágil tras cometer el regicidio, acabará aplastada por el peso moral de su secreto, una consecuencia con la que ninguno de los dos culpables contaba. En el Macbeth de Javier Marías, sin embargo, el destino de la pareja malvada no se menciona, porque importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo, la relación entre lo que se hace y lo que se dice.
A diferencia de las palabras, con los hechos no hay vuelta atrás: acontecen de una vez para siempre. Sin embargo, los hechos existen sólo si alguien los recuerda y los refiere. Esta idea, que alimenta gran parte de la narrativa de Javier Marías, atañe a la verdad como práctica discursiva, al evento que llega a ser real sólo si es relatado, como en el caso de Macbeth, que «hace el hecho», es decir, mata, instigado por su esposa, pero Lady Macbeth sólo comparte la responsabilidad cuando sabe de esa muerte. Éste es el sorprendente planteamiento moral del narrador, quien al final de la novela, pudiendo no escuchar el secreto que Ranz, su padre, le cuenta a Luisa, decide sin embargo hacerlo, y cargar así con una herencia ensangrentada que, a su vez, él mismo va a transmitir mediante un relato.
En este sentido, Corazón tan blanco puede leerse asimismo como la fracasada resistencia de una conciencia que ha perdido la protección que le aseguraban la ignorancia y el olvido. Vista así la historia, se entiende por qué la novela ha sido interpretada también en un sentido político, como una alegoría de la transición española, que no habría podido llevarse a cabo sin un pacto leí silencio. La turbia figura de Ranz, que había acumulado su fortuna bajo el franquismo, queda impune; Juan, el hijo, que había aceptado la vida acomodada que el padre le ofrecía, una vez sabe lo que no quería saber no lo juzga, y, descubierta al fin la procedencia del mal que justifica a posteriori sus «presentimientos de desastre», el autor interrumpe la historia dejando el final abierto, lo que en ningún modo apacigua sino que, por el contrario, lleva a su máxima tensión la zozobra, que había introducido en el lector desde la primera inolvidable escena de este libro.
ELIDE PITTARELLO
Para Julia Altares
Pese a Julia Altares y a Lola Manera, de La Habana in memoriam
«My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white.»
SHAKESPEARE
o bien
«Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco.»
Corazón tan blanco
No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie. Antes, con gesto automático, el padre había cerrado el grifo del lavabo, el del agua fría, que estaba abierto con mucha presión. La hija había estado llorando mientras se ponía ante el espejo se abría la blusa, se quitaba el sostén y se buscaba el corazón porque, tendida en el suelo frío del cuarto de baño enorme tenía los ojos llenos de lágrimas, que no se habían visto durante el almuerzo ni podían haber brotado después de caer sin vida. En contra de su costumbre y de la costumbre general, no había echado el pestillo, lo que hizo pensar al padre (pero brevemente y sin pensarlo apenas, en cuanto tragó) que quizá su hija, mientras lloraba, había estado esperando o deseando que alguien abriera la puerta y le impidiera hacer lo que había hecho, no por la fuerza sino con su mera presencia, por la contemplación de su desnudez en vida o con una mano en el hombro. Pero nadie (excepto ella ahora, y porque ya no era una niña) iba al cuarto de baño durante el almuerzo. El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y aún firme, y fue hacia él hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era sólo sangre. Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se transformó o empezó a ser maternal, y por eso no sólo se sintió espantado, sino también turbado. La otra niña, la hermana, que sí lo había visto cambiado en su adolescencia y quizá después, fue la primera en tocarla, y con una toalla (su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger) se puso a secarle las lágrimas del rostro mezcladas con sudor y con agua, ya que antes de que se cerrara el grifo, el chorro había estado rebotando contra la loza y habían caído gotas sobre las mejillas, el pecho blanco y la falda arrugada de su hermana en el suelo. También quiso, apresuradamente, secarle la sangre como si eso pudiera curarla, pero la toalla se empapó al instante y quedó inservible para su tarea, también se tiñó. En vez de dejarla empaparse y cubrir el tórax con ella, la retiró en seguida al verla tan roja (era su propia toalla) y la dejó colgada sobre el borde de la bañera, desde donde goteó. Hablaba, pero lo único que acertaba a decir era el nombre de su hermana, y a repetirlo. Uno de los invitados no pudo evitar mirarse en el espejo a distancia y atusarse el pelo un segundo, el tiempo suficiente para notar que la sangre y el agua (pero no el sudor) habían salpicado la superficie y por tanto cualquier reflejo que diera, incluido el suyo mientras se miró. Estaba en el umbral, sin entrar, al igual que los otros dos invitados, como si pese al olvido de las reglas sociales en aquel momento, consideraran que sólo los miembros de la familia tenían derecho a cruzarlo. Los tres asomaban la cabeza tan sólo, el tronco inclinado como adultos escuchando a niños, sin dar el paso adelante por asco o respeto, quizá por asco, aunque uno de ellos era médico (el que se vio en el espejo) y lo normal habría sido que se hubiera abierto paso con seguridad y hubiera examinado el cuerpo de la hija, o al menos, rodilla en tierra, le hubiera puesto en el cuello dos dedos. No lo hizo, ni siquiera cuando el padre, cada vez más pálido e inestable, se volvió hacia él y, señalando el cuerpo de su hija, le dijo «Doctor», en tono de imploración pero sin ningún énfasis, para darle la espalda a continuación, sin esperar a ver si el médico respondía a su llamamiento. No sólo a él y a los otros les dio la espalda, sino también a sus hijas, a la viva y a la que no se atrevía a dar aún por muerta, y, con los codos sobre el lavabo y las manos sosteniendo la frente, empezó a vomitar cuanto había comido, incluido el pedazo de carne que acababa de tragarse sin masticar. Su hijo, el hermano, que era bastante más joven que las dos niñas, se acercó a él, pero a modo de ayuda sólo logró asirle los faldones de la chaqueta, como para sujetarlo y que no se tambaleara con las arcadas, pero para quienes lo vieron fue más bien un gesto que buscaba amparo en el momento en que el padre no se lo podía dar. Se oyó silbar un poco. El chico de la tienda, que a veces se retrasaba con el pedido hasta la hora de comer y estaba descargando sus cajas cuando sonó la detonación, asomó también la cabeza silbando, como suelen hacer los chicos al caminar, pero en seguida se interrumpió (era de la misma edad que aquel hijo menor), en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados o que sólo se habían desprendido de los talones y una falda algo subida y manchada —unos muslos manchados—, pues desde su posición era cuanto de la hija caída se alcanzaba a ver. Como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión), suponiendo que antes o después volvería a aparecer por allí la doncella, quien normalmente le daba las instrucciones y no se hallaba ahora en su zona ni con los del pasillo, a diferencia de la cocinera, que, como miembro adherido de la familia, tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera y se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él. La doncella, que en el momento del disparo había soltado sobre la mesa de mármol del office las fuentes vacías que acababa de traer, y por eso lo había confundido con su propio y simultáneo estrépito, había estado colocando luego en una bandeja, con mucho tiento y poca mano —mientras el chico vaciaba sus cajas con ruido también—, la tarta helada que le habían mandado comprar aquella mañana por haber invitados; y una vez lista y montada la tarta, y cuando hubo calculado que en el comedor habrían terminado el segundo plato, la había llevado hasta allí y la había depositado sobre una mesa en la que, para su desconcierto, aún había restos de carne y cubiertos y servilletas soltados de cualquier manera sobre el mantel y ningún comensal (sólo había un plato totalmente limpio, como si uno de ellos, la hija mayor, hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido carne). Se dio cuenta entonces de que, como solía, había cometido el error de llevar el postre antes de retirar los platos y poner otros nuevos, pero no se atrevió a recoger aquéllos y amontonarlos por si los comensales ausentes no los daban por finalizados y querían reanudar (quizá debía haber traído fruta también). Como tenía ordenado que no anduviera por la casa durante las comidas y se limitara a hacer sus recorridos entre la cocina y el comedor para no importunar ni distraer la atención, tampoco se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño por no sabía aún qué motivo, sino que se quedó esperando, las manos a la espalda y la espalda contra el aparador, mirando con aprensión la tarta que acababa de dejar en el centro de la mesa desierta y preguntándose si no debería devolverla a la nevera al instante, dado el calor. Canturreó un poco, levantó un salero caído, sirvió vino a una copa vacía, la de la mujer del médico, que bebía rápido. Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia, y sin verse capaz de tomar una decisión, oyó el timbre de la puerta de entrada, y como una de sus funciones era atenderla, se ajustó la cofia, se puso el delantal más recto, comprobó que sus medias no estaban torcidas y salió al pasillo. Echó un vistazo fugaz a su izquierda, hacia donde estaba el grupo cuyos murmullos y exclamaciones había oído intrigada, pero no se entretuvo ni se acercó y fue hacia la derecha, como era su obligación. Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a colonia (el descansillo a oscuras) procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había regresado de su viaje de bodas no hacía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente porque habían coincidido en la calle o en el portal (sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café). La doncella casi rio por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba en seguida la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud. El marido, el cuñado, corría detrás muy pálido, con una mano sobre el hombro del hermano, como si quisiera frenarlo para que no viera lo que podía ver, o bien agarrarse a él. La doncella no regresó ya al comedor, sino que los siguió, apretando también el paso por asimilación, y cuando llegó a la puerta del cuarto de baño volvió a notar, aún más fuerte, el olor a colonia buena de uno de los caballeros o de los dos, como si se hubiera derramado un frasco o lo hubiera acentuado un repentino sudor. Se quedó allí sin entrar, con la cocinera y con los invitados, y vio, de reojo, que el chico de la tienda pasaba ahora silbando de la cocina al comedor, buscándola seguramente; pero estaba demasiado asustada para llamarle o reñirle o hacerle caso. El chico, que había visto bastante con anterioridad, sin duda permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse los cascos de botellas vacíos, ya que cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido y la copa de la mujer del médico volvía a estar sin vino. Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez.
martes, 14 de marzo de 2017
Dashiell Hammett: realismo, épica, violencia y posmodernidad. Mempo Giardinelli.
Dashiell Hammett:
realismo, épica, violencia y posmodernidad
En obvia contraposición a la novela policial negra, la policial "blanca" sería aquella que se ocupa de asuntos alejados de la realidad y evita referirse a las tensiones sociales, descontextualizando a los personajes del mundo contradictorio en que viven. Como toda literatura escapista, propone modelos sociales conservadores: los personajes se mueven en ambientes aristocráticos y elitistas, y las causas del crimen siempre están mediatizadas ya que en estas novelas solo interesa establecer el “cómo fue" y no el “por qué”.
En la ficción policial contemporánea el detective “ha dejado de encarnar la razón pura”, dice Piglia. Si en la vertiente clásica era un aficionado o un aristócrata que en sus ratos de ocio resolvía casos de jardineros desleales o mayordomos intrigantes, en la novela negra es “un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo”. El detective es ahora un hombre que se mete en la acción, la protagoniza realmente y “antes que descubrimientos, produce pruebas". Tiene además una moral propia, y aunque no pretende constituirse en un modelo moral, su ética y su idealismo son su capital irrenunciable. “En Chandler —escribe Piglia— todos están corrompidos, menos Marlowe: profesional honrado que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una idealización urbana del cowboy”. [51]
Claro que con posterioridad se llegó al abuso de este modelo literario, y es evidente que el cine y la televisión contribuyeron a bastardearlo. Pero esta es una nueva forma de abordaje a la interrogación de nuestro tiempo. Y no se trata solo de honestidad o incorruptibilidad. Se trata de la locura de la sociedad industrial moderna, en la que la gente ya no se pregunta por qué mata y en algunas sociedades vive haciendo todo lo posible para evitar que la maten. De ahí, acaso, el hecho original de que en el género negro no siempre son protagonistas los detectives, como en los casos paradigmáticos de Un asesino anda suelto (de Gil Brewer) [52], El cartero siempre llama dos veces (de James Cain) [53], o Corre, hombre de Chester Himes [54], que son extraordinarias novelas negras sin detective.
Con este género se instala también una posibilidad estética diferente, en la que la realidad ni está por debajo ni supera a la ficción. La ficción es sencillamente verista; la realidad se cuenta como ficción. Por eso esta narrativa resulta tan cuestionadora como subversiva: porque tiene que ver con el tiempo en que vivimos y con este mundo en el que uno sabe que sale a la calle pero no sabe si regresará ni en qué estado. Hoy el crimen no es un juego matemático de deducción e ingenio, como proponía Conan-Doyle. Es obvio que las hazañas del inspector Hércules Poirot, de su colega Maigret y aun del borgeano Isidro Parodi fueron perdiendo precisamente aquello que trajo, refrescante, la novela negra norteamericana: la verosimilitud, la posibilidad de que en la literatura los lectores vean aludida su propia realidad. La verosimilitud otorga siempre, a todo texto, una credibilidad legitimadora, y es la que garantiza la proyección e identificación. El género negro se coloca, por este camino, en la senda que trazó Cosecha roja en 1929.
Esta primera novela de Hammett significó un punto de partida que Juan Martini considera "una lúcida reflexión sobre la realidad, una aproximación y una respuesta al problema de la violencia". Y es que la literatura policiaca tradicional se había olvidado del crimen y de la muerte, para “montar en su lugar un artificioso lenguaje, aparentemente lógico, sin otra ambición que la de entretener al lector, como un crucigrama”. [55]
Precisamente Cosecha roja es la primera novela que rompe con ese esquema: un innominado detective de la Agencia Continental de Investigaciones limpia de gangsters una pequeña ciudad minera, en una ejemplar narración dura, intensa y violenta, en la que la oralidad juega un papel preponderante y en la que es imposible que el lector no se sienta involucrado como parte y juez.
Con esta obra Hammett se ganó un lugar en la literatura norteamericana, y sus novelas posteriores confirmaron que la suya no era una aparición más. Entre ellas:
• La maldición de los Dain (1929) es la primera novela negra en la que el psicoanálisis juega un papel fundamental: aquí se narra la tragedia y la degradación de una familia sureña, en un clima que se diría faulkneriano, en la que las relaciones de inmoralidad, culpa y violencia son la trama misma. [56]
• El halcón maltés (1930) consagró a Sam Spade, detective cuyo cinismo y dureza han sido imitados hasta el hartazgo y la caricatura, y que en los años 40 encarnó magistralmente Humphrey Bogart en el cine. Una estatuilla cargada con cuatro siglos de robos y crímenes pone a Spade en el centro de una historia de violencia e intriga, en la que hay diálogos memorables y una técnica narrativa que resultarán ejemplares para el género negro. [57]
• La llave de cristal (1931) desarrolló en toda su potencia el pensamiento hammettiano, punzante, crítico y desencantado de la sociedad norteamericana: es la historia de un guardaespaldas que se ve forzado a descubrir un crimen político, y allí la vertiginosidad de la acción y la violencia se convierten en arte narrativo. [58]
• Y finalmente El hombre flaco (1934), que Hammett dedicó a su mujer, la también escritora Lillian Hellman, y en la que un investigador llamado Nick Charles se mueve en un marco de sofisticación neoyorquina, violencia y cinismo, junto a su mujer, Nora, y a su perra, Asta. [59]
Admirado en todo el mundo por escritores y lectores, fue sin embargo bastante resistido en su propio país. Seguramente influyó su posición política (era simpatizante del Partido Comunista de los Estados Unidos), por lo cual sufrió la persecución ideológica que encabezó en los años 50 el senador Joseph MacCarthy.
Nacido en Maryland en 1894, él mismo fue detective de la famosa Agencia Pinkerton durante ocho años. Abandonó ese oficio para dedicarse profesionalmente a la literatura, cuando empezó a publicar cuentos en la revista Black Mask a partir de 1923. Un año después el editor "Cap” Shaw se dio cuenta de que estaba asistiendo al nacimiento de un nuevo estilo narrativo y que quien lo estaba creando era ese muchacho de solo 30 años de edad.
La vida de Hammett fue, en sí misma, una contribución al mito, acaso por la relación extraordinaria que lo unió a Lillian Hellman (1905-1984), reconocida escritora y militante feminista y de izquierdas. Fueron, de hecho, una pareja que por más de treinta años (Hammett falleció en 1961) simbolizó las posibilidades y los choques del vínculo amoroso de dos intelectuales brillantes.
Pero lo más interesante de Hammett, a nueve décadas de su aparición en la literatura, es su vigencia, seguramente debida a que retomó buena parte de lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XIX, en la que el ritmo y la acción se constituyeron en valores esenciales, y en la que la oralidad y los diálogos alcanzaron nuevas posibilidades expresivas. Hammett, en ese sentido, fue discípulo de Poe, Harte, Bierce y otros grandes escritores. Y su mayor originalidad consistió en quebrar (acaso sin proponérselo) el modelo británico de la novela policial, en el que la asepsia investigativa era todopoderosa.
Al romper un molde, Hammett creó uno nuevo, y esa es la grandeza de su primera y sin dudas mejor novela: Cosecha roja. Una obra que en desmedro del paso del tiempo siempre parece haber sido escrita ayer, y en la que la naturaleza humana y la pomposamente llamada sociedad occidental y cristiana están implacablemente retratadas.
A partir de Hammett, y en las novelas y cuentos que escribieron después Chandler, Cain y otros muchos seguidores, la muerte y el crimen en la literatura pasaron a tener entidad real. Los protagonistas de estas novelas, dice Martini, "saben de antemano (a diferencia de los sofisticados protagonistas de la novela-problema) que el conflicto no tiene solución: las causas de un crimen no se remedian con el descubrimiento del criminal, porque las causas del crimen, casi siempre, se encuentran en la base misma del sistema social’’. [60]
Y esta es una cuestión central porque en sus mejores expresiones la literatura negra es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como en cualquiera de las mejores páginas de la literatura universal. Es un medio estupendo para comprender, primero, y para interrogar, después, el mundo en que vivimos. Por lo tanto, es justo revalorizarla para superar el menosprecio que hace años señalaba el crítico californiano Donald Yates en la introducción a su antología del cuento policial latinoamericano: “Casi siempre el desdén y la crítica provienen de la ignorancia de lo policiaco”. [61] Acaso por eso Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges —que no eran ignorantes en terreno alguno— lo definieron como "el género clásico de nuestro tiempo".
Llamarlo género menor, por lo tanto, es no aceptar que en el crimen está el germen de una de las posibilidades de explicación de la naturaleza humana, como se ve en la Biblia, Homero y todo Shakespeare y todo Dostoievsky, por lo menos. ¿O acaso no es verdad que la civilización occidental y cristiana se construyó también en base a crímenes, traiciones y las peores miserias humanas?
Ricardo Piglia ha señalado, con razón, que “la novela policial inglesa separa al crimen de su motivación social”. Por el contrario, la literatura negra estadounidense, la francesa, y hoy la latinoamericana, tienen el mérito de que al crimen le reconocen razones, motivos. Por eso el género negro vincula al crimen con la sociedad en que sucede, puesto que toda sociedad (y toda literatura) hoy tiene al crimen como protagonista. El delito no es, no puede ser, un problema matemático, un crucigrama, un desafío al ingenio. No hay crimen gratuito como no hay ausencia de causas (individuales o sociales), del mismo modo que no hay crimen perfecto. Cada delito es producto de relaciones (malas relaciones) entre seres humanos. No hay un modelo humano de criminal como imaginaba Lombroso. Lo que hay son circunstancias que llevan a una persona a cometer un crimen. A cualquier persona. A usted, que lee, o a quien escribe este texto.
Como hemos anticipado, en la novela negra no importa tanto saber cómo se produjo un crimen, sino reconocer que el crimen se comete por alguna razón. Esta es la clave de la diferencia. Desde Hammett, el crimen se comete “por algo", dice Chandler. Y ese “algo” son, inevitablemente, las debilidades humanas: el resentimiento, el rencor, la ambición, la envidia, la avaricia, el odio, el miedo, la venganza, las pasiones e incluso el amor. Esto es lo que lleva al género a utilizar un lenguaje nuevo, realista, como bien explica Chandler en su ensayo “El simple arte de matar”: el lenguaje que sirve para narrar “un crimen que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo” y del que se arrepentirá toda su vida. Y “no el que a los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio les resulta mas fácil solucionar". Ni aquel en el que “alguien trata de pasarse de listo". Por eso, concluye, los detectives clásicos se han convertido en “muñecos, en enamorados de cartón, en villanos de cartón-piedra y en detectives de exquisita e imposible gracia”. [62]
Si el realismo es, entonces, el primer lenguaje posible del género negro, puede entenderse su maniqueísmo. Hammett alguna vez escribió que para los delincuentes “todo el mundo es o un compañero o una futura víctima". Y es que en estas novelas las relaciones son siempre duales: amor-odio; poder-sometimiento; lealtad-traición; dinero-miseria o envidia; riqueza-ambición; vida-muerte. Es una narrativa de emergencia, y por ende de conflictos. La violencia, el horror y el espanto caracterizan sus páginas. ¿Acaso no es violento y está lleno de horror el mundo en que vivimos?, es la pregunta que parece sobrevolar estos textos. La novela policial moderna se inscribe en las inmediaciones del horror y el espanto a manera de género gótico de nuestro tiempo. Y lo es cada vez más. Incluso podría decirse que acaso en lo horroroso y desagradable está uno de los grandes atractivos de este género.
Al menos esta es la estética de la posmodernidad: ahí está la vulgarización de la vida cotidiana de estos tiempos; el imperio de lo grotesco y lo paródico involuntario; la hipocresía reinando en el mundo de la política; la corrupción entre la gente más distinguida; la facilidad para matar y la constante publicidad de la muerte que enseñan los mass-media que ahora muestran guerras por televisión mientras están sucediendo. Realmente es poco lo que puede sorprendernos. Por lo tanto, ¿qué culpa tiene la literatura? Quizás los artistas que alguna vez se ocupan de este género todo lo que están haciendo —conscientemente o no— es incursionar en la estética de la posmodernidad.
Decir que los valores primordiales en que basa su existencia el género negro son el poder, el dinero, el heroísmo personal y la hipocresía, no es otra cosa que hablar de la naturaleza humana. Como el sonido y la furia hamlet-faulknerianos, son las debilidades humanas las que llevan al crimen. Y siempre detrás de un crimen hay una manifestación de poder, aunque sea el de terminar con la vida de los demás. Por eso la crítica argentina María Rosa del Coto sostiene que: “Las escenas de violencia de las que la narración negra hace ostentación, responden a una necesidad estructural”. [63]
Y es que crimen, poder y dinero son como el miedo y la culpa: no se puede vivir sin ellos. Súmesele ambición y machismo, y la sobrestimación del arrojo personal, y se tendrá una lista bastante completa de los valores que “humanizaron” la novelística policial a partir de Hammett y se verá qué tan estructurales son.
El último elemento mencionado —la intrepidez— se repite en toda la novela detectivesca norteamericana. En ese modelo está claro que hay una concepción filosófica de tipo individualista-machista. Para el espíritu norteamericano, ante cualquier situación límite, la valentía y la decisión personal son lo que permite superar los obstáculos. Detectives, policías, fiscales, abogados, en fin, “La Ley”, triunfa no solo por sus deducciones e investigaciones, sino también por la bravura de sus miembros. Aunque con matices, esto es evidente en toda la moderna novela negra; y no solo respecto de los detectives, sino incluso de los transgresores y de las víctimas. Es decir: el hombre y su coraje, sus agallas y temeridad, son consustanciales a esta literatura. Desde el innominado detective de la Agencia Continental, este es un elemento exitoso y determinante para esta narrativa.
Y esto no parece casual, porque es presumible que Hammett haya sido consciente de ello. Resulta difícil pensar que no supiera que estaba retomando la épica norteamericana del siglo XIX. Seguramente no pensaba en renovación, modernización ni mucho menos refundación de la literatura del Far West en un contexto urbano, pero eso era lo que estaba haciendo. Y para ello, también lo amparaban otras tradiciones: la costumbrista (Twain, Dickens) y la épica de la guerra de Secesión, cuyo mentor no fue Margaret Mitchell, sino mucho antes Stephen Crane, a quien es evidente que Hammett tenía bien leído y por lo tanto no pudo estar exento de su influencia aunque ideológicamente estuviera en las antípodas. Así que no es antojadizo concluir que el género que él creaba con Cosecha roja era, de hecho, una épica contemporánea y urbana, en la que el culto al machismo y el arrojo personal son tan importantes como el ánimo delictivo mismo.
Esta literatura, superando lo puramente enigmático de los misterios de cuarto cerrado, se instala en la posmodernidad (entendida como una especie de modernidad de la modernidad) por la sencilla razón de que la crisis desatada a partir del martes negro de 1929 tiene su correlato en la crisis actual del capitalismo luego de la derrota del paradigma comunista. Ahí están a la vista las injusticias brutales del hipercapitalismo: el desempleo, la mendicidad, la rapiña urbana y el drama de los homeless, las nuevas corrientes migratorias y las correlativas xenofobias; las formas cada vez más sutiles de represión y embrutecimiento; la corrupción y la intervención militar cada vez más desaforada. Por lo menos.
Desde Hammett, los escritores norteamericanos de los años 30 ya no inventaron realidad alguna para la novela policial. Sencillamente describieron e interpretaron la propia. Y es que resulta imposible no ser un poco naturalista y costumbrista en este género. Podrá sonar irónico, pero lo policial en nuestras sociedades devino costumbrismo.
En el caso de la novela negra latinoamericana (como se verá más adelante) esto es cada vez más evidente: el género denuncia las contradicciones sociales, la explotación y la violencia, la corrupción y la hipocresía. También lo hacían los libros de los maestros del viejo realismo social, por supuesto, pero ahora ya no hay solamente descripciones de la injusticia ni mucho menos propuestas ideológicas revolucionarias. Ahora se trabaja también en clave paródica o existencialista, que son códigos típicos de la posmodernidad.
La violencia no es una invención de la literatura. Y la violencia literaria no es impostada, exagerada ni falsa. Vivimos en el mismo mundo que describía Malcolm Lowry en Bajo el Volcán, que es el mismo que narraron Dostoievsky o Juan Rulfo. El incesto y la corrupción son moneda corriente en la sociedad industrial moderna; la sordidez de la lucha sindical y política es materia cotidiana en el capitalismo real triunfante en los 90; y el crimen es simplemente la otra cara del espejo, la parte negra que el pudor o el temor a veces (y el cinismo siempre) procuran ocultar. El crimen, puede decirse, es parte insoslayable de la vida moderna. ¿Por qué la literatura iba entonces a ser otra cosa, si hoy cualquiera se sube a una azotea y empieza a matar a tiros al vecindario; si cualquier resentido entra a un MacDonald’s y ametralla a los comensales? ¿Por qué esperar literatura light cuando en países como México se denunciaban en los años 80 más de 70.000 violaciones por año; y en los Estados Unidos se reportaba entonces una violación cada seis minutos, y se registran muchísimos más ciudadanos asesinados en todo el mundo que soldados muertos en todas las guerras en que participó ese país tan guerrero?
No, definitivamente toda violencia literaria es poca.
Raymond Chandler decía hace medio siglo: “No es un mundo agradable, pero es el mundo en el que usted y yo vivimos". Y agregaba que los autores de este género “hablan de un mundo en el que los gángsters pueden dirigir países; un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima”. Veamos la realidad latinoamericana contemporánea, donde ha habido gobiernos de narcotraficantes como el de García Meza en Bolivia, o con fuertes vinculaciones con el narcotráfico como los hubo en Colombia, México y Argentina, por lo menos, pero donde las Cortes a cada rato condenan a cualquier muchachito por fumar un cigarrillo de marihuana.
Desde luego, alguien podrá replicar que el mundo siempre fue así y que crisis e injusticias hubo siempre. Y es verdad, siempre fue así, pero ninguna de las crisis anteriores de la humanidad tuvo semejante calibre. Ya bien iniciado el siglo XXI este planeta tiene más de 7.000 millones de habitantes y todas las miserias humanas (el hambre, la violencia, la estupidez, el cinismo) han alcanzado grados superlativos. Siempre el lobo del hombre fue el hombre, es cierto, pero acaso nunca el hombre fue tan lobo de sí mismo como ahora. Y encima con la posibilidad, maravillosa y a la vez terrorífica, de ver todos los horrores del mundo al mismo tiempo en que suceden, gracias a ese aleph que cada uno tiene en la pantalla de su televisor.
Claro que lo asombroso no es que sucedan esas cosas; lo verdaderamente asombroso es que a la gente todo eso le gusta, y mucho.
No es fácil explicar por qué los escritores norteamericanos del género tuvieron —y siguen teniendo— tan buena recepción en todo el mundo, y sobre todo en España y América Latina. Una hipótesis podría ser que desde el punto de vista ideológico casi todos ellos pueden ser definidos como liberales, en el sentido de que el liberalismo estadounidense es una de las mejores características de ese país, al menos en cuanto fue la que auspició y garantizó el desarrollo del ya proverbial espíritu creativo norteamericano.
Sus artistas en general, y los escritores de este siglo en particular, denunciaron la contrastante realidad del “sueño americano" de manera muy cruda. Ellos conocieron y describieron inmejorablemente las miserias humanas que afloraban en una sociedad carnívora, competitiva y salvaje, en la que el progreso científico y tecnológico no necesariamente mejoraba las relaciones humanas. Por supuesto que no se puede decir que todos estos escritores hayan tenido ideologías revolucionarias. Salvo unos pocos que fueron en algún momento militantes del Partido Comunista (Hammett, McCoy, Thompson), los demás han sido típicos liberales norteamericanos, gente progresista y crítica, capaz de descubrir las contradicciones de su país, de describirlas y hasta de condenarlas, pero sin por ello proponer cambios radicales. Casi todos confiaban, en el fondo de sus conciencias, en el orden y optimismo estadounidenses de que solía hablar Carlos Fuentes.
En síntesis: por más que lo criticasen, casi todos ellos creían en el sistema y en su capacidad correctiva. Y hay muchas evidencias de que, mayoritariamente, lo siguen pensando. Lo cual no deja de ser una manera posmoderna de su autoestima: mientras el mundo a su alrededor se destruye irremisiblemente, ellos, que no son en absoluto ajenos a lo que pasa, siguen sintiéndose gendarmes autorizados de un imposible mundo feliz.
lunes, 13 de marzo de 2017
Blake Crouch. Novela. Wayward Pines. Fragmento.
Blake Crouch es autor de más de una docena de novelas de suspense que se encuentran entre las más vendidas, entre ellas `Wayward Pines`, que ha dado origen a la serie de televisión producida por M. Night Shyamalan y protagonizada por Matt Dillon, que se transmite por la cadena FOX desde el 14 de mayo.
Su corto de ficción ha aparecido en numerosas antologías de cuentos, y su ficción ya ha sido preseleccionado para el Premio Internacional de Novela de suspense.
Blake vive en Colorado.
***
El agente federal Ethan Burke se dirige a Wayward Pines en busca de dos de sus colegas desaparecidos, cuando el coche en el que viaja con un compañero se sale de la carretera. Unas horas más tarde Ethan despierta en medio de un pueblo encantador, un pueblo en el que los pájaros cantan y los niños corretean por las calles. No sabe dónde está, ni cómo salir de allí. Sin documentación ni dinero, Burke deberá desvelar los secretos de esta comunidad tan idílica en la que nada es lo que parece. Bienvenido a Wayward Pines, un lugar del que no querrás marcharte nunca.
***
(Fragmento de novela). Wayward Pines
A pesar de las pruebas de que la evolución humana
sigue en curso, los biólogos admiten que nadie sabe
hacia dónde se dirige.
Time Magazine, 23 de febrero de 2009
Que estés paranoico no significa que no vayan a por ti.
JOSEPH HELLER
1
Se dio la vuelta y se quedó tumbado de espaldas. El sol le daba en la cara y podía oír el murmullo de un río cercano. Sintió una punzada en el nervio óptico y una constante e indolora palpitación en la base del cráneo. El lejano trueno de una migraña se acercaba. Tras colocarse de costado, se incorporó y puso la cabeza entre las rodillas. Sintió la inestabilidad del mundo mucho antes de abrir los ojos, como si el eje de la Tierra se hubiera soltado y ahora él se balanceara de un lado a otro. Al respirar hondo, notó como si alguien le atravesara las costillas del costado izquierdo con una cuña de acero, pero sobrellevó el dolor con un gruñido y se obligó a abrir los ojos. Debía de tener el ojo izquierdo muy hinchado, pues parecía como si mirara por una ranura.
La hierba más verde que hubiera visto nunca —un bosque de hojas largas y suaves— descendía hasta la orilla. El agua estaba limpia y fluía veloz entre las rocas que sobresalían. Al otro lado del río, se alzaba un acantilado de más de trescientos metros. A lo largo de las cornisas, crecían los pinos. Su olor y el del agua dulce inundaban el aire.
Iba vestido con pantalones y americana negros. Debajo de ésta, llevaba una camisa Oxford de color blanco con el cuello salpicado de sangre. Una corbata negra colgaba de un nudo que estaba demasiado flojo.
En el primer intento de ponerse en pie, las rodillas le flaquearon y cayó al suelo con fuerza suficiente para sentir un inmenso dolor en su caja torácica. El segundo intento fue exitoso y, a pesar de tambalearse, consiguió permanecer de pie. El suelo se movía como la cubierta de un barco en plena tempestad. Se volvió lentamente, arrastrando los pies para no perder el equilibrio.
Al dar la espalda al río, se encontró en el borde de un campo abierto. A lo lejos, las superficies metálicas de unos columpios y unos toboganes resplandecían bajo el intenso sol del mediodía.
No se veía ni una sola alma.
Más allá del parque, divisó unas casas victorianas y, algo más lejos, unos edificios. El pueblo estaba a un kilómetro y medio, y se encontraba en medio del anfiteatro de piedra que conformaban los acantilados circundantes. Éstos se elevaban varios cientos de metros y estaban compuestos de rocas con vetas rojizas. En los rincones más altos y recónditos de las montañas todavía había restos de nieve, pero en el valle hacía bueno y el azul cobalto del cielo resplandecía sin nubes.
El hombre comprobó los bolsillos de los pantalones, y luego los del abrigo.
No llevaba cartera. Ni pinza para billetes. Ni carnet de identidad. Ni llaves. Ni teléfono.
Sólo una pequeña navaja del ejército suizo en uno de los bolsillos interiores.
Cuando llegó al otro lado del parque, estaba más tenso y más confuso, y las palpitaciones que sentía en las cervicales ya no eran indoloras.
Sabía seis cosas:
El nombre del actual presidente del país.
El aspecto del rostro de su madre, si bien no podía recordar su nombre o el sonido de su voz.
Que sabía tocar el piano.
Y pilotar un helicóptero.
Que tenía treinta y siete años.
Y que debía ir a un hospital.
Más allá de esos hechos, era incapaz de comprender lo que le rodeaba. Como si el mundo estuviera escrito en una lengua extranjera. Podía sentir la verdad flotando en la periferia de su conciencia, pero se encontraba fuera de su alcance.
Comenzó a recorrer una tranquila calle residencial sin dejar de estudiar cada uno de los coches que había aparcados. ¿Sería suyo alguno de ellos?
Las casas que había a cada lado tenían un aspecto impoluto: las habían pintado recientemente, sus perfectos patios de reluciente hierba estaban rodeados por una cerca de madera y tenían el nombre de cada familia estarcido en letras mayúsculas a un lado del buzón negro.
En casi cada patio, había un resplandeciente jardín repleto no sólo de flores, sino de vegetales y frutas.
Todos los colores eran extremadamente puros y vívidos.
Cuando cruzó la segunda manzana, el dolor le hizo dar un respingo. El esfuerzo de caminar le había obligado a respirar hondo, y el daño en el costado lo obligó a detenerse. Tras quitarse la americana, sacó los faldones de la camisa de los pantalones y la desabotonó. Su cuerpo tenía todavía peor aspecto del que había imaginado: por todo su costado izquierdo se extendía una magulladura de color morado oscuro con el centro amarillento.
Algo lo había golpeado. Con fuerza.
Se pasó la mano por la superficie del cráneo. El dolor de cabeza era cada vez más pronunciado, sobre todo en el lado derecho, pero no parecía haber sufrido ningún trauma grave.
Volvió a abotonarse la camisa, se metió de nuevo los faldones en los pantalones y siguió recorriendo la calle.
La conclusión más lógica era que había sufrido alguna especie de accidente.
Quizá de tráfico. O se había caído. O quizá le habían atacado; eso explicaría por qué no llevaba la cartera encima.
Debería ir inmediatamente a la policía.
A no ser...
¿Y si había hecho algo malo? ¿Y si había cometido un crimen?
¿Era eso posible?
Quizá sería mejor que esperara a ver si recordaba algo.
A pesar de que nada en este pueblo le resultaba familiar, se dio cuenta de que, mientras avanzaba a trompicones por la calle, iba leyendo los nombres que había en cada buzón. ¿Era su subconsciente quien lo hacía? ¿Acaso, en lo más hondo de su memoria, sabía que uno de estos buzones tendría su nombre impreso en un lado? ¿Y que verlo le haría recordarlo todo?
A unas manzanas de distancia, los edificios más altos se elevaban por encima de los pinos y, por primera vez, pudo oír ruido de coches en marcha, voces lejanas y el zumbido de los sistemas de ventilación. Estaba llegando al centro del pueblo.
Se detuvo en medio de la calle y ladeó involuntariamente la cabeza.
Se quedó mirando un buzón que pertenecía a una casa victoriana roja y negra de dos pisos.
Y leyó el nombre que había a un lado.
El pulso se le aceleró, aunque no comprendía por qué.
MACKENZIE.
—Mackenzie.
El nombre no le decía nada.
—Mack...
Pero la primera sílaba sí. O, más bien, provocaba en él cierta respuesta emocional.
—Mack. Mack.
¿Se llamaba Mack? ¿Era ése su nombre?
—Mi nombre es Mack. Hola, soy Mack, encantando de conocerlo.
No.
El modo en que su boca pronunciaba la palabra no le resultaba natural. No parecía pertenecerle. Para ser sincero, odiaba la palabra. Le inspiraba...
Miedo.
Qué raro. Por alguna razón, esa palabra le infundía miedo.
¿Le había hecho daño alguien llamado Mack?
Siguió caminando.
Tres manzanas después, llegó a la esquina de la calle Main con la Sexta y se sentó en un banco, a la sombra. Lentamente y con cuidado, respiró hondo. Miró a un lado y otro de la calle, desesperado por ver algo que le resultara familiar.
No había ninguna cadena de tiendas a la vista.
Sí una farmacia en la esquina opuesta.
Al lado, una cafetería.
Y, junto a la cafetería, un edificio de tres plantas con un letrero encima de la escalerilla de entrada:
sábado, 11 de marzo de 2017
(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De próxima publicación en URUK EDITORES).
(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO).
"¿Cómo sería una condena, mi condena? En ocasiones, al emprender mis labores en la Rutland-Hall de Argentina y cuando se comenzaban a filtrar las sombras crepusculares como las finas sedas de un cortinaje negro, y escuchaba el reloj de péndulo en mi habitación, o cuando despertaba, no podía dejar de meditar que aquellos mis sirvientes a los pocos minutos de enterarse de que ya me encontraría en el salón de la Rutland-Hall, empezarían sus recorridos de un lado para el otro.
Me imaginaba a mis servidores sin hablar, furtivos se desplazarían de salón en salón porque nadie deseaba perturbar mis inicios vespertinos con ruidos innecesarios.
En oportunidades me parecía observarlos en mis primeras caminatas de la tarde y por los diferentes pasadizos como sombras veloces y de seda que, en fuga, acariciaban el aire apenas respirable de la mansión. Un quietismo agónico y delirante consumía aquellos minutos crepusculares. En esos primeros momentos los demonios no me hablaban, en un ritual esperaban que yo me posesionara en mi sillón preferido y encendida una lámpara de pie, iban apareciendo en un orden y protocolo establecido... y aquel aliento frío y de sombras desaparecía por completo.
Esta sensación... ese letargo, esa agonía del inicio de todos los días vespertinos, esa abulia –si se le puede llamar así– fraguaba el terror de lo insospechado, de lo no-conocido por mortal alguno: una danza demoníaca estaba ahí aunque no lo quisiera aceptar. Lo maravilloso y armónico de una vida de luces en un teatro se encendían ante el público, pero puertas adentro lo apoteósico se volvía en una lenta agonía del temor a lo desconocido: ¿me condenaría? ¿Podría cumplir con el Pacto?
En otras ocasiones –situaciones disímiles en pensamientos– salía en mi bata de levantarme y antes de llegar al Salón de las Fuentes, recorría pocos metros y me instalaba en el scriptorium para acomodar algunos textos que la noche anterior no lo hiciera y nada de malas premoniciones o de sombras fingidas o reales observaba en la Rutland-Hall.
Pero lo que deseo contar fue un sueño extraño que se haría recurrente a partir de la mitad de los años pactados. Como ya lo señalé: una disciplina férrea siempre giraría a mi alrededor patrocinada por Belfegor y mi persona. En el sueño despertaba y me veía cobijado en una penumbra crepuscular. ¿Ruidos? Ninguno. Solo el ti-tac del reloj de péndulo –obsequio de mis asistentes al cumplirse el primer año de convivencia–, escuchaba y me señalaba el fluir del tiempo y también el ocaso de mi simple vida mortal.
Me levantaba y aquellas sombras oblongas y sigilosas que ya me había acostumbrado a observar de tanto en tanto y de hito en hito todas las tardes en mis primeros minutos del despertar no estaban allí. ¿Por qué no estaban? No hacía ningún ruido e inicié una caminata por la mansión. No entendía pero presentía una sensación del abandono, no lo podía aprehender ni explicar. Sospeché una fuga de “mis asistentes”. ¿Adónde se marchaban? ¿Por qué se fugaban como pilluelos? Imagino que las sombras fugaces de los fámulos en los primeros minutos de todos los días ya me eran muy familiares y al no percibirlas esa tarde, me parecía extraño, un desequilibrio de lo cotidiano, algo que no poseía la armonía de una convivencia de rituales de la que yo estaba acostumbrado.
En el sueño desde que entornaba los ojos tenía una sensación de abandono –repito–, entonces, inicié el recorrido, mi paseo: husmeando por el corredor que comunica mi habitación con la de los 7 demonios tuve una esperanza tonta de mirarlos y que esa sensación del abandono era absurda: los “asistentes” tenían que cumplir el Pacto como yo también tenía que cumplir lo pactado. Volví a mirar el corredor que comunicaba todas las habitaciones: en el pasadizo, un pasadizo de una luz azulada, tenue... no existían señales de mis servidores. Primero sentí cólera de por qué se retiraban sin anunciar razones o motivos de sus ausencias. Pensé en una posibilidad: de tanto en tanto, los Ahrimanes se arrogaban mis presentaciones en actos protocolarios para que mi persona pudiera descansar muchas horas más. El séquito mefistofélico pensaba en todo y pensar “en todo” era no perturbar mis horas de sueño...".
J. Méndez-Limbrick.
MEMPO GIARDINELLI. ENSAYO: EL GÉNERO NEGRO.
Del gótico a la motivación social
Pero antes de hablar de Hammett, todavía hay que decir algo más de esta literatura que, aunque desde su origen careció de grandes pretensiones, desarrolló un fantástico camino en el siglo XX en la medida —es una hipótesis— en que iba recogiendo las ofrendas de múltiples tradiciones literarias. El género policial, en cualquiera de sus variantes, ni nació destinado a la trascendencia académica ni tuvo la intención moralizante que se ha querido atribuirle. Nació simplemente como una narrativa de entretenimiento que respondía a una decisión literaria un tanto aristocrática, lúdica y de desafío a la inteligencia del lector. Su carácter predominantemente burgués y urbano constituye otra de las posibles explicaciones al fenómeno de su popularidad, imparable desde finales del siglo XIX.
Pero en el caso de su vertiente negra, la literatura policial incorpora el aporte de otras tradiciones: la novela de caballería, la de aventuras, el realismo crítico. Incluso en un precursor como Bret Harte se observa un estrecho vínculo con la épica de la gran literatura universal: Harte escribió varios cuentos que reinterpretaban La Ilíada en la California de mediados del siglo pasado.
Aparte, la urbanidad del género negro podría interpretarse como una especie de traslación de la barbarie del descampado a la barbarie de la jungla citadina. Así se explica, además, que las novelas del Oeste, que narraron esa épica típicamente norteamericana del siglo XIX y que dieron una notable narrativa, se hayan constituido en antecedente necesario del policial negro. Y si bien tampoco en este caso el género tuvo grandes pretensiones ni sus autores se sintieron llamados a Olimpos literarios, no se puede desconocer que de todos modos el género negro fue convirtiéndose en una reflexión cada vez más sensible, interesante y profunda, por la sencilla razón de que hubo escritores cada vez más sensibles, interesantes y profundos.
Tanto el western como el policial negro son literaturas de conquista y de explicación, así como de justificación y descripción de las modalidades del capitalismo. Más allá de las intenciones que pudieron tener los diferentes escritores que delinearon ambos géneros, lo cierto es que crearon una poética propia. Y si no todos se caracterizaron por tener una preocupación predominantemente estética (la cual, sin embargo, muchos de ellos jamás descuidaron) la mayoría supo pintar con eficacia el espíritu aventurero estadounidense, el que, décadas después y sobre el fin del milenio, se impuso como estética dominante de la sociedad mundial con el rótulo de posmodernidad (y asunto que en este libro será tratado más adelante).
Pero además de la aventura y la épica, el género negro se vincula con otra riquísima tradición literaria: la antigua literatura gótica. Los vínculos entre la literatura policial y la gótica son fuertes y todavía vigentes. De ahí que si bien solemos referirnos a la novela negra como la literatura policial que surge en los años 20 en los Estados Unidos a partir de Hammett y Chandler, hay que reconocer la existencia de una “negritud literaria” anterior, derivada de las novelas de terror, misterio y asuntos sobrenaturales que fueron tan populares desde el siglo XVIII, y cuyo iniciador se considera que fue el británico Horace Walpole (1717-1797), autor de El castillo de Otranto (1764).
Ese género deslumbró al mundo por más de 200 años (incluso actualmente inspira una cinematografía sorprendentemente popular) y entre sus precursores figuran también la británica Ann Radcliffe (1764-1823); las obsesiones sexuales del Marqués de Sade (1740-1814); los mitos satánicos y el vampirismo del clérigo irlandés Charles Robert Maturin (1780-1824) considerado en muchas historias literarias como el gran precursor de Poe; y aun el tardío pero ya clásico Drácula (publicado en 1897) del también irlandés Bram Stoker (1847-1912). En rigor esas fueron las primeras novelas negras, también conocidas como góticas por la reconstrucción de un mundo medieval de majestuosidad ornamental: uno que combina las más bárbaras pasiones con la exuberancia en los detalles, los paisajes salvajes, los castillos y monasterios abandonados, y por supuesto el enorme peso de una religiosidad tan abrumadora como atemorizante. Eran novelas negras, además, porque se ocupaban de personajes y situaciones sórdidos, terroríficos, e incluían infaltables penumbras, profanaciones, torturas, criaturas horribles, las aberraciones más grotescas y hasta cierta metafísica onírica.
La posibilidad de producir estupefacción en los lectores es inagotable, infinita, como bien apunta Alfonso de Lucas en el prólogo a Seis relatos negros, libro que contiene seis textos justificadamente antológicos [48]: "Un asesinato” de Antón Chejov; el célebre “Sir Hércules” de Aldous Huxley; “Una rosa para Emilia" de William Faulkner; “Miss Amnesia” de Mario Benedetti; el admirable “Una conflagración imperfecta” de Ambrose Bierce (quien también frecuentó, recordémoslo, el relato del Oeste); y ese cuento breve, alucinante, casi perfecto de Juan José Arreóla que se llama “La migala”. Nótese que son magistrales versiones modernas (son escritores del último siglo, si se me permite la inclusión de Chejov, quien murió en 1904) de las posibilidades literarias del horror y lo inesperado. Y la acotación apunta a que la gótica no es una literatura pasada de moda sino una siempre vigente, porque propone que lo real y lo irreal tienen límites muchas veces indefinibles, imprecisos, como ya demostraron André Bretón, Antonin Artaud, Luis Buñuel, Leonora Carrington y muchos otros surrealistas, todos ellos fanáticos lectores de los escritores góticos y del Marqués de Sade en particular. Y si bien este género pudo tener en sus inicios una intención puritana y ejemplarizadora, no es menos cierto que su estatuto principal nunca dejó de ser la calidad artística.
Me parece evidente que también hay una línea de descendencia natural que va de la novela negra gótica al relato policial negro contemporáneo iniciado por Hammett. Quizás los vasos comunicantes fueron múltiples: la novela de piratas, la de viajes, la de aventuras, la literatura del Far West y todo aquello que se llamó (y algunos siguen llamando) “literatura de evasión”, signifique eso lo que significare.
Por eso mismo, consciente o no, el policial negro nació como un género sin grandes pretensiones, acaso porque surgió a la consideración pública en una época —la década de 1920— en que la literatura universal dio obras excepcionales: Ulises de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, y la consagración mundial del entonces recién fallecido Franz Kafka. Por estar destinado a las grandes masas y a gente de poca cultura, este género nació, podría decirse, “fuera” de la literatura. Evidentemente —y como se ha apuntado en páginas anteriores— su popularidad fue uno de sus “pecados originales”.
Pero esa misma cualidad de género marginal, especie de outsider de la literatura, colocó a la novela negra en un estado de constante emergencia. Y la emergencia fue y sigue siendo el drama de este género, hay que decirlo, porque la exigencia masiva de lectores y editores obliga a quienes lo trabajan a producir a destajo y bajo presión. Por lo tanto hay de todo, y seguramente es por eso que el género ofrece tanta página mediocre, tanta falta de rigor, tanto descuido y tantas situaciones chuscas, demagógicas o caricaturescas. Sin dudas, y con razón, es todo eso lo que hace que muchos lo consideren un subgénero. A ello contribuyen, por cierto, los editores, norteamericanos y de todo el mundo, que parecen pensar más o menos así: “El público devora este género; por lo tanto hay que hacer que los autores produzcan en serie. No importa la calidad, lo que importa es vender; y vender el género, no necesariamente títulos o autores”. Como toda literatura destinada al consumo masivo, termina quedando al costado de la así llamada gran literatura universal, y acaba siendo considerada un subgénero junto con la ciencia-ficción, el western, la novela rosa, el folletín de aventuras y el cine de clase B. Al costado, por detrás y por debajo, el mito se ha instalado en la conciencia de la cultura moderna: se trata de una “literatura de evasión”.
Para completar la condena, con el cine y la televisión se consolidó el menosprecio hacia este género que nunca pareció sujeto a rigurosas leyes literarias sino más bien a las leyes del mercado: todo debía ser masivo y por lo tanto fácil, rápido, digerible. La trituradora comercial es implacable, se sabe, y no da tregua: escritores, lectores y editores se lanzaron al juego, como siguiendo la consigna establecido por el escritor inglés Edgar Wallace (1875-1932): “Tres asesinatos por capítulo y a otra cosa. Así de brutal es esto".
Desde luego, aquel menosprecio fue injusto. Porque el género, además de obras condenables por su bajo nivel estético, también ha dado extraordinarias novelas que no pueden ser marginadas de la gran literatura universal. La moderna novela negra —en sus mejores expresiones— alcanza una dimensión filosófica notable al indagar con agudeza en la condición humana, y además las preocupaciones formales y el cuidado de la estética literaria han estado siempre presentes en sus autores más representativos. Hoy puede afirmarse que esta literatura ha superado lo puramente enigmático, y se ha atrevido a indagar, reflejar y cuestionar la sociedad contemporánea mediante la elevación a categoría artística de una forma generalmente despreciada por “evasiva” o “consumista”.
Como hemos visto, Javier Coma define al género destacando la importancia que tuvieron los años 20 estadounidenses cuando con el auge del cine se vivió un jolgorio económico asombroso. En su libro La novela negra. Historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policíaca norteamericana [49] reconoce al comic y al jazz como características de época y a los llamados "años locos” como delineadores de modelos de comportamiento y de consumo verdaderamente originales. Y subraya que junto a la frivolidad y el heroísmo cinematográficos, las rubias platinadas y los galanes y los cowboys, también se desarrolló un agudo sentido crítico, por lo menos en la literatura. Por eso cuando todo explotó, con la crisis de 1929-30 y la sucesión de huelgas, represión, desempleo, gangsterismo político y sindical, corrupción generalizada, guerras entre bandas mafiosas y tráfico de alcohol, armas y drogas, los escritores estadounidenses no tuvieron necesidad de inventar esa realidad. Simplemente la metieron en sus narraciones, la mostraron e interpretaron, y después la llevaron a la pantalla. Así se explica que muchos de los mejores autores del género negro, como Hammett, Chandler, Cain, Gruber, McCoy, Thompson y el mismísimo William Faulkner, entre otros, fueran todos notables guionistas en Hollywood. [50]
De modo que es posible afirmar que el género negro nació como una corriente interna, natural, dentro de la tradición realista de la literatura norteamericana. Hay una conciencia social en estos escritores, señalaron Piglia y Martini en más de una ocasión. Scott Fitzgerald, Caldwell, Steinbeck, John Dos Passos, Nathanael West, Faulkner y Hemingway eran todos considerados tough-writers (escritores duros). Y aunque algunos de ellos produjeron obras acaso involuntariamente negras, otros como Hemingway (con Los asesinos y Tener y no tener) y Faulkner (por lo menos con Santuario) deben ser considerados fundacionales, ya que anticiparon características del estilo narrativo negro: crimen; intriga y suspenso; fuerte oralidad con predominio de diálogo duro; acción vertiginosa; ironía constante; y corrosiva crítica de costumbres.
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