lunes, 13 de marzo de 2017

Blake Crouch. Novela. Wayward Pines. Fragmento.


Blake Crouch es autor de más de una docena de novelas de suspense que se encuentran entre las más vendidas, entre ellas `Wayward Pines`, que ha dado origen a la serie de televisión producida por M. Night Shyamalan y protagonizada por Matt Dillon, que se transmite por la cadena FOX desde el 14 de mayo.

Su corto de ficción ha aparecido en numerosas antologías de cuentos, y su ficción ya ha sido preseleccionado para el Premio Internacional de Novela de suspense.

Blake vive en Colorado.
***
El agente federal Ethan Burke se dirige a Wayward Pines en busca de dos de sus colegas desaparecidos, cuando el coche en el que viaja con un compañero se sale de la carretera. Unas horas más tarde Ethan despierta en medio de un pueblo encantador, un pueblo en el que los pájaros cantan y los niños corretean por las calles. No sabe dónde está, ni cómo salir de allí. Sin documentación ni dinero, Burke deberá desvelar los secretos de esta comunidad tan idílica en la que nada es lo que parece. Bienvenido a Wayward Pines, un lugar del que no querrás marcharte nunca.

***

(Fragmento de novela). Wayward Pines

A pesar de las pruebas de que la evolución humana

sigue en curso, los biólogos admiten que nadie sabe

hacia dónde se dirige.



Time Magazine, 23 de febrero de 2009





 Que estés paranoico no significa que no vayan a por ti.



JOSEPH HELLER

  1

Se dio la vuelta y se quedó tumbado de espaldas. El sol le daba en la cara y podía oír el murmullo de un río cercano. Sintió una punzada en el nervio óptico y una constante e indolora palpitación en la base del cráneo. El lejano trueno de una migraña se acercaba. Tras colocarse de costado, se incorporó y puso la cabeza entre las rodillas. Sintió la inestabilidad del mundo mucho antes de abrir los ojos, como si el eje de la Tierra se hubiera soltado y ahora él se balanceara de un lado a otro. Al respirar hondo, notó como si alguien le atravesara las costillas del costado izquierdo con una cuña de acero, pero sobrellevó el dolor con un gruñido y se obligó a abrir los ojos. Debía de tener el ojo izquierdo muy hinchado, pues parecía como si mirara por una ranura.
La hierba más verde que hubiera visto nunca —un bosque de hojas largas y suaves— descendía hasta la orilla. El agua estaba limpia y fluía veloz entre las rocas que sobresalían. Al otro lado del río, se alzaba un acantilado de más de trescientos metros. A lo largo de las cornisas, crecían los pinos. Su olor y el del agua dulce inundaban el aire.
Iba vestido con pantalones y americana negros. Debajo de ésta, llevaba una camisa Oxford de color blanco con el cuello salpicado de sangre. Una corbata negra colgaba de un nudo que estaba demasiado flojo.
En el primer intento de ponerse en pie, las rodillas le flaquearon y cayó al suelo con fuerza suficiente para sentir un inmenso dolor en su caja torácica. El segundo intento fue exitoso y, a pesar de tambalearse, consiguió permanecer de pie. El suelo se movía como la cubierta de un barco en plena tempestad. Se volvió lentamente, arrastrando los pies para no perder el equilibrio.
Al dar la espalda al río, se encontró en el borde de un campo abierto. A lo lejos, las superficies metálicas de unos columpios y unos toboganes resplandecían bajo el intenso sol del mediodía.
No se veía ni una sola alma.
Más allá del parque, divisó unas casas victorianas y, algo más lejos, unos edificios. El pueblo estaba a un kilómetro y medio, y se encontraba en medio del anfiteatro de piedra que conformaban los acantilados circundantes. Éstos se elevaban varios cientos de metros y estaban compuestos de rocas con vetas rojizas. En los rincones más altos y recónditos de las montañas todavía había restos de nieve, pero en el valle hacía bueno y el azul cobalto del cielo resplandecía sin nubes.
El hombre comprobó los bolsillos de los pantalones, y luego los del abrigo.
No llevaba cartera. Ni pinza para billetes. Ni carnet de identidad. Ni llaves. Ni teléfono.
Sólo una pequeña navaja del ejército suizo en uno de los bolsillos interiores.




Cuando llegó al otro lado del parque, estaba más tenso y más confuso, y las palpitaciones que sentía en las cervicales ya no eran indoloras.
Sabía seis cosas:
El nombre del actual presidente del país.
El aspecto del rostro de su madre, si bien no podía recordar su nombre o el sonido de su voz.
Que sabía tocar el piano.
Y pilotar un helicóptero.
Que tenía treinta y siete años.
Y que debía ir a un hospital.
Más allá de esos hechos, era incapaz de comprender lo que le rodeaba. Como si el mundo estuviera escrito en una lengua extranjera. Podía sentir la verdad flotando en la periferia de su conciencia, pero se encontraba fuera de su alcance.
Comenzó a recorrer una tranquila calle residencial sin dejar de estudiar cada uno de los coches que había aparcados. ¿Sería suyo alguno de ellos?
Las casas que había a cada lado tenían un aspecto impoluto: las habían pintado recientemente, sus perfectos patios de reluciente hierba estaban rodeados por una cerca de madera y tenían el nombre de cada familia estarcido en letras mayúsculas a un lado del buzón negro.
En casi cada patio, había un resplandeciente jardín repleto no sólo de flores, sino de vegetales y frutas.
Todos los colores eran extremadamente puros y vívidos.
Cuando cruzó la segunda manzana, el dolor le hizo dar un respingo. El esfuerzo de caminar le había obligado a respirar hondo, y el daño en el costado lo obligó a detenerse. Tras quitarse la americana, sacó los faldones de la camisa de los pantalones y la desabotonó. Su cuerpo tenía todavía peor aspecto del que había imaginado: por todo su costado izquierdo se extendía una magulladura de color morado oscuro con el centro amarillento.
Algo lo había golpeado. Con fuerza.
Se pasó la mano por la superficie del cráneo. El dolor de cabeza era cada vez más pronunciado, sobre todo en el lado derecho, pero no parecía haber sufrido ningún trauma grave.
Volvió a abotonarse la camisa, se metió de nuevo los faldones en los pantalones y siguió recorriendo la calle.
La conclusión más lógica era que había sufrido alguna especie de accidente.
Quizá de tráfico. O se había caído. O quizá le habían atacado; eso explicaría por qué no llevaba la cartera encima.
Debería ir inmediatamente a la policía.
A no ser...
¿Y si había hecho algo malo? ¿Y si había cometido un crimen?
¿Era eso posible?
Quizá sería mejor que esperara a ver si recordaba algo.
A pesar de que nada en este pueblo le resultaba familiar, se dio cuenta de que, mientras avanzaba a trompicones por la calle, iba leyendo los nombres que había en cada buzón. ¿Era su subconsciente quien lo hacía? ¿Acaso, en lo más hondo de su memoria, sabía que uno de estos buzones tendría su nombre impreso en un lado? ¿Y que verlo le haría recordarlo todo?
A unas manzanas de distancia, los edificios más altos se elevaban por encima de los pinos y, por primera vez, pudo oír ruido de coches en marcha, voces lejanas y el zumbido de los sistemas de ventilación. Estaba llegando al centro del pueblo.
Se detuvo en medio de la calle y ladeó involuntariamente la cabeza.
Se quedó mirando un buzón que pertenecía a una casa victoriana roja y negra de dos pisos.
Y leyó el nombre que había a un lado.
El pulso se le aceleró, aunque no comprendía por qué.
MACKENZIE.
—Mackenzie.
El nombre no le decía nada.
—Mack...
Pero la primera sílaba sí. O, más bien, provocaba en él cierta respuesta emocional.
—Mack. Mack.
¿Se llamaba Mack? ¿Era ése su nombre?
—Mi nombre es Mack. Hola, soy Mack, encantando de conocerlo.
No.
El modo en que su boca pronunciaba la palabra no le resultaba natural. No parecía pertenecerle. Para ser sincero, odiaba la palabra. Le inspiraba...
Miedo.
Qué raro. Por alguna razón, esa palabra le infundía miedo.
¿Le había hecho daño alguien llamado Mack?
Siguió caminando.
Tres manzanas después, llegó a la esquina de la calle Main con la Sexta y se sentó en un banco, a la sombra. Lentamente y con cuidado, respiró hondo. Miró a un lado y otro de la calle, desesperado por ver algo que le resultara familiar.
No había ninguna cadena de tiendas a la vista.
Sí una farmacia en la esquina opuesta.
Al lado, una cafetería.
Y, junto a la cafetería, un edificio de tres plantas con un letrero encima de la escalerilla de entrada:

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