martes, 14 de marzo de 2017

Dashiell Hammett: realismo, épica, violencia y posmodernidad. Mempo Giardinelli.


 Dashiell Hammett:
 realismo, épica, violencia y posmodernidad

En obvia contraposición a la novela policial negra, la policial "blanca" sería aquella que se ocupa de asuntos alejados de la realidad y evita referirse a las tensiones sociales, descontextualizando a los personajes del mundo contradictorio en que viven. Como toda literatura escapista, propone modelos sociales conservadores: los personajes se mueven en ambientes aristocráticos y elitistas, y las causas del crimen siempre están mediatizadas ya que en estas novelas solo interesa establecer el “cómo fue" y no el “por qué”.
    En la ficción policial contemporánea el detective “ha dejado de encarnar la razón pura”, dice Piglia. Si en la vertiente clásica era un aficionado o un aristócrata que en sus ratos de ocio resolvía casos de jardineros desleales o mayordomos intrigantes, en la novela negra es “un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo”. El detective es ahora un hombre que se mete en la acción, la protagoniza realmente y “antes que descubrimientos, produce pruebas". Tiene además una moral propia, y aunque no pretende constituirse en un modelo moral, su ética y su idealismo son su capital irrenunciable. “En Chandler —escribe Piglia— todos están corrompidos, menos Marlowe: profesional honrado que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una idealización urbana del cowboy”. [51]
    Claro que con posterioridad se llegó al abuso de este modelo literario, y es evidente que el cine y la televisión contribuyeron a bastardearlo. Pero esta es una nueva forma de abordaje a la interrogación de nuestro tiempo. Y no se trata solo de honestidad o incorruptibilidad. Se trata de la locura de la sociedad industrial moderna, en la que la gente ya no se pregunta por qué mata y en algunas sociedades vive haciendo todo lo posible para evitar que la maten. De ahí, acaso, el hecho original de que en el género negro no siempre son protagonistas los detectives, como en los casos paradigmáticos de Un asesino anda suelto (de Gil Brewer) [52], El cartero siempre llama dos veces (de James Cain) [53], o Corre, hombre de Chester Himes [54], que son extraordinarias novelas negras sin detective.
    Con este género se instala también una posibilidad estética diferente, en la que la realidad ni está por debajo ni supera a la ficción. La ficción es sencillamente verista; la realidad se cuenta como ficción. Por eso esta narrativa resulta tan cuestionadora como subversiva: porque tiene que ver con el tiempo en que vivimos y con este mundo en el que uno sabe que sale a la calle pero no sabe si regresará ni en qué estado. Hoy el crimen no es un juego matemático de deducción e ingenio, como proponía Conan-Doyle. Es obvio que las hazañas del inspector Hércules Poirot, de su colega Maigret y aun del borgeano Isidro Parodi fueron perdiendo precisamente aquello que trajo, refrescante, la novela negra norteamericana: la verosimilitud, la posibilidad de que en la literatura los lectores vean aludida su propia realidad. La verosimilitud otorga siempre, a todo texto, una credibilidad legitimadora, y es la que garantiza la proyección e identificación. El género negro se coloca, por este camino, en la senda que trazó Cosecha roja en 1929.
    Esta primera novela de Hammett significó un punto de partida que Juan Martini considera "una lúcida reflexión sobre la realidad, una aproximación y una respuesta al problema de la violencia". Y es que la literatura policiaca tradicional se había olvidado del crimen y de la muerte, para “montar en su lugar un artificioso lenguaje, aparentemente lógico, sin otra ambición que la de entretener al lector, como un crucigrama”. [55]
    Precisamente Cosecha roja es la primera novela que rompe con ese esquema: un innominado detective de la Agencia Continental de Investigaciones limpia de gangsters una pequeña ciudad minera, en una ejemplar narración dura, intensa y violenta, en la que la oralidad juega un papel preponderante y en la que es imposible que el lector no se sienta involucrado como parte y juez.
    Con esta obra Hammett se ganó un lugar en la literatura norteamericana, y sus novelas posteriores confirmaron que la suya no era una aparición más. Entre ellas:
    • La maldición de los Dain (1929) es la primera novela negra en la que el psicoanálisis juega un papel fundamental: aquí se narra la tragedia y la degradación de una familia sureña, en un clima que se diría faulkneriano, en la que las relaciones de inmoralidad, culpa y violencia son la trama misma. [56]
    • El halcón maltés (1930) consagró a Sam Spade, detective cuyo cinismo y dureza han sido imitados hasta el hartazgo y la caricatura, y que en los años 40 encarnó magistralmente Humphrey Bogart en el cine. Una estatuilla cargada con cuatro siglos de robos y crímenes pone a Spade en el centro de una historia de violencia e intriga, en la que hay diálogos memorables y una técnica narrativa que resultarán ejemplares para el género negro. [57]
    • La llave de cristal (1931) desarrolló en toda su potencia el pensamiento hammettiano, punzante, crítico y desencantado de la sociedad norteamericana: es la historia de un guardaespaldas que se ve forzado a descubrir un crimen político, y allí la vertiginosidad de la acción y la violencia se convierten en arte narrativo. [58]
    • Y finalmente El hombre flaco (1934), que Hammett dedicó a su mujer, la también escritora Lillian Hellman, y en la que un investigador llamado Nick Charles se mueve en un marco de sofisticación neoyorquina, violencia y cinismo, junto a su mujer, Nora, y a su perra, Asta. [59]
    Admirado en todo el mundo por escritores y lectores, fue sin embargo bastante resistido en su propio país. Seguramente influyó su posición política (era simpatizante del Partido Comunista de los Estados Unidos), por lo cual sufrió la persecución ideológica que encabezó en los años 50 el senador Joseph MacCarthy.
    Nacido en Maryland en 1894, él mismo fue detective de la famosa Agencia Pinkerton durante ocho años. Abandonó ese oficio para dedicarse profesionalmente a la literatura, cuando empezó a publicar cuentos en la revista Black Mask a partir de 1923. Un año después el editor "Cap” Shaw se dio cuenta de que estaba asistiendo al nacimiento de un nuevo estilo narrativo y que quien lo estaba creando era ese muchacho de solo 30 años de edad.
    La vida de Hammett fue, en sí misma, una contribución al mito, acaso por la relación extraordinaria que lo unió a Lillian Hellman (1905-1984), reconocida escritora y militante feminista y de izquierdas. Fueron, de hecho, una pareja que por más de treinta años (Hammett falleció en 1961) simbolizó las posibilidades y los choques del vínculo amoroso de dos intelectuales brillantes.
    Pero lo más interesante de Hammett, a nueve décadas de su aparición en la literatura, es su vigencia, seguramente debida a que retomó buena parte de lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XIX, en la que el ritmo y la acción se constituyeron en valores esenciales, y en la que la oralidad y los diálogos alcanzaron nuevas posibilidades expresivas. Hammett, en ese sentido, fue discípulo de Poe, Harte, Bierce y otros grandes escritores. Y su mayor originalidad consistió en quebrar (acaso sin proponérselo) el modelo británico de la novela policial, en el que la asepsia investigativa era todopoderosa.
    Al romper un molde, Hammett creó uno nuevo, y esa es la grandeza de su primera y sin dudas mejor novela: Cosecha roja. Una obra que en desmedro del paso del tiempo siempre parece haber sido escrita ayer, y en la que la naturaleza humana y la pomposamente llamada sociedad occidental y cristiana están implacablemente retratadas.
    A partir de Hammett, y en las novelas y cuentos que escribieron después Chandler, Cain y otros muchos seguidores, la muerte y el crimen en la literatura pasaron a tener entidad real. Los protagonistas de estas novelas, dice Martini, "saben de antemano (a diferencia de los sofisticados protagonistas de la novela-problema) que el conflicto no tiene solución: las causas de un crimen no se remedian con el descubrimiento del criminal, porque las causas del crimen, casi siempre, se encuentran en la base misma del sistema social’’. [60]
    Y esta es una cuestión central porque en sus mejores expresiones la literatura negra es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como en cualquiera de las mejores páginas de la literatura universal. Es un medio estupendo para comprender, primero, y para interrogar, después, el mundo en que vivimos. Por lo tanto, es justo revalorizarla para superar el menosprecio que hace años señalaba el crítico californiano Donald Yates en la introducción a su antología del cuento policial latinoamericano: “Casi siempre el desdén y la crítica provienen de la ignorancia de lo policiaco”. [61] Acaso por eso Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges —que no eran ignorantes en terreno alguno— lo definieron como "el género clásico de nuestro tiempo".
    Llamarlo género menor, por lo tanto, es no aceptar que en el crimen está el germen de una de las posibilidades de explicación de la naturaleza humana, como se ve en la Biblia, Homero y todo Shakespeare y todo Dostoievsky, por lo menos. ¿O acaso no es verdad que la civilización occidental y cristiana se construyó también en base a crímenes, traiciones y las peores miserias humanas?
    Ricardo Piglia ha señalado, con razón, que “la novela policial inglesa separa al crimen de su motivación social”. Por el contrario, la literatura negra estadounidense, la francesa, y hoy la latinoamericana, tienen el mérito de que al crimen le reconocen razones, motivos. Por eso el género negro vincula al crimen con la sociedad en que sucede, puesto que toda sociedad (y toda literatura) hoy tiene al crimen como protagonista. El delito no es, no puede ser, un problema matemático, un crucigrama, un desafío al ingenio. No hay crimen gratuito como no hay ausencia de causas (individuales o sociales), del mismo modo que no hay crimen perfecto. Cada delito es producto de relaciones (malas relaciones) entre seres humanos. No hay un modelo humano de criminal como imaginaba Lombroso. Lo que hay son circunstancias que llevan a una persona a cometer un crimen. A cualquier persona. A usted, que lee, o a quien escribe este texto.
    Como hemos anticipado, en la novela negra no importa tanto saber cómo se produjo un crimen, sino reconocer que el crimen se comete por alguna razón. Esta es la clave de la diferencia. Desde Hammett, el crimen se comete “por algo", dice Chandler. Y ese “algo” son, inevitablemente, las debilidades humanas: el resentimiento, el rencor, la ambición, la envidia, la avaricia, el odio, el miedo, la venganza, las pasiones e incluso el amor. Esto es lo que lleva al género a utilizar un lenguaje nuevo, realista, como bien explica Chandler en su ensayo “El simple arte de matar”: el lenguaje que sirve para narrar “un crimen que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo” y del que se arrepentirá toda su vida. Y “no el que a los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio les resulta mas fácil solucionar". Ni aquel en el que “alguien trata de pasarse de listo". Por eso, concluye, los detectives clásicos se han convertido en “muñecos, en enamorados de cartón, en villanos de cartón-piedra y en detectives de exquisita e imposible gracia”. [62]
    Si el realismo es, entonces, el primer lenguaje posible del género negro, puede entenderse su maniqueísmo. Hammett alguna vez escribió que para los delincuentes “todo el mundo es o un compañero o una futura víctima". Y es que en estas novelas las relaciones son siempre duales: amor-odio; poder-sometimiento; lealtad-traición; dinero-miseria o envidia; riqueza-ambición; vida-muerte. Es una narrativa de emergencia, y por ende de conflictos. La violencia, el horror y el espanto caracterizan sus páginas. ¿Acaso no es violento y está lleno de horror el mundo en que vivimos?, es la pregunta que parece sobrevolar estos textos. La novela policial moderna se inscribe en las inmediaciones del horror y el espanto a manera de género gótico de nuestro tiempo. Y lo es cada vez más. Incluso podría decirse que acaso en lo horroroso y desagradable está uno de los grandes atractivos de este género.
    Al menos esta es la estética de la posmodernidad: ahí está la vulgarización de la vida cotidiana de estos tiempos; el imperio de lo grotesco y lo paródico involuntario; la hipocresía reinando en el mundo de la política; la corrupción entre la gente más distinguida; la facilidad para matar y la constante publicidad de la muerte que enseñan los mass-media que ahora muestran guerras por televisión mientras están sucediendo. Realmente es poco lo que puede sorprendernos. Por lo tanto, ¿qué culpa tiene la literatura? Quizás los artistas que alguna vez se ocupan de este género todo lo que están haciendo —conscientemente o no— es incursionar en la estética de la posmodernidad.
    Decir que los valores primordiales en que basa su existencia el género negro son el poder, el dinero, el heroísmo personal y la hipocresía, no es otra cosa que hablar de la naturaleza humana. Como el sonido y la furia hamlet-faulknerianos, son las debilidades humanas las que llevan al crimen. Y siempre detrás de un crimen hay una manifestación de poder, aunque sea el de terminar con la vida de los demás. Por eso la crítica argentina María Rosa del Coto sostiene que: “Las escenas de violencia de las que la narración negra hace ostentación, responden a una necesidad estructural”. [63]
    Y es que crimen, poder y dinero son como el miedo y la culpa: no se puede vivir sin ellos. Súmesele ambición y machismo, y la sobrestimación del arrojo personal, y se tendrá una lista bastante completa de los valores que “humanizaron” la novelística policial a partir de Hammett y se verá qué tan estructurales son.
    El último elemento mencionado —la intrepidez— se repite en toda la novela detectivesca norteamericana. En ese modelo está claro que hay una concepción filosófica de tipo individualista-machista. Para el espíritu norteamericano, ante cualquier situación límite, la valentía y la decisión personal son lo que permite superar los obstáculos. Detectives, policías, fiscales, abogados, en fin, “La Ley”, triunfa no solo por sus deducciones e investigaciones, sino también por la bravura de sus miembros. Aunque con matices, esto es evidente en toda la moderna novela negra; y no solo respecto de los detectives, sino incluso de los transgresores y de las víctimas. Es decir: el hombre y su coraje, sus agallas y temeridad, son consustanciales a esta literatura. Desde el innominado detective de la Agencia Continental, este es un elemento exitoso y determinante para esta narrativa.
    Y esto no parece casual, porque es presumible que Hammett haya sido consciente de ello. Resulta difícil pensar que no supiera que estaba retomando la épica norteamericana del siglo XIX. Seguramente no pensaba en renovación, modernización ni mucho menos refundación de la literatura del Far West en un contexto urbano, pero eso era lo que estaba haciendo. Y para ello, también lo amparaban otras tradiciones: la costumbrista (Twain, Dickens) y la épica de la guerra de Secesión, cuyo mentor no fue Margaret Mitchell, sino mucho antes Stephen Crane, a quien es evidente que Hammett tenía bien leído y por lo tanto no pudo estar exento de su influencia aunque ideológicamente estuviera en las antípodas. Así que no es antojadizo concluir que el género que él creaba con Cosecha roja era, de hecho, una épica contemporánea y urbana, en la que el culto al machismo y el arrojo personal son tan importantes como el ánimo delictivo mismo.
    Esta literatura, superando lo puramente enigmático de los misterios de cuarto cerrado, se instala en la posmodernidad (entendida como una especie de modernidad de la modernidad) por la sencilla razón de que la crisis desatada a partir del martes negro de 1929 tiene su correlato en la crisis actual del capitalismo luego de la derrota del paradigma comunista. Ahí están a la vista las injusticias brutales del hipercapitalismo: el desempleo, la mendicidad, la rapiña urbana y el drama de los homeless, las nuevas corrientes migratorias y las correlativas xenofobias; las formas cada vez más sutiles de represión y embrutecimiento; la corrupción y la intervención militar cada vez más desaforada. Por lo menos.
    Desde Hammett, los escritores norteamericanos de los años 30 ya no inventaron realidad alguna para la novela policial. Sencillamente describieron e interpretaron la propia. Y es que resulta imposible no ser un poco naturalista y costumbrista en este género. Podrá sonar irónico, pero lo policial en nuestras sociedades devino costumbrismo.
    En el caso de la novela negra latinoamericana (como se verá más adelante) esto es cada vez más evidente: el género denuncia las contradicciones sociales, la explotación y la violencia, la corrupción y la hipocresía. También lo hacían los libros de los maestros del viejo realismo social, por supuesto, pero ahora ya no hay solamente descripciones de la injusticia ni mucho menos propuestas ideológicas revolucionarias. Ahora se trabaja también en clave paródica o existencialista, que son códigos típicos de la posmodernidad.
    La violencia no es una invención de la literatura. Y la violencia literaria no es impostada, exagerada ni falsa. Vivimos en el mismo mundo que describía Malcolm Lowry en Bajo el Volcán, que es el mismo que narraron Dostoievsky o Juan Rulfo. El incesto y la corrupción son moneda corriente en la sociedad industrial moderna; la sordidez de la lucha sindical y política es materia cotidiana en el capitalismo real triunfante en los 90; y el crimen es simplemente la otra cara del espejo, la parte negra que el pudor o el temor a veces (y el cinismo siempre) procuran ocultar. El crimen, puede decirse, es parte insoslayable de la vida moderna. ¿Por qué la literatura iba entonces a ser otra cosa, si hoy cualquiera se sube a una azotea y empieza a matar a tiros al vecindario; si cualquier resentido entra a un MacDonald’s y ametralla a los comensales? ¿Por qué esperar literatura light cuando en países como México se denunciaban en los años 80 más de 70.000 violaciones por año; y en los Estados Unidos se reportaba entonces una violación cada seis minutos, y se registran muchísimos más ciudadanos asesinados en todo el mundo que soldados muertos en todas las guerras en que participó ese país tan guerrero?
    No, definitivamente toda violencia literaria es poca.
    Raymond Chandler decía hace medio siglo: “No es un mundo agradable, pero es el mundo en el que usted y yo vivimos". Y agregaba que los autores de este género “hablan de un mundo en el que los gángsters pueden dirigir países; un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima”. Veamos la realidad latinoamericana contemporánea, donde ha habido gobiernos de narcotraficantes como el de García Meza en Bolivia, o con fuertes vinculaciones con el narcotráfico como los hubo en Colombia, México y Argentina, por lo menos, pero donde las Cortes a cada rato condenan a cualquier muchachito por fumar un cigarrillo de marihuana.
    Desde luego, alguien podrá replicar que el mundo siempre fue así y que crisis e injusticias hubo siempre. Y es verdad, siempre fue así, pero ninguna de las crisis anteriores de la humanidad tuvo semejante calibre. Ya bien iniciado el siglo XXI este planeta tiene más de 7.000 millones de habitantes y todas las miserias humanas (el hambre, la violencia, la estupidez, el cinismo) han alcanzado grados superlativos. Siempre el lobo del hombre fue el hombre, es cierto, pero acaso nunca el hombre fue tan lobo de sí mismo como ahora. Y encima con la posibilidad, maravillosa y a la vez terrorífica, de ver todos los horrores del mundo al mismo tiempo en que suceden, gracias a ese aleph que cada uno tiene en la pantalla de su televisor.
    Claro que lo asombroso no es que sucedan esas cosas; lo verdaderamente asombroso es que a la gente todo eso le gusta, y mucho.
    No es fácil explicar por qué los escritores norteamericanos del género tuvieron —y siguen teniendo— tan buena recepción en todo el mundo, y sobre todo en España y América Latina. Una hipótesis podría ser que desde el punto de vista ideológico casi todos ellos pueden ser definidos como liberales, en el sentido de que el liberalismo estadounidense es una de las mejores características de ese país, al menos en cuanto fue la que auspició y garantizó el desarrollo del ya proverbial espíritu creativo norteamericano.
    Sus artistas en general, y los escritores de este siglo en particular, denunciaron la contrastante realidad del “sueño americano" de manera muy cruda. Ellos conocieron y describieron inmejorablemente las miserias humanas que afloraban en una sociedad carnívora, competitiva y salvaje, en la que el progreso científico y tecnológico no necesariamente mejoraba las relaciones humanas. Por supuesto que no se puede decir que todos estos escritores hayan tenido ideologías revolucionarias. Salvo unos pocos que fueron en algún momento militantes del Partido Comunista (Hammett, McCoy, Thompson), los demás han sido típicos liberales norteamericanos, gente progresista y crítica, capaz de descubrir las contradicciones de su país, de describirlas y hasta de condenarlas, pero sin por ello proponer cambios radicales. Casi todos confiaban, en el fondo de sus conciencias, en el orden y optimismo estadounidenses de que solía hablar Carlos Fuentes.
    En síntesis: por más que lo criticasen, casi todos ellos creían en el sistema y en su capacidad correctiva. Y hay muchas evidencias de que, mayoritariamente, lo siguen pensando. Lo cual no deja de ser una manera posmoderna de su autoestima: mientras el mundo a su alrededor se destruye irremisiblemente, ellos, que no son en absoluto ajenos a lo que pasa, siguen sintiéndose gendarmes autorizados de un imposible mundo feliz.

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