miércoles, 15 de marzo de 2017

Javier Marías Corazón tan blanco Prólogo de Elide Pittarello.

 


Javier Marías
 Corazón tan blanco
Prólogo de Elide Pittarello



 Hace quince años, Javier Marías, muy noctámbulo por aquel entonces, tenía la costumbre de salir todas las noches o casi. Si una de esas noches no hubiera decidido quedarse en casa, posiblemente Corazón tan blanco hoy no existiría. Cuenta el autor que vio por la televisión el Macbeth de Orson Welles y que de aquella versión cinematográfica de la obra de Shakespeare surgió «el primer latido» —una metáfora tomada de Nabokov— de la novela más leída y traducida de Javier Marías, la que le supuso una fama internacional de proporciones inimaginables.
A partir de El hombre sentimental, en Francia eran ya muy apreciadas las obras de este escritor, pero nada comparable, sin embargo, con lo que pasaría en Alemania años más tarde, donde Corazón tan blanco se convirtió en un verdadero fenómeno literario.
El destino de este libro vino marcado de nuevo por la televisión: durante el programa estrella de literatura de este país, de gran audiencia, el estricto y vehemente crítico Marcel Reich-Ranicki, junto con otros tres colegas, definió la novela como una obra maestra. Era el año 1996. Esa consagración despertó el interés editorial de varios países, incluidos los que se habían mostrado tibios hasta ese momento. Las traducciones se multiplicaron, extendiendo en el extranjero el éxito que Corazón tan blanco había tenido en España desde el momento de su publicación, en 1992, donde la novela fue galardonada con el Premio de la Crítica de Narrativa. El Premio Internacional IMPAC de Literatura, que le fue otorgado en Dublín, en 1997, confirmó cuan lejos había llegado su notoriedad.
Corazón tan blanco es una novela que pone en crisis valores sólidamente adquiridos por la cultura occidental. El conflicto estalla en el ámbito del matrimonio, la institución que tiene la difícil tarea de reglamentar la relación amorosa, en teoría la que se elige con mayor libertad.
Juan, un traductor que trabaja para organismos internacionales, se casa con Luisa, una colega a la que conoce durante un encuentro entre dos altos cargos políticos: una dama inglesa y un caballero español, parodias probables de Margaret Thatcher y Felipe González.
En una de las páginas más cómicas de la novela, la sátira que denuncia las artimañas ocultas del poder sirve a la vez para insinuar el leit-motiv que irá envenenando, capítulo tras capítulo, las relaciones entre los varios personajes. Asumir la idea de que «todo el mundo obliga a todo el mundo» es, en efecto, dejar de creer en la libertad como posibilidad de elección, aun dentro de los límites que imponen las circunstancias exteriores y las pulsiones individuales. Este determinismo encubierto recorre toda la novela, una historia que, como ha declarado Javier Marías, trata del matrimonio y el secreto, de la persuasión y de la sospecha. Y así es. Pero se puede añadir que trata también de las consecuencias trágicas del amor y de sus riesgos. En sus arduas negociaciones con la razón, la pasión amorosa muestra aquí su lado más oscuro y ambiguo. Y también el más siniestro.
Todo ese inquietante conjunto, sutilmente sugerido, va provocando un perdurable «presentimiento de desastre» en Juan, el narrador, quien va dando cuenta del año que lleva casado con Luisa, y de la aprensión que siente desde el mismo día de la boda, cuando Ranz, su brillante padre que hizo fortuna como crítico de arte bajo el franquismo, le recomienda que jamás le cuente ningún secreto a la mujer con la que acaba de casarse. El padre, muy seguro de sí mismo, da ese extraño consejo a un hijo lleno de dudas, mientras le pone una mano en el hombro. Esa advertencia, a la vez afable y misteriosa y sin posibilidad de réplica, queda desde ese momento ligada a ese gesto ambiguo, que tanto puede significar protección como amenaza. Intrigado por esta actitud del padre, Juan emprende entonces una atormentada labor detectivesca acerca de su progenitor, que lo lleva a impactantes descubrimientos.
Por otra parte, con la famosa frase «No he querido saber, pero he sabido» con que Juan inaugura su relato, lo que está diciendo implícitamente es que no quisiera ser quien es, ni contar lo que está contando, un malestar que se refleja en su discurso como un forcejeo incesante entre el decir y el callar.
Obligado a reelaborar el relato de sus orígenes con cada nueva pieza ominosa que surge del rompecabezas familiar, el narrador se va sintiendo cada vez más a la expectativa de alguna catástrofe. El otro es para él un enigma peligroso, sentimiento que acaba haciendo extensivo tanto a familiares como a desconocidos. La metamorfosis se encuentra al acecho en todas las relaciones y no deja a salvo ninguna identidad. La sombra del doble apunta insistente a lo largo de la novela, lo mismo que la obsesión asociativa mediante la cual el narrador conecta arbitrariamente, en el espacio y el tiempo, a las parejas más heterogéneas. Por ejemplo, los desconocidos Miriam y Guillermo, que planean la muerte de la mujer de él en el mismo hotel de La Habana que ocupa el narrador en su viaje de bodas, comparten algún detalle con Berta, una amiga del narrador de Nueva York, y Bill, su ocasional amante, un hombre encontrado a través de un anuncio y que somete a la mujer a perversas vejaciones. En las inquietantes hipótesis del narrador, cada uno de estos personajes tiene a su vez algo en común no sólo con él mismo y con Luisa, su mujer sino con su propio padre y las mujeres de las que éste ha enviudado, es decir su madre y, con anterioridad, una hermana de ella.
En Corazón tan blanco, la atracción sexual, móvil de la vida, aparece siempre con su instinto contrario la violencia.
El cuerpo como escenario de pasiones fatales, sobre todo el cuerpo femenino. La mujer como gran misterio. Sea cual sea el país, la clase social, la circunstancia, todas las mujeres de esta novela interrumpen en un momento dado la comunicación verbal, se sumergen en el sonido de su propia voz y excluyen canturreando al hombre que tienen al lado. Ellas ignoran que es sobre todo durante ese ensimismamiento cuando la superficie de su carne es siempre más vulnerable.
De esa contradicción no escapa tampoco el narrador, quien, indeciso entre la pasividad y la voluntad de poder, desconfía de Luisa, su esposa, a la que por otra parte ama con pasión.
Para él, uno no es responsable de lo que hace, sino de lo que escucha; «los oídos no tienen párpados», dice gráficamente. Esta ética subversiva, que recorre toda la novela, emerge del breve capítulo dedicado a Macbeth, en concreto el fragmento tras la escena del asesinato de Duncan. Después de consolar al marido desencajado que acaba de apuñalar al rey, Lady Macbeth embadurna con la sangre del muerto las caras de los guardias previamente drogados, y abandona cerca de sus cuerpos las dagas usadas para el delito. Entonces, justo después de concluir la acción que les garantiza a ambos la impunidad, la instigadora del asesinato le dice al asesino: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco».
Afirma Javier Marías haberse fijado en esta frase por su ambigüedad extrema, ya que el contexto no permite averiguar si el adjetivo «blanco» es ahí un símbolo de inocencia o de cobardía.
En el Macbeth de Shakespeare, que retoma el modelo de la tragedia clásica, la pareja diabólica, de repente temerosa y frágil tras cometer el regicidio, acabará aplastada por el peso moral de su secreto, una consecuencia con la que ninguno de los dos culpables contaba. En el Macbeth de Javier Marías, sin embargo, el destino de la pareja malvada no se menciona, porque importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo, la relación entre lo que se hace y lo que se dice.
A diferencia de las palabras, con los hechos no hay vuelta atrás: acontecen de una vez para siempre. Sin embargo, los hechos existen sólo si alguien los recuerda y los refiere. Esta idea, que alimenta gran parte de la narrativa de Javier Marías, atañe a la verdad como práctica discursiva, al evento que llega a ser real sólo si es relatado, como en el caso de Macbeth, que «hace el hecho», es decir, mata, instigado por su esposa, pero Lady Macbeth sólo comparte la responsabilidad cuando sabe de esa muerte. Éste es el sorprendente planteamiento moral del narrador, quien al final de la novela, pudiendo no escuchar el secreto que Ranz, su padre, le cuenta a Luisa, decide sin embargo hacerlo, y cargar así con una herencia ensangrentada que, a su vez, él mismo va a transmitir mediante un relato.
En este sentido, Corazón tan blanco puede leerse asimismo como la fracasada resistencia de una conciencia que ha perdido la protección que le aseguraban la ignorancia y el olvido. Vista así la historia, se entiende por qué la novela ha sido interpretada también en un sentido político, como una alegoría de la transición española, que no habría podido llevarse a cabo sin un pacto leí silencio. La turbia figura de Ranz, que había acumulado su fortuna bajo el franquismo, queda impune; Juan, el hijo, que había aceptado la vida acomodada que el padre le ofrecía, una vez sabe lo que no quería saber no lo juzga, y, descubierta al fin la procedencia del mal que justifica a posteriori sus «presentimientos de desastre», el autor interrumpe la historia dejando el final abierto, lo que en ningún modo apacigua sino que, por el contrario, lleva a su máxima tensión la zozobra, que había introducido en el lector desde la primera inolvidable escena de este libro.
ELIDE PITTARELLO


  Para Julia Altares
Pese a Julia Altares y a Lola Manera, de La Habana in memoriam


  «My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white.»

SHAKESPEARE
o bien
«Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco.»


  Corazón tan blanco



 No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie. Antes, con gesto automático, el padre había cerrado el grifo del lavabo, el del agua fría, que estaba abierto con mucha presión. La hija había estado llorando mientras se ponía ante el espejo se abría la blusa, se quitaba el sostén y se buscaba el corazón porque, tendida en el suelo frío del cuarto de baño enorme tenía los ojos llenos de lágrimas, que no se habían visto durante el almuerzo ni podían haber brotado después de caer sin vida. En contra de su costumbre y de la costumbre general, no había echado el pestillo, lo que hizo pensar al padre (pero brevemente y sin pensarlo apenas, en cuanto tragó) que quizá su hija, mientras lloraba, había estado esperando o deseando que alguien abriera la puerta y le impidiera hacer lo que había hecho, no por la fuerza sino con su mera presencia, por la contemplación de su desnudez en vida o con una mano en el hombro. Pero nadie (excepto ella ahora, y porque ya no era una niña) iba al cuarto de baño durante el almuerzo. El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y aún firme, y fue hacia él hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era sólo sangre. Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se transformó o empezó a ser maternal, y por eso no sólo se sintió espantado, sino también turbado. La otra niña, la hermana, que sí lo había visto cambiado en su adolescencia y quizá después, fue la primera en tocarla, y con una toalla (su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger) se puso a secarle las lágrimas del rostro mezcladas con sudor y con agua, ya que antes de que se cerrara el grifo, el chorro había estado rebotando contra la loza y habían caído gotas sobre las mejillas, el pecho blanco y la falda arrugada de su hermana en el suelo. También quiso, apresuradamente, secarle la sangre como si eso pudiera curarla, pero la toalla se empapó al instante y quedó inservible para su tarea, también se tiñó. En vez de dejarla empaparse y cubrir el tórax con ella, la retiró en seguida al verla tan roja (era su propia toalla) y la dejó colgada sobre el borde de la bañera, desde donde goteó. Hablaba, pero lo único que acertaba a decir era el nombre de su hermana, y a repetirlo. Uno de los invitados no pudo evitar mirarse en el espejo a distancia y atusarse el pelo un segundo, el tiempo suficiente para notar que la sangre y el agua (pero no el sudor) habían salpicado la superficie y por tanto cualquier reflejo que diera, incluido el suyo mientras se miró. Estaba en el umbral, sin entrar, al igual que los otros dos invitados, como si pese al olvido de las reglas sociales en aquel momento, consideraran que sólo los miembros de la familia tenían derecho a cruzarlo. Los tres asomaban la cabeza tan sólo, el tronco inclinado como adultos escuchando a niños, sin dar el paso adelante por asco o respeto, quizá por asco, aunque uno de ellos era médico (el que se vio en el espejo) y lo normal habría sido que se hubiera abierto paso con seguridad y hubiera examinado el cuerpo de la hija, o al menos, rodilla en tierra, le hubiera puesto en el cuello dos dedos. No lo hizo, ni siquiera cuando el padre, cada vez más pálido e inestable, se volvió hacia él y, señalando el cuerpo de su hija, le dijo «Doctor», en tono de imploración pero sin ningún énfasis, para darle la espalda a continuación, sin esperar a ver si el médico respondía a su llamamiento. No sólo a él y a los otros les dio la espalda, sino también a sus hijas, a la viva y a la que no se atrevía a dar aún por muerta, y, con los codos sobre el lavabo y las manos sosteniendo la frente, empezó a vomitar cuanto había comido, incluido el pedazo de carne que acababa de tragarse sin masticar. Su hijo, el hermano, que era bastante más joven que las dos niñas, se acercó a él, pero a modo de ayuda sólo logró asirle los faldones de la chaqueta, como para sujetarlo y que no se tambaleara con las arcadas, pero para quienes lo vieron fue más bien un gesto que buscaba amparo en el momento en que el padre no se lo podía dar. Se oyó silbar un poco. El chico de la tienda, que a veces se retrasaba con el pedido hasta la hora de comer y estaba descargando sus cajas cuando sonó la detonación, asomó también la cabeza silbando, como suelen hacer los chicos al caminar, pero en seguida se interrumpió (era de la misma edad que aquel hijo menor), en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados o que sólo se habían desprendido de los talones y una falda algo subida y manchada —unos muslos manchados—, pues desde su posición era cuanto de la hija caída se alcanzaba a ver. Como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión), suponiendo que antes o después volvería a aparecer por allí la doncella, quien normalmente le daba las instrucciones y no se hallaba ahora en su zona ni con los del pasillo, a diferencia de la cocinera, que, como miembro adherido de la familia, tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera y se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él. La doncella, que en el momento del disparo había soltado sobre la mesa de mármol del office las fuentes vacías que acababa de traer, y por eso lo había confundido con su propio y simultáneo estrépito, había estado colocando luego en una bandeja, con mucho tiento y poca mano —mientras el chico vaciaba sus cajas con ruido también—, la tarta helada que le habían mandado comprar aquella mañana por haber invitados; y una vez lista y montada la tarta, y cuando hubo calculado que en el comedor habrían terminado el segundo plato, la había llevado hasta allí y la había depositado sobre una mesa en la que, para su desconcierto, aún había restos de carne y cubiertos y servilletas soltados de cualquier manera sobre el mantel y ningún comensal (sólo había un plato totalmente limpio, como si uno de ellos, la hija mayor, hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido carne). Se dio cuenta entonces de que, como solía, había cometido el error de llevar el postre antes de retirar los platos y poner otros nuevos, pero no se atrevió a recoger aquéllos y amontonarlos por si los comensales ausentes no los daban por finalizados y querían reanudar (quizá debía haber traído fruta también). Como tenía ordenado que no anduviera por la casa durante las comidas y se limitara a hacer sus recorridos entre la cocina y el comedor para no importunar ni distraer la atención, tampoco se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño por no sabía aún qué motivo, sino que se quedó esperando, las manos a la espalda y la espalda contra el aparador, mirando con aprensión la tarta que acababa de dejar en el centro de la mesa desierta y preguntándose si no debería devolverla a la nevera al instante, dado el calor. Canturreó un poco, levantó un salero caído, sirvió vino a una copa vacía, la de la mujer del médico, que bebía rápido. Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia, y sin verse capaz de tomar una decisión, oyó el timbre de la puerta de entrada, y como una de sus funciones era atenderla, se ajustó la cofia, se puso el delantal más recto, comprobó que sus medias no estaban torcidas y salió al pasillo. Echó un vistazo fugaz a su izquierda, hacia donde estaba el grupo cuyos murmullos y exclamaciones había oído intrigada, pero no se entretuvo ni se acercó y fue hacia la derecha, como era su obligación. Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a colonia (el descansillo a oscuras) procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había regresado de su viaje de bodas no hacía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente porque habían coincidido en la calle o en el portal (sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café). La doncella casi rio por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba en seguida la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud. El marido, el cuñado, corría detrás muy pálido, con una mano sobre el hombro del hermano, como si quisiera frenarlo para que no viera lo que podía ver, o bien agarrarse a él. La doncella no regresó ya al comedor, sino que los siguió, apretando también el paso por asimilación, y cuando llegó a la puerta del cuarto de baño volvió a notar, aún más fuerte, el olor a colonia buena de uno de los caballeros o de los dos, como si se hubiera derramado un frasco o lo hubiera acentuado un repentino sudor. Se quedó allí sin entrar, con la cocinera y con los invitados, y vio, de reojo, que el chico de la tienda pasaba ahora silbando de la cocina al comedor, buscándola seguramente; pero estaba demasiado asustada para llamarle o reñirle o hacerle caso. El chico, que había visto bastante con anterioridad, sin duda permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse los cascos de botellas vacíos, ya que cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido y la copa de la mujer del médico volvía a estar sin vino. Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez.


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