CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 11 de marzo de 2017
MEMPO GIARDINELLI. ENSAYO: EL GÉNERO NEGRO.
Del gótico a la motivación social
Pero antes de hablar de Hammett, todavía hay que decir algo más de esta literatura que, aunque desde su origen careció de grandes pretensiones, desarrolló un fantástico camino en el siglo XX en la medida —es una hipótesis— en que iba recogiendo las ofrendas de múltiples tradiciones literarias. El género policial, en cualquiera de sus variantes, ni nació destinado a la trascendencia académica ni tuvo la intención moralizante que se ha querido atribuirle. Nació simplemente como una narrativa de entretenimiento que respondía a una decisión literaria un tanto aristocrática, lúdica y de desafío a la inteligencia del lector. Su carácter predominantemente burgués y urbano constituye otra de las posibles explicaciones al fenómeno de su popularidad, imparable desde finales del siglo XIX.
Pero en el caso de su vertiente negra, la literatura policial incorpora el aporte de otras tradiciones: la novela de caballería, la de aventuras, el realismo crítico. Incluso en un precursor como Bret Harte se observa un estrecho vínculo con la épica de la gran literatura universal: Harte escribió varios cuentos que reinterpretaban La Ilíada en la California de mediados del siglo pasado.
Aparte, la urbanidad del género negro podría interpretarse como una especie de traslación de la barbarie del descampado a la barbarie de la jungla citadina. Así se explica, además, que las novelas del Oeste, que narraron esa épica típicamente norteamericana del siglo XIX y que dieron una notable narrativa, se hayan constituido en antecedente necesario del policial negro. Y si bien tampoco en este caso el género tuvo grandes pretensiones ni sus autores se sintieron llamados a Olimpos literarios, no se puede desconocer que de todos modos el género negro fue convirtiéndose en una reflexión cada vez más sensible, interesante y profunda, por la sencilla razón de que hubo escritores cada vez más sensibles, interesantes y profundos.
Tanto el western como el policial negro son literaturas de conquista y de explicación, así como de justificación y descripción de las modalidades del capitalismo. Más allá de las intenciones que pudieron tener los diferentes escritores que delinearon ambos géneros, lo cierto es que crearon una poética propia. Y si no todos se caracterizaron por tener una preocupación predominantemente estética (la cual, sin embargo, muchos de ellos jamás descuidaron) la mayoría supo pintar con eficacia el espíritu aventurero estadounidense, el que, décadas después y sobre el fin del milenio, se impuso como estética dominante de la sociedad mundial con el rótulo de posmodernidad (y asunto que en este libro será tratado más adelante).
Pero además de la aventura y la épica, el género negro se vincula con otra riquísima tradición literaria: la antigua literatura gótica. Los vínculos entre la literatura policial y la gótica son fuertes y todavía vigentes. De ahí que si bien solemos referirnos a la novela negra como la literatura policial que surge en los años 20 en los Estados Unidos a partir de Hammett y Chandler, hay que reconocer la existencia de una “negritud literaria” anterior, derivada de las novelas de terror, misterio y asuntos sobrenaturales que fueron tan populares desde el siglo XVIII, y cuyo iniciador se considera que fue el británico Horace Walpole (1717-1797), autor de El castillo de Otranto (1764).
Ese género deslumbró al mundo por más de 200 años (incluso actualmente inspira una cinematografía sorprendentemente popular) y entre sus precursores figuran también la británica Ann Radcliffe (1764-1823); las obsesiones sexuales del Marqués de Sade (1740-1814); los mitos satánicos y el vampirismo del clérigo irlandés Charles Robert Maturin (1780-1824) considerado en muchas historias literarias como el gran precursor de Poe; y aun el tardío pero ya clásico Drácula (publicado en 1897) del también irlandés Bram Stoker (1847-1912). En rigor esas fueron las primeras novelas negras, también conocidas como góticas por la reconstrucción de un mundo medieval de majestuosidad ornamental: uno que combina las más bárbaras pasiones con la exuberancia en los detalles, los paisajes salvajes, los castillos y monasterios abandonados, y por supuesto el enorme peso de una religiosidad tan abrumadora como atemorizante. Eran novelas negras, además, porque se ocupaban de personajes y situaciones sórdidos, terroríficos, e incluían infaltables penumbras, profanaciones, torturas, criaturas horribles, las aberraciones más grotescas y hasta cierta metafísica onírica.
La posibilidad de producir estupefacción en los lectores es inagotable, infinita, como bien apunta Alfonso de Lucas en el prólogo a Seis relatos negros, libro que contiene seis textos justificadamente antológicos [48]: "Un asesinato” de Antón Chejov; el célebre “Sir Hércules” de Aldous Huxley; “Una rosa para Emilia" de William Faulkner; “Miss Amnesia” de Mario Benedetti; el admirable “Una conflagración imperfecta” de Ambrose Bierce (quien también frecuentó, recordémoslo, el relato del Oeste); y ese cuento breve, alucinante, casi perfecto de Juan José Arreóla que se llama “La migala”. Nótese que son magistrales versiones modernas (son escritores del último siglo, si se me permite la inclusión de Chejov, quien murió en 1904) de las posibilidades literarias del horror y lo inesperado. Y la acotación apunta a que la gótica no es una literatura pasada de moda sino una siempre vigente, porque propone que lo real y lo irreal tienen límites muchas veces indefinibles, imprecisos, como ya demostraron André Bretón, Antonin Artaud, Luis Buñuel, Leonora Carrington y muchos otros surrealistas, todos ellos fanáticos lectores de los escritores góticos y del Marqués de Sade en particular. Y si bien este género pudo tener en sus inicios una intención puritana y ejemplarizadora, no es menos cierto que su estatuto principal nunca dejó de ser la calidad artística.
Me parece evidente que también hay una línea de descendencia natural que va de la novela negra gótica al relato policial negro contemporáneo iniciado por Hammett. Quizás los vasos comunicantes fueron múltiples: la novela de piratas, la de viajes, la de aventuras, la literatura del Far West y todo aquello que se llamó (y algunos siguen llamando) “literatura de evasión”, signifique eso lo que significare.
Por eso mismo, consciente o no, el policial negro nació como un género sin grandes pretensiones, acaso porque surgió a la consideración pública en una época —la década de 1920— en que la literatura universal dio obras excepcionales: Ulises de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, y la consagración mundial del entonces recién fallecido Franz Kafka. Por estar destinado a las grandes masas y a gente de poca cultura, este género nació, podría decirse, “fuera” de la literatura. Evidentemente —y como se ha apuntado en páginas anteriores— su popularidad fue uno de sus “pecados originales”.
Pero esa misma cualidad de género marginal, especie de outsider de la literatura, colocó a la novela negra en un estado de constante emergencia. Y la emergencia fue y sigue siendo el drama de este género, hay que decirlo, porque la exigencia masiva de lectores y editores obliga a quienes lo trabajan a producir a destajo y bajo presión. Por lo tanto hay de todo, y seguramente es por eso que el género ofrece tanta página mediocre, tanta falta de rigor, tanto descuido y tantas situaciones chuscas, demagógicas o caricaturescas. Sin dudas, y con razón, es todo eso lo que hace que muchos lo consideren un subgénero. A ello contribuyen, por cierto, los editores, norteamericanos y de todo el mundo, que parecen pensar más o menos así: “El público devora este género; por lo tanto hay que hacer que los autores produzcan en serie. No importa la calidad, lo que importa es vender; y vender el género, no necesariamente títulos o autores”. Como toda literatura destinada al consumo masivo, termina quedando al costado de la así llamada gran literatura universal, y acaba siendo considerada un subgénero junto con la ciencia-ficción, el western, la novela rosa, el folletín de aventuras y el cine de clase B. Al costado, por detrás y por debajo, el mito se ha instalado en la conciencia de la cultura moderna: se trata de una “literatura de evasión”.
Para completar la condena, con el cine y la televisión se consolidó el menosprecio hacia este género que nunca pareció sujeto a rigurosas leyes literarias sino más bien a las leyes del mercado: todo debía ser masivo y por lo tanto fácil, rápido, digerible. La trituradora comercial es implacable, se sabe, y no da tregua: escritores, lectores y editores se lanzaron al juego, como siguiendo la consigna establecido por el escritor inglés Edgar Wallace (1875-1932): “Tres asesinatos por capítulo y a otra cosa. Así de brutal es esto".
Desde luego, aquel menosprecio fue injusto. Porque el género, además de obras condenables por su bajo nivel estético, también ha dado extraordinarias novelas que no pueden ser marginadas de la gran literatura universal. La moderna novela negra —en sus mejores expresiones— alcanza una dimensión filosófica notable al indagar con agudeza en la condición humana, y además las preocupaciones formales y el cuidado de la estética literaria han estado siempre presentes en sus autores más representativos. Hoy puede afirmarse que esta literatura ha superado lo puramente enigmático, y se ha atrevido a indagar, reflejar y cuestionar la sociedad contemporánea mediante la elevación a categoría artística de una forma generalmente despreciada por “evasiva” o “consumista”.
Como hemos visto, Javier Coma define al género destacando la importancia que tuvieron los años 20 estadounidenses cuando con el auge del cine se vivió un jolgorio económico asombroso. En su libro La novela negra. Historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policíaca norteamericana [49] reconoce al comic y al jazz como características de época y a los llamados "años locos” como delineadores de modelos de comportamiento y de consumo verdaderamente originales. Y subraya que junto a la frivolidad y el heroísmo cinematográficos, las rubias platinadas y los galanes y los cowboys, también se desarrolló un agudo sentido crítico, por lo menos en la literatura. Por eso cuando todo explotó, con la crisis de 1929-30 y la sucesión de huelgas, represión, desempleo, gangsterismo político y sindical, corrupción generalizada, guerras entre bandas mafiosas y tráfico de alcohol, armas y drogas, los escritores estadounidenses no tuvieron necesidad de inventar esa realidad. Simplemente la metieron en sus narraciones, la mostraron e interpretaron, y después la llevaron a la pantalla. Así se explica que muchos de los mejores autores del género negro, como Hammett, Chandler, Cain, Gruber, McCoy, Thompson y el mismísimo William Faulkner, entre otros, fueran todos notables guionistas en Hollywood. [50]
De modo que es posible afirmar que el género negro nació como una corriente interna, natural, dentro de la tradición realista de la literatura norteamericana. Hay una conciencia social en estos escritores, señalaron Piglia y Martini en más de una ocasión. Scott Fitzgerald, Caldwell, Steinbeck, John Dos Passos, Nathanael West, Faulkner y Hemingway eran todos considerados tough-writers (escritores duros). Y aunque algunos de ellos produjeron obras acaso involuntariamente negras, otros como Hemingway (con Los asesinos y Tener y no tener) y Faulkner (por lo menos con Santuario) deben ser considerados fundacionales, ya que anticiparon características del estilo narrativo negro: crimen; intriga y suspenso; fuerte oralidad con predominio de diálogo duro; acción vertiginosa; ironía constante; y corrosiva crítica de costumbres.
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