lunes, 15 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa: Cartas a un joven novelista. Carta II.


II
(En la gráfica en el orden usual: Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Pepe Donoso).
EL CATOBLEPAS

Querido amigo:
El trabajo excesivo de estos últimos días me ha impedido contestarle con la celeridad debida, pero su carta ha estado rondándome desde que la recibí. No sólo por su entusiasmo, que comparto, pues yo también creo que la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio; asimismo, porque el asunto sobre el que me interroga, «¿De dónde salen las historias que cuentan las novelas?», «¿Cómo se le ocurren los temas a un novelista?», me sigue intrigando, después de haber escrito buen número de ficciones, tanto como en los albores de mi aprendizaje literario.    
Tengo una respuesta, que deberá ser muy matizada para no resultar una pura falacia. La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario. Que todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que, a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo, tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (y a veces sin casi) reconocer en él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.
En una conferencia juvenil traté de explicar este mecanismo como un  striptease invertido. Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo. Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado, esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria —impuestas por la vida— que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.
En cuanto a los temas, creo, pues, que el novelista se alimenta de sí mismo, como el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a san Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de Zoología Fantástica. El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por sus pies. En un sentido menos material, desde luego, el novelista está también escarbando en su propia experiencia, en pos de asideros para inventar historias. Y no sólo para recrear personajes, episodios o paisajes a partir del material que le suministran ciertos recuerdos. También, porque encuentra en aquellos habitantes de su memoria el combustible para la voluntad que se requiere a fin de coronar con éxito ese proceso, largo y difícil, que es la forja de una novela.
Me atrevo a ir algo más lejos respecto a los temas de la ficción. El novelista no elige sus temas; es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso inexistente. Y, en todo caso, incomparablemente menor que en lo que concierne a la forma literaria, donde, me parece, la libertad —la responsabilidad— del escritor es total. Mi impresión es que la vida —palabra grande, ya lo sé— le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia, y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias. Apenas si es necesario buscar ejemplos de la manera como los temas se les imponen a los escritores a través de lo vivido, porque todos los testimonios suelen coincidir en este punto: esa historia, ese personaje, esa situación, esa intriga me persiguió, obsesionó, como una exigencia venida de lo más íntimo de mi personalidad, y debí escribirla para librarme de ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de Proust. Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido, monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje, sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y, al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano en su afanosa tarea de atesorar, discriminar, enterrar y desenterrar, asociar y disociar, pulir o deformar las imágenes que la memoria retiene del tiempo ido. Los biógrafos (Painter, por ejemplo) han podido establecer prolijos inventarios de cosas vividas y seres reales, escondidos detrás de la suntuosa invención en la saga novelesca proustiana, ilustrándonos de manera inequívoca sobre la manera como esa prodigiosa creación literaria fue erigiéndose con materiales de la vida de su autor. Pero lo que, en verdad, nos muestran esos inventarios de los materiales autobiográficos desenterrados por la crítica es otra cosa: la capacidad creadora de Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado, transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana, percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí misma en el transcurrir de la existencia.
Lo que nos lleva a otra comprobación, no menos importante que la anterior. Que, aunque el punto de partida de la invención del novelista es lo vivido, no es ni puede serlo el de llegada. Éste se halla a una distancia considerable y a veces astral de aquél, pues en ese proceso intermedio —vaciado del tema en un cuerpo de palabras y un orden narrativo—, el material autobiográfico experimenta transformaciones, es enriquecido (a veces empobrecido), mezclado con otros materiales recordados o inventados y manipulado y estructurado —si la novela es una verdadera creación— hasta alcanzar la autonomía total que debe fingir una ficción para vivir por cuenta propia. (Las que no se emancipan de su autor y valen sólo como documentos biográficos, son, desde luego, ficciones frustradas.) La tarea creativa consiste en la transformación de aquel material suministrado al novelista por su propia memoria en ese mundo objetivo, hecho de palabras, que es una novela. La forma es la que permite cuajar en un producto concreto esa ficción, y, en ese dominio, si esta idea del quehacer novelístico es cierta (tengo dudas de que lo sea, le repito), el novelista goza de plena libertad y por lo tanto es responsable del resultado. Si lo que está leyendo entre líneas es que, a mi juicio, un escritor de ficciones no es responsable de sus temas (pues la vida se los impone) pero lo es de lo que hace con ellos al convertirlos en literatura y por lo tanto se puede decir que él es en última instancia el único responsable de sus aciertos o fracasos —de su mediocridad o de su genio—, sí, eso es exactamente lo que pienso.
¿Por qué, entre los infinitos hechos que se acumulan en la vida de un escritor, hay algunos cuantos que resultan tan extraordinariamente fértiles para su imaginación creadora, y otros muchísimos en cambio desfilan por su memoria sin convertirse en desencadenantes de la inspiración? No lo sé con seguridad. Tengo apenas una sospecha. Y es que las caras, anécdotas, situaciones, conflictos, que se imponen a un escritor incitándolo a fantasear historias, son precisamente los que se refieren a esa disidencia con la vida real, con el mundo tal como es, que, según le comenté en mi carta anterior, sería la raíz de la vocación del novelista, la recóndita razón que empuja a una mujer o a un hombre a desafiar al mundo real mediante la simbólica operación de sustituirlo con ficciones.
Entre los innumerables ejemplos que se podrían mencionar para ilustrar esta idea elijo el de un escritor menor —pero frondoso hasta la incontinencia— del XVIII francés: Restif de la Bretonne. Y no lo elijo por su talento —no lo tenía en exceso— sino por lo gráfico que resulta su caso de rebelde con el mundo real, que optó por manifestar su rebeldía reemplazando a aquél en sus ficciones por otro construido a imagen y semejanza del que su disidencia hubiera preferido.
En las innumerables novelas que escribió Restif de la Bretonne —la más conocida es su voluminosa autobiografía novelesca, Monsieur Nicolas— la Francia dieciochesca, la rural y la urbana, aparece documentada por un sociólogo detallista, observador riguroso de los tipos humanos, las costumbres, las rutinas cotidianas, el trabajo, las fiestas, los prejuicios, los atuendos, las creencias, de tal modo que sus libros han sido un verdadero tesoro para los investigadores, y tanto historiadores como antropólogos, etnólogos y sociólogos se han servido a manos llenas de ese material recogido por el torrencial Restif de la cantera de su tiempo. Sin embargo, al pasar a sus novelas, esta realidad social e histórica tan copiosamente descrita experimentó una transformación radical y es por eso que se puede hablar de ella como de una ficción. En efecto, en este mundo prolijo tan parecido en tantas cosas al mundo real que lo inspiró, los hombres se enamoran de las mujeres, no por la belleza de sus rostros, la gracia de sus cinturas, su esbeltez, finura, encanto espiritual, sino, fundamentalmente, por la hermosura de sus pies o la elegancia de sus botines. Restif de la Bretonne era un fetichista, algo que hacía de él, en la vida real, un hombre más bien excéntrico al común de sus contemporáneos, una excepción a la regla, es decir, en el fondo, un «disidente» de la realidad. Y esa disidencia, seguramente el impulso más poderoso de su vocación, se nos revela en sus ficciones, en las que la vida aparece enmendada, rehecha a imagen y semejanza del propio Restif. En ese mundo, como le ocurría a éste, lo acostumbrado y normal era que el atributo primordial de la belleza femenina, el más codiciado objeto de placer para el varón —para todos los varones— fuera esa delicada extremidad y, por extensión, sus envoltorios, las medias y los zapatos. En pocos escritores se puede advertir tan nítidamente ese proceso de reconversión del mundo que opera la ficción, a partir de la propia subjetividad —los deseos, apetitos, sueños, frustraciones, rencores, etcétera— del novelista, como en este polígrafo francés.
Aunque de manera menos visible y deliberada, en todos los creadores de ficciones ocurre algo parecido. Algo hay en sus vidas semejante al fetichismo de Restif, que los hace desear ardientemente un mundo distinto a aquél en el que viven —un altruista ideal de justicia, un egoísta empeño de satisfacer los más sórdidos apetitos masoquistas o sádicos, un humano y razonable anhelo de vivir la aventura, un amor inmarcesible, etcétera—, un mundo que se sienten inducidos a inventar a través de la palabra, y en el que, de manera generalmente cifrada, queda impreso su entredicho con la realidad real y aquella otra realidad con la que su vicio o generosidad hubieran querido reemplazar a la que les tocó.
Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el momento oportuno para hablar de una peligrosa noción aplicada a la literatura: la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor auténtico? Lo cierto es que la ficción es, por definición, una impostura —una realidad que no es y sin embargo finge serlo— y que toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que ¿tiene sentido hablar de autenticidad en el dominio de la novela, género en el que lo más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene, pero de esta manera: el novelista auténtico es aquel que obedece dócilmente aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me parece difícil que se llegue a ser un creador —un transformador de la realidad— si no se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa imposición —escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está visceral, aunque a menudo misteriosamente integrado a nuestra vida— se escribe «mejor», con más convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese trabajo apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la elaboración de una novela.
Los escritores que rehúyen sus propios demonios y se imponen ciertos temas, porque creen que aquéllos no son lo bastante originales o atractivos, y estos últimos sí, se equivocan garrafalmente. Un tema de por sí no es nunca bueno ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino de aquello en que un tema se convierte cuando se materializa en una novela a través de una forma, es decir de una escritura y una estructura narrativas. Es la forma en que se encarna la que hace que una historia sea original o trivial, profunda o superficial, compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad, verosimilitud a los personajes o los vuelve unas caricaturas sin vida, unos muñecos de titiritero. Ésa es otra de las pocas reglas en el dominio de la literatura que, me parece, no admite excepciones: en una novela los temas en sí mismos nada presuponen, pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos, exclusivamente en función de lo que haga con ellos el novelista al convertirlos en una realidad de palabras organizadas según cierto orden.
Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí.
Un abrazo.
Fuente:
Colección: La Línea del Horizonte

Mario Vargas Llosa, 1997
Editorial Planeta, S. A., 1997.


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