sábado, 19 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. CUARTA ENTREGA.

(Nota: en la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).
4. De la Colonia a la independencia. Machado de Assis
1. La Corona española prohibió la redacción y circulación de novelas, alegando que leer ficciones era peligroso para una población recién convertida al cristianismo. Lo cual, en otro sentido, constituye un elogio de la novela, considerándola no inocua, sino peligrosa.
Como peligrosa podía ser la palabra poética, si consideramos el caso del escritor máximo de la era colonial, la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, elogiada, exaltada, rebajada y al cabo silenciada por la autoridad eclesiástica colonial. Sin embargo, ha sido la poesía la compañera fiel, la sombra a veces, otras el sol de la literatura escrita en castellano en las Américas. De Ercilla a Neruda en Chile, de Sor Juana a Sabines en México, las musas han estado tan presentes como las misas. En el siglo XIX, Rubén Darío basta para comprobar esta fidelidad. Hay otros: con el gran nicaragüense bastaría.
Pero si la poesía es nuestra compañera más constante y antigua, una rival aparece a partir del siglo XVIII para disputarle la primacía de nuestros amores. Esa usurpadora tardía se llama la política de la identidad, la reflexión sobre la nación: la colonia que dejaba de serlo anticipaba la independencia. Manifiesta su seducción, paradójicamente, gracias al afán modernizador de Carlos III en España y su decisión de expulsar a los jesuitas, «dueños absolutos de los corazones y las conciencias de todos los habitantes de este vasto imperio», le escribe el virrey de la Nueva España, Marqués de Croix, a su hermano en carta privada, aunque públicamente se vea obligado a sostener las razones de la monarquía en su trato con las colonias: «de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir, ni opinar en los altos asuntos del Gobierno».
El doble discurso virreinal no logró ocultar otras dos cosas. Una, la creciente urgencia hispanoamericana de asentar una identidad propia tal como lo expresó el jesuita peruano Juan Pablo de Viscardo y Guzmán en 1792, al celebrarse el tercer centenario del descubrimiento: «El Nuevo Mundo es nuestra patria, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos por ella a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios».
Viscardo y Guzmán escribió estas líneas desde su exilio en Londres, y ello ilustra el otro acontecimiento que acompañó la expulsión de los jesuitas: los intelectuales de la Compañía se vengaron del rey de España escribiendo, desde el destierro, libros que proclamaban la identidad nacional de las patrias añoradas. El padre Clavijero, desde Roma, define la identidad mexicana a partir de la antigüedad precortesiana. El padre Molina, también desde Roma, escribe una historia nacional y civil de Chile, así, con todas sus letras: nacional y civil. Historia, geografía, sociedad, nación propias: la definición jesuita de las nacionalidades hispanoamericanas fortalece a éstas, las aleja de España, pero también las aleja de su posible unidad: precipita el movimiento liberador y propone a los escritores del siglo de la independencia, el XIX, el compromiso de fijar la historia patria y con ello, esclarecer la identidad nacional.
Para trascender estos dilemas y superar estas contradicciones, la clase intelectual hispanoamericana del siglo XIX sigue una vía, tortuosa a veces, y con varias etapas.
Etapa primera. El conde de Aranda (1718-1798), ministro del rey Carlos III, animado por una voluntad modernizante y reformadora, distingue claramente, como nos advierte Carmen Iglesias en su gran ensayo sobre La nobleza ilustrada, entre colonias y coronas. Las Indias, añade Iglesias, no eran colonias de España, sino parte de la corona española. A esa parte americana de la corona le corresponden ahora tres infantazgos (México, Perú y la Costa Firme) a fin de «presenciar la unión con España en una especie de commonwealth» (Iglesias). Se precavía así Aranda contra lo que ocurrió: fragmentación, vacíos de poder, guerras civiles.
Etapa segunda. Las Cortes de Cádiz en 1810, con representación igualitaria de los reinos de América, adoptan una constitución liberal. Los reinos de América son considerados parte de España. Cádiz establece principios como la división de poderes y la igualdad civil.
Etapa tercera. El rey Fernando VII es prisionero de Napoleón, España es ocupada, José Bonaparte puesto en el trono y los reinos de América se rebelan en ausencia del rey, de México a Caracas y Buenos Aires.
Cuarta etapa. Restaurado por Napoleón, en 1813 Fernando VII declara la guerra a las independencias y éstas responden con lo que Bolívar llama «la guerra a muerte».
Quinta etapa. Alcanzada la independencia en 1821, el problema se centra en la forma de gobierno. ¿Monarquía constitucional o república? Y si república, ¿de qué clase? ¿Federal o centralista? ¿Unitaria o confederada?
Cualquiera que fuese la opción política, había una realidad social subyacente que se presentía en las revoluciones de independencia como contradicción entre el «país real» y «el país legal». Durante la Colonia, las diferencias de clase rara vez se manifestaron, y cuando lo hicieron fueron velozmente reprimidas. En México, el motín contra la carestía del maíz (1692), precedido por la insurrección de los indios de las minas de Topia (Durango) en 1598, presagiaban la rebelión negra de Yanga en Veracruz y la fundación del pueblo de San Lorenzo de los Negros.
Las rebeliones se sucedieron en el siglo XVIII. Los tzeltales en Chiapas (1712), los comuneros en Paraguay (1717). Y el estado de rebelión constante de los quilombos de afrobrasileños que transmitieron el nombre inglés (kilombo) para sus comunidades. Túpac Amaru encabezó la rebelión indígena del Alto Perú en 1780 y las «comunas» de Nueva Granada se rebelaron en 1781.
El país legal era protegido por la monarquía paternalista de Habsburgos y Borbones. El país real era dominado por terratenientes, caciques y capataces. El lema del país legal era «la ley se obedece». El país real le respondió: «Pero no se cumple».
Las revoluciones de Independencia y la aparición de las nuevas repúblicas potenciaron este estado de cosas, ahondándolo. Formalmente, el país legal, modernizante, progresista, fundado en la imitación de las constituciones y leyes de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, era un biombo jurídico formal, detrás del cual persistía el viejo país real. País legal: actuando como protector del Perú, San Martín abolió legalmente, en 1821, el tributo indígena. País real: nada cambió. Una y otra vez, la desigualdad legal de la era colonial fue sustituida por la desigualdad real, ahora disfrazada de igualdad legal, de la era independiente. En su discurso de Bucaramanga, en 1828, Simón Bolívar denunció a una aristocracia de rango, oficio y dinero que, aunque hablaba de la igualdad, la quería entre las clases altas, no con las bajas.
El país real fue descrito por Sarmiento en el Facundo de 1845. Argentina es dos naciones, cada una extraña para la otra: ciudad y campo. En el campo no hay sociedad y su habitante, el gaucho, sólo le debe fidelidad al jefe. El resultado es un mundo donde predomina la fuerza bruta, la autoridad sin límite ni responsabilidad. Avant la lettre, Sarmiento nos ofrece, desde 1845, la definición de lo que Max Weber llamaría modernamente patrimonialismo, la forma arcaica de dominación, la ausencia de previsión del sentido del Estado y de la sociedad moderna, a favor del ejercicio irresponsable de la autoridad. Esta obediencia al jefe y no a la ley, define a la vida política en lo que Sarmiento llamó «la barbarie».
Sin embargo, los violadores de la ley la invocan siempre, se envuelven en su toga y se sientan en su trono porque si el cacique local es el dictador nacional en miniatura, éste es también una versión reducida del modelo ontológico del poder entre nosotros: el César romano que requiere del derecho escrito —es decir, no ignorable— para legitimarse y legitimar sus hazañas.
Las clases letradas de las nuevas sociedades intentaron dar respuestas a estas contradicciones mediante formas políticas para una realidad cultural contradictoria y pluralista. ¿Cuánto pueden las ideas, cuanto pueden las palabras para transformar la realidad? No lo sabremos, contestó el siglo XIX, si desconocemos la historia de las nuevas naciones. Es por ello natural que el siglo XIX le pertenezca a los historiadores y educadores, y muy marginalmente a los poetas y novelistas.
En Chile, José Victorino Lastarria se opone al orden colonial y escribe una nueva historia política de la nación (1844). Francisco Bilbao forma un nuevo partido, «La sociedad de la igualdad», publica el Evangelio americano por la justicia y la libertad e inventa el término «América Latina» en 1857. Benjamín Vicuña Mackenna inicia la historia urbana con sus libros sobre Valparaíso y Santiago (1869).
En México, José María Luis Mora escribe una Historia de México y sus revoluciones en 1836: un verdadero censo de la historia de México, sus leyes, finanzas, política exterior y posibilidades éticas.
Hay otros que navegan entre la política y las letras —Fray Servando Teresa de Mier, José María Heredia, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo de Vidaurre—. Pero quizás dos son los ensayistas, educadores e historiadores más importantes: Andrés Bello y Domingo F. Sarmiento.
Andrés Bello, venezolano, maestro de Simón Bolívar, trasladado a Chile en 1859, fue autor de una gramática de la lengua española adaptada al uso de las Américas. Fundó la Universidad Nacional de Chile, fue su primer presidente así como ministro de la oligarquía «ilustrada» gobernada desde la sombra por Diego Portales, el gran organizador de las instituciones chilenas, en épocas dominadas por los dictadores Santa Anna en México y Rosas en Argentina.
Bello mantuvo una famosa polémica con el otro gran escritor y estadista sudamericano, Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, civilización o barbarie. Este libro es muchas cosas. Biografía del tirano de la Rioja, Facundo Quiroga, capaz de matar a un hombre a patadas y de incendiar la casa de sus propios padres. Es, además, una historia de Argentina, geografía del país y estudio de su sociedad y propone una convicción: el pasado es la barbarie. El presente requiere trascender el pasado colonial y modernizar, cosa que Sarmiento se propuso como presidente de la república entre 1868 y 1874: bancos, comunicaciones, migración europea, desarrollo urbano…
El Facundo es uno de los dos grandes libros hispanoamericanos del siglo XIX, ambos argentinos. El otro es el Martín Fierro de José Hernández. Las novelas del siglo XIX son apenas un suspiro en medio del vendaval histórico. El cubano Cirilo Villaverde y Cecilia Valdés (1839; 1882), costumbrista y romántica. El chileno Alberto Blest Gana y Martín Rivas (1862), realista y liberal. La solera aventurera de Manuel Payno en México (Los bandidos de Río Frío, 1888-1891). Y una novela por Vicente Riva Palacio de título más inventivo que su contenido: Monja, casada, virgen y mártir. En ese orden.
Además de un audaz y fervoroso intento de convertir a la lengua en extremo mortal de la poesía, exploración de posibilidades inéditas —redescubrimiento de América—, afirmación en la negación misma de la continuidad lingüística del castellano, paseo al borde del abismo: el modernismo y Rubén Darío.
El alud de poesía cívica y patriótica, retórica y sentimental afectó incluso a los más severos. Andrés Bello —que no Agustín Lara— proclama: «divina poesía, tú de la soledad habitadora». La reacción fue profunda, sutil e irónica. El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) introdujo los prestigios de Whitman y Poe, de Verlaine y Lautréamont en un verso que adaptase las formas del pasado para trascenderlas. Canta: «En su país del hierro vive el gran viejo, bello como un patriarca, sereno y santo». Pero Verlaine, «liróforo celeste que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador; ¡Panida!». Pero a la retórica en español: «¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines». Y la política: «Hay mil cachorros sueltos del león español. Tened cuidado. ¡Viva la América española!» (T. Roosevelt). Y Darío, finalmente:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Lo Fatal


Así como Darío renueva la poesía en castellano (en América y en España), dejando un legado ambicioso y rico a los novelistas, su lenguaje, la novela misma es transformada por un milagro brasileño: José María Machado de Assis.
2. Brasil fue parte del imperio portugués de las Américas y su historia difiere considerablemente de la hispanoamericana. La invasión napoleónica de Portugal, en 1807, obliga a la familia real a refugiarse en Brasil. En 1808 el príncipe regente, don Juan de Portugal, llevó a Brasil las instituciones portuguesas y él mismo asumió el trono de Portugal, Brasil y Algarve en 1816, trasladándose físicamente a Lisboa en 1821, tras designar a su hijo, don Pedro, como regente brasileño. En 1822 Pedro I se convirtió en emperador y Brasil consiguió su independencia sin la sangre y las batallas de la América española.
Al abdicar Pedro I a favor de su hijo el niño Pedro II en 1831, una regencia gobernó a Brasil hasta 1840, cuando Pedro II asumió el trono y lo ocupó hasta 1889, fecha en la que renunció, se exilió y, en febrero de ese mismo año, Brasil se constituyó como república federal (1839-1908).
Doy estos datos para situar a Machado de Assis en un contexto distinto del hispanoamericano, aunque la filiación nacional del escritor acaso sea menos importante que su filiación literaria, dado que Machado de Assis no pertenece a la corriente romántica y realista de la Hispanoamérica decimonónica, sino que resucita la gran tradición de la Mancha: la tradición Cervantes-Sterne-Diderot.
O sea: Machado de Assis es un milagro. Y los milagros, le dice Don Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden. No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita.
Pero si el milagro es algo que rara vez sucede, ¿no es algo que sucede en comparación con lo que siempre, o comúnmente, sucede?
Más bien, Machado de Assis se refiere al romanticismo y al naturalismo como un corcel agotado. Un hermoso caballo vencido, devorado por las llagas y los gusanos. ¿Cuál fue su nombre original? ¿Rocinante? ¿Clavileño?
Porque la mediocridad de la novela hispanoamericana del XIX no es ajena a la ausencia de una novela española después de Cervantes y antes de Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós. Las razones de esta ausencia llenarían varias páginas: sólo quiero registrar mi asombro de que en la lengua de la novela moderna fundada en La Mancha por Miguel de Cervantes sólo haya habido, después de Don Quijote, campos de soledad, mustio collado.
La Regenta, Fortunata y Jacinta, le devuelven su vitalidad a la novela española en España, pero la América española deberá esperar aún, como España esperó a Clarín y a Galdós, a Borges, Asturias, Carpentier y Onetti.
En cambio —y éste es el milagro—, Brasil le da su nacionalidad, su imaginación, su lengua, al más grande —por no decir, el solitario— novelista iberoamericano del siglo pasado, Joaquim María Machado de Assis.
¿Qué supo Machado que no supieron los novelistas hispanoamericanos? ¿Por qué el milagro de Machado?
El milagro se sostiene sobre una paradoja: Machado asume, en Brasil, la lección de Cervantes, la tradición de La Mancha que olvidaron, por más homenajes que cívica y escolarmente se rindiesen al Quijote, los novelistas hispanoamericanos, de México a Argentina.
¿Fue esto resultado de la hispanofobia que acompañó a la gesta de la independencia y a los primeros años de la nacionalidad? No, repito, si atendemos a las reverencias formales del discurso. Sí, desde luego, si nos fijamos en el rechazo generalizado del pasado cultural independiente: ser negros o indígenas era ser bárbaros, ser español era ser retrógrado. Había que ser yanqui, francés o británico para ser moderno y para ser, aún más, próspero, democrático y civilizado.
Las imitaciones extralógicas de la era independiente creyeron en una civilización Nescafé: podíamos ser instantáneamente modernos excluyendo el pasado, negando la tradición. El genio de Machado se basa, exactamente, en lo contrario: su obra está permeada de una convicción: no hay creación sin tradición que la nutra, como no habrá tradición sin creación que la renueve.
Pero Machado tampoco tenía detrás de sí una gran tradición novelesca, ni brasileña ni portuguesa. Era dueño, en cambio, de la tradición que compartía con nosotros, los hispanoparlantes del continente: tenía la tradición de La Mancha. Machado la recobró: nosotros la olvidamos. Pero ¿no la olvidó también la Europa post-napoleónica, la Europa de la gran novela realista y de costumbres, sicológica o naturalista, de Balzac a Zola, de Stendhal a Tolstoi? ¿Y no fue nuestra pretensión modernizante, en toda Iberoamérica, reflejo de esa corriente realista que convengo en llamar la tradición de Waterloo, por oposición a la tradición de La Mancha?
En su Arte de la novela, Milan Kundera, más que nadie, ha lamentado el cambio de camino que interrumpió la tradición cervantesca continuada por sus más grandes herederos, el irlandés Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, a favor de la tradición realista descrita por Stendhal como el reflejo captado por un espejo que se pasea a lo largo de un camino, y confirmada por Balzac como el hecho de hacerle la competencia al registro civil.
¿Y el llamado al juego, al sueño, al pensamiento, al tiempo?, exclama Kundera en un capítulo que titula «La desdeñada heredad de Cervantes». ¿Dónde se fue? La respuesta es, si no milagrosa, sí sorprendente: se fue a Río de Janeiro y renació bajo la pluma de un mulato carioca pobre, hijo de albañil, autodidacta, que aprendió el francés en una panadería, que sufrió de epilepsia como Dostoievski, que era miope como Tolstoi, y que escondía su genio dentro de un cuerpo tan frágil como el de otro gran brasileño, Aleijadinho, también mulato, pero además leproso, trabajando solo y solamente de noche, cuando no podía ser visto. Pero de Brasil, repito, ¿no se ha dicho que el país crece de noche, mientras los brasileños duermen? Prometo: no lo vuelvo a decir.
Machado no. Está bien despierto. Su prosa es meridiana. Pero también lo es su misterio: un misterio solar, el de un escritor americano de lengua portuguesa y raza mestiza que, solitario en el mundo del realismo como una estatua barroca de Minas Gerais, redescubre y reanima la tradición de La Mancha contra la tradición de Waterloo.
La Mancha y Waterloo.
¿Qué entiendo por estas dos tradiciones?
Históricamente, la tradición de La Mancha la inaugura Cervantes como un contratiempo a la modernidad triunfadora, una novela excéntrica de la España contrarreformista, obligada a fundar otra realidad mediante la imaginación y el lenguaje, la burla y la mezcla de géneros. La continúan Sterne con el Tristram Shandy, donde el acento es puesto sobre el juego temporal y la poética de la digresión, y por Jacques el Fatalista de Diderot, donde la aventura lúdica y poética consiste en ofrecer, casi en cada línea, un repertorio de posibilidades, un menú de alternativas para la narración.
La tradición de La Mancha es interrumpida por la tradición de Waterloo, es decir, por la respuesta realista a la saga de la revolución francesa y el imperio de Bonaparte. El movimiento social y la afirmación individual inspiran a Stendhal, cuyo Sorel lee en secreto la biografía de Napoleón; por Balzac, cuyo Rastignac es un Bonaparte de los salones parisinos; y por Dostoievski, cuyo Raskolnikov tiene un retrato del gran corso como único decorado de su buhardilla peterburguesa. Novelas críticas, ciertamente, de lo mismo que las inspira. Iniciadas con el crimen de Sorel, las carreras en ascenso de la sociedad post-bonapartista culminan con la falsa gloria del arribista Rastignac y terminan en el crimen y la miseria de Raskolnikov.
En medio de ambas corrientes, Machado de Assis revalida la tradición interrumpida de La Mancha y nos permite contrastarla, de manera muy general, con la tradición triunfante de Waterloo.
La tradición de Waterloo se afirma como realidad. La tradición de La Mancha se sabe ficción y, aún más, se celebra como tal.
Ésta es la tradición lúdica cuyo abandono Kundera lamenta pero que Machado, inesperadamente, recupera. Las Memorias póstumas de Blas Cubas, publicadas en 1881, son escritas desde la tumba por un autor cuya autoría puede ser tan cierta como la muerte misma, sólo que Blas Cubas convierte a la muerte en una incertidumbre cierta y en una certeza incierta, mediante el matiz que introduce, ab initio, el tema cervantesco de la ficción consciente de serlo: «Soy un escritor muerto —dice Blas Cubas—, no en el sentido de alguien que ha escrito antes y ahora está muerto, sino en el sentido de un escritor que ha muerto pero sigue escribiendo». Este escritor, para el cual «la tumba es en realidad una nueva cuna», es el narrador póstumo Blas Cubas, el cual, al renovar la tradición cervantina y sobre todo sterniana de dirigirse al lector, lo hace a sabiendas de que, esta vez, el lector tiene que vérselas menos con un autor incierto como el del Quijote, o con un autor angustiado por escribir la totalidad de su vida antes de morir, como Tristram Shandy, que con un autor muerto que escribe desde la tumba, que dedica su libro «al primer gusano que devoró mi carne» (nótese el uso del pretérito) y que admite la fatalidad de su situación: «Todos tenemos que morir. Es el precio por estar vivos».
De este modo, Blas Cubas traslada su propio pasado vivo y su propio presente muerto al lector, con mucho del humor de Cervantes, Sterne y Diderot, pero con una acidez, a veces una rabia, que sorprende en personaje y autor tan dulces como Blas Cubas y Machado de Assis, si no nos advirtiesen ambos, desde la primera página, que estas Memorias póstumas están escritas «con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía».
Ésta me parece la frase esencial de la novela manchega del novelista carioca: escribir con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía.
La risa primero.
La admiración de Tristram Shandy por Don Quijote, a la que aludí líneas arriba, se basa en el humor: «Estoy persuadido —leemos en Tristram Shandy—, de que la felicidad del humor cervantino nace del simple hecho de describir eventos pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva a los grandes acontecimientos».
Sterne pone de cabeza este humor describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, que ensangrentó una vez más los campos de Flandes, es reproducida por el tío Toby de Tristram Shandy, privado de luchar en la guerra porque recibió una herida en la ingle, en el césped que antes le sirvió de boliche, entre dos hileras de coliflores. Allí, el tío Toby puede reproducir las campañas de Marlborough sin derramar una gota de sangre.
El humor de Machado va más allá del humor de Cervantes y el de Sterne: el brasileño narra pequeños hechos en breves capítulos con la mezcla de risa y melancolía que se resuelve, en más de una ocasión, en ironía.
Libro epicúreo, lo ha llamado alguna crítica norteamericana. Libro aterrador, añade otra reseña neoyorquina, porque su denuncia de la pretensión y la hipocresía que se esconden en los seres comunes y corrientes es implacable. No, corrige Susan Sontag: éste es solamente un libro de un escepticismo radical que se impone al lector con la fuerza de un descubrimiento personal.
Es cierto: los elementos carnavalescos, la risa jocular que Bajtin atribuye a las grandes prosas cómicas de Rabelais, Cervantes y Sterne, están presentes en Machado. Baste recordar los encuentros picarescos con el filósofo-estafador Quincas Borba, el vodevil de los encuentros con la amante secreta, Virgilia, y la descripción de la manera como ésta usa la religión: «como una ropa interior larga y colorada, protectora y clandestina». Basta evocar los retratos satíricos de la sociedad carioca y de la burocracia brasileña, resueltos en un espléndido pasaje cómico que reduce la política al problema de convertirse en secretario de un gobernador para poder acompañar al interior a su amante, la mujer del gobernador. Así se resuelve administrativamente el problema del adulterio.
En gran medida, el humor de Machado determina el ritmo de su prosa: no sólo la brevedad de los capítulos, sino la velocidad del lenguaje. Esta rapidez como hermana de la comicidad, obvia en la imagen cinematográfica acelerada de Chaplin o Buster Keaton, tiene su antecedente musical en El barbero de Sevilla de Rossini, su antecedente poético en el Eugenio Oneguin de Pushkin y su antecedente novelesco en Jacques el Fatalista de Diderot, del cual extraigo el siguiente ejemplo: El autor conoce «a una mujer bella como un ángel […]. Deseo acostarme con ella. Lo hago. Tenemos cuatro hijos».
En Blas Cubas, así se caracteriza a sí mismo el autor: «¿Por qué negarlo? Sentía pasión por la teatralidad, los anuncios, la pirotecnia».
Y Virgilia, la amante del narrador, es descubierta y descrita en unos cuantos trazos certeros: «Bonita, espontánea, frescamente modelada por la naturaleza, llena de esa magia, precaria pero eterna, que es transmitida secretamente para la procreación».
Sin embargo, la risa rabelaisiana pronto se congela en los labios de la melancolía machadiana.
En Tristram Shandy las batallas de la guerra de la sucesión española ocurren en el jardin potager del tío Toby, sin derramamiento de sangre. Machado hace hincapié en que el encuentro de risa y melancolía en Blas Cubas tampoco desembocará en la violencia. Un párrafo ilustrativo lo indica. Ante la posibilidad de un encuentro de fuerza, el autor promete que no habrá la violencia esperada y que la sangre no manchará la página.
El lector hispanoamericano podría encontrar en esta frase una sublectura histórica del Brasil como la nación latinoamericana que ha sabido conducir los procesos históricos sin la violencia de los demás países del continente. Acaso las excepciones confirmen la regla. En todo caso, en la novela de Machado el rumor del carnaval carioca va quedando lejos y afuera, a medida que la tinta de la melancolía va ganándole espacios a la pluma de la risa.
Vi hace poco un documental de televisión dedicado a Carmen Miranda, que se inicia con la infinita melancolía de las canciones tradicionales de Brasil en la voz de esta mujer excepcional convertida por Hollywood en símbolo estrepitoso del carnaval, la alegría ruidosa y el frutero en la cabeza. Pero a medida que el clisé revela la cara de la muerte, el estrépito de la Chica-Chica-Bum se desvanece y retorna la voz auténtica, la voz perdida, la voz de la melancolía. Es como si, desde la muerte, Carmen Miranda exclamase: «¡No me quiten mi tristeza!».
Por eso digo que la frase más significativa del libro de Machado es ésta: «Escrito con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía». ¿Pues qué es Blas Cubas sino la melancólica historia de un solterón que primero debe sortear los peligros del adulterio y más tarde los de la vejez solitaria y ridícula? «La muerte de un solterón a la edad de sesenta y cuatro años no alcanza el nivel de la gran tragedia», advierte el narrador al final de un recorrido en el que descubre otra unidad olvidada por Aristóteles: la unidad de la miseria humana.
Hay un momento casi proustiano en el que Blas Cubas abandona un baile a las cuatro de la mañana y nos pregunta: «¿Y qué creen ustedes que me esperaba en mi carruaje? Mis cincuenta años. Allí estaban, sin invitación, no ateridos de frío o reumáticos, sino adormilados y exhaustos, anhelando el hogar y la cama». El olvido, nos dice Machado, nos acecha antes de la muerte: «El problema no consiste en encontrar a alguien que recuerde a mis padres, sino en encontrar a alguien que me recuerde a mí». Blas Cubas empieza por imitar a la muerte: «No le gusta hablar porque quiere que todos crean que se está muriendo». Pero sólo la lectura crítica de esta gran novela puede conducirnos a la pregunta literaria, a la pregunta de la tradición que Machado revive y prolonga, la tradición de La Mancha, contestada también, a su manera, por otra gran novela latinoamericana escrita desde la muerte, el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esta pregunta es, «¿ser muerto es ser universal?» o, dicho de otra manera, «Para ser universales, ¿los latinoamericanos tenemos que estar muertos?».
Susan Sontag contesta afirmando la modernidad de Machado de Assis, pero advirtiéndonos que nuestra modernidad es sólo un sistema de alusiones halagadoras que nos permiten colonizar selectivamente el pasado. Sabemos que hemos sufrido de una modernidad excluyente, una modernidad huérfana en América Latina —ni Mother ni Dad— y que estamos empeñados en conquistar una modernidad incluyente, con papá y con mamá, abarcadora de cuanto hemos sido: hijos de La Mancha, parte de la impureza mestiza que hoy se extiende globalmente para crear una polinarrativa que se manifiesta como verdadera Weltliteratur en la India de Salman Rushdie, la Nigeria de Wole Soyinka, la Alemania de Günter Grass, la Sudáfrica de Nadine Gordimer, la España de Juan Goytisolo o la Colombia de Gabriel García Márquez. El mundo de La Mancha: el mundo de la literatura mestiza.
Machado no reclama este mundo por razones de raza, historia o política, sino por razones de imaginación y lenguaje, que abrazan a aquéllas.
¡Qué universales, pero qué latinoamericanas, son sentencias como éstas de Machado!:
«Tengo fe completa en los ojos oscuros y en las constituciones escritas.»
O esta otra:
«Sólo Dios conoce la fuerza de un adjetivo, sobre todo en países nuevos y tropicales.»
La fe en las constituciones escritas devuelve a Machado a la pluma de la risa, pero esta vez dentro de una constelación de referencias y premoniciones asombrosas que nos conducen, nuevamente por la vía cómica, del escritor que no tuvimos los hispanoamericanos en el siglo XIX —Machado de Assis— al escritor que sí tuvimos en el siglo XX —Jorge Luis Borges—. La estrategia borgeana de romper la idea absoluta con el accidente cómico ya está presente en Machado cuando Blas Cubas nos declara su intención de escribir el libro que nunca escribió, una Historia de los Suburbios cuya concreción contrasta absurdamente con la abstracción de la filosofía a la moda en el siglo XIX latinoamericano: el positivismo de Comte, el lema de su filosofía trinitaria, Orden y Progreso, plasmado en la bandera brasileña y que los científicos porfiristas en México también hicieron suyos, opuesto al accidente cómico de Blas Cubas: escribir una historia de los suburbios y sustituir el orden y el progreso por la invención práctica de un emplasto contra la melancolía.
Y sin embargo, el hambre latinoamericana, el afán de abarcarlo todo, de apropiarse todas las tradiciones, todas las culturas, incluso todas las aberraciones; el afán utópico de crear un cielo nuevo en el que todos los espacios y todos los tiempos sean simultáneos, aparece brillantemente en Las memorias póstumas de Blas Cubas como una visión sorprendente del primer Aleph, anterior al muy famoso de Borges, del cual, el suyo, el propio Borges dice: «Por increíble que parezca yo creo que hay, o que hubo, otro Aleph». Sí: es el de Machado de Assis.
«Imagina, lector», dice Machado, «imagina una procesión de todas las épocas, de todas las razas del hombre, todas sus pasiones, el tumulto de los imperios, la guerra del apetito contra el apetito y del odio contra el odio…». Éste es «el monstruoso espectáculo» que ve Blas Cubas desde la cima de una montaña, como el ángel por venir de Walter Benjamin contemplando las ruinas de la historia, «la condensación viviente de la historia», dice el cadáver autoral de Blas Cubas, cuya mente es «un escenario… una confusión tumultuosa de cosas y de personas en las que todo se podía ver con precisión, de la rosa de Esmirna a la planta que crece en tu patio trasero al lecho magnífico de Cleopatra al rincón de la playa donde el mendigo tiembla mientras duerme…». Allí (en el primer Aleph, el Aleph brasileño de Machado de Assis) «podía encontrarse la atmósfera del águila y el colibrí, pero también la de la rana y el caracol».
La visión del Aleph de Machado, su hambre universal, da entonces un color a su pasión literaria, a su forma de dirigirse al lector, «lector poco ilustrado», lector que es «el defecto del libro», pues quiere vivir con rapidez y llegar cuanto antes al final de una obra que es lenta «como un par de borrachos tambaleándose en la noche». Es a este lector nada amable al que Machado dirige sus juegos y conminaciones, más graves acaso que las de Sterne o Diderot, por más que se asemejen formalmente:
Lector, sáltate este capítulo; vuelve a leer este otro; conténtate con saber que éstas son meramente notas para un capítulo vulgar y triste que no escribiré; irrítate de que te obligue a leer un diálogo invisible entre dos amantes que tu curiosidad chismosa quisiera conocer; y si este capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas, y que desde el principio te advertí: Este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré recompensado por mi esfuerzo; pero si te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos, y me sentiré bien librado de ti…
El trato un tanto rudo que Machado le reserva al lector no es ajeno, me parece, a una exigencia comparable a la de los campanazos a la medianoche que escuchó Falstaff. Se trata de despertar al lector, de sacarlo de la siesta romántica y tropical, de encaminarlo a tareas más difíciles y de abocarlo a una modernidad incluyente, apasionada, hambrienta.
Claudio Magris dice algo sobre nuestra literatura que me parece aplicable a Machado. La América Latina, escribe el autor de El Danubio, ha dilatado el espacio de la imaginación. La literatura occidental estaba amenazada de incapacidad. Europa asumió la negatividad. Latinoamérica, la totalidad. Pero hoy Europa debe admitir su mala conciencia en la celebración de Latinoamérica. Hoy, todos debemos leer a la América Latina en contra de la tentación de la aventura exótica. Los lectores europeos (y los latinoamericanos también, añadiría yo) deben aprender a hacer la tarea escolar de leer en serio la prosa melancólica, difícil, dura, de los latinoamericanos.
Magris podría estar describiendo, a pesar de la hermosa ligereza total de su escritura, los libros de Machado de Assis. Pero Machado, cuando escribe el primer Aleph, también les está exigiendo a los latinoamericanos que sean audaces, que lo imaginen todo.
En Cervantes y en Sterne, los modelos de Machado, el espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los sitios de batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación literaria, no sólo los límites de la representación histórica, sino los límites de la historia misma. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, «se gasta con demasiada prisa; cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma —los días y sus horas, más preciosas, mi querida Jenny, que los rubíes en tu cuello, vuelan sobre nuestras cabezas como nubes ligeras en un día de viento, pero nunca regresan… y cada vez que beso tu mano para decir adiós, y cada ausencia que sigue a nuestra despedida, no son sino preludios a la eterna despedida… ¡Dios tenga piedad de nosotros!».
Y en Don Quijote, el tono de la novela cambia radicalmente cuando el protagonista y Sancho Panza visitan a los Duques y éstos les ofrecen, en la realidad, lo que Don Quijote, antes, sólo poseía en la imaginación. El castillo es castillo, pero Don Quijote necesitaba que el castillo fuese, primero, venta. Privado de su imaginación, se convierte realmente en El Caballero de la Triste Figura y se encamina, fatalmente, a la muerte: «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora… Alonso Quijano el Bueno…».
Con razón llamó Dostoievski al Quijote el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de una desilusión. Pero es también, añade el autor ruso, el triunfo de la ficción. En Cervantes, la verdad es salvada por una mentira.
Machado de Assis también se ubica entre la fuerza de una ficción que lo incluye todo, como la imaginación latinoamericana quisiera abarcarlo todo, y los límites impuestos por la historia. «Viva la historia, la vieja y voluble historia, que da para todo» exclama desde la tumba Blas Cubas sólo para indicarnos que esta capacidad totalizadora es sólo la del error, que el hombre no es, como dijo Pascal, un carrizo pensante, sino un carrizo errante: «Cada periodo de la vida —dice Cubas— es una nueva edición que corrige la precedente y que a su vez será corregida por la que sigue, hasta que se publique la edición definitiva, que el editor le entrega a los gusanos».
La pluma de la risa y la tinta de la melancolía se unen de nuevo y vuelven a encontrar el origen mismo de su tradición: el elogio de la locura, la raíz erasmiana de nuestra cultura renacentista, la sabia dosificación de ironía que le impide a la razón o a la fe imponerse como dogmas.
Recuerdo el amor de Julio Cortázar por la figura del loco sereno, que el propio Cortázar consagró en varios personajes de Rayuela. Machado tiene el suyo, se llama Romualdo y es cuerdo en todo salvo en una cosa: se cree Tamerlán. Como Alonso Quijano se cree Don Quijote; como el tío Toby se cree un estratega militar y el personaje de Pirandello se cree el rey Enrique IV. En todo lo demás, son personas razonables.
Machado atribuye esta locura a la idea fija que, llevada a la acción política, sí puede causar catástrofes: véase, nos indica, a Bismarck y su idea fija de reunificar a Alemania, prueba del capricho y de la irresponsabilidad inmensa de la historia.
Por eso conviene respetar a los locos serenos, dejarlos tranquilos en su espacio, como el ateniense evocado por Machado que creía que todos los barcos que entraban al Pireo eran suyos; como el loco evocado por Horacio y recogido por Erasmo: un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco expulsado, éste reclamó:
—No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad.
Erasmo nos pide, por esta vía, regresar a las palabras de San Pablo: «Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio… Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres».
Los hijos de Erasmo se convierten, en Iberia y en Iberoamérica, en los hijos de La Mancha, los hijos de un mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contagiar con tal de asimilar, de multiplicar las apariencias a fin de multiplicar el sentido de las cosas, en contra de la falsa consolación de una sola lectura, dogmática, del mundo. Hijos de La Mancha que duplican todas las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo, de la fe o la razón, o un mundo puro, excluyente de la variedad pasional, cultural, sexual, política, de las mujeres y de los hombres.
Machado de Assis, Machado de La Mancha, el milagroso Machado, es un adelantado de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio en un mundo amenazado cada día más por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo: el del mercado.
Con Machado y su ascendencia manchega y erasmiana, con Machado y su descendencia macedonia, borgeana, cortazariana, nelidiana, goytisolitaria y julianofluvial, continuaremos empeñados los escritores de Iberia y de América en inventar eso que el gran Lezama Lima llamaba «eras imaginarias», pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable.
Machado, el brasileño milagroso, nos sigue descifrando porque nos sigue imaginando y la verdadera identidad iberoamericana es sólo la de nuestra imaginación literaria y política, social y artística, individual y colectiva.

 Fuente: Alfaguara. Editorial. Año 211.

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