CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 16 de febrero de 2017
WILLIAM GIBSON. NOVELA: PAÍS DE ESPÍAS.
William Gibson.
SEMANA DEL CYBERPUNK.
El cyberpunk es una corriente comercial? Sin lugar a dudas pero, debemos de señalar que con la globalización nada se escapa a lo “comercial”. Basta saber del cómo las editoriales españolas como Seix Barral, Planeta, Alfaguara entre muchas otras han pasado a mega corporaciones como Random House.
Sin embargo, el fenòmero literario del Cyberpunk es un subgénero que gusta, que está ahí,y llegó para quedarse.
¿Quién acuñó el término de cyberpunk? Se dice que quien popularizó el concepto o acuño el término de cyberpunk fue Gartneer Dozois entre otros.
J.MÉNDEZ-LIMBRICK.
“La película Blade Runner (1982), adaptada del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip Kindred Dick, se ubica en una distopía futura en la cual seres manufacturados llamados replicantes (en la novela, andrillos) son usados como esclavos en colonias del espacio, y en la Tierra presa de varios cazadores de recompensas, quienes se encargan de "retirarlos" (matarlos). Aunque Blade Runner no fue un éxito en su lanzamiento, encontró un gran nicho en el mercado de alquiler de películas. Puesto que la película omite los elementos religiosos y míticos de la novela de Dick (por ejemplo, cajas de empatía y Wilbur Mercer), cae más estrictamente dentro del género ciberpunk que la novela. William Gibson revelaría después que la primera vez que vio la película, se había sorprendido mucho de cómo la apariencia de esta película era similar a su visión cuando estaba trabajando en Neuromancer. Aunque no fue hasta principios de los noventa cuando se consagró como un género de denominación popular, gracias a numerosas películas, entre las que destacan Hardware o Death Machine”.
Fuente: wikipedia.
(Fragmento).
Hollis Henry, ex cantante pop, ahora trabaja de periodista. Una revista poco común llamada Node le encarga a Hollis que localice a Bobby Chombo, un artista multimedia creador de un fascinante artilugio mezcla de GPS y generador de hologramas. El problema es que Bobby también hace algunos trabajos para los militares. Y por eso, nunca duerme dos veces en el mismo lugar. Y no quiere conocer a nadie. Mucho menos a Hollis.
Tito, un cubano de raíces chinas, se dedica a delicadas y complejas operaciones de espionaje y transferencia de información. Ahora acaba de recibir una nueva misión, tan peligrosa que tendrá que dejar su casa, empezar una nueva vida en otra parte y posiblemente no volver a ver a su familia nunca más.
Milgrim es un adicto a las drogas de diseño. Además, es un gran conocedor del idioma ruso. Milgrim está en manos de Brown, un hombre misterioso que lo tiene secuestrado y lo utiliza para sus propios fines; Milgrim no sabe cuáles son esos fines, pero sospecha que detrás hay intrincadas redes de espionaje militar.
William Gibson
País de espías
Traducción de Rafael Marín
Para Deborah
Febrero de 2006
1
Lego blanco
—Rausch —dijo la voz del móvil de Hollis Henry—. Nódulo.
Ella se volvió hacia la lámpara de la mesita de noche, que iluminaba la lata vacía de Asahi Draft del Punto Rosa, y su PowerBook repleto de pegatinas, cerrado y dormido. Lo envidió.
—Hola, Philip.
Nódulo era su empresa actual, hasta el punto que podía considerarse como tal, y Philip Rausch, su editor. Habían tenido una conversación previa, la que la había hecho venir a L. A. e instalarse en el Mondrian, pero eso había tenido más que ver con su situación financiera que con ningún poder de persuasión por parte de él. Algo en su entonación del nombre de la revista, aquella letra cursiva audible, sugería una empresa de la que estaba segura de que se cansaría pronto.
Oyó el robot de Odile Richard chocar levemente contra algo, en la dirección del cuarto de baño.
—Aquí son las tres —dijo Rausch—. ¿La he despertado?
—No —mintió Hollis.
El robot de Odile estaba hecho de piezas de Lego, Lego blanco exclusivamente, con un número indeterminado de ruedas de plástico blanco con neumáticos negros debajo, y lo que ella suponía que eran baterías solares atornilladas a la espalda. Podía oírlo moverse con paciencia, aunque algo al azar, por el suelo alfombrado de la habitación. ¿Se podían comprar piezas de Lego sólo blancas? Parecía a sus anchas aquí, donde había montones de cosas blancas. Bonito contraste con las patas azul Egeo de la mesa.
—Están listos para mostrarle su mejor pieza —dijo Rausch.
—¿Cuándo?
—Ahora. Ella la está esperando en el hotel. El Standard.
Hollis conocía el Standard. Tenía alfombras de Astroturf azul real. Cada vez que iba allí le parecía que ella era lo más viejo del edificio. Tras el mostrador de recepción había una especie de terrarium gigantesco, donde a veces unas chicas en bikini étnicamente ambiguas yacían como si estuvieran tomando el sol, o estudiando grandes libros de texto profusamente ilustrados.
—¿Se ha encargado de la factura de aquí, Philip? Cuando lo comprobé, todavía estaba cargada a mi tarjeta.
—Ya se han hecho cargo.
Ella no lo creyó.
—¿Tenemos ya un plazo límite para el reportaje?
—No. —Rausch se mordió los labios en algún lugar de Londres que ella no quería molestarse en imaginar—. El lanzamiento se ha retrasado. A agosto.
Hollis aún tenía que conocer a alguien de Nódulo, o a alguna otra persona que escribiera para ellos. Una versión europea de Wired, parecía, aunque naturalmente nunca lo expresaban así. Dinero belga, vía Dublín, oficinas en Londres... o, si no se trataba de oficinas, al menos este Philip. Que hablaba como si tuviera diecisiete años. Diecisiete años y el sentido del humor extirpado quirúrgicamente.
—Hay tiempo de sobra —dijo ella, sin estar muy segura de lo que quería decir, pero pensando con cierto reparo en su cuenta bancaria.
—Ella la está esperando.
—Muy bien.
Hollis cerró los ojos y el teléfono.
¿Podías estar alojada en este hotel y seguir siendo considerada técnicamente una sin hogar?, se preguntó. Parecía que sí, decidió.
Permaneció tendida bajo la sábana blanca, escuchando el robot de la chica francesa chocar y chasquear y dar marcha atrás. Supuso que estaba programado como una de esas aspiradoras japonesas, para seguir chocando hasta que acababa el trabajo. Odile había dicho que recopilaba datos con una unidad GPS incorporada; Hollis supuso que eso hacía.
Se sentó, y la lujosa sábana de algodón resbaló hasta sus muslos. En el exterior, el viento encontró sus ventanas desde un nuevo ángulo. Tamborilearon de manera inquietante. Cualquier fenómeno meteorológico muy pronunciado, aquí la asustaba. Aparecería descrito en los periódicos del día siguiente, lo sabía, como una especie menor de terremoto. Quince minutos de lluvia y las zonas inferiores del centro de Beverly planchadas; peñascos del tamaño de casas que resbalaban majestuosamente por las colinas, hasta caer en cruces atestados. Ya había estado aquí antes.
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, esperando no pisar al robot. Tanteó en busca del cordón que abría las pesadas cortinas blancas. Seis plantas más abajo, vio las palmeras de Sunset agitarse, como bailarines que imitaran los últimos estertores de una plaga de ciencia-ficción. Las tres y diez de la madrugada de un miércoles y ese viento parecía haber dejado completamente desierto el Strip.
No pienses, se aconsejó. No compruebes tu correo electrónico. Levántate y ve al cuarto de baño.
Quince minutos más tarde, tras haber hecho lo posible con todo aquello que nunca había estado bien del todo, bajó al vestíbulo en un ascensor Philippe Starck, decidida a prestar a sus detalles la menor atención posible. Una vez había leído un artículo sobre Starck que decía que el diseñador era dueño de una granja de ostras donde sólo se cultivaban ostras perfectamente cuadradas, en marcos de acero fabricados especialmente.
Las puertas se abrieron para revelar una extensión de madera clara. El ideal platónico de una pequeña alfombra oriental se proyectaba sobre una parte desde algún lugar superior, estilizados garabatos de luz que recordaban a garabatos ligeramente menos estilizados de lana teñida. Recordó que le habían dicho que la intención original era evitar ofender a Alá. La cruzó rápidamente, dirigiéndose a las puertas de entrada.
Al abrir una de ellas y salir al extraño calor en movimiento del viento, uno de los hombres de seguridad del Mondrian la miró, con una oreja con bluetooth bajo el rapado montículo de un corte de pelo militar. Le preguntó algo, pero la pregunta fue engullida por una súbita ráfaga.
—No —dijo ella, suponiendo que le había preguntado si quería que le trajeran el coche, si lo tenía, o si quería un taxi. Vio que había un taxi, con el conductor reclinado tras el volante, posiblemente dormido, posiblemente soñando con los campos de Azerbaiyán. Pasó de largo, mientras una extraña exuberancia nacía en ella y el viento, tan salvaje y extrañamente aleatorio, recorría Sunset, procedente de Tower Records, como la vaharada trasera de algo que se esfuerza por despegar.
Le pareció oír al hombre de seguridad llamándola, pero entonces sus Adidas encontraron la acera del Sunset, un abstracto puntillista de chicles ennegrecidos. La monstruosidad estatuaria del Mondrian y sus puertas abiertas quedaron tras ella, y se subió la capucha. Sintió no tanto que se encaminaba en la dirección del Standard, sino que simplemente se alejaba.
El aire estaba lleno del seco y punzante detrito de las palmeras.
Estás loca, se dijo. Pero aquello parecía bien por el momento, aunque sabía que no era un lugar recomendable para una mujer, sobre todo si estaba sola. Ni para un peatón, a esta hora de la madrugada. Sin embargo este clima, este momento de anómalo clima de L. A., parecía haber barrido cualquier habitual sensación de amenaza. La calle estaba vacía como en ese momento de la película justo antes de la primera pisada de Godzilla. Las palmeras doblándose, el mismo aire estremecido, y Hollis, ahora con la capucha negra puesta, caminando con decisión. Hojas de periódico y folletos de clubes se arremolinaban en sus talones.
Un coche de policía pasó de largo, corriendo en dirección a Tower. Su conductor, encogido resueltamente tras el volante, no le prestó ninguna atención. Servir y proteger, recordó. El viento cambió de pronto echándole atrás la capucha y cambiándole instantáneamente el estilo del peinado. Cosa que le hacía falta de todas formas, se recordó.
Encontró a Odile Richard esperando bajo la blanca entrada cubierta y el cartel del Standard (colocado, por motivos sólo conocidos por su diseñador, boca abajo). Odile seguía con el horario de París, pero Hollis se había ofrecido a aceptar esta reunión a horas intempestivas. Lo cual, evidentemente, era óptimo para ver este tipo de arte.
Junto a ella se encontraba un grueso joven latino de cabeza afeitada y Pendleton retro-étnico burdeos, las mangas recortadas por encima de los codos. Los fondillos sueltos de la camisa casi le llegaban a las rodillas de sus anchos chinos.
—Vote por Santa —dijo, sonriendo, mientras ella se les acercaba, alzando una taza plateada de Tecate. Había algo tatuado con letras Olde English muy negritas y ultraelaboradas en su antebrazo.
—¿Disculpe?
—À votre santé —corrigió Odile, frotándose la nariz con un pañuelo de papel arrugado. Odile era la francesa menos chic que Hollis recordaba haber conocido, aunque en un estilo haute-pardilla europea que la hacía molestamente adorable. Llevaba una camiseta negra XXXL de alguna estrella prometedora muerta hacía mucho tiempo, calcetines de hombre marrones ribeteados de nilón con un brillo peculiarmente desagradable, y sandalias de plástico transparentes de color sirope de cereza.
—Alberto Corrales —dijo él.
—Alberto —respondió ella, permitiendo que su mano fuera absorbida por la mano de él, seca como la madera—. Hollis Henry.
—Toque de queda —dijo Alberto, la sonrisa cada vez más amplia.
Los fans son inevitables, pensó ella, sorprendida como siempre, y de repente igualmente inquieta.
—Esta suciedad, en el aire —protestó Odile—, es repugnante. Por favor, vamos a ver la obra.
—Muy bien —dijo Hollis, agradecida por la distracción.
—Por aquí —indicó Alberto, lanzando limpiamente su lata vacía a una papelera blanca Standard con pretensiones milanesas. El viento, advirtió Hollis, había muerto como siguiendo una indicación.
Miró al vestíbulo. El mostrador de recepción estaba desierto, el terrarium de chicas en bikini vacío y sin iluminar. Entonces siguió a Alberto y a la irritablemente moqueante Odile hasta el coche de Alberto, un Volks Escarabajo clásico que brillaba bajo múltiples capas de laca baratas. Vio un volcán ardiendo con lava incandescente, latinas pechugonas con mini-taparrabos y tocados aztecas con plumas, los aros policromados de una serpiente alada. Alberto estaba en una especie de empanada étnico-cultural, decidió, a menos que los Volswagen hubieran entrado en el panteón desde la última vez que ella miró.
Abrió la puerta del copiloto y sostuvo el asiento delantero mientras Odile pasaba a la parte de atrás. Donde ya parecía haber algún tipo de equipo. Entonces le indicó a Hollis que ocupara el asiento del copiloto, casi con una reverencia.
Ella parpadeó ante la semiótica sublimemente casual del salpicadero del viejo Volswagen. El coche olía a algún ambientador étnico. También eso era parte del lenguaje, supuso, como la pintura, pero alguien como Alberto podría usar deliberadamente el ambientador equivocado.
Alberto salió a Sunset y ejecutó un esmerado giro de ciento ochenta grados. Volvieron en dirección al Mondrian, sobre el asfalto finamente cubierto por la desecada biomasa de las palmeras.
—Soy fan desde hace años —dijo Alberto.
—A Alberto le interesa la historia como espacio interiorizado —contribuyó Odile, demasiado cerca de la cabeza de Hollis—. Ve este espacio interiorizado como emergente del trauma. Siempre, del trauma.
—Trauma —repitió Hollis involuntariamente, mientras dejaban atrás el Punto Rosa—. Para en el Punto, Alberto, por favor. Necesito cigarrillos.
—Ollis —acusó Odile—, me dijiste que no eras fumadora.
—Acabo de empezar.
—Pero si ya estamos aquí —dijo Alberto, girando a la izquierda en Larrabee y aparcando.
—¿Dónde es aquí? —preguntó Hollis, entreabriendo la puerta y preparándose, tal vez, para correr.
Alberto parecía serio, pero no particularmente loco.
—Cogeré mi equipo. Me gustaría que vieras la obra, primero. Luego, si quieres, podemos discutir.
Se bajó del coche. Hollis también. Larrabee se inclinaba empinadamente, hacia los apartamentos iluminados de la ciudad, tanto que a ella le resultó incómodo estar de pie. Alberto ayudó a Odile a salir del asiento trasero. Se apoyó contra el Volks y cruzó los brazos sobre su camiseta.
—Tengo frío —se quejó Odile.
Y era verdad que ahora hacía más frío, advirtió Hollis, sin el cálido abrazo del viento. Contempló el feo hotel rosa que se alzaba sobre ellos, mientras Alberto, envuelto en su Pendleton, rebuscaba en la parte trasera del coche. Sacó una cascada caja de aluminio, cubierta de cinta adhesiva negra.
Un largo coche plateado pasó en silencio por Sunset, mientras ellas seguían a Alberto por la empinada acera.
—¿Qué hay ahí dentro, Alberto? ¿Qué vamos a ver? —preguntó Hollis cuando llegaron a la esquina. Él se arrodilló y abrió la caja. El interior estaba recubierto con bloques de gomaespuma. Sacó algo que al principio ella confundió con una máscara de soldador.
—Póntelo —le dijo, mientras se la entregaba.
Una cinta acolchada, con una especie de visor.
—¿Realidad virtual? —Hollis no oía mencionar en voz alta el término desde hacía años, pensó mientras lo pronunciaba.
—El hardware está algo obsoleto —dijo él—. Al menos el que puedo permitirme.
Sacó un portátil de la caja, lo abrió y lo conectó.
Hollis se puso el visor. Podía ver con él, aunque sólo tenuemente. Miró hacia la esquina de Clark y Sunset, y distinguió la marquesina del Whiskey. Alberto extendió una mano y con cuidado manipuló un cable a un lado del visor.
—Así —dijo, guiándola por la acera hasta una fachada baja, pintada de negro y sin ventanas. Ella entornó los ojos ante el cartel. The Viper Room.
—Ahora —dijo Alberto, y ella lo oyó pulsar el teclado del portátil. Algo tembló en su campo de visión—. Mira. Mira aquí.
Hollis se dio la vuelta, siguiendo su gesto, y vio un cuerpo delgado y moreno, boca abajo en la acera.
—Noche de Halloween, 1993 —dijo Odile.
Hollis se acercó al cadáver. Que no estaba allí. Pero estaba. Alberto la seguía con el portátil, protegiendo el cable. Le pareció que contenía la respiración. Ella hacía lo mismo.
El chico, muerto, parecía un pajarillo. Cuando se inclinó, reparó en la pequeña sombra que proyectaba el arco de su pómulo. Tenía el pelo muy oscuro. Llevaba pantalones oscuros de rayas finas y una camisa oscura.
—¿Quién? —preguntó, recuperando la respiración.
—River Phoenix —respondió Alberto en voz baja.
Ella alzó la mirada, hacia la marquesina del Whiskey, y luego volvió a mirar, asombrada por la fragilidad del cuello blanco.
—River Phoenix era rubio —dijo.
—Se había teñido el pelo —respondió Alberto—. Se lo tiñó para una película.
miércoles, 15 de febrero de 2017
WILLIAM GIBSON. CUENTOS. QUEMANDO CROMO.
SEMANA DE LA LITERATURA CYBERPUNK.
La literatura cyberpunk es una literatura de denuncia: la intromisión del Estado como de las grandes corporaciones en la vida privada del ciudadano.
Igualmente la literatura cyberpunk le interesa la denuncia y corrupción de los gobiernos y los grupos de poder así como la enajenación y manipulación que pueden ejercer sobre el ciudadano común lo que conlleva a un movimiento contracultural de la tecnología mal empleada.
El mundo virtual y la Internet están siempre presentes en este tipo de literatura.
La contracultura del mundo virtual y de la tecnología se entiende como una profunda desconfianza de este mundo computarizado y de adelantos tecnológicos. ¿Por qué? La razón es sencilla: un mundo tecnológico nos puede deparar mayor comodidad pero, una mayor vigilancia del individuo: todo está clasificado, todo está almacenado en la gran matrix sin que se pueda evitar.
J. MÉNDEZ-LIMBRICK.
***
william Gibson. CUENTOS. QUEMANDO CROMO.
Este volumen reúne los primeros cuentos de William Gibson, publicados originalmente en antologías y revistas especializadas. La mayoría de ellos estuvieron nominados para los principales premios del género (Hugo, Nebula, Locus). Dos de estos cuentos, Quemando Cromo y Johnny Mnemónico (origen de la película del mismo nombre protagonizada por Keanu Reeves en 1995), tienen como escenario el mismo universo de Neuromante, que se convertirá en el referente estético y tecnológico del movimiento ciberpunk y será el mundo decadente y post-apocalíptico en el que se desarrollan las obras principales de Gibson: Conde Cero, Mona Lisa acelerada, Luz virtual, Idoru y Todas las fiestas de mañana.
William Gibson
Quemando Cromo
Título original: Burning Chrome
William Gibson, 1986
Traducción: José Arconada Rodríguez & Javier Ferreira Ramos
A Otey Williams Gibson, mi madre, y a Mildred Barnitz,
amiga auténtica y querida de ella y mía, con amor
Prefacio
si los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo, los escritores de ciencia ficción son sus bufones de corte. Somos Payasos Sabios que podemos saltar, dar cabriolas, hacer profecías y rascarnos en público. Podemos jugar con Grandes Ideas porque el extravagante colorido de nuestros orígenes de revista barata nos hacen parecer inofensivos.
Y los escritores de ciencia ficción tenemos siempre la posibilidad de retozar alegremente: ejercemos influencia sin tener responsabilidades. Son muy pocos los que se sienten obligados a tomarnos en serio; y no obstante, nuestras ideas se filtran en la cultura, la recorren, burbujeantes, invisibles, como una radiación de fondo.
Con todo, la triste verdad del asunto es que la ciencia ficción no ha mostrado mucha alegría últimamente. Todas las formas de cultura popular atraviesan depresiones; pescan un resfriado cada vez que la sociedad estornuda. Que la ciencia ficción de los setenta haya sido confusa, autorreflexiva y rancia, es motivo de poca sorpresa.
Pero William Gibson es uno de nuestros mejores heraldos de un tiempo mejor.
Su breve trayectoria ya lo ha consolidado como un incuestionable escritor de los ochenta. Su asombrosa primera novela, Neuromante, que barrió con todos los premios del género en 1985, reveló la incomparable capacidad de Gibson para identificar con precisión los nervios sociales. El efecto fue galvánico, y ayudó a despertar al género de su sopor dogmático. Interrumpida su hibernación, la ciencia ficción está abandonando su caverna para salir a la fulgurante luz solar del moderno zeitgeist. Y estamos flacos y hambrientos y no del mejor humor. De ahora en adelante las cosas van a ser diferentes.
La colección que tiene usted ahora en las manos contiene todas las obras cortas que Gibson ha publicado hasta el momento. Es una rara oportunidad para ver el desarrollo asombrosamente rápido de un escritor de estatura mayor.
El rumbo que se había propuesto ya era visible en su primer relato publicado, «Fragmentos de una rosa holográfica», de 1977. Las señas de Gibson ya estaban presentes: una compleja síntesis de la cultura popular moderna, high tech, y una técnica literaria avanzada.
El segundo cuento de Gibson, «El continuo de Gernsback», nos lo revela apuntando conscientemente a la tambaleante figura de la tradición de la ciencia ficción. Es una devastadora refutación de la «scientifiction»[1] en su aspecto de tecnolatría estrecha. Vemos aquí a un escritor que conoce sus raíces y se prepara para una reforma radical.
Gibson encontró su molde con la serie del Sprawl: «Johnny Mnemónico», «Hotel New Rose», y el increíble «Quemando Cromo». La aparición de estos relatos en la revista Omni mostró un nivel de concentración imaginativa que hizo subir las apuestas por el género en su conjunto. Estos relatos, barrocos, densamente cargados, merecen varias lecturas por su filosa, oscura pasión, y por la intensidad de sus detalles.
El triunfo de estas historias radica en la evocación, brillante y autónoma, de un futuro creíble. Es difícil sobreestimar la dificultad de un esfuerzo semejante, esfuerzo que muchos escritores de ciencia ficción han eludido durante años. Tal fracaso intelectual da cuenta de la ominosa proliferación de relatos postapocalípticos, fantasías de espada y brujería, y esos omnipresentes culebrones en los que imperios galácticos degeneran cómodamente en barbarie. Todos esos subgéneros son producto de la urgente necesidad de los escritores de evitar enredarse con un futuro realista.
Pero en las historias del Sprawl vemos un futuro que es reconocible y dolorosamente extraído de la condición moderna. El enfoque es multifacético, sofisticado, global. Nace de un nuevo conjunto de puntos de partida: no de la gastada fórmula de robots, naves espaciales y el milagro moderno de la energía atómica sino de la cibernética, la biotecnología y la telaraña de comunicaciones, por nombrar algunos.
Las técnicas extrapolativas de Gibson son las de la clásica ciencia ficción dura, pero la demostración que hace de ellas es pura New Wave. Más que los acostumbrados tecnócratas sin pasión y los coriáceos Hombres Competentes de la ciencia ficción dura, sus personajes son una tripulación pirata de perdedores, buscavidas, parias, marginados y lunáticos. Vemos ese futuro desde abajo, tal como se vive, no como una mera y árida especulación.
Gibson pone punto final a ese fértil arquetipo gernsbackiano, Ralph 124C41+, un tecnócrata light encerrado en su torre de marfil, que derrama las bendiciones de la superciencia sobre el populacho. En la obra de Gibson nos encontramos en las calles y los callejones, en un reino de sudorosa, tensa supervivencia, donde lo high tech es un incesante zumbido subliminal, «como un perverso experimento de darwinismo social, ideado por un investigador aburrido que mantuviese el dedo permanentemente apretado en el botón de avance rápido».
La Ciencia Grande de este mundo no es una fuente de pintorescos prodigios a lo Mister Mago, sino una fuerza omnipresente, que todo lo invade, incuestionable. Es una sábana de radiación mutagénica que se extiende sobre las multitudes, un atestado Bus Global que sube rugiendo como una fiera por una pendiente exponencial.
Estos relatos pintan un retrato instantáneamente reconocible de la situación moderna. Las extrapolaciones de Gibson muestran, con exagerada claridad, la masa oculta de un iceberg de cambio social. Este iceberg se desliza ahora con siniestra majestuosidad sobre la superficie de las postrimerías del siglo veinte, y sus proporciones son tenebrosas e inmensas.
Muchos autores de ciencia ficción, enfrentados a este monstruo acechante, han levantado las manos y vaticinado el naufragio. Aunque nadie puede acusar a Gibson de ver las cosas color de rosa, él ha evitado esta salida fácil. He aquí otra marca distintiva de la emergente nueva escuela de los ochenta: su hastío del apocalipsis. Gibson no pierde mucho tiempo en agitar el dedo o estrujarse las manos. Mantiene los ojos decididamente abiertos y, como ha señalado Algis Budrys, no teme el trabajo intenso. Son virtudes capitales.
Hay otra señal que presenta a Gibson como parte de un nuevo y creciente consenso en la ciencia ficción: la facilidad con que colabora con otros escritores. Tres de esas colaboraciones honran esta colección. «La especie» es un raro manjar, una oscura fantasía en la que bulle un lunático surrealismo. «Estrella roja, órbita de invierno» es otro relato del futuro cercano que cuenta con un trasfondo auténtico y apasionadamente detallado; con el punto de vista multicultural típico de la ciencia ficción de los ochenta.
«Combate aéreo» es una obra de eficacia feroz, brutalmente retorcida, con la clásica combinación gibsoniana de bajos fondos y high tech.
En Gibson oímos el sonido de una década que ha encontrado finalmente su propia voz. No es un revolucionario fervoroso, sino un reformista práctico. Está abriendo los estancos corredores del género al aire fresco de la nueva información: la cultura de los ochenta, con su extraña, creciente integración de tecnología y moda. Siente debilidad por los más raros e inventivos afluentes de la corriente principal de la literatura: Le Carré, Robert Stone, Pynchon, William Burroughs, Jayne Anne Phillips. Y es un devoto de lo que J. G. Ballard ha llamado lúcidamente «literatura invisible»: ese penetrante flujo de informes científicos, documentos gubernamentales y publicidad especializada que conforma nuestra cultura por debajo del nivel de reconocimiento.
La ciencia ficción ha sobrevivido a un largo invierno alimentándose con la grasa corporal acumulada. Gibson, junto a una amplia ola de nuevos escritores, inventivos y ambiciosos, ha aguijoneado el género hasta despertarlo y ponerlo en marcha, en busca de una nueva dieta. Eso nos hará mucho bien a todos.
BRUCE STERLING
Johnny Mnemónico
metí el arma en un bolso de mano Adidas y la envolví con cuatro pares de medias de tenis; no era en absoluto mi estilo, pero eso era lo que yo buscaba: si piensan que eres bruto, sé técnico; si piensan que eres técnico, sé bruto. Soy un muchacho muy técnico. Así que resolví hacerme lo más grosero posible. Hoy día, sin embargo, tienes que ser muy técnico hasta para aspirar a la grosería. Tuve que moldear con un torno las dos balas de latón calibre doce, y luego cargarlas yo mismo; tuve que buscar una vieja microficha con instrucciones para la carga manual de cartuchos; tuve que fabricar una prensa de palanca para asentar los detonadores: todo muy complicado. Pero sabía que funcionarían.
La reunión estaba programada en el Drome a las 23:00, pero seguí en el metro hasta tres paradas después de la estación más cercana y regresé caminando. Procedimiento impecable.
Verifiqué mi aspecto en la pared cromada de un quiosco de café, un típico caucasiano de rostro astuto y una cresta de pelo tieso y oscuro. En el Bajo el Cuchillo las chicas estaban con la fiebre de Sony Mao, y se hacía difícil impedir que agregasen la elegante insinuación de pliegues epicánticos. Aquello tal vez no engañase a Ralfi Face, pero podría llevarme hasta cerca de su mesa.
El Drome consta de un solo espacio angosto, con una barra a un lado y mesas al otro, atiborrado de rufianes y tratantes, y un misterioso surtido de traficantes. Aquella noche estaban en la puerta las Hermanas del Perro Magnético, y no me atraía la idea de tener que pasar junto a ellas al salir si las cosas no llegaban a marchar bien. Medían dos metros de altura y eran delgadas como galgos. Una era negra y la otra blanca, pero aparte de eso eran casi tan idénticas como la cirugía cosmética las había podido hacer. Eran amantes desde hacía años, y tenían fama de violentas. Nunca supe con certeza cuál de las dos había sido varón en un principio.
Ralfi estaba sentado a la mesa de siempre. Me debía un mantón de dinero. Yo llevaba cientos de megabytes guardados en la cabeza, en una base informática del tipo idiota/sabio, a la que no tenía acceso consciente. Ralfi me la había dejado allí. Sin embargo, nunca había vuelto para buscarla. Sólo Ralfi podía recuperar la información, con una frase código inventada por él mismo. Para empezar, no soy barato, pero el precio de mis horas extras como depósito es astronómico. Y hacía tiempo que Ralfi brillaba por su ausencia.
Entonces oí decir que Ralfi me quería dar un contrato. Quedé en encontrarme con él en el Drome, pero concerté la cita bajo el nombre de Edward Bax, importador clandestino, recién llegado de Río y Beijín.
El Drome apestaba a negocios, un olor metálico de tensión nerviosa. Los musculosos camorreros, dispersos entre la multitud, se flexionaban partes abultadas unos frente a otros y ensayaban sonrisas estrechas y frías; algunos estaban tan perdidos bajo superestructuras de injertos musculares que sus rasgos no eran verdaderamente humanos.
Disculpen. Disculpen, amigos. Es sólo Eddie Bax, Rápido Eddie el Importador, con su bolso de gimnasio profesionalmente soso, y por favor no se fijen en esta abertura, apenas lo bastante amplia para meter por ella la mano derecha.
Ralfi no estaba solo. Ochenta kilos de carne rubia californiana se apoyaban en actitud de alerta en la silla de al lado, artes marciales escritas por todo el cuerpo.
Rápido Eddie Bax se había sentado frente a ellos antes de que las manos del montón de carne se hubieran separado de la mesa.
—¿Eres cinturón negro? —pregunté prontamente. Él asintió; ojos azules que realizaron una exploración automática entre mis ojos y mis manos—. Yo también —dije—. Tengo el mío aquí en el bolso. —Metí la mano por la abertura y quité el seguro. Clic—. Cañón doble de calibre doce con los gatillos unidos.
—Eso es un arma —dijo Ralfi, poniendo una mano gorda y moderadora sobre el tenso pecho de nailon azul de su muchacho—. Johnny tiene un arma de fuego antigua en el bolso. —Al diablo con Edward Bax.
Supongo que siempre había sido Ralfi Fulano o Mengano, pero debía ese apodo adquirido a una singular vanidad. Con cuerpo de pera demasiado madura, había lucido durante veinte años el antaño famoso rostro de Christian White: Christian White de la Banda Aria de Reggae, el Sony Mao de su generación, y campeón último del rock racial. Soy un genio de la banalidad.
Christian White: rostro clásico del pop, con la alta definición muscular de un cantante, pómulos cincelados. Angelical en un sentido, bellamente depravado en otro. Pero eran los ojos de Ralfi los que vivían bajo aquel rostro, ojos pequeños y fríos y negros.
—Por favor —dijo—, resolvamos esto como hombres de negocios. —El tono de su voz era de una horrible sinceridad prensil, y las comisuras de su hermosa boca de Christian White estaban siempre húmedas—. Este Lewis —dijo, señalando al chico de carne con la cabeza— es una albóndiga. —Lewis encajó aquello impávido, con aire de algo armado con piezas.-Tú no eres una albóndiga, Johnny.
—Claro que lo soy, Ralfi, una albóndiga atiborrada de implantes donde puedes almacenar tu ropa sucia mientras buscas gente que me mate. Por lo que hay en este lado del bolso, Ralfi, se diría que tienes algo que explicar.
—Es esta última hornada de productos, Johnny. —Soltó un suspiro profundo—. En mi papel de corredor…
—De traficante —corregí.
—Como corredor, tengo mucho cuidado en lo relativo a fuentes.
—Tú sólo les compras a los que roban lo mejor. Entiendo.
Volvió a suspirar.
—Trato —dijo fatigosamente— de no comprarles a locos. Esta vez lo he hecho, me temo. —El tercer suspiro fue una seña para que Lewis activara el disociador neural que habían pegado bajo mi lado de la mesa.
Puse toda mi fuerza en doblar el dedo índice de la mano derecha, pero fue como si ya no estuviese conectado a él. Sentía el metal del arma y el acolchado de goma espuma con que había envuelto la culata corta, gruesa; pero mis manos eran de cera fría, distantes e inertes. Esperaba que Lewis fuese una verdadera albóndiga, bastante obtuso como para ocuparse del bolso y quitarme el dedo del gatillo, pero me equivoqué.
—Hemos estado muy preocupados por ti, Johnny. Muy preocupados. Verás, lo que tienes ahí es propiedad de los Yakuza. Se los robó un loco, Johnny. Un loco de atar.
Lewis soltó una risita.
Entonces todo cobró sentido, un horrible sentido, como bolsas de arena húmeda que se apilaban alrededor de mi cabeza. Matar no era el estilo de Ralfi. Ni siquiera Lewis pertenecía al estilo de Ralfi. Pero había quedado atrapado entre los Hijos del Crisantemo de Neón y algo que les pertenecía; o, lo que quizá era aún más probable, algo de ellos que pertenecía a algún otro. Ralfi, naturalmente, podía usar la frase código para volverme idiota/ sabio, y yo arruinaría su programa sin recordar ni una sola nota. Para un traficante como Ralfi, por lo general eso habría sido suficiente. Pero no para los Yakuza. Los Yakuza sabrían lo de los Calamares, por una parte, y no iban a molestarse en que alguien me sacara de la cabeza aquellas huellas tenues y permanentes de su programa. Yo no sabía gran cosa de los Calamares, pero había oído historias, y me cuidaba mucho de no repetírselas nunca a mis clientes. No, a los Yakuza no les gustaría eso; se parecía mucho a una prueba. No habían llegado a donde estaban dejando pruebas por ahí. O vivos.
Lewis sonreía. Creo que se estaba representando un punto justo detrás de mi frente, e imaginando cómo podría llegar hasta él por las malas.
—Eh, vaqueros —dijo una voz suave, femenina, desde algún lugar detrás de mi hombro derecho—, no parecen estar pasándola muy bien que se diga.
—Fuera, perra —dijo Lewis, la cara bronceada muy quieta. Ralfi no tenía expresión.
—Cálmate. ¿Me quieres comprar base de la buena? —Apartó una silla y se sentó antes de que ninguno de ellos se lo impidiese. Apenas entraba en mi campo visual: una muchacha delgada con lentes espejados, el pelo oscuro, áspero y corto. Llevaba una chaqueta de cuero negro abierta sobre una camiseta cruzada en diagonal por rayas rojas y negras—. A ocho mil el gramo.
Lewis bufó exasperado, y trató de derribarla de la silla de un manotazo. Por alguna razón no consiguió tocarla; la mano de ella se levantó y pareció rozarle la muñeca al pasar. Un chorro de sangre brillante salpicó la mesa. Lewis se apretó la muñeca con fuerza; la sangre se le escapaba entre los dedos.
Pero ¿no tenía ella las manos vacías?
Lewis iba a necesitar un grapador de tendones. Se levantó cuidadosamente, sin molestarse en apartar la silla. La silla cayó hacia atrás y él salió de mi línea visual sin decir una palabra.
—Debería buscarse un médico que le mirara eso —dijo la chica—. Es un corte de los feos.
—No tienes idea —dijo Ralfi, con voz repentinamente cansada— de lo profundo que es el pozo de mierda en que te acabas de meter.
—¿De veras? Misterio. Me emocionan los misterios. Por qué estará tan callado tu amigo, por ejemplo. O para qué será esta cosa que tengo aquí —y levantó la pequeña unidad de control que de algún modo le había quitado a Lewis. Ralfi parecía enfermo.
—Tú, eh… tal vez quieras un cuarto de millón por darme eso e irte a dar un paseo. —Lewis alzó una mano gorda y se acarició nerviosamente el rostro pálido, delgado.
—Lo que yo quiero —dijo la chica, chasqueando los dedos de modo que la unidad se puso a girar y brillar— es trabajo. Un trabajo. Tu muchacho se hizo daño en la muñeca. Pero un cuarto de millón bastará como anticipo.
Ralfi exhaló explosivamente y comenzó a reírse, dejando al descubierto dientes que no habían sido conservados de acuerdo con la norma Christian White. Entonces la chica apagó el disociador.
—Dos millones —dije.
—Ése es mi hombre —dijo ella, y echó a reír—. ¿Qué hay en el bolso?
—Un arma.
—Qué grosero. —Bien pudo ser un cumplido.
Ralfi no dijo nada.
—Me llamo Millones. Molly Millones. ¿Qué le parece si salimos de aquí, jefe? La gente empieza a mirar. —Se puso de pie. Llevaba pantalones de cuero color sangre seca.
Y vi por primera vez que los lentes espejados eran implantes quirúrgicos; la plata se alzaba suavemente desde los pómulos y le sellaba los ojos en el interior de los zócalos. Vi mi nueva cara reflejada dos veces.
—Yo soy Johnny —le dije—. El señor Face viene con nosotros.
Estaba afuera, esperando. Con un aire estándar de turista tech, en pantalones cortos de plástico y una absurda camisa hawaiana estampada con ampliaciones del microprocesador más conocido de su empresa; un hombrecito apacible, de los que con toda seguridad terminan borrachos de salce en algún bar donde se sirve arroz tostado con algas marinas. Tenía el aspecto del que canta el himno de la empresa y llora, el que estrecha interminablemente la mano del barman. Rufianes y traficantes lo verían como un conservador innato, y lo dejarían en paz. No daba para mucho, y cuando hiciese algo sería cuidadoso con su cuenta.
Como luego imaginé, seguramente le habrían amputado parte del pulgar izquierdo, poco antes de la primera articulación, y se lo habrían reemplazado por una punta protésica, rellenándole el muñón y acoplándole una bobina y un cuenco diseñados según uno de los análogos romboides de la Ono-Sendai. Luego habrían enrollado cuidadosamente la bobina con tres metros de filamento monomolecular.
Molly se puso a conversar de algo con las Hermanas del Perro Magnético, lo que me permitió apresurar a Ralfi hacia la salida, presionándole la base de la columna con el bolso de gimnasia. Molly parecía conocerlas. Oí que la negra reía.
Miré hacia arriba, por algún reflejo pasajero, tal vez porque nunca me he acostumbrado a eso, a los elevados arcos de luz y a las sombras de las geodésicas de más arriba. Tal vez eso me salvó.
Ralfi siguió caminando, pero no creo que estuviese tratando de escapar. Creo que ya se había rendido. Era probable que ya tuviera alguna idea de la cosa con la que íbamos a enfrentarnos.
Bajé la mirada a tiempo para verlo explotar.
Una reconstrucción pormenorizada muestra a Ralfi caminando cuando el turista aparece de no se sabe dónde, sonriendo. Apenas una reverencia insinuada y el pulgar izquierdo se desprende. Es un truco de magia. El pulgar del hombre queda suspendido. ¿Espejos? ¿Hilos? Y Ralfi se detiene, dándonos la espalda, oscuras medias lunas de sudor bajo las axilas de su pálido traje de verano. Él sabe. Tiene que haberlo sabido. Y entonces el dedo de tienda de artículos de broma, pesado como plomo, dibuja un arco en un fulminante truco de yo-yo, y el hilo invisible que lo une a la mano del hombre atraviesa lateralmente el cráneo de Ralfi, justo encima de las cejas, sube y vuelve a bajar para cortar en diagonal el torso de forma de pera, desde el hombro hasta las costillas. Corta tan finamente que no sale sangre hasta que las sinapsis fallan y los primeros temblores hacen que el cuerpo ceda a la gravedad.
Ralfi se desplomó en pedazos en medio de una nube rosada de fluidos; las tres partes desiguales rodaron hacia adelante sobre el suelo de baldosas. En total silencio.
Levanté el bolso de gimnasia y se me crispó la mano. El retroceso del arma casi me rompió la muñeca.
Debía de haber estado lloviendo; de una geodésica rota caían cintas de agua que salpicaban las baldosas a nuestras espaldas. Nos acurrucamos en un estrecho hueco entre una tienda de artículos quirúrgicos y otra de antigüedades. Molly acababa de asomar un ojo espejado y había informado de la presencia de un módulo Volks delante del Drome, con las luces rojas encendidas. Estaban barriendo a Ralfi. Haciendo preguntas.
Yo estaba cubierto de pelusa blanca chamuscada. Las medias de tenis. El bolso de gimnasia era un deshilachado puño de plástico alrededor de mi muñeca.
—No entiendo cómo diablos no le di.
—Porque es rápido, demasiado rápido. —La chica se abrazó las rodillas y se balanceó sobre los talones de las botas—. Le han acrecentado la sensibilidad del sistema nervioso. Ha sido fabricado por encargo. —Sonrió y soltó un pequeño chillido de placer—. Voy a conseguir a ese muchacho. Esta noche. Es el mejor, el número uno, lo máximo, lo último.
—Lo que tú vas a conseguir, por los dos millones de este chico, es sacarme de aquí. Ese amigo tuyo fue hecho casi todo en una probeta en Chiba City. Es un asesino Yakuza.
—Chiba. Sí, Molly también ha estado en Chiba. —Y me enseñó las manos, con los dedos ligeramente separados. Eran delgados, cónicos, muy blancos en contraste con el esmalte rojo de las uñas. Diez cuchillas salieron de sus receptáculos bajo las uñas, cada una un fino escalpelo de acero azulado, de doble filo.
Nunca había andado mucho por Nighttown. No había allí nadie que me debiese dinero por algo que yo recordaba, y casi todos tenían muchos a quienes pagaban con regularidad para que olvidasen. Generaciones de finos tiradores habían hostigado tanto las luces de neón que los equipos de mantenimiento acabaron por renunciar a repararlas. Incluso a mediodía los arcos eran manchas de hollín sobre un débil fondo perlino.
¿A dónde vas cuando la organización criminal más rica del mundo te busca a tientas con dedos tranquilos, distantes? ¿Dónde te escondes de los Yakuza, tan poderosos que tienen sus propios satélites de comunicación y al menos tres transbordadores? Los Yakuza forman una auténtica red multinacional, como ITT y la Ono-Sendai. Cincuenta años antes de que yo naciera, ya los Yakuza habían absorbido las Tríadas, la Mafia, la Unión Corsa.
Molly tenía una respuesta: Te escondes en el Pozo, en el círculo más bajo, donde cualquier influencia exterior genera ondas rápidas y concéntricas de amenaza pura. Te escondes en Nighttown. Mejor todavía, te escondes encima de Nighttown, porque el Pozo es invertido, y el fondo de su cuenco toca el cielo, el cielo que Nighttown nunca ve, sudando bajo su propio firmamento de resina acrílica; arriba, donde los Lo Teks se agazapan en las oscuras gárgolas, con cigarrillos del mercado negro colgándoles de los labios.
Tenía otra respuesta, además.
—Conque estás bloqueado de verdad, ¿eh, Johnny? ¿No hay modo de sacar ese programa sin la contraseña? —Me llevó hacia las sombras que aguardaban más allá de la brillante plataforma del tren subterráneo. Las paredes de hormigón estaban recargadas de graffiti, años de palabras que se retorcían en un único metagarabato de rabia y frustración.
—Los datos almacenados son introducidos mediante una serie modificada de prótesis microquirúrgicas contra-autismo. —Recité una adormilada versión de mi discurso de venta estándar—. El código del cliente se almacena en un chip especial; salvo que recurras a los Calamares, de los que preferimos no hablar los que nos dedicamos a esto, no hay forma de recuperar la frase. No puedes sacarla con drogas, ni extirpando, ni torturando. Yo no la sé, nunca la supe.
—¿Calamares? ¿Cosas rastreras con brazos? —Salimos a un mercado callejero desierto. Unas figuras sombrías nos observaban desde una plaza improvisada, llena de cabezas de pescado y fruta podrida.
—Superconductores que detectan interferencias cuánticas. Los usaban en la guerra para encontrar submarinos, para destapar cibersistemas del enemigo.
—¿Sí? ¿Material de la Marina? ¿De la guerra? ¿Los Calamares te pueden leer esa cosa? —Se detuvo, y sentí que sus ojos me miraban desde detrás de aquellos espejos gemelos.
—Hasta los modelos más primitivos podían medir un campo magnético con una millonésima parte de la fuerza geomagnética; es como detectar un susurro dentro de un estadio en plena euforia.
—Eso ya lo hacen los policías, con micrófonos parabólicos y lásers.
—Pero tu información sigue a salvo. —Orgullo profesional—. Ningún gobierno permitiría a la policía el uso de Calamares. Ni siquiera a los peces gordos de seguridad. Sería demasiado fácil descubrir chanchullos interdepartamentales; demasiado buenos para destapar watergates.
—Material de la Marina —dijo ella, y su sonrisa brilló entre las sombras—. Material de la Marina. Tengo un amigo por aquí que estuvo en la Marina, se llama Jones. Sería bueno que lo vieras. Lo que pasa es que es un yunki; así que tendremos que llevarle algo. —¿Un yunki?
—Un delfín.
Era más que un delfín, pero desde el punto de vista de otro delfín podría haber parecido menos que eso. Vi cómo se movía pesadamente en el tanque galvanizado. El agua saltaba por los bordes y me mojó los zapatos. Era un excedente de la última guerra. Un cyborg.
Salió del agua, y vimos las costrosas placas que le cubrían los costados, una especie de retruécano visual cuya gracia casi se perdía bajo una armadura articulada, torpe y prehistórica. A ambos lados del cráneo tenía unas deformidades gemelas que habían sido modificadas para poner allí unidades sensoras. En las partes descubiertas de la piel blanco-grisácea le brillaban unas lesiones plateadas.
Molly silbó. Jones sacudió la cola y arrojó más agua contra el borde del tanque.
—¿Qué es este lugar? —Vi formas difusas en la oscuridad, eslabones de cadena oxidada y otras cosas cubiertas por lona alquitranada. Por encima del tanque pendía un rústico marco de madera, cruzado y recruzado por hileras de polvorientas luces navideñas.
—Feria de Diversiones. Zoo y paseos de carnaval. «Hable con la Ballena de la Guerra». Esas cosas. Jones es una especie de ballena…
Jones se encabritó de nuevo, y me clavó una mirada triste y antigua.
—¿Cómo hace para hablar? —De pronto tenía deseos de irme.
—Ahí está lo bueno. Di «hola», Jones. Y todas las luces se encendieron simultáneamente. Titilaban rojas, blancas y azules.
RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA —Conoce el lenguaje de los símbolos, ya ves, pero el código está restringido. En la Marina lo tenían conectado a un exhibidor audiovisual. —Molly sacó el estrecho paquete de un bolsillo de la chaqueta—. Polvo puro, Jones. ¿Lo quieres? —Jones se detuvo en el agua y comenzó a hundirse. Sentí un pánico extraño al recordar que no era un pez, que podía ahogarse—. Queremos la clave del banco de Johnny, Jones. La queremos ya.
Las luces titilaron, se apagaron.
—¡Vamos, Jones!
A AAAAAAAAA A A A Luces azules, cruciformes.
Oscuridad.
—¡Puro! Es limpio. Vamos, Jones.
BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB Un fulgor de sodio blanco bañó las facciones de Molly en una monocromía árida; sus pómulos proyectaron sombras partidas.
R RRRRR R R RRRRRRRRR R R RRRRR R Los brazos de la esvástica roja se le retorcieron en los lentes de plata.
—Dáselo —dije—. Ya la tengo.
Cara de Ralfi. Falta de imaginación.
Jones alzó la mitad de su cuerpo blindado sobre el borde del tanque, y pensé que el metal iba a ceder. Molly lo pinchó de un golpe con la jeringuilla, metiendo la aguja entre dos placas. El émbolo silbó. En el marco hubo una explosión de espasmódicos juegos de luz que luego se desvaneció por completo.
Lo dejamos flotando, girando lánguidamente en el agua oscura. Quizás estuviese soñando con su guerra en el Pacífico, con las ciberminas que habría barrido, hurgando suavemente los circuitos con el Calamar para extraer la patética clave de Ralfi del chip que llevo metido en la cabeza.
—Veo que metieron la pata cuando lo licenciaron, dejándolo salir de la Marina con ese equipo intacto, pero ¿cómo se hace para que un delfín cibernético se vuelva drogadicto?
—La guerra —dijo ella—. Todos lo estaban. Lo hizo la Marina. ¿De qué otro modo los haces trabajar para ti?
—No estoy seguro de que esto tenga aspecto de buen negocio —dijo el pirata, buscando un mejor precio—. Especificaciones de objetivo para un satélite de comunicaciones que no está en el libro…
—Hazme perder tiempo y serás tú quien se quedará sin aspecto —dijo Molly, inclinándose por encima del escritorio de plástico rayado para pincharlo con el dedo.
—Entonces ve a comprar tus microondas a otro sitio. —Era un chico duro, bajo ese disfraz de Mao. Nacido en Nighttown, tal vez.
La mano de Molly le pasó como un rayo por delante de la chaqueta, cortándole una solapa sin siquiera arrugarla.
—¿Trato hecho, entonces?
—Hecho —dijo él, mirándose la arruinada solapa con lo que esperó fuese simplemente un educado interés—. Trato hecho.
Mientras yo examinaba las dos grabadoras que habíamos comprado, ella sacó del bolsillo con cremallera que llevaba en el puño de la chaqueta el pedazo de papel que yo le había dado. Lo desplegó y lo leyó en silencio, moviendo los labios. Se encogió de hombros.
—¿Esto es todo?
—Adelante —dije yo, pulsando simultáneamente los botones de RECORD en ambos tableros.
—Christian White —recitó Molly—, y su Banda Aria de Reggae.
Ralfi el fiel, un fan hasta el día de su muerte.
La transición a la modalidad idiota/sabio es siempre menos brusca de lo que yo espero. La fachada de la emisora pirata era una fracasada agencia de viajes en un cubículo color pastel que se jactaba de poseer un escritorio, tres sillas, y un descolorido póster de un spa orbital suizo. Un par de pájaros de fantasía con cuerpos de vidrio soplado y patas de lata sorbían monótonamente agua de un vaso de poliestireno apoyado en una repisa junto al hombro de Molly. A medida que yo entraba en la nueva modalidad, los pájaros fueron acelerando gradualmente el vaivén hasta que las crestas de plumas abrillantadas se convirtieron en apretados arcos de color. La ventanilla digital que marcaba los segundos en el reloj de plástico de pared era ahora un reticulado que latía sin sentido; Molly y el chico con cara de Mao se nublaron, y los brazos se les desdibujaron en fantasmagóricos ademanes de insecto. Y entonces todo se convirtió en estática fría y gris, en un interminable poema tonal en un lenguaje artificial.
Pasé tres horas cantando el programa robado de Ralfi.
El paseo mide cuarenta kilómetros de punta a punta, una desordenada superposición de cúpulas Fuller que cubren lo que en otro tiempo fue una arteria suburbana. Si se apagan las luces en un día claro, una gris aproximación de luz solar se filtra a través de las capas acrílicas, creando una visión parecida a las imágenes de prisión de Giovanni Piranesi. Los tres kilómetros del extremo sur cubren Nighttown. Nighttown no paga impuestos ni presta servicios. Las luces de neón están apagadas, y las geodésicas han sido ennegrecidas por el humo de décadas de fuegos de cocina. En la casi total oscuridad de un mediodía de Nighttown, ¿quién se fija en una que otra docena de chiquillos locos perdidos en los techos?
Llevábamos dos horas subiendo por escaleras de hormigón y de metal con planchas perforadas, pasando junto a grúas abandonadas y herramientas cubiertas de polvo. Habíamos comenzado en lo que parecía ser un taller de mantenimiento fuera de uso, atiborrado de segmentos triangulares de techumbre. Todo había sido cubierto por la misma capa de graffiti hechos con pintura en aerosol: nombres de pandillas, iniciales, fechas que se remontaban hasta el cambio de siglo. Los graffiti nos siguieron durante todo el ascenso, mermando gradualmente hasta que quedó un único nombre, repetido a intervalos: LO TEK. En chorreantes mayúsculas negras.
—¿Quién es Lo Tek?
—Nosotros no, jefe. —Molly subió por una temblorosa escalera de aluminio y desapareció por un agujero practicado en una lámina de plástico corrugado—. Low technique, low technology, baja tecnología. —El plástico le amortiguaba la voz. Subí tras ella, acariciándome la dolorida muñeca—. A los Lo Teks les parecería un gesto decadente ese truco tuyo de la escopeta.
Una hora más tarde subí metiéndome por otro agujero, este último mal abierto con una sierra en una tabla de madera terciada, y me encontré con el primer Lo Tek.
—No pasa nada —dijo Molly, rozándome el hombro con la mano—. Es Perro. Hola, Perro.
En el estrecho haz de luz de la linterna de Molly, Perro nos observó con su único ojo, y lentamente sacó una lengua gruesa y grisácea que lamió unos caninos enormes. Me pregunté cómo podían calificar de baja tecnología el trasplante de colmillos de dóberman. Los inmunosupresores no crecen precisamente en las copas de los árboles.
—Moll. —El tamaño de los dientes le dificultaba el habla. Del torcido labio inferior le colgó un hilo de saliva—. Te oí llegar. Hace tiempo. —Podría tener quince años, pero los colmillos y un brillante mosaico de cicatrices se conjugaban con la órbita del ojo para presentar una máscara de total bestialidad. Había tomado tiempo y un cierto tipo de creatividad ensamblar aquel rostro, y su actitud me hizo ver que disfrutaba viviendo tras él. Llevaba unos tejanos gastados, negros de mugre y brillantes en las rayas. Tenía el pecho y los pies desnudos. Hizo algo con la boca que se aproximó a una sonrisa—. Alguien los sigue.
Muy a lo lejos, en Nighttown, un vendedor de agua pregonaba su producto.
—¿Saltos en red, Perro? —Molly movió la linterna hacia un lado, y vi cuerdas delgadas atadas a pernos, cuerdas que iban hasta el borde y desaparecían.
—¡Apaga la maldita luz!
Molly la apagó.
—¿Cómo es que el que los viene siguiendo no tiene linterna?
—No la necesita. Ése sí que es un peligro, Perro. Si tus centinelas se le cruzan, volverán a casa en pedazos.
—¿Ése es amigo amigo, Molí? —Parecía incómodo. Le oí mover los pies sobre la madera terciada.
—No. Pero es mío. Y éste —dándome una palmada en el hombro—, éste sí es amigo. ¿Entendido?
—Sí —dijo Perro, sin mucho entusiasmo, caminando pesadamente hacia el borde de la plataforma, donde estaban los pernos. Se puso a puntear una especie de mensaje en las cuerdas tensas.
Nighttown se extendía debajo de nosotros como una aldea de juguete para ratas: unas ventanas minúsculas dejaban ver luz de velas; sólo unos pocos edificios estaban chillonamente iluminados por linternas de pilas y lámparas de carburo. Imaginé a los viejos con sus interminables partidas de dominó, bajo gotas de agua gruesas y calientes que caían de ropa mojada colgada en varas entre las paredes de las chabolas de madera terciada. Traté entonces de imaginarlo subiendo pacientemente en la oscuridad, con las sandalias y la horrible camisa de turista, suave y parsimonioso. ¿Cómo hacía para seguirnos?
—Bien —dijo Molly—. Nos huele.
—¿Fumas? —Perro sacó un paquete arrugado del bolsillo y ofreció un cigarrillo aplanado. Miré la marca mientras me lo encendía con una cerilla de cocina. Yiheyuan filtro. Beijín Cigarette Factory. Llegué a la conclusión de que los Lo Teks eran comerciantes del mercado negro. Perro y Molly volvieron a su discusión, que parecía girar en torno al deseo de Molly de utilizar alguna parte en especial de la propiedad inmobiliaria de los Lo Teks.
—Yo te he hecho un montón de favores, hombre. Quiero ese piso. Y quiero la música.
—Tú no eres Lo Tek…
Así transcurrió la mayor parte de un tortuoso kilómetro, con Perro guiándonos por pasarelas inestables y escalerillas de cuerda. Los Lo Teks fijan sus nidos y escondrijos al tejido de la ciudad con gruesos trozos de resina, y duermen en hamacas de red. Viven en un país tan poco poblado que en algunos sitios no es más que unos asideros para las manos y los pies, practicados con sierra en los puntales geodésicos.
El Piso Mortal, lo llamaba Molly. Gateando detrás de ella, resbalando en metal gastado y madera húmeda con mis zapatos nuevos de Eddie Bax, me preguntaba cómo podría aquello ser más letal que el resto del territorio. Al mismo tiempo, tenía la impresión de que las protestas de Perro eran rituales, y que Molly ya esperaba conseguir lo que quería.
En algún lugar debajo de nosotros, Jones debía estar dando vueltas en su tanque, sintiendo las primeras punzadas del síndrome de abstinencia. La policía estaría aburriendo a los asiduos del Drome con preguntas acerca de Ralfi. ¿Qué hacía? ¿Con quién estaba antes de salir? Y los Yakuza andarían asentando su fantasmagórica moles en los bancos de datos de la ciudad, buscando tenues imágenes mías reflejadas en cuentas numeradas, transacciones de valores, billetes de acciones. Somos una economía de información. Te lo enseñan en la escuela. Lo que no te dicen es que es imposible moverse, vivir, actuar a cualquier nivel sin dejar huellas, pedacitos, fragmentos de información en apariencia insignificantes. Fragmentos que pueden ser recuperados, amplificados…
Pero a esas alturas el pirata habría puesto nuestro mensaje en línea para su transmisión al satélite de comunicaciones Yakuza. Un mensaje sencillo: Consigan que los perros dejen de molestar o difundimos su programa.
El programa. No tenía ni idea de cuál era su contenido. Sigo sin tenerla. Yo sólo canto la canción sin comprender nada. Probablemente fuesen datos de investigación, pues los Yakuza se dedican a formas avanzadas de espionaje industrial. Un negocio elegante: robar a la Ono-Sendai como si nada y pedir un rescate por la información, amenazando con difundirla y mellar así el filo de las investigaciones del conglomerado.
Pero ¿no había otra solución? ¿No estarían más contentos si tuvieran algo que vender a la Ono-Sendai, más contentos que con un Johnny de calle Memoria muerto?
El programa iba en viaje a una dirección en Sidney, donde se guardaban cartas de clientes y donde no se hacían preguntas una vez que se pagaba un pequeño anticipo. Correo marítimo común. Yo había borrado la mayor parte del otro material y grabado nuestro mensaje en el espacio en blanco, dejando del programa apenas lo suficiente para que se lo pudiera identificar como genuino.
Me dolía la muñeca. Quería parar, acostarme, dormir. Sabía que no tardaría en perder las fuerzas y caer, sabía que los zapatos tan elegantes que me había comprado para la noche como Eddie Bax no pisarían con firmeza y me llevarían a Nighttown. Pero el hombre brotó en mi mente como un holograma religioso de pacotilla, resplandeciente; el chip ampliado de la camisa hawaiana parecía una foto de reconocimiento de algún núcleo urbano sentenciado a la destrucción.
Así que seguí a Perro y a Molly por el cielo Lo Tek, construido con chatarra y desperdicios que ni siquiera querían en Nighttown.
El Piso Mortal tenía ocho metros de lado. Un gigante había enhebrado cables de acero pasándolos de un lado a otro por encima de un depósito de chatarra y los había estirado. Crujía al moverse, y se movía constantemente, balanceándose y torciéndose mientras los Lo Teks se reunían e instalaban en la plataforma de madera terciada que lo rodeaba. La madera estaba plateada por el paso de los años, pulida por el uso prolongado y surcada de iniciales, amenazas, declaraciones de pasión. Colgaba de otro grupo de cables que se perdían en la oscuridad detrás del estridente resplandor blanco de las dos lámparas antiguas que pendían encima del Piso.
Una muchacha con dientes como los de Perro entró en el Piso a gatas. Tenía los senos tatuados con espirales de color añil. Cruzó el Piso riendo, forcejeando con un muchacho que bebía un líquido oscuro de una botella de litro.
La moda Lo Tek incluía cicatrices y tatuajes. Y dientes. La electricidad que robaban para iluminar el Piso Mortal parecía una excepción a su estética general, creada en nombre del… ¿rito, deporte, arte? No lo sabía, pero veía que el Piso era algo especial. Tenía el aspecto de haber sido montado a lo largo de generaciones.
Mantenía la inútil arma bajo la chaqueta. Esa dureza y ese peso resultaban reconfortantes, aunque no me quedasen más cartuchos. Y me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que estaba realmente sucediendo, ni de lo que, se suponía, debía suceder. Y ése era mi juego, porque he pasado la mayor parte de mi vida como un receptáculo ciego que se llena con el conocimiento de otras personas, conocimiento del que luego se me vacía: un chorro de lenguajes sintéticos que nunca comprenderé. Un chico muy técnico. Claro que sí.
Entonces advertí lo quietos que se habían quedado los Lo Teks.
Él estaba allí, al borde de la luz, observando el Piso Mortal y la galería de mudos Lo Teks con calma de turista. Y cuando nuestros ojos se encontraron por primera vez con un mutuo reconocimiento, sentí que un recuerdo hacía clic en mi cabeza: París, y el brillo del largo Mercedes que se deslizaba bajo la lluvia hacia Notre Dame; invernáculos móviles, caras japonesas detrás del vidrio, y cien Nikons que se levantaban en ciego fototropismo, flores de acero y cristal. Detrás de esos ojos, cuando me encontraban, los mismos obturadores, zumbando.
Busqué a Molly Millones, pero se había ido.
Los Lo Teks se apartaron para dejarlo subir al banco. Él hizo una reverencia, sonriendo, y se sacó suavemente las sandalias, las dejó juntas, perfectamente alineadas, y bajó al Piso Mortal. Avanzó hacia mí, caminando por aquel movedizo trampolín de chatarra, con la soltura de un turista que camina por la alfombra sintética de un hotel cualquiera.
Molly saltó al Piso, moviéndose.
El Piso chilló.
Estaba equipado con micrófonos y amplificadores, con fonocaptores instalados en los cuatro gruesos resortes de las esquinas y micrófonos de contacto pegados al azar en oxidados fragmentos de maquinaria. En alguna parte, los Lo Teks tenían un amplificador y un sintetizador, y ahora vi las formas de los altavoces en lo alto, por encima de las crueles luces blancas.
Comenzó un ritmo de percusión, un ritmo electrónico, una especie de corazón amplificado, tan regular como un metrónomo.
Ella se había quitado la chaqueta de cuero y las botas; la camiseta no tenía mangas, y a lo largo de aquellos delgados brazos aparecían tenues indicios de circuitos de Chiba City. Los pantalones de cuero le brillaban a la luz de las lámparas. Empezó a bailar.
Flexionó las rodillas, pies blancos y tensos sobre un tanque de gas aplanado, y el Piso Mortal empezó a subir y a bajar. El ruido que hacía era como el de un mundo que se acaba, como si los cables que sujetan el firmamento se hubiesen roto y estuviesen entrechocando y cayendo por el cielo.
Él siguió el ritmo durante unos cuantos latidos, y luego avanzó calculando a la perfección el movimiento del Piso, como un hombre que salta de una piedra plana a otra en un jardín ornamental.
Se sacó la punta del pulgar con la elegancia de un hombre acostumbrado a los gestos de sociedad y se lo lanzó a Molly. Bajo las lámparas, el filamento fue un refractario hilo de arcoiris. Ella se tiró al suelo, rodó y se levantó de un salto después de que la molécula pasara casi rozándola con un silbido de latigazo; las garras de acero chasquearon hacia la luz en lo que debe de haber sido un automático rictus de defensa.
El latido de la percusión se aceleró, y ella saltó acompañándolo: el pelo oscuro desmelenado sobre las lisas lentes platinadas, la boca apretada, los labios tensos de concentración. El Piso Mortal resonaba y rugía, y los Lo Teks chillaban excitados.
El hombre redujo el filamento a un arremolinado círculo policromo y fantasmal de un metro de diámetro y lo mantuvo girando delante de él, la mano sin pulgar a la altura del esternón. Un escudo.
Y Molly pareció soltar algo, algo adentro, y ése fue el verdadero comienzo de su danza de perro rabioso. Saltaba, retorciéndose, lanzándose de lado, aterrizando con ambos pies sobre el bloque de un motor de aleación directamente sujeto a uno de los resortes de espiral. Me tapé los oídos con las manos y me arrodillé en un vértigo de sonido, pensando que Piso y bancos caían, caían hacia Nighttown, y nos vi atravesando las chabolas, la ropa mojada tendida, explotando en las baldosas como frutas podridas. Pero los cables resistieron, y el Piso Mortal subía y bajaba como un mar de metal enloquecido. Y Molly bailaba en él.
Y al final, justo antes de que él arrojase por última vez el filamento, le vi algo en la cara, una expresión que no parecía encajar en ese sitio. No era miedo ni era rabia. Creo que era incredulidad, atónita incomprensión mezclada con pura repulsión estética por lo que estaba viendo, oyendo: por lo que le estaba pasando. Acortó el filamento; el disco fantasmal se redujo al tamaño de un plato mientras él alzaba el brazo por encima de la cabeza y lo bajaba de golpe; el pulgar se curvó apuntando a Molly, como una cosa viva.
El Piso llevó a Molly hacia abajo; la molécula le pasó justo por encima de la cabeza; el Piso dio un coletazo y alzó al hombre hasta la trayectoria de la molécula. Tendría que haberle pasado inofensivamente por encima y regresar a su cuenca, dura como el diamante. Le amputó la mano por detrás de la muñeca. Estaba frente a una abertura del Piso, y pasó por ella como un clavadista, con una extraña elegancia deliberada, un kamikaze derrotado rumbo a Nighttown. En parte, creo, hizo aquel salto para darse unos segundos de digno silencio. Ella lo había matado con un shock cultural.
Los Lo Teks rugían, pero alguien apagó el amplificador, y Molly hizo callar el Piso Mortal, esperando, con el rostro blanco e inexpresivo, hasta que el ruido cedió y quedó sólo un débil silbido de hierros torturados y un rechinar de óxido contra óxido.
Rastreamos el Piso buscando la mano cortada, pero no la encontramos. Lo único que encontramos fue una elegante curva en una pieza de acero oxidado, por donde había pasado la molécula. Tenía el borde tan brillante como cromo nuevo.
Nunca supimos si los Yakuza habían aceptado nuestras condiciones, o si recibieron el mensaje. Hasta donde yo sé, el programa de ellos sigue esperando a Eddie Bax en un anaquel de la habitación trasera de una tienda de regalos en la tercera planta de Sidney Central-5. Tal vez hayan vendido el original a la Ono-Sendai hace meses. Pero es posible que hayan recibido la transmisión del pirata, porque nadie ha venido a buscarme hasta el momento, y ya ha pasado casi un año. Si vienen a buscarme, les espera una larga subida en la oscuridad, y pasar por delante de los centinelas de Perro, y últimamente no me parezco mucho a Eddie Bax.
Dejé que Molly se encargara de eso, con anestesia local. Y mis dientes nuevos casi han echado raíz.
Decidí quedarme aquí arriba. Cuando miré por encima del Piso Mortal, antes de que él llegase, vi lo vacío que yo me sentía. Y supe entonces que estaba harto de ser un balde de agua. Así que ahora bajo a visitar a Jones, casi todas las noches.
Ahora somos socios, Jones y yo, y también Molly Millones. Molly se encarga de nuestros negocios en el Drome. Jones sigue en Divertilandia, pero ahora tiene un tanque más grande, con agua de mar fresca que le traen una vez por semana. Y tiene su droga, cuando la necesita. Sigue hablando a los niños con el marco de luces, pero a mí me habla en un nuevo monitor que tiene en un cobertizo que alquilé allí, un monitor mejor que el que usaba en la Marina.
Y los tres estamos haciendo mucho dinero, más dinero del que hacía antes, porque el Calamar de Jones puede leer las huellas de todo lo que me han almacenado en la cabeza, y me lo dice por el monitor en lenguajes que entiendo. Así que estamos aprendiendo muchas cosas acerca de mis anteriores clientes. Y un día haré que un cirujano me saque todo ese silicio de las amígdalas, y viviré con mis propios recuerdos y con los de nadie más, como el resto de la gente. Pero todavía no.
Mientras tanto, se está realmente bien aquí arriba, en la oscuridad, fumando un chino con filtro y escuchando las gotas de condensación que caen de las geodésicas. Es todo muy tranquilo aquí arriba… salvo cuando un par de Lo Teks deciden ponerse a bailar en el Piso Mortal.
Además es educativo. Con Jones ayudándome a descifrar las cosas, me estoy convirtiendo en el chico más técnico de la ciudad.
martes, 14 de febrero de 2017
Fragmento. MONA LISA ACELERADA William Gibson
EL CYBERPUNK. LITERATURA DE VANGUARDIA.
El cyberpunk tiene aceptación como género literario en Hollywood allá por los años 80 del siglo pasado.
Quizá la más famosa de todas las películas sea Blade Runner la que se ha convertido en una cinta de culto.
El cyberpunk usa o utiliza la estructura novelística del género policíaco como se dijo anteriormente.En el cyberpunk es común la simbiosis entre máquina y humano.
Sistemas totalitarios vs personajes marginales son parte del tópico de las líneas argumentales de este subgénero.
«Los personajes del ciberpunk clásico son seres marginados, alejados, solitarios, que viven al margen de la sociedad, generalmente en futuros distópicos donde la vida diaria es impactada por el rápido cambio tecnológico, una atmósfera de información computarizada ubicua y la modificación invasiva del cuerpo humano.»
—Notas hacia un Manifiesto de Postciberpunk,
por Lawrence Person (1998).
El cyberpunk es una libre metáfora de la circulación de ideas tecnológicas de avanzada como los derechos de la privacidad en un mundo invasivo y totalitario en donde los humanos son controlados y espiados por un Estado totalitario. Nada escapa al control de la gran “matrix”.
J. Méndez-Limbrick.
***
En el universo alucinatorio del ciberespacio, a la vez lírico y mecánico, erótico y violento, la vida de la joven Mona se cruza inevitablemente con la vida de la famosa Angie Mitchell. Angie ha sido capaz desde niña de entrar en el ciberespacio sin necesidd de una computadora. Dentro de la matriz una entidad fantasmal -que ha acumulado vastas cantidades de información para obtener lo que quiere- pretende utilizar a Angie en una trama que ella misma no puede controlar, ni siquiera entender.
***
Fragmento.
MONA LISA ACELERADA
William Gibson
Minotauro
Título original:
Mona Lisa Overdrive
Traducción de José Arconada
Primera edición: junio de 1992
© William Gibson, 1988
© Ediciones Minotauro, 1992
Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
Tel. 439 5105*
ISBN: 84-450-7111-4 Depósito legal: B.26.922-1992
Impreso por Roinanyá/Valls Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Impreso en España Printed in Spain
Scan y 1ª Revisión: Ebanska
A mi hermana,
Fran Gibson,
con asombro y amor..
1
El humo
EL FANTASMA FUE EL REGALO de despedida de su padre; se lo entregó un secretario vestido de negro en una sala de embarque de Narita.
Las dos primeras horas del vuelo a Londres lo tuvo ol-vidado en el bolso: un rectángulo liso y oscuro, un lado impreso con el ubicuo logo de la Maas-Neotek, el otro li-geramente curvo para ajustarse a la palma del usuario.
Ella iba sentada muy erguida en su asiento de primera clase, con los rasgos armados en una pequeña y fría más-cara que era réplica de la más característica expresión de su difunta madre. Los asientos vecinos estaban vacíos: su padre los había comprado. Rechazó la comida ofrecida por el nervioso camarero. Los asientos desocupados lo asustaban: evidencias de la riqueza y el poder del padre de ella. El hombre vaciló, hizo una reverencia y se retiró. Muy brevemente, ella permitió que la máscara sonriera la sonrisa de su madre.
Fantasmas, pensó más tarde, cuando sobrevolaban Alemania, mirando fijamente el tapizado del asiento contiguo. Qué bien trataba su padre a sus fantasmas.
También había fantasmas al otro lado de la ventanilla; fantasmas en la estratosfera del invierno de Europa, imágenes parciales que cobraban forma si ella dejaba que su mirada saliera de foco. Su madre en el Parque Ueno, rostro frágil a la luz de septiembre. «¡Las grullas, Kumi! ¡Mira las grullas!» Y Kumiko miraba hacia la otra orilla del estanque Shinobazu sin ver nada, ninguna gru-lla, tan sólo unos cuantos puntos negros que saltaban y que sin duda eran cuervos. El agua era lisa como la seda, tenía el color del plomo, y pálidos hologramas aparecían y se esfumaban indistintamente por encima de una leja-na línea de puestos de tiro con arco. Pero Kumiko vería las grullas más tarde, muchas veces, en sueños; eran origamis, objetos angulosos hechos con láminas de neón plegadas, pájaros brillantes y rígidos que surcaban el paisaje lunar de la demencia de su madre...
Recordó a su padre, la bata negra abierta sobre un hu-racán de dragones tatuados, inclinado sobre el vasto campo de ébano del escritorio, los ojos chatos y brillan-tes, como los de una muñeca pintada. «Tu madre está muerta. ¿Entiendes?» Y los planos de sombra del despa-cho, la oscuridad angulosa que la rodeaba. La mano que se adelantaba, entraba en el ruedo de luz de la lámpara, vacilante, señalándola; el puño de la túnica que se reti-raba para mostrar un Rolex de oro y más dragones de crestas que se arremolinaban, formaban olas, olas pun-tiagudas, oscuras, que le ceñían la muñeca, apuntando. Apuntándole. «¿Entiendes?» Ella no había respondido sino que había echado a correr a un lugar secreto que conocía, la madriguera de la más pequeña de las máqui-nas de limpieza. Pasó toda la noche oyendo su tictac, ex-plorada cada tanto por estallidos de láser rosado, hasta que su padre la encontró y, oliendo a whisky y a cigarri-llos Dunhill, la llevó en brazos hasta su habitación en el tercer piso del apartamento.
Recordó las semanas que siguieron, días de letargo acompañados casi siempre por el traje negro de uno u otro secretario, hombres cautelosos de sonrisas automá-ticas y paraguas esmeradamente cerrados. Uno de ellos, el más joven y menos cauto, le ofreció, en una transitadísima acera Ginza, a la sombra del reloj de Hattori, una improvisada demostración de kendo, deslizándose con pericia de experto entre sobresaltadas dependientas de almacén y turistas de ojos desorbitados, mientras el pa-raguas negro se desdibujaba inofensivamente por entre los arcos formales y antiquísimos del arte. Kumiko había sonreído entonces su propia sonrisa, rompiendo la más-cara funeraria, y por eso se le había clavado instantánea-mente la culpa, más profunda y más cortante aún, en aquel lugar del corazón donde ella conocía su vergüenza y su indignidad. Pero en la mayoría de las ocasiones los secretarios la llevaban de compras, a recorrer una suce-sión de vastas tiendas Ginza y docenas de boutiques Shinjuku recomendadas por una guía Michelin de plás-tico azul que hablaba en pomposo japonés de turista. Sólo compraba cosas muy feas, cosas feas y muy caras, y los secretarios caminaban impasibles junto a ella, asien-do las bolsas brillantes con manos duras. Cada tarde, al volver al apartamento de su padre, las bolsas eran es-meradamente depositadas en su habitación, donde per-manecían, intactas y sin abrir, hasta que las criadas las retiraban.
Y la séptima semana, la víspera del día en que cumpli-ría los trece años, se dispuso que Kumiko iría a Londres.
-Serás huésped en casa de mi kobun-dijo su padre.
-Pero yo no deseo ir -dijo ella, y le mostró la sonrisa de su madre.
-Debes -dijo él, y le dio la espalda y se alejó-. Hay difi-cultades —dijo al despacho oscurecido-. No correrás pe-ligro alguno, en Londres.
-¿Y cuándo volveré?
Pero su padre no respondió. Ella se inclinó en reve-rencia y salió del despacho, mostrando aún la sonrisa de su madre.
El fantasma despertó al tacto de Kumiko en cuanto ini-ciaron el descenso sobre Heathrow. La quincuagésima primera generación de los biochips Maas-Neotek invo-
caba una figura indistinta en el asiento vecino; un mu-chacho extraído de algún descolorido grabado de esce-na de cacería, de piernas desenfadadamente cruzadas, con pantalones color crema y botas de montar. -Hola -dijo el fantasma.
Kumiko parpadeó y abrió la mano. El muchacho titiló y desapareció. Ella miró la pequeña unidad de suave tex-tura que reposaba en su mano y, lentamente, la encerró de nuevo entre los dedos.
-Hola otra vez-dijo él-. Me llamo Colin. ¿Y tú?
Ella lo miró fijamente. Los ojos del muchacho eran humo verde brillante, la frente alta aparecía pálida y lisa bajo un oscuro mechón ingobernable. Podía ver con cla-ridad los asientos del otro lado del pasillo por entre el bri-llo de los dientes de él. -Si te resulta un tanto demasiado espectral -dijo el muchacho sonriendo-, podemos au-mentar la res... -Y permaneció allí un instante, incómo-damente nítido y real; la lanilla de las solapas de su abrigo oscuro vibraba con claridad de alucinación.- Aunque así se gasta la pila -dijo, y se difuminó hasta volver a su estado anterior-. No entendí tu nombre -volvió a sonreír.
-Tú no eres de verdad -dijo ella, severa.
Él se encogió de hombros. -No tiene por qué hablar en voz alta, señorita. Sus compañeros de viaje podrían pensar que es usted un poco extraña, no sé si me expli-co. Hay que hacerlo de manera subvocal. Yo lo recibo todo por la piel... -Descruzó las piernas y se estiró, con las manos entrelazadas detrás de la nuca.- El cinturón de seguridad, señorita. Yo no necesito abrochárme-lo, naturalmente, siendo, como usted lo ha observado, irreal.
Kumiko frunció el entrecejo y tiró la unidad en el re-gazo del fantasma. El fantasma desapareció. Kumiko se abrochó el cinturón, miró el objeto de reojo, dudó, y lo volvió a recoger.
-¿Así que es su primer viaje a Londres? -preguntó el fantasma, materializándose desde la periferia de su campo visual. Ella asintió a pesar de sí misma-. ¿No te moles-ta volar? ¿No te da miedo?
Ella negó con la cabeza, sintiéndose ridícula.
-No te preocupes -dijo el fantasma-. Yo me cuidaré de todo en tu lugar. Llegaremos a Heathrow en tres minu-tos. ¿Te espera alguien al bajar del avión?
-El socio de mi padre -dijo ella en japonés.
El fantasma sonrió. -Entonces estarás en buenas ma-nos, no lo dudo. -Guiñó un ojo.- Al verme no se diría que soy un lingüista, ¿verdad?
Kumiko cerró los ojos y el fantasma se puso a susurrar-le algo acerca de la arqueología de Heathrow, del Neolí-tico y la Edad del Hierro, de piezas de barro cocido y herramientas...
-¿Señorita Yanaka? ¿Kumiko Yanaka? -El inglés se er-guía delante de ella, imponente, con su corpulencia de gaijin envuelta en elefantinos pliegues de lana oscura. Unos ojos pequeños y oscuros la miraban imperturba-bles a través de unas gafas de montura metálica. Tenía la nariz como si se la hubieran aplastado casi por completo y no se la hubiesen recompuesto nunca. El pelo, el que le quedaba, había sido recortado hasta dejarlo corno una barba cerdosa, y sus guantes negros de punto estaban raídos y carecían de dedos.
-Mi nombre, ¿sabe usted? -dijo, como si ello hubiese de tranquilizarla de inmediato-, es Petal.
Petal llamaba Humo a la ciudad.
Kumiko tiritaba sobre el gélido cuero rojo; miraba por la antigua ventanilla del Jaguar cómo la nieve caía en re-molinos para derretirse en la carretera que Petal llamaba M4. Aquel cielo de atardecer no tenía color. Él condu-cía en silencio, eficientemente, con los labios apretados como si estuviese a punto de silbar. El tráfico, para unos ojos de Tokio, era absurdamente fluido. Aceleraron para adelantar a un Eurotrans de carga no tripulado, con la proa obtusa poblada de sensores e hileras de faros. Pese a la velocidad del Jaguar, Kumiko tuvo la impresión de que, de algún modo, permanecía inmóvil; las partículas de Londres comenzaron a multiplicarse a su alrededor. Paredes de ladrillos mojados, arcos de hormigón, herra-jes pintados de negro que se alzaban como lanzas.
A medida que observaba, la ciudad comenzó a definir-se. Fuera de la M4, mientras el Jaguar esperaba en las in-tersecciones, Kumiko podía vislumbrar rostros por entre la nieve, sonrosadas caras gaijin por encima de ropas os-curas, barbillas hundidas en bufandas, tacones de botas de mujer taconeando en charcos de plata. Las filas de tiendas y de casas le recordaron los accesorios esplén-didamente detallados que había visto como entorno de una locomotora de juguete en Osaka, en la galería de un comerciante de antigüedades europeas.
Aquello no tenía nada que ver con Tokio, donde el pasado, todo cuanto de él quedaba, era cuidado con nerviosa solicitud. Allí la historia se había convertido en una cantidad, una pieza rara, parcelada por el gobierno y preservada por decretos y fondos empresariales. Aquí parecía ser la sustancia misma de las cosas, como si la ciudad fuese un monocultivo de piedra y ladrillo, innu-merables estratos de mensaje y significado, era sobre era, generado a lo largo de los siglos según los dictados de al-gún omnipresente e indescifrable ADN de comercio e imperio.
-Es de lamentar que Swain no pudiera venir a recibirla en persona -dijo el hombre que se llamaba Petal. Ku-miko tenía menos problemas con su acento que con su forma de estructurar las oraciones; al principio confun-dió la disculpa con una orden. Consideró la posibilidad de acceder al fantasma, pero rechazó la idea.
-Swain -aventuró-. ¿El señor Swain es mi anfitrión?
Los ojos de Petal la encontraron en el espejo. -Roger Swain. ¿No se lo dijo su padre?
-No.
-Ah. -El hombre asintió con la cabeza.- El señor Kanaka no olvida la seguridad en estos asuntos; es lógico... Un hombre de su talla, etcétera... -Suspiró ruidosamen-te.-Lamento lo de la calefacción. Se supone que el taller tendría que haberlo arreglado...
-¿Es usted uno de los secretarios del señor Swain? -dijo Kumiko dirigiéndose a los velludos rollos de carne que asomaban por encima del cuello del abrigo oscuro y grueso.
-¿Su secretario? -El hombre pareció considerar el asunto.- No -resolvió finalmente-. No soy eso. -Circun-dó velozmente una rotonda, dejando atrás relucientes toldos metálicos y la crepuscular marejada de peatones.-¿Ha comido ya? ¿Le dieron de comer en el avión?
-No tenía hambre. -Consciente de la máscara de su madre.
-Bueno, pues Swain le tendrá algo preparado. Swain come cantidad de comida japonesa. -Hizo un chasquido extraño con la lengua. Volvió a mirarla fugazmente.
Ella miró más allá de él, adonde estaba el beso de los copos de nieve y el arrasador barrido del limpiaparabrisas.
La residencia de Swain, en Notting Hill, estaba com-puesta por tres casas victorianas interconectadas y si-tuadas entre una profusión de plazas, plazoletas y callejones. Petal, con dos maletas de Kumiko en cada mano, le explicó que el número 17 era la entrada princi-pal también para los números 16 y 18. -No sirve de nada llamar a ése -dijo, gesticulando torpemente con las pe-sadas maletas, señalando la pintura roja y brillante y los pulidos herrajes de bronce de la puerta del 16-. Detrás sólo hay veinte pulgadas de hormigón armado.
Kumiko miró hacia la plazoleta semicircular donde unas fachadas idénticas se alejaban siguiendo la discreta curvatura. Ahora la nieve caía con mayor velocidad, y el cielo insípido se había iluminado con un asalmonado resplandor de lámparas de sodio. La calle estaba desierta; la nieve, fresca y sin marcas. El aire frío llevaba algo des-conocido, una tenue e invasora sensación de algo que arde, de antiguos combustibles. Los zapatos de Petal de-jaban huellas grandes y nítidas. Eran de ante negro, cor-dones y tacón bajo, punta estrecha y suelas extremada-mente gruesas de plástico escarlata corrugado. Ella le si-guió las huellas, empezando a temblar, hasta los grisá-ceos escalones del número 17.
-Soy yo -dijo Petal a la puerta pintada de negro-, abrid. -Luego suspiró. Dejó las cuatro maletas en la nieve, se quitó el mitón de la mano derecha y apoyó la palma de la mano en un redondel de metal brillante empotra-do a ras de uno de los paneles. A Kumiko le pareció oír un leve gemido, un zumbido que subió de timbre hasta que se apagó, y luego la puerta vibró con el sordo impac-to de pernos magnéticos que se retiraban.
-Usted la llamó Humo -dijo Kumiko cuando él iba a asir el pomo de bronce-, a la ciudad...
Petal interrumpió lo que estaba haciendo. -El Humo -dijo-, sí -y abrió la puerta al calor y la luz-; es una vieja expresión, como un apodo. -Recogió las maletas y avan-zó por un vestíbulo alfombrado en azul y de paredes cu-biertas por blancos paneles de madera. Ella lo siguió y la puerta se cerró a sus espaldas con un ruido de pernos que volvían a su lugar. Un grabado enmarcado en caoba colgaba encima del revestimiento blanco, caballos en un campo, pequeñas figuras elegantes con abrigos rojos. Colin, el fantasma-chip, debería vivir allí, pensó Kumiko. Pe-tal había vuelto a dejar las maletas en el suelo. Sobre la alfombra azul quedaron láminas de nieve compactada. Entonces el hombre abrió otra puerta, tras la cual se veía una jaula de metal dorado. Petal provocó un ruido me-tálico al apartar a un lado las barras. Ella miró hacia el interior de la jaula, desconcertada.
-El ascensor -dijo Petal-. No caben todas sus cosas. Haré un segundo viaje.
Pese a su aparente antigüedad, el ascensor empezó a elevarse de manera suave cuando Petal tocó un botón de porcelana blanca con un romo dedo índice. Kumiko se vio entonces obligada a permanecer muy cerca de él; Pe-tal olía a lana mojada y a algún tipo de loción de afeitar de esencias florales.
-La hemos puesto en lo más alto -dijo él mientras la conducía por un angosto corredor-, porque pensamos que podría gustarle la calma. -Abrió una puerta y la invi-tó a entrar ron un gesto.- Espero que le guste... -Se quitó las gafas y las pulió enérgicamente con un arrugado pa-ñuelo de papel.- Iré a buscar sus maletas.
Cuando Petal se hubo marchado, Kumiko rodeó len-tamente la descomunal bañera de mármol negro que dominaba el centro de la habitación, que era de techo bajo y excesivamente amueblada. Las paredes, que bus-caban el techo en agudos ángulos, estaban recubiertas con espejos jaspeados en dorado. Un par de ventanas de gablete flanqueaban la cama más grande que hubiera visto jamás. En la pared que daba a la cabecera de la cama, el espejo estaba equipado con pequeños focos graduables, como las luces de lectura de un avión. Se detuvo junto a la bañera para tocar el arqueado cuello de un cisne dorado que servía de surtidor. Sus alas extendidas eran las manillas del grifo. El aire de la habitación era cálido y tranquilo, y por un instante la presencia de su madre pareció llenarlo, como una niebla dolorosa.
Petal tosió junto a la puerta. -Bueno -dijo, llevando aparatosamente las maletas a la habitación-, ¿todo en orden? ¿Todavía sin hambre? ¿No? La dejaré aposentar-se... -Dispuso las maletas junto a la cama.- Si le apetece comer, llámeme. -Señaló un vistoso teléfono antiguo con micrófono y auricular de latón y manivela de marfil torneado.- Sólo tiene que levantarlo, no necesita discar. El desayuno es cuando usted quiera. Pregúntele a al-guien, y le dirán dónde es. Entonces podrá conocer a Swain...
La sensación de presencia de la madre se había esfu-mado con el regreso de Petal. Intentó sentirla de nuevo cuando él le deseó una buena noche y cerró la puerta, pero se había desvanecido.
Se quedó un buen rato junto a la bañera, acariciando el liso metal del frío cuello del cisne.
domingo, 12 de febrero de 2017
Gibson William - Spraw 02 - Conde Cero.
UNA SEMANA CON EL CYBERPUNK EN CATOBLEPAS.
William Gibson es quizá uno de los escritores de mayor influencia en norteamericana de esta temática literaria, que se ha denominado o conceptualizado como un subgénero de la ciencia ficción desde los años 80 del siglo pasado.
Movimiento del postmodernismo, este subgénero se caracteriza o prima el mundo o los mundos distópicos de alta tecnología y bajo nivel de vida en donde la sociedad actual se ha desintegrado en nuevas clases sociales con una marcada preeminencia de las castas tribales.
Mundos de hackers, inteligencias artificiales, contaminación ambiental, megacorporaciones que dominan la política mundial en donde el individuo pasa a ser un peón del enorme ajedrez de lo cibernético y artificial, en una realidad distópica es lo que nos ofrece este subgénero.
Cabe anotar que el subgénero toma el esquema de la novela policíaca y la novela negra incorporándolas como “motor” de sus líneas argumentales y de técnicas narrativas.
J. Méndez-Limbrick.
***
NOVELA: Gibson William - Spraw 02 - Conde Cero,
Conde Zero no es, propiamente, una continuación de Neuromante. Si bien la acción se sitúa en el mismo universo, y algunos de los sucesos narrados son consecuencia de lo narrado en Neuromante, se trata de una novela independiente.
La novela está compuesta por tres historias relacionadas entre sí. El Conde Cero que da título al libro es un muchacho llamado Bobby Newmark que sueña convertirse en vaquero de consola, el cual es contactado por algo que acecha en la red, lo cual lo vuelve valioso para un grupo de seguidores del vudú que identifica a dioses del panteón haitiano, como el Barón Samedi o Dambala con inteligencias artificiales liberadas. Obligado a unirse a estos houngans para no ser asesinado, el Conde Cero deberá poner a prueba sus incipientes habilidades de hacker para salvar su vida y la de sus nuevos amigos. ¿Salvarlos de qué? Bueno, parece que el contacto hecho por el Conde Cero en la red ha sido percibido por alguien mas...
También cuenta la historia de Turner, un mercenario que se dedica a sacar trabajadores de una empresa a otra. Es que en el futuro que imagina Gibson, los empleados mas calificados son una especie de prisioneros de sus empleadores, y la única forma de que puedan pasarse a otra empresa es fugándose de los campos de concentración que son algunas empresas. Sin embargo, Turner deberá optar por llevarse a Angela Mitchell, la hija del empleado que originalmente iba a rescatar (¿o secuestrar?), una niña que tiene la habilidad de conectarse directamente a la red...
Y está Marly, una marchante de arte que es contratada por el magnate Josef Virek, quien se comunica con ella a través de una simulación informática debido a que es un anciano tan enfermo que en la realidad se encuentra en un tanque de hielo, buscando la forma de transferir su conciencia a la red. Mientras, encarga a Marly la búsqueda del creador de unos extraños objetos de arte, búsqueda que la llevará a una zona que creíamos conocida, Freeside (traducida ahora como Zona Libre), la ciudad en órbita construida por el clan Tessier-Ashpool.
***
(Fragmento).
William Gibson
Conde Cero
Sprawl - 2
Título original: Count Zero
William Gibson, 1986
Traducción: José B. Arconada y Javier Ferreira Ramos
PARA MI D
Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos
NERUDA
INTERRUPCIÓN DE CUENTA A CERO: Al registrar una interrupción, disminuya el contador a cero. [1]
1
Un arma de funcionamiento fácil
PUSIERON UN SABUESO explosivo para que lo siguiera en Nueva Delhi, programado con los feromonas y el color del pelo de Turner. Lo alcanzó en una calle llamada Chandni Chauk y se arrastró hasta el BMW alquilado a través de una selva de piernas desnudas y bronceadas y ruedas de taxis de tracción humana. El núcleo del sabueso era un kilogramo de hexógeno recristalizado y TNT en escamas.
No lo vio venir. Lo último que vio de la India fue la fachada de yeso rosado de un lugar llamado Hotel Khush-Oil.
Como tenía un buen agente, tenía un buen contrato. Como tenía un buen contrato, ya estaba en Singapur una hora después de la explosión. La mayor parte de él, en todo caso. El cirujano holandés hizo algunas bromas: cómo un porcentaje indeterminado de Turner no había logrado salir de Palam International en aquel primer vuelo y hubo de pasar la noche allí en un cobertizo, en una cubeta de cultivo.
El holandés y su equipo necesitaron tres meses para volver a armar a Turner. Clonaron un metro cuadrado de piel, cultivada en planchas de colágeno y polisacáridos de cartílago de tiburón. Compraron ojos y genitales en el mercado libre. Los ojos eran verdes.
Turner pasó la mayor parte de aquellos tres meses en una estructura de simestim de generación ROM: una infancia idealizada en la Nueva Inglaterra del siglo pasado. Las visitas del holandés eran sueños grises a la hora del alba, pesadillas que se desvanecían rápidamente cuando el cielo se aclaraba en la ventana del dormitorio del segundo piso. Podía oler las lilas, tarde en la noche. Leyó a Conan Doyle a la luz de una bombilla de sesenta vatios cubierta por una pantalla de pergamino estampado con veleros. Se masturbó envuelto en un olor a sábanas limpias de algodón, pensando en las chicas que animaban los encuentros deportivos. El holandés le abría una puerta en el fondo del cerebro y entraba a hacerle preguntas, pero en la mañana su madre lo llamaba a comer su cereal, huevos con tocino, café con leche y azúcar.
Y una mañana despertó en una cama desconocida, el holandés de pie junto a una ventana que rebosaba verde tropical y una luz que le hería los ojos.
—Ya puedes irte a casa, Turner. Hemos terminado contigo. Estás como nuevo.
Estaba como nuevo. ¿Qué tan nuevo? No lo sabía. Tomó las cosas que el holandés le dio y se fue de Singapur. Su hogar era el siguiente aeropuerto, Hyatt.
Y el próximo. Y así siempre.
Siguió volando. Su ficha de crédito era un rectángulo negro espejado, bordeado de oro. La gente de los mostradores sonreía al verla, inclinaba la cabeza. Las puertas se abrían, se cerraban a sus espaldas. Las ruedas se separaban del hormigón armado, los tragos llegaban, la cena estaba servida.
En Heathrow una vasta masa de recuerdos se desprendió de un cuenco vacío de cielo de aeropuerto y cayó sobre él. Vomitó en un recipiente de plástico azul sin dejar de caminar. Cuando llegó al mostrador al final del pasillo, cambió su billete.
Voló a México.
Y despertó al ruido de cubos de acero rodando sobre baldosas, escobas barriendo agua, el cálido cuerpo de una mujer contra el suyo.
La habitación era una alta caverna. Yeso blanco y desnudo que reflejaba el sonido con demasiada claridad; en algún lugar más allá del bullicio de las mucamas en el patio matinal, el golpear de las olas. Las sábanas estrujadas entre sus dedos eran de cambray áspero, suavizado por incontables lavados.
Recordó luz de sol a través de una amplia superficie de ventana ahumada. Un bar de aeropuerto, Puerto Vallaría. Había tenido que caminar veinte metros desde el avión, los ojos entrecerrados para protegerse del sol. Recordó el cadáver de un murciélago aplastado como una hoja seca sobre el hormigón de la pista.
Recordó un trayecto en autobús, una carretera de montaña, y el olor a combustión interna, los bordes del parabrisas forrados de postales holográficas de santos en azul y rosa. Había ignorado el abrupto paisaje para contemplar una esfera de plexiglás rosado y la nerviosa danza del mercurio en su centro. La perilla coronaba el curvo tallo de acero de la palanca de cambios, algo más grande que una pelota de béisbol. Había sido moldeada alrededor de una araña agazapada de cristal transparente, hueca, llena a medias de azogue. El mercurio saltaba y se deslizaba cuando el conductor sacudía el autobús por curvas cerradas, para luego estremecerse en los tramos rectos. La perilla era ridícula, artesanal, funesta; estaba allí para darle la bienvenida a su regreso a México.
Entre la docena de microsofts que le diera el holandés, había uno que le permitiría un dominio relativo del castellano, pero en Vallarla había tanteado detrás de su oreja izquierda e insertado una espita contra el polvo en su lugar, ocultando conector y espita con un cuadrado microporoso del tono de su piel. Un pasajero cerca del fondo del autobús tenía una radio. Una voz interrumpía periódicamente el metálico sonido de la música pop para recitar una especie de letanía, hileras de cifras de diez dígitos, los números ganadores en la lotería nacional.
La mujer junto a él se movió en sueños.
Se irguió sobre un codo para mirarla. El rostro de una extraña, pero no el que su vida en hoteles le había enseñado a esperar. Hubiera esperado una belleza rutinaria producto de cirugías electivas y el inexorable darwinismo de la moda, un arquetipo cocinado a partir de los principales rostros de los medios masivos de comunicación de los últimos cinco años.
Algo del Medio Oeste en el hueso de la mandíbula, arcaico y norteamericano. Las sábanas azules estaban plegadas en torno a sus caderas, la luz del sol entraba inclinada a través de la persiana de madera marcándole los largos muslos con líneas diagonales de oro. Los rostros con los que despertaba en los hoteles del mundo eran como los ornamentos de las capotas de Dios. Rostros dormidos de mujer, idénticos y solos, desnudos, apuntando en línea recta hacia el vacío. Pero éste era distinto. De algún modo, ocultaba un sentido. Un sentido y un nombre.
Se incorporó, balanceando las piernas fuera de la cama. Las plantas de sus pies registraron la aspereza de arena de playa sobre baldosa fría. Había un tenue y penetrante olor a insecticida. Desnudo, la cabeza palpitándole, se levantó. Hizo que sus piernas se movieran. Caminó; probó la primera de las dos puertas: encontró baldosas blancas, más yeso blanco, un bulboso duchador cromado que pendía de un tubo manchado de óxido. Los grifos del lavamanos ofrecían idénticas gotas de agua tibia como sangre. Un arcaico reloj de pulsera descansaba junto a un vaso de plástico, un Rolex mecánico sujeto a una correa de cuero claro.
Las ventanas de postigo del baño no tenían vidrios, pero estaban cubiertas por una delgada malla de plástico verde. Miró hacia afuera por entre un entablillado de madera, frunciendo el ceño ante el límpido y ardiente sol, y vio una fuente seca de azulejos floreados y la oxidada carrocería de un VW Rabbit.
Allison. Así se llamaba.
Ella llevaba unos raídos shorts color caqui y una de sus camisetas blancas. Tenía las piernas muy bronceadas. El Rolex a cuerda, con su caja opaca e inoxidable, rodeaba su muñeca izquierda, montado en una correa de cuero de cerdo. Fueron caminando, descendiendo por la curva de la playa hacia Barra de Navidad. Se ciñeron a la estrecha franja de arena firme y mojada, fuera del alcance de la rompiente.
Ya compartían una historia: él la recordaba en un quiosco del mercado de techos de lata del pueblecito, esa mañana; la forma en que sostenía con las dos manos el enorme jarro de barro lleno de café hervido. Rebañando huevos y salsa en el resquebrajado plato blanco de la tortilla, había visto las moscas rodeando los rayos de sol que se abrían camino a través de una maraña de palmas y paneles de material corrugado. Hablaron algo acerca del empleo de ella en cierto bufete de Los Angeles; de cómo vivía sola en una de las destartaladas aldeas flotantes de las afueras de Redondo. Él le contó que se dedicaba a la gestión de personal. O lo había hecho, en todo caso.
—Es posible que esté buscando una nueva línea de trabajo…
Pero hablar parecía secundario frente a lo que había entre ellos; y ahora un rabihorcado volaba sobre sus cabezas, viró contra la brisa, se inclinó; giró, y se fue. La inconsciente libertad con que se deslizaba en el aire los estremeció. Ella le apretó la mano.
Una figura azul se acercaba por la playa, un policía militar dirigiéndose al pueblo, las negras botas perfectamente lustradas, irreales contra la suave y brillante arena. Cuando el hombre pasó a su lado, rostro oscuro e inmóvil tras los cristales espejados de sus gafas, Turner notó la carabina láser Steiner-Optic con mira Fabrique Nationale. Los pantalones azules estaban impecables, los dobleces como cuchillas.
Turner había sido soldado de derecho propio durante la mayor parte de su vida adulta, aunque nunca había llevado uniforme. Un mercenario al servicio de vastas organizaciones luchando encubiertamente por el control de economías enteras. Era un especialista en la extracción de investigadores y cuadros ejecutivos del más alto nivel. Las multinacionales para las que trabajaba nunca admitirían que hombres como Turner pudieran existir…
—Anoche te bebiste casi una botella de Herradura —dijo ella.
Él asintió. La mano de ella, en la suya, estaba tibia y seca. Él miraba cómo los dedos de sus pies se extendían en cada paso, el resquebrajado esmalte rosa de sus uñas.
Las olas rompían, sus bordes transparentes como cristal verde.
Las gotas de espuma sobre el bronceado de Allison.
Después del primer día juntos, la vida se transformó en una rutina sencilla. Desayunaban en el mercado, en un quiosco con un mostrador de hormigón tan liso por el desgaste que parecía mármol lustrado. Nadaban toda la mañana, hasta que el sol los empujaba de regreso a la frescura de las celosías del hotel, donde hacían el amor bajo las lentas aspas de madera del ventilador del cielo raso, y luego dormían. Por las tardes exploraban el laberinto de estrechas calles detrás de la Avenida, o hacían expediciones a pie por las colinas. Cenaban en restaurantes frente a la playa y bebían en los patios de blancos hoteles. La luz de la luna se rizaba en el borde de las olas.
Y poco a poco, sin palabras, ella le enseñó un nuevo estilo de pasión. Él estaba acostumbrado a que lo sirvieran, a recibir los anónimos servicios de hábiles profesionales. Ahora, en la caverna blanca, se arrodillaba sobre las baldosas. Bajaba la cabeza, lamiendo la sal del Pacífico mezclada con su propia humedad, el fresco interior de sus muslos contra las mejillas de él. Con las manos acunando sus caderas, la sostenía, la alzaba como a un cáliz, sus labios apretando con fuerza, mientras que con la lengua buscaba el lugar, el punto, la frecuencia que la llevase a casa. Luego, sonriendo, la montaba, la penetraba, y la seguía hasta allá.
A veces, después, él hablaba; largas espirales de frases borrosas que se desmadejaban para unirse al ruido del mar. Ella apenas si decía algo, pero, por poco que fuere, él había aprendido a darle importancia, y ella siempre lo abrazaba. Y escuchaba.
Pasó una semana, y luego otra. El último día él despertó en la misma habitación fresca, encontrando a la muchacha a su lado. Mientras desayunaba imaginó que sentía un cambio en ella, una tensión.
Tomaron sol, nadaron, y en la familiaridad de la cama olvidó el vago sentimiento de ansiedad. Por la tarde, ella sugirió que caminaran por la playa, hacia Barre, tal como lo hicieran aquella primera mañana.
Turner extrajo la espita contra el polvo del conector ubicado detrás de su oreja e insertó un microsoft de plata. La estructura del castellano se acomodó en él como una torre de cristal, portones invisibles apoyados en goznes del presente y futuro, condicional, pretérito perfecto. Dejándola en la habitación, cruzó la Avenida y entró en el mercado. Compró un cesto de paja, latas de cerveza, bocadillos, fruta y, de regreso, un nuevo par de gafas de sol a un vendedor de la Avenida.
Su bronceado era oscuro y regular. Los remiendos rectangulares que le quedaran tras los injertos del holandés habían desaparecido, y ella le había enseñado la unicidad de su propio cuerpo. Por las mañanas, los ojos verdes que encontraba en el espejo del baño eran los suyos, y el holandés ya no perturbaba sus sueños con bromas sin gracia y una tos seca. Algunas veces, aún, soñaba con fragmentos de la India, un país que apenas conocía, astillas brillantes, Chandni Chauk, olor a polvo y pan frito…
Una cuarta parte de la longitud de la curva de la bahía los separaba de las paredes del hotel en ruinas. Aquí la corriente era más fuerte, cada ola que rompía, una detonación.
Ahora ella lo arrastraba hasta el agua, algo nuevo en las esquinas de sus ojos, una cierta tensión. Las gaviotas se dispersaron cuando llegaron de la mano por la playa para contemplar las sombras en los portales vacíos. La arena se había retirado, dejando al descubierto la estructura de la fachada, las paredes habían desaparecido y los pisos de los tres niveles colgaban como enormes tejas de torcidos y herrumbrosos tendones de acero del grosor de un dedo, cada uno de ellos recubierto con baldosas de color y diseño diferentes.
Sobre un arco de hormigón, escrito en infantiles mayúsculas formadas de conchas, se leía HOTEL PLAYA DEL M. —Mar— dijo él, contemplando la inscripción, aunque había retirado el microsoft.
—Ha terminado —dijo ella, pasando debajo del arco y penetrando en las sombras.
—¿Qué ha terminado? —La siguió, con el cesto de paja rozándole la cadera. Aquí la arena era fría, seca, huidiza entre los dedos de sus pies.
—Terminado. Acabado. Este lugar. Aquí no hay tiempo, no hay futuro.
Él la miró, miró más allá de ella, hacia donde los oxidados muelles de una cama se entreveraban en la unión de dos paredes en ruinas.
—Huele a orina —dijo—. Nademos.
El mar se llevó el frío, pero ahora había entre ellos una distancia. Se sentaron sobre una manta de la habitación de Turner y comieron, en silencio. La sombra de la ruina se hizo más larga. El viento movía el pelo de la muchacha manchado de sol.
—Me haces pensar en los caballos —dijo él por fin.
—Bueno —dijo ella, como si hablase desde las profundidades del agotamiento—, sólo hace treinta años que se extinguieron.
—No —dijo Turner—, su pelo. El pelo del cuello, al correr.
—Crines —dijo ella, y había lágrimas en sus ojos—. Mierda. —Sus hombros empezaron a sacudirse. Respiró hondo. Arrojó a la playa su lata vacía de Carta Blanca—. Eso, yo, qué importa. —Sus brazos rodeándolo otra vez—. Oh, vamos, Turner. Vamos.
Y al tiempo que ella se recostó, arrastrándolo consigo, advirtió algo, un barco, reducido por la distancia a un guion blanco, donde el agua se encontraba con el cielo.
Al incorporarse, mientras se ponía los téjanos recortados, vio el yate. Ahora estaba mucho más cerca, una elegante curva blanca cabalgando en el agua. Agua profunda. Aquí la playa debe de caer casi en vertical, a juzgar por la fuerza de las olas. Debía de ser por eso que la línea de hoteles terminaba donde terminaba, playa adentro, y por eso las ruinas no habían sobrevivido. Las olas habían desgastado sus cimientos.
—Dame el cesto.
Ella estaba abotonándose la blusa que él le comprara en uno de los desvencijados tenderetes que bordeaban la Avenida. Algodón mexicano azul eléctrico, mal hecha. La ropa que compraban en las tiendas apenas si duraba un día o dos.
—Que me des el cesto, dije.
Ella lo hizo. Escarbó entre los restos de aquella tarde y encontró sus binoculares debajo de una bolsa plástica de rodajas de pina empapadas de lima y espolvoreadas con cayena. Los sacó, un par de lentes compactos de combate de 6 X 30. Abrió las cubiertas incorporadas de los objetivos, desplegó los protectores oculares acolchados, y observó los estilizados ideogramas del logo de Hosaka. Un bote inflable amarillo rodeó la popa y avanzó hacia la playa.
—Turner, yo…
—Levántate. —Metió a toda prisa la manta y la toalla en el cesto. Sacó la última lata ya caliente de Carta Blanca y la colocó junto a los binoculares. Se puso de pie, levantó a la chica de un rápido tirón y le dio el cesto—. Tal vez me esté equivocando —dijo—. Si lo estoy, vete de aquí. Corta por ese segundo grupo de palmeras. —Apuntó—. No regreses al hotel. Toma un bus, a Manzanillo o a Vallarla. Vuelve a casa. —Ya podía oír el ronroneo del fuera de borda.
Vio aparecer las lágrimas, pero ella no emitió sonido alguno al volverse y correr, más allá de las ruinas, sujetando el cesto, tropezando con un montículo de arena. No miró hacia atrás.
Entonces él se volvió en dirección al yate. El bote inflable saltaba sobre las olas. El nombre de la embarcación era Tsushima, y la había visto por última vez en la bahía de Hiroshima. Desde su cubierta había contemplado la puerta roja de Shinto, en Itsu-kushima.
No necesitó los binoculares para saber que el pasajero del bote sería Conroy, el piloto uno de los ninjas de Hosaka. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena ya casi fría y abrió su última lata de cerveza mexicana.
Volvió la vista hacia la línea de hoteles blancos, las manos inertes sobre una de las barandillas de madera de teca del Tsushima. Detrás de los hoteles brillaban los tres hologramas del pequeño pueblo: Banamex, Aeronaves, y la Virgen de seis metros de la catedral.
Conroy estaba a su lado. —Trabajo rápido— dijo. —Tú sabes cómo es—. Conroy tenía una voz neutra desprovista de inflexiones, como si la hubiese copiado de un chip foniátrico barato. Su rostro era ancho y blanco, de un blanco cadavérico. Entrecerraba los ojos circundados por una línea oscura bajo unas greñas oxigenadas y echadas hacia atrás que dejaban al descubierto una ancha frente. Llevaba un polo negro y pantalones del mismo color. —Adentro—dijo, volviéndose. Turner lo siguió, bajando la cabeza para entrar por la puerta del camarote. Paredes blancas, pino claro y sin nudos: la elegante austeridad de las firmas de Tokio.
—No.
Conroy se instaló en un cojín bajo y rectangular de ultragamuza gris pizarra. Turner permaneció de pie, con los brazos colgando. Conroy tomó un inhalador de plata estriado de la mesa baja esmaltada que los separaba. —¿Intensificador de Choline?
—No.
Conroy se llevó el inhalador a una de las fosas nasales y respiró hondo.
— ¿Quieres un poco de sushi? —Volvió a poner el inhalador sobre la mesa—. Pescamos un par de cuberas rojas, hace cosa de una hora.
Turner continuó de pie donde estaba, mirando a Conroy.
—Christopher Mitchell —dijo Conroy—. Biolaboratorios Maas. Su especialidad son las hibridomas. Está por pasarse a la Hosaka.
—Nunca he oído hablar de él.
—Tonterías. ¿Quieres un trago?
Turner sacudió la cabeza.
—El silicio está en retirada, Turner. Mitchell es el hombre que logró que los biochips funcionaran, y Maas tiene acaparadas las principales patentes. Eso lo sabes. Él es el hombre de los monoclónicos. Quiere salir. Tú y yo, Turner, lo vamos a mover.
—Creo que yo ya he dejado eso, Conroy. Lo estaba pasando bien, allá.
—Fue lo que dijo el equipo psiquiátrico en Tokio. O sea, no es precisamente la primera vez que sales del rollo, ¿verdad? Ella es una psicóloga de sondeos; trabaja para la Hosaka.
Un músculo comenzó a temblar en el muslo de Turner.
—Dicen que estás listo, Turner. Les preocupaba un poco lo de Nueva Delhi, y quisieron comprobarlo. Algo de terapia nunca hace daño, ¿no es así?
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