jueves, 16 de febrero de 2017

WILLIAM GIBSON. NOVELA: PAÍS DE ESPÍAS.



 William Gibson.
SEMANA DEL CYBERPUNK.
 El cyberpunk es una corriente comercial? Sin lugar a dudas pero,  debemos de señalar que con la globalización nada se escapa a lo “comercial”. Basta  saber del cómo las editoriales españolas como Seix Barral, Planeta,  Alfaguara entre muchas otras han pasado a mega corporaciones como Random House.
Sin embargo, el fenòmero literario del Cyberpunk es un subgénero que gusta, que está ahí,y  llegó para quedarse.

¿Quién acuñó el término de cyberpunk? Se dice que quien popularizó el concepto o acuño el término de cyberpunk  fue Gartneer Dozois entre otros.
J.MÉNDEZ-LIMBRICK.

“La película Blade Runner (1982), adaptada del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip Kindred Dick, se ubica en una distopía futura en la cual seres manufacturados llamados replicantes (en la novela, andrillos) son usados como esclavos en colonias del espacio, y en la Tierra presa de varios cazadores de recompensas, quienes se encargan de "retirarlos" (matarlos). Aunque Blade Runner no fue un éxito en su lanzamiento, encontró un gran nicho en el mercado de alquiler de películas. Puesto que la película omite los elementos religiosos y míticos de la novela de Dick (por ejemplo, cajas de empatía y Wilbur Mercer), cae más estrictamente dentro del género ciberpunk que la novela. William Gibson revelaría después que la primera vez que vio la película, se había sorprendido mucho de cómo la apariencia de esta película era similar a su visión cuando estaba trabajando en Neuromancer. Aunque no fue hasta principios de los noventa cuando se consagró como un género de denominación popular, gracias a numerosas películas, entre las que destacan Hardware o Death Machine”.
Fuente: wikipedia.

(Fragmento).

    Hollis Henry, ex cantante pop, ahora trabaja de periodista. Una revista poco común llamada Node le encarga a Hollis que localice a Bobby Chombo, un artista multimedia creador de un fascinante artilugio mezcla de GPS y generador de hologramas. El problema es que Bobby también hace algunos trabajos para los militares. Y por eso, nunca duerme dos veces en el mismo lugar. Y no quiere conocer a nadie. Mucho menos a Hollis.
    Tito, un cubano de raíces chinas, se dedica a delicadas y complejas operaciones de espionaje y transferencia de información. Ahora acaba de recibir una nueva misión, tan peligrosa que tendrá que dejar su casa, empezar una nueva vida en otra parte y posiblemente no volver a ver a su familia nunca más.
    Milgrim es un adicto a las drogas de diseño. Además, es un gran conocedor del idioma ruso. Milgrim está en manos de Brown, un hombre misterioso que lo tiene secuestrado y lo utiliza para sus propios fines; Milgrim no sabe cuáles son esos fines, pero sospecha que detrás hay intrincadas redes de espionaje militar.
   
 William Gibson

 País de espías


   
    Traducción de Rafael Marín

   
   
   
 
    Para Deborah

   
 Febrero de 2006


   
 1
 Lego blanco


   
    —Rausch —dijo la voz del móvil de Hollis Henry—. Nódulo.
    Ella se volvió hacia la lámpara de la mesita de noche, que iluminaba la lata vacía de Asahi Draft del Punto Rosa, y su PowerBook repleto de pegatinas, cerrado y dormido. Lo envidió.
    —Hola, Philip.
    Nódulo era su empresa actual, hasta el punto que podía considerarse como tal, y Philip Rausch, su editor. Habían tenido una conversación previa, la que la había hecho venir a L. A. e instalarse en el Mondrian, pero eso había tenido más que ver con su situación financiera que con ningún poder de persuasión por parte de él. Algo en su entonación del nombre de la revista, aquella letra cursiva audible, sugería una empresa de la que estaba segura de que se cansaría pronto.
    Oyó el robot de Odile Richard chocar levemente contra algo, en la dirección del cuarto de baño.
    —Aquí son las tres —dijo Rausch—. ¿La he despertado?
    —No —mintió Hollis.
    El robot de Odile estaba hecho de piezas de Lego, Lego blanco exclusivamente, con un número indeterminado de ruedas de plástico blanco con neumáticos negros debajo, y lo que ella suponía que eran baterías solares atornilladas a la espalda. Podía oírlo moverse con paciencia, aunque algo al azar, por el suelo alfombrado de la habitación. ¿Se podían comprar piezas de Lego sólo blancas? Parecía a sus anchas aquí, donde había montones de cosas blancas. Bonito contraste con las patas azul Egeo de la mesa.
    —Están listos para mostrarle su mejor pieza —dijo Rausch.
    —¿Cuándo?
    —Ahora. Ella la está esperando en el hotel. El Standard.
    Hollis conocía el Standard. Tenía alfombras de Astroturf azul real. Cada vez que iba allí le parecía que ella era lo más viejo del edificio. Tras el mostrador de recepción había una especie de terrarium gigantesco, donde a veces unas chicas en bikini étnicamente ambiguas yacían como si estuvieran tomando el sol, o estudiando grandes libros de texto profusamente ilustrados.
    —¿Se ha encargado de la factura de aquí, Philip? Cuando lo comprobé, todavía estaba cargada a mi tarjeta.
    —Ya se han hecho cargo.
    Ella no lo creyó.
    —¿Tenemos ya un plazo límite para el reportaje?
    —No. —Rausch se mordió los labios en algún lugar de Londres que ella no quería molestarse en imaginar—. El lanzamiento se ha retrasado. A agosto.
    Hollis aún tenía que conocer a alguien de Nódulo, o a alguna otra persona que escribiera para ellos. Una versión europea de Wired, parecía, aunque naturalmente nunca lo expresaban así. Dinero belga, vía Dublín, oficinas en Londres... o, si no se trataba de oficinas, al menos este Philip. Que hablaba como si tuviera diecisiete años. Diecisiete años y el sentido del humor extirpado quirúrgicamente.
    —Hay tiempo de sobra —dijo ella, sin estar muy segura de lo que quería decir, pero pensando con cierto reparo en su cuenta bancaria.
    —Ella la está esperando.
    —Muy bien.
    Hollis cerró los ojos y el teléfono.
    ¿Podías estar alojada en este hotel y seguir siendo considerada técnicamente una sin hogar?, se preguntó. Parecía que sí, decidió.
    Permaneció tendida bajo la sábana blanca, escuchando el robot de la chica francesa chocar y chasquear y dar marcha atrás. Supuso que estaba programado como una de esas aspiradoras japonesas, para seguir chocando hasta que acababa el trabajo. Odile había dicho que recopilaba datos con una unidad GPS incorporada; Hollis supuso que eso hacía.
    Se sentó, y la lujosa sábana de algodón resbaló hasta sus muslos. En el exterior, el viento encontró sus ventanas desde un nuevo ángulo. Tamborilearon de manera inquietante. Cualquier fenómeno meteorológico muy pronunciado, aquí la asustaba. Aparecería descrito en los periódicos del día siguiente, lo sabía, como una especie menor de terremoto. Quince minutos de lluvia y las zonas inferiores del centro de Beverly planchadas; peñascos del tamaño de casas que resbalaban majestuosamente por las colinas, hasta caer en cruces atestados. Ya había estado aquí antes.
    Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, esperando no pisar al robot. Tanteó en busca del cordón que abría las pesadas cortinas blancas. Seis plantas más abajo, vio las palmeras de Sunset agitarse, como bailarines que imitaran los últimos estertores de una plaga de ciencia-ficción. Las tres y diez de la madrugada de un miércoles y ese viento parecía haber dejado completamente desierto el Strip.
    No pienses, se aconsejó. No compruebes tu correo electrónico. Levántate y ve al cuarto de baño.
    Quince minutos más tarde, tras haber hecho lo posible con todo aquello que nunca había estado bien del todo, bajó al vestíbulo en un ascensor Philippe Starck, decidida a prestar a sus detalles la menor atención posible. Una vez había leído un artículo sobre Starck que decía que el diseñador era dueño de una granja de ostras donde sólo se cultivaban ostras perfectamente cuadradas, en marcos de acero fabricados especialmente.
    Las puertas se abrieron para revelar una extensión de madera clara. El ideal platónico de una pequeña alfombra oriental se proyectaba sobre una parte desde algún lugar superior, estilizados garabatos de luz que recordaban a garabatos ligeramente menos estilizados de lana teñida. Recordó que le habían dicho que la intención original era evitar ofender a Alá. La cruzó rápidamente, dirigiéndose a las puertas de entrada.
    Al abrir una de ellas y salir al extraño calor en movimiento del viento, uno de los hombres de seguridad del Mondrian la miró, con una oreja con bluetooth bajo el rapado montículo de un corte de pelo militar. Le preguntó algo, pero la pregunta fue engullida por una súbita ráfaga.
    —No —dijo ella, suponiendo que le había preguntado si quería que le trajeran el coche, si lo tenía, o si quería un taxi. Vio que había un taxi, con el conductor reclinado tras el volante, posiblemente dormido, posiblemente soñando con los campos de Azerbaiyán. Pasó de largo, mientras una extraña exuberancia nacía en ella y el viento, tan salvaje y extrañamente aleatorio, recorría Sunset, procedente de Tower Records, como la vaharada trasera de algo que se esfuerza por despegar.
    Le pareció oír al hombre de seguridad llamándola, pero entonces sus Adidas encontraron la acera del Sunset, un abstracto puntillista de chicles ennegrecidos. La monstruosidad estatuaria del Mondrian y sus puertas abiertas quedaron tras ella, y se subió la capucha. Sintió no tanto que se encaminaba en la dirección del Standard, sino que simplemente se alejaba.
    El aire estaba lleno del seco y punzante detrito de las palmeras.
    Estás loca, se dijo. Pero aquello parecía bien por el momento, aunque sabía que no era un lugar recomendable para una mujer, sobre todo si estaba sola. Ni para un peatón, a esta hora de la madrugada. Sin embargo este clima, este momento de anómalo clima de L. A., parecía haber barrido cualquier habitual sensación de amenaza. La calle estaba vacía como en ese momento de la película justo antes de la primera pisada de Godzilla. Las palmeras doblándose, el mismo aire estremecido, y Hollis, ahora con la capucha negra puesta, caminando con decisión. Hojas de periódico y folletos de clubes se arremolinaban en sus talones.
    Un coche de policía pasó de largo, corriendo en dirección a Tower. Su conductor, encogido resueltamente tras el volante, no le prestó ninguna atención. Servir y proteger, recordó. El viento cambió de pronto echándole atrás la capucha y cambiándole instantáneamente el estilo del peinado. Cosa que le hacía falta de todas formas, se recordó.
    Encontró a Odile Richard esperando bajo la blanca entrada cubierta y el cartel del Standard (colocado, por motivos sólo conocidos por su diseñador, boca abajo). Odile seguía con el horario de París, pero Hollis se había ofrecido a aceptar esta reunión a horas intempestivas. Lo cual, evidentemente, era óptimo para ver este tipo de arte.
    Junto a ella se encontraba un grueso joven latino de cabeza afeitada y Pendleton retro-étnico burdeos, las mangas recortadas por encima de los codos. Los fondillos sueltos de la camisa casi le llegaban a las rodillas de sus anchos chinos.
    —Vote por Santa —dijo, sonriendo, mientras ella se les acercaba, alzando una taza plateada de Tecate. Había algo tatuado con letras Olde English muy negritas y ultraelaboradas en su antebrazo.
    —¿Disculpe?
    —À votre santé —corrigió Odile, frotándose la nariz con un pañuelo de papel arrugado. Odile era la francesa menos chic que Hollis recordaba haber conocido, aunque en un estilo haute-pardilla europea que la hacía molestamente adorable. Llevaba una camiseta negra XXXL de alguna estrella prometedora muerta hacía mucho tiempo, calcetines de hombre marrones ribeteados de nilón con un brillo peculiarmente desagradable, y sandalias de plástico transparentes de color sirope de cereza.
    —Alberto Corrales —dijo él.
    —Alberto —respondió ella, permitiendo que su mano fuera absorbida por la mano de él, seca como la madera—. Hollis Henry.
    —Toque de queda —dijo Alberto, la sonrisa cada vez más amplia.
    Los fans son inevitables, pensó ella, sorprendida como siempre, y de repente igualmente inquieta.
    —Esta suciedad, en el aire —protestó Odile—, es repugnante. Por favor, vamos a ver la obra.
    —Muy bien —dijo Hollis, agradecida por la distracción.
    —Por aquí —indicó Alberto, lanzando limpiamente su lata vacía a una papelera blanca Standard con pretensiones milanesas. El viento, advirtió Hollis, había muerto como siguiendo una indicación.
    Miró al vestíbulo. El mostrador de recepción estaba desierto, el terrarium de chicas en bikini vacío y sin iluminar. Entonces siguió a Alberto y a la irritablemente moqueante Odile hasta el coche de Alberto, un Volks Escarabajo clásico que brillaba bajo múltiples capas de laca baratas. Vio un volcán ardiendo con lava incandescente, latinas pechugonas con mini-taparrabos y tocados aztecas con plumas, los aros policromados de una serpiente alada. Alberto estaba en una especie de empanada étnico-cultural, decidió, a menos que los Volswagen hubieran entrado en el panteón desde la última vez que ella miró.
    Abrió la puerta del copiloto y sostuvo el asiento delantero mientras Odile pasaba a la parte de atrás. Donde ya parecía haber algún tipo de equipo. Entonces le indicó a Hollis que ocupara el asiento del copiloto, casi con una reverencia.
    Ella parpadeó ante la semiótica sublimemente casual del salpicadero del viejo Volswagen. El coche olía a algún ambientador étnico. También eso era parte del lenguaje, supuso, como la pintura, pero alguien como Alberto podría usar deliberadamente el ambientador equivocado.
    Alberto salió a Sunset y ejecutó un esmerado giro de ciento ochenta grados. Volvieron en dirección al Mondrian, sobre el asfalto finamente cubierto por la desecada biomasa de las palmeras.
    —Soy fan desde hace años —dijo Alberto.
    —A Alberto le interesa la historia como espacio interiorizado —contribuyó Odile, demasiado cerca de la cabeza de Hollis—. Ve este espacio interiorizado como emergente del trauma. Siempre, del trauma.
    —Trauma —repitió Hollis involuntariamente, mientras dejaban atrás el Punto Rosa—. Para en el Punto, Alberto, por favor. Necesito cigarrillos.
    —Ollis —acusó Odile—, me dijiste que no eras fumadora.
    —Acabo de empezar.
    —Pero si ya estamos aquí —dijo Alberto, girando a la izquierda en Larrabee y aparcando.
    —¿Dónde es aquí? —preguntó Hollis, entreabriendo la puerta y preparándose, tal vez, para correr.
    Alberto parecía serio, pero no particularmente loco.
    —Cogeré mi equipo. Me gustaría que vieras la obra, primero. Luego, si quieres, podemos discutir.
    Se bajó del coche. Hollis también. Larrabee se inclinaba empinadamente, hacia los apartamentos iluminados de la ciudad, tanto que a ella le resultó incómodo estar de pie. Alberto ayudó a Odile a salir del asiento trasero. Se apoyó contra el Volks y cruzó los brazos sobre su camiseta.
    —Tengo frío —se quejó Odile.
    Y era verdad que ahora hacía más frío, advirtió Hollis, sin el cálido abrazo del viento. Contempló el feo hotel rosa que se alzaba sobre ellos, mientras Alberto, envuelto en su Pendleton, rebuscaba en la parte trasera del coche. Sacó una cascada caja de aluminio, cubierta de cinta adhesiva negra.
    Un largo coche plateado pasó en silencio por Sunset, mientras ellas seguían a Alberto por la empinada acera.
    —¿Qué hay ahí dentro, Alberto? ¿Qué vamos a ver? —preguntó Hollis cuando llegaron a la esquina. Él se arrodilló y abrió la caja. El interior estaba recubierto con bloques de gomaespuma. Sacó algo que al principio ella confundió con una máscara de soldador.
    —Póntelo —le dijo, mientras se la entregaba.
    Una cinta acolchada, con una especie de visor.
    —¿Realidad virtual? —Hollis no oía mencionar en voz alta el término desde hacía años, pensó mientras lo pronunciaba.
    —El hardware está algo obsoleto —dijo él—. Al menos el que puedo permitirme.
    Sacó un portátil de la caja, lo abrió y lo conectó.
    Hollis se puso el visor. Podía ver con él, aunque sólo tenuemente. Miró hacia la esquina de Clark y Sunset, y distinguió la marquesina del Whiskey. Alberto extendió una mano y con cuidado manipuló un cable a un lado del visor.
    —Así —dijo, guiándola por la acera hasta una fachada baja, pintada de negro y sin ventanas. Ella entornó los ojos ante el cartel. The Viper Room.
    —Ahora —dijo Alberto, y ella lo oyó pulsar el teclado del portátil. Algo tembló en su campo de visión—. Mira. Mira aquí.
    Hollis se dio la vuelta, siguiendo su gesto, y vio un cuerpo delgado y moreno, boca abajo en la acera.
    —Noche de Halloween, 1993 —dijo Odile.
    Hollis se acercó al cadáver. Que no estaba allí. Pero estaba. Alberto la seguía con el portátil, protegiendo el cable. Le pareció que contenía la respiración. Ella hacía lo mismo.
    El chico, muerto, parecía un pajarillo. Cuando se inclinó, reparó en la pequeña sombra que proyectaba el arco de su pómulo. Tenía el pelo muy oscuro. Llevaba pantalones oscuros de rayas finas y una camisa oscura.
    —¿Quién? —preguntó, recuperando la respiración.
    —River Phoenix —respondió Alberto en voz baja.
    Ella alzó la mirada, hacia la marquesina del Whiskey, y luego volvió a mirar, asombrada por la fragilidad del cuello blanco.
    —River Phoenix era rubio —dijo.
    —Se había teñido el pelo —respondió Alberto—. Se lo tiñó para una película.

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