Cuentos morales
Leopoldo Alas
Prólogo
Muy corto. Me
paso la vida disertando acerca de materia estética, pero no me gusta hacerlo
tratándose de mis propias obras. Esto no es un programa literario, ni defensa
de escuela, tendencia o cosa por el estilo; es, sencillamente, una breve
explicación del título de este libro. No digo Cuentos morales en el sentido de
querer, con ellos, procurar que el lector se edifique, como se dice; mejore sus
costumbres, si no las tiene inmejorables; y declaro que no aspiro a esos
laureles que ciertas gentes, que confunden la ética con la estética, tienen
reservados para las buenas intenciones.
Yo soy, y espero ser mientras viva,
partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el
de su sustantividad independiente. No hay moda literaria, ni reacción que
valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser
morales ni inmorales, como los Estados no pueden ser ateos ni católicos, a no
ser en el -VI- mundo de los tropos peligrosos. Aun
reduciendo el significado de moral a la virtud que una cosa pueda tener para
moralizar a los que cabe que sean seres morales (los individuos racionales),
diré que mis cuentos no son morales en tal concepto. Los llamo así, porque en
ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a
la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor
parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior, ni la
narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre
interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad.
Al dar ese tinte general a estos
cuentos (como lo tienen otros antes publicados y muchos que se publicarán, si
Dios quiere, más adelante) no sigo inspiración ajena, ni tendencias de escuela,
ni pruritos de la moda, ni nada que se le parezca: no sigo más que naturales
impulsos que la edad imprime en quien llega a la mía y es, por vocación y hasta
por oficio, inclinado a reflexionar un poco. Ya lo han dicho muchos escritores
insignes: el lado moral de la vida preocupa al hombre amigo de pensar, más que
cuando la vida empieza, o está en su florecimiento, cuando nos vamos haciendo
ricos de experiencia del mundo... para aprender a dejarlo dignamente. Tal vez
esto -VII- contribuya a que el progreso moral no sea
tan rápido como otros: los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los
jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de
la vida... lo que más les importa es morirse.
Yo no soy viejo todavía; pero, como
si lo fuera... porque ya no soy joven. Si en la juventud hubiese sido poeta, en
el fondo de mis obras se hubiera visto siempre una idea capital: el amor, el
amor de amores, como dice Valera, el de la mujer; aunque tal vez muy platónico.
Como en la edad madura soy autor de cuentos y novelillas, la sinceridad me hace
dejar traslucir en casi todas mis invenciones otra idea capital, que hoy me
llena más el alma (más y mejor ¡parece mentira!) Que el amor de mujer la llenó
nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que le da vida y calor:
Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de
explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, se llego, acaso, dejándome ya de
cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino.
Hay quien nace para joven y quien
nace para viejo. Yo confieso que soy de los últimos; pues, aunque tuve algún
tiempo el orgullo de ser uno de los más puros rumiantes de amor platónico,
jamás las cosas raras y profundas
-VIII- que el amor de mujer me
hizo sentir en la juventud, fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las
entrañas, tan mío, como esto que ahora siento y pienso a veces, y que no va con
ella, sino con Dios y el Universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños de la Idea
Divina, ya empezaron cuando empezaban mis ensueños amorosos, de don Juan por
dentro... y a todas mis Dulcineas las he ido siendo infiel; y mi leyenda de
Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura; y espero que se acompañe
hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.
He hablado tanto de mí mismo y tan
poco de los intereses generales literarios, porque la razón de ser de mis
cuentos como son, se funda en cosas mías, no en influencias ni propósitos
escolásticos.
Hágame el público el favor, aunque
le aconsejen otra cosa algunos críticos, de no ver en este libro y otros que
escriba y que se le parezcan, un prurito de novedad (valiente novedad), un
amaneramiento exótico. Tanto valdría llamar amanerado al otoño, la estación más
filosófica del año... y de la vida.
CLARÍN.
Noviembre de 1895.
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